Si tuviese que contestar
la siguiente pregunta: ¿Qué es la esclavitud? y respondiera en pocas
palabras: Es el asesinato, mi pensamiento se aceptaría desde luego. No
necesitaría de grandes razonamientos para demostrar que el derecho de quitar al
hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad, es un derecho de vida y
muerte, y que hacer esclavo a un hombre es asesinarle.
¿Por qué razón, pues, no
puedo contestar a la pregunta qué es la propiedad, diciendo
concretamente la propiedad es un robo, sin tener la certeza de no ser
comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es más que una simple
transformación primera?
Me decido discutir el
principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras instituciones, la propiedad;
estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la conclusión que de mis
investigaciones resulte; estoy en mi derecho. Me place colocar el último
pensamiento de mi libro en su primera página; estoy también en mi derecho.
Un autor enseña que la
propiedad es un derecho civil, originado por la ocupación y sancionado por la
ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo;
y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y aplaudidas con entusiasmo. Yo
creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley, pueden engendrar la
propiedad, pues ésta es un efecto sin causa. ¿Se me puede censurar por ello?
¿Cuántos comentarios producirán estas afirmaciones?
¡La propiedad es el
robo! ¡He ahí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta agitación de las
revoluciones!
Tranquilízate, lector;
no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un instigador de sediciones.
Me limito a anticiparme en algunos días a la historia; expongo una verdad cuyo
esclarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una palabra, el preámbulo de
nuestra constitución futura. Esta definición que te parece peligrosísima, la
propiedad es el robo, bastaría para conjurar el rayo de las pasiones
populares si nuestras preocupaciones nos permitiesen comprenderla. Pero
¡cuántos intereses y prejuicios no se oponen a ello!... La filosofía no
cambíará jamás el curso de los acontecimientos: el destino se cumplirá con
independencia de la profecía. Por otra parte, ¿no hemos de procurar que la
justicia se realice y que nuestra educación se perfeccione?
¡La propiedad es el
robo!... ¡Qué inversión de ideas! Propietario
y ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo
que sus personas son entre sí antipáticas; todas las lenguas han consagrado
esta antinomia. Ahora bien: ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento
universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Quién sos para quitar la
razón a los pueblos y a la tradición?
¿Qué puede importarte,
lector, mi humilde personalidad? He nacido, como tú, en un siglo en que la
razón no se somete sino al hecho y a la demostración; mi misión está consignada
en estas palabras de la ley: ¡habla sin odio y sin miedo di lo que
sepas! La obra de la humanidad consiste en contruir el templo de la
ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Naturaleza. Pero la verdad
se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, mañana al pastor en el valle, al
obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio y, una vez realizado
su trabaio, desaparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos sigue entre
dos infinitos, ¿qué puede importar a nadie la situación de un simple mortal?
Olvida, pues, lector, mi nombre y fíjate únicamente en mis razonamientos.
Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el error
universal; apelo a la conciencia del género humano, contra la opinión del
género humano. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu
conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposiciones para
deducir una tercera, mis ideas llegarán infaliblemente a ser tuyas. Al empezar
diciéndote mi última palabra, he querido advertirte, no incitarte; porque creo
sinceramente que si me prestas tu atención obtendré tu asentimiento. Las cosas
que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprenderá no
haberlas advertido antes, y exclamarás: «No había reflexionado sobre ello.»
Otras obras te ofrecerán el espectáculo del genio apoderándose de los secretos
de la Naturaleza y publicando sublimes pronósticos; en cambio, en estas páginas
únicamente encontrarás una serie de investigaciones sobre lo justo y
sobre el derecho, una especie de comprobación, de contraste de tu propia
conciencia. Serás testigo presencial de mis trabajos y no harás otra cosa que
apreciar su resultado. Yo no forino escuela; vengo a pedir el fin del
privilegio, la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio
de la ley. Justicia, nada más que justicia; tal es la síntesis de mi empresa;
dejo a los demás el cuidado de ordenar el mundo.
Un día me he dicho: ¿Por
qué tanto dolor y tanta miseria en la sociedad? ¿Debe ser el hombre eternamente
desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones opuestas de esos arbitristas de
reformas, que achacan la penuria general, unos a la cobardía e impericia del
poder público, otros a las revoluciones y motines, aquéllos a la ignorancia y
consunción generales; cansado de las interminables discusiones de la tribuna y
de la prensa, he querido profundizar yo mismo la cuestión. He consultado a los
maestros de la ciencia, he leído cien volúmenes de Filosofía, de Derecho, de
Economía política e Historia... ¡y quiso Dios que viniera en un siglo en que se
ha escrito tanto libro inútil! He realizado supremos esfuerzos para obtener
informaciones exactas, comparando doctrinas, oponiendo a las objeciones las
respuestas, haciendo sin cesar ecuaciones y reducciones de argumentos,
aquilatando millares de silogismos en la balanza de la lógica más pura. En este
penoso camino he comprobado varios hechos interesantes. Pero, es preciso
decirlo, pude comprobar, desde luego, que nunca hemos comprendido el verdadero
sentido de estas palabras tan vulgares como sagradas: Justicia, equidad,
libertad; que acerca de cada uno de estos conceptos, nuestras ideas son
completamente confusas, y que, finalmente, esta ignorancia es la única causa
del pauperismo que nos degenera y de todas las calamidades que han afligido a
la humanidad.
Antes de entrar en
materia, es preciso que diga dos palabras acerca del método que voy a seguir.
Cuando Pascal abordaba un problema de geometría, creaba un método para su
solución. Para resolver un problema de filosofía es, asimismo, necesario un
método. ¡Cuántos problemas de filosofía no superan, por la gravedad de sus
consecuencias, a los de geometría! ¡Cuántos, por consiguiente, no necesitan con
mayor motivo para su resolución un análisis profundo y severo!
Es un hecho ya
indudable, según los modernos psicólogos, que toda percepción recibida en
nuestro espíritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas leyes generales
de ese mismo espíritu. Amóldase, por decirlo así, a ciertas concepciones o
tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de condiciones de
forma. De manera -afirman- que si el espíritu carece de ideas innatas, tiene
por lo menos formas innatas. Así, por ejemplo, todo fenómeno es
concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el espacio; todos
ellos nos hacen suponer una causa por la cual acaecen; todo cuanto
existe implica las ideas de sustancia, de modo, de número, de
relación, etc. En una palabra, no concebimos pensamiento alguno que no se
refiera a los principios generales de la razón, límites de nuestro
conocimiento.
Estos axiomas del
entendimiento, añaden los psicólogos, estos tipos fundamentales a los cuales se
adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras ideas, y que nuestras
sensaciones no hacen más que poner al descubierto, se conocen en la ciencia con
el nombre de categorías. Su existencia primordial en el espíritu está al
presente demostrada; sólo falta construir el sistema y hacer una exacta
relación de ellas. Aristóteles enumeraba diez; Kant elevó su número a quince;
Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la incontestable gloria de este
sabio será, si no haber descubierto la verdadera teoría de las categorías,
haber comprendido al menos mejor que ningún otro la gran importancia de esta
cuestión, la más transcendental y quizá la única de toda la metafísica.
Ante una conclusión tan
grave me atemoricé, llegando a dudar de mi razón. ¡Cómo! -exclamé-, lo que
nadie ha visto ni oído, lo que no pudo penetrar la inteligencia de los demás
hombres, ¿has logrado tú descubrirlo? ¡Detente, desgraciado, ante el temor de
confundir las visiones de tu cerebro enfermo con la realidad de la ciencia!
¿Ignoras que, según opinión de ilustres filósofos, en el orden de la moral
práctica el error universal es contradicción? Resolví entonces someter a una
segunda comprobación mis juicios, y como tema de mi nuevo trabajo, fijé las
siguientes proposiciones: ¿Es posible que en la aplicación de los principios de
la moral se haya equivocado unánimemente la humanidad durante tanto tiempo?
¿Cómo y por qué ha padecido ese error? ¿Y cómo podrá subsanarse éste siendo
universal?
Estas cuestiones, de
cuya solución hacía depender -la certeza de mis observaciones, no resistieron
mucho tiempo al análisis. En el capítulo V de este libro se verá que, lo mismo
en moral que en cualquiera otra materia de conocimiento, los mayores errores
son para nosotros grados de la ciencia; que hasta en actos de justicia,
equivocarse es un privilegio que ennoblece al hombre, y en cuanto al mérito
filosófico que pudiera caberme, que este mérito es infinitamente pequeño. Nada
significa dar un nombre a las cosas: lo maravilloso sería conocerlas antes de
que existiesen. Al expresar una idea que ha llegado a su término, una idea que
vive en todas las inteligencias, y que mañana será proclamada por otro si yo no
la hiciese pública hoy, solamente me corresponde la prioridad de la expresión. ¿Acaso
se dedican alabanzas a quien vio por primera vez despuntar el día?
Todos los hombres, en
efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones es idéntica a la
igualdad de derechos: que propiedad y robo son términos sinónimos; que
toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so pretexto de
superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio: todos los
hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma; se trata
simplemente de hacer que las adviertan.
Confieso que no creo en
las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de nuestro entendimiento, y
considero la metafísica de Reid y de Kant aún más alejada de la verdad que la
de Aristóteles. Sin embargo, como no pretendo hacer aquí una crítica de la razón
(pues exigiría un extenso trabajo que al público no interesaría gran cosa),
admitiré en hipótesis que nuestras ideas más generales y más necesarias, como
las del tiempo, espacio, sustancia y causa, existen primordialmente en el
espíritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de su constitución.
Pero es un hecho
psicológico no menos cierto, aunque poco estudiado todavía por los filósofos,
que el hábito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de sugerir al
entendimiento nuevas formas categóricas, fundadas en las apariencias de lo que
percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los casos, de
realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una
influencia no menos predeterminante que las primeras categorías. De suerte que
enjuiciamos, no sólo con arreglo a -las leyes eternas y absolutas de
nuestra razón, sino también conforme a las reglas secundarias, generalmente
equivocadas, que la observación de las cosas nos sugiere. Esa es la fuente más
fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre
invencible de multitud de errores. La preocupación que de esos errores resulta
es tan arraigada que, frecuentemente, aun en el momento en que combatimos un
principio que nuestro espíritu tiene por falso, y nuestra conciencia reclíaza,
lo defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a él; lo obedecemos
atacándole. Preso en un círculo, nuestro espíritu se revuelve sobre sí mismo,
hasta que una nueva observación, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir
un principio exterior que libera a nuestra imaginación del fantasma que la
había ofuscado. Así, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un
magnetismo universal, cuya causa es aún desconocida, dos cuerpos, libres de
obstáculos, tienden a reunirse por una fuerza de impulsión acelerada que se
llama gravedad. Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos
faltos de apoyo, la que permite pesarlos en la balanza y la que nos mantiene
sobre el suelo que habitamos. La ignorancia de esta causa fue la única razón
que impedía a los antiguos creer en los antípodas. « ¿Cómo no comprendéis
-decía San Agustín, después de Lactancio- que si hubiese hombres bajo nuestros
pies tendrían la cabeza hacia abajo y caerían en el cielo?» El obispo de Hipona,
que creía que la tierra era plana porque le parecía verla así, suponía en
consecuencia que si del cénit al nadir de distintos lugares se trazasen otras
tantas líneas rectas, estas líneas serían parabolas entre sí, y en la misma
dirección de estas líneas suponía todo el movimiento de arriba abajo. De ahí
deducía forzosamente que las estrellas están pendientes como antorchas movibles
de la bóveda celeste; que en el momento en que perdieran su apoyo, caerían
sobre la tierra como lluvia de fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que
constituye la parte inferior del mundo, etc. Si se le hubiera preguntado quién
sostiene la tierra, habría respondido que no lo sabía, pero que para Dios nada
hay imposible. Tales eran, con relación al espacio y al movimiento, las ideas
de San Agustín, ideas que le imponía un prejuicio originado por la apariencia,
pero que había llegado a ser para él una regla general y categórica de juicio.
En cuanto a la causa verdadera de la caída de los cuerpos, su espíritu la
ignoraba totalmente; no podía dar más razón que la de que un cuerpo cae porque
cae.
Para nosotros, la idea
de la caída es más compleja y a las ideas generales de espacio y de movimiento,
que aquélla impone, añadimos la de atracción o de dirección hacia un centro, la
cual deriva de la idea superior de causa. Pero si la física lleva forzosamente
nuestro juicio a tal conclusión, hemos conservado, sin embargo, en el uso, el
prejuicio de San Agustín, y cuando decimos que una cosa se ha caído, no
entendemos simplemente y en general que se trata de un efecto de la ley de
gravedad, sino que especialmente y en particular imaginamos que ese movimiento
se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo. Nuestra razón se ha
esclarecido, la imaginación la corrobora, y sin embargo, nuestro lenguaje es
incorregible. Descender del cielo no es, en realidad, una expresión más
cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa expresión se
conservará todo el tiempo que los hombres se sirvan del lenguaje.
Todas estas expresiones arriba,
abaljo, descender del cielo, caer de las nubes, no ofrecen de aquí
en adelante peligro alguno, porque sabemos rectificarlas en la práctica. Pero
conviene tener en cuenta cuánto han hecho retrasar los progresos de la ciencia.
Poco importa, en efecto, en la estadística, en la mecánica, en la
hidrodinámica, en la balística, que la verdadera causa de la caída de los
cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas las ideas sobre la dirección
general del espacio; pero ocurre lo contrario cuando se trata de explicar el sistema
del mundo, la causa de las mareas, la figura de la tierra y su posición en el
espacio. En todas estas cuestiones se precisa salir de la esfera de las
apariencias. Desde la más remota antigliedad han existido ingenieros y
mecánicos, arquitectos excelentes y hábiles; sus errores acerca de la redondez
del planeta y de la gravedad de los cuerpos no impedían el progreso de su arte
respectivo; la solidez de los edificios y la precisión de los disparos no eran
menores por esa causa. Pero más o menos pronto habían de presentarse fenómenos
que el supuesto paralelismo de todas las perpendiculares levantadas sobre la
superficie de la tierra no podía explicar; entonces debía comenzar una lucha
entre los prejuicios que por espacio de los siglos bastaban a la práctica
diaria y las novísimas opiniones que el testimonio de los sentidos parecía
contradecir.
Hay que observar cómo
los juicios más falsos, cuando tienen por fundamento hechos aislados o simples
apariencias, contienen siempre un conjunto de realidades que permite razonar un
determinado número de inducciones, sobrepasado el cual se llega al absurdo. En
las ideas de San Agustín, por ejemplo, era cierto que los cuerpos caen hacia la
tierra, que su caída se verifica en línea recta, que el sol o la tierra se
pone, que el cielo o la tierra se mueve, etc. Estos hechos generales siempre
han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha inventado nada. Pero, por otra
parte, la necesidad de encontrar las causas de las cosas nos obliga a descubrir
principios cada vez más generales. Por esto ha habido que abandonar
sucesivamente, primero la opinión de que la tierra es plana, después la teoría
que la supone inmóvil en el sentir del universo, etc.
Si de, la naturaleza
física pasamos al mundo moral, nos encontramos sujetos en él a las mismas
decepciones de la apariencia, a las mismas influencias de la espontaneidad y de
la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del sistema de nuestros
conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de nuestras propias
opiniones nos resulta, y, de otro, la obstinación con que defendemos el
prejuicio que nos atormenta y nos mata.
Cualquiera que sea el
sistema que aceptemos sobre la gravedad de los cuerpos y la figura de la
tierra, la física del globo no se altera; y en cuanto a nosotros, la economía
social no puede recibir con ello daño ni perjuicio. En cambio, las leyes de
nuestra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por nosotros mismos; y, por
lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nuestra reflexiva colaboración,
y de consiguiente, sin que las conozcamos. De aquí se dedu ce que, si nuestra
ciencia de leyes morales es falsa, es evidente que al desear nuestro bien,
realizamos nuestro mal. Si es completa, podrá bastar por algún tiempo nuestro
progreso social, pero a la larga nos hará emprender derroteros equivocados, y,
finalmente, nos precipitará en un abismo de desdichas.
En ese momento se hacen
indispensables nuevos conocimientos, los cuales, preciso es decirlo para gloria
nuestra, no han faltado jamás, pero también comienza una lucha encarnizada
entre los vicios prejuicios y las nuevas ideas. ¡Días de conflagración y de
angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las mismas creencias e
instituciones que se impugnan, todo el mundo parecía dichoso; ¿cómo recusar las
unas, cómo proscribir las otras? No se quiere comprender que ese período feliz
sirvió precisamente para desenvolver el principio del mal que la sociedad
encubría, se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de la tierra y
a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en su
inteligencia y su corazón, el hombre la imputa a sus maestros, a sus rivales, a
sus vecinos, a él mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan
hasta que, mediante una despoblación intensa, el equilibrio se restablece y la
paz renace entre las cenizas de las víctimas. ¡Tanto repugna a la humanidad
alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por
los fundadores de las ciudades y confirmadas por el transcurso de los siglos!
«Desconfiad de toda
innovación», escribía Tito Livio. Sin duda sería preferible para el hombre no
tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha nacido ignorante, si su
condición exige una instrucción progresiva, ¿habrá de renegar de su
inteligencia, abdicar de su razón y abandonarse a la suerte? La salud completa
es mejor que la convalecencia. ¿Pero es éste un motivo para que el enfermo no
intente su curación? «¡Reforma, reforma!», exclamaron en otro tiempo Juan
Bautista y Jesucristo. «¡Reforma, reforma!», pidieron nuestros padres hace
cincuenta años (Proudhon alude a la Revolución francesa.(N. del T.)), y
nosotros seguiremos pidiendo por mucho tiempo todavía ¡reforma, reforma!
He sido testigo de los
dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los principios en que la
sociedad se asienta, hay uno que no comprende, que su ignorancia ha viciado y
es causa de todo el mal. Este principio es el más antiguo de todos, porque las
revoluciones sólo tienen eficacia para derogar los principios más modernos,
mientras confirman los más antiguos. Por lo tanto, el mal que nos daña es
anterior a todas las revoluciones. Este principio, tal como nuestra ignorancia
lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos, pues de no ser así,
nadie abusaría de él y carecería de influencia.
Pero este principio,
verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera de comprenderlo, este
principio tan antiguo como la humanidad, ¿cuál es? ¿Será la religión?
Todos los ¡hombres creen
en Dios; este dogma corresponde a la vez a la conciencia y a la razón. Dios es
para la humanidad un hecho tan primitivo, una idea tan fatal, un principio tan
necesario como para nuestro entendimiento lo son las ideas categóricas de
causa, de sustancia, de tiempo y de espacio. A Dios nos lo muestra nuestra
propia conciencia con anterioridad a toda inducción del entendimiento, de igual
modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la existencia del sol,
anticipándose a todos los razonamientos de la física. La observación y la
experiencia nos descubren los fenómenos y sus leyes. El sentido interno sólo
nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios existe, pero
¿qué es lo que cree al decir Dios? En una palabra, ¿qué es Dios?
La noción de la
divinidad, noción primitiva, unánime, innata en nuestra especie, no está
determinada todavía por la razón humana. A cada paso que avanzamos en el
conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios se agranda y
eleva. Cuanto más progresa la ciencia del hombre, más grande y más alejado le parece
Dios. El antropomorfismo y la idolatría fueron consecuencia necesaria de la
juventud de las inteligencias, una teología de niños y de poetas. Error
inocente, si no se hubiese querido hacer de él una norma obligatoria de
conducta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el hombre, después
de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropiárselo; no contento con
desfigurar al Ser Supremo, lo trató como un patrimonio, su bien, su cosa. Dios,
representado bajo formas monstruosas, vino a ser en todas partes propiedad del
hombre y del Estado. Este fue el origen de la corrupción de las costumbres por
la relición y la fuente de los odios religiosos y las guerras sagradas. Al fin,
hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la regla de las costumbres
fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente, para determinar la
naturaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la teología, el destino del
alma, etc., que la ciencia nos diga lo que debemos olvidar y lo que debemos
creer. Dios, alma, religión, son materias constantes de nuestras infatigables
meditaciones y nuestros funestos extravíos, problemas difíciles, cuya solución,
siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre todas estas cosas todavía
podemos equivocarnos, pero al menos nuestro error no tiene influencia. Con la
libertad de cultos y la separación de lo espiritual y lo temporal, la
influencia de las ideas religiosas en la evolución socia¡ es puramente
negativa, mientras no dependan de la religión las leyes y las instituciones políticas
y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede favorecer la corrupción
general, pero no es la causa eficiente de ella, sino un complemento o su
derivado. Sobre todo, en la cuestión de que se trata (y esta observación es
decisiva) la causa de desigualdad de condiciones entre los hombres, del
pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusión de los gobiernos no
puede ser atribuida a la religión; es pre ciso remontarse más alto e investigar
con mayor profundidad.
¿Qué hay, pues, en el
hombre más antiguo y más arraigado que el sentimiento religioso? El hombre
mismo, es decir, la voluntad y la conciencia, el libre albedrío y la ley,
colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra consigo mismo. ¿Por
qué? «El hombre -dicen los teólogos- ha pecado en su origen; su raza es
culpable de una antigua prevaricación. Por esa falta, la humanidad ha
degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos.
Leyendo la historia, encontraréis en todos los tiempos la prueba de esta
necesidad del mal en la permanente miseria de las naciones. El hombre sufre y
sufrirá siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Usad
paliativos, emplead emolientes; no hoy remedio eficaz.»
Este razonamiento no
sólo es propio de los teólogos; se encuentra en términos semejantes en los
escritos de los filósofos materialistas, partidarios de una indefinida
perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el pauperismo, los
crímenes, la guerra, son condición inevitable de nuestro estado social, un mal
necesario contra el cual sería una locura rebelarse. De aquí que necesidad
del mal y perversidad originaria sean el fondo de una misma
filosofía.
«¡El primer hombre ha
pecado.» Si los creyentes interpretasen fielmente la Biblia, dirían: El
hombre en un principio peca, es decir, se equivoca; porque pecar,
engañarse, equivocarse, es una misma cosa. «Las consecuencias del pecado de
Adán se transmiten a su descendencia.» En efecto, la ignorancia es original en
la especie como en el individuo; pero en muchas cuestiones, aun en el orden
moral y político, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. ¿Quién puede
afirmar que no cesará en todas las demás? El género humano progresa de continuo
hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinieblas. Nuestro
mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicación de los teólogosi se
reduce a esta vacuidad: «El hombre se equivoca porque se equivoca.» Es preciso
decir, por el contrario: «El hombre se equivoca porque aprende.» Por tanto, si
el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibilidad de creer que
equivocándose más dejaría de sufrir.
Si preguntamos a los
doctores de esta ley que, según se dice, está grabada en el corazón del hombre,
pronto veríamos que disputan acerca de ella sin saber cuál sea. Sobre los más
importantes problemas, hay casi tantas opiniones como autores. No hay dos que
estén de acuerdo sobre la mejor forma de gobierno, sobre el principio de
autoridad, sobre la naturaleza del derecho; todos navegan al azar en un mar sin
fondo ni orillas, abandonados a la inspiración de su sentido particular que
modestamente toman por la recta razón; y en vista de este caos de opiniones
contradictorias, decimos: El objeto de nuestras investigaciones es la ley, la
determinación del principio social; mas los políticos, es decir, los que se
ocupan en la cienca social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde
está el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios
libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus páginas a pesar suyo.
Pero ¿de qué se ocupan
los jurisconsultos y los publicistas? De justicia, de equidad, ae libertad, de
la ley natural, de las leyes civiles, ete. ¿Y qué es la justicia?
¿Cuál es su principio, su carácter, su fórmula? A esta pregunta, nuestros
doctores no tienen nada que responder, pues si así no fuese, su ciencia,
fundada en principio positivo y cierto, saldría de su eterno probabilismo y
acabarían todos los debates.
¿Qué es la justicia? Los
teólogos contestan: «Toda justicia viene de Dios.» Esto es cierto, pero nada
enseña.
Los filósofos deberían
estar mejor enterados después de disputar tanto sobre lo justo y lo injusto.
Desgraciadamente, la observación prueba que su saber se reduce a la nada; les
sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda plegaria, saludan al sol
gritando: !oh!, ioh! Esta es una exclamación de admiración, de amor, de
entusiasmo; pero quien pretenda saber qué es el sol, obtendrá poca luz de la
interjección «ioh!». La justicia, dicen los filósofos, es hija del cielo,
luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la más hermosa prerrogativa de
nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias y nos hace semejantes a
Dios, y otras mil cosas parecidas. ¿Y a qué se reduce, pregunto, esta piadosa
letanía? A la plegaria de los salvajes: « ioh! ».
Lo más razonable de lo
que la sabiduría humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este
famoso principio: Haz a los demás lo que deseas para ti; no hagas a los
demás lo que para ti no quieras. Pero esta regla de moral práctica nada
vale para la ciencia; ¿cuál es mi derecho a los actos u omisiones ajenos? Decir
que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada; hay que explicar al
propio tiempo cuál es este derecho.
Intentemos averiguar
algo más preciso y positivo. La justicia es el fundamento de las sociedades, el
eje a cuyo alrededor gira el mundo político, el principio y la regla de todas
las transacciones. Nada se realiza entre los hombre sino en virtud del derecho,
sin la invocación de la justicia. La justicia no es obra de la ley; por el
contrario, la ley no es más que una declaración y una aplicación de lo justo
en todas las circunstancias en que los hombres pueden hallarse con relación
a sus intereses. Por tanto, si la idea que concebimos de lo justo y del derecho
está mal determinada, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas
serán desastrosas, nuestras instituciones viciosas, nuestra política
equivocada, y, por tanto, que habrá por esa causa desorden y malestar social.
Esta hipótesis de la
perversión de la idea de justicia en nuestro entendimiento y, por consecuencia,
necesaria en nuestros actos, será un hecho evidente si las opiniones de los
hombres, relativas al concepto de justicia y a sus aplicaciones, no han sido
constantes, si en diversas épocas han sufrido modificaciones; en una palabra,
si ha habido progresos en las ideas. Y a este propósito he aquí lo que la
historia enseña con irrecusables testimonios.
Hace diez y ocho siglos,
el mundo, bajo el imperio de los Césares, se consumía en la esclavitud, en la
superstición y en la voluptuosidad. El pueblo, embriagado por continuas
bacanales, había perdido hasta la noción del derecho y del deber; la guerra y
la orgía le diezmaban sin interrupción; la usura y el trabajo de las máquinas,
es decir, de los esclavos, arrebatándoles los medios de subsistencia, le
impedían reproducirse. La barbarie renacía de esta inmensa corrupción,
extendiéndose como lepra devoradora por las provincias despobladas. Los sabios
predecían el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo. ¿Qué
podían pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario suprimir
lo que era objeto de la estimación y de la veneración públicas, abolir los
derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se decía: «Roma ha
vencido por su política y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en
la opinión pública, sería una locura y un sacrilegio. Romá, clemente para las
naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los
esclavos son la fuente más fecunda de sus riquezas; la manumisión de los
pueblos sería la negación de sus derechos y la ruina de sus haciendas. Roma, en
fin, entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos
del Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus
concupiscencias son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni
desposeerse de ellas.» Así comprendía Roma en su beneficio el hecho y el
derecho. Sus pretensiones estaban justificadas por la costumbre y por el
derecho de gentes. La idolatría en la religión, la esclavitud en el Estado, el
materialismo en la vida privada, eran el fundamento de sus instituciones.
Alterar esas bases equivalía a corunover la sociedad en sus propios cimientos,
y según expresión moderna, a abrir el abismo de las revoluciones. Nadie
concebía tal idea, y entretanto la humanidad se consumía en la guerra y en la
lujuria.
Entonces apareció un
hombre llamándose Palabra de Dios. Ignórase todavía quién era, de donde
venía y quién le había inspirado sus ideas. Predicaba por todas partes que la
sociedad estaba expirante; que el mundo iba a transformarse; que los maestros
eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los filósofos hipócritas
embusteros; que el señor y el esclavo eran iguales; que la usura y cuanto se le
asemeja era un robo; que los propietarios y concupiscentes serían atormentados
algún día con fuego eterno, mientras los pobres de espíritu y los virtuosos
habitarían en un lugar de descanso. Afirmaba, además, otras muchas cosas no
menos extraordinarias.
Este hombre, Palabra
de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los
sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que
el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico no acabó con la
doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus primeros cfiscípulos
se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a
su vez miIlones de propagandistas, que morían degollados por la espada de la
justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión. Esta propaganda
obstinada, verdadera lucha entre verdugos y mártires, duró casi trescientos
años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue aniquilada,
la esclavitud abolida, la disolución reemplazada por costumbres austeras; el
desprecio de la riqueza llegó alguna vez hasta su absoluta renuncia. La
sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio de la
religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo
adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada
siquiera, que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para
los señores (La religión, las leyes, el matrinonio, eran privilegios en Roma de
los hombres libres, y, en un principio, solamente de los nobles. Del majorum
gentium, dioses de las familias patricias: sus gentium, derecho de
gentes, es decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no
constituían familia. Sus hijos eran considerados como cría de los animales. Bestias
nacían y como bestias habían de vivir.); desde entonces comenzó a
existir para los siervos.
Pero la nueva religión
no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres públicas, alguna
templanza en la tiranía; pero en los demás, la semilla del Hijo del
hombre cayó en corazones idólatras, y sólo produjo una mitología
semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuencias
prácticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo había proclamado,
se distrajo el ánimo en especulaciones sobre su nacimiento, su origen, su
persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de la oposición de -las
opiniones más extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre textos
incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir como la ciencia
de lo infinitamente absurdo.
La verdad cristiana no
traspasa la edad de los apóstoles. El Evangelio, comentado y simbolizado por
los griegos y latinos, adicionado con tábulas paganas, llegó a ser, tomado a la
letra, un conjunto de contradicciones, y hasta la fecha el reino de la Iglesia
infalible ha sido el de las tinieblas. Dícese que las puertas del
infierno no prevalecerán; que la Palabra de Dios se oirá nuevamente,
y que, por fin, los hombres conocerán la verdad y la justicia; pero en el
momento en que esto sucediera acabaría el catolicismo griego y romano, de igual
modo que a la luz de la ciencia desaparecen las sombras del error.
Los monstruos que los
sucesores de los apóstoles estaban encargados de exterminar, repuestos de su
derrota, reaparecieron poco a poco, merced al fanatismo imbécil y a la
conveniencia de los clérigos y de los teólogos. La historia de la emancipación
de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad
infiltrándose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes,
de la nobleza y del clero. En 1789 después de Jesucristo, la nación francesa,
dividida en castas, pobre y oprimida, vivía sujeta por la triple red del
absolutismo real, de la tiranía de los señores y de los parlamentos y de la
intolerancia sacerdotal. Existían el derecho del rey y el derecho del clérigo,
el derecho del noble y el derecho del siervo; había privilegios de sangre, de
provincia, de municipios, de corporaciones y de oficios. En el fondo de todo
esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la miseria. Ya hacía algún tiempo
que se hablaba de reforma; los que la deseaban sólo en adariencia, no la
invocaban, sino en provecho personal, y el pueblo, que debía ganarlo todo,
desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo, el pobre pueblo, ya
por recelo, va por incredulidad, ya por desesperación, dudó de sus déréchos. El
hábito de servidumbre parecía haber acabado con el valor de las antiguas
municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.
Un libro apareció al
fin, cuya síntesis se contiene en estas dos proposiciones: ¿Qué es el tercer
estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. Alguien añadió por vía de comentario:
¿Qué es el rey? Es el mandatario del pueblo.
Esto fue como una revelación
súbita; rasgóse un tupido velo, y la venda cayó de todos los ojos. El pueblo se
puso a razonar: «Si el rey es nuestro mandatario, debe rendir cuentas. Si debe
rendir cuentas, está sujeto a intervención. Si puede ser intervenido, es
responsable. Si es responsable, es justificable. Si es justificable, lo es
según sus actos. Si debe ser castigado según sus actos, puede ser condenado a
muerte.»
Cinco años después de la
publicación del folleto de Sieyes, el tercer estado lo era todo; el rey, la
nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin detenerse ante la
ficción constitucional de la inviolabilidad del monarca llevó al cadalso a Luis
XVI, y en 1830 acompañó a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro caso pudo
equivocarse eil la apreciación del delito, lo cual constituiría un error de
hecho; pero en derecho, la lógica que le impulsó fue irreprochable. Es ésta una
aplicación del derecho común, una determinación solemne de la justicia penal.
El espíritu que animó el
movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción. Esto basta para demostrar
que el orden de cosas que sustituyó el antiguo no respondió a método alguno ni
estuvo meditado. Nacido de la cólera y del odio, no podía ser efecto de una
ciencia fundada en la observación y en el estudio, y las nuevas bases no fueron
deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la
sociedad. Obsérvase también, en las llamadas instituciones nuevas, que la
república conservó los mismos principios que había combatido y la influencia de
todos los prejuicios que había intentado proscribir. Y aún se habla, con
inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revolución francesa, de la regeneración
de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las instituciones...
¡Mentira! ¡Mentira!
Cuando, acerca de
cualquier hecho físico, intelectual o social, nuestras ideas cambian
radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este movimiento
del espíritu, revolución; si solamente ha habido extensión o modificaci¿n de
nuestras ideas, progreso. Así, el sistema de Ptolomeo fue un progreso en
astronomía, el de Copérnico una revolución. De igual modo en 1789 hubo lucha y
progreso; pero no ha habido revolución. El examen de las reformas que se
ensayaron lo demuestra.
El pueblo, víctima por
tanto tiempo del egoísmo monárquico, creyó librarse de él para siempre
declarándose a sí mismo soberano. Pero ¿q.ué era la monarquía? La soberanía de
un hombre. Y ¿qué es la democracia? La soberanía del pueblo, o mejor dicho, de
la mayoría nacional. Siempre la soberanía del hombre en lugar de lá soberanía
de la ley, la soberanía de la voluntad en vez de la soberanía de la razón; en
una palabra, las pasiones en sustitución del derecho. Cuando un pueblo pasa de
la monarquía a la democracia, es indudable que hay progreso, porque al
multiplicarse el soberano, existen más probabilidades de que la razón
prevalezca sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revolución en
el gobierno y que subsiste el mismo principio.
Y no es esto todo: el
pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo: está obligado a
delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten asiduamente
aquellos que buscan su beneplácito. Que estos funcionarios sean cinco, diez,
ciento, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el gobierno del
hombre, el imperio de la voluntad y del favor.
Se sabe, además, cómo
fue ejercida esta soberanía, primero por la Convención, después por el
Directorio, más tarde por el Cónsul. El Emperador, el gran hombre tan querido y
llorado por el pueblo, no quiso arrebatársela jamás; pero como si hubiera
querido burlarse de tal soberanía, se atrevió a pedirle su sufragio, es decir,
su abdicación, la abdicación de esa soberanía inalienable, y lo consiguió.
Pero ¿qué es la
soberanía? Dícese que es el poder de hacer law leyes (La soberanía,
según Toullier, es la omnipotencia humana. Definición materialista: si la
soberanía es algo, será un derecho, no una fuerza o poder. ¿Y qué es la
omnipotencia humana? (N. del T.)). Otro absurdo, renovado por el despotismo.
El pueblo, que había visto a los reyes fundar sus disposiciones en la fórmula porque
tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes. En
los cincuenta años que median desde la Revolución a la fecha (El autor escribía
este libro en 1849 (N. del T.)) ha promulgado millones de ellas, y siempre, no
hay que olvidarlo, por obra de sus representantes. Y el juego no está aún cerca
de su término.
Por lo demás, la
definición de la soberanía se deducía de la definición de la ley. La ley, se
decía, es la expresión de la voluntad del soberano, luego, en una
monarquía, la ley es la expresión de la voluntad del rey; en una república, la
ley es la expresión de la voluntad del pueblo. Aparte de la diferencia del
número de voluntades, los dos sistemas son perfectamente idénticos; en uno y
otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión de una voluntad,
debiendo ser la expresión de un hecho. Sin embargo, al frente de la opinión
iban guías expertos: se había tomado al ciudadano de Ginebra, Rousseau, por
profeta, y el Contrato social por Corán.
La preocupación y el
prejuicio se descubren a cada paso en la retórica de los nuevos legisladores.
El pueblo había sido víctima de una multitud de exclusiones y de privilegios;
sus representantes hicieron en su obsequio la declaración siguiente: Todos
los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley; declaración
ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la Naturaleza: ¿quiere
significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, idéntico
genio y análogas virtudes? No; solamente se ha pretendido designar la igualdad
política y civil. Pues en ese caso bastaba haber dicho: todos los hombres
son iguales ante la ley.
Pero ¿qué es la igualdad
ante la ley? Ni la Constitución de 1790, ni la del 93, ni las posteriores, han
sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de fortunas y de posición, a
cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad de derechos. En cuanto a
este punto, puede afirmarse que todas nuestras Constituciones han sido la
expresión fiel de la voluntad popular; y voy a probarlo.
En otro tiempo el pueblo
estaba excluido de los empleos civiles y militares. Se creyó hacer una gran
cosa insertando en la Declaración de los derechos del hombre este
artículo altisonante: «Todos los ciudadanos son igualmente admisibles
a los cargos públicos: los pueblos libres no reconocen más motivos de
preferencia en sus individuos que la virtud y el talento.»
Mucho se ha celebrado
una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece. Porque, o yo no la
entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, sólo
ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las ventajas
personales, y que sólo estimándoles como fuentes de ingresos, establece la libre
admisión de los ciudadanos. Si así no fuese, si éstos nada fueran ganando, ¿a
qué esa sabia precaución? En cambio, nadie se acuerda de establecer que para
ser piloto sea preciso saber astronomía y geografía, ni de prohibir a los
tartam ' udos que representen óperas. El pueblo siguió imitando en esto a los
reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y
aduladores. Desgraciadamente, y este último rasgo completa el parecido, el
pueblo no disfruta tales beneficios; son éstos para sus mandatarios y
representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su
inocente soberano.
Este edificante artículo
de la Declaración de derechos del hombre, conservado en las Cartas de
1814 y de 1830, supone variedad de desigualdades civiles, o lo que es lo mismo,
de desigualdades ante la ley. Supone también desigualdad de jerarquías, puesto
que las funciones públicas no son solicitadas sino por la consideración y los
emolumentos que confieren: desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera
querido nivelarlas, los empleos públicos habrían sido deberes y no derechos;
desigualdad en el favor, porque la ley no determina qué se entiende por talentos
y virtudes. En tiempos del Imperio, la virtud y el talento consistían
únicamente en el valor militar y en la adhesión al Emperador; cuando Napoleón
creó su nobleza, parecía que intentaba imitar a la antigua. Hoy día el hombre
que satisface 200 francos de impuestos es virtuoso; el hombre hábil es un
honrado acaparador de bolsillos ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones
serán verdades sin importancia alguna.
El pueblo, finalmente,
consagró la propiedad... ¡Dios le perdone, porque no supo lo que hacía! Hace
cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero ¿cómo ha podido engañarse
el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra?
¿Cómo buscando la libertad y la igualdad ha caído de nuevo en el privilegio y
en la servidumbre? Por su constante afán de imitar el antiguo régimen.
Antiguamente la nobleza
y el clero sólo contribuían a las cargas del Estado a título de socorros
voluntarios y de donaciones espontáneas. Sus bienes eran inalienables aun por
deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de trabajo, era
maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por los de la
nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no podía testar
ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su descencencia
pertenecían al dueño por derecho de acción. El pueblo quiso qpe la condición de
propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera gozar y
disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su trabajo y
de su industria. El pueblo no inventó la propiedad; pero como no existía
para él del mismo modo que para los nobles y los clérigos, decretó la
uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre
personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han
desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la
institución subsiste. Hubo progreso en la atribución, en el reconocimiento del
derecho, pero no hubo revolución en el derecho mismo.
Los tres principios
fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento de 1789 y el de 1830
han consagrado reiteradamente, son éstos: la Soberanía de la voluntad
del hombre, o sea, concretando la expresión, despotismo. 2.o Desigualdad
de fortunas y de posición social. 3.0 Propiedad. Y sobre todos estos
principios el de Justicia, en todo y por todos invocada como el genio tutelar
de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la Justicia, ley
general, primitiva, categórica, de toda sociedad.
¿Es justa la autoridad
del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta:
no, la autoridad del hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe
ser expresión de justicia y de verdad. La voluntad privada no influye para nada
en la autoridad, debiendo limitarse aquélla, de una parte, a descubrir lo
verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y, de otra, a
procurar el cumplimiento de esta ley.
No estudio en este
momento si nuestra forma de gobierno constitucional reúne esas condiciones; si
la voluntad de los ministros interviene. o no en la declaración y en la
interpretación de la ley; si nuestros diputados, en sus debates, se preocupan
más de convencer por la razón que de vencer por el número. Me basta que el
expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido. Sin embargo, de
ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman justo, por
excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y según la
opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; que en la Edad Media
los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; que Luis
XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba. El Estado soy yo, que
Napoleón reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad. La idea
de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues, siempre
la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolviéndose y
determinándose más y más hasta llegar al estado en que hoy la concebimos. ¿Pero
puede decirse que ha llegado a su última fase? No lo creo; y como el obstáculo
final que se opone a su desarrollo procede únicamente de la institución de la
propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del
Poder público y consumar la revolución debemos atacar esa misma institución.
¿Es justa la desigualdad
política y civil? Unos responden, sí; otros, no. A los primeros contestaría
que, cuando el pueblo abolió todos los privilegios de nacimiento y de casta,
les pareció bien la reforma, probablemente porque les beneficiaba. ¿Por qué
razón, pues, no quieren hoy que los privilegios de la fortuna desaparezcan como
los privilegios de la jerarquía y de la sangre? A esto replican que la
desigualdad política es inherente a la propiedad, y que sin la propiedad no hay
sociedad posible. Por ello la cuestión planteada se resuelve en la de la
propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observación: Si queréis
implantar la igualdad política, abolid la propiedad; si no lo hacéis, ¿por qué
os quejáis?
¿Es justa la propiedad?
Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la propiedad es justa.» Digo todo
el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno
convencimiento: «No.» También es verdad que dar una respuesta bien fundada no
era antes cosa fácil; sólo el tiempo y la experiencia podían traer una solución
exacta. En la actualidad esta solución existe: falta que nosotros la
comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
He aquí cómo he de
proceder a esta demostración:
I. No disputo, no refuto
a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas las razones alegadas en
favor de la propiedad y me limito a investigar el principio, a fin de comprobar
seguidamente si ese principio está fielmente expresado por la propiedad.
Defendiéndose como justa la propiedad, la idea, o por lo menos el propósito de
justicia, debe hallarse en el fondo de todos los argumentos alegados en su
favor; y como, por otra parte, la propiedad sólo se ejercita sobre cosas
materialmente apreciables, la justicia, debe aparecer bajo una fórmula
algebraica. Por este método de examen llegaremos bien pronto a reconocer que
todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad, cualesquiera
que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo
mismo, en la negación de la propiedad. Esta primera parte comprende dos
capítulos: el primero referente a la ocupación, fundamento de nuestro derecho;
el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y de
desigualdad social. La conclusión de los dos capítulos será, de un lado, que el
clerecho de ocupación impide la propiedad, y, de otro, que el derecho del trabajo
la destruye.
Il. Concebida, pues, la
propiedad necesariamente bajo la razón categórica de igualdad, he de investigar
por qué, a pesar de la lógica, la igualdad no existe. Esta nueva labor
comprende también dos capítulos: en el primero, considerando el hecho de la
propiedad en sí mismo, investigaré si ese hecho es real, si existe, si es
posible; porque implicaría contradicción que dos formas sociales contrarias, la
igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una Y otra coniuntamente. Entonces
comprobará el fenómeno singular de que la propiedad puede manifestarse como
accidente, mientras como institución y principio es imposible matemáticamente.
De suerte que el axioma ab actu ad posse valet consecutio, del hecho a
la posibilidad, la consecuencia es buena, se encuentra desmentido en lo que a
la propiedad se refiere.
Finalmente, en el último
capítulo, llamando en nuestra ayuda a la psicología y penetrando a fondo en la
naturaleza del hombre, expondré el principio de lo justo, su fórmula, su
carácter: determinaré la ley orgánica de la sociedad; explicaré el origeir de
la propiedad, las causas de su establecimiento, de su larga duración y de su
próxima desaparición; estableceré definitivamente su identidad con el robo; y
después de haber demostrado que estos tres prejuicios, soberanía del hombre,
desigualdad de condiciones, propiedad, no son más que uno solo, que se
pueden tomar uno por otro y son recíprocamente convertibles, no habrá necesidad
de esfuerzo alguno para deducir, por el principio de contradicción, la base de
la autoridad y del derecho. Terminará ahí mi trabajo, que proseguiré en
sucesivas publicaciones.
La importancia del
objeto que nos ocupa embarga todos los ánimos. «La propiedad -dice Ennequin- es
el principio creador y conservador de la sociedad civil... La propiedad es una
de esas tesis fundamentales a las que no conviene aplicar sin maduro examen las
nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar nunca, e importa mucho que el
publicista y el hombre de Estado estén de ello bien convencidos, que de la
solución del problema sobre si la propiedad es el principio o el resultado del
orden social, si debe ser considerada como causa o como efecto, depende toda la
moralidad, y por esta misma razón, toda la autoridad de las instituciones
humanas.»
Estas palabras son una
provocación a todos los hombres que tengan esperanza y fe en el progreso de la
humanidad. Pero aunque la causa de, la igualdad es hermosa, nadie ha recogido
todavía el guante lanzado por los abogados de la propiedad, nadie se ha sentido
con valor bastante para aceptar el combate. La falsa sabiduría de una
jurisprudencia hipócrita y los aforismos absurdos de la economía política, tal
cómo la propiedad la ha formulado, han oscurecido las inteligencias más
potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos de la libertad y
de los intereses del pueblo ¡que la igualdad es una quimera! ¡A tanto
llega el poder que las más falsas teorías y las más mentidas analogías ejercen
sobre ciertos espíritus, excelentes bajo otros conceptos, pero subyugados
involuntariamente por el prejuicio general! La igualdad nace todos los días, fit
cequalitas. Soldados de la libertad; desertaremos de nuestra bandera en la
víspera del triunfo?.
Defensor de la igualdad,
hablaré sin odio y sin ira, con la independencia del filósofo, con la calma y
la convicción del hombre libre. ¿Podré, en esta lucha solemne, llevar a todos
los corazones la luz de que está penetrado el mío, y demostrar, por la virtud
de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la
espada es porque debía triunfar con el de la razón?
El derecho romano
definía la propiedad como el derecho de usar y de abusar de las cosas en cuanto
lo autorice la razón del derecho. Se ha pretendido justificar la palabra abusar,
diciendo que significa, no el abuso insensato e inmoral, sino solamente el
dominio absoluto. Distinción vana, imaginada para la santificación de la
propiedad, sin eficacia contra los excesos de su disfrute, los cuales no
previene ni reprime. El propietario es dueño de dejar pudrir los frutos en su
árbol, de sembrar sal en su campo, de ordeñar sus vacas en la arena, de convertir
una viña en erial y de transformar una huerta en monte. ¿Todo esto es abuso, sí
o no? En materia de propiedad el uso y el abuso se confunden necesariamente.
Según la Declaración de
los derechos del hombre, publicada al frente de la Constitución de 1793, la
propiedad es «el derecho que tiene todo hombre de disfrutar y disponer a su
voluntad de sus bienes, de sus rentas, del fruto de su trabajo y de su
industria».
El Código de Napoleón,
en su artículo 544, consigna que «la propiedad es el derecho de disfrutar y
disponer de las cosas de la manera más absoluta, en tanto no se haga de ellos
un uso prohibido por las leyes y los reglamentos».
Ambas definiciones
reproducen la del derecho romano: todas reconocen al propietario un derecho
absoluto sobre las cosas. Y en cuanto a la restricción determinada por el
Código, al decir en tanto que no se haga de ellas un uso prohibido por las
leyes y los reglamentos, dicha restricción tiene por objeto no limitar la
propiedad, sino impedir que el dominio de un propietario sea obstáculo al
dominio de los demás. Es una configuración del principio, no una limitación.
En la propiedad se
distingue: 1.-, la propiedad pura y simple, el derecho señorial sobre la cosa,
y 2.-, la posesión. «La posesión -dice Duranton- es una cuestión de hecho,
no de derecho.» Y Toullier: «La propiedad es un derecho, una facultad legal; la
posesión es un hecho.» El arrendatario, el colono, el mandatario, el
usufructuario, son poseedores; el señor que arrienda, que cede el uso, el
heredero que sólo espera gozar la cosa al fallecimiento de un usufructuario,
son propietarios. Si me fuera permitida una comparación, diría que el amante es
poseedor, el marido es propietario.
Esta doble definición de
la propiedad como dominio y como posesión es de la mayor importancia, y es
necesario no olvidarla si se quiere entender cuanto voy a decir.
De la distinción de la
posesión y de la propiedad nacen dos especies de derechos: el derecho en la
cosa, por el cual puedo reclamar la propiedad que me pertenece de cualquiera en
cuyo poder la encuentre; y el derecho a la cosa, por el cual solicito que se me
declare propietario. En el caso, la posesión y la propiedad están reunidas; en
ello, sólo existe la nuda propiedad.
Esta distinción es el
fundamento de la conocida división del juicio en posesorio y petitorio,
verdaderas categorías de la jurisprudencia, pues la comprenden totalmente en su
inmensa jurisdicción. Petitorio se denomina el juicio que hace relación
a su propiedad; posesorio el relativo a la posesión. Al escribir estas páginas
contra la propiedad, insto en favor de toda la sociedad una acción petitoria y
pruebo que los que hoy nada poseen son propietarios por el mismo titulo que los
que todo lo poseen, pero en vez de pedir que la propiedad sea repartida entre
todos, solicito que, como medida de orden público, sea abolida para todos. Si
pierdo el pleito, sólo nos queda a los propietarios y a mí el recurso de
quitarnos de emnedio, puesto que ya nada podemos reclamar de la justicia de las
naciones, porque, según enseña en su conciso estilo el Código de
procedimientos, artículo 26, el demandante cuyas pretensiones hayan sido
desestimadas en el juicio petitorio no podrá entablar el posesorio. Si, por
el contrario, gano el pleito, ejercitaremos eiltonces una acción posesoria, a fin
de obtener nuestra reintegración en el disfrute de los bienes , que el actual
derecho de propiedad nos arrebata. Espero que no tendremos necesidad de llegar
a este extremo: pero estas dos acciones no pueden ejercitarse a un tiempo,
porque, según el mismo Código de procedimientos, la acción posesoria y la
petitoria nunca podrán acumularse.
Antes de entrar en el
fondo del asunto, no será inútil pesentar aquí algunas cuestiones
perjudiciales.
La Declaración de los
derechos del hombre ha colocado el de propiedad entre los llamados
naturales e imprescriptibles, que son, por este orden, los cuatro siguientes: libertad,
igualdad, propiedad y seguridad individual. ¿Qué método han seguido los
legisladores del 93 para hacer esta enumeración? Ninguno; fijaron esos
principios y disertaron sobre la soberanía y las leyes de un modo general y
según su particular opinión. Todo lo hicieron a tientas, ligeramente.
A creer a Toullier, «los
derechos absolutos pueden reducirse a tres: seguridad, libertad, propiedad».
¿Por qué ha eliminado la igualdad? ¿Será porque la libertad la
supone, o porque la propiedad la rechaza? El autor del Derecho civil
comentado nada dice sobre ello; no ha sospechado siquiera que ahí está el
punto de discusión.
Pero si se comparan
entre sí estos tres o cuatro derechos, se observa que la propiedad en nada se
parece a los otros; que para la mayor parte de los ciudadanos sólo existe en
potencia como facultad dormida y sin ejercicio; que para los que la disfrutan
es susceptible de determinadas transacciones y modificaciones que repugnan a la
cualidad de derecho natural que a la propiedad se atribuye; que en la práctica
los gobiernos, los tribunales y las leyes no la respetan; y, en fin, que todo
el mundo, espontánea y unánimemente, la juzga quimérica.
La libertad es
inviolable. Yo no puedo vender ni enajenar mi libertad. Todo contrato, toda
estipulación que tenga por objeto la enajenación o la suspensión de la libertad
es nulo; el esclavo que pisa tierra de libertad es en el mismo instante libre.
Cuando la sociedad detiene a un malhechor y le quita su libertad, obra en
legítima defensa; quien quebrante el pacto social cometiendo un crimen, se
declara enemigo público, y al atentar a la libertad de los demás, les obliga a
que le priven de la suya. La libertad es la condición primera del estado del
hombre; renunciar a la libertad equivaldría a renunciar a la cualidad de
hombre. ¿Cómo sin libertad podría el hombre realizar sus actos?
Del mismo modo, la
igualdad ante la ley no admite restricción ni excepcón. Todos los ciudadanos
son igualmente admisibles a los cargos públicos; y he aquí por qué, en razón de
esta igualdad, la suerte o la edad deciden, en muchos casos, la preferencia. El
ciudadano más humilde puede demandar judicialmente al personaje más elevado y
obtener un fallo favorable. Si un millonario construyese un palacio en la viña
de un pobre labrador, los tribunales podrían condenar al intruso a la
demolición del palacio, aunque le hubiese costado millones, al replanteo de la
viña y al pago de daños y perjuicios. La ley quiere que toda propiedad
legítimamente adquirida sea respetada sin distinción de valor y sin preferencia
de personas.
Cierto es que para el
ejercicio de algunos derechos políticos suele exigir la ley determinadas
condiciones de fortuna y de capacidad. Pero todos los publicistas saben que la
intención del legislador no ha sido establecer un privilegio, sino adoptar
garantías. Una vez cumplidas las condiciones exigidas por la ley, todo
ciudadano puede ser elector y elegible: el derecho, una vez adquirido, es igual
para todos, y la ley no distingue entre las personas y los sufragios. No
examino en este momento si este sistema es el mejor; basta a mi propósito que
en el espíritu de la Constitución y a los ojos de todo el mundo la igualdad
ante la ley sea absoluta y que, como la libertad, no pueda ser materia de
transacción alguna.
Lo mismo puede afirmarse
respecto al derecho de seguridad personal. Ia sociedad no ofrece a sus miembros
una semiprotección, una defensa incompleta; la presta íntegramente a sus
indiviuos, obligados a su vez con la sociedad. No les dice: «Os garantizaré
vuestra vida, si el hacerlo nada me cuesta; os protegeré, si en ello no corro
peligro», sino que les dice: «Os defenderé de todo y contra todos; os salvaré y
os vengaré o pereceré con vosotros.» El Estado pone todo su poder al servicio
de cada ciudadano obligación que recíprocamente les une es absoluta.
¡Cuánta diferencia en la
propiedad! Codiciada por todos, no está reconocida por ninguno. Leyes, usos,
costumbres, conciencia pública y privada, todo conspira para su muerte y para
su ruina. Para subvenir a las necesidades del Gobierno, que tiene ejércitos que
mantener, obras que realizar, funcionarios que pagar, son necesarios los impuestos.
Nada más razonable que todo el mundo contribuya a estos gastos. Pero ¿por qué
el rico ha de pagar más que el pobre? Esto es lo justo, se dice, porque posee
más. Confieso que no comprendo esta justicia.
¿Por qué se pagan los
impuestos? Para asegurar a cada uno el ejercicio de sus derechos naturales,
libertad, igualdad, seguridad, propiedad; para mantener el orden en el Estado;
para realizar obras públicas de utilidad y de esparcimiento.
¿Pero es que la vida y
la libertad del rico son más costosas de defender que las del pobre? ¿Es que en
las invasiones, las hambres y las pestes representa para el Estado mayor número
de dificultades el gran propietario que huye del peligro sin acudir a su
remedio, que el labriego que continúa en su choza abierta a todos los azotes?
¿Es que el orden está
más amenazado para el burgués que para el artesano o el obrero? No, pues al
contrario, la policía tiene más trabajo con dos centenares de obreros en huelga
que con 200.000 propietarios.
¿Es que el capitalista
disfruta de las fiestas nacionales, de la propiedad de las calles, de la
contemplación de los monumentos, más que el pobre ... ? No; el pobre prefiere
su campo a todos los esplendores de la ciudad, y cuando quiere distraerse se
contenta con subir a las cucañas.
Una de dos: o el
impuesto proporcional garantiza y consagra un privilegio en favor de los
grandes contribuyentes, o significa en sí mismo una iniquidad. Porque si la
propiedad es de derecho natural, como afirma la Declaración de los derechos del
hombre, todo lo que me pertenece en virtud de ese derecho es tan sagrado como
mi propia persona; es mi sangre, es mi vida, soy yo mismo. Quien perturbe mi
propiedad atenta a mi vida. Mis 100.000 francos de renta son tan inviolables
como el jornal de 75 céntimos de la obrera, y mis confortables salones como su
pobre buhardilla. El impuesto no se reparte en razón de la fuerza, de la
estatura, ni del talento; no puede serlo tampoco en razón de la propiedad. Si
el Estado me cobra más, debe darme más, o cesar de hablarme de igualdad de
derechos; porque en otro caso, la sociedad no está instituida para defender la
propiedad, sino para organizar su destrucción. El Estado, por el impuesto
proporcional, se erige en jefe de bandidos; él mismo da el ejemplo del pillaje
reglamentado; es preciso sentarse en el banco de los acusados, al lado de esos
ladrones, de esa canalla execrada que él hace asesinar por envidias del oficio.
Pero se arguye que
precisamente para contener esa canalla son precisos los tribunales y los
soldados. El Gobiemo es una sociedad, pero no de seguros, porque nada asegura,
sino constituida para la venganza y la represión. La prima que esta sociedad
hace pagar, el impuesto, se reparte a prorrata entre las propiedades, es decir,
en proporción de las molestias que cada una proporciona a los proporciona a los
vengadores y represores asalariados por el Gobierno.
Nos encontramos en este
punto muy lejos del derecho de propiedad absoluto e inalienable. ¡Así están el
pobre y el rico en constante situación de desconfianza y de guerra! ¿Y por qué
se hacen la guerra? Por la propiedad: ¡de suerte que la propiedad tiene por
consecuencia necesaria la guerra a la propiedad ... !La libertad y la seguridad
del rico no estorban a la libertad y a la seguridad del pobre; lejos de ello, pueden
fortalecerse recíprocamente. Pero el derecho de propiedad del primero tiene que
estar incesantemente defendido contra el instinto de propiedad del segundo.
¡Qué contradicción!
En Inglaterra existe un
impuesto en beneficio de los Pobres. Se pretende que yo, como rico, pague este
impuesto. Pero ¿qué relación hay entre mi derecho natural e imprescriptible de
propiedad y el hambre que atormenta a diez millones de desgraciados? Cuando la
religión nos manda ayudar a nuestros hermanos, establece un precepto para la
caridad; pero no un principio de legislación. El deber de beneficencia que me
impone la moral cristiana, no puede crear en mi perjuicio un derecho político a
favor de nadie, y mucho menos un instituto de mendigos. Practicaré la caridad,
si ése es mi gusto, si experimento por el dolor ajeno esa simpatía de que
hablan los filósofos y en la que yo no creo, pero no puedo consentir que a ello
se me obligue. Nadie está obligado a ser justo más allá de esta máxima: Gozar
de su derecho, mientras no perjudique el de los demás; cuya máxima es la
definición misma de la libertad. Y como mi bien reside en mí y no debo nada a
nadie, me opongo a que la tercera de las virtudes teologales esté a la orden
del día.
Cuando hay que hacer una
conversión de la deuda pública, se exige el sacrificio de todos los acreedores
del Estado. Hay derecho a imponerlo si lo exige el bien público; pero ¿en qué
consiste la justa y prudente indemnización ofrecida a los tenedores de esa
deuda? No sólo no existe tal indemnización sino que es imposible concederla;
porque si es igual a la propiedad sacrificada, la conversión es inútil.
El Estado se encuentra
hoy, con relación a sus acreedores, en la misma situación que la villa de
Calais, sitiada por Eduardo III, estaba con sus patricios. El inglés vencedor
consentía en perdonar a sus habitantes a cambio de que se le entregasen a
discreción los más significados de la ciudad. Eustache, y algunos otros, se
sacrificaron; acto heroico, cuyo ejemplo debían proponer los ministros a los
rentistas del Estado para que lo imitasen. ¿Pero tenía la villa de Calais
derecho a entrejarlos? No, indudablemente. El derecho a la seguridad es
absoluto; la patria no puede exigir a nadie que se sacrifique. El soldado está
de centinela en la proximidad del enemiío, no significa excepción de ese
principio; allí donde un ciudadano expone su vida, está la patria con él; hoy
le toca a uno, mañana a otro; cuando el peligro y la abnegación son comunes, la
fuga es un parricidio. Nadie tiene el derecho de sustraerse al peligro, pero
nadie está obligado a servir de cabeza de turco. La máxima de Caifás, bueno
es que un hombre muera por todo el pueblo, es la del populacho y la de los
tiranos, los dos extremos de la degradación social.
Afírmase que toda renta
perpetua es esencialmente redimible. Esta máxima de derecho civil aplicada al
Estado, es buena para los que pretenden llegar a la igualdad natural del
trabajo y del capital; pero desde el punto de vista del propietario y según la
opinión de los obligados a dar su asentimiento, ese lenguaje es el de los
tramposos. El Estado no es solamente un deudor común, sino asegurador y
guardián de la propiedad de los ciudadanos, y como ofrece la mayor garantía,
hay derecho a esperar de él una renta segura e inviolable. ¿Cómo, pues, podrá obligar
a la conversión a sus acreedores, que le confiaron sus intereses, y hablarles
luego de orden público y de garantía de la propiedad? El Estado, en semejante
operación, no es un deudor que paga, es una empresa anónima que lleva a sus
acciones a una emboscada y que, violando su formal promesa, les obliga a perder
el 20, 30 ó 40 por 100 de los intereses de sus capitales.
Y no es esto todo. El
Estado es también la universalidad de los ciudadanos reunidos bajo una ley
común para vivir en sociedad. Esta ley garantiza a todos sus respectivas
propiedades: al uno su tierra, al otro su viña, a aquél sus frutos, al
capitalista, que podría adquirir fincas, pero prefiere aumentar su capital, sus
rentas. El Estado no puede exigir, sin una justa indemnización, el sacrificio
de un palmo de tierra, de un trozo de viña, y menos aún disminuir el precio de
arriendo. ¿Cómo va, pues, a tener el derecho de rebajar el interés del capital?
Sería preciso, para que este derecho fuera ejercido sin daño de nadie, que el
capitalista pudiera hallar en otra parte una colocación igualmente ventajosa
para su dinero; pero no pudiendo romper su relación con el Estado, ¿dónde
encontraría esa colocación, si la causa de la conversión, es decir, el derecho
de tomar dinero a menor interés reside en el mismo Estado? He aquí por qué un
Gobierno, fundado en el principio de la propiedad, jamás puede menoscabar las
rentas sin la voluntad de sus acreedores. El dinero prestado a la nación es una
propiedad, a la que no hay derecho a tocar mientras las demás sean respetadas:
obligar a hacer la conversión equivale, con relación a los capitalistas, a
romper el pacto social, a colocarlos fuera de la ley. Toda la contienda sobre
la conversión de las rentas se reduce a esto.
Pregunta. ¿Es justo
reducir a la miseria a 45.000 familias poseedoras de títulos de la deuda
pública?
Respuesta. ¿Es justo que siete u ocho millones de
contribuyentes paguen cinco francos de impuesto cuando podrían pagar tres
solamente?
Desde luego se observa
que la respuesta no se contrae a la cuestión, para resolver la cual hay que
exponerla de este modo: ¿Es justo exponer la vida de 100.000 hombres cuando se
les puede salvar entregando cien cabezas al enemígo? Decide tú, lector.
Concretando: la libertad
es un derecho absoluto, porque. es al hombre, como la impenetrabilidad a la
materia, una condición sine qua non de su existencia. La igualdad es un
derecho absoluto, porque sin igualdad no hay sociedad. La seguridad personal es
un derecho absoluto, porque, a juicio de todo hombre, su libertad y su
existencia son tan preciosas como las de cualquiera otro. Estos tres derechos
son absolutos, es decir, no susceptibles de aumento ni disminución, porque en
la sociedad cada asociado recibe tanto como da, libertad por libertad, igualdad
por igualdad, seguridad por seguridad, cuerpo por cuerpo, alma por alma, a vida
y a muerte.
Pero la propiedad, según
su razón etimológica y la doctrina de la jurisprudencia, es un derecho que vive
fuera de la sociedad, pues es evidente que si los bienes de propiedad particular
fuesen bienes sociales, las condiciones serán iguales para todos, y supondría
una contradicción decir: La propiedad es el derecho que tiene el hombre de
disponer de la manera más absoluta de unos bienes que son sociales.
Por consiguiente, si
estamos asociados para la libertad, la igualdad y la seguridad, no lo estamos
para la propiedad.
Luego si la propiedad es
un derecho natural, este derecho natural no es social, sino antisocial. Propiedad
y sociedad son conceptos que se rechazan recíprocamente; es tan difícil
asociarlos como unir dos imanes por sus polos semejantes.
Por eso, o la sociedad
mata a la propiedad o ésta á aquélla.
Si la propiedad es un
derecho natural, absoluto, imprescriptible e inalienable, ¿por qué en todos los
tiempos ha preocupado tanto su origen? Este es todavía uno de los caracteres
que la distinguen. ¡El origen de un derecho natural! ¿Y quién ha investigado
jamás el origen de los derechos de libertad, de seguridad y de igualdad?
Existen por la misma razón que nosotros mismos, nacen, viven y mueren con
nosotros. Otra cosa sucede, ciertamente, con la propiedad. Por imperio de la
ley, la propiedad existe aún sin propietario, como facultad sin sujeto; lo
mismo existe para el que aún no ha nacido que para el octogenario. Y entretanto,
a pesar de estas maravillosas prerrogativas que parecen derivar de lo eterno,
no ha podido esclarecerse jamás de dónde procede la propiedad. Los doctores
están contradiciéndose todavía. Sólo acerca de un punto están de acuerdo: en
que la justificación del derecho de propiedad depende de la autenticidad de su
origen. Pero esta mutua conformidad a todos perjudica, porque ¿cómo han acogido
tal derecho sin haber dilucidado antes la cuestión de su origen?
Aún hay quienes se
oponen a que se esclarezca lo que haya de cierto en los pretendidos títulos del
derecho de propiedad y a que se investigue su fantástica y quizá escandalosa
historia: quieren que se atenga uno a la afirmación de que la propiedad es un
hecho, y como tal ha existido y existirá siempre.
Los títulos en que se
pretende fundar el derecho de propiedad se reducen a dos: la ocupación y
el trabajo. Los examinaré sucesivamente bajo todos sus aspectos y en
todos sus detalles, y prometo al lector que cualquiera que sea el título
invocado, haré surgir la prueba irrefragable de que la propiedad, para ser
justa Y posible, debe tener por condición necesaria la igualdad.
Bonaparte, que tanto dio
que hacer a sus legisladores en otras cuestiones, no objetó nada sobre la
propiedad. No es de extrañar su silencio: a los ojos de ese hombre, personal y
autoritario como ningún otro, la propiedad debía ser el primero de los
derechos, de igual modo que la sumisión a su voluntad era el más santo de los
deberes.
El derecho de ocupación
o del primer ocupante es el que nace de la posesión actual, física,
efectiva de la cosa. Si yo ocupo un terreno, se presume que soy su dueño en
tanto que no se demuestre lo contrario. Obsérvese que originariamente tal
derecho no puede ser legítimo, sino en cuanto es recíproco. En esto están
conformes los jurisconsultos.
Cicerón compara la
tierra a un amplio teatro: Quemadmodum theatrum cum commune sit, rente tamen
dici potest ejus esse eum locum quem quisque occuparit. En este pasaje se
encierra toda la filosofía que la antigüedad nos ha dejado acerca del origen de
la propiedad. El teatro -dice Cicerón- es común a todos; y, sin embargo, cada
uno llama suyo al lugar que ocupa; lo que equivale a decir que
cada sitio se tiene en posesión, no en propiedad. Esta
comparación destruye la propiedad y supone por otra parte la igualdad. ¿Puede
ocupar simultáneamente en un teatro un lugar en la sala, otro en los palcos y
otro en el paraíso? En modo alguno, a no tener tres cuerpos como Géryen, o
existir al mismo tiempo en tres distintos lugares, como se cuenta del mago
Apolonio.
Nadie tiene derecho más
que a lo necesario, según Cicerón: tal es la interpretación exacta de su famoso
axioma «a cada uno lo que le corresponde», axioma que se ha aplicado con indebida
amplitud. Lo que a cada uno corresponde no es lo que cada uno puede poseer,
sino lo que tiene derecho a poseer. ¿Pero qué es lo que tenemos derecho
a poseer? Lo que baste a nuestro trabajo y a nuestro consumo. Lo demuestra la
comparación que Cicerón hacía entre la tierra y un teatro. Bien está que cada
uno se coloque en su sitio como quiera, que lo embellezca y mejore, si puede;
pero su actividad no debe traspasar nunca el límite que le separa del vecino.
La doctrina de Cicerón va derecha a la igualdad; porque siendo la ocupación una
mera tolerancia, si la tolerancia es mutua (y no puede menos de serlo), las
posesiones han de ser iguales.
Grotius acude a la
historia; pero desde luego es extraño su modo de razonar, porque ¿a qué buscar
el origen de un derecho que se llama natural fuera de la Naturaleza? Ese es el
método de los antiguos. El hecho existe, luego es necesario; siendo necesario,
es justo, y, por tanto, sus antecedentes son justos también. Examinemos, sin
embargo, la cuestión según la plantea Grotius:
«Primitivamente, todas
las cosas eran comunes e indivisas: constituían el patrimonio de todos ... » No
leamos más: Grotius refiere cómo esta comunidad primitiva acabó por la ambición
y la concupiscencia, cómo a la edad de oro sucedió la de hierro, etc. De modo
que la propiedad tendría su origen primero en la guerra y la conquista, después
en los tratados y en los contratos. Pero o estos pactos distribuyeron los
bienes por partes iguales, conforme a la comunidad primitiva, única regla de
distribución que los primeros hombres podían conocer, y entonces la cuestión
del origen de la propiedad se presenta en estos términos: ¿cómo ha desaparecido
la igualdad algún tiempo después? o esos tratados y contratos fueron impuestos
por violencia y aceptados por debilidad, y en este caso son nulos, no
habiéndoles podido convalidar el consentimiento tácito de la posteridad, y
entonces vivimos, por consiguiente, en un estado permanente de iniquidad y de
fraude.
No puede comprenderse
cómo habiendo existido en un principio la igualdad de condiciones, ha llegado a
ser con el tiempo esta igualdad un estado extranatural. ¿Cómo ha podido
efectuarlo tal depravación? Los instintos en los animales son inalterables,
manteniéndose así la distinción de las especies. Suponer en la sociedad humana
una igualdad natural primitiva es admitir que la actual desigualdad es una
derogación de la Naturaleza de la sociedad, cuyo cambio no pueden explicar
satisfactoriamente los defensores de la propiedad. De esto deduzco que si la
Providencia puso a los primeros hombres en una condición de igualdad, debe
estimarse este hecho como un precepto por ella misma promulgado, para que
practicasen dicha igualdad con mayor amplitud; de la misma manera que se ha
desarrollado y entendido en múltiples formas el sentimiento religioso que la
misma Providencia inspiró en su alma. El hombre no tiene más que una
naturaleza, constante e inalienable; la sigue por instinto, la abandona por
reflexión y vuelve a aceptarla por necesidad. ¿Quién se atreverá a decir que no
hemos de tomar a ella? Según Grotius, el hombre ha salido de la igualdad. ¿Cómo
salió de ella? ¿Cómo volverá a conseguirla? Más adelante lo veremos.
Reid dice: «El derecho
de propiedad no es natural, sino adquirido: no procede de la constitución del
hombre, sino de sus actos. Los jurisconsultos han explicado su origen de manera
satisfactoria para todo hombre de buen sentido. La tierra es un bien común que
la bondad del cielo ha concedido a todos los hombres para las necesidades de la
vida: pero la distribución de este bien y de sus productos es obra de ellos
mismos; cada uno ha recibido del cielo todo el poder y toda la inteligencia
necesarios para apropiarse una parte sin perjudicar a nadie.
«Los antiguos moralistas
han comparado con exactitud el derecho común de todo hombre a los productos de
la tierra, antes de que fuese objeto de ocupación y propiedad de otro, al que
se disfruta en un teatro: cada cual puede ocupar, según va llegando, un sitio
libre, y adquirir por este hecho el derecho de estar en él mientras dura el
espectáculo, pero nadie tiene facultad para echar de sus localidades a los
espectadores que estén ya colocados. La tierra es un vasto teatro que el
Todopoderoso ha destinado con sabiduría y bondad infinitas a los placeres y
penalidades de la humanidad entera. Cada uno tiene derecho a colocarse como
espectador y de representar su papel como actor, pero a condición de que no
inquiete a los demás.»
Consecuencias de la
doctrina de Reid:
1º. Para que la porción
que cada uno pueda apropiarse no signifique perjuicio para nadie, es preciso
que sea igual al cociente de la suma de los bienes reparables, dividida por el
número de los copartícipes.
2º. Debiendo ser siempre
igual el número de localidades y el de espectadores, no puede admitirse que un
espectador ocupe dos puestos ni que un mismo actor desempeñe varios papeles.
3º. A medida que un
espectador entre o salga, las localidades deben reducirse o ampliarse para todo
el mundo en la debida proporción, porque, como dice Reid, el derecho de la
propiedad no es natural, sino adquirido y, por consiguiente, no tienen nada
absoluto, y de aquí que, siendo la ocupación en que se funda un hecho
contingente, claro está que no puede comunicar a tal derecho condiciones de
inmutabilidad. Esto mismo parece que es lo que cree el profesor de Edimburgo
cuando añade: «El derecho a la vida presume el derecho a los medios para
sostenerla, y la misma regla de justicia que ordena que la vida del inocente
debe ser respetada, exige también que no se le prive de los medios para
conservarla; ambas cosas son igualmente sagradas... Entorpecer el trabajo de
otro es cometer con él una injusticia tan grande como sería sujetarle con
cadenas o encerrarle en una prisión; el resultado y la ofensa en uno y otro
caso son iguales.»
Así, el jefe de la
escuela escocesa, sin tener en consideración las desigualdades del, talento o
de la industria, establece a priori la igualdad de los medios del
trabajo, encomendando a cada trabajador el cuidado de su bienestar individual,
con arregló al eterno axioma: Quien siembra, recoge.
Lo que ha faltado al
filósofo Reid no es el conocimiento del principio, sino el valor de deducir sus
consecuencias. Si el derecho a la vida es igual, el derecho al trabajo también
es igual y el derecho de ocupación lo será asimismo. ¿Podrían ampararse en el
derecho de propiedad los pobladores de una isla para rechazar violentamente a
unos pobres náufragos que intentasen arribar a la orilla? Sólo ante la idea de
semejante barbarie se subleva la razón. El propietario, como un Robinson en su
isla, aleja a tiros y a sablazos al proletario, a quien la ola de la
civilización ha hecho naufragar, cuando pretende salvarse asiéndose a las rocas
de la propiedad. «¡Dadme trabajo! -grita con toda su fuerza al propietario no
me rechacéis, trabajaré por el precio que queráis.» «No tengo en qué emplear
tus servicios», responde el propietario presentándole la punta de su espada o
el cañón de su fusil. «Al menos, rebajad las rentas.» «Tengo necesidad de ellas
para vivir.» «¿Y cómo podré pagarlas si no trabajo?» «Eso es cosa tuya.»
Y el infortunado
proletario se deja llevar por la corriente o, si intenta penetrar en la
propiedad, el propietario apunta y lo mata.
Acabamos de oír a un
espiritualista; ahora preguntaremos a un materialista y luego a un ecléctico, y
recorrido el círculo de la filosofía, estudiaremos la jurisprudencia. Segán
Destutt de Tracy, la propiedad es una necesidad de nuestra naturaleza. Que esta
necesidad ocasiona horrorosas consecuencias, no puede negarse, a no estar
ciego. Pero son un mal inevitable que nada prueba contra el principio. «De modo
-añade- que tan poco razonable sería rebelarse contra la propiedad a causa de
los abusos que origina, como quejarse de la vida, porque su resultado
inevitable es la muerte. Esta brutal y odiosa filosofía promete, al menos, una
lógica franca y severa; veamos si cumple esta promesa. «Se ha instruido
solemnemente el proceso de la propiedad... como si nosotros pudiésemos hacer
que haya o que no haya propiedad en este mundo... Oyendo a algunos filósofos y
legisladores, no parece sino que en un determinado momento decidieron los
hombres, espontáneamente y sin causa alguna, hablar de lo tuyo y de lo
mío, y que de ello habrían podido y aun debido excusarse. Pero lo cierto es que
lo tuyo y lo mío no han sido inventados jamás.»
Esta filosofía es
demasiado realista. Tuyo y mío no expresan necesariamente asimilación, y
así decimos tu filosofía y mi igualdad; porque tu filosofía eres tú mismo
filosofando y mi igualdad soy yo profesando la iglialdad. Tu,yo y mío
indican casi siempre una relación: tu país, tu parroquiano, tu sastre; mi
habitación, mi butaca, mi compañía y mi batallón. En la primera acepción puede
decirse algunas veces mi talento, mi trabajo, mi virtud; pero jamás mi grandeza
ni mí majestad; solamente en el sentido de relación podemos decir mi casa, mi
campo, mi viña, mis capitales, de igual modo que el criado de un banquero dice
mi caja. En una palabra, tuyo y mío son expresiones de derechos
personales idénticos, y aplicados a las cosas que están fuera de nosotros,
indican posesión, función, uso, pero no propiedad.
Nadie creería, si yo no
lo probase con textos auténticos, que toda la teoría de este error se funda en
este inocente equívoco: «Con anterioridad a toda convención, los hombres se encontraban,
no precisamente, como asegura Hobbes, en un estado de hospitalidad, sino
de indiferencia. En este estado no había propiamente nada justo ni
injusto; los derechos del uno en nada obstaban a los del otro. Cada cual tenía
tantos derechos como necesidades y el deber de satisfacerlas sin consideración
de ningún género.»
Aceptamos este sistema,
sea verdadero o falso. Destutt de Tracy no rehusaría la igualdad. Según dicha
hipótesis, los hombres, mientras están en el estado de indiferencia, nada se
deben. Todos tienen el derecho de satisfacer sus necesidades sin inquietar a
los demás, y, por tanto, la facultad de ejercitar su Poder sobre la Naturaleza,
según la intensidad de sus fuerzas y de sus facultades. De ahí, como
consecuencia necesaria, la mayor desigualdad de bienes entre los hombres. La
desigualdad de condiciones es, pues, aquí el carácter propio de la indiferencia
o del salvajismo, precisamente lo contrario que en el sistema de Rousseau.
Ahora prosigamos: «Las restricciones de estos derechos y de ese deber no
comienzan a indicarse hasta el momento en que se establecen convenciones
tácitas o expresas. Entonces surge la idea de la justicia y de la injusticia,
es decir, del equilibrio entre los derechos del uno y los del otro, iguales
necesariamente hasta ese instante.»
Detengámonos un momento.
Dice Reid que los derechos eran iguales hasta ese momento, lo que
significa que cada cual tenía el derecho de satisfacer sus necesidades sin
consideración alguna a las necesidades de otro; o en otros términos, que
todos tenían por igual el derecho de alimentarse; que no había más derecho que
el engaño o la fuerza. Al laclo de la guerra y del pillaje, coexistía, pues,
como medio de vida, la apropiación. Para abolir este derecho a emplear la
violencia y el engaño, este derecho a causarse mutuos perjuicios, única fuente
de la desigualdad de los bienes y de los daños, se celebraron convenciones
tácitas o expresas y se inventó la balanza de la justicia. Luego estas
convenciones y esta balanza tenían por objeto asegurar a todos la igualdad en
el bienestar, y si el estado de indiferencia es el principio de la desigualdad,
la sociedad debe tener por consecuencia necesaria la igualdad. La balanza
social es la igualación del fuerte y del débil, los cuales, en tanto no son iguales,
son extraños, viven aislados, son enemigos. Por tanto, si la desigualdad de
condiciones es un mal necesario, lo será en ese estado primitivo, ya que
sociedad y desigualdad implican contradición. Luego si el hombre está formado
para vivir en sociedad, lo está también para la igualdad: esta consecuencia es
inconcusa.
Y siendo así, ¿cómo se
explica que, después de haberse establecido la balanza de la justicia, aumente
la desigualdad de modo incesante? ¿Cómo sigue siendo desconocido para el hombre
el imperio de la justicia? ¿Qué contesta a esto Destutt de Tracy? «Necesidades
y medios, derechos y deberes -dice- derivan de la facultad de querer. Si el
hombre careciese de voluntad, estas cuestiones no existirían. Pero tener
necesidades y medios, derechos y deberes, es tener, es poseer algo. Son
éstas otras tantas especies de propiedades, tomando esta palabra en su más
amplia acepción; esas cosas nos pertenecen.»
Este es un equívoco
indigno que no puede justificarse por el afán de generalizar. La palabra propiedad
tiene dos sentidos: 1º. Designa la cualidad, por la cual una cosa es lo que es,
las condiciones que la individualizan, que la distinguen especialmente de las
demás cosas. En este sentido, se dice: las propiedades del triángulo o de
los números, la propiedad del imán, etcétera. 2º. Expresa el derecho
dominical de un ser inteligente y libre sobre una cosa; en este sentido la
emplean los jurisconsultos. Así en esta frase: el hierro adquiere la
propiedad del imán, la palabra propiedad no expresa la misma idea
que en esta otra: Adquiero la propiedad de este imán. Decir a un
desgraciado que es propietario porque tiene brazos y piernas, que el
hambre que le atormenta y la posibilidad de dormir al aire libre son
propiedades suyas, es jugar con el vocablo y añadir la burla a la inhumanidad.
«La idea de propiedad es
inseparable de la de personalidad. Y es de notar cómo surge aquélla en toda su
plenitud necesaria e inevitablemente. Desde el momento en que un individuo se
da cuenta de su yo, de su persona moral, de su capacidad para gozar,
sufrir y obrar, sabe necesariajnente que ese yo es propietario exclusivo del
cuerpo que anima, de sus órganos, de sus fuerzas y facultades, etc. Era preciso
que hubiese una propiedad natural y necesaria, como antecedente de las que son
artificiales y convencionales, porque nada puede. haber en el arte que no tenga
su origen y principio en la misma Naturaleza.»
Admiremos la buena fe de
los filósofos. El hombre tiene propiedades naturales, es decir, facultades, en
la primera acepción de la palabra. Sobre ellas le corresponde la propiedad, es
decir, el dominio en el segundo sentido del vocablo. Tiene, por consiguiente,
la propiedad de ser propietario. ¡Cuánto me avergonzaría ocuparme de semejantes
tonterías, si sólo considerase la autoridad de Destutt de Tracy! Pero esta
pueril confusión es propia de todo el género humano, desde el origen de las
sociedades y de las lenguas, desde que con las primeras ideas y las primeras
palabras nacieron la metafísica y la dialéctica. Todo lo que el hombre pudo
llamar mío, fue en su entendimiento identificado a su persona, lo consideró
como su propiedad, como su bien, como parte de sí mismo miembro de su cuerpo,
facultad de su alma. La posesión de las cosas fue asimilada a la propiedad de
las facultades del cuerpo y del espíritu. Sobre tan falsa analogía se fundó el
derecho de propiedad, imitación de la naturaleza por el arte, como con
tanta elegancia dice Destutt de Tracy.
Pero ¿cómo este ideólogo
tan sutil no ha observado que el hombre no es ni aun siquiera propietario de
sus facultades? El hombre posee potencias, virtudes, capacidades que le han
sido dadas por la Naturaleza para vivir, aprender, amar; pero no tiene sobre
ellas un dominio absoluto; no es más que su usufructuario; y no puede gozar de ese
usufructo, sino conformándose a las prescripciones de la Naturaleza. Si fuese
dueño y señor de sus facultades, se abstendría de tener hambre y frío;
levantaría montañas, andaría cien leguas en un minuto, se curaría sin medicinas
por la fuerza de su propia voluntad y sería inmortal. Diría: «Quiero producir»,
y sus obras, ajustadas a su ideal, serían perfectas. Diría: «Quiero saber», y
sería sabio; «quiero gozar», y gozaría. Por el contrario, el hombre no es dueño
de sí mismo, ¡y se pretende que lo sea de lo que está fuera de él! Bueno que
use de las cosas de la Naturaleza, puesto que vive a condición de disfrutarlas;
pero debe renunciar a sus pretensiones de proletariado, recordando que este
nombre sólo es aplicable por metáfora.
En resumen: Destutt de
Tracy confunde, en una expresión común, los bienes exteriores de la Naturaleza
y del arte con el poder o facultad del hombre, llamando propiedades a
unos y otros, y amparándose en este equívoco, intenta establecer de modo
inquebrantable el derecho de propiedad. Pero de estas propiedades, unas son
innatas, como la memoria, la imaginación, la fuerza, la belleza. Y otras
adquiridas, como la tierra, las aguas, los bosques. En el estado primitivo o de
indiferencia, los hombres más valerosos y más fuertes, es decir, los más
aventajados en razón de las propiedades innatas, gozarían el privilegio de
obtener exclusivamente las propiedades adquiridas. Para evitar este monopolio y
la lucha que, por consecuencia, originase, se inventó una balanza, una
justicia. El objeto de los pactos tácitos o expresos sobre ese Particular no
fue otro que el de corregir, en cuanto fuera posible, la desigualdad de las
propiedades innatas mediante la igualdad de las propiedades adquiridas.
Mientras el reparto de éstas no es igual, los copartícipes siguen siendo
enemigos y la distribución no es definitiva. Así, de un lado, tenemos:
indiferencia, desigualdad, antagonismo, guerra, pillaje, matanzas; y de otro:
sociedad, igualdad, fraternidad, paz y amor. La elección no es dudosa.
José Dutens, autor de
una Filosofía de la economía política, se ha creído obligado en dicha
obra a romper lanzas en honor de la propiedad. Su metafísica parece prestada
por Destutt de Tracy. Comienza por esta definición de la propiedad, que es una
perogrullada: «La propiedad es el derecho por el cual una cosa pertenece como
propia a alguno.» Traducción literal: «La propiedad es el derecho de
propiedad.» Después de varias disquisiciones confusas sobre la voluntad, la
libertad y la personalidad, y de distinguir unas propiedades inmateriales
naturales de otras materiales naturales, cuya división recuerda la
de Destutt de Tracy en innatas y adquiridas, José Dutens concluye por sentar
estas dos proposiciones: 1º. la propiedad es en todo hombre un derecho natural
e inalienable. 2º. La desigualdad de las proposiciones es resultado necesario
de la Naturaleza, cuyas proposiciones se reducen a esta otra aún más sencilla:
todos los hombres tienen un derecho igual de propiedad desigual.
Censura Dutens a
Sismondi por haber afirmado que la propiedad territorial no tiene más
fundamento que la ley y los contratos; y él mismo dice, hablando del pueblo,
que «su buen sentido le revela la existencia del contrato primitivo
celebrado entre la sociedad y los propietarios».
Confunde la propiedad
con la posesión, la comunidad con la igualdad, lo justo con lo natural, lo
natural con lo posible. Tan pronto toma por equivalentes estos ciduestos
conceptos, como parece diferenciarlos, manteniendo la confusión en tales
términos, que costaría menos refutarlo que comprenderlo. Atraído por el título
del libro, Filosofía de la economía política, sólo he hallado en él,
fuera de las tiniebles del autor ideas vulgares; por esto renuncio a seguir
ocupándome de su contenido.
Cousin, en la Filosofía
moral, nos enseña que toda moral, toda ley, todo derecho, están contenidos
en este precepto: ser libre, consérvate libre. ¡Bravo, maestro! No
quiero continuar siendo libre; sólo falta que pueda serlo. Y continúa diciendo:
«Nuestro principio es verdadero; es bueno, es social; no temamos deducir de él
todas sus consecuencias.
«1º. Si el ser humano es
santo, lo es en toda su naturaleza, y particularmente en sus actos interiores,
en sus sentimientos, en sus ideas, en las determinaciones de su voluntad. De
ahí el respeto debido a la filosofía, a la religión, a las artes, a la
industria, al comercio, a todas las producciones de la libertad. Digo respeto y
no tolerancia porque al derecho no se le tolera, se le respeta.»
Me posterno humildemente
ante la filosofía.
«2º. Mi libertad, que es
sagrada, tiene necesidad para exteriorizarse de un instrumento que se llama
cuerpo: el cuerpo participa, por tanto, de la santidad de la libertad; es
inviolable como ella. De aquí el principio de la libertad individual.
«3º. Mi libertad, para
exteriorizarse, tiene necesidad de una propiedad o una cosa. Esta cosa o esta
propiedad participan, por tanto, de la inviolabilidad de mi persona. Por
ejemplo, me apodero de un objeto que es necesario y útil para el
desenvolvimiento exterior de mi libertad, y digo: este objeto es mío, porque no
es de nadie; pues desde entonces lo poseo legítimamente. Así la lejitimidad de
la posesión se funda en dos condiciones. En primer término, yo no poseo sino en
cuanto soy libre: suprimid mi actividad libre y habréis destruido en mí el
principio del trabajo; luego sólo por el trabajo puedo asimilarme la propiedad
o la cosa y sólo asimilándomela la poseo. La actividad libre es, pues, el
principio del derecho de propiedad. Pero esto no basta para legitimar la
posesión. Todos los hombres son libres, todos pueden asimilarse una propiedad
por el trabajo; pero ¿es esto decir que todos tienen derecho sobre toda
propiedad? No, pues para que posea legítimamente no sólo es necesario que, por
condición de ser libre, pueda trabajar y producir, sino que es preciso que
ocupe la propiedad antes que cualquier otro. En resumen: si el trabajo y la
producción son el principio del derecho de propiedad, el hecho de la ocupación
primitiva es su condición indispensable.
«4º. Poseo
legítimamente; tengo, pues, el derecho de usar como me plazca de mi propiedad.
Me corresponde, por tanto, el derecho de donarla y el de transmitirla por
cualquier concepto, porque desde el momento en que un acto de libertad ha
consagrado mi donación, ésta es eficaz tanto después de mi muerte como durante
mi vida.»
En definitiva, para
llegar a ser propietario, según Cousin, es preciso adquirir la posesión por la
ocupación y el trabajo. A mi juicio, es preciso además llegar a tiempo, porque
si sus primeros ocupantes se han apoderado de todo, ¿de qué se van a apoderar
los últimos? ¿De qué les servirán sus facultades de apropiación? ¿Habrán de
devorarse unos a otros? Terrible conclusión que la prudencia filosófica no se
ha dignado prever, sin duda porque los grandes genios desprecian los asuntos
triviales.
Fijémonos también en que
Cousin no concede al trabajo ni a la ocupación, aisladamente considerados, la
virtud de producir el derecho de propiedad. Este, según él, nace de la unión de
esos dos elementos en extraño matrimonio. Es éste uno de tantos rasgos de
eclecticismo tan familiares a M. Cousin, de los que él, más que nadie, debiera
abstenerse. En vez de proceder por análisis, por comparación, por eliminación y
por reducción (únicos medios de descubrir la verdad a través de las formas del
pensamiento, y de las fantasías de la opinión), hace con todos los sistemas una
amalgama, y dando y quitando la razón a cadp cual simultáneamente, dice: «He
aquí la verdad.»
Pero ya he dicho que no
refutaría a nadie y que de todas las hipótesis imaginadas en favor de la
propiedad deduciría el principio de igualdad que la destruye. He afirmado
también que toda mi argumentación sólo ha de consistir en esto: descubrir en el
fondo de todos los razonamientos la igualdad, de igual modo que habré de demostrar
algún día que el prinicipio de propiedad falsea las ciencias de la economía,
del derecho y del poder, y las separa de su verdadero camino.
Ahora bien, ¿no es
cierto, volviendo a M. Cousin, que si la libertad del hombre es santa, es santa
por el mismo título en todos los individuos; que si necesita de la propiedad
para exteriorizarse, es decir, para vivir, esta apropiación de la materia es a
todos igualmente precisa; que si quiero ser respetado en mi derecho de
apropiación, debo respetar a los demás en el suyo, y, por consecuencia, que si
en el concepto de lo infinito el poder de apropiación de la libertad no tiene
más límites que ella misma, en la esfera de lo finito ese mismo poder se halla
limitado por la relación matemática entre el número de las libertades y el
espacio que ocupen? ¿No se sigue de aquí que si una libertad no puede estorbar
a otra libertad coetánea en el hecho de apropiarse una materia igual a la suya,
tampoco podrá menoscabar esa facultad a las libertades futuras, porque mientras
que el individuo pasa, la universalidad persiste, y la ley de un organismo
perdurable no puede depender de simples y pasajeros accidentes? Y de todo esto,
¿no se desprende en conclusión que siempre que nazca un ser dotado de libertad
es necesario que los demás reduzcan su esfera de acción haciendo puesto al
nuevo semejante, y por deber recíproco, que si el recién llegado es designado
heredero de otro individuo ya existente, el derecho de sucesión no constituye
para él un derecho de acumulación, sino solamente un derecho de opción?
He seguido a Cousin
hasta en su propio estilo, y lo siento. ¿Acaso es preciso emplear términos tan
pomposos, frases tan sonoras, para decir cosas tan sencillas? El hombre tiene
necesidad de trabajar para vivir; por consiguiente, tiene necesidad de
instrumentos y de materias de producción. Esta necesidad de producir constituye
un derecho; pero este derecho es garantizado por sus semejantes, a cuyo favor
contrae él a su vez idéntica obligación. Cien mil hombres se establecen en un
territorio despoblado, tan grade como Francia. El derecho de cada uno al
capital territorial es de una cienmilésima parte. Si el número de poseedores
aumenta, la parte de cada uno disminuye en proporción a ese aumento. De modo
que si el número de habitantes asciende a 34 millones, el derecho de cada uno
será de una 34 millonésima parte. Estableced entonces la policía, el gobierno,
el trabajo, los cambios, las sucesiones, etc., para que los medios de trabajo
permanezcan siempre iguales y para que cada uno sea libre, y tendréis una
sociedad perfecta.
De todos los defensores
de la propiedad, es Cousin el que mejor la ha fundado. Sostiene, en contra de
los economistas, que el trabajo no puede dar un derecho de propiedad si no está
precedido de la ocupación; y en contra de los legistas, que la ley civil puede
determinar y aplicar un derecho natural, pero no crearlo. No basta decir: «El
derecho de propiedad está justificado por el hecho de la propiedad, y en cuanto
a este particular, la ley civil es puramente declaratoria», esto es confesar
que nada se puede refutar a quienes impugnan la legitimidad del hecho mismo.
Todo derecho debe justificarse por sí mismo o por otro derecho anterior: la
propiedad no puede escapar a esta alternativa. He aquí por qué Cousin la ha
fundado en lo que se llama la santidad de la persona humana, y en el
acto por el cual la voluntad se asimila una cosa. «Una vez tocadas por el
hombre -dice un discípulo de Cousin-, las cosas reciben de él una cualidad que
las transforma y las humaniza.» Confieso, por mi parte, que yo no creo en la
magia y que no conozco nada que sea menos santo que la voluntad del hombre.
Pero esta teoría, por endeble que sea, tanto,en psicología como en derecho,
tiene al menos un carácter más filosófico y profundo que las que fundan la
propiedad solamente en el trabajo o en la autoridad de la ley: por eso, según
acabamos de ver, la técnica de Cousin conduce a la igualdad, la cual está
latente en todos sus términos.
Pero quizá la filosofía
vea las cosas desde muy alto, sin percibir por ello su lado práctico. Quizá
desde la elevada altura de la especulación, los hombres parezcan muy pequeños
para que el metafísico tenga presentes las diferencias que los separan; quizá,
en fin, la igualdad de condiciones sea uno de esos aforismos verdaderos en su
sublime generalidad, pero que sería ridículo y aun peligroso aplicar
rigurosamente en el uso corriente de la vida y de las transacciones sociales.
Sin duda, es de imitar en este caso la sabia reserva de los moralistas y
jurisconsultos que aconsejan no extremar ninguna conclusión y previenen contra
toda definición, porque según dicen, no hay ninguna que no pueda repugnarse,
deduciendo de ella consecuencias absurdas. La igualdad de condiciones, este
dogma terrible para los oídos del propietario, verdad consoladora en el lecho
del pobre que desfallece, imponente realidad bajo el escalpelo del anatomista,
la igualdad de condiciones, repito, llevada al orden político, civil e
industrial, es, a juicio de los filósofos, una seductora imposibilidad, una
satánica mentira.
Jamás creeré bueno el
sistema de sorprender la buena fe de mis lectores. Odio tanto como a la muerte
a quien emplea subterfugios en sus palabras y en su conducta. Desde la primera
página de este libro me he expresado en forma clara y terminante, para que
todos sepan desde luego a qué atenerse respecto a mis pensamientos y de mis
propósitos, y considero difícil hallar en nadie ni más franqueza ni más osadía.
Pues bien; no temo afirmar que no está muy lejos el tiempo en que la reserva
tan admirada en los filósofos, el justo medio tan recomendado por los doctores
en ciencias morales y políticas, han de estimarse como el carácter de una
ciencia sin principios, como el estigma de su reprobación. En legislación y en
moral, como en geometría, los axiomas son absolutos, las definiciones ciertas y
las consecuencias más extremas, siempre que sean rigurosamente deducidas,
verdaderas leyes. ¡Deplorable orgullo! No sabemos nada de nuestra naturaleza y
le atribuimos nuestras contradicciones y, en el entusiasmo de nuestra estúpida
ignorancia, nos atrevemos a decir: La verdad está en la duda, la mejor
definición consiste en no definir nada. Algún día sabremos si esta desoladora
incertidumbre de la jurisprudencia procede de su objeto o de nuestros perjuicios,
si para explicar los hechos sociales sólo es preciso cambiar de hipótesis, como
hizo Copérnico cuando rebatió el sistema de Ptolomeo.
Pero ¿qué se dirá si
demuestro que en todo momento esta misma jurisprudencia argumenta con la
igualdad para legitimar el derecho de propiedad? ¿Qué se me contestará
entonces?
Pothier parece creer que
la propiedad, al igual de la realeza, es de derecho divino y hace remontar su
origen hasta el mismo Dios. He aquí sus palabras: «Dios tiene el supremo
dominio del Universo y de todas las cosas que en él existen. Para el género
humano ha creado la tierra y los seres que la habitan, concediéndole un dominio
subordinado al suyo: Tú lo has establecido sobre tus ropias obras, tú has
puesto la Naturaleza bajo sus pies, dice el Salmista. Dios hizo esta
donación al género humano con estas palabras que dirigió a nuestros primeros
padres después de la creación: Creced y multiplicaos, y ocupad la tierra», etc.
Leyendo este magnífico
exordio, ¿quien no cree que el género humano es como una gran familia que vive
en fraternal unión, bajo la autoridad de un padre venerable? Pero ¡cuántos
hermanos enemigos, cuántos padres desnaturalizados, cuántos hijos pródigos!
¿Dios ha hecho donación
de la tierra al género huniano?
Entonces, ¿por qué no he recibido yo nada? El ha puesto la Naturaleza bajo
mis pies, ¡y, sin embargo, no tengo donde reclinar mi cabeza! Multiplicaos,
nos dice por boca de su intérprete Pothier. ¡Ah!, sabio Poihier, esto se
hace mejor que se dice; pero antes es necesario que facilitéis al pájaro ramas
para tejer su nido.
«Una vez multiplicado el
género humano, los hombres repartieron entre sí la tierra y las cosas que sobre
ella había; lo que correspondió a cada uno comenzó a pertenecerle con exclusión
de los demás; éste es el origen del derecho de propiedad.»
Decid del derecho de
posesión. Los hombres vivían en una comunidad, positiva o negativa, que esto
importa poco; Pero no había propiedad, puesto que ni aún había exclusivismo en
la posesión. El aumento de población obligó al hombre a trabajar para aumentar
las subsistencias, y entonces se convino, solemne o tácitamente, en que el
trabajador era único propietario del producto de su trabajo; esto quiere decir
que se estableció una convención, declarando que nadie podría vivir sin
trabajar. De aquí se sigue necesariamente que para obtener igualdad de
subsistencias era menester facilitar igualdad de trabajo, y que para que el
trabajo fuese igual, eran precisos medios iguales para realizarlo. Quien, sin
trabajar, se apoderase por fuerza o por engaño de la subsistencia de otro,
rompía la igualdad y estaba fuera de la ley. Quien acaparase los medios de
producción, bajo pretexto de una mayor actividad, destruía también la igualdad.
Siendo, pues, en esa época la igualdad la expresión del derecho, lo que
atentase a la igualdad era injusto.
De este modo nació con
el trabajo la posesión privada, el derecho en la cosa, ¿pero en qué cosa?
Evidentemente en el producto, no en el suelo; así es como lo han
entendido siempre los árabes y como, según las relaciones de César y de Tácito,
lo comprendían los germanos. «Los árabes -dice M. de Sismondi-, que reconocen
la propiedad del hombre sobre los rebaños que apacienta, jamás disputan la recolección
a quien sembró un campo, pero no ven la razón de negar a cualquier otro el
derecho de sembrarlo a su vez. La desigualdad que resulta del pretendido
derecho del primer ocupante no les parece fundada en ningún principio de
justicia; y si el terreno está distribuido entre determinado número de
habitantes, les parece un monopolio de éstos en perjuicio del resto de la
nación, con el que no quieren conformarse ... »
En otras partes la
tierra fue distribuida entre sus pobladores., Admito que de este reparto
resultase una mejor organización entre los trabajadores, y que este sistema de
repartición, fijo y duradero, ofreciera más ventajas. Pero ¿cómo ha podido
constituir esta adjudicación a favor de cada partícipe un derecho transmisible
de propiedad sobre una cosa a la que todos tenían un derecho inalterable de
posesión? Según la jurisprudencia, esta transformación del poseedor en
propietario es legalmente imposible: implica en el derecho procesal primitivo
la acumulación de la acción ppsesoria y de la petitoria, y admitida la
existencia de una mutua concesión entre los partícipes, supone una transac ción
sobre un derecho natural. Cierto que los primeros agricultores, que fueron
también los primeros autores de las leyes, no eran tan sabios como nuestros
legistas, y aun cuando lo hubieran sido, no lo hubiesen hecho peor que ellos.
Por eso no previeron las consecuencias de la transformación del derecho de
posesión individual en propiedad absoluta.
Refuto a los
jurisconsultos con sus propias máximas.
El derecho de propiedad,
si pudiese tener alguna causa, no podría tener más que una sólo: Dominium non potest
nisi ex una causa contingere. Se puede poseer por varios títulos, pero no
se puede ser propietario sino por uno solo. El campo que he desbrozado, que
cultivo, sobre el que he construido mi casa:, que me proporciona con sus frutos
el alimento, que me permite sostener mi rebaño, puede estar en mi posesión: 1º.
a título de primer ocupante; 2º. a título de trabajador; 3º. en virtud del
contrato social que me lo asignó como partícipe. Pero ninguno de estos títulos
me concede el derecho de dominio o de propiedad. Porque si invoco el derecho de
ocupación, la sociedad puede contestarme: «Estoy antes que tú.» Si hago valer
mi trabajo, me diría: «Sólo con esa condición lo posees.» Si me fundo en las
convenciones, me replicaría: «Esas convenciones establecen precisamente la
cualidad de usufructuario.» Tales son, sin embargo, los únicos títulos que los
propietarios presentan; jamás han podido encontrar otros mejores. En efecto,
todo derecho, según nos enseña Pothier, supone una causa que lo produce en
beneficio de la persona que lo ejercita. Pero en el hombre que nace y que
muere, en ese hijo de la tierra que pasa rápidamente como un fantasma, sólo
existen, en cuanto a las cosas exteriores, títulos de posesión y no de
propiedad. ¿Cómo ha podido reconocer la sociedad un derecho contra sí misma, a
pesar de no existir causa que lo produjese? ¿Cómo, estableciendo la posesión,
ha podido conceder la propiedad? ¿Cómo ha sancionado la ley este abuso de
poder?
El alemán Aucillón
responde a esto: «Algunos filósofos pretenden que el hombre, al aplicar su
esfuerzo a un objeto de la Naturaleza, a un campo, a un árbol, sólo adquiere
derecho sobre las alteraciones que haga, sobre la forma que dé al objeto y no
sobre el objeto mismo. ¡Vana distinción! Si la forma pudiera separarse del
objeto, quizá cupiese duda; pero como eso es casi siempre imposible, la
aplicación del esfuerzo humano a las distintas partes del mundo exterior es el
primer fundamento del derecho de propiedad¡ el primer origen de los bienes.»
« ¡Ridículo pretexto! Si
la forma no puede ser separada del objeto, ni la propiedad de la posesión, es
preciso distribuir la posesión. - A la sociedad corresponden en todo caso el
derecho de fijar condiciones a la propiedad. Supongamos que una finca rústica
rinde anualmente 10.000 francos de productos líquidos, y que (esto sería
verdaderamente extraordinario) esa finca no puede dividirse. Supongamos también
que, según cálculos Prudentes, el gasto medio anual de cada familia es de 3.000
francos. Con arreglo a mi criterio, el proseedor de esa propiedad debe estor
obligado a abonar a la sociedad un valor equivalente a 10.000 francos anuales,
previa dedución de todos los gastos de explotación y de los 3.000 necesarios al
sostenimiento de su familia. Este pago anual no es el de un arrendamiento, sino
el de una indemnización.
La justicia hoy en uso
expondría su opinión en la siguiente forma: «Considerando que el trabajo altera
la forma de las cosas, y como la forma y la materia no pueden separarse sin
destruir el objeto mismo, es necesario optar por que la sociedad sea
desheredada, o por que el trabajador pierda el fruto de su trabajo:
Considerando que en cualquier otro caso la propiedad de la materia supondría la
de lo que por accesión se le hubiera incorporado, pero en el de que se trata,
la propiedad de lo accesorio implica la de lo principal. Se declara que el
derecho de apropiación, por razón del trabajo, no es admisible contra los
particulares, y en cambio tendrá lugar contra la sociedad.»
Tal es el constante modo
de razonar de los jurisconsultos sobre la propiedad. La ley se ha establecido
para determinar los derechos de los hombres entre sí, es decir, del individuo
para con el individuo y del individuo para con la sociedad. Y como si una
proporción pudiese subsistir con menos de cuatro términos, los jurisconsultos
prescinden siempre del último. Mientras el hombre se halla en oposición con el
hombre, la propiedad sirve de peso a la propiedad, y ambas fuerzas contrarias
se equilibran. Pero cuando el hombre se encuentra aislado, es decir, en
oposición a la sociedad que él mismo representa, la jurisprudencia enmudece,
Themis pierde un platillo de su balanza.
Oigamos al profesor de
Rennes, al sabio Touiller: «¿Cómo la preferencia originada por la ocupación se
ha convertido después en una propiedad estable y permanente, a pesar de poder
ser impugnada desde el momento en que el primer ocupante cesase en su posesión?
La agricultura fue una consecuencia natural de la multiplicación del género
humano, y la agricultura, a su vez, favoreció la población e hizo necesario el
reconocimiento de una propiedad permanente, porque ¿quién se habría tomado el
trabajo de labrar y sembrar, si no tuviera la seguridad de recolectar los
frutos?»
Para tranquilizar al
labrador bastaría asegurarle la posesión de los frutos. Concedamos además que
se le mantuviera en su ocupación territorial mientras continuase su cultivo.
Todo esto era cuanto tenía derecho a esperar, cuanto exigía el progreso de la
civilización. Pero, ¿la propiedad?, ¡el derecho sobre un suelo que no se ocupa
ni se cultiva! ¿Quién le ha autorizado para otorgárselo? ¿Cómo podrá
legitimarse?
«La agricultura no fue
por sí sola bastante para establecer la propiedad permanente; se necesitaron
leyes positivas, magistrados para aplicarlas; en una palabra, el Estado
político. La multiplicación del género humano hizo precisa la agricultura; la
necesidad de asegurar al cultivador los frutos de su trabajo exigió una
propiedad permanente y leyes para protegerla. Así, pues, a la propiedad debemos
la creación del Estado.»
Es verdad, del Estado
político, tal como está establecido, Estado que primero fue despotismo, luego
monarquía, después aristocracia, hoy democracia y siempre tiranía.
«Sin el lazo de la
propiedad no hubiera sido posible someter a los hombres al yugo saludable de la
ley, y sin la propiedad permanente la tierra hubiera continuado siendo un
inmenso bosque. Afirmamos, pues, con los autores más respetables, que si la propiedad
transitoria, o sea, el derecho de preferencia que se funda en la ocupación, es
anterior a la existencia de la sociedad civil, la propiedad permanente, tal
como hoy la conocemos, es obra del derecho civil. Este es el que ha sancionado
la máxima de que la propiedad, una vez adquirida, no se pierde sino por acto
del propietario, y que se corrserva después de perdida la posesión de la cosa,
aunque ésta se encuentre en poder de un tercero. Así la propiedad y la
posesión, que en el estado primitivo estaban confundidas, llegan a ser, por el
derecho civil, dos conceptos distintos e independientes; conceptos que, según
la expresión de las leyes, nada tienen entre sí de común. Obsérvese por esto
qué prodigioso cambio se ha realizado en la propiedad y cómo las leyes civiles
han alterado la Naturaleza.»
En efecto; la ley, al
constituir la propiedad, no ha sido la expresión de un hecho psicológico, el
desarrollo de una ley natural, la aplicación de un principio moral. La ley, por
el contrario, ha creado un derecho fuera del círculo de sus atribuciones; ha
dado forma a una abstración, a una metáfora, a una ficción; y todo esto sin
dignarse prever las consecuencias, sin ocuparse de sus inconvenientes, sin
investigar si obraba bien o mal. Ha sancionado el egoísmo, ha amparado
pretensiones monstruosas, ha accedido a torpes estímulos, como si estuviera en
su poder abrir un abismo sin fondo y dar satisfacción al mal. Ley ciega, ley
del hombre ignorante, ley que no es ley; palabra de discordia. de mentira y de
guerra. Ley surgiendo siempre rejuvenecida y restaurada, como la salvaguardia
de las sociedades, es la que ha turbado la conciencia de los pueblos,
obscurecido la razón de los sabios y originado las catástrofes de las naciones.
Condenada por el cristianismo, defiéndanla hoy sus ignorantes ministros, tan
poco celosos de estudiar la Naturaleza y el hombre como incapaces de leer sus
Sagradas Escrituras.
Pero, en definitiva,
¿qué norma siguió la ley al crear la propiedad? ¿Qué principio la inspiró?
¿Cuál era su regla? En esto no hay duda posible: ese principio fue la igualdad.
La agricultura fue el
fundamento de la propiedad territorial y la causa ocasional de la propiedad. No
bastaba asegurar al cultivador el fruto de su trabajo; era, además, preciso
garantizarle el medio de producir. Para amparar al débil contra las
expoliaciones del fuerte, para suprimir las violencias y los fraudes, se sintió
la necesidad de establecer entre los poseedores límites de demarcación
permanentes, obstáculos infranqueables. Cada año veíase aumentar la población y
crecer la codicia de los colonos. Se creyó poner un freno a la ambición,
señalando límites que la contuviesen. El suelo fue, pues, apropiado en razón de
una igualdad indispensable a la seguridad pública y al pacífico disfrute de
cada poseedor. No cabe duda de que el reparto no fue geográficamente igual.
Múltiples derechos, algunos fundados en la Naturaleza, pero mal interpretados y
peor aplicados, como las sucesiones, las donaciones, los cambios, y otros, como
los privilegios de nacimiento y de dignidad, creaciones ¡legítimas de la
ignorancia y de la fuerza bruta, fueron otras tantas causas que impidieron la
igualdad absoluta. Pero el principio no se altera por esto. La igualdad había
consagrado la posesión, y la igualdad consagró la propiedad.
Necesitaba el agricultor
un campo que sembrar todos los años: ¿qué sistema más cómodo y más sencillo
podía seguirse que el de asignar a cada habitante un patrimonio fijo e
inalienable, en vez de comenzar cada año a disputarse las propiedades y a transportar
de territorio en territorio la casa, los muebles y la familia?
Era necesario que el
guerrero, al regresar de una campaña, no se viese desposeído por los servicios
que había prestado a la patria y que recobrase su heredad. Para esto la
costumbre admitió que para conservar la propiedad bastaba únicamente la
intención, nudo ánimo, y que no se perdía aquélla sino en virtud del
consentimiento del mismo propietario.
Era necesaria también
que la igualdad de las participaciones territoriales se mantuviese de
generación en generación, sin obligación de renovar la distribución de las
tierras a la desaparición de cada familia. Pareció, por tanto, natural y justo
que los ascendientes y los descendientes, según el grado de consanguinidad o de
afinidad que les unía con el difunto, le sucediesen en sus bienes. De ahí
procede, en primer término, la costumbre feudal y patriarcal de no reconocer
más que un heredero. Después, por el principio de igualdad, fue la admisión de
todos los hijos a la sucesión del padre; y más recientemente, en nuestro
tiempo, la abolición definitiva del derecho de primogenitura.
Pero ¿qué hay de común
entre estos groseros bosquejos de organización instintiva y la verdadera
ciencia social? ¿Cómo esos hombres, que no tenían la menor idea de estadística,
de catastro ni de economía política, pudieron imponernos los principios de
nuestra legislación?
La ley, dice un
jurisconsulto moderno, es la expresión de una necesidad social, la declaración
de un hecho: el legislador no la hace, la escribe. Esta definición no es del
todo exacta. La ley es la regla por la cual deben satisfacerse las necesidades
sociales. El pueblo no. la vota, el legislador no la inventa; es el sabio quien
la descubre y la formula. De todos modos, la ley, tal como Comte la ha definido
en un extenso trabajo consagrado casi por completo a ese objeto, no podría ser
en su origen más qué la expresión de una necesidad y la indicación de
los medios para remediarla; y hasta el presente no ha sido tampoco otra cosa.
Los legistas, con una exactitud mecánica, llenos de obstinación, enemigos de
toda filosofía, esclavos del sentido literal, han considerado siempre como la
última palabra de la ciencia lo que sólo fue el voto irreflexivo de hombres de
buena fe, pero faltos de previsión.
No preveían, en efecto,
estos primitivos fundadores del dominio que el derecho perpetuo y absoluto a
conservar un patrimonio, derecho que les parecía equitativo, porque entonces
era común, supone el derecho de enajenar, de vender, de donar, de adquirir y de
perder, y que, por consecuencia, tal derecho conduce nada menos que a la
destrucción de la misma igualdad en cuyo honor lo establecieron. Además, aun
cuando lo hubieran podido prever, no lo hubieran tenido en cuenta por impedirlo
la necesidad inmediata que les estimulaba. Esto, aparte de que, como ocurre de
ordinario, los inconvenientes son en un principio muy pequeños y pasan casi
inadvertidas.
No previeron esos
cándidos legisladores que el principio de que la propiedad se conserva
solamente por la intención implica el derecho de arrendar, de prestar con
interés, de lucrarse en cambio, de crearse rentas, de imponer un tributo sobre
la posesión de la tierra, cuya propiedad está reservada por la intención,
mientras su dueño vive alejado de ella. No previeron esos patriarcas de nuestra
jurisprudencia que si el derecho de sucesión no era el modo natural de
conservar la igualdad de las primitivas porciones, bien pronto las familias
serían víctimas de las más injustas exclusiones, y la sociedad, herida de
muerte por uno de sus más sagrados principios, se destruiría a sí misma entre
la opulencia y la miseria.
No previeron tampoco...
Pero no hay necesidad de insistir en ello. Las consecuencias se perciben
demasiado por sí mismas y no es éste el momento de hacer una crítica del Código
civil.
La historia de la
propiedad en los tiempos antiguos no es para nosotros más que un motivo de
erudición y de curiosidad. Es regla de jurisprudencia que el hecho no produce
el derecho; la propiedad no puede sustraerse a esta regla. Por tanto, el
reconocimiento universal del derecho de propiedad no legitima el derecho de
propiedad. El hombre se ha equivocado sobre la constitución de las sociedades,
sobre la naturaleza del derecho, sobre la aplicación de lo justo, de igual modo
que sobre la causa de los meteoros y sobre el movimiento de los cuerpos
celestes; sus antiguas opiniones no pueden ser tomadas por artículos de fe.
¿Qué nos importa que la raza india estuviese dividida en cuatro castas; ni que
en las orillas del Nilo y del Ganges se distribuyese la tierra entre los nobles
y los sacerdotes; ni que los griegos y los romanos colocaran la propiedad bajo
el amparo de los dioses; ni que las operaciones de deslinde y medición de
fincas se celebraran entre ellos con solemnidades y ceremonias religiosas? La
variedad de las formas del privilegio no le salva de la injusticia, el culto de
Júpiter propietario (Zeus Klesios) nada pueba contra la igualdad de los
ciudadanos, de igual modo que los misterios de Venus, la impúdica, nada
demuestran contra la castidad conyugal.
La autoridad del género
humano afirmando el derecho de propiedad es nula, porque este derecho,
originado necesariamente por la igualdad, está en contradicción con su
principio. El voto favorable de las religiones que le han consagrado es también
nulo, porque en todos los tiempos el sacerdote se ha puesto al servicio del
poderoso y los dioses han hablado siempre como convenía a los políticos. Las
utilidades sociales que se atribuyen a la propiedad no pueden citarse en su
descargo, porque todas provienen del principio de igualdad en la posesión, que
le es inherente.
¿Qué valor tiene,
después de lo dicho, el siguiente ditirambo en honor a la propiedad, compuesto
por Giraud en su libro sobre La propiedad entre los romanos?
«La institución del derecho
de propiedad es la más importante de las instituciones humanas ... » Ya lo
creo; como la monarquía es la más gloriosa.
«Causa primera de la
prosperidad del hombre sobre la tierra.» Porque entonces suponía la justicia.
«La propiedad llegó a
ser el objeto legítimo de su ambición, el anhelo de su existencia, el asilo de
su familia, en una palabra, la piedra fundamental del hogar doméstico, de la
ciudad y del Estado político.» Sólo la posesión ha producido todo eso.
«Principio eterno ... »
La propiedad es eterna como toda negación.
«De toda institución
social y de toda institución civil ... » He ahí por qué toda institución y toda
ley fundada en la propiedad perecerá.
«Es un bien tan precioso
como la libertad.» Para el propietario enriquecido.
«En efecto, el cultivo
de la tierra laborable ... » Si el cultivador dejase de ser arrendatario,
¿estaría la tierra por eso peor cultivada?
«La garantía y la
moralidad del trabajo ... » Por causa de la propiedad, el trabajo no es una
condición, es un privilegio.
«La aplicación de la
justicia ... » ¿Qué es la justicia sin la igualdad económica? Una balanza...
con pesos falsos.
«Toda moral ... »
Vientre famélico no conoce la moral. «Todo orden público ... » Sí, la
conservación de la propiedad.
«Se funda en el derecho
de propiedad.» Piedra angular de todo lo que existe, falso cimiento de todo lo
que debe existir: ésa es la propiedad
Resumo y concluyo:
La ocupación no sólo
conduce a la igualdad, sino que impide la propiedad. Porque si todo hombre
tiene derecho de ocupación en cuanto existe y no puede vivir sin tener una
materia de explotación y de trabajo, y si, por otra parte, el número de
ocupantes varía continuamente por los nacimientos y las defunciones, fuerza es
deducir que la porción que a cada trabajador corresponde es tan variable como
el número de ocupantes, y, por consecuencia, que la ocupación está siempre
subordinada a la población, y, finalmente, que no pudiendo en derecho ser fija
la posesión, es imposible en hecho que llegue a convertirse en propiedad.
Todo ocupante es, pues,
necesariamente poseedor o usufructuario, carácter que excluye el de
propietario. El derecho del usufructuario impone las obligaciones siguientes:
Ser responsable de la cosa que le fue confiada; usar de ella conforme a la
utilidad general, atendiendo a su conservación y a su producción; no poder
transformarla, menoscabaría, desnaturalizarla, ni dividir el usufructo de
manera que otro la explote, mientras él recoge el producto. En una palabra, el
usufructuario está bajo la inspección de la sociedad, y sometido a la condición
del trabajo y a la ley de igualdad.
En este concepto queda
destruida la definición romana de la propiedad: derecho de usar y de abusar,
inmoralidad nacida de la violencia, la más monstruosa pretensión que las
leyes civiles han sancionado jamás. El hombre recibe el usufructo de manos de
la sociedad, que es la única que posee de un modo permanente. El individuo
pasa, la sociedad no muere jamás.
¡Qué profundo disgusto
se apodera de mí al discutir tan triviales verdades! ¿Son éstas las cosas de
que aún dudamos? ¿Será necesario rebelarse una vez más para el triunfo de estas
ideas? ¿Podrá la violencia, en defecto de la razón, traducirlas en leyes?
El derecho de ocupación
es igual para todos. No dependiendo de la voluntad, sino de las condiciones
variables del espacio y del número de extensión de ese derecho, no pudo
constituirse la propiedad.
¡Esto es lo que ningún
Código ha expresado, lo que ninguna Constitución puede admitir! ¡Esos son los
axiomas que rechazan el derecho civil y el derecho de gentes! ...
Llegan hasta mí las
protestas de los partidarios del tercer sistema, que dice: «El trabajo, el
trabajo es el que origina la propiedad.»
No hagas caso, lector.
Te aseguro que este nuevo fundamento de la propiedad es peor que el primero.
Casi todos los
jurisconsultos, siguiendo a los economistas, han abandonado la teoría de la
ocupación primitiva, que consideraban demasiado ruinosa, para defender
exclusivamente la que funda la propiedad en el trabajo. Pero, a pesar de haber
cambiado de criterio, continúan forjándose ilusiones y dando vueltas dentro de
un círculo de hierro. «Para trabajar es necesario ocupar», ha dicho Cousin. Por
consiguiente, digo yo a mi vez: siendo igual para todos el derecho de
ocupación, es preciso para trabajar someterse a la igualdad. «Los ricos
-escribe Juan Jacobo Rousseau- suelen decir: yo he construido ese muro, yo he
adquirido este terreno por mi trabajo. ¿Y quién os ha concedido los linderos?
-podemos replicarles-. ¿Y por qué razón pretendéis ser compensados a nuestra
costa de un trabajo al que no os hemos obligado?» Todos los sofismas se
estrellan ante este razonamiento.
Pero los partidarios del
trabajo no advierten que su sistema está en abierta contradicción con el
Código, cuyos artículos y disposiciones suponen a la propiedad fundada en el
hecho de la ocupación primitiva. Si el trabajo, por la apropiación que de él
resulta, es por sí solo la causa de la propiedad, el Código civil miente: la
Constitución es una antítesis de la verdad; todo nuestro sistema social una
violación del derecho. Esto es lo que resultará demostrado hasta la evidencia
de la discusión que entablaremos en este capítulo y en el siguiente, tanto
sobre el derecho del trabajo como sobre el hecho mismo de la propiedad. Al
propio tiempo veremos, de un lado, que nuestra legislación está en oposición
consigo misma, y de otro, que la jurisprudencia contradice sus principios y los
de la legislación.
He afirmado anteriormente
que el sistema que funda la propiedad en el trabajo presupone la igualdad de
bienes, y el lector debe estar impaciente por ver cómo de la desigualdad de las
aptitudes y de las facultades humanas ha de surgir esta ley de igualdad: en
seguida será satisfecho. Pero conviene que fije un momento su atención en un
incidente interesantísimo del proceso, a saber la sustitución del trabajo a la
ocupación, como principio de la propiedad, y que pase rápidamente revista a
ciertos prejuicios que los propietarios tienen costumbre de invocar, que las
leyes consagran y el sistema del trabajo destroza por completo.
¿Has presenciado alguna
vez, lector, el interrogatorio de un acusado? ¿Has observado sus engaños, sus
rectificaciones, sus huídas, sus distinciones, sus equívocos? Vencido,
confundido en todas sus alegaciones, perseguido como fiera salvaje por el juez
inexorable, abandona un supuesto por otro, afirma, niega, se reprende, se
rectifica; acude a todas las estratagemas de la dialéctica más sutil, con un
ingenio mil veces mayor que el inventor de las setenta y dos formas de
.silogismos. Eso mismo hace el propietario obligado a la justificación de su
derecho. Al principio, rehusa contestar, protesta, amenaza, desafía; después,
forzado a aceptar el debate, se parapeta en el sofisma, se rodea de una
formidable artillería, excita su acometividad y presenta como justificantes,
uno a otro y todos juntos, la ocupación, la posesión, la prescripción, las
convenciones, la costumbre inmemorial, el consentimiento universal. Vencido en
este terreno, el propietario se rehace. «He hecho algo más que ocupar -exclama
con terrible emoción-, he trabajado, he producido, he mejorado, transformado,
creado. Esta casa, estos árboles, estos campos son obra de mis manos; yo he
sido quien ha puesto la vid en el lugar de la planta silvestre, la higuera en
el del arbusto salvaje; yo soy quien hoy siembra en tierras ayer yermas. He
regado el suelo con mi sudor, he pagado los obreros que, a no ser por los
jornales que conmigo ganaban, hubieran muerto de hambre. Nadie me ha ayudado en
el trabajo ni en el gasto; nadie participará de sus productos.»
¡Has trabajado,
propietario! ¿A qué hablas entonces de ocupación primitiva? ¿Es que no estás
seguro de tu derecho y crees poder engañar a los hombres y sorprender a la
justicia? Apresúrate a formular tus alegaciones de defensa, porque la sentencia
será inapelable, y ya sabes que se trata de una reivindicación.
¡Conque has trabajado!
Pero ¿qué hay de común entre el trabajo impuesto por deber natural y la apropiación
de las cosas comunes? ¿Ignoras que el dominio de la tierra, como el del aire y
de la luz, no puede prescribir nunca?
¡Has trabajado! ¿No
habrás hecho jamás trabajar a otros? ¿Cómo, entonces, han perdido ellos
trabajando por ti lo que tú has sabido adquirir sin trabajar por ellos? ¡Has
trabajado! En hora buena; pero veamos tu hora. Vamos a contarla, a pesarla, a
medirla. Este será el juicio de Baltasar, porque juro por la balanza, por el
nivel y por la escuadra, signos de tu justicia, que si te has apropiado el
trabajo de otro, de cualquier manera que haya sido, devolverás hasta el último
adarme.
El principio de la
ocupación primitiva ha sido, pues, abandonado. Ya no se dice: «La tierra es del
primero que la ocupa.» La propiedad, rechazada en su primera trinchera, tira el
arma de su antiguo adagio. La justicia, recelosa, reflexiona sobre sus máximas,
y la venda que cubría su frente cae sobre sus mejillas avergonzadas. ¡Y fue
ayer cuando se inició el progreso de la filosofía social! ¡Cincuenta siglos para
disipar una mentira! Durante ese lamentable período, ¡cuántas usurpaciones
sancionadas, cuántas invasiones glorificadas, cuántas conquistas bendecidas!
¡Cuántos ausentes desposeídos, cuántos pobres expatriados, cuántos hambrientos,
víctimas de la riqueza rápida y osada! ¡Cuántas intranquilidades y luchas! ¡Qué
de estragos y de guerras entre las naciones! Al fin, gracias al tiempo y a la
razón, hoy se reconoce que la tierra no es el premio de la piratería, que hay
lugar en su suelo para todos. Cada uno puede llevar su cabra al prado y su vaca
al valle, sembrar una parcela de tierra y cocer su pan al fuego tranquilo del
hogar.
Pero no; no todos pueden
hacerlo. Oigo gritar por todas partes: ¡«Gloria al trabajo y a la industria! A
cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras.» Y veo de nuevo
desposeídas a las tres cuartas partes del género humano; diríase que el trabajo
de los unos fecundiza, como agua del cielo, el de los demás.
«El problema está
resuelto -afirma M. Hennequin-. La propiedad, hija del trabajo, no goza del
presente ni del porvenir, sino bajo la égida de las leyes. Su origen viene del
derecho natural; su poder del derecho civil, y en la combinación de estas dos
ideas, trabajo y protección, se han inspirado las legislaciones positivas.»
¡Ah! ¡El problema
está resuelto! ¡La propiedad es hija del trabajo! ¿Qué es, en tal caso, el
derecho de accesión, el de sucesión, el de donación, etc., sino el derecho de
convertirse en propietaro por la simple ocupación? ¿Qué son vuestras leyes sobre
la mayoría de edad, la emancipación, la tutela, la interdicción, sino
condiciones diversas por las cuales el que ya es trabajador adquiere o pierde
el derecho de ocupar, es decir, la propiedad ... ?
No pudiendo en este
momento dedicarme a una discusión detallada del Código, me limitaré a examinar
los tres prejuicios más frecuentemente alegados en favor de la propiedad: 1º. la
apropiación o formación de la propiedad por la posesión; 2º. el
consentimiento de los hombres; 3º. la prescripción. Investigaré a continuación
cuáles son los efectos del trabajo, ya con relación a la condición respectiva
de los trabajadores, ya con relación a la propiedad.
«Las tierras laborables
parece que debieran ser incluidas entre las riquezas naturales, puesto que no
son creación humana, y la Naturaleza las da gratuitamente al hombre; pero como
esta riqueza no es fugitiva como el aire y el agua, como un campo es un espacio
fijo y circunscrito del que algunos hombres han podido apropiarse con exclusión
de los demás, los cuales han prestado su consentimiento a esta apropiación, la
tierra, que era un bien natural y gratuito, se ha convertido en una riqueza
social, cuyo uso ha debido pagarse.» (Say, Economía política.)
¿Tendré yo la culpa de
afirmar que los economistas son la peor clase de autoridades en materia de
legislación y de filosofía? Véase, si no, cómo el más significado de la secta,
después de plantear la cuestión de si pueden ser propiedad privada los bienes
de la Naturaleza, las riquezas creadas por la Providencia, la contesta con un
equívoco tan grosero que no se sabe a qué imputarlo, si a falta de inteligencia
o a exceso de mala fe. ¿Qué importa la condición inmueble del terreno para el
derecho de apropiación? Comprendo que una cosa circunscrita y no fugitiva como
la tierra se preste mejor a la apropiación que el agua y la luz, que sea más
factible ejercitar un derecho de dominio sobre el suelo que sobre la atmósfera,
pero no se trata de saber qué es más o menos fácil, y Say toma esa relativa
facilidad por el derecho mismo. No se pregunta por qué la tierra ha sido
apropiada antes que el mar y el aire; se trata de averiguar en virtud de qué
derecho se ha apropiado el hombre esta riqueza que no ha creado y que la
Naturaleza te ofrece gratuitamente.
No resuelve, pues, Say
la cuestión que él mismo plantea. Pero aun cuando la resolviese, aun cuando su
explicación fuera tan satisfactoria como falta de lógica, quedaría por saber
quién tiene derecho a hacer pagar el uso del suelo que no ha sido creado por el
hombre. ¿A quién se debe el fruto de la tierra? Al productor de ella,
indudablemente. ¿Quién ha hecho la tierra? Dios. En este caso, señores
propietarios, podéis retiraros.
Pero el Creador de la
tierra no la vende, la regala, y al donarla no hace expresión nominal de los
favorecidos. ¿Cómo, pues, entre todos sus hijos unos tienen la consideración de
legítimos y otros la de bastardos? Si la igualdad de lotes fue de derecho
primitivo, ¿cómo puede sancionarse la desigualdad de condiciones por un derecho
posterior?
Say da a entender que si
el aire y el agua no fuesen de naturaleza fugitiva, también habrían sido
apropiados. Observaré de paso que esto, más que una hipótesis, es una realidad.
El aire y el agua han sido apropiadas en cuanto es posible.
Habiendo descubierto los
portugueses el paso a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza, pretendieron
que sólo a ellos correspondía la propiedad del itinerario; y Grotius,
consultado sobre esta cuestión por los holandeses, que se negaban a reconocer
tal derecho, escribió expresamente su tratado De mari libero, para
probar que el mar no puede ser objeto de apropiación.
El derecho de caza y de
pesca ha estado en todo tiempo reservado a los señores y a los propietarios.
Hoy está reconocido por el Estado y los Municipios a todos los que puedan pagar
el impuesto correspondiente. Justo es que se reglamente la caza y la pesca,
pero que se la repartan los favorecidos por la fortuna es crear un monopolio
sobre el aire y sobre el agua.
¿Qué es el pasaporte?
Una recomendación en favor de la persona del viajero, un certificado de
seguridad para él y para lo que le pertenece. El fisco, cuyo afán consiste en
desnaturalizar todas las buenas cosas, ha convertido el pasaporte en un medio
de espionaje y en una gabela. ¿No es esto vender el derecho de andar y de
moverse libremente? Finalmente tampoco se permite sacar agua de una fuente
enclavada en el terreno particular sin permiso del propietario, porque en
virtud del derecho de accesión, la fuente pertenece al poseedor del suelo, a no
haber posesión contraria, ni tener vistas a un patio, jardín, huerta, sin
consentimiento de su propietario; ni pasearse por parque ajeno contra la
voluntad de su dueño; pero, en cambio, a éste se le permite cercarlo. Pues
bien, todas esas prohibiciones son otras tantas limitaciones sagradas, no sólo
del uso de la tierra, sino del aire y del agua. ¡Proletarios: a todos nosotros
nos excomulga la propiedad!
La apropiación del más
consistente de los elementos no ha podido realizarse sin la de los otros tres,
puesto que, según el derecho francés y el romano, la propiedad del suelo
implica la de lo que está encima y debajo, del subsuelo y del cielo.
Un hombre a quien se le
impidiese andar por los caminos, detenerse en los campos, ponerse al abrigo de
las inclemencias, encender lumbre, recoger los frutos y hierbas silvestres y
hervirlos en un trozo de tierra cocida, ese hombre no podría vivir. La tierra,
como el agua, el aire y la luz, es una materia de primera necesidad, de la que
cada uno debe usar libremente sin perjudicar al disfrute ajeno; ¿por qué,
entonces, está apropiada la tierra? La contestación de Ch. Comte es curiosa:
Say decía que por no ser fugitiva; Ch. Comte afirma que por no ser infinita.
La tierra es cosa limitada, luego, según Comte, debe ser cosa apropiada. Lo
lógico sería lo contrario, y así debiera decir que por ser finita no debe ser
apropiada. Porque si uno se apropia determinada cantidad de aire o de luz, no
puede resultar de ello daño a nadie; pero en cuanto al suelo, sucede lo contrario.
Apodérese quien quiera o quien pueda de los rayos del sol, de la brisa que
pasa, de las olas del mar; se lo permito, y, además le perdono su mala voluntad
de privarme de ello; pero al hombre que pretenda transformar su derecho de
posesión territorial en derecho de propiedad, le declaro la guerra y lo combato
a todo trance.
La argumentación de Ch.
Comte va contra su propia tesis. «Entre las cosas necesarias a nuestra
conservación -dice- hay algunas en tan gran cantidad, que son inagotables;
otras que existen en cantidad menos considerable y sólo pueden satisfacer las
necesidades de un determinado número de personas. Las primeras se llaman comunes,
las segundas particulares.»
No es exacto este
razonamiento: el agua, el aire y la luz son cosas comunes, no porque
sean inagotables, sino porque son indispensables; tan
indispensables, que por ello la Naturaleza parece haberlas creado en cantidad
casi ¡limitada, a fin de que su inmensidad les preservara de toda apropiación.
Del mismo modo, la tierra es indispensable a nuestra conservación, y, por
tanto, cosa común, no susceptible de apropiación. Pero la tierra es mucho más
limitada que los otros elementos, y su uso debe ser regulado, no en beneficio
de algunos, sino en interés y para la seguridad de todos. En dos palabras: la
igualdad de derechos se justifica por la igualdad de necesidad: pero la
igualdad de derechos, si la cosa es limitada, sólo puede realizarse mediante la
igualdad en la posesión. Es una ley agraria lo que late en el fondo de los
argumentos de Ch. Comte.
Bajo cualquier aspecto
que se mire esta cuestión de la propiedad, cuando se quiere profundizar se
llega a la igualdad. No insistiré más sobre la división de las cosas que pueden
o no ser apropiadas; en este particular, economistas y jurisconsultos rivalizan
en decir tonterías. El Código civil, después de haber definido la propiedad,
guarda silencio sobre las cosas susceptibles o no susceptibles de apropiación,
y si habla de las que están en el comercio, es siempre sin determinar ni
definir nada. Y, sin embargo, no han faltado luminosos principios, como son los
contenidos en estas triviales máximas: ad reges potestas omnium pertinet, ad
singulos propietas; omnia rex imperio possidet, singuli dominio. ¡La
soberanía social opuesta a la propiedad individual! ¿No parece esto una
profecía de la igualdad, un oráculo republicano? Los ejemplos se ofrecen en
gran número. En otro tiempo, los bienes de la Iglesia, los dominios de la
corona, los estados de la nobleza eran inalienables e imprescindibles. Si la
Constitución, en vez de abolir ese privilegio, lo hubiera reconocido a todo
ciudadano, si hubiese declarado que el derecho al trabajo, como la libertad, no
puede perderse jamás, desde ese momento la revolución estaría consumada, y sólo
faltaría procurar su perfeccionamiento.
En las palabras de Say,
antes copiadas, no se percibe claramente si ese autor hace depender el derecho
de propiedad de la cualidad no fügitiva del suelo o del consentimiento que
asegura han prestado todos los hombres a esa apro. piación. Tal es la
construcción de su frase, que permite igualmente interpretarla en uno u otro
sentido, y aun en los dos a la vez. De suerte que pudiera sostenerse que el
autor ha querido decir: el derecho de propiedad nació primitivamente del
ejercicio de la voluntad: la fijeza del suelo le dio ocasión de ser aplicado a
la tierra, y el consentimiento universal ha sancionado después esa aplicación.
Sea de eso lo que
quiera, ¿han podido legitimar las hombres la propiedad por su mutuo
asentimiento? Lo niego. Tal contrato, aun teniendo por redactores a Grotius, a
Montesquieu y a J. J. Rousseau, aun estando autorizado por la firma y rúbrica
de todo el género humano, sería nulo de pleno derecho, y el acto en él
contenido Ilegal. El hombre no puede renunciar al trabajo ni a la libertad;
reconocer el derecho de propiedad territorial es renunciar al trabajo, puesto
que es abdicar el medio para realizarle, es transigir sobre un derecho natural
y despojarse de la cualidad de hombre.
Pero quiero suponer que
haya existido tal consentimiento tácito o expreso: ¿cuál sería su resultado?
Las renuncias debieron ser recíprocas: reparación no se abandona un derecho sin
obtener, en cambio, otro equivalente. Caemos otra vez en la igualdad, condición
sine qua non de toda apropiación. De modo que después de haber
justificado la propiedad por el consentimiento universal, es decir, por la
igualdad, hay necesidad de justificar la desigualdad de condiciones por la
propiedad. Es imposible salir de este dilema.
En efecto, si según los
términos del pacto social la propiedad tiene por condición la igualdad, desde
el momento en que esta igualdad no existe, el pacto queda infringido y toda
propiedad es una usurpación. Nada se va ganando, pues, con acudir a este
pretendido consentimiento de todos los hombres.
El derecho de propiedad
ha sido el principio del mal sobre la tierra, el primer eslabón de la larga
cadena de crímenes y de miserias que el género humano arrastra desde su
nacimiento. La mentira de la prescripción es el hechizo con que se ha
sugestionado el pensamiento de los hombres, la palabra de muerte con que se ha
amenazado a las conciencias para detener el progreso del hombre hacia la verdad
y mantener la idolatría del error.
El Código francés define
la prescripción como «un medio de adquirir los derechos y de librarse de las
obligaciones pcir el transcurso del tiempo». Aplicando esta definición a las
ideas, se puede emplear la palabra prescripción para designar el favor
constante de que gozan las antiguas tradiciones, cualquiera que sea su objeto;
la oposición, muchas veces airada y sangrienta, que en todas las épocas hallan
las nuevas creencias, haciendo del sabio un mártir. No hay descubrimiento ni
pensamiento generoso que, a su entrada en el mundo, no haya encontrado una
barrera formidable de opiniones, a modo de conjuración de todos los principios
existentes. Prescripciones contra la razón, prescripciones contra los hechos, prescripciones
contra toda verdad antes desconocida, han sido el sumario de la filosofía del statu
quo y el símbolo de los conservadores de todos los tiempos.
Cuando la reforma
evangélica vino al mundo, existía la prescripción en favor de la violencia, del
vicio y del egoísmo. Cuando Galileo, Descartes, Pascal y sus discípulos
transformaron la filosofía y las ciencias, la prescripción amparaba la doctrina
de Aristóteles. Cuando nuestros antepasados de 1789 reclamaron la libertad y la
igualdad, existía la prescripción para la tiranía y el privilegio. «Hay y ha
habido siempre propietarios, luego siempre los habrá.» Y con esta profunda
máxima, último esfuerzo del egoísmo expirante, los doctores de la desigualdad
social creen contestar a los ataques de sus adversarios, imaginando, sin duda,
que las ideas prescriben como la propiedad.
Alentados por la marcha
triunfal de las ciencias a no desconfiar de nuestras opiniones, acogemos hoy
con aplauso al observador de la Naturaleza que, después de mil experiencias,
fundado en un análisis profundo, persigue un principio nuevo, una ley ignorada.
No rechazamos ya ninguna idea con el pretexto de que han existido hombres más
sabios que nosotros y no han observado los mismos fenómenos ni deducido las
mismas consecuencias. ¿Porqué razón no hemos de seguir igual conducta en las
cuestiones políticas y filosóficas? ¿Por qué la ridícula manía de afirmar que
ya se ha dicho todo, lo que equivale a decir que nada fiay ignorado por la
inteligencia humana? ¿Por qué razón la máxima nada nuevo hay bajo el sol se
ha reservado exclusivamente para las investigaciones metafísicas? Pues
sencillamente porque todavía estamos acostumbrados a filosofar con la
imaginación en lugar de hacerlo con la observación y el método; porque
imperando la fantasía y la voluntad en lugar del razonamiento y de los hechos,
ha sido imposible hasta el presente distinguir al charlatán del filósofo, al
sabio del impostor. Desde Salomón y Pitágoras, la imaginación se ha agotado en
el estéril trabajo de inventar, no descubrir las leyes sociales y políticas. Se
fian propuesto ya todos los sistemas posibles. Bajo este punto de vista, es
probable,que todo esté dicho, pero no es menos cierto que todo queda
por saber. En política (para no citar aquí más que esta rama de la filosofía),
en política, cada cual toma partido según su pasión y su interés; el espíritu
se somete a lo que la voluntad le impone; no hay ciencia, no hay ni siquiera un
indicio de certidumbre. Así, la ignorancia general produce la tiranía general,
y mientras la libertad del pensamiento está escrita en la Constitución, la
servidumbre del pensamiento, bajo el nombre de preponderancia de las
mayorías, se halla decretada igualmente en la Constitución.
Para impugnar la
prescripción de que habla el Código no entablaré una discusión sobre el ánimo
de no adquirir invocado por los propietarios. Sería esto muy enojoso y
declamatorio. Todos saben que hay derechos que no pueden prescribir; y en
cuanto a las cosas que se adquieren por el tiempo, nadie ignora que la prescripción
exige ciertas condiciones, y que basta la omisión de una sola para que aquélla
no exista. Si es cierto, por ejemplo, que la posesión de los propietarios ha
sido civil, pública, pacífica y no interrumpida, lo es también que
carece de justo título, puesto que los únicos que presentan la ocupación
y el trabajo, favorecen tanto al proletario demandante como al propietario
demandado. Además, esa misma posesión carece de buena fe, porque tiene
por fundamento un error de derecho, y el error de derecho impide la
prescripción. Aquí el error de derecho consiste ya en que el detentador posee a
título de propiedad, no pudiendo poseer más que a título de usufructo, ya queha
comprado una cosa que nadie tiene derecho a enajenar ni a vender.
Otra razón por la cual
no puede ser invocada le prescripción en favor de la propiedad, razón deducida
de la misma jurisprudencia, es que el derecho de posesión inmobiliaria forma
parte de un derecho universal que ni aun en las más desastrosas épocas de la
humanidad ha llegado a extinguirse; y bastaría a los proletarios probar que han
ejercitado siempre alguna parte de ese derecho para ser reintegrado en la
totalidad. El individuo que tiene, por ejemplo, el derecho universal de poseer,
donar, cambiar, prestar, arrendar, vender, transformar o destruir la cosa, lo
conserva íntegro por la realización de cualquiera de esos actos, el de prestar,
verbigracia, aunque no manifieste nunca en otra forma su dominio. Del mismo
modo, la igualdad de bienes, la igualdad de derechos, la libertad, la voluntad,
la personalidad son otras tantas expresiones de una misma cosa, del derecho de conservación
y de reproducción; en una palabra, del derecho a vivir, contra el
cual la prescripción no puede comenzar a correr sino desde el día de la
exterminación del género humano.
Finalmente, en cuanto al
tiempo requerido para la prescripción, estimo superfluo demostrar que el
derecho de propiedad en general, no puede adquiriese por ninguna posesión de
diez, veinte, ciento, mil, ni cien mil años, y que mientras haya un hombre
capaz de comprender e impugnar el derecho de propiedad, tal derecho no habrá
prescrito. Porque no es lo mismo un principio de la jurisprudencia, un axioma
de la razón, que un hecho accidental y contingente. La posesión de un hombre
puede prescribir contra la posesión de otro hombre, pero así como el poseedor
no puede ganar la prescripción contra sí mismo, la razón conserva siempre la
facultad de rectificarse y mortificarse: el error presente no la obliga para el
porvenir. La razón es eterna e inmutable; la institución de la propiedad, obra
de la razón ignorante, puede ser derogada por la razón instruida: por tanto, la
propiedad no puede fundarse en la prescripción. Tan sólido y tan cierto es todo
esto, que precisamente en estos mismos fundamentos se halla basada la máxima de
que en materia de prescripción el error de derecho no beneficia a nadie.
Pero faltaría a mi
propósito, y el lector tendría derecho a acusarme de charlatanismo, si no
tuviese más que decir sobre la prescripción. He demostrado anteriormente que la
apropiación de la tierra es ilegal, y que aun suponiendo que no lo fuese, sólo
se conseguiría de ella una cosa, a saber: la igualdad de la propiedad. He
demostrado en segundo lugar que el consentimiento universal no prueba nada en
favor de la propiedad, y que, de probar algo, sería también la igualdad en la
propiedad. Réstame demostrar que la prescripción, si pudiera admitirse,
presupondría también la igualdad en la propiedad.
Según ciertos autores,
la prescripción es una medida de orden público, una restauración, en ciertos
casos, del modo primitivo de adquirir una ficción de la ley civil, la cual
procura atender de este modo a la necesidad de terminar y resolver litigios que
con otro criterio no podrían resolverse. Porque, como dice Grotius, el tiempo
no tiene por sí mismo ninguna virtud efectiva; todo sucede en el tiempo, pero
nada se hace por el tiempo. La prescripción o el derecho de adquirir por el
lapso de tiempo es, por tanto, una ficción de la ley, convencionalmente
admitida.
Pero toda propiedad ha
comenzado necesariamente por la prescripción, o como decían los latinos, por la
usucapion, es decir, por la posesión continua. Y en primer término,
pregunto: ¿cómo pudo la posesión convertirse en propiedad por el lapso de
tiempo? Haced la posesión tan antigua como queráis, acumulad años y siglos, y
no conseguiréis que el tiempo, que por sí mismo no crea nada, no altera nada,
no modifica nada, transforme al usufructuario en propietario. La ley civil, al
reconocer a un poseedor de buena fe el derecho de no poder ser desposeído por
un nuevo poseedor, no hace más que confirmar un derecho ya respetado, y la
prescripción, así entendida, sólo significa que en la posesión, comenzada hace
veinte, treinta o cien años, será mantenido el ocupante. Pero cuando la ley
declara que el lapso de tiempo hace propietario al poseedor, supone que puede
crearse un derecho sin causa que le produzca, altera la calidad del sujeto
inmotivadamente, legisla lo que no se discute, sobrepasa sus atribuciones. El
orden público y la seguridad de los ciudadanos sólo exigen la garantía de la
posesión. ¿Por qué ha creado la ley la propiedad? La prescripción ofrecía una
seguridad en el porvenir. ¿Por qué la ley la ha convertido en privilegio?
El origen de la
prescripción es, pues, idéntico al de la propiedad misma; y puesto que ésta no
puede legitimarse sino bajo la indispensable condición de la igualdad, la
prescripción es asimismo una de las muchas formas con que se ha manifestado la
necesidad de conservar esa preciosa igualdad. Y no es esto una vana inducción,
una consecuencia deducida caprichosamente; la prueba de ello está consignada en
todos los códigos.
En efecto, si todos los
pueblos han reconocido, por instinto de justicia y de conservación, la utilidad
y la necesidad de la prescripción, y si su propósito ha sido velar por ese
medio por los intereses del poseedor, ¿pudieron dejar abandonados los del
ciudadano ausente, obligado a vivir lejos de su familia y de su patria por el
comercio, la guerra o la cautividad, sin posibilidad de ejercer ningún acto de
posesión? No. Por eso al mismo tiempo que la prescripción se sancionaba por las
leyes, se declaraba que la propiedad se conservaba por la simple voluntad. Mas
si la propiedad se conserva por la simple voluntad, si no, puede perderse sino
por acto del propietario, ¿cómo puede alegarse la prescripción? ¿Cómo se atreve
la ley a presumir que el propietario, que por su simple voluntad lo sigue
siendo, ha tenido intención de abandonar lo que ha dejado prescribir,
cualquiera que sea el tiempo que se fije para deducir tal conjetura? ¿Con qué
derecho castiga la ley la ausencia del propietario despojándole de sus bienes?
¿Cómo puede ser esto? Hemos visto antes que la propiedad y la prescripción eran
cosas idénticas, y ahora nos encontramos, sin embargo, con que son conceptos
antitéticos que se destruyen entre sí.
Grotius, que presentía
la dificultad, la resuelve de manera tan singular, que bien merece ser
conocida. «Hay algún hombre -dice- de alma tan poco cristiana que, por una
miseria, quisiera eternizar el pecado de un poseedor, y esto sucedería
infaliblemente si no tuviera por caducado su derecho.» Pues bien; yo soy ese
hombre. Por mi parte ya puede arder un millón de propietarios hasta el día del
juicio; arrojo sobre su conciencia la porción que ellos me han arrebatado de
los bienes de este mundo. A esa poderosa consideración, añade Grotius, la
siguiente: «Es más beneficioso -dice- abandonar un derecho litigioso que
pleitar, turbar la paz de las naciones y atizar el fuego de la guerra civil.»
Acepto, si se quiere, esta razón, en cuanto me indemnice del perjuicio,
permitiéndome vivir tranquilo. Pero si no consigo tal indemnización, ¿qué me
importa a mí, proletario, la tranquilidad y la seguridad de los ricos? Me es
tan indiferente el orden público como el saludo de los propietarios.
Reclamo, pues, que se me permita vivir trabajando, porque si no moriré
combatiendo.
Cualesquiera que sean
las sutilezas que se emplean, la prescripción es una contradicción de la
propiedad, o mejor dicho, la propiedad y la prescripción son dos
manifestaciones de un mismo principio, pero en forma que se contrarrestan
recíprocamente, y no es uno de los menores errores de la jurisprudencia antigua
y moderna haber pretendido armonizarlas.
Después de las primeras
convenciones, después de los ensayos de leyes y de constituciones que fueron la
expresión de las primeras necesidades sociales, la misión de los hombres de ley
debía ser reformar la legislación en lo que tuviese de imperfecta, corregir lo
defectuoso, conciliar, con mejores definiciones, lo que parecía contradictorio.
En vez de esto, se atuvieron al sentido literal de las leyes, contentándose con
el papel servil de comentaristas y glosadores. Tomando por axiomas de lo eterno
y por indefectible verdad las inspiraciones de una razón necesariamente
falible, arrastrados por la opinión general, subyugados por la religión de los
textos, han establecido el principio a imitación de los teólogos, de que es
infaliblemente verdadero lo que es admitido constante y universalmente, como si
una creencia general, pero irreflexivo, probase algo más que la existencia de
un error general. No nos engañemos hasta ese extremo. La opinión de todos los
pueblos puede servir para comprobar la percepción de un hecho, el sentimiento
vago de una ley; pero nada puede enseñamos, ni sobre el hecho ni sobre la ley.
El consentimiento del género humano es una indicación de la Naturaleza; no,
como ha dicho Cicerón, una ley de la Naturaleza. Bajo la apariencia se oculta
la verdad, que la fe puede creer, pero sólo la reflexión puede descubrir. Este
ha sido el objeto dél progreso constante del espíritu humano en todo lo
concerniente a los fenómenos físicos y a las creaciones del genio; ¿para qué
nos servirían si no los actos de nuestra conciencia y las reglas de nuestras
acciones?
EL TRABAJO NO TIENE POR
SI MISMO NINGUNA FACULTAD DE APROPIAClON SOBRE LAS COSAS DE LA NATURALEZA
Vamos a demostrar, por
los propios aforismos de la economía política y del derecho, es decir, por todo
lo más especioso que los defensores de la propiedad pueden oponer:
1º. Que el trabajo no
tiene por sí mismo, sobre las cosas de la Naturaleza, ninguna facultad de
apropiación.
2º. Que aun reconociendo
al trabajo esta facultad, se llega a la igualdad de propiedades, cualesquiera
que sean, por otra parte, la clase del trabajo, la rareza del producto y la
desigualdad de las facultades productivas.
3º. Que en orden a la
justicia, el trabajo destruye la propiedad.
A imitación de nuestros
adversarios, y con objeto de no omitir cosa ninguna, tomamos la cuestión
remontándonos a sus principios todo lo posible.
Dice Ch. Comte en su Tratado
de la propiedad: «Francia, considerada como nación, tiene un territorio que
le es propio.» Francia, como un solo hombre, posee un territorio que explota,
pero no es propietaria de él. Sucede a las naciones lo mismo que a los
individuos entre sí; les corresponde simplemente el uso y el trabajo sobre el
territorio, y sólo por un vicio del lenguaje se les atribuye el dominio del
suelo. El derecho de usar y abusar no pertenece al pueblo ni al hombre. Tiempo
vendrá en que la guerra contra un Estado para reprimir el abuso en la posesión
será una guerra sagrada.
Ch. Comte, que trata de
explicar cómo se forma la propiedad, comienza por suponer que una nación es
propietaria. Cae en el sofisma llamado petición de principio. Desde ese
momento, toda su argumentación carece de solidez.
Sí el lector cree que es
ir demasiado lejos el negar a una nación la propiedad de su territorio, me
limitaré a re¿ordar que del derecho ficticio de propiedad nacional han nacido
en todas las épocas las pretensiones señoriales, los tributos, la servidumbre,
los impuestos de sangre y de dinero, las exacciones en especies, etc., y, por
consecuencia, la negativa a abonar los impuestos, las insurrecciones, la guerra
y la despoblación.
«Existen en ese
territorio grandes extensiones de terreno que no han sido convertidas en
propiedades individuales. Estas tierras, que consisten generalmente en montes,
pertenecen a la masa de la población, y el gobierno que percibe los impuestos
las emplea, o debe emplearlas, en interés común.» Debe emplearlas está bien
dicho: así no hay peligro de mentir.
«Si fueran puestas a la
venta ... » ¿Por qué razón han de venderse? ¿Quién tiene derecho a hacerlo? Aun
cuando la nación fuera propietaria, ¿puede la presente generación desposeer a
la generación de mañana? El pueblo posee a título de usufructo; el gobierno
rige, inspecciona, protege, ejerce la justicia distributivo; si otorga también
concesiones de terreno, sólo puede conceder el uso; no tiene derecho de vender
ni enajenar cosa alguna. No teniendo la cualidad de propietario, ¿cómo ha de
poder transmitir la propiedad?
« ... Si un hombre
industrioso comprase una parte de dichos terrenos, una vasta marisma, por
ejemplo, claro es que nada habría usurpado, puesto que el público recibe su
precio justo por mano de su gobierno, y tan rico es después de la venta como
antes.»
Esto se irrisorio. ¿De
modo que porque un ministro pródigo, impudente o inhábil, venda los
bienes de Estado, sin que yo pueda hacer oposición a la venta (yo, tutelado del
Poder público, yo, que no tengo voto consultivo ni deliberativo en el Consejo
de Estado), dicha venta ha de ser valedera y legal? ¡Los tutores del pueblo
disipan su patrimonio, y no le queda a aquél recurso alguno! «He recibido
-decís- por mano de mi gobierno mi parte en el precio de la venta»: pero es que
yo no he querido vender, y aun cuando lo hubiese querido, no puedo, no tengo
ese derecho. Además, yo no sé si esta venta me beneficia. Mis tutores han
uniformado algunos soldados, han restaurado una antigua ciudadela, han erigido
a su vanidad algún costoso y antiartístico monumento, y quizá han quemado,
además, unos fuegos artificiales y engrasado algunas cucañas. ¿Y qué es todo
esto en comparación con lo que he perdido?
El comprador del Estado
cerca su finca, se encierra en ella, y dice: «Esto es mío, cada uno en su
¿--asa y Dios en la de todos.» Desde entonces, en ese espacio de terreno nadie
tiene derecho de poner el pie, a no ser el propietario y sus servidores. Que
estas ventas aumenten, y bien pronto el pueblo, que no ha podido ni querido
vender, no tendrá dónde descansar, ni con qué abrigarse, ni con qué recolectar.
Irá a morir de hambre a la puerta del propietario, en el lindero de esa
propiedad que era todo su patrimonio; y el propietario, al verle expirar, le
dirá: «¡Así mueren los holgazanes y los canallas!»
Para que se acepte de
buen grado la usurpación del propietario, Ch. Comte intenta despreciar el valor
de las tierras en el momento de la venta.
«Es preciso, dice, no
exagerar la importancia de esas usurpaciones; se debe apreciarlas por el número
de hombres que vivían a costa de las tierras ocupadas y por los medios de
subsistencia que éstas les suministraban. Es evidente, por ejemplo, que si la
tierra que hoy vale 1.000 francos no valía más que cinco céntimos cuando fue
usurpada, en realidad el perjuicio debe apreciarse en cinco céntimos. Una legua
cuadrada de tierra apenas bastaba para la vida miserable de un salvaje; hoy, en
cambio, asegura los medios de existencia a mil personas. Noventa y nueve partes
de esa extensión son propiedad legítima de sus poseedores; la usurpación se
reduce a una milésima de su valor actual.»
Un labriego se acusaba
en confesión de haber roto un documento en el que reconocía deber cien escudos.
El confesor decía: «Es preciso devolver esos cien escudos.» «Eso no -respondió
el labriego-; sólo debo restituir dos cuartos que valía la hoja de papel en que
constaba la deuda.»
El razonamiento de Ch.
Comte se parece a la buena fe del labriego. El suelo no tiene solamente un
valor iniegrante y actual, sino también un valor de potencia y de futuro, cuyo
valor depende de nuestra habilidad para mejorarle y cultivarle. Destruid una
letra de cambio, un título de la Deuda pública; considerando solamente el valor
del papel, destruís un valor insignificante; pero al romper el papel
inutilizáis vuestro título, y al perder vuestro título os despo.áis de vuestro
bien. Destruid la tierra, o lo que es lo mismo para vosotros, venderla: no
solamente enajenáis una, dos o varias cosechas, sino que renunciáis a todos los
productos que de ella hubierais podido obtener, y que luego obtendrían vuestros
hijos y vuestros nietos.
Decir que la propiedad
es hija del trabajo y otorgar desp.uéá al trabajo una propiedad como medio de
ejercitarle es, si no me engaño, formar un círculo vicioso. Las contradicciones
no tardarán en presentarse.
«Un espacio de tierra
determinado sólo puede producir alimentos para el consumo de un hombre durante
un día; si el poseedor, por su trabajo, encuentra medio de que produzca para
dos días, duplica su valor. Este valor nuevo es obra suya, no perjudica a
nadie, es su propiedad.»
Sostengo a mi vez que el
poseedor encuentra el pago de su trabajo y de su industria en esa doble
producción, pero no adquiere ningún derecho sobre el suelo. Apruebo que el
trabajador haga suyos los frutos; pero no comprendo cómo la propiedad de éstos
puede implicar la de la tierra. El pescador que desde la orilla del río tiene
la habilidad de coger más cantidad de peces que sus compañeros, ¿se convertirá,
por esa circunstancia, en propietario de los parajes en que ha pescado? ¿La
destreza de un cazador, ha sido nunca considerada como título de propiedad
sobre toda la caza de un monte? La comparación es perfecta: el cultivador
diligente encuentra en una cosecha abundante y de calidad excelente la
recompensa de su industria; si mejoró el suelo, tendrá derecho a una
preferencia como poseedor, pero de ningún modo podrá aceptarse su habilidad
para el cultivo como un título a la propiedad del suelo que labra.
Para transformar la
posesión en propiedad, sin que el hombre cese de ser propietario cuando cese de
ser trabajador, es necesario algo más que el trabajo; pero lo que constituye la
propiedad, según la ley, es la posesión inmemorial, pacífica; en una palabra,
la prescripción; el trabajo no es más que el signo sensible, el acto material
por el cual se manifiesta la posesión. Por tanto, si el cultivador sigue siendo
propietario aun después de trabajar y producir por sí mismo; si su posesión, al
principio concedida y luego tolerada, llega al fin a ser inalienable, es esto
al amparo de la ley civil y por el principio de ocupación. Esto es tan cierto,
que no hay contrato de venta ni de arrendamiento, ni de constitución de renta,
que no lo presuponga. Acudiré, para demostrarlo, a un ejemplo.
¿Cómo se valúa un
inmueble? Por su producto. Si una tierra produce 1.000 francos, se calcula que,
al 5 por 100, vale 20.000; al 6 por 100, 25.000, etc.; esto significa, en otros
términos, que pasados veinte o veinticinco años, el adquirente se habrá
reintegrado del precio de esa tierra. Por tanto, si después de un lapso de
tiempo está íntegramente pagado el precio de un inmueble, ¿por qué razón el adquirente
sigue siendo propietario? Sencillamente en virtud del derecho de ocupación, sin
el cual toda venta sería una retroventa.
El sistema de la
apropiación por el trabajo está, pues, en contradición con el Código, y cuando
los partidarios de este sistema intentan servirse de él para explicar las
leyes, incurren en contradición con ellas mismas.
«Si los hombres llegan a
fertilizar una tierra improductíva o perjudicial, como algunos pantanos, crean
al hacerlo una propiedad integral.»
¿Para qué exagerar la
expresión y jugar a los equívocos, como si se pretendiera alterar el concepto?
Al afirmar que crean una propiedad completa, queréis decir que crean una
capacidad productiva que antes no existía. Pero esa capacidad no puede crearse
sino mediando la materia que la produce. La substancia del suelo sigue siendo
la misma; lo único que ha sufrido alteración son sus cualidades. El hombre todo
lo ha creado, menos la materia misma. Y respecto a esta materia, sostengo que
no puede tenerse más que la posesión y el uso, con la condición permanente del
trabajo, por el cual únicamente se adquiere la propiedad de los frutos.
Está pues, resuelto el
primer punto: la propiedad del producto, aun cuando sea concedida, no supone la
propiedad del medio; no creo que esto necesite demostración más amplia. Hay
completa identidad entre el soldado poseedor de sus armas, el albañil poseedor
de los materiales que se le confían, el pescador poseedor de las aguas, el
cazador poseedor de las campos y los montes y el cultivador poseedor de la tierra.
Todos ellos son, si se quiere, propietarios de los productos, pero ninguno es
propietario de sus instrumentos. El derecho al producto es indivdual,
exclusivo; el derecho al instrumento, al medio, es común.
Aceptemos, sin embargo,
la hipótesis de que el trabajo confiere un derecho de propiedad sobre la cosa.
¿Por qué no es universal este principio? ¿Por qué el beneficio de esta
pretendida ley se otorga a un pequeño número de hombres y se niega a la
multitud de trabajadores? A un filósofo que sostenía que todos los animales
habían nacido primitivamente de la tierra, fecundizada por los rayos del sol,
del mismo modo qUe los hongos, se le preguntaba en cierta ocasión por qué la
tierra no seguía produciendo de la misma manera. A lo que él respondió: «Porque
ya es vieja y ha perdido su fecundidad.» ¿El trabajo, en otro tiempo tan
fecundo, habrá llegado también a ser estéril? ¿Por qué el arrendatarío no
adquiere ya por el trabajo esa misma tierra que el trabajo transmitió ayer al
propietario?
Dícese que porque ya
está apropiada. Esto no es contestar. La aptitud y el trabajo del arrendatario
elevan el producto de la tierraal doble; este exceso es creación del
arrendatario. Supongamos que el dueño, por rara moderación, no se apropia esa
nueva utilidad aumentando el precio del arriendo, y deja al cultivador el
disfrute de su obra; pues aun así, no se da satisfacción a la justicia. El
arrendatario, al mejorar el suelo, ha creado un nuevo valor en la propiedad, luego
tiene derecho a una participación en ella. Si la tierra valía en un principio
190.000 francos, y por el trabajo del arrendatario llega a valer 150.000, el
productor es ,propietario legítimo de la tercera parte de la tierra. Ch. Comte
no hubiera p¿ídido objetar nada contra esta doctrina, porque él mismo ha dicho:
«Los hombres que dan a la tierra mayores condiciones de fertilidad prestan
tanta utilidad a sus semejantes como si creasen una nueva.»
¿Por qué razón esa regla
no es aplicable lo mismo al que mejora las condiciones de una tierra que al que
la ha roturado? Por el trabajo del primer trabajador la tierra vale 1; por el
del segundo, vale 2; por parte de uno y otro se ha creado un valor igual: ¿por
qué no reconocer a ambos igualdad en su propiedad? A menos que se invoque otra
vez el derecho del primer ocupante, desafío a que se oponga a mi criterio
ningún argumento eficaz.
Pero se me dirá: «De
aceptar vuestra doctrina se llegaría a una mayor división de propiedad. Las
tierras no aumentan indefinidamente de valor; a los dos o tres cultivos llegan
al máximo de su fecundidad. Lo que la agronomía mejora, es consecuencia del
progreso y difusión de las ciencias más que de la habilidad de los labradores.
Así, pues, el hecho de que algunos trabajadores entrasen en la masa de
propietarios ningún argumento ofrecería contra la propiedad.»
Sería, en efecto,
obtener en esta discusión un resultado muy desfavorable, si nuestros esfuerzos
no lograsen más que ampliar el privilegio del suelo y el monopolio de la
industria, emancipando algunos centenares de trabajadores con olvido de
millones de proletarios. Pero esto sería interpretar muy torpemente nuestro
pensamiento y dar escasas pruebas de inteligencia y de lógica.
Si el trabajador que
multiplica el valor de la cosa tiene derecho a la propiedad, quien mantiene ese
valor tiene el mismo derecho. Porque para mantenerlo es preciso aumentar
incesantemente, crear de modo continuo. Para cultivar hay que dar al suelo su
valor anual; y sólo mediante una creación de valor, renovada todos los años, se
consigue que la tierra no se deprecie ni se inutilice. Admitiendo, pues, la
propiedad como racional y legítima, admitiendo el arriendo como equitativo y
justo, afirmo que quien cultiva la tierra adquiere su propiedad con el mismo título
que quien la rotura y quien la mejora, y que cada vez que un arrendatario paga
la renta, obtiene sobre el campo confiado a sus cuidados una fracción de
propiedad cuyo denominador es igual a la cuantía de esa renta. Salid de ahí y
caeréis irremisiblemente en lo arbitrario y en la tiranía; reconoceréis los
privilegios de casta; sancionaréis la servidumbre.
Quien trabaja se
convierte en propietario. Este hecho no puede negarse, con arreglo a los
principios actuales de la economía política y del derecho. Y al decir
proletario, no entiendo solamente, como nuestros hipócritas economistas,
propietario de sus sueldos, de sus jornales, de su retribución, sino que quiero
decir propietario del valor que crea, el cual sólo redunda en provecho del
dueño.
Como todo esto se
relaciona con la teoría de los salarios y de la distribución de los productos,
y esta materia no ha sido aún razonablemente esclarecida, me permite insistir
en ello; esta discusión no será del todo inútil a mi causa. Muchas gentes
hablan de que se conceda a los obreros una participación en los productos y en
los beneficios, pero esta participación que se reclama para ellos es pura
caridad, simple favor. Jamás se ha demostrado, y nadie lo ha supuesto, que sea
un derecho natural, necesario, inherente al trabajo, inseparable de la cualidad
de productor hasta en el último de los operarios.
He aquí mi proposición: El
trabajador conserva, aun después de haber recibido su salario, un derecho
natural de propiedad sobre la cosa que ha producido.
Y continúo citando a
Comte: «Los obreros están dedicados, por ejemplo, a desecar un pantano, a
arrancar los árboles y las nialezas, en una palabra, a preparar el cultivo del
terreno, es indudable que al hacerlo aumentan su valor, crean una propiedad más
considerable; pero el valor que adicionan al terreno les es pagado con los
alimentos que reciben y con el precio de sus jornadas: el terreno sigue siendo,
pues, propiedad del capitalista.»
Este precio no basta. El
trabajo de los obreros ha creado un valor; luego este valor es propiedad de
ellos. Y como no han vendido ni permutado, el capitalista no ha podido
adquirirlo. Nada más justo que el capitalista tenga un derecho parcial sobre el
todo por los suministros que ha facilitado. Ha contribuido con ellos a la
producción y debe tener parte en su disfrute. Pero su derecho no destruye el de
los obreros, que han sido sus compañeros en la obra de la produción. ¿A qué
hablar de salarios? El dinero invertido en jornales para los obreros apenas
equivale a unos cuantos años de la posesión perpetua que ellos abandonan. El
salario es el gasto necesario que exige el sostenimiento diario del trabajador.
Es un grave error ver en él el precio de una venta. El obrero nada ha vendido;
no conoce su derecho, ni el alcance de la cesión que hace al capitalista, ni el
espíritu del contrato que se pretende haber otorgado con él. Por su parte,
ignorancia completa; por la del capitalista, error e imprevisión, en el caso
que no sea dolo y fraude.
Hagamos ver todo esto
con más claridad y de modo más gráfico por medio de un ejemplo. Nadie ignora
cuántas dificultades existen para convertir una tierra inculta en tierra
laborable y productiva. Son tales, que la mayor parte de las veces un hombre
solo moriría antes de haber podido poner el terreno en situación de procurar el
menor fruto. Sé necesitan para ello los esfuerzos reunidos y combinados de la
sociedad y todos los medios de la industria.
Supongamos que una
colonia de 20 ó 30 familias se establece en un territorio salvaje e inculto, el
cual consienten los indígenas en abandonar por arreglo amistoso. Cada uno de
esas familias dispone de un capital pequeño, pero suficiente: animales,
semillas, útiles, algún dinero y víveres. Dividido el territorio, cada cual se
acomoda como puede y comienza a desbrozar el lote que le ha correspondido. Pero
después de algunas semanas de fatigas extraordinarias, de penas increíbles y
trabajos ruinosos y casi sin resultado, los colonizadores comienzan a quejarse
del oficio; la condición les parece dura y maldicen su triste existencia. Un
día, uno de los más listos mata un cerdo, sala una parte de él, y resuelto a
sacrificar el resto de sus provisiones, va a buscar a sus compañeros de
miseria. «Amigos -les dice con afectuoso acento-, ¡cuánto sufrís trabajando sin
fruto y viviendo de mala manera! ¡Quince días de trabajo os han reducido al
último extremo!... Celebremos un pacto que será en todo beneficioso para
vosotros: os daré la comida y el vino; ganaréis, además, tanto por día;
trabajaremos juntos, y ya veréis amigos míos, como estamos todos contentos.»
¿Puede creerse que hay
estómagos necesitados capaces de resistir a semejante oferta? Los más
hambrientos siguen al que formula la proposición, y ponen manos a la obra; el
atractivo de la sociedad, la emulación, la alegría, el mutuo auxilio,
multiplican las fuerzas; el trabajo avanza visiblemente; se vence a la
Naturaleza entre alegres cantos y francas risas; en poco tiempo el suelo está
transformado; la tierra, esponjada, sólo espera la semilla. Hecho esto, el
propietario paga a sus obreros, que se marchan agradecidos recordando los días
felices que pasaron a su lado. Otros siguen este ejemplo, siempre con el mismo
éxito, y una vez obtenido, los auxiliaresse dispersan, volviendo cada uno a su
cabaña. Sienten entonces estos últimos la necesidad de vivir: Mientras
trabajaban para el vecino, no trabajaban para sí, y ocupados en el cultivo
ajeno, no han sembrado ni cosechado nada propio durante un año. Contaron con
que al arrendar su esfuerzo personal sólo podían obtener beneficio, puesto que
ahorrarían sus provisiones, y viviendo mejor, conservarían aún su dinero.
¡Falso cálculo! Crearon para otro un instrumento de producción, pero nada
crearon para ellos. Las dificultades de la roturación siguen siendo las mismas,
sus ropas se han deteriorado, sus provisiones están a punto de agotarse, pronto
su bolsa quedará vacía en beneficio del particular para quien trabajaron,
puesto que sólo él ha comenzado el cultivo. Poco tiempo después cuando el pobre
bracero está falto de recursos, el favorecido, semejante al ogro de la fábula,
que huele de lejos su víctima, le brinda un pedazo de pan. Al uno le ofrece
ocuparle en sus trabajos, al otro comprarle mediante buen precio un pedazo de
ese terreno perdido, del que ningún producto puede obtener; es decir, hace
explotar por su cuenta el campo del uno por el otro. Al cabo de veinte años, de
treinta individuos que primitivamente eran iguales en fortuna, cinco o seis han
llegado a ser propietarios de todo el territorio, mientras los demás han sido
desposeídos filantrópicamente.
En este siglo de
moralidad burguesa en que he tenido la dicha de nacer, el sentido moral está de
tal modo debilitado, que -nada me extraña que muchos honrados propietarios me
preguntasen por qué encuentro todo esto injusto e ¡legítimo. Almas de cieno,
cadáveres galvanizados, ¿cómo esperar convenceros si no queréis ver la
evidencia de ese robo en acción? Un hombre, con atractivas e insinuantes
palabras, halla el secreto de hacer contribuir a los demás a establecer su
industria. Después, una vez enriquecido por el común esfuerzo, rehusa procurar
el bienestar de aquellos que hicieron su fortuna en las mismas condiciones que
él tuvo a bien señalar. ¿Y aún preguntáis qué tiene de fraudulenta semejante
conducta? Con el pretexto de que ha pagado a sus obreros, de que nada les debe,
de que no tiene por qué ponerse al servicio de otro abandonando sus propias
ocupaciones, rehusa auxiliar a los demás en el cultivo de igual modo que ellos
le ayudaron a él. Y cuando en la impotencia de su aislamiento estos
trabajadores se ven en la necesidad de reducir a dinero su participación
territorial, el propietario, ingrato y falaz, se encuentra dispuesto a consumar
su expoliación y su ruina. ¡Y halláis esto justo! Disimulad mejor vuestra
impresión, porque leo en vuestras miradas el reproche de una conciencia
culpable más que la estúpida sorpresa de una involuntario ignorancia.
El capitalista, se dice,
ha pagado los jornales a sus obreros. Para hablar con exactitud, había
que decir que el capitalista había pagado tantos jornales como obreros ha
empleado diariamente, lo cual no es lo mismo. Porque esa fuerza inmensa que
resulta de la convergencia y de la simultaneidad de los esfuerzos de los
trabajadores no la ha pagado. Doscientos operarios han levantado en unas cuantas
horas el obelisco de Lupsor sobre su base. ¿Cabe imaginar que lo hubiera hecho
un solo hombre en doscientos días? Pero según la cuenta del capitalista, el
importe de los salarios hubiese sido el mismo. Pues bien; cultivar un erial,
edificar una casa, explotar una manufactura, es erigir un obelisco, es cambiar
de sitio una montaña. La más pequeña fortuna, la más reducida explotación, el
planteamiento de la más insignificante industria, exige un concurso de trabajos
y de aptitudes tan diversas que el hombre aislado no podría suplir jamás. Es
muy extraño que los economistas no lo hayan observado. Hagamos, pues, el examen
de lo que el capitalista ha recibido y de lo que ha pagado.
Necesita el trabajador
un salario que le permita vivir mientras trabaja, porque sólo produce a
condición de un determinado consumo. Quien ocupe a un hombre le debe, pues,
alimento y demás gastos de conservación o un salario equivalente. Esto es lo
primero que hay que satisfacer en toda producción. Concedo por el momento que
el capitalista cumpla debidamente con esta obligación.
Es preciso que el
trabajador, además de su subsistencia actual, encuentre en su producción una
garantía de su subsistencia futura, so pena de ver agotarse la fuente de todo
producto y de que se anule su capacidad productiva. En otros términos, es
preciso que el trabajo por realizar renazca perpetuamente del trabajo
realizado; tal es la ley universal de reproducción. Por esta misma ley, el
cultivador propietario halla: 1º. En sus cosechas, el medio no sólo de vivir él
y su familia, sino de entretener y aumentar su capital, de mantener sus ganados
y, en una palabra, de trabajar más y de reproducir siempre. 2º. En la propiedad
de un instrumento productivo, la garantía permanente de un fondo de explotación
y de trabajo.
¿Cuál es el fondo de
explotación del que arrienda sus servicios? La necesidad que el propietario
tiene de ellos y su voluntad, gratuitamente supuesta, de dar ocupación al
obrero. De igual modo que en otro tiempo el colono tenía el campo por la munificencia
del señor, hoy debe el obrero su trabajo a la benevolencia y a las necesidades
el propietario; es lo que se llama un poseedor a título precario. Pero esta
condición precaria es una, injusticia, porque implica una desigualdad en la
remuneración. El salario del trabajador no excede nunca de su consumo
ordinario, y no le asegura el salario del mañana, mientras que el capitalista
halla en el instrumento producido por el trabajador un elemento de
independencia y de seguridad para el porvenir.
Este fermento
reproductor, este germen eterno de vida, esta preparación de un fondo y de
instrumentos de producción, es lo que el capitalista debe al productor, y lo
que no le paga jamás, y esta detentación fraudulenta es la causa de la
indigencia del trabajador, del lujo del ocioso y de la desigualdad de
condiciones. En esto consiste, especialmente, lo que tan propiamente se ha
llamado explotación del hombre por el hombre.
Una de tres: o el
trabajador tiene parte en la cosa que ha producido, deducción hecha de todos
los salarios, o el dueño devuelve al trabajador otros tantos servicios
productivos, o se obliga a proporcionarle siempre trabajo. Distribución del
producto, reciprocidad de servicios o garantía de un trabajo perpetuo: el
capitalista no puede escapar a estas alternativas. Pero es evidente que no
puede acceder a la segunda ni a la tercera de estas condiciones; no puede
ponerse al servicio de los millones de obreros que directa o indirectamente han
procurado su fortuna, ni dar a todos un trabajo constante. No queda más
solución que el reparto de la propiedad. Pero si la propiedad se distribuyese,
todas las condiciones serían iguales, y no habría ni grandes capitalistas ni
grandes propietarios.
Divide et impera: divide y vencerás; divide y llegarás a ser rico;
divide y engañarás a los hombres, y seducirás su razón, y te burlarás de la
justicia. Aislad a los trabajaclores, separa,dlos uno de otro, y es posible que
el jornal de cada uno exceda del valor de su producción individual; pero no es
esto de lo que se trata. El esfuerzo de mil hombres actuando durante veinte
días se ha pagado igual que el de uno solo durante cincuenta y cinco años; pero
este esfuerzo de mil ha hecho en veinte días lo que el esfuerzo de uno solo,
durante un millón de siglos, no lograría hacer. ¿Es equitativo el trato? Hay
que insistir en la negativa una vez más. Cuando habéis pagado todas las fuerzas
individuales, dejáis de pagar la fuerza colectiva; por consiguiente, siempre
existe un derecho de propiedad colectiva que no habéis adquirido y que
defienden injustamente.
Voy a suponer que un
salario de veinte días baste a esa multitud para alimentarse, alojarse y
vestirse durante igual tiempo. Cuando una vez expirado ese término cese el
trabajo, ¿qué puede quedar a esos hombres, si a medida que han creado han ido
abandonando sus obras a los propietarios? Mientras el capitalista, bien
asegurado, merced al concurso de todos los trabajadores, vive tranquilo sin
temor de que le falte el pan ni el trabajo, el obrero sólo puede contar con la
benevolencia de ese mismo propietario, al que ha vendido y esclavizado su
libertad. Por tanto, si el propietario, fundándose en su sobra de producción y
alegando su derecho, no quiere dar trabajo al obrero, ¿de qué va a vivir éste?
Habrá preparado un excelente terreno y no lo sembrará; habrá construido una
casa confortable y magnífica y no la habitará; habrá producido de todo y no
distrútará de nada.
Caminamos por el trabajo
hacia la igualdad. Cada paso que damos nos aproxima más a ella, y si la fuerza,
la diligencia, la industria de los trabajadores fuesen iguales, es evidente
quelas fortunas lo serían también. Si como se pretende, y yo creo haber
demostrado, el trabajador es propietario del valor que crea, se deduce:
1º. Que el trabajador
adquiere a expensas del propietario ocioso. 2º. Que siendo toda producción
necesariamente colectiva, el obrero tiene derecho, en proporción de su trabajo,
a una participación en los productos y en los beneficios. 3º. Que siendo una
verdadera propiedad social todo capital acumulado, nadie puede tener sobre él
una propiedad exclusiva.
Estas consecuencias son
irrebatibles. Sólo ellas bastarían para trastocar toda nuestra economía y
cambiar nuestras instituciones y nuestras leyes. ¿Por qué los mismos que
establecieron el principio rehusan, sin embargo, aceptar sus consecuencias?
¿Por qué los Say, los Comte, los Hennequin y otros, después de haber dicho que
la propiedad es efecto del trabajo, tratan a continuación de inmovilizarla por
la ocupación y la prescripción?
Pero abandonemos estos
sofistas a sus contradicciones y a su ceguedad. El buen sentido del pueblo hará
justicia a sus equívocos. Apresurémonos a ilustrarle y a enseñar el camino. La
igualdad se acerca; estamos ya a muy corta distancia de ella y no tardaremos en
franquearla.
Cuando los saintsimonianos,
los fourieristas, y en general todos los que en nuestros días se ocupan de
economía social y de reforma, inscriben en su............ A CADA UNO SEGÚN SU
CAPACIDAD, A CADA CAPACIDAD SEGÚN SUS OBRAS (Saint-Simón), A CADA UNO SEGÚN SU
CAPITAL, SU TRABAJO Y SU CAPACIDAD (Fourier), entienden, aunque no lo expresen
de un modo terminante, que los productos de la Naturaleza, fecundada por el
trabajo y por la industria, son una recompensa, un premio, concedidos a toda
clase de preeminencias y superioridades. Consideran que la tierra es un inmenso
campo de lucha, en el cual la victoria se alcanza no tanto por el manejo de la
espada, o por la violencia y la traición, como por la riqueza adquirida, por la
ciencia, por el talento, por la virtud misma. En una palabra, entienden, y con
ellos todo el mundo, que a la mayor capaciad se debe la más alta retribución, y
sirviéndose del estilo comercial, que tiene la ventaja de ser exacto, que los
beneficios deben ser proporcionados a las obras y a las capacidades.
Los discípulos de los
supuestos reformadores no pueden negar que tal es su pensamiento, porque si lo
intentasen se pondrían en contradicción con sus textos oficiales y romperían la
unidad de sus sistemas.
A cada uno según su
capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capital, su
trabajo y su talento.
Después de la muerte de
Saint Simón y del silencio de Fourier, ninguno de sus numerosos adeptos ha
intentado dar al público una demostración científica de esta gran máxima; y me
atrevo a apostar ciento contra uno a que ningún fourierista sospecha
siquiera que ese aforismo biforme es susceptible de dos interpretaciones
diferentes.
A cada uno según su
capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capital, su
trabajo y su talento.
Esta proposición,
pretencioso y vulgar, tomada, como suele decirse, in sensu obvio, es
falsa, absurda, injusta, contradictoria, hostil a la libertad, fautora de
tiranía, antisocial, y ha sido concebida necesariamente bajo la influencia
categórica del prejuicio capitalista.
Desde luego, hay que
eliminar el capital como elemento de la retribución que se reclama. Los fourieristas,
según he podido apreciar estudiando algunas de sus obras, niegan el derecho
de ocupación y no reconocen mas principio de propiedad que el trabajo. Sentada
esta premisa, hubieran comprendido, si fuesen lógicos, que un capital sólo
produce a su propietario en virtud del derecho de ocupación, y, por
consiguiente, que tal producción es ilegítima. En efecto, si el trabajo es el
único fundamento de la propiedad, dejo de ser propietario de mi campo en cuanto
haya un arrendatario que lo explote, aunque me abone la renta. Lo he demostrado
ya hasta la saciedad. Esto núsmo sucede con todos los capitales, porque emplear
un capital en una empresa es, con arteglo a estricto derecho, cambiar ese
capital por una suma equivalente de productos. No entraré en tal discusión, por
demás inútil en este lugar, por proponerme tratar a fondo en el capítulo
siguiente de lo que se llama la producción de un capital.
El capital, pues, es
susceptible de cambio; pero no puede ser, en ningún caso, fuente de utilidades.
Quedan simplemente el trabajo y el talento, o como dice Saint
Simón, las obras y las capacidades. Voy a examinar ambos
elementos uno tras otro.
¿Deben ser las
utilidades proporcionadas al trabajo? En otros términos, ¿es justo que quien
más haga más gane? Ruego al lector que ponga en este punto toda su atención.
Para resolver de una vez
el problema, basta enunciar la cuestión en esta forma: ¿es el trabajo una
condición o una guerra? La respuesta no parece dudosa. Dios dijo al
hombre: ganarás el pan con el sudor de tu rostro, es decir, tú mismo
producirás tu pan; trabajarás con esfuerzo mayor o menor, según sepas dirigir y
combinar tus facultades. Dios no ha dicho: disputarás el pan a tu prójimo,
sino: trabajarás a su lado y juntos viviréis en paz. Fijemos el sentido de esta
ley, cuya extremada sencillez puede prestarse al equívoco.
Preciso es distinguir en
el trabajo dos cosas: la asociación y la materia exportable. Los
trabajadores, en cuanto están asociados, son iguales, e implica una
contradicción el que a uno se le pague mas que a otro, porque no pudiendo
pagarse el producto de un trabajador sino con el producto de otro trabajador,
si ambos productos son desiguales, el exceso, o sea, la diferencia del mayor al
menor, no es adquirido por la sociedad, y, por consiguiente, no habiendo
cambio, en nada afecta esta diferencia a la igualdad de los salarios.
Resultará, si se quiere, una igualdad natural para el trabajador más fuerte,
pero una desigualdad social en cuanto no hay para nadie perjuicio de su fuerza
ni de su energía productiva. En una palabra, la sociedad sólo cambia productos
iguales, es decir, paga únicamente los trabajos realizados en su beneficio; por
consiguiente, retribuye lo mismo a todos los trabajadores. Que uno pueda
producir más que otro fuera de la sociedad importa tanto a ésta como la
diferencia del tono de su voz y la del color de su pelo.
Quizá parezca que acabo
de establecer yo mismo el principio de la desigualdad: todo lo contrario.
Siendo la suma de los trabajos realizados para la sociedad tanto mayor cuanto
más numerosos son los trabajadores y cuanto más limitada esté la labor de cada
uno, síguese de ahí que la desigualdad natural se neutraliza a medida que la
asociación se extiende, produciéndose socialmente una mayor cantidad de
productos. De manera que en la sociedad lo único que podría mantener la
desigualdad.del trabajo es el derecho de ocupación, el derecho de propiedad.
Supongamos que esta
labor social diaria, ya consista en sembrar, cavar:, segar, etc., es de dos
decámetros cuadrados, y que el término medio de tiempo necesario para
realizarla es de siete horas. Algún trabajador la terminará en seis, otro en
ocho, la mayor parte empleará siete; pero con tal que cada uno preste la
cantidad de trabajo exigido, cualquiera que sea el tiempo que emplee, tendrá
derecho a la igualdad de salario.
El trabajador capaz de
hacer su labor en seis horas, ¿tendrá derecho, bajo pretexto de su mayor fuerza
y de su superior aptitud, a usurpar la tarea al trabajador menos hábil, y de
arrebatarle así el trabaio y el pan? ¿Quién se atreverá a sostenerlo? Quien
acabe antes que los otros podrá descansar, si quiere; podrá entregarse, para
entretener sus fuerzas y cultivar su espíritu, a ejercicios Y trabajos útiles,
pero deberá abstenerse de prestar sus servicios a los débiles con miras
interesadas. El vigor, el genio, la actividad y todas las ventajas personales
que esas circunstancias originan, son obra de la Naturaleza y hasta cierto
punto del individuo. La sociedad hace de ellas el aprecio que merecen, pero la
retribución debe ser proporcionada no a lo que puedan hacer, sino a lo que produzcan.
El producto de cada uno está limitado por el derecho de todos.
Aun en el caso de que la
extensión del suelo fuese infinita y la cantidad de materias de explotación
inagotable, tampoco se podría practicar la máxima de a cada uno según su trabajo.
¿Por qué? Porque aun en tal supuesto la sociedad, cualquiera que sea el número
de los individuos que la componen, sólo puede dar a todos el mismo salario,
puesto que les paga con sus propios productos. Lo que sí ocurriría es que no
habiendo posibilidad de impedir a los más vigorosos el ejercicio de su
actividad, serían mayores, aun dentro de la igualdad social, los inconvenientes
de la desigualdad natural. Pero la tierra, teniendo en cuenta la fuerza
productiva de sus habitantes y de su progresiva multiplicación, es muy
limitada, Por otra parte, el trabajo social es fácil de realizar en razón a la
inmensa variedad de productos y a la extremada división del trabajo. Pues bien:
la limitación de la producción y al propio tiempo la facilidad de producir,
impoilen la ley de igualdad absoluta.
La vida es, en efecto,
un combate; pero no del hombre contra el hombre, sino del hombre contra la
Naturaleza, y cada uno de nosotros debe arriesgarse en él. Si en la lucha
acudeel fuerte en socorro del débil, su esfuerzo merecerá aplausos y amor, pero
tal auxilio debe ser libremente prestado, no exigido por la fuerza ni puesto a
precio. Para todos el camino es el mismo, ni demasiado largo ni demasiado
difícil; quien le sigue encuentra su recompensa a su terminación; pero no es necesario,
no es indispensable llegar el primero.
En la imprenta, donde
los trabajadores están de ordinario atendiendo a su ocupación respectiva, el
obrero cajista recibe un tanto por cada millar de letras compuestas, el obrero
maquinista un tanto por igual cantidad de pliegos impresos. En ese oficio, como
en todos, se observan las desigualdades del talento y de la habilidad. Cada
cual es libre de desarrollar su actividad y de ejercitar sus facultades: quien
más hace más gana; quien hace menos gana menos. Si el trabajo disminuye,
cajistas y maquinistas se lo distribuyen equitativamente. Quien pretenda
acapararlo todo es rechazado como si se tratara de un ladrón o de un negrero.
Hay en esta conducta de
los tipógrados una filosofía que no alcanzan a comprender economistas ni
junsperitos. Si nuestros legisladores hubieran inspirado sus códigos en el
principio de justicia distributivo que se practica en las imprentas, si
hubieran observado los instintos populares, no para imitarlos servilmente, sino
para reformarlos y generalizarlos, hace tiempo que la libertad y la igualdad
estarían aseguradas sobre bases indestructibles y no se discutiría más acerca
del derecho de propiedad y de la necesidad de las diferencias sociales.
Se ha calculado que si
el trabajo estuviera repartido entre el número de individuos útiles, la
duración media de la labor diaria no excedería en Francia de cinco horas. ¿Y
hay quien se atreva a hablar de esto, de la desigualdad de los trabajadores? El
principio de a cada uno según su trabajo, interpretado en el sentido de quien
más trabaje más debe recibir, supone, por tanto, dos hechos evidentemente
falsos; el uno de economía, a saber: que en un trabajo social las labores
pueden ser desiguales; el segundo de física, a saber: que la cuantía de la producción
es ilimitada.
Pero se dirá: ¿y si
alguno no quisiera hacer más que la mitad de su trabajo? ¿Cómo resolver tal
dificultad? La mitad del salario habría de bastarle, y estando retribuido según
el trabajo realizado, ¿de qué podría quejarse? ¿Qué perjuicio causaría a los
demás? En este sentido sería justo aplicar el proverbio a cada uno según sus
obras; es la ley de la igualdad misma.
Por lo demás, pueden
presentarse numerosas dificultades, todas ellas relativas a la policía y
organización de la industria. Para resolverlas no hay norma más segura que
aplicar el principio de igualdad. Así, podría preguntarse, tratándose de un
trabajo que no pudiese demorarse sin peligro de la producción: ¿debe tolerar la
sociedad la negligencia de algunos, y por respeto al derecho al trabaio deiar
de realizar por sí misma el producto que necesitas Eneste caso, ¿a quién
pertenecerá el salario? A la sociedad mediante haber realizado el trabajo, ya
por sí misma, ya por delegación, pero siempre de forma que la igualdad general
no sea violada y que únicamente el perezoso sufra las consecuencias de su
holgazanería. Además, si la sociedad no puede emplear una severidad excesiva
con los perezosos, tiene derecho, en interés de su propia existencia, a
corregir los abusos.
Serán precisos -se dirá-
en todas las industrias directores, maestros, vigilantes, etc. ¿Estarán éstos
obligados a realizar el trabajo? No, porque su trabajo consiste en dirigir, en
enseñar y en vigilar. Pero deben ser elegidos entre los trabajadores por los
trabajadores mismos y cumplir las condiciones de sus cargos. Es esto comparable
a toda función pública, ya de administración, ya de enseñanza.
Formularíamos, pues, el
artículo primero del reglamento universal en estos términos: La cuantía
limitada de la materia explotable demuestra la necesidad de dividir el trabajo
por el número de trabajadores. La capacidad que todos tienen para realizar una
labor social útil, es decir, una labor igual, y la imposibilidad de pagar a un
trabajador de otro modo que con el producto de otro trabajador, justifican la
igualdad en la retribución.
Se objeta lo siguiente,
y esta objeción constituye la segunda parte del adagio saintsimoniano y
la tercera del fourierista:
.Todos los trabajos no
son igualmente fáciles. Algunos exigen una gran superioridad de talento e
inteligencia, superioridad que determina un mayor precio. El artista, el sabio,
el poeta, el hombre de Estado, son apreciados en razón de su mérito superior, y
este mérito destruye toda igualdad entre ellos y los demás hombres. Ante las
manifestaciones elevadas de la ciencia y del genio, desaparece la ley de
igualdad. Y si la igualdad no es absoluta, no hay tal igualdad. Del poeta
descendemos al escritor insignificante; del escultor, al cantero; del
arquitecto, al albañil; del químico, al cocinero, etcétera. Las capacidades se
dividen y subdividen en órdenes, en géneros y en especies. Los talentos
superiores se relacionan con los inferiores por otros intermedios. La humanidad
ofrece una extensa jerarquía, en la que se aprecia al individuo por comparación
y se determina su valor por la opinión que alcanza lo que produce.
Esta objeción ha
parecido siempre formidable. Es el obstáculo insuperable de los economistas y
los partidarios de la igualdad. A los primeros los ha inducido a grandes
errores, y ha hecho vacilar a los segundos en increíbles minucias. Graco Babeuf
pretendía que toda superioridad fuese reprimida severamente y aun perseguida
como un peligro social. Para asegurar el edificio de su comunidad, rebajaba
a todos los ciudadanos al nivel del más pequeño. Se ha visto a gentes
ignorantes rechazar la desigualdad en la ciencia, y nada me extrañaría que se
insurreccionasen algún día contra la desigualdad en los méritos. Aristóteles
fue expulsado de su patria; Sócrates apuró la cicuta; Epaminondas fue citado a
juicio; todos por haber sido mirados como superiores en inteligencia y virtud
por demagogos imbéciles. Semejantes atropellos pueden renovarse mientras haya
un pueblo ignorante y ciego, al que la desigualdad de condiciones haga temer la
creación de nuevos tiranos.
Nada parece más
monstruoso que lo que se mira demasiado cerca. Nada es más inverosímil muchas
veces que la realidad misma. Según J. Rousseau, «hace falta mucha filosofía
para poder apreciar lo que se ve todos los días», y según DAlembert, «la
verdad, que parece mostrarse de continuo a los hombres, no llega a su
conocimiento a menos que estén advertidos de su existencia». El patriarca de
los economistas, Say, a quien ofrezco ambas citas, habría podido sacar de ellas
buen partido; pero hay quien se ríe de los ciegos y debe llevar anteojos, y
quien observa atentamente y es miope.
¡Cosa singular! Lo que
tanto ha alarinado a los hombres no es una objeción, ¡es la condición misma de
la igualdad! ...
¡La desigualdad de
naturaleza, condición de la igualdad de fortuna! ¡Qué paradoja! ... Repito mi
aserto, y no se crea que he sufrido error al expresarme. La desigualdad de
facultades es la condición sine qua non de la igualdad de fortunas. Hay
que distinguir en la sociedad dos elementos: las funciones y las relaciones.
I. Funciones: A todo trabajador se le reputa capaz de la
obra que se le confía, o, según una expresión vulgar, todo obrero debe conocer
su oficio. Bastándose el trabajador para su obra, hay ecuación entre el
funcionario y la función. En una sociedad de hombres, las funciones son
distintas unas de otras. Deben, pues, existir capacidades también diferentes.
Además, determinadas
funciones exigen una mayor inteligencia y facultades sobresalientes, y para
realizarlas existen individuos de un talento superior. Toda obra indispensable
atrae necesariamente al obrero; la necesidad inspira la idea y la idea hace el
productor. Solamente sabemos aquello que la excitación de nuestros sentidos nos
hace desear solicitando nuestra inteligencia. Sólo deseamos con vehemencia lo
que hemos concebido, y cuanto mejor concebimos, más capaces somos de producir.
Así, correspondiendo las
funciones a las necesidades, las necesidades a los deseos y los deseos a la
percepción espontánea, o sea, a la imaginación, la misma inteligencia que
imagina puede también producir. Por consiguiente, ningún trabajo es superior al
obrero. En síntesis, si la función llama al funcionario, es porque en realidad
el funcionario existe antes que la función.
Es de admirar la
economía de la Naturaleza. Dada la multitud de necesidades diversas que nos ha
impuesto, las cuales el hombre aislado, entregado a sus propias fuerzas, no
podría satisfacer, la Naturaleza debía conceder a la raza el poder que ha
negado al individuo. De aquí el principio de la división del trabajo, fundado
en la especialidad de aptitudes. A más de esto, la satisfacción de
ciertas necesidades exige al hombre una creación continua, mientras que otras
pueden ser atendidas en beneficio de millones de hombres y por millares de
siglos con el trabajo de un solo individuo. Por ejemplo, la necesidad de
vestidos y alimentos exige una reproducción perpetua, mientras el conocimiento
del sistema del mundo puede ser adquirido para siempre por dos o tres hombres
de talento superior. Del misn-fo modo, el curso continuo de los ríos facilita
nuestro comercio y pone en movimiento nuestras máquinas, y el sol, inmóvil en
medio del espacio, ilumina el mundo. La Naturaleza, que podría haber creado
tantos Platón y Virgilio, Newton y Cuvier, como agricultores y pastores, no
quiso hacerlo. En cambio, ha establecido cierta proporción entre la intensidad
del genio y la duración de sus producciones, equilibrando el número de
capacidades por la suficiencia de cada una de ellas.
No trato ahora de
investigar si la diferencia que existe hoy de un hombre a otro por razón del
talento y la inteligencia es efecto de nuestra deplorable civilización, y si lo
que hoy se llama desigualdad de facultades en condiciones más favorables
no sería más que diversidad de facultades. Coloco la cuestión en el peor
supuesto, y con objeto de que no se me acuse de tergiversar argumentos y
suprimir obstáculos, concedo todas las desigualdades de talento que se quiera.
Algunos filósofos amantes de la nivelación afirman que todas las inteligencias
son iguales y toda la diferencia que hay entre ellas proviene de la educación.
Estoy muy lejos, lo confieso, de tener esta opinión, que, por otra parte, si
fuese cierta, conduciría a un resultado completamente contrario al que se
propone. Porque si las capacidades son iguales, cualquiera que sea su
intensidad, las funciones más repugnantes, más viles y despreciadas, no
pudiendo obligarse a nadie a su ejecución, habían de ser las mejor retribuidas,
lo cual repugna a la igualdad tanto como el principio a cada uno según sus
obras. Dadme, por el contrario, una sociedad en la que cada talento esté en
relación numérica con las necesidades, y en que no se exija a cada productor
más de lo que su especialidad le permita producir, y respetando
escrupulosamente la jerarquía de las funciones, deduciré de ella la igualdad de
las fortunas.
II. Relaciones:.Al tratar del elemento del trabajo, he hecho
ver cómo en una misma clase de servicios productivos, teniendo todos capacidad
para realizar una labor social, la desigualdad de las fuerzas individuales no
puede originar desigualdad alguna en la retribución. Sin embargo, justo es
decir que ciertas capacidades parecen no ser aptas para determinados servicios,
al extremo de que si la industria humana se limitase en un momento a producir
una sola especie de productos, surgirían imnediatamente incapo.cidades
numerosas, y, por consiguiente, sobrevendría la mayor desigualdad social. Pero
todo el mundo sabe, sin necesidad de que yo lo advierta, que la variedad de
industrias compensa y evita las inutilidades absolutas. Es ésta una verdad tan
notoria que no he de detenerme a justificarla. La cuestión se reduce, pues, a probar
que las funciones son iguales entre sí, de igual modo que en una misma función
los trabajadores son entre sí también iguales.
Nadie extrañe que yo
niegue al genio, a la ciencia, al valor, a todas las superioridades que el
mundo admire-, el homenaje de las dignidades y las distinciones del poder y de
la opulencia. No soy yo quien lo niega; es la economía, es la justicia, es la
libertad las que lo prohiben. ¡La libertad! Invoco su nombre por primera vez en
este debate. Ella por sí misma defenderá su causa y decidirá la victoria.
Toda transacción tiene
por objeto un cambio de productos o de servicios, y puede, por tanto, ser
calificarla de acto de comercio. Quien dice comercio, dice cambio de
valores iguales, porque si los valores no son iguales y el contratante
perjudicado lo advierte, no consentirá el cambio y no habrá comercio. El
comercio sólo existe entre hombres libres; por consiguiente, no habrá comercio
si la transacción se realiza con violencia o fraude.
Es libre el hombre que
está en el uso de su razón y de sus facultades, que no obra cegado por la
pasión ni obligado o impedido por el miedo, ni arrastrado por el error. Hay,
pues, en todo cambio obligación moral de que ninguno de los contratantes se
beneficie en perjuicio del otro. El comercio, para ser legítimo y verdadero,
debe estar exento de toda desigualdad; ésta es la primera condición del
comercio. La segunda es que sea voluntario, es decir, que las partes transijan
con libertad y pleno conocimiento.
Por tanto, defino el
comercio o el cambio diciendo que que es un acto de sociedad.
El negro que vende su
mujer por un cuchillo, sus hijos por unos pedazos de vidrio, y aun su propia
persona por una botella de aguardiente, no es libre. El tratante de carne
humana que con él comercia, no es su asociado, sino su enemigo. El obrero
civilizado que vende su energía muscular por un trozo de pan, que edifica un
palacio para dormir él en una buhardilla, que fabrica las telas más preciadas
para ir vestido de harapos, que produce de todo para no disfrutar de nada, no
es libre. El amo para quien trabaja, no siendo su asociado por el cambio de
salario y de servicios que entre ellos se realiza, es su enemigo.
El soldado que sirve a
su patria por temor, en lugar de servirla por amor, no es libre. Sus camaradas
y sus jefes, ministros u órganos de la justicia militar, son todos sus
enemigos. El labriego que trabaja en arriendo las tierras; el industrial que
recibe un préstamo usurario; el contribuyente que paga impuestos, gabelas,
patentes, etc., y el diputado que las vota, carecen del conocimiento y de la
libertad de sus actos. Sus enemigos son los propietarios, los capitalistas, el
Estado.
Devolved a los hombres
la libertad, iluminad su inteligencia a fin de que conozcan el alcance de sus
contratos, y veréis la más perfecta igualdad inspirando sus cambios, sin
consideración alguna a la superioridad de talentos. Reconoceréis entonces que
en el orden de las ideas comerciales, es decir, en la esfera de la sociedad, la
palabra superioridad carece de sentido. Si Homero me recita sus versos,
apreciaré su genio sublime, en comparación del cual yo, sencillo pastor,
humilde labriego, no soy nada. Si se compara obra con obra, ¿qué son los quesos
que produzco y las habas que cosecho para el mérito de una Ilíada? Pero si,
como precio de su inimitable poema, Homero quiere apoderarse de cuanto tengo y
hacerme su esclavo, renuncio al placer de sus versos y le doy además las
gracias. Yo puedo pasarme sin la Ilíada, mientras Homero no puede estar
veinticuatro horas sin mis productos. Que acepte, pues, lo poco que está en mi
mano darle, y después, que su poesía me instruya, me deleite y me consuele.
De seguro diréis: ¿pero
ha de ser tal la situación de quien canta a los dioses y a los hombres? ¡La
limosna con todas sus humillaciones y con todos sus sufrimientos! ¡Qué bárbara
generosidad!... Os ruego que tengáis un poco de calma. La propiedad hace del
poeta un Creso o un mendigo; sólo la igualdad sabe honrarle y aplaudirle. ¿De
qué se trata? De regular el derecho del que canta y el deber del que escucha.
Pues bien, fijaos en esto, que es muy importante para resolver la cuestión. Los
dos son libres, el uno de vender, y el otro de comprar; esto sentado, sus
pretensiones respectivas no significan nada, y la opinión, modesta o exagerada,
que respectivamente puedan tener de sus versos y de su libertad, en nada
afectan a las condiciones del contrato. No es, por consiguiente, en la
consideración del talento, sino en la de los productos, donde debemos buscar
los elementos de nuestro juicio.
Para que el cantor
Aquiles obtenga la recompensa que merece, es necesario que empiece por
encontrar quien se la abone. Esto supuesto, siendo el cambio de sus versos por
una retribución cualquiera un acto libre, debe ser al mismo tiempo un acto
justo, o lo que es lo rhismo, los honorarios del poeta deberán ser iguales a su
producción. Pero ¿cuál es el valor de su producción? Supongo, desde luego, que
la Ilíada, esa obra maestra que se trata de retribuir equitativamente,
tenga en realidad un precio ilimitado. Me parece que no podría exigirse más. Si
el público, que es libre de hacer tal adquisición, no la realiza, claro es que
el poema no habrá perdido nada de su valor intrínseco. Pero su valor en cambio,
su utilidad productiva, queda reducida a cero, será nula. Debemos, pues, buscar
la cuantía, del salario correspondiente entre lo infinito de un lado y la nada
de otro, manteniéndonos a igual distancia de ambos extremos, ya que todos los
derechos y todas las libertades deben ser respetados por igual. En otros
términos, no es el valor intrínseco, sino el valor relativo de la cosa vendida
lo que se trata de fijar. La cuestión empieza a simplificarse. ¿Cuál es
actualmente ese valor relativo? ¿Qué recompensa debe proporcionar a su autor un
poema como la Ilíada?
Este problema era el
primero que la economía política debla resolver; pero no solamente no lo
resuelve, sino que lo declara irresoluble. Según los economistas, el valor
relativo o de cambio de las cosas no puede determinarse de un modo absoluto,
porque varía constantemente.
Say insiste en que el
valor tiene por base la utilidad, y que la utilidad depende enteramente de
nuestras necesidades, de nuestros caprichos, de la moda, etc., y es tan
variable como la opinión. Pero si la economía política es la ciencia de los
valores, de su producción, distribución, cambio y consumo, y a pesar de ello no
puede determinar de un modo absoluto cuál es el valor en cambio, ¿para qué
sirve la economía política? ¿Cómo puede ser ciencia? ¿Cómo pueden mirarse dos
economistas sin echarse a reir? ¿Cómo se atreven a insultar a los metafísicos y
a los psicólogos? Mientras ese loco de Descartes pensaba que la filosofía
necesita una base inquebrantable sobre la cual pudiera levantarse el edificio
de la ciencia, y tenía la paciencia de buscarlo, el Hermes de la economía, el
gran maestro Say, después de dedicar casi un volumen a la amplificación de este
solemne enunciado la economía política es una ciencia, tiene el valor de
afirmar a continuación que esa ciencia no puede determinar su objeto, lo cual
equivale a decir que carece de principio y de fundamento... El ilustre Say
ignoraba lo que es una ciencia, o mejor dicho, no sabía de qué hablaba.
El ejemplo dado por Say
ha producido sus frutos. La economía política, al extremo a que ha llegado, se
parece a la ontología; disertando sobre los efectos y las causas, no sabe nada,
ni explica nada, ni deduce nada. Lo que se llaman leyes económicas se reduce a
algunas generalidades triviales a las que se ha querido dar una apariencia de
gran profundidad, revistiéndolas de un estilo pretencioso e inteligible. En
cuanto a las soluciones que los economistas han propuesto para resolver los
problemas sociales, todo lo que se puede decir es que, si alguna vez en sus
declaraciones se separan de lo ridículo, es para caer en lo absurdo. Hace
veinticinco años que la economía política envuelve como en una densa niebla a
Francia, deteniendo el progreso de las ideas y atentando a la libertad.
¿Tiene toda creación
industrial un valor absoluto, inmutable, y, por tanto, legítimo y cierto? -Sí.
-¿Todo producto humano puede ser cambiado por otro producto humano? -Sí.
-¿Cuántos clavos vale un par de zapatos? -Si pudiéramos resolver este
importante problema, tendríamos la clave del sistema social que la humanidad
busca hace seis mil años. Ante ese problema el economista se confunde y
retrocede, pero el campesino que no sabe leer ni escribir contesta sin
vacilación: Tantos como puedan hacerse en el mismo tiempo y con el mismo gasto.
El valor absoluto de una
cosa es, pues, lo que cuesta de tiempo y de gasto. -¿Cuánto vale un diamante
que sólo ha costado ser recogido en la arena? -Nada, no es producto del hombre.
-¿Cuánto valdrá cuando haya sido tallado y montado? -El tiempo y los gastos que
haya invertido el obrero. -¿Por qué se vende tan caro? -Porque los hombres no
son libres. La sociedad debe regular los cambios y la distribución de las cosas
más raras, igual que la de las cosas más corrientes, de modo que cada cual
pueda participar de ellas y disfrutarlas. -¿Qué es entonces el valor en cambio?
-Una mentira, una injusticia y un robo.
Dicho esto, es fácil
hallar la solución. Si el término medio que deseamos encontrar entre un valor
infinito y un valor nulo consiste, para cada producto, en la suma de tiempo y
gastos que ese mismo producto ha costado, un poema en cuya composición haya
invertido su autor treinta años de trabajo y 10.000 francos en viajes, libros,
etc., debe pagarse con la suma de ingresos ordinarios de un trabajador durante
treinta años, más 10.000 francos de indemnización. Supongamos que la suma total
sea de 50.000 francos; si la sociedad que adquiere la obra maestra se compone
de un millón de hombres, cada uno de ellos deberá abonar cinco céntimos.
Esto da lugar a algunas
observaciones:
1º. El mismo producto,
en diferentes épocas y en distintos lugares, puede costar más o menos cantidad
de tiempo y de gastos. En este sentido es cierto que el valor es una cantidad
variable. Pero esta variación no es la que indican los economistas, los cuales
enumeran como causas de la variación de los valores el gusto, el capricho, la
moda, la opinión. En una palabra, el valor verdadero de una cosa es invariable
en su expresión algebraica, si bien puede variar en su expresión monetaria.
2º. El precio de cada
producto es lo que ha costado de tiempo y de gastos, ni más ni menos. Todo
producto inútil es una pérdida para el productor, un no-valor comercial.
3º. La ignorancia del
principio de evaluación, y en muchas ocasiones la dificultad dé aplicarlo, es
fuente de fraudes comerciales y una de las causas más poderosas de la
desigualdad de fortunas.
4º. Para retribuir
ciertas industrias y determinados productos, la sociedad debe ser muy numerosa,
con objeto de facilitar la concurrencia del talento, de los productos, de las
ciencias y de las artes. Si, por ejemplo, una sociedad de 50 labradores puede
sostener un maestro de escuela, habrán de ser 100 los asociados para pagar un
zapatero, 150 para un herrador, 200 para un sastre, etc. Si el número de
labradores se eleva a 1.000, 10.000, 10,0.000, etc., a medida que aumenta se
hace indispensable aumentar también en la misma proporción el de funcionarios
de primera necesidad; de modo que sólo en los sociedades más poderosas son
posibles las funciones más elevadas. Sólo en esto consiste la distinción de las
capacidades. El carácter del genio, el timbre de su gloria es no poder nacer y
desenvolverse sino en el seno de una nacionalidad inmensa. Pero esta condición
fisiológica del genio nada altera en sus derechos sociales. Lejos de ellos, la
tardanza de su aparición demuestra que, en el orden económico y civil, la más
alta inteligencia está sometida a la igualdad de bienes, igualdad que es
anterior a ella y que con ella se perfecciona.
Esto molesta nuestro
amor propio, pero es una verdad inexorable. Aquí la Psicología viene en auxilio
de la economía social, haciéndonos ver que entre una recompensa material y el
talento no puede haber una medida común. Bajo este punto de vista, la condición
de todos los productos es igual: por consiguiente, toda comparación entre ellos
y toda distinción de fortunas es imposible.
Si se compara toda obra
producida por las manos del hombre con la materia bruta de que está formada,
resultará de un precio inestimable. Merced a esta consideración, la diferencia
que existe entre un par de zuecos y un trozo de nogal es tan grande como la que
hay entre una estatua de Scopas y un pedazo de mármol. El genio del más
sencillo artesano se impone sobre las materias que explota del mismo modo que
el espíritu de un Newton sobre las esferas inertes en que calcula las
distancias, las masas y las revoluciones.
Pedis para el talento y
el genio la proporcionalidad de los honores y los bienes. Decidme cuál es el
talento de un leñador, y yo os diré cuál es el de un Homero. Si hay algo que
pueda satisfacer el mérito de la inteligencia, es la inteligencia misma. Esto
es lo que ocurre cuando dos productores de diversos órdenes se rinden
recíprocamente un tributo de admiración y aplauso. Pero cuando se trata de un
cambio de productos con objeto de satisfacer mutuas necesidades, ese cambio
sólo puede realizarse con arreglo a una razón de economía que es indiferente a
la consideración del talento y del genio, pues sus leyes se deducen, no de una
vaga e inapreciable admiración, sino de un justo equilibrio entre el debe y
haber, en una palabra, de la aritmética comercial.
Para que no se crea que
la libertad de comprar y vender es la única razón de la igualdad de los
salarios y que la sociedad sólo puede oponer a la superioridad del talento
cierta fuerza de inercia que nada tiene de común con el derecho, voy a explicar
por qué es justa una misma retribución para todas las capacidades, y por qué la
diferencia de salario es una injusticia. Demostraré que es inherente al talento
la obligación de ponerse al nivel social, y sobre la misma superioridad del
genio echaré los cimientos de la igualdad de las fortunas. Hasta equí he dado
la razón negativa de la igualdad de los salarios entre todas las capacidades;
voy a exponer ahora cuál es la razón directa y positiva.
Oigamos antes al
economista, pues siempre es grato observar cómo razona y procura ser justo. Por
otra parte, sin él, sin sus atractivos errores y sus deleznables argumentos,
nada aprenderíamos. La igualdad, tan odiosa al economista, todo lo debe a la
economía política. «Cuando la familia de un médico (el texto dice de un
abogado, pero es menos acertado ese ejemplo) ha gastado en su educación 40.000
francos, puede considerarse esta suma capitalizada en su persona. Por tanto,
habrá que calcular a esa suma un interés anual de 4.000 francos. Si el médico
gana 30.000 francos, quedan 26.000 para la retribución de su talento personal
concedido por la Naturaleza. El capital correspondiente a esta retribución,
calculado al 10 por 100, ascenderá a 260.000 francos, a los que hay que sumar
los 40.000 que importa el capital que sus padres han gastado en sus
instrucción. Estos dos capitales unidos constituyen su fortuna.» (Say, Curso
completo, etc.)
Say divide la fortuna
del médico en dos partes: una se compone del capital invertido en su educación,
la otra corresponde a su talento personal. Esta división es justa, se conforma
con la naturaleza de las cosas, es universalmente admitida, sirve de mayor al
gran argumento de la desigualdad de capacidades. Admito sin reserva esta mayor,
pero veamos sus consecuencias:
1º. Say anota en el haber
del médico los 40.000 francos que ha costado su educación. Esos 40.000
francos deben aumentarse en su debe. Porque si este gasto ha sido hecho
para él, no lo ha sido pór él. Por tanto, en vez de apropiarse esos 40.000
francos, el médico debe descontarlos de sus utilidades y reintegrarlos a quien
los deba. Observamos de paso que Say habla de renta en lugar de decir reintegro,
razonando con arreglo al falso principio de que los capitales son
productivos. Así, pues, el gasto invertido en la instrucción de un individuo es
una deuda contraída por ese mismo individuo. Por el hecho mismo de haber
adquirido determinada aptitud, es deudor de una suma igual a la empleada en
dicha adquisición. Y esto es tan cierto, está tan alejado de toda sutilidad,
que si en una familia la educación de un hijo ha costado doble o triple que la
de sus hermanos, éstos tienen derecho a reintegrarse la diferencia de la masa
común hereditaria antes de proceder a su reparto. Tampoco ofrece este criterio
la menor dificultad práctica, tratándose de una tutela en la que los bienes se
administran a nombre de los menores.
2º. Lo que acabo de
decir respecto de la obligación contraída por el médico de reintegrar los
gastos de su educación, no es para el economista una dificultad, porque puede
objetar que el hombre de talento que llegue a heredar a su familia, heredará
también el crédito de 40.000 francos que pesa sobre él, y por este medio
llegará a ser dueño del mismo. Obsérvese que abandonamos ya el derecho del
talento para caer en el derecho de ocupación, y por esto, cuantas cuestiones
quedan planteadas y resueltas en el capítulo Il tienen aquí aplicación. ¿Qué es
el derecho de ocupación? ¿Qué es la herencia? ¿El derecho hereditario es un derecho
de acumulación o solamente un derecho de opción? ¿De quién recibió el padre del
médico su fortuna? ¿Era propietario o sólo usufructuario de ella? Si era rico,
que explique el origen de su riqueza; si era pobre, ¿cómo pudo subvenir a un
gasto tan considerable? Si fue auxiliado por los demás, ¿cómo se ha constituido
sobre esos auxilios en favor de quien los recibía un privilegio para su
disfrute aun contra sus bienhechores?, etc.
3º. «Quedan 26.000
francos para la renta del talento personal concedido por la Naturaleza.» Según
Say, partiendo de esta afirmación, establece que el talento de nuestro médico
equivale a un capital de 200.000 francos. Este hábil calculador toma una
consecuencia por un principio. No es por la ganancia por lo que se debe
apreciar el talento, sino al contrario, es el talento lo que debe determinar
los honorarios. Porque puede ocurrir que, con todo su mérito, el médico en
cuestión no gane nada. Y ¿habrá entonces razón para decir que su talento o su
fortuna son nulos? Tal sería la consecuencia del razonamiento de Say,
consecuencia evidentemente absurda.
Pero determinar en
especie el valor de un talento cualquiera es cosa imposible, porque el talento
y los méritos son inconmensurables. ¿Por qué motivo razonable puede
justificarse que un médico debe ganar doble, triple o céntuple que un
campesino? Dificultad inextricable que nunca ha sido resuelta sino por la
avaricia, la necesidad y la opresión. No es así, ciertamente, como debe
determinarse el derecho de talento. ¿Pero qué criterio seguir para señalarlo?
4º. He afirmado antes
que el médico no puede ser peor retribuido que cualquier otro productor, que no
debe quedar por bajo de la igualdad, y no me detendré a demostrarlo.
Pero ahora añado que
tampoco puede elevarse por cima de esa misma igualdad, porque su talento es una
propiedad colectiva que no ha pagado y de la que siempre será deudor. Así como
la creación de todo instrumento de producción es el resultado de un esfuerzo
colectivo, el talento y la ciencia de un hombre son producto de la inteligencia
universal y de una ciencia general lentamente acumulada por multitud de sabios,
mediante el concurso de un sinnúmero de industrias inferiores. Aun cuando el
médico haya pagado sus profesores, sus libros, sus títulos y satisfecho todos
sus gastos, no por eso puede decirse que ha pagado su talento, como el
capitalista tampoco ha pagado su finca y su palacio con el salario de sus
obreros. El hombre de talento ha contribuido a producir en sí mismo un
instrumento útil, del cual es coposeedor, pero no propietario. A un mismo
tiempo existen en él un trabajador libre y un capital social acumulado. Como
trabajador es apto para el uso de un instrumento, para la dirección de una
máquina, que es su propia capacidad. Como capital no se pertenece, no debe explotarse
en su beneficio, sino en el de los demás hombres.
Quizá hubiera más
motivos para disminuir la retribución del talento que para aumentarla sobre la
condición común, si no correspondiese su mérito a los sacrificios que exige.
Todo productor recibe una instrucción, todo trabajador es una inteligencia, una
capacidad, es decir, una propiedad colectiva cuya creación no es igualmente
costosa. Para formar un cultivador y un artesano son necesarios pocos maestros,
pocos años y pocos elementos tradicionales. El esfuerzo generador y (si se me
permite la frase) la duración de la gestación social, están en razón directa de
la superioridad de las capacidades. Pero mientras el médico, el poeta, el
artista, el sabio, producen poco y tarde, la producción del labrador es más
constante y sólo requiere el transcurso de los años. Cualquiera que sea la
capacidad de un hombre, desde el instante en que fue creada no le pertenece.
Comparable a la materia que una mano artista modela, el hombre tiene la
facultad de llegar a ser, y la sociedad le hace ser. ¿Podría decir el
puchero al alfarero: «Yo soy como soy y no te debo nada»? ,
El artista, el sabio, el
poeta reciben su justa recompensa sólo con que la sociedad les permita
entregarse exclusivamente a la ciencia y al arte. De modo que en realidad no
trabajan para ellos, sino para la sociedad que les ha instruido y les dispensa
de otro trabajo. La sociedad puede, en rigor, pasarse sin prosa, ni versos, ni
música, ni pintura; pero no puede estar un solo día sin comida ni alojamiento.
Es indudable que el
hombre no vive sólo de pan. Vive también, según el Evangelio, de la palabra
de Dios, es decir, debe amar el bien y practicarle, conocer y admirar lo
bello, contemplar las maravillas de la Naturaleza. Mas para cultivar su alma es
preciso que comience por mantener su cuerpo. La necesidad le ha impuesto este
último deber, cuyo cumplimiento no puede dejar desatendido. Si es honroso
educar e instruir a los hombres, también lo es alimentarles. Cuando la
sociedad, fiel al principio de la división del trabajo, encomienda a uno de sus
miembros una labor artística o científica, haciéndole abandonar el trabajo
común, le debe una indemnización por cuanto le impide producir industrialmente,
pero nada más. Si el designado pidiera más, la sociedad, rehusando sus
servicios, reduciría sus pretensiones a la nada. Y entonces, obligado para
vivir a dedicarse a un trabajo para el cual la Naturaleza no le dio aptitud
alguna, el hombre de talento conocería su imperfección y viviría de un modo
miserable.
Cuéntase que una célebre
cantante pidió a la emperatriz de Rusia Catalina II 20.000 rublos. «Esa suma es
mayor que la que doy a mis feldmariscales», dijo Catalina. «Vuestra majestad
-replicó la artista- no tiene más que mandarlos cantar.» Si Francia, más poderosa
que Catalina II, dijese a Mlle. Rachel: «Si no representáis comedias por 100
luises, hilaréis algodón», y a M. Duprez: «Si no cantáis por 2.400 francos,
iréis a cavar viñas», ¿creéis que la trágica Rachel o el tenor Duprez
abandonarían el teatro? Serían los primeros en arrepentirse si tal hicieran.
Mlle. Rachel gana en la Comedia Francesa 60.000 francos por año. Para un genio
como el suyo es poca retribución esa; ¿por qué no ha de ser de 100.000 ó
200.000 francos? ¿Por qué no asignarle una lista civil? ¡Qué mezquindad!; ¿Qué
es un comerciante comparado con una artista como la Rachel?
Contéstase que la
Administración no podría pagar más sin exponerse a una pérdida; que nadie niega
el talento de esa artista, y que para determinar su retribución ha habido necesidad
de tener presente el presupuesto de gastos e ingresos de la compañía.
Todo esto es justo, y
viene a confirmar lo que he dicho, o sea, que el talento puede ser infinito,
pero que la cantidad de su retribución está limitada por ¡a utilidad que reporta
a la sociedad que se la abona y por la riqueza de esa misma sociedad, o en
otros términos, que la demanda del vencedor está compensada por e rec
comprador.
Mlle. Rachel, se dice,
proporciona al Teatro Francés más de 60.000 francos de ingresos. Estoy conforme,
pero ¿de quién obtiene el Teatro Francés ese impuesto? De curiosos
perfectamente libres al satisfacerlo. Muy bien; pero los obreros,
arrendatarios, colonos, prestatarios, etc., a quienes esos curiosos toman todo
lo que luego gastan ellos en el teatro ¿son libres? Y mientras la mejor parte
de sus productos se invierte en el espectáculo que esos trabajadores no
presencian, ¿se puede asegurar que sus familias no carecen de nada? Hasta que
el pueblo, después de haber deliberado sobre la cuantía de los salarios de
todos los artistas, sabios y funcionarios públicos, no haya expresado su
voluntad, juzgando con conocimiento de causa, la retribución de Mlle. Rachel y
de todos sus compañeros será una contribución forzosa, satisfecha por la
violencia, para recompensar el orgullo y entretener el ocio. Sólo porque no
somos libres ni suficientemente instruidos es hoy posible que el trabajador
pague las deudas que el prestigio del poder y el egoísmo del talento imponen a
la curiosidad del ocioso, y que suframos el perpetuo escándalo de esas
desigualdades monstruosas, aceptadas y aplaudidas con entusiasmo por la
opinión.
La nación entera y sólo
la nación paga a sus autores, a sus sabios, a sus artistas y a sus
funcionarios, cualquiera que sea el conducto por que reciban sus ingresos. ¿Con
arreglo a qué base debe pagárselas? Con sujeción a la de igualdad. Lo he
demostrado ya por la apreciación de los talentos, y lo confirmaré en el
capítulo siguiente por la imposibilidad de toda desigualdad social.
¿Qué hemos probado con todo
lo expuesto? Cosas tan sencillas que ciertamente no merecen un debate serio.
Que así como el viajero no se apropia el camino que pisa, el labrador no se
apropia el campo que siembra. Que, sin embargo, si un trabajador, por el hecho
de su industria, puede apropiarse la materia que explota, todo productor se
convierte, por el mismo título, en propietario. Oue todo capital, sea material
o intelectual, es una obra colectiva, por lo cual constituye una propiedad
también colectiva. Que el fuerte no tiene derecho a impedir con sus violencias
el trabajo del débil, ni el malicioso a sorprender la buena fe del crédulo. Y,
finalmente, que nadie puede ser obligado a comprar lo que no desea, y menos aún
a pagar lo que no ha comprado. Y, por consiguiente, que no pudiendo
determinarse el valor de un producto por la opinión del comprador ni por la del
vendedor, sino únicamente por la suma de tiempo y de gastos invertidos en su
creación, la propiedad de cada uno permanece siempre igual.
¿No son estas verdades
bien sencillas? Pues por muy simples que te parezcan, aún has de ver, lector,
otras que las ganan en llaneza y claridad. Nos ocurre lo contrario que a los
geómetras. Para éstos los problemas van siendo más difíciles a medida que
avanzan. Nosotros, por el contrario, después de haber comenzado por las
proposiciones más abstrusas, acabaremos por los axiomas. Pero es necesario que,
para terminar este capítulo, exponga aún una de esas verdades exhorbitantes que
jamás descubrirán jurisconsultos ni economistas.
Esta proposición es
consecuencia de los dos precedentes capítulos, cuyo contenido vamos aquí a.
sintetizar.
El hombre aislado no
puede atender más que a una pequeña parte de sus necesidades. Todo su poder
reside en la sociedad y en la combinación inteligente del esfuerzo de cada uno.
La división y la simultaneidad del trabajo multiplican la cantidad y la
variedad de los productos. La especialidad de las fimciones beneficia la
calidad de las cosas consumibles.
No hay uN hombre qlue no
viva del producto de infinidad de industrias diferentes; no hay trabajador que
no reciba de la sociedad entera su consumo, y con su consumo los medios de
reproducirse. ¿Quién se atrevería a decir: yo sólo consumo lo que produzco, no
tengo necesidad de más? El agricultor, a quien los antiguos economistas
consideraban como el único productor verdadero, el agricultor, alojado,
amueblado, vestido, alimentado, auxiliado por el albañil, el carpintero, el
sastre, el molinero, el panadero, el carnicero, el herrerro, etc., el
agricultor, repito, ¿puede jactarse de producir él solo?
El consumo de cada uno
está facilitado por todos los demás; la misma razón determina que la producción
de cada uno suponga la producción de todos. Un producto no puede darse sin otro
producto; una industria independiente es cosa imposible. ¿Cuál sería la cosecha
del labrador si otros no construyen para él graneros, carros, arados, trajes,
etc.? ¿Qué haría el sabio sin el librero, el impresor sin el fundidor y el
mecánico, y todos ellos a su vez sin una infinidad de distintas industrias?...
No prolongaremos esta enumeración, de fácil inteligencia, por el temor de que
se nos acuse de emplear lugares comunes. Todas las industrias constituyen por
sus mutuas relaciones un solo elemento. Todas las producciones se sirven
recíprocamente de fin y de medio. Todas las variedades del talento no son sino
una serie de metamorfosis del inferior al superior.
Ahora bien, el hecho
incontestable e incontestado de la participación general en cada especie de
producto, da por resultado convertir en comunes todas las producciones
particulares, de tal manera, que cada producto al salir de las manos de su
productor se encuentra como hipotecado en favor de la sociedad. El derecho del
mismo productor a su producto se expresa por una fracción, cuyo denominador es
igual al número de individuos de que se compone la sociedad. Cierto es que, en
compensación, ese mismo producto tiene derecho sobre todos los productos
diferentes al suyo, de modo que la acción hipotecaria le corresponde contra
todos, de la misma manera que corresponde a todos contra el suyo. Pero ¿no se
observa cómo esta reciprocidad de hipotecas, lejos de permitir la propiedad,
destruye hasta la posesión? El trabajador no es ni siquiera poseedor de su
producto. Apenas lo ha terminado, la sociedad lo reclama. Pero se me dirá:
cuando esto ocurra, y aunque el producto no pertenezca al productor, como la
sociedad ha de dar a cada trabajador un equivalente de su producto, este equivalente,
salario, recompensa o utilidad, se convertirá en propiedad particular. Y
¿negaréis entonces que esta propiedad sea legítima? Y si el trabajador, en vez
de consumir enteramente su salario, hace economías, ¿quién se atreverá a
disputárselas?
El trabajador no es
propietario ni aun del precio de su trabajo, sobre el cual no tiene libre
disposición. No nos dejemos ofuscar por la idea de una falsa justicia. Lo que
se concede al trabajador a cambio de su producto no es la recompensa de un
trabajo hecho, sino el anticipo de un trabajo futuro. El consumo es anterior a
la producción. El trabajador, al fin del día, puede decir: «He pagado mi gasto
de ayer; mañana pagaré mi gasto de hoy.» En cada momento de su vida, el
individuo se anticipa a su cuenta corriente y muere sin haberla podido saldar.
¿Cómo podrá acumular riquezas?
Se habla de economías a
estilo propietario. Bajo un régimen de igualdad, todo ahorro que no tenga por
objeto una reproducción o un disfrute ulterior es imposible. ¿Por qué? Porque
no pudiendo ser capitalizado, carece de objeto desde ese momento y no tiene causa
final. Esto se comprenderá mejor en el capítulo siguiente.
Concluyamos. El
trabajador es, como la sociedad, un deudor que muere necesariamente insolvente.
El propietario es un depositario infiel que niega el depósito confiado a su
custodia y quiere cobrar los días, meses y años de su empleo.
Pudiendo parecer los
principios que acabamos de exponer demasiado metafísicos a algunos lectores,
voy a reproducirlos en forma más concreta, asequible a todas las inteligencias
y fecunda en consecuencia del mayor interés. Hasta aquí he considerado a la
propiedad como facultad de exclusión. Ahora voy a examinarla como
facultad de usurpación.
El estudio de esta
proposición equivale a hacer el del origen del arrendamiento, tan controvertido
por los economistas. Cuando leo lo que la mayor parte de ellos ha escrito sobre
este punto no puedo evitar un sentimiento de desprecio y de cólera al mismo
tiempo, al ver un conjunto de necesidades donde lo odioso pugna con lo absurdo.
Seguramente la historia de un elefante, en la luna contendría menos
atrocidades. Buscar un origen racional y legítimo a lo que no es, ni puede ser,
más que robo, concusión y rapiña, es el colmo de la locura propietaria, el más
eficaz encantamiento con que el egoísmo pudo ofuscar las inteligencias.
«Un cultivador -dice
Say- es un fabricante de trigo que, entre los útiles que le sirven para
modificar la materia de que hace tal producto, emplea un instrumento que
llamamos campo. Cuando el cultivador no es el propietario del campo, sino
solamente su arrendatario, el campo no es un útil cuyo servicio productivo se
paga al propietario. El arrendatario, en tal caso, es reintegrado de ese pago
por el comprador del producto; este comprador lo hace a su vez de otro
posterior, hasta que el producto llega al consumidor, que es quien en
definitiva satisface el primer anticipo y los sucesivos, mediante los cuales el
producto se ha transmitido hasta él.»
Dejemos a un lado los
anticipas sucesivos, por los que el producto llega al consumidor, y no nos
ocupemos en este momento más que del primero de todos, de la renta pagada al
propietario por el arrendatario. Lo que interesa saber es en qué se funda el
propietario para percibir esa renta.
Según Ricardo,
Maccullock y Mill, el arriendo propiamente dicho no es otra cosa que la diferencia
entre el producto de una tierra fértil y el de tierras de inferior calidad; de
forma que el arriendo no comienza a existir en la primera, sino cuando, por el
aumento de población, hay necesidad de recurrir al cultivo de las segundas.
Es difícil hallar a esto
sentido alguno. ¿Cómo de las dualidades diferentes del terreno puede resultar
un derecho sobre el terreno? ¿Cómo puede hacer de las variedades del humus un
principio de legislación y de política? Esta metafísica es para mí tan sutil,
que me pierdo cada vez que pienso en ella. Supongamos que la tierra A es capaz
de alimentar 10.000 habitantes y la tierra B de mantener solamente 9.000,
siendo ambas la misma extensión. Cuando por haber aumentado su número los
habitantes de la tierra A se vean obligados a cultivar la tierra B, los
propietarios territoriales de la tierra A exigirán a los arrendatarios de ésta
el pago de una renta calculada a razón de 10 a 9. Esto es -pienso para mis
adentros- lo que dicen Ricardo, Maccullock y Mill. Pero si la tierra A alimenta
tantos habitantes como caben en ella, es decir, si los habitantes de la tierra
A sólo tienen, por razón de su número, lo preciso para vivir, ¿cómo podrán
pagar un arnendo?
Si dichos autores se
hubiesen limitado a decir que la diferencia de las tierras ha sido la ocasión
del arrendamiento y no su causa, obtendríamos de esta sencilla observación
una provechosa enseñanza, la de que el establecimiento del arriendo había
tenido su ongen en el deseo de la igualdad. En efecto, si el derecho de todos
los hombres a la posesión de las tierras fértiles es igual, ninguno puede, sin
indernnización, ser obligado a cultivar las estériles. El arrendamiento es, por
tanto, según Ricardo, Maccullock y Mill, un método de indemnización al objeto
de compensar las utilidades obtenidas y los esfuerzos realizados.
Estoy de acuerdo en que
la tierra es un instrumento; pero ¿quién es en ella el obrero? ¿Lo es el
propietario? ¿Es éste el que por la virtud eficaz del derecho de propiedad, por
esa cualidad moral infusa en el suelo, le comunica el vigor y la
fecundidad? He aquí precisamente en qué consiste el monopolio del propietario, quien
a pesar de no haber creado el instrumento, se hace pagar, sin embargo, su
servicio. Si el Creador se presentase a reclamar personalmente el precio del
arriendo de la tierra, sería justo satisfacérselo; pero el propietario que se
llama su delegado, no debe ser atendido en su reclamación mientras no presente
los poderes.
«El servicio del
propietario -añade Say- es cómodo para él, convengo en ello.» Esta confesión es
ridícula. «Pero no podemos prescindir de él. Sin la propiedad, un labrador se
pegaría con otro por cuál de los dos había de cultivar un campo que no tuviese
dueño, y entretanto el campo quedaría
inculto ... »
La misión del
propietario consiste, pues, en poner de acuerdo a los labradores, despojándoles
a todos... ¡Oh, razón! i Oh, justicia! iOh, ciencia maravillosa de los
economistas! El propietario, según ellos, es como Perrin-Dandin, que llamado
por dos caminantes que disputaban por una ostra, la abre, se la come y pone fin
a la disputa diciéndoles enfáticamente: El tribunal declara que cada uno
de vosotros es dueño de una concha.
¿Es posible hablar peor
de la sociedad? ¿Nos explicaría Say por qué los labradores (que a no ser los
propietarios, lucharían entre sí por la posesión del suelo) no luchan hoy
contra los propietarios por esa misma posesión? Aparentemente, ocurre esto
porque aquéllos reputan a los propietarios poseedores legítimos, y la
consideración de este derecho se impone a su codicia. En el capítulo II he
demostrado que la posesión sin la propiedad es suficiente para el mantenimiento
del orden social; ¿sería más difícil aquietar a los poseedores sin dueños que a
los arrendatarios con ellos? Los hombres de trabajo que respetan hoy, en su
perjuicio y a sus expensas, el pretendido derecho del ocioso, ¿violarían el
derecho natural del productor y del industrial? Si el colono perdía sus
derechos sobre la tierra desde el momento en que cesara en su ocupación, ¿había
de ser por ello más codicioso? ¿Cómo había de ser fuente de querellas y
procesos la imposibilidad de exigir la aubana y de imponer una contribución
sobre el trabajo de otro? La lógica de los economistas es singular. Pero no
hemos terminado aún. Admitamos que el propietario es el dueño legítimo de la
tierra.
«La tierra -dicen- es un
instrumento de producción»; esto es cierto. Pero cuando, cambiando el
sustantivo en calificativo, hacen esta conversión: «la tierra es un instrumento
productivo», sientan un lamentable error.
Según Quesnay y los
antiguos economistas, la tierra es la fuente de toda producción; Smith,
Ricardo, de Tracy, derivan, por el contrario, la producción del trabajo. Say y
la mayor parte de los economistas posteriores enseñan que tanto la tierra como
el trabajo y el capital son productivos. Esto es el eclecticismo
en economía política. La verdad es que ni la tierra es productiva, ni el
trabajo es productivo, ni el capital es productivo; la producción resulta de
esos tres elementos, igualmente necesarios, pero, tomados separadamente, son
todos ellos igualmente estériles.
En efecto, la economía
política trata de la producción, de la distribución y del consumo de la riqueza
o de los valores; pero ¿de qué valores? De los valores producidos por la
industria humana, es decir, de las transformaciones que el hombre ha hecho
sufrir a la materia para apropiarla a su uso, pero no de las producciones
espontáneas de la Naturaleza. El trabajo del hombre no consiste en una simple
aprehensión de la mano, y sólo tiene valor cuando media su actividad
inteligente. Sin ella, la sal del mar, el agua de las fuentes, la hierba de los
campos, los árboles de los bosques, no tienen valor por sí mismos. La mar, sin
el pescador y sus redes, no suministra peces; el monte, sin el leñador y su
hacha, no produce leña para el hogar ni madera para el trabajo; la pradera, sin
el segador, no da heno ni hierba. La Naturaleza es como una vasta materia de
explotación y de producción. Pero la Naturaleza no produce nada sino para la
Naturaleza. En el sentido económico, sus productos, con respecto al hombre, no
son todavía productos. Los capitales, los útiles y las máquinas, son igualmente
improductivos. El martillo y el yunque, sin herrero y sin hierro, no forjan; el
molino, sin molinero y sin grano, no muele, etc. Reunid los útiles y las
primeras materias; arrojad un arado y semillas sobre un terreno fértil; preparad
una fragua, encended el fuego y cerrad el taller, y no produciréis nada.
Finalmente, el trabajo y
el capital unidos, pero mal combinados, tampoco producen nada. Labrad en el
desierto, agitad el agua del río, amontonad caracteres de imprenta, y con todo
esto no tendréis ni trigo, ni peces, ni libros. Vuestro esfuerzo será tan
improductivo como fue el trabajo del ejército de Jerjes, quien, según el dicho
de Herodoto, mandó a sus tres millones de soldados azotar al Helesponto para
castigarle por haber destruido el puente de barcas que el gran rey había
construido.
Los instrumentos y el
capital, la tierra, el trabajo, separados y considerados en abstracto, sólo son
productivos metafísicamente. El propietario que exige una aubana como precio
del servicio de su instrumento, de la fuerza productiva de su tierra, se funda
en un hecho radicalmente falso, a saber: que los capitales producen algo por sí
mismos, y al cobrar ese producto imaginario, recibe, indudablemente, algo por
nada. Se me dirá: Pero si el herrero, el carretero, todo industrial, en una
palabra, tiene derecho al producto por razón de los instrumentos que
suministra, y si la tierra es un instrumento de producción, ¿por qué este
instrumento no ha de valer a su propetario, verdadero o supuesto, una participación
en los productos, como les vale a los fabricantes de carros y de coches?
Contestación: Este es el nudo de la cuestión, el arcano de la
propiedad, que es indispensable esclarecer si se quiere llegar a comprender
cuáles son los extraños efectos del derecho de aubana.
El obrero que fabrica o
que repara los instrumentos del cultivador, recibe por ello el precio una vez,
ya en el momento de la entrega, ya en varios plazos; y una vez pagado al obrero
este precio, los útiles que ha entregado dejan de pertenecerle. Jamás reclama
doble salario por un mismo útil, por una misma reparación: si todos los años
participa del producto del arrendatario, es porque todos los años les presta
algún servicio nuevo.
El propietano, por su
parte, no pierde la menor porción de su tierra; eternamente exige el pago de
sus instrumentos y eternamente los conserva. En efecto, el precio de arriendo
que percibe el propietario no tiene por objeto atender a los gastos de
entretenimiento y reparación del instrumento. Estos gastos son de cargo del
arrendatario y no conciernen al propietario sino como interesado en la
conservación de la cosa. Si él se encarga de anticiparlos, tiene buen cuidado
de reintegrarse de sus desembolsos. Este precio no representa, en modo alguno,
el producto del instrumento, puesto que éste, por sí mismo, nada produce; ya lo
hemos comprobado anteriormente y tendremos ocasión de observarlo más adelante.
Finalmente, el precio no representa tampoco la participación del propietario en
la producción, puesto que esta participación sólo podría fundarse, como la del
herrero o la del carretero, en la cesión de todo o parte de su instrumento, en
cuyo caso el propietario dejaría de serlo, oponiéndose esto a la idea de
propiedad.
Por consiguiente, entre
el propietario y el arrendatario no hay cambio alguno de valores ni de
servicios. Luego, conforme hemos afirmado, el arrendamiento es una verdadera
aubana, un robo, cuyos elementos son el fraude y la violencia de una parte, y
la ignorancia y la debilidad de otra. «Los productos -dicen los
economistas- sólo se compran con productos.» Este aforismo es la
condenación de la propiedad. El propietario que no produce por sí mismo ni por
su instrumento y adquiere los productos a cambio de nada es un parásito o un
ladrón. Por tanto, si la propiedad sólo puede existir como derecho, la
propiedad es imposible.
Para satisfacer un
arriendo de 100, a razón del 10 por 100 del producto, es preciso que éste sea
1.000; para que el producto sea 1.000, es necesario el esfuerzo de 1.000
trabajadores. Síguese de aquí que permitiendo a los 100 trabajadores
propietarios que se den vida de rentistas, nos vemos en la imposibilidad de
pagarles sus rentas. En efecto, la fuerza productiva, que en un principio era
de 1.000, al descontar esos 100 propietarios, queda reclucida a 900, cuyo 10
por 100 es 90. Es, pues, necesario, o que 10 propietarios de los 100 no cobren,
si los 90 restantes quieren percibir íntegras las rentas, o que todos se
conformen con tener en ellas una disminución de 10 por 100. Porque no es el
trabajador, que no ha faltado a ninguna de sus ocupaciones y sigue produciendo
como antes, quien ha de sufrir los efectos de la inactividad del propietario:
éste es quien debe sufrir las consecuencias de su ociosidad. Pero en este caso
el propietario se encontrará más pobre que antes; al ejercitar su derecho, lo
pierde; parece, como que la propiedad disminuye hasta desvanecerse cuando más
empeño se pone en sujetarla; cuanto más se la persigue, menos se deja coger.
¿Qué derecho es ese que está sometido a toda alteración, según la relación de
los números, y que una combinación aritmética puede destruir?
El propietario
trabajador recibe: 1º. como trabajador, 0,9 de salario; 2º. como propietario, 1
de renta. Pero dice: «Mi renta es suficiente; no tengo necesidad de trabajar
para tener hasta lo superfluo.» Y he aquí que la renta con que contaba ha
disminuido en una décima parte, sin que acierte a encontrar el motivo de tal
disminución. Y es que tomando parte en la producción, él mismo creaba esa
décima parte que ahora no halla, y creyendo trabajar sólo para él, sufría, sin
advertirlo, en el cambio de sus productos, una pérdida cuyo resultado era
pagarse a sí mismo un diezmo de su propia renta como cualquier otro: producía
1, y no recibía más que 0,9.
Si en vez de 900
trabajadores no hay más que 500, la totalidad del precio de la renta se
reducirá a 50; si no más 100, a 10. Podemos, pues, sentar como ley de economía
propietaria el axioma siguiente: La aubana disminuye en proporción al
aumento del número de ociosos.
Esta primera solución va
a conducirnos a otra aún más extraña: se trata de liberarnos de una vez de
todas las cargas de la propiedad, sin abolirla, sin causar perjuicio a los
propietarios, mediante un procedimiento eminentemente conservador.
Acabamos de ver que si
el precio del arriendo de una sociedad de 1.000 trabajadores es 100, el de 900
será 90; el de 800, 80; el de 100, 10, etc. De modo que si la sociedad no
cuenta más que con un trabajador, ese precio será 0,1, cualesquiera que sean
por otra parte la extensión y el valor del terreno apropiado. Por tanto, dado
un capital territorial, la producción estará en razón del trabajo, no en
razón de la propiedad.
Con arreglo a este
principio, investiguemos el límite máximo de la aubana en toda propiedad. ¿Qué
es en su origen el arrendamiento? Un contrato por el cual el propietario cede a
un colono la posesión de su tierra, a cambio de una parte de lo que él, el
propietario, abandona. Si por el aumento de su familia, el arrendatario es 10
veces más fuerte que el propietario, producirá 10 veces más. ¿Será esto una
razón para que el propietario aumente 10 veces la renta? Su derecho no es:
cuanto más produces, más renta; sino: cuanto más te cedo, más cobro. El aumento
de la familia del colono, el número de brazos de que dispone, los recursos de
su industria, causas del acrecentamiento de la producción, son ajenos al propietario.
Sus pretensiones deben tasarse por la fuerza productiva que él tenga, no por la
fuerza productiva que otros tengan. La propiedad es el derecho de aubana, no es
el derecho de capitación (Impuesto que satisfacía cada individuo a su sefior en
tiempo del feudalismo.). ¿Cómo un hombre, capaz apenas para cultivar una
hectárea de terreno, ha de poder exigir a la sociedad, porque su propiedad
tenga 10.000 hectáreas, 10.000 veces lo que él no podría producir en una sola?
¿Por qué razón ha de aumentar el precio de lo arrendado en proporción a la
aptitud y al esfuerzo del arrendatario, y no en razón de la utilidad de que se
haya desprendido el propietario? Fuerza es, pues, reconocer esta segunda ley
económica: La aubana tiene por medida una fracción de la producción del
propietario.
¿Pero cuál es esta
producción? En otros términos: ¿en qué consiste lo que el señor y dueño de un
terreno, al prestarle a un colono, puede decir con razón que le abandona?
Siendo 1 la fuerza productiva de un propietario, el producto de que se priva al
ceder su tierra es también 1. Si la tasa de la aubana es, pues, 10 por 100, el
máximo de toda aubana será 0,1.
Pero ya hemos visto que
cada vez que un propietario abandona la producción, la suma tle los productos
disminuye en unidad. Por tanto, siendo la aubana que le corresponde mientras
está entre los trabajadores igual a 0,1, será, por su retraimiento, según la
ley de decrecimiento del arriendo, igual a 0,09. Esto nos lleva a establecer
esta última fórmula: El máximum de renta de un propietario es igual a la
raíz cuadrada del producto de un trabajador (previa determinación del
producto por un número dado); la disminución que sufre esa renta cuando el
propietario no trabaja, es igual a una fracción que tiene por numerador la
unidad y por denominador el número que sirva para expresar el producto.
Así el máximo de renta
de un propietario ocioso, o que trabajé por su propia cuenta sin relación con
la sociedad, calculada al 10 por 100 sobre una producción media de 1.000
francos por trabajador, será de 90 francos. Por tanto, si Francia tiene un
millón de propietarios disfrutando, uno con otro, 1.000 francos de renta que se
consumen improductivamente, en vez de 1.000 millones que perciben cada año,
sólo se les debe, en rigor de derecho y con arreglo al cálculo más exacto, 90
millones.
Ya es algo conseguir una
reducción de 910 millones sobre las cargas que aniquilan a la clase
trabajadora. Sin embargo, no hemos terminado todavía la cuenta, y el trabajdor
no conoce aún toda la extensión de sus derechos.
¿Qué es el derecho de
aubana reducido, como acabamos de ver, a su justa medida en el propietario
ocioso? Una remuneración del derecho de ocupación. Pero siendo el derecho de
ocupación igual para todos, todos los hombres serán, por el mismo título, propietarios;
todos tendrán derecho a una renta igual a determinada fracción de su producto.
Luego si el trabajador está obligado por el derecho de aubana a pagar una renta
al propietario, éste vendrá obligado, por el mismo derecho, a pagar igual renta
al trabajador, y puesto que sus mutuos derechos se compensan, la diferencia
entre ellos es igual a cero.
Si el derecho de aubana
pudiera sujetarse a las leyes de la razón y de la justicia, se linútaría a una
indemnización, cuyo máximum no excedería jamás, para cada trabajador, de una
determinada fracción de lo que es capaz de producir. Acabamos de demostrarlo.
Pero ¿cómo es posible que el derecho de aubana, o, denominándolo sin temor por
su verdadero nombre, el derecho del robo se deje regular por la razón, con la
que nada tiene de común? El propietario no se contenta con la aubana, tal como
el buen sentido y la naturaleza de las cosas la establecen: obliga a que se la
satisfagan diez, ciento, mil, un millón de veces. Entregado a sus propias
fuerzas, no obtendría de la cosa más que una producción igual a 1, y exige que
la sociedad le pague, no un derecho proporcional a la potencia productiva de sí
mismo, sino un impuesto por cabeza. Pone precio a sus hermanos según su fuerza,
su número y su industria. Cuando nace un hijo al labrador, dice el propietario:
«Me alegro; ya tengo una aubana más.» ¿Cómo se ha realizado esta transformación
del arriendo en capitación? ¿Cómo nuestros jurisconsultos y nuestros teólogos,
siendo tan meticulosos, no han reprimido esa extensión del derecho de aubana?
El propietario calcula
cuántos trabajadores necesita, según su respectiva aptitud en la producción,
para ocupar su finca. La divide en otras tantas porciones, y dice: «Cada uno me
pagará la aubana.» Para multiplicar su renta le basta, pues, dividir su
propiedad. En vez de evaluar a razón de su trabajo personal el interés que debe
percibir, lo tasa con arreglo a su propiedad, y por virtud de esta sustitución,
la misma propiedad, que en manos del dueño no podía producir nunca más que uno,
le vale diez, mil, un millón. Para ello sólo necesita anotar los nombres de los
trabajadores que se le ofrecen: su labor se reduce a otorgar permisos y a
extender recibos. No contento aún con trabajo tan cómodo, el propietario enjuga
el déficit que resulta de su inacción cargándolo sobre el productor, al que
exige siempre la misma renta. Una vez elevado el arriendo a su precio máximo,
el propietario no lo disminuye; la carestía de las subsistencias, la escasez de
brazos, los contratiempos de las estaciones, la mortalidad misma, son
circunstancias para él indiferentes; ¿por qué ha de sufrir esos perjuicios si
él no trabaja? Aquí empieza una nueva serie de fenómenos.
Say, que razona muy bien
siempre que impugna el ¡inpuesto, pero que no quiere comprender nunca que el
propietario ejercita con relación al colono el mismo acto de expoliación que el
perceptor de aquél, replica en estos términos a Malthus: «Si el recaudador de
contribuciones, sus agentes, etc., consumen un sexto de los productos, obligan
por este hecho a los productores a nutrirse, a vestirse, en una palabra, a
vivir con las cinco sextas partes restantes de su producción. Esto es
indudable, pero al mismo tiempo suele objetarse que cada uno puede vivir con
las cinco sextas partes de lo que produce. Yo mismo, si se quiere, convendría
en ello, pero preguntaría a mi vez: ¿es posible creer que el productor viviría
de igual modo en el caso de que se le exigiera en vez de un sexto dos sextos o
el tercio de su producción? No, y, sin embargo, aún podría vivir. En tal caso,
volvería a preguntar si todavía le sería posible la vida arrebatándole los dos
tercios.... después las tres cuartas partes... pero observo que ya nadie me
contesta.»
Si el padre de los
economistas franceses estuviera menos ofuscado por sus prejuicios en. favor de
la propiedad, coroprendería que eso mismo, precisamente, ocurre con la renta.
Supongamos que una familia de campesinos, compuesta de seis personas, el padre,
la madre y cuatro hijos, vive de un pequeño patrimonio explotado por ellos.
Supongamos también que trabajando incesantemente consiguen cubrir todas sus
necesidades, y que, una vez instalados, vestidos y alimentados, no contraen
deudas, pero tampoco hacen economías. Venga buen o mal año, van viviendo; si el
año es excelente, el padre bebe vino, las hijas se compran un traje, los
muchachos un sombrero; comen entonces alguna que otra golosina y carne de vez
en cuando. Pues bien, afirmo que esta familia acaba por arruinarse.
En efecto, según el
tercer corolario de nuestro axioma, esos individuos se adeudan a sí mismos un
interés por el capital de que son propietarios: apreciando este capital de
8.000 francos, a 20 por 100, resultan 200 francos de interés anual. Si estos
200 francos, en vez de ser descontados del producto, bruto para construir un
ahorro y capitalizarse, se invierten en el consumo, existirá un déficit anual
de 200 francos sobre el activo de la explotación, de modo que al cabo de
cuarenta años esta pobre gente, sin sospecharlo siquiera, se habrá comido su
haber y verá fallida su empresa.
Este resultado, que
parece absurdo, es, sin embargo, una triste realidad.
Uno de los hijos es
llamado al servicio militar... ¿Qué es el servicio militar? Un acto de propiedad
ejercido por el Estado sobre los ciudadanos: una expoliación de hombres y de
dinero. Los campesinos no quieren que sus hijos sean soldados, en lo que tienen
razón sobrada. Es difícil que un hombre de veinte años gane nada con estar en
el cuartel; o se pervierte o lo aborrece. Juzgad en general de la moralidad del
soldado por la aversión que tiene al uniforme; hombre desgraciado o pervertido,
ésa es la condición del soldado en las filas. No debiera suceder esto, pero así
es. Preguntad a los miles de hombres que están sobre las armas y veréis como no
hay uno que me desmienta.
Nuestro campesino, para
redimir a sus dos hijos, desembolsa 4.000 francos que toma a préstamo al 5 por
100: he aquí ya los 200 francos de que hemos hablado antes. Si hasta ese
momento la producción de la familia, normalmente en equilibrio con su consumo,
ha sido de 1.200 francos, o sean 200 por persona, será necesario para pagar
dicho interés, o que los seis trabajadores produzcan como siete, o que consuman
como cinco. Reducir el consumo no es posible; ¿cómo privarse de lo necesario?
Producir más es imposible también: no cabe ya trabajar más. ¿Podrán seguir un
sistema mixto consumiendo como cinco y medio y produciendo como seis y medio?
Bien pronto se convencerían de que con el estómago no es posible transigir.
Llegando a cierto punto de abstinencia, no cabe el aumento de sus privaciones;
lo que puede descontarse de lo estrictamente necesario, sin riesgo de la salud,
es insignificante; y en cuanto al propósito de elevar la producción, una
helada, una sequía, una epidemia en las plantas o en el ganado frustran todas
las esperanzas del labrador. Al poco tiempo deberá la renta, se habrán
acumulado los intereses, la granja será embargada y desahuciado de ella su
antiguo inquilino.
Así una familia que
vivió feliz mientras no ejercitó el derecho de propiedad cae en la miseria tan
pronto como se ve en la necesidad de ejercitarlo. Para que la propiedad quede
satisfecha es preciso que el colono tenga el doble poder de hacer multiplicar
el suelo y de fecundizarlo. Simple poseedor de la tierra, encuentra en ella el
hombre con qué mantenerse; en cuanto intenta ejercitar el derecho del
propietario, ya no le basta. No pudiendo producir más que lo que consume, el
fruto que cosecha es la recompensa de su trabajo; pero no consigue ganar para
el pago de la renta, que es la retribución del instrumento.
Pagar lo que no puede
producir: tal es la condición del arrendatario cuando el dueño abandona la
producción social para explotar al trabajador con nuevos procedimentos.
Volvamos entretanto a
nuestra primera hipótesis. Los novecientos trabajadores, seguros de haber
trabajado tanto como antes, se ven sorprendidos, después de pagar sus rentas,
notando que tienen un décimo menos que el año anterior. En efecto, este décimo
era producido y satisfecho por el propietario trabajador cuando participaba en
la producción y contribuía a las cargas públicas. Ahora ese décimo no ha sido
producido, y, no obstante, ha sido satisfecho; debe, pues, deducirse del
consumo del producto. Para enjugar este incomprensible déficit, el trabajador
toma dinero a préstamo en la seguridad de pagarlo. Pero esta seguridad al año
siguiente se convierte en un nuevo préstamo, aumentado por los intereses
atrasados del primero. ¿Y a quién se dirige en solicitud de fondos? Al
propietario. El propietario presta al trabajador lo que le cobra de más, y este
exceso, que en justicia debiera restiturle, le produce un nuevo beneficio en
forma de préstamo a interés. Llegado ese caso, las deudas aumentan infinitamente;
el propietario se niega finalmente a hacer anticipas a un productor que no le
paga nunca, y este productor, siempre robado y siempre recibiendo a préstamo su
propia riqueza, acaba por arruinarse. Supongamos que entonces el propietario,
que para conservar sus rentas tiene necesidad del colono, le perdona sus
deudas. Habrá realizado un acto de gran beneficencia, por el cual el señor cura
le elogiará en el sermón, mientras el pobre arrendatario, confundido ante tan
inagotable caridad, enseñado por el Catecismo a rogar por sus bienhechores, se
dispondrá a redoblar sus esfuerzos y sus privaciones con objeto de corresponder
a un amo tan bueno.
Esta vez el colono toma
sus medidas: eleva el precio de los cereales. El industrial hace otro tanto con
sus productos, la reacción llega, y después de algunas oscilaciones, la renta
que el labrador creyó imponer al industrial vuelve a pesar sobre él. Y mientras
espera confiado el éxito de su inútil táctica, continúa siendo pobre, aunque en
proporción algo menor que antes. Porque si el alza de la producción ha sido
general, habrá alcanzado al propietario, de suerte que los trabajadores, en vez
de empobrecerse en un décimo, lo están solamente en nueve centésimas. Pero la
deuda, aunque menor, subsiste, y para satisfacerla es necesario, como antes,
tomar dinero a préstamo, abonar réditos, economizar y ayunar. Ayuno por las
nueve centésimas que no debiera pagar y que paga; ayuno por la amortización de
las deudas; ayuno por sus intereses, y, además, si la cosecha es mala, el ayuno
llegará hasta la inanición. Se dice: es preciso trabajar más. Pero el exceso de
trabajo perjudica tanto como el ayuno: ¿qué ocurrirá si se reúnen? Es
preciso trabajar más, significa aparentemente que es preciso producir más.
¿Y en qué condiciones se realiza la producción? Por la acción combinada del
trabajo, del capital y la tierra. El trabajo, el arrendatario se encarga de
facilitarle; pero el capital sólo se forma por el ahorro, y si el colono
pudiese ahorrar algo, no tendría deudas. Aun admitiendo que tuviera capital,
¿de qué le servirá si la extensión de la tierra que cultiva es siempre la
misma? No es capital lo que le hace falta; lo que necesita es multiplicar el
suelo.
¿Se dirá finalmente que
es preciso trabajar mejor y con más fruto? Hay que tener en cuenta que la renta
está calculada sobre un término medio de producción que no puede ser rebasado;
si lo fuese, el propietario se apresuraría a encarecer el precio del arriendo.
¿No es así como los grandes propietarios territoriales han aumentado sucesivamente
el precio de la madera de construcción a medida que el desarrollo de la
población y el desenvolvimiento de la industria les han advertido los
beneficios que la sociedad podía obtener de sus propiedades? El propietario
permanece extraño a la acción social; pero como el ave de rapiña, fijos los
ojos en su víctima, está siempre dispuesto a arrojarse sobre ella para
devorarla.
Los hechos que hemos
observado en una sociedad de mil personas se reproducen en gran escala en cada
nación y en la humanidad entera, pero con variaciones infinitas y caracteres
múltiples, que no es mi propósito describir.
En suma, la propiedad,
después de haber despojado al trabajador por la usura, le asesina lentamente
por la extenuación. Sin la expoliación y el crimen, la propiedad no es nada.
Con la expoliación y el crimen es insostenible. Por tanto, es imposible.
Cuando el asno lleva
mucha carga, se tira al suelo; pero el hombre camina siempre. En esta indomable
energía, que,-el propietario conoce, funda la esperanza de su especulación. «Si
el trabajador cuando es libre produce 10, para mí -piensa el propietario-
producirá 12.»
En efecto, antes de
consentir la confiscación de su campo, antes de abandonar el hogar paterno, el
labrador, cuya historia hemos referido, hace un desesperado esfuerzo; toma en
arriendo nuevas tierras. Su propósito es sembrar una tercera parte más, y
siendo para él la mitad de este nuevo producto, o sea, una sexta parte, tendrá
de sobra para pagar toda la renta. ¡Oué grave error! Para aumentar en una sexta
parte su producción, es preciso que el agricultor aumente su trabajo, no en un
sexto, sino en dos sextos más. Sólo a este precio recolecta y paga un arriendo
que no debe ante Dios. La conducta del colono es imitada también por el
industrial. Aquél multiplica su labor, perjudicando a sus companeros; el
industrial rebaja el precio de su mercancía, y se esfuerza en acaparar la
fabricación y la venta, en aniquilar a los que le hacen la competencia. Para
saciar a la propiedad, es necesario, ante todo, que el trabajador produzca más
de lo que sus necesidades exigen; y después, que produzca más de lo que
consienten sus fuerzas. Para producir más de lo que sus energías y sus
necesidades permiten es preciso apoderarse de la producción de otro y, por
consiguiente, disminuir el número de productores. Así, el propietario, después
de haber aminorado la producción, al abandonarla la reduce todavía más,
fomentando el acaparamiento del trabajo. Veámóslo.
Siendo un décimo el
déficit sufrido por el trabajador después del pago de la renta, según hemos
visto, en esa cantidad ha de procurar aumentar su producción. Para ello no ve
más medio que centuplicar sus esfuerzos; esto es, pues, lo que hace. El
descontento de los propietarios que no han podido cobrar íntegras sus rentas;
los ofrecimientos ventajosos y las promesas que les hacen otros colonos que
ellos reputan más diligentes, más laboriosos, más formales; las intrigas de
unos y otros, son causas determinantes de una alteración en la repartición de
los trabajos y de la eliminación de un determinado número de productores. De
900, son expulsados 90, con objeto de añadir un décimo a la producción de los
restantes. Pero ¿habrá aumentado por eso el producto total? Evidente es que no.
Habrá 810 trabajadores, produciendo como 900, siendo así que debían producir
como 1.000. Además, establecida la renta en razón al capital industrial y no en
razón al trabajo, las deudas seguirán como antes, con un aumento en el trabajo.
He aquí una sociedad que se diezma progresivamente, y que de seguro se
extinguiría si las quiebras y las catástrofes económicas y políticas no
viniesen de tiempo en tiempo a restablecer el equilibrio y a distraer la
atención de las verdaderas causas del infortunio universal.
Al acaparamiento de los
capitales y de las tierras sucede el desarrollo económico, cuyo desarrollo es
colocar fuera de la producción a un determinado número de trabajadores. El
rédito es la pesadilla de arrendatario y del comerciante, los cuales piensan de
este modo: «Si pagase menos por la mano de obra, podría satisfacer la rena y
los intereses que debo. Y entonces esos admirables inventos, destinados a hacer
el trabajo fácil y rápido, se convierten en máquinas infernales que matan a los
trabajadores por millares.
«Hace algunos años la
condesa de Stratford expulsó 15.000 individuos de sus tierras, de las que eran
arrendatarios. Este acto de administración privada fue repetido en 1820 por
otro gran propietario escocés, siendo víctimas 600 familias de colonos.»
(Tissot, Del suicidio y de la rebelión.)
El autor citado, que ha
escrito páginas elocuentes acerca del espíritu de protesta que caracteriza a
las sociedades modernas, no dice si habría desaprobado la rebeldía de esos
proscritos. Por mi parte, declaro sin rebozo que ese acto hubiese sido, a mi
juicio, el primero de los derechos y el más santo de los deberes, y mi mayor
deseo consiste en que oigan todos mi profesión de fe.
La sociedad se extingue:
1º. por la supresión violenta y periódica de los trabajadores; acabamos de
verlo y lo hemos de comprobar más adelante; 2º. por la limitación que la
propiedad impone al consumo del productor. Estas dos formas de suicidio son
simultáneas y se complementan; el hombre se une a la usura para hacer que el
trabajo sea cada vez más necesario y más escaso.
Con arreglo a los
principios del comercio y de la economía política, para que una empresa
industrial sea buena es preciso que su producto sea igual: 1º. al interés del
capital; 2º. al gasto de conservación de ese capital; 3º. al importe de los
salarios de todos los obreros y empresarios; además, es necesario obtener un
beneficio tan crecido como sea posible.
Fuerza es admirar el
genio fiscal y codicioso de la propiedad. El capitalista busca hacer efectiva
la aubana bajo todos los nombres: 1º. en forma de interés; 2º. en la de
beneficio. Porque, según se dice, el interés del capital forma parte de los
anticipas de la fabricación. Si se lían empleado 100.000 francos en una manufactura,
y deducidos los gastos se obtiene un ingreso anual de 5.000, no hay beneficio
alguno, sino simplemente interés del capital. Pero el propietario no es hombre
dispuesto a ninguna clase de trabajo; semejante al león de la fábula, cobra en
razón de cada uno de los diversos títulos que se atribuye- de modo que una vez
liquidados sus derechos no quedará nada para los demás asociados.
Hace como el león de la
fábula, que se apropiaba todas las partes, porque era el más fuerte.
Como empresario tomo la
primera parte;
como trabajador me
apropio la segunda;
como capitalista me
corresponde la tercera;
como propietario todo es
MÍO.
En cuatro versos ha
resumido Fedro todas las formas de la propiedad.
Yo afirmo que ese
interés, y con mayor razón ese beneficio, es imposible. ¿Qué son los
trabajadores en sus mutuas relaciones del trabajo? Miembros diferentes de una
gran sociedad industrial, encargados, cada uno en particular, de una
determinada parte de la producción general, conforme al principio de la
división del trabajo. Supongamos que esta sociedad se reduce a los tres
individuos siguientes: un ganadero, un curtidor y un zapatero. La industria
social consistirá en hacer zapatos. Si yo preguntase cuál debe ser la parte de
cada uno en el producto social, un niño me respondería que esa parte es igual
al tercio del producto. Pero no se trata aquí de ponderar los derechos de los
trabajadores convencionalmente asociados, sino de probar que, aunque no estén
asociados esos tres industriales, se ven obligados a obrar como si lo
estuvieron, y que, quieran o no quieran, la fuerza de las cosas, la necesidad
matemática, les asocia.
Tres operaciones son
indispensables para producirá zapatos; el cuidado de la ganadería, la
preparación del cuero, el corte y la costvira. Si el cuero en manos del pastor
vale uno, valdrá dos al salir del taller del curtidor y tres al exponerse en la
tienda del zapatero. Cada trabajador ha producido un grado de utilidad; de modo
que, sumando todos ellos, se tendrá el valor de la cosa. Para adquirir una cantidad
cualquiera de ese producto es, por tanto, preciso que cada productor abone en
primer término su propio trabajo, y después el de los demás productores. Así,
para adquirir 10 en zapatos, el ganadero dará 30 en cueros sin curtir y el
curtidor 20 en cuero curtido. Porque en razón de las operaciones realizadas, 10
en zapatos valen 30 en cuero en bruto, de igual modo que 20 en cuero curtido
valen también 30 en cuero sin curtir. Si el zapatero exige 33 al ganadero y 22
al curtidor por 10 de su mercancía, no se efectuará el cambio, porque
resultaría que el ganadero y el curtidor, después de haber pagado 10 por el
trabajo del zapatero, venían a readquirir por 11 lo que ellos mismos habían
dado por 10, lo cual es imposible.
Pues esto es
precisamente lo que ocurre siempre que un industrial realiza un beneficio
cualquiera, llámese renta, alquiler, interés o ganancia. En la reducida
sociedad de que hablamos, si el zapatero, para procurarse los útiles de su
oficio, para comprar las primeras provisiones de cuero y para vivir algún
tiempo antes de reintegrarse de esos gastos, toma dinero a préstamo, es
evidente que para pagar el interés de ese dinero se verá obligado a
beneficiarse a costa del curtidor y del ganadero; pero como este beneficio es
imposible sin cometer fraude, el interés recaerá sobre el desdichado zapatero,
y le arruinará en definitiva.
He puesto como ejemplo
un caso imaginario y de una sencillez fuera de lo natural, pues no hay sociedad
humana que esté reducida a tres funciones. La sociedad menos civilizada obliga
a numerosas industrias. Hoy, el número de funciones industriales (y entiendo
por función industrial toda función útil) asciende quizá a más de mil. Pero
cualquiera que sea el número de funcionarios, la ley económica sigue siendo a
misma. Para qué el productor viva, es preciso que con su salario pueda
readquirir su producto.
Los economistas no
pueden ignorar este principio rudimentario de su pretendida ciencia. ¿Por qué,
pues, se obstinan en sostener la propiedad, la desigualdad de los salarios, la
legitimidad de la usura, la licitud del lucro, cosas todas que contradicen la
ley económca y hacen imposible las transacciones? Un intermediario adquiere
primeras materias por valor de 100.000 francos; paga 50.000 por salarios y mano
de obra, y luego pretende obtener 200.000 del producto. Es decir, quiere
beneficiarse a costa de la materia y del trabajo de sus obreros; pero si el que
facilitó esas primeras materias y los trabajadores que las transformaron no
pueden readquirir con la suma total de sus salarios lo mismo que para el
mediador produjeron, ¿cómo pueden vivir? Explicaré minuciosamente esta
cuestión; los detalles son en este punto necesarios.
Si el obrero recibe por
su trabajo un salario medio de tres francos por día, para que el patrono gane alguna
cosa es necesario que al revender, bajo la forma de mercancía, la jornada de su
obrero, cobre por ella más de tres francos. El obrero no puede, por tanto,
adquirir lo que él mismo ha producido por cuenta del capitalista.
Esto ocurre en todos los
oficios sin excepción. El sastre, el sombrerero, el ebanista, el herrero, el
curtidor, el albañil, el joyero, el impresor, el dependiente, etc., hasta el
agricultor, no pueden readquirir sus productos, ya que produciendo para un
patrono, a quien en una u otra forma benefician, habrían de pagar su propio
trabajo más caro que lo que por él reciben.
En Francia, 20 millones
de trabajadores dedicados al cultivo de todas las carreras de la ciencia, del
arte y de la industria producen todas las cosas útiles a la vida del hombre. La
suma de sus jornales equivale cada año hipotéticamente a 20.000 millones; pero
a causa del derecho de propiedad y del sinnúmero de aubanas, primas, diezmos,
gabelas, intereses, ganancias, arrendamientos, alquileres, rentas y beneficios
de toda clase, los productos son valorados por los propietarios y patronos en
25.000 millones. ¿Qué quiere decir esto? Que los trabajadores, que están
obligados a adquirir de nuevo esos mismo productos para vivir, deben pagar como
cinco lo que han producido como cuatro, o ayunar un día cada cinco.
Si hay un economista
capaz de demostrar la falsedad de este cálculo, le invito a que lo haga, y, en
ese caso, me comprometo a retractarme de cuanto he dicho contra la propiedad.
Examinemos entretanto
las consecuencias de este beneficio. Si el salario del obrero fuese el mismo en
todas las profesiones, el déficit ocasionado por la detracción del propietario
se haría notar igualmente en todas ellas; pero la causa del mal se habría
manifestado con tal evidencia, que hace tiempo hubiese sido advertida y
reprimida. Mas como en los salarios, desde el del barrendero hasta el del
ministro, impera la misma desigualdad que en las propiedades, sigue la
expoliación un movimiento de repercusión del más fuerte al más débil, por el cual
el trabajador sufre mayor número de privaciones cuanto más bajo está en la
escala social, cuya última clase se ve literalmente desnuda y devorada por las
demás.
Los trabajadores no
pueden comprar ni los lienzos que tejen, ni los muebles que construyen, ni los
metales que forjan, ni las piedras preciosas que tallan, ni las estampas que
graban; no pueden procurarse el trigo que siembran, ni el vino que hacen, ni la
carne de los animales que pastorean; no les está permitido habitar en, las
casas que edifican, asistir a los espectáculos que sufragan, dar a su cuerpo el
descanso que necesitan. Y esto es así porque para disfrutar de todo ello
tendrían que adquirirlo a precio de coste, y el derecho de aubana se lo impide.
Debajo de las lujosas muestras de esos almacenes suntuosos que su indigencia
admira, el trabajador lee en gruesos caracteres: TODO ESTO ES OBRA TUYA Y
CARECERÁS DE ELLO. ¡Sic vos non vobis!
Todo industrial que hace
trabajar a 1.000 obreros y gana con cada uno de ellos un céntimo por día es un
hombre que ocasiona la miseria de 1.000 obreros. Todo explotador ha jurado
mantener el pacto del hambre. Pero el pueblo carece hasta ese trabajo, mediante
el cual la propiedad le aniquila. ¿Y por qué? Porque la insuficiencia del
salario obliga a los obreros al acaparamiento del trabajo, y antes de ser
diezmados por la miseria se diezman ellos mismos por la concurrencia. Conviene
tener presente esta verdad.
Si el salario del obrero
no le permite adquirir su producto, claro es que el producto no es para el
productor. ¿Para quién se reserva en ese caso? Para el consumidor rico, es
decir, solamente para una pequeña parte de la sociedad. Pero cuando toda la
sociedad trabaja, produce para toda la sociedad; luego si sólo una parte de la
sociedad consume, es a cambio de que el resto permanezca inactivo. Y estar en
esa inactividad es perecer, tanto para el trabajador como para el propietario;
es imposible salir de esta conclusión.
El espectáculo más
desolador que puede imaginarse es ver los productores rebelarse y luchar contra
esa necesidad matemática, contra ese poder de los números, que sus propios
prejuicios impiden conocer.
Si 100.0000 obreros
impresores pueden proveer al consumo literario de 34 millones de hombres, y el
precio de los libros sólo es accesible a una tercera parte de los consumidores,
es evidente que esos 100.000 obreros producirán tres veces más de lo que los
libreros pueden vender. Para que la producción de los primeros no sobrepase
nunca las necesidades del consumo será preciso, o que de tres días no trabajen
más que uno, o que se releven por terceras partes cada semana, cada mes o cada
trimestre, es decir, que no vivan durante dos tercios de su vida. Pero la
industria bajo la influencia capitalista no procede con esta regularidad: es en
ella de esencia producir mucho en poco tiempo, puesto que cuanto mayor sea la
masa de productos y más rápida la ejecución, más disminuye el precio de
fabricación de cada ejemplar. Al primer síntoma de escasez de productos, los
talleres se llenan de operarios, todo el mundo se pone en movimiento; entonces
el comercio es próspero, y gobernantes y gobernados aplauden. Pero cuanto mayor
es la actividad invertida, mayor es la ociosidad forzosa que se avecina; pronto
la risa se convertirá en llanto. Bajo el régimen de propiedad, las flores de la
industria no sirven más que para tejer coronas funerarias. El obrero que
trabaja cava su propia fosa.
Aun cuando el taller se
cierre, el capital sigue devengando interés. El propietario, para cobrarlo,
procura a todo trance mantener la producción disminuyendo sus gastos. Como
consecuencia vienen las rebajas del salario, la introducción de las máquinas,
la intrusión de niños y mujeres en los oficlos de los hombres, la depreciación
de la mano de obra y la mala fabricación. Aún se produce, porque la disminución
de los gastos facilita la venta del producto; pero no se continúa mucho tiempo,
pues fundándose la baratura del precio de coste en la cuantía y la celeridad de
la producción, la potencia productiva tiende más que nunca a sobrepasar el
consumo. Y cuando la producción se modera ante trabajadores cuyo salario apenas
basta para el diario sustento, las consecuencias del prinicipo de propiedad son
horrorosas. No hay economía, ni ahorro, ni recurso alguno que les permita vivir
un día más. Hoy se cierra el taller, mañana ayunarán en medio de la calle, al
otro día morirán de hambre en el hospital o comerán en la cárcel.
Nuevos accidentes vienen
a complicar esta espantosa situación. A consecuencia de la acumulación de
mercancías y de la extremada disminución del precio el industrial se ve muy
pronto en la imposibilidad de satisfacer los intereses de los capitales que
maneja. Entonces, los accionistas, alarmados, se apresuran a retirar sus
fondos, la producción se suspende totalmente, el trabajo se interrumpe. Hay
quien se extraña de que los capitales huyan del comercio para precipitarse en
la Bolsa, y hasta M. Blanqui se ha lamentado amargamente de la ignorancia y la
ligereza de los capitalistas. La causa de este movimiento de los capitales es muy
sencilla; pero por eso mismo un economista no podía advertirla, o mejor dicho,
no debía decirla. Esta causa reside únicamente en la concurrencia.
Llamo concurrencia no
solamente a la rivalidad de dos industrias de una misma clase, sino al esfuerzo
general y simultáneo de todas ellas para imponerse unas a otras. Este esfuerzo
es hoy tan intenso, que el precio de las mercancías apenas puede cubrir los
gastos de fabricación y de venta. De suerte que, descontados los salarios de
todos los trabajadores, no queda nada, ni aun el interés para los capitalistas.
La causa primera de la
paralización comercial e industrial es, por tanto, el interés de los capitales,
ese interés que la antigüedad designó con el infamante nombre de usura cuando
sirve para pagar el precio del dinero, pero que nadie se ha atrevido a condenar
bajo las denominaciones de alquiler, arriendo o beneficio, como si la especie
de las cosas prestadas pudiese nunca legitimar el precio del préstamo, el robo.
La cuantía de la aubana
que percibe el capitalista determinará siempre la frecuencia y la intensidad de
las crisis comerciales. Conocida la primera, será fácil determinar las últimas,
y recíprocamente. ¿Queréis saber cuál es el regulador de una sociead? Informaos
de la masa de capitales activos, es decir, que devenguen interés y de la tasa
legal de ese interés. El curso de los acontecimientos no será más que una serie
de quiebras, cuyo número e importancia estarán en razón directa de la acción de
los capitales.
El aniquilamiento de la
sociedad es unas veces insensible y permanente y otras periódico y brusco. Esto
depende de las varias formas que la propiedad reviste. En un país de propiedad
parcelaria y de pequeña industria, los derechos y las pretensiones de cada uno
se compensan mutuamente; la potencia usurpadora es muy débil; allí, en rigor de
la verdad, la propiedad no existe, puesto que el derecho de aubana apenas se
ejercita. La condición de los trabajadores, en cuanto a los medios de
subsistencia, es poco más o menos lo mismo que si hubiera entre ellos igualdad
absoluta; carecen de todas las ventajas de una verdadera asociación, pero al
menos sus existencias no están amenazadas. Aparte de algunas víctimas aisladas
del derecho de propiedad, cuya causa primera es desconocida para todos, la
sociedad vive tranquila en el seno de esta especie de igualdad; pero es de
advertir que está en equilibrio sobre el filo de una espada, y el menor impulso
la hará caer con estrépito.
De ordinario, el
movimiento de la propiedad se localiza. Por una parte, la renta se detiene en
un límite fijo; por otra, a consecuencia de la concurrencia y del exceso de
producción, el precio de las mercancías industriales se es, taciona; de modo
que la situación del labrador es siempre la misma, y sólo depende de la
regularidad de las estaciones. Es, por tanto, en la industria donde se nota
principalmente la acción devoradora de la propiedad. Por esto ocurre con
frecuencia lo que llamamos crisis industriales, y no existen apenas crisis
agrícolas, pues mientras el colono es devorado lentamente por el derecho de
aubana, el industrial es engullido de una vez. De aquí las huelgas en las
fábricas, las ruinas de las grandes fortunas, la miseria de la clase obrera,
gran parte de la cual va ordinariamente a morir en la vía pública, en los hospitales,
en las cárceles y en los presidios.
Resumamos esta
proposición:
La propiedad vende al
trabajador el producto más caro de lo que por,él le paga, luego es imposible.
¿Qué es el Gobierno? El
Gobierno es la economía pública, la administración suprema de la actividad y de
la riqueza de toda la nación.
Pero la nación es como
una gran sociedad de la que todos los ciudadanos son accionistas. Cada uno
tiene voz en la Asamblea, y si las acciones son iguales, debe poseer un voto.
Pero en el régimen de la propiedad, las participaciones de los accionistas son
desiguales. Hay quien tiene derecho a varios centenares de votos, mientras
otros sólo tienen uno. Si yo, por ejemplo, disfruto de un millón de renta, es
decir, si soy propietario de una fortuna de 30 ó 40 millones en bienes
inmuebles, y esta fortuna equivale a 1/30.000 del capital nacional, es evidente
que la superior administración de la fortuna equivale a 1/30.000 parte del
Gobierno, y si la nación cuenta 34 millones de habitantes, yo solo valgo tanto
como 1.133 poseedores de una sola acción.
Así, cuando M. Arago
pide el sufragio para todos los guardias nacionales, se ajusta a los buenos
principios, porque a todo ciudadano corresponde, por lo menos, una acción
nacional, la cual le da derecho a un voto. Pero el ilustre orador debería
pedir, al mismo tiempo, que cada elector tuviera tantos sufragios como
acciones, de la misma manera que se practica, según todos sabemos, en las
sociedades mercantiles. Porque lo contrario sería pretender que la nación
tuviese derecho a disponer de los bienes de los particulares sin consultarlos,
y esto es contrario al derecho de propiedad. En un país donde impere la
propiedad, la igualdad de los derechos electorales es una violación de la
propiedad.
Pero si la soberanía
puede y debe atribuirse a cada ciudadano en razón de su propiedad, los pequeños
accionistas están a merced de los más fuertes, quienes podrán, cuando quieran,
hacer de aquéllos sus esclavos casarlos a su voluntad, quitarles sus mujeres,
castrar a sus hijos, prostituir sus hijas, tirar al mar a los viejos, y a esto
habrán de llegar forzosamente en la imposibilidad de sostener a todos sus
servidores.
La propiedad es
incompatible con la igualdad política y civil, luego la propiedad es imposible.
Si consideramos, como
los economistas, al trabajador cual una máquina viviente, el salario que recibe
vendrá a representar el gasto necesario para la conservación y reparación de su
máquina. Un industrial que pague a sus empleados y obreros 3, 5, 10 y 15
francos por día y que se adjudique a sí mismo 20 francos por su dirección, no
cree perdidos sus desembolsos, porque sabeque reingresarán en su casa en forma
de producto. Así, trabajo y consumo reproductivo. son una misma cosa.
¿Qué es el propietario?
Una máquina que no funciona, o que, si funciona por gusto y según capricho, no
produce nada. ¿Qué es consumir propietariamente? Es consumir sin trabajar,
consumir sin reproducir. Porque aun lo que el propietario consume como
trabajador es siquiera consumo productivo; pero nunca da su trabajo a cambio de
su propiedad, ya que en ese caso dejaría de ser propietario. Si consume como
trabajador el propietario, gana, o por lo menos no pierde nada, porque recobra
lo gastado; si consume propietariamente, se empobrece. Para disfrutar la
propiedad es necesario destruirla. Para ser efectivamente propietario es
preciso dejar de serlo.
El trabajador que
consume su salario es una máquina que produce; el propietario que consume su
aubana es un abismo sin fondo, un arenal que se nega, una roca en la que se
siembra. Todo esto es tan cierto que el propietario, no queriendo o no sabiendo
producir, y conociendo que a medida que usa de la propiedad la destruye
irreparablemente, ha tomado el partido de obligar a otros a producir en su
lugar. Esto es lo que la economía política llama producir por su capital,
producir por su instrumento. Y esto es lo que hay que llamar producir
por un esclavo, producir como ladrón y como tirano. ¡Producir el
propietario! ... También el ratero bien puede decir: -Yo produzco.
El consumo del
propietario se denomina lujo en oposición al consumo útil. Por lo dicho se
comprende que puede haber gran lujo en una nación, sin que por ello sea más
rica, y que, por el contrario, será tanto más pobre cuanto más lujo haya. Los
economistas (preciso es hacerles justicia) han inspirado tal horror al lujo,
que, al presente, gran número de propietarios, por no decir casi todos,
avergonzados de su ociosidad, trabajan, ahorran, capitalizan. Esto es
acrecentar el daño.
He de repetir lo que ya
he dicho, aun a riesgo de ser pesado. El propietario que cree justificar sus
rentas trabajando y percibe remuneración por su trabajo, es un funcionario que
cobra dos veces. He aquí toda la diferencia que existe entre el propietario
ocioso y el propietario que trabaja. Por su trabajo, el propietario sólo gana
su salario, pero no sus rentas. Y como su condición económica le ofrece una
ventaja inmensa para dedicarse a las funciones más lucrativas, puede afirmarse
que el trabajo del propietario es más perjudicial que útil a la sociedad. Haga
lo que haga el propietario, el consumo de sus rentas es una pérdida real que
sus funciones retribuidas no reparan ni justifican, y que destruiría la
propiedad si no fuese necesariamente compensada con una producción ajena.
El propietario que consume
aniquila, por tanto, el producto. Pero todavía es peor que se dedique al
ahorro. Las monedas que guardan sus arcas pasan a otro mundo; no se las vuelve
a ver jamás. Si hubiera comunicación con la luna y los propietarios se
dedicasen a llevar allí sus ahorros, al cabo de algún tiempo nuestro planeta
sería transportado por ellos a dicho satélite.
El propietario que
economiza impide gozar a los demás, sin lograr disfrute para sí mismo. Para él
ni posesión ni propiedad. Como el avaro guarda su tesoro y no lo usa. Por mucho
que le mire y remire, le vigile y le acompañe, las monedas no parirán más
monedas. No hay propiedad completa sin disfrute, ni disfrute sin consumo, ni
consumo sin pérdida de la propiedad. Tal es la inflexible necesidad a que por
voluntad de Dios tiene que someterse el propietario. ¡Maldita sea la propiedad!
El propietario que
capitaliza su renta en vez de consumirla, la emplea contra la producción, y por
esto hace imposible el ejercicio de su derecho. Cuanto más aumente el importe
de los intereses que ha de recibir, mas tienen que disminuir los salarios, y
cuanto más disminuyan los salarios (lo que equivale a aminorar la conservación
y reparación de las máquinas humanas), más disminuye la cantidad de trabajo, y
con la cantidad de trabajo la cantidad del producto, y con ésta la fuente misma
de sus rentas. El siguiente ejemplo demostrará la verdad de esta afirmación.
Supongamos que una gran posesión de tierras laborables, viñedos, casa de labor,
etc., vale, con todo el material de explotación, 100.000 francos, valorada al 3
por 100 de sus rentas. Si en vez de consumir éstas el propietario las aplica,
no al aumento de su posesión, sino a su embellecimiento, ¿podrá exigir de su
colono 90 francos más cada año por los 3.000 que capitalizaría en otro caso?
Evidentemente, no; porque en semejantes condiciones el colono no producirá lo
bastante y se verá muy pronto obligado a trabajar por nada; ¿qué digo por nada?
a dar dinero encima para cumplir el contrato.
La renta no puede
aumentar sino por el aumento del fondo productivo; de nada serviría cerrarle
con tapias de mármol ni labrarle con arados de oro. Pero como no,siempre es
posible adquirir sin cesar, añadir unas fincas a otras, y el propietario puede
capitalizar en todo caso, resulta que el ejercicio de su derecho llega a ser,
en último término, fatalmente imposible. A pesar de esta imposibilidad, la
propiedad capitaliza, y al capitalizar multiplica sus intereses; y sin
detenerme a exponer los numerosos ejemplos particulares que ofrece el comercio,
la industria manufacturera y la banca, citaré un hecho más grave y que afecta a
todos los ciudadanos: me refiero al aumento indefinido del presupuesto del
Estado.
El impuesto es mayor
cada año. Seria difícil decir con exactitud en qué parte de las cargas públicas
se hace ese recargo, porque ¿quién se puede alabar de conocer al detalle un
presupuesto? Todos los días vemos en desacuerdo a los más hábiles hacendistas.
¿Qué creer de la ciencia de gobernar, cuando los maestros de Clla no pueden
entenderse? Cualesquiera que sean las causas inmediatas de esta progresión del
presupuesto, lo cierto es que los impuestos siguen aumentando de modo
desesperante. Todo el mundo lo ve, todo el mundo lo dice, pero nadie advierte
cuál es la pausa primera. Yo afirmo que lo que ocurre no puede ser de otra
manera y que es necesario e inevitable.
Una nación es como la
finca de un gran propietario que se llama Gobierno, al cual se abona,
por la explotación del suelo, un canon conocido con el nombre de impuesto. Cada
vez que el Gobierno sostiene una guerra, pierde o gana una batalla, cambia el
material del ejército, eleva un monumento, construye un canal, abre un camino o
tiende una línea férrea, contrae un nuevo préstamo, cuyos intereses pagan los
contribuyentes. Es decir, que el Gobierno, sin acrecentar el fondo de
producción, aumenta su capital activo. En una palabra, capitaliza exactamente
igual que el propietario a quien antes me he referido.
Una vez contratado el
empréstito y conocido el interés, no hay forma de eliminar esa carga del
presupuesto: para ello sería necesario que los prestamistas hiciesen dimisión
de sus intereses, lo cual no es admisible sin abandono de la propiedad; o que
el Gobierno se declare en quiebra, lo que supondría una negación fraudulenta
del principio político; o que satisfaciese la deuda, lo que no podría hacer
sino mediante otro préstamo; o que hiciera economías, reduciendo los gastos,
cosa también imposible, porque si se contrajo el préstamo fue por ser
insuficiente los ingresos ordinarios; o que el dinero gastado por el Gobierno
fuese reproductivo, lo cual sólo puede ocurrir acrecentando el fondo de
producción, acrecentamiento opuesto a nuestra hipótesis; o, finalmente, sería
preciso que los contribuyentes sufragasen un nuevo impuesto para reintegrar el
préstamo, cosa imposible, porque si la distribución de este impuesto alcanza a
todos los ciudadanos, la mitad de ellos, por lo menos, no podrían pagarlo, y si
sólo se exige a los ricos, será una exacción forzosa, un atentado a la
propiedad. Hace ya mucho tiempo que la práctica financiera ha demostrado que el
procedimiento de los empréstitos, aunque excesivamente dañoso, es todavía el
más cómodo, el más seguro y el menos costoso. Se acude, pues, a él; es decir,
se capitaliza sin cesar, se aumenta el presupuesto.
Por consiguiente, lejos
de reducirse el presupuesto, cada vez será mayor: éste es un hecho tan
sencillo, tan notorio, que es extraño que los economistas, a pesar de todo su
talerito, no lo hayan advertido. Y si lo han notado, ¿por qué no lo han dicho?
Si los hombres,
constituidos en estado de igualdad, hubiesen concedido a uno de ellos el
derecho exclusivo de propiedad, y este único propietario impusiera sobre la
humanidad, a interés compuesto, una suma de 100 francos, pagadera a sus
descendientes de la veinticuatro generación, al cabo de 600 años ese préstamo
de 100 francos, al 5 por 100 de réditos, importaría 107.854.010.777.600
francos, cantidad 2.696 1/3 veces mayor que el capital de Francia, calculando
este capital en 40.000 millones, y veinte veces mayor que el valor de todo el
globo terráqueo.
Con arreglo a nuestras
leyes civiles, si un hombre en el reinado de San Luis hubiera recibido a
préstamo la misma cantidad de 100 francos o negándose él, y luego sus
herederos, a devolverla, suponiendo que todos éstos la poseyesen indebidamente
(para poder exigirles el interés legal del préstamo) y que la prescripción se
hubiera interrumpido oportunamente, resultaría que el último heredero de este
propietario podría ser condenado a devolver los 100 francos más sus intereses y
los intereses de estos intereses no satisfechos; todo lo cual ascendería
próximamente a 108.000 millones.
Todos los días se están
viendo fortunas cuya progresión es incomparablemente más rápida. El ejemplo
precedente supone un beneficio igual a la vigésima parte del capital, y es
corriente en el orden de los negocios que se eleve a la décima, a la quinta parte,
a la mitad del capital y aun al capital mismo.
No quiero extenderme más
en esos cálculos, que cada cual puede hacer por sí hasta el infinito, y
sobrelos que sería pueril insistir más. Me limito a preguntar con arreglo a qué
ley declaran los jueces en su fallo el pago de los intereses. Y tomando la
cuestión de más alto, pregunto: El legislador, al proclamar el principio de
propiedad, ¿ha previsto todas sus consecuencias? ¿Ha tenido en cuenta la ley de
lo posible? Si la ha conocido, ¿por qué el Código no habla de ella? ¿Por qué se
permite al propietario esa terrible latitud en el aumento de su propiedad y en
la reclamación de los interes; al juez, en la declaración y determinación del
derecho de propiedad; al Estado, en la facultad de establecer incesantemente
nuevos impuestos? ¿Cuándo tiene el pueblo derecho a no pagar el impuesto, el
colono la renta y el industrial los intereses de su capital? ¿Hasta qué punto
puede explotar el ocioso al trabajador? ¿Dónde empieza el derecho de
expoliación y dónde acaba? ¿Cuándo puede decir el productor al propietario:
«Nada te debo»? ¿Cuándo está la propiedad satisfecha? ¿Cuándo no le es lícito
robar más?...
Si el legislador ha
conocido la ley de lo posible y no la ha tenido presente, ¿a qué ha quedado
reducida su justicia? Si no la ha conocido, ¿dónde está su sabiduría? Inicuo o
imprevisor, ¿cómo hemos de reconocer su autoridad? Si nuestras condiciones y
códigos sólo tienen por principio una hipótesis absurda, ¿qué se enseña en las
escuelas de Derecho? ¿Qué valor tiene una sentencia del Tribunal Supremo?
¿Sobre qué discuten y deliberan nuestros parlámentarios? ¿Qué es la política?
¿A qué llamamos hombre de Estado? ¿Qué significa jurisprudencia? ¿No
deberíamos mejor decir jurisignorancia? Si todas nuestras instituciones
tienen por principio un error de cálculo, ¿no se deduce que estas instituciones
son otras tantas mentiras? Y si todo el edificio social está vinculado en esta
imposibilidad absoluta de la propiedad, ¿no es evidente que el gobierno que nos
rige es una quimera y la actual sociedad una utopía?
Con arreglo al corolario
tercero de nuestro axioma, el interés corre lo mismo contra el propietario que
contra el que no lo es. Este principio de economía es universalmente admitido.
Nada más sencillo al primer golpe de vista; sin embargo, nada hay más absurdo,
ni más contradictorio en los términos, ni de más absoluta imposibilidad.
El industrial, se dice,
se paga a sí mismo el alquiler de su casa y de sus capitales. Se paga, es
decir, se hace pagar por el público que compra sus productos: porque supongamos
que este beneficio que él pretende obtener sobre su propiedad, quisiera
igualmente percibirlo sobre sus mercancías; ¿podría en tal caso abonarse un
franco por lo que le cuesta 90 céntimos y ganar en el cambio? No; semejante
operación haría pasar el dinero del comerciante de su mano derecha a la
izquierda, pero sin ninguna utilidad para él.
Lo que es cierto
tratándose de un solo individuo que trafique consigo mismo, lo es también en
toda sociedad de comercio. Imaginemos una serie de quince, veinte productores,
tan extensa como queramos. Si el productor A obtiene un beneficio sobre el
productor B, éste, según los principios economices, se reintegra de C, C de D,
y así sucesivamente hasta llegar a Z. Pero ¿de quién se reintegra Z del
beneficio deducido en un principio por A? Del consumidor, contesta Say.
¡Esto no es decir nada! ¿Acaso este consumidor es otro que A, B, C, etc.? ¿De
quién se reintegrará, pues, Z? Si se reintegra del primer beneficiado A, no
habrá beneficio alguno para nadie, ni, por consiguiente, propiedad. Si, por el
contrario, Z paga ese beneficio, desde ese mismo instante deja de ser parte de
la sociedad, puesto que no obtiene el derecho de propiedad ni el beneficio de
que disfrutan los demás asociados.
Y como una nación, como
la humanidad entera, es una gran sociedad industrial que no puede obrar fuera
de ella misma, queda demostrado que nadie puede enriquecerse sin que otro se
empobrezca. Porque para que el derecho de propiedad y el derecho de aubana sea
respetado a A es preciso que se le niegue a Z. De donde se deduce que la
igualdad de derecho puede subsistir con independencia de la igualdad de
condiciones. La iniquidad de la economía política en esta materia es flagrante.
«Cuando yo, empresario de industria, compro el servicio de un obrero, no
incluyo su salario en el producto neto de mi empresa, sino que, por el
contrario, lo deduzco de él; mas para el obrero el salario es un producto neto
...» (Say, Economía política.) Esto significa que todo lo que gana el
obrero es producto neto; y que, en lo que gana el empresario, sólo es producto
neto lo que excede de sus gastos. Y ¿por qué razón solamente el empresario
tiene el derecho de beneficiarse? ¿Por qué causa este derecho, que en el fondo
es el derecho mismo de propiedad, no se le concede al obrero? Según los
términos de la ciencia económica, el obrero es un capital, y todo capital,
aparte sus gastos de reparación y conservación, debe dar un interés. Esto es lo
que el propietario procura para sus capitales y para sí mismo. ¿Por qué no se
permite al obrero obtener igualmente un interés sobre su capital, que es su
propia persona? La propiedad supone, pues, la desigualdad de derechos. Porque
si no significase la desigualdad de derechos, sería la igualdad de bienes, y no
habría propiedad. Como la Constitución garantiza a todos la igualdad de
derechos, según ella la propiedad es imposible.
-¿El propietario de una
finca A puede, por este hecho, apoderarse del campo B, limítrofe del suyo? -No,
responden los propietarios. -Pero ¿qué tiene esto de común con el derecho de
propiedad? -Esto es lo que vamos a ver, por una serie de proposiciones
idénticas.
El industrial C,
comerciante de sombreros, ¿tiene derecho a obligar a D, su vecino, también
comerciante de sombreros, a cerrar su tienda y abandonar su comercio? -En modo
alguno. Pero C quiere ganar un franco en cada sombrero, mientras D se conforma
con 50 céntimos del beneficio; es evidente que la moderación de D perjudica a
las pretensiones de C. -¿Tiene éste derecho para impedir la venta a D? -No,
seguramente.
Puesto que D es dueño de
vender sus sombreros a 50 céntimos más baratos que C, éste, a su vez, puede
también rebajar el precio de los suyos un franco. Pero D es pobre, mientras que
C es rico; de modo que al cabo de dos años D está arruinado por esa
concurrencia insostenible, y C se,ha apoderado de toda la venta. -¿El
propietario D tiene algún recurso contra el propietario C? ¿Puede ejercitar
contra su rival una acción reivindicadora de su comercio, de su propiedad? -No,
porque D tenía el derecho dehacer lo mismo que C, si hubiese sido más rico que
él.
Por la misma razón, el
gran propietario A puede decir al pequeño propietario B: «Véndeme tu campo,
porque si no te impediré vender el trigo»; y esto sin hacerle el menor daño y
sin que B tenga derecho a querellarse. Es evidente que, como A se lo proponga,
devorará a B por la sola razón de que es más poderoso que él. Así no es, en
razón del derecho de propiedad, por lo que A y C habrán desposeído a B y D,
sino por el derecho de la fuerza. Con arreglo al derecho de propiedad, los
colindantes A y B, del mismo modo que los comerciantes C y D, nada podrían.
Jamás se hubieran desposeído, ni aniquilado, ni enriquecido unos a costa de
otros: es el derecho del más fuerte el que ha consumado el acto del despojo.
También por el derecho
del más fuerte, el industrial consigue en los salarios la reducción que quiere,
y el comerciante rico y el propietario aprovisionado venden sus productos al
precio que les place. El industrial dice al obrero: -Eres dueño de prestar en
otra parte tus servicios y yo también soy libre de aceptarlos; te ofrezco
tanto. El comerciante dice a sus clientes: Sois dueños de vuestro dinero como
yo lo soy de mi mercancía; o tomarla o dejarla; quiero tanto por ella. ¿Quién
cederá? El más débil.
Por tanto, sin la
fuerza, la propiedad sería impotente contra la propiedad, ya que sin la fuerza
no podría acrecentarse pqr la aubana. Luego, sin la fuerza, la propiedad es
nula.
El desarrollo de esta
proposición será la síntesis de las precedentes:
1º. El principio del
desarrollo económico es que los productos sólo se adquieren por productos; no
pudiendo ser defendida la propiedad sino en cuanto es productora de utilidad, y
desde el momento en que nada produce está condenada.
2º. Es una ley económica
que el trabajo debe ser compensado con el producto; es un hecho que, con
la propiedad, la producción cuesta más que vale.
3º. Otra ley económica: Dado
un capital, la producción se determina, no en razón a la magnitud del
capital, sino a la fuerza productora. Al exigir la propiedad que la renta
sea siempre proporcionada al capital, sin consideración al trabajo, desconoce
esta relación de igualdad del efecto a la causa.
4º. y 5º. El
trabajador sólo produce para sí mismo; al exigir la propiedad doble producto
sin poder obtenerlo, despoja al trabajador y le mata.
6º. La Naturaleza ha
dado a cada hombre una razón, una inteligencia, una voluntad; la propiedad, al
conceder a un mismo individuo pluralidad de sufragios, le atribuye pluralidad
de almas.
7º. Todo consumo que no
produce utilidad es una destru ción; la propiedad, ya consuma, ya ahorre, ya
capitalice, es productora de inutilidad, causa de esterilidad y de muerte.
8º. Toda satisfacción de
un derecho natural es una ecuación. En otros términos, el derecho a una cosa se
realiza necesariamente por la posesión de ella. Así, entre el derecho y la
libertad y la condición del hombre libre hay equilibrio, ecuación. Entre el
derecho de ser padre y la paternidad, ecuación. Entre el derecho de la
seguridad personal y la garantía social, ecuación. Pero entre el derecho de
aubana y la percepción de esta aubana no hay jamás ecuación, porque a medida
que la aubana se cobra, da derecho a otra, ésta a una tercera, y así
indefinidamente. Y no siendo la propiedad adecuada a su objeto, es un derecho
contra la Naturaleza y contra la razón.
9º. Finalmente, la
propiedad no existe por sí misma. Para producirse, para obrar, tiene necesidad
de una causa extraña, que es la fuerza o el fraude. En otros
términos, la propiedad no es igual a la propiedad, es una negación, una
mentira, es nada.
La propiedad es imposible; la igualdad no existe.
La primera nos es odiosa, y, sin embargo, la queremos; la segunda atrae
nuestros pensamientos y no sabemos realizarla. ¿Quién sabrá explicar este
profundo antagonismo entre nuestra conciencia y nuestra voluntad? ¿Quién podrá
descubrir las causas de ese error funesto que ha llegado a ser el más sagrado
principio de la justicia y de la sociedad?
Yo me atrevo a intentarlo y espero conseguirlo.
Pero antes de explicar cómo ha violado el hombre la justicia es necesario
determinar el concepto de ella.
Los filósofos han planteado con frecuencia el
problema de investigar cuál es la línea precisa que separa la inteligencia del
hombre de la de los animales. Según su costumbre, han perdido el tiempo en
decir tonterías, en vez de resolverse a aceptar el único elemento de juicio
seguro y eficaz: la observación. Estaba reservado a un sabio modesto, que no se
preocupase de filosofías, poner fin a interminables controversias con una
sencilla distinción, una de esas distinciones tan luminosas que ellas solas
valen más que todo un sistema. Federico Cuvier ha diferenciado el instinto de
la inteligencia.
Pero todavía no se ha ocupado nadie de este otro
problema. El sentido moral, en el hombre y en el bruto, ¿difiere por la
Naturaleza o solamente por el grado?
Si a alguno se le hubiese ocurrido en otro tiempo sostener
la segunda parte de esta proposición, su tesis hubiera parecido escandalosa,
blasfema, ofensiva a la moral y a la religión. Los tribunales eclesiásticos y
seculares le habrían condenado por unanimidad. ¡Con cuánta arrogancia no se
despreciaría esta inmoral paradoja! «La conciencia -se diría-, la conciencia,
esa gloria del hombre, sólo al hombre ha sido concedida la noción de lo justo y
de lo injusto, del mérito y del demérito, es su más noble privilegio. Sólo el
hombre tiene la sublime facultad de sobreponerse a sus perversas inclinaciones,
de elegir entre el bien y el mal, de aproximarse cada vez más a Dios por la
libertad y la justicia... No, la santa imagen de la virtud sólo fue grabada en
el corazón del hombre.» Palabras llenas de sentimiento, pero vacías de sentido.
«El hombre es un animal inteligente y social», ha
dicho Aristóteles. Esta definición vale más que todas las que después se han
dado, sin exceptuar la famosa de M. de Bonald, el hombre es una inteligencia
servida por órganos, definición que tiene el doble defecto de explicar lo
conocido por lo desconoctdo, es decir, el ser viviente por la inteligencia, y
de guardar silencio sobre la cualidad esencial del hombre, la animalidad. El
hombre es, pues, un animal que vive en sociedad. Quien dice sociedad dice
conjunto de relaciones, en una palabra, sistema. Pero todo sistema sólo
subsiste bajo determinadas condiciones: ¿cuáles son estas condiciones, cuáles
son las leyes de la sociedad humana? ¿Qué es el derecho entre los
hombres? ¿Qué es la justicia?
De nada sirve decir con las filósofos de diversas
escuelas: «Es un instinto divino, una voz celeste e inmortal, una norma dada
por la Naturaleza, una luz revelada a todo hombre al venir al mundo, una ley
grabada en nuestros corazones; es el grito de la conciencia, el dictado de la
razón, la inspiración del sertimiento, la inclinación de la sensibilidad; es el
amor al bien ajeno, el interés bien entendido; o bien es una noción innata, es
el imperativo categórico de la razón práctica, la cual tiene su fuente en las
ideas de la razón pura; es una atracción pasional», etc. Todo esto puede ser
tan cierto como hermoso, pero es perfectamente anodino. Aunque se emborronaran
coi estas frases diez páginas más, la cuestión no avanzaría una línea.
La justícia es la utilidad común, dijo
Aristóteles; esto es cierto, pero es una tautología. El principio de que el
bien públice debe ser el objeto del legislador, ha dicho Ch. Comte en su
Tratado de legislación, no puede ser impugnado en modo alguno; pero con
sólo enunciarlo y demostrarlo, no se logra en la legislación más progreso que
el que obtendría la medicina con decir que la curación de las enfermedades debe
ser la misión de los médicos.
Sigamos otro rumbo. El derecho es el
conjunto de los principios que regulan la sociedad. La justicia, en el hombre,
es el respeto y la observación de esos principios. Practicar la justicia es
hacer un acto de sociedad. Por tanto, si observamds la conducta de los hombre
entre sí en un determinado número de circunstancias diferentes, nos será fácil
conocer cuándo viven en sociedad y cuándo se apartan de ella, y tal experiencia
nos dará, por inducción, el conocimiento de la ley.
Comencemos por los casos más sencillos y menos
dudosos. La madre que defiende a su hijo con peligro de su vida y se priva de
todo por alimentarle, hace sociedad con él y es una madre buena. La que, por el
contrario, abandona a su hijo, es infiel al instinto social, del cual es el
amor maternal una de sus numerosas formas, y es una madre desnaturalizada. Si
me arrojo al agua para auxiliar a un hombre que está en peligro de perecer, soy
su hermano, su asociado: si en vez de socorrerle le sumerjo, soy su enemigo, su
asesino.
Quien practica la caridad, trata al indigente como
a un asociado; no ciertamente como su asociado en todo y por todo, pero sí por
la cantidad de bien de que le hace participe. Quien arrebata por la fuerza o
por la astucia lo que no ha producido, destruye en sí mismo la sociabilidad y
es un bandido. El samaritano que encuentra al caminante caído en el camino, que
cura sus heridas, le anima y le da dinero se declara asociado suyo y es su
prójimo. El sacerdote que pasa al lado del mismo caminante sin detenerse es, a
su
vez, inasociable y enemigo.
En todos estos casos, el hombre se mueve impulsado
por una interior inclinación hacia su semejante, por una secreta simpatía, que
le hace amar, sentir y apenarse por él. De suerte que para resistir a esta
inclinación es necesario un esfuerzo de la voluntad contra la Naturaleza.
Pero todo esto no supone ninguna diferencia grande
entre el hombre y los animales. En éstos, cuando la debilidad de los pequeños
les retiene al lado de sus madres, y en tal sentido forman sociedad, se ve a
ellas defenderles con riesgo de la vida, con un valor que recuerda el de los
héroes que mueren por la patria. Ciertas especies se reúnen para la caza, se
buscan, !e llaman, y como diría un poeta, se invitan a participar de su presa.
En el peligro se les ve auxiliarse, defenderse, prevenirse. El elefante sabe
ayudar a su compañero a salir de la trampa en que ha caído; las vacas forman
círculo, juntando los cuernos hacia fuera y guardando en el centro sus crías
para rechazar los ataques de los lobos; los caballos y los puercos acuden al
grito de angustia lanzado por uno de ellos. ¡Cuántas descripciones podrían
hacerse de sus uniones, del cuidado de sus machos para con las hembras y de la
fidelidad de sus amores! Hay, sin embargo, que decir también, para ser justos
en todo, que esas demostraciones tan extraordinarias de sociedad, fraternidad y
amor al prójimo, no impiden a los animales querellarse, luchar y destrozarse a
dentelladas por su sustento y sus amores. La semejanza entre ellos y nosotros
es perfecta.
El instinto social, en el hombre y en la bestia,
existe más o menos; pero la naturaleza de ese instinto es la misma. El hombre
está asociado más necesaria y constantemente; el animal parece más hecho a la
soledad. Es en el hombre la sociedad más imperiosa, más compleja; en los
animales parece ser menos grande variada y sentida. La sociedad, en una
palabra, tiene en el hombre como fin la conservación de la especie y del
individuo: en los animales, de modo preferente la conservación de la especie.
Hasta el presente nada hay que el hombre pueda
reivindicar para él solo. El instinto de sociedad, el sentido moral, es común
al bruto, y cuando aquél supone que por alguna que otra obra de caridad de
justicia y de sacrificio se hace semejante a Dios, no advierte que sus actos
obedecen simplemente a un impulso animal. Somos buenos, afectuosos, compasivos,
en una palabra, justos, por lo mismo que somos iracundos, glotones, Injuriosos
y vengativos, por simple animalidad. Nuestras más elevadas virtudes se reducen,
en último análisis, a las ciegas excitaciones del instinto. ¡Qué bonita materia
de canonización y dé apoteosis!
¿Hay, pues, alguna diferencia entre nosotros,
bimanobípedos, y el resto de los demás seres? De haberla, ¿en qué consiste? Un
estudiante de Filosofía se apresuraría a contestar: «La diferencia consiste en
que nosotros tenemos conciencia de nuestra sociabilidad y los animales no la
tienen de la suya; en que nosotros reflexionamos y razonamos sobre las
manifestaciones de nuestro instinto social, y nada de esto realizan los
animales.»
Yo iría más lejos: afirmaría que por la reflexión y
el razonamiento de que estamos dotados sabemos que es perjudicial, tanto a los
demás como a nosotros mismos, resistir al instinto de sociedad que nos rige y
que denominamos justicia; que la razón nos enseña que el hombre egoísta,
ladrón, asesino, traiciona a la sociedad, infringe la Naturaleza y se hace
culpable para con los demás y para consigo mismo cuando realiza el mal
voluntariamente; y, por último, que el sentimiento de nuestro instinto social
de una parte, y de nuestra razón de otra, nos hace juzgar que todo semejante
nuestro debe tener responsabilidad por sus actos. Tal es el origen del
principio del remordimiento, de la venganza y de la justicia penal.
Todo esto implica entre los animales y el hombre
una diversidad de inteligencia, pero no una diversidad de afecciones, porque si
es cierto que razonamos nuestras relaciones con los semejantes, también
igualmente razonamos nuestras más triviales acciones, como beber, comer, la
elección de mujer, de domicilio; razonamos sobre todas las cosas de la tierra y
del cielo y nada hay que se sustraiga a nuestra facultad de razonar. Pero del
mismo modo que el conocimiento que adquirimos de los fenómenos exteriores no
influye en sus causas ni en sus leyes, así la reflexión, al iluminar nuestro
instinto, obra sobre nuestra naturaleza sensible, pero sin alterar su carácter.
Nos instruye acerca de nuestra moralidad, pero no la cambia ni la modifica. El
descontento que sentimos de nosotros mismos después de cometer una falta, la
indignación que nos embarga a la vista de la injusticia, la idea del castigo
merecido y de la satisfacción debida son efectos de reflexión y no efectos
inmediatos del instinto y de las pasiones efectivas. La inteligencia (no diré
privada del hombre, porque los animales también tienen el sentimiento de haber
obrado mal y se irritan cuando uno de ellos es atacado), la inteligencia
infinitamente superior que tenemos de nuestros deberes sociales, la conciencia
del bien y del mal, no establece, con relación a la moralidad, una diferencia
esencial entre el hombre y los animales.
Insisto en el hecho que acabo de indicar, y que
considero uno de los más importantes de la antropología.
El sentimiento de simpatía que nos impulsa a la
sociedad es, por naturaleza, ciego, desordenado, siempre dispuesto a seguir la
impresión del momento, sin consideración a derechos anteriores y sin distinción
de mérito ni de propiedad. Se muestra en el perro callejero, que atiende a
cuantos le llaman; en el niño pequeño, que toma a todos los hombres por sus
papás y a cada mujer por su nodriza; en todo ser viviente que, privado de la
sociead de animales de su especie, acepta la compañía de otro cualquiera. Este
fundamento del instinto social hace insoportable y aun odiosa la amistad de las
personas frívolas, ligeras, que siguen al primero que ven, oficiosas en todo, y
que, por una amistad pasajera y accidental, desatienden las más antiguas y
respe tables afecciones. La sociabilidad en este grado es una especie de
magnetismo, que se produce por la contemplación de un semejante, pero cuya
energía no se manifiesta al exterior de quien la siente, y que puede ser
recíproca y no comunicada. Amor, benevolencia, piedad, simpatía, llámese a ese
sentimiento como se quiera, no tiene nada que merezca estimación, nada que
eleve al hombre sobre el animal.
El segundo grado de sociabilidad es la justicia,
que se puede definir como reconocimiento en el prójimo de una personalidad
igual a la nuestra. En la esfera del sentimiento, este grado es común al hombre
y a los animales; en el de la inteligencia, sólo nosotros podemos tener idea
acabada de lo justo, lo cual, como antes decía, no altera la ciencia de
la moralidad. Pronto veremos cómo el hombre se eleva a un tercer grado de
sociabilidad, al que los animales son incapaces de llegar. Pero antes debo
demostrar metafísicamente que sociedad, justicia, igualdad, son términos
equivalentes, tres expresiones sinónimos, cuya mutua sustitución es siempre
legítima.
Si en la confusión de un naufragio, ocupando yo una
barca con algunas provisiones, veo a un hombre luchar contra las olas, ¿estoy
obligado a socorrerle? Sí, lo estoy, bajo pena de hacerme culpable de un crimen
de esta sociedad, de homicidio. Pero ¿estoy obligado igualmente a partir con él
mis provisiones?. Para resolver esta cuestión es necesario cambiar los
términos. Si la sociedad es obligatoria en cuanto a la barca, ¿lo será también
en cuanto a los víveres? Sin duda alguna, el deber de asociado es absoluto; la
ocupación de las cosas por parte del hombre es posterior a su naturaleza social
y está subordinado a ella. La posesión no puede convertirse en exclusiva desde
el momento en que la facultad de ocupación es igual para todos. Lo que oscurece
las condiciones de nuestro deber es nuestra misma previsión, que, haciéndonos
temer un peligro eventual, nos impulsa a la usurpación y nos hace ladrones y
asesinos. Los animales no calculan el deber del instinto, ni los inconvenientes
que pueden ocasionárseles, y sería muy extraíío que la inteligencia fuese para el
hombre, que es el más sociable de los animales, un motivo de desobediencia a la
ley social. Esta no debe aplicarse en exclusivo beneficio de nadie. Sería
preferible que Dios nos quitase la prudencia, si sólo ha de servir de
instrumento a nuestro egoísmo.
Mas para eso, diréis, será preciso que yo parta mi
pan. el pan que he ganado con mi trabaio v que es mío, con un desconocido, a
quien no volveré a ver y que quizá me pague con una ingratitud. Si al menos
este pan hubiera sido ganado en común, si ese hombre hubiese hecho algo para
obtenerlo, podría pedir su parte, puesto que fundaría su derecho en la
cooperación; pero ¿qué relación hay entre él y yo? No lo hemos producido
juntos, y, por tanto, tampoco lo comeremos juntos.
El defecto de ese razonamiento está en la falsa
suposición de que un productor no es necesariamente el asociado de otro. Cuando
dos o varios particulares forman sociedad con todos los requisitos legales,
conviniendo y autorizando las bases que han de regirla, ninguna dificultad
existirá desde entonces sobre las consecuencias del contrato. Todo el mundo
está de acuerdo en que asociándose dos hombres para la pesca, por ejemplo, si
uno de ellos no tiene éxito, no por ello perderá su derecho a la pesca de su
socio. Si dos negociantes forman sociedad de comercio, mientras la sociedad
dure, las pérdidas y las ganancias son comunes. Cada uno produce, no para sí,
sino para la sociedad, y al llegar el momento de repartir los beneficios, no se
atiende al productor, sino al asociado. He aquí por qué el esclavo, a quien el
señor da la paja y el arroz, y el obrero, a quien el capitalista paga un
salario, siempre escaso, no son los asociados de sus patronos, y aunque
producen para él, no figuran para nada en la distribución del producto. Así, el
caballo ,que arrastra nuestros coches y el buey que mueve nuestras carretas,
producen con nosotros, pero no son nuestros asociados. Tomamos su producto,
pero no lo partimos con ellos.
La condición de los animales y de los obreros que
nos sirven es igual: cuando a unos y a otros les hacemos un bien, no es por
justicia, es por simple benevolencia.
¿Pero hay aún quien sostenga que nosotros, los
hombres, no estamos asociados? Recordemos lo que hemos dicho en los dos
capítulos precedentes: aun cuando no quisiéramos estar asociados, la fuerza de
las cosas, las necesidades de nuestro consumo, las leyes de la producción, el
principio matemático del cambio, nos asociarían. Un solo caso de excepción
tiene esta regla: el del propietario que al producir, por su derecho de aubana,
no es asociado de nadie, ni, por consiguiente, comparte con nadie su producto,
de igual modo que nadie está obligado a darle parte del suyo. Excepto el
propietario, todos trabajamos unos para otros, nada podemos hacer para nosotros
mismos sin el auxilio de los demás, y de continuo realizamos cambios de
productos y de servicios. ¿Y qué es todo esto sino actos de sociedad?
Una sociedad de comercio, de industria, de
agricultura no puede concebirse fuera de la igualdad. La igualdad es la
condición necesaria de su existencia, de tal suerte, que en todas las cosas que
a la sociedad conciernen, faltar a la sociedad o a la justicia o a la igualdad,
son actos equivalentes. Aplicad este principio a todo el género humano. Después
de lo dicho, os supongo con la necesaria preparación para hacerlo por cuenta
propia.
Según esto, el hombre que se posesiona de un campo
y dice: Este campo es mío, no comete injusticia alguna mientras los
demás hombres tengan la misma facultad de poseer como él; tampoco habrá
injusticia alguna si, queriendo establecerse en otra parte, cambia ese campo
por otro equivalente. Pero si en vez de trabajar personalmente pone a otro
hombre en su puesto y le dice: Trabaja para mí mientras yo no
hago nada, entonces se hace injusto, antisocial, viola la igualdad y es
un propietario. Del mismo modo el vago, el vicioso, que sin realizar ninguna
labor disfruta como los demás, y muchas veces más que ellos, de los productos
de la sociedad, debe ser perseguido como ladrón y parásito; estamos obligados
con nosotros mismos a no darle nada. Pero como, sin embargo, es preciso que
viva, hay necesidad de vigilarle y de someterle al trabajo.
La sociabilidad es como la atracción de los seres
sensibles. La justicia es esta misma atracción, acompañada de reflexión y de
inteligencia. Pero ¿cuál es la idea general, cuál es la categoría del
entendimiento en que concebimos la justicia? La categoría de las cantidades
iguales.
¿Qué es, por tanto, hacer justicia? Es dar a cada
uno una parte igual, de bienes, bajo la condición igual del trabajo. Es obrar
societariamente. En vano murmura nuestro egoísmo. No hay subterfugio posible
contra la evidencia y la necesidad.
¿Qué es el derecho de ocupación? Un modo natural de
distribuir la tierra entre los trabajadores a medida que existen. Este derecho
desaparece ante el interés general que, por ser interés social, es también el
del ocupante.
¿Qué es el derecho al trabajo? El derecho de
participar de los bienes llenando las condiciones requeridas. Es el derecho de
sociedad, es el derecho desigualdad.
La justicia, producto de la combinación de una idea
y de un instinto, se manifiesta en el hombre tan pronto como es capaz de sentir
y de pensar; por esto suele creerse que es un sentimiento innato y primordial,
opinión falsa, lógica y cronológicamente. Pero la justicia, por su composición
híbrida, si se me permite la frase, la justicia nacida de una facultad afectiva
y otra intelectual, me parece una de las pruebas más poderosas de la unidad y
de la simplicidad del yo, ya que el organismo no puede producir por sí mismo
tales mixtificaciones, del mismo modo que del sentido del oído y de la vista no
se forma un sentido binario, semiauditivo y semivisual.
La justicia, por su doble naturaleza, nos confirma
definitivamente todas las demostraciones expuestas en los capítulos II, III y
IV. De una parte, siendo idéntica la idea de justicia a la de sociedad,
e implicando ésta necesariamente la igualdad, debía hallarse la igualdad en el
fondo de todos los sofismas inventados para defender la propiedad. Porque no
pudiendo defenderse la propiedad sino como justa y social, y siendo desigual la
propiedad, para probar que la propiedad es conforme a la sociedad, sería
preciso demostrar que lo injusto es justo, que lo desigual es igual,
proposiciones por completo contradictorias. Por otra parte, la noción de
igualdad, segundo elemento de la justicia, se opone a la propiedad, que es la
distribución desigual de los bienes entre los trabajadores, y al destruirse
mediante ella el equilibrio necesario entre el trabajo, la producción y el
consumo, debe considerarse imposible.
Todos los hombres son pues, asociados; todos se
deben la misma justicia; todos son iguales. Pero ¿se sigue de aquí que las
preferencias del amor y de la amistad sean injustas? Esto exige una
explicación.
He supuesto ya el caso de un hombre en peligro, al
que debiera socorrer. Imaginemos que soy ahora simultáneamente llamado por dos
hombres expuestos a perecer. ¿Me estará permitido favorecer con mi auxilio a
aquel a quien me ligan los lazos de la sangre, de la amistad, del
reconocimiento o del aprecio, a riesgo de dejar perecer al otro? Sí. ¿Por qué?
Porque en el seno de la universalidad social existen para cada uno de nosotros
tantas sociedades particulares como individuos, y en virtud del principio mismo
de sociabilidad debemos llenar las obligaciones que aquéllas nos imponen según
el orden de proximidad en que se encuentran con relación a nosotros. Según
esto, debemos preferir, sobre todos los demás, a nuestros padres, hijos,
amigos, ete. Pero ¿en qué consiste esta preferencia? Si un juez tuviera que
decidir un pleito entre un amigo y un enemigo suyos, ¿podría resolverlo en
favor del primero, su asociado próximo, en contra de la razón del
último, su asociado remoto? No, porque si favoreciera la injusticia de
ese amigo, se convertiría en cómplice de su infidelidad al pacto social, y
formaría con él una alianza en perjuicio de la masa general de los asociados.
La facultad de preferencia sólo puede ejercitarse tratándose de cosas que no
son propias y personales, como el amor, el aprecio, la confianza, la intimidad,
y que podemos conceder a todos a la vez. Así, en caso de incendio, un padre
debe socorrer a su hijo antes que al del vecino; y no siendo personal y
arbitrario,en un juez el reconocimiento de un derecho, no puede favorecer a uno
en perjuicio de otro. Esta teoría de las sociedades particulares, constituidas
por nosotros, a modo de círculos concéntricos del de la sociedad en general, es
la clave para resolver todos los problemas planteados por el aparente
antagonismo de diferentes deberes sociales, cuyos problemas constituyen la
tesis de las tragedias antiguas.
La justicia de los animales es casi siempre
negativa. Aparte de los casos de defensa de los pequeñuelos, de la caza y del
merodeo en grupos, de la lucha en común, y alguna vez de auxilios aislados,
consiste más en no hacer mal que en hacer bien. El animal enfermo que no puede
levantarse y el imprudente que ha caído en un precipicio, no reciben ayuda ni
alimentos; si no pueden curar a sí mismos ni salvar los obstáculos, su vida
está en peligro; nadie les asistirá en el hecho ni les alimentará en su
prisión. La apatía de sus semejantes proviene tanto de la falta de inteligencia
como de la escasez de sus recursos. Por lo demás, las diferencias de aproximación,
que los hombres aprecian entre sí mismos, no son desconocidas a los animales.
Tienen éstos también sus amistades de trato, de vecindad, de parentesco y sus
preferencias respectivas. Comparados con nosotros, su memoria es débil, su
sentimiento oscuro, su inteligencia casi nula; pero existe identidad en la cosa
y nuestra superioridad sobre ellos en esta materia proviene exclusivamente de
nuestro entendimiento.
Por la intensidad de nuestra memoria y la
penetración de nuestro juicio, sabemos multiplicar y combinar los actos que nos
inspira el instinto de sociedad y aprendemos a hacerlos más eficaces y a
distribuirlos según el grado y la excelencia de los derechos. Los animales que
viven en sociedad practican la justicia, pero no la conocen ni la razonan: obedecen
ciegamente a su instinto sin especulación ni filosofía. Su yo no sabe unir el
sentimiento social a la noción de igualdad de que carecen, porque esta noción
es abstracta. Nosotros, por el contrario, partiendo del principio de que la
sociedad implica participación y distribución igual, podemos, por nuestra
facultad de razonamiento, llegar a un acuerdo en punto a la regulación de
nuestros derechos. Pero en todo esto nuestra conciencia desempeña un papel
insignificante, y la prueba de ello está en que la idea del derecho, que
se muestra como entre sombras en los animales de inteligencia másdesarrollada,
no alcanza un nivel mucho más superior en la mente de algunos salvajes, y llega
a su más elevada concepción en la de los Platón y los Franklin. Sígase atentamente
el desenvolvimiento del sentido moral en los individuos y el progreso de las
leyes en las naciones, y se comprobará que la idea de lo justo y de la
perfección legislativa están siempre en razón directa de la inteligencia. La
noción de lo justo, que los filósofos han creído simple, resulta verdaderamente
compleja. Es efecto, por una parte, del instinto social, y, por otra, de la
idea de mérito igual, del mismo modo que la noción de culpabilidad es producto
del sentimiento de la justicia violada y de la idea de la acción voluntaria.
En resumen: el instinto no se altera por el
conocimiento que del mismo se tiene, y los hechos de sociedad que hasta aquí
hemos observado son de sociabilidad animal. Sabemos que la justicia es la
sociabilidad concebida bajo la razón de igualdad, pero en nada nos
diferenciamos de los animales.
Quizá no haya olvidado el lector lo que acerca de
la división del trabajo y de la especialidad de las aptitudes he dicho en el
capítulo III. Entre los hombres, la suma de talentos y de capacidades es igual,
y su naturaleza semejante. Todos, sin excepción, nacemos poetas, matemáticos,
filósofos, artistas, artesanos, labradores; pero no tenemos estas aptitudes
iguales, y de un hombre a otro en la sociedad, y de una facultad a otra, en un
mismo hombre, las proporciones son infinitas. Esta variedad de grados en las
mismas facultades, esta preponderancia de talento para ciertos trabajos, es,
según hemos dicho anteriormente, el fundamento de nuestra sociedad. La
inteligencia y el genio natural han sido distribuidos por la Naturaleza con tan
exquisita economía y de modo tan providencial, que en el organismo social no
puede haber jamás exceso ni falta de talentos especiales, y cada trabajador,
limitándose a su función propia, puede siempre adquirir el grado de instrucción
necesaria para disfrutar de los trabajos y descubrimentos de todos sus
asociados. Por esta previsión tan sencilla como sabia de la Naturaleza, el
trabajador no está aislado en su labor; por el contrario, se halla por el
pensamiento en comunicación con sus semejantes antes de unirse a ellos por el
corazón; de suerte que el amor en él nace de la inteligencia.
No sucede lo mismo en las sociedades de los
animales. En cada especie las aptitudes, de suyo limitadas, son iguales entre
los individuos; cada uno sabe hacer lo que los demás, y también como ellos, y
así busca su alimento, huye del enemigo, guarda su cueva, hace su nido, etc.
Ninguno, entre ellos, espera ni solicita el concurso de su vecino, el cual, por
su parte, prescinde igualmente de toda cooperación.
Los animales asociados viven agrupados sin comercio
de ideas, sin relación íntima. Haciendo todos las mismas cosas y no teniendo
nada que enseñarse, se ven, se sienten, se tocan, pero no se compenetran jamás.
El hombre mantiene con el hombre un cambio constante de ideas y sentimientos,
de productos y servicios. Todo lo que se enseña y practica en la sociedad le es
necesario; pero de esa inmensa cantidad de productos y de ideas, lo que cada
uno puede hacer y adquirir por sí solo nada representa aisladamente, es como un
átomo comparado con el sol. El hombre no es hombre sino por la sociedad, la
cual, por su parte, no se sostiene sino por el equilibrio y armonía de las
fuerzas que la componen.
He demostrado, con demasiada extensión quizá, por
el espíritu de las mismas leyes que colocan la propiedad como base del estado
social y por la economía política, que la desigualdad de condiciones no puede
justificarse ni por la prioridad de ocupación ni por la superioridad de
talento, de servicio, de industria y de capacidad. Pero si la igualdad de
condiciones es una consecuencia necesaria del derecho natural, de la libertad,
de las leyes de producción, de las condiciones de la naturaleza física y del principio
mismo de la sociedad, esta igualdad no detiene el vuelo del sentimiento social
en el límite del debe y del haber. El espíritu de beneficencia y
de amor se extiende más allá, y cuando la economía ha establecido el
equilibrio, el alma disfruta de su propia justicia y el corazón se expansiona
en el infinito de sus afecciones.
El sentimiento social toma, según las relaciones de
las personas, un nuevo carácter. En él fuerte, es el placer de la generosidad;
entre iguales, es la franqueza y amistad sincera; en el débil, es la dicha de
la admiración y de la gratitud.
El hombre superior por la fuerza, el talento o el
valor, sabe que se debe por entero a la sociedad, sin la cual no es ni puede
ser nada; sabe que tratándole como al último de sus individuos, la sociedad
nada le debe. Pero al mismo tiempo no podrá desconocer la excelencia de sus
facultades. No podrá por menos de tener conciencia de su fuerza y de su
grandeza, y por el homenaje voluntario que de tales condiciones ofrece a la
humanidad, se ennoblece a sí mismo. Por esta confesión simultánea del corazón y
del espíritu, verdadera adoración del Ser Supremo, el hombre se distingue, se
eleva y alcanza un grado de moralidad social que la bestia no puede conseguir.
Hércules, abatiendo montruos y castigando bandidos para la salud de Grecia;
Orfeo, civilizando a los pelasgos rudos y temibles, sin percibir remuneración
alguna a cambio de sus servicios, son las más nobles creaciones de la poesía y
la expresión más elevada de la justicia y la virtud.
Las satisfacciones del sacrificio son inefables.
Si me atreviese a,comparar la sociedad humana con
el coro de las tragedias griegas, diría que la falange de los espíritus
sublimes y de las grandes afinas representa la estrofa, y que la
multitud de los pequeños y de los humildes es la antistrofa. Encargados
de los irabajos penosos y vulgares, y orrmipotentes por su número y por el
conjunto armónico de sus funciones, estos últimos ejecutan lo que los otros
imaginan. Guiados por ellos, nada les deben; les admiran, sin embargo,
prodigándoles sus aplausos y sus elogios.
El reconocimiento tiene sus adoraciones y sus
entusiasmos. Pero la igualdad satisface a mi corazón. La beneficencia degenera
en tiranía, la admiración en servilismo. La amistad es hija de la igualdad.
Amigos míos, quiero vivir en medio de vosotros sin emulación y sin gloria,
quiero que la igualdad nos reúna y que la suerte determine nuestros puestos.
¡Muera yo antes de saber a quién de vosotros debo admirar¡
La amistad es preciosa en el corazón de los hijos
de los hombres.
La generosidad,.el reconocimiento (y sólo me
refiero al que nace de la admiración de una capacidad suPerior) y la amistad,
son tres aspectos distintos de un sentimiento único, que yo llamaría equidad
o proporcionalidad social. La equidad no altera la justicia; pero tomando
siempre la equidad por base, une a aquélla la estimación y constituye al hombre
en un tercer grado de sociabilidad. Por la equidad es para nosotros un deber y
una satisfacción auxiliar al débil que necesita de nosotros y hacerle nuestro
igual; rendir al fuerte un justo tributo de gratitud y admiración, sin
constituirnos en su esclavo; amar a nuestro prójimo, a nuestro amigo, a nuestro
semejante, por lo que de él recibimos, aun a título de cambio. La equidad es la
sociabilidad elevada por la razón y la justicia hasta el ideal. Su carácter más
corriente es la educación, que en determinados pueblos resume en sí
misma casi todos los deberes de sociedad.
Pero este sentimiento es desconocido de los
animales, los cuales aman, se juntan y sientan algunas preferencias, sin
comprender la mutua estimación, no existiendo tampoco en ellos generosidad, ni
admiración, ni verdadera sociedad.
Este sentimiento no procede de la inteligencia, que
por si misma calcula, razona, piensa, pero no ama; que ve, pero no siente. Así
como la justicia es un producto combinado del instinto social y de la
reflexión, la equidad es también un producto mixto de la justicia y del
sentimiento, es decir, de nuestra facultad de apreciar y de idealizar. Este
producto, tercero y último grado de sociabilidad en el hombre, obedece a
nuestro modo de asociación compuesta, en el cual la desigualdad, o mejor dicho,
la divergencia de facultades y la especialidad de funciones, en cuanto tiende a
aislar a los trabajadores, requiere ser compensada con un acrecentamiento de
energía en la sociabilidad.
He aquí por qué la fuerza que para proteger oprime
es execrable; por qué la ignorancia imbécil, que mira con la misma atención las
maravillas del arte que los productos de la más grosera industria, despierta un
indecible desprecio; por qué el tonto orgulloso que triunfa diciendo te he
pagado, nada te debo, es soberanamente aborrecible.
Sociabilidad, justicia, equidad, tal es,
en su tercer grado, la exacta definición de la facultad instintiva que nos
fuerza a buscar el comercio con nuestros semejantes, y cuya fórmula gráfica se
contiene en esta expresión: Igualdad en los productos de la Naturaleza y el
trabajo.
Estos tres grados de sociabilidad se complementan
unos a otros. La equidad, sin la justicia, no existe; la sociedad, sin la
justicia, es un imposible. En efecto, si para recompensar el talento tomo el
producto de uno para dárselo a otro, al despojar al primero no hago de su
talento el aprecio debido. Si en una sociedad me adjudico una participación
mayor que la de mi asociado, no estamos verdaderamente asociados. La justicia
es la sociabilidad que se manifiesta por el disfrute igual de las cosas
materiales, únicas susceptibles de peso y de medida. La equidad es la justicia
acompañada de admiración y de afecto, cosas que no pueden medirse.
Dedúcense de aquí varias consecuencias:
1º. Si somos libres para conceder nuestra
estimación a unos más que a otros, y en todos los grados imaginables, no lo
somos para participar ni hacer participar a unos más que a otros de los bienes
comunes, porque siendo el deber de justicia anterior al de equidad, debe
cumplirse antes que éste. Aquella mujer, admirada por los antiguos, que en la
necesidad de elegir entre la muerte de su hermano o de su esposo, impuesta por
un tirano, abandona al segundo bajo el pretexto de que podía volver a hallar
otro marido, pero no un hermano; aquella mujer, digo, al obedecer a un
sentimiento de equidad, faltó a la justicia y cometió una acción censurable,
porque la sociedad conyugal es de derecho más íntimo que la sociedad fraternal,
y la vida del prójimo no nos pertenece.
Conforme a este mismo principio, la desigualdad de
los salarios no puede admitirse en las leyes, so pretexto de la desigualdad de
actitudes, porque dependiendo de la justicia de distribución de los bienes,
ésta debe hacerse según la economía social, no según el criterio individual.
Finalmente, en lo que se refiere a las dotaciones,
testamentos y sucesiones, la sociedad, atendiendo a los afectos familiares y a
sus propios derechos, no debe permitir que el amor y el favor destruyan nunca
la justicia. Aun admitiendo que el hijo, asociado por mucho tiempo a los
trabajos de su padre, sea más capaz que otros para proseguirlos; que el
ciudadano a quien sorprende la muerte en la realización de su obra, pueda
saber, en provecho de la obra misma, quién es más apto para terminarla; aun
admitiendo que el heredero debe optar por una de las varias herencias a que sea
llamado, la sociedad no puede tolerar ninguna concentración de capitales ni de
industrias en beneficio de un solo hombre, ningún acaparamiento del trabajo,
ninguna detentación.
2º. La equidad, la justicia, la sociedad, no pueden
existir en ningún ser, sino con relación a los individuos de su especie. Tales
conceptos son inadaptables de una raza a otra, por ejemplo, dél lobo a la
cabra, de la cabra al hombre, del hombre a Dios, y todavía menos de Dios al
hombre. La atribución de la justicia, de la equidad, del amor, al Ser Supremo
es un mero antropomorfismo, y los epítetos de justo, clemente, misericordioso y
demás que dedicamos a Dios, deben ser borrados de nuestras letanías. Dios no
puede ser considerado como justo, equitativo y bueno sino en relación a otro
dios; pero Dios es único y, por consiguiente, no puede sentir afecciones
sociales, como son la bondad, la equidad y la justicia. Acaso se arguya que el
pastor es justo para con sus carneros y sus perros, pero esto no es exacto. Si
pretendiese esquilar tanta lana en un cordero de seis meses como en un carnero de
dos años, si quisiera que un perrillo atendiese la vigilancia del rebaño como
un vieio dogo, no se diría de él que era injusto, sino que estaba loco. Y es
que entre el hombre y la bestia no hay sociedad posible, aun cuando pueda haber
afecciones entre ellos. El hombre ama a los animales como cosas, como cosas
sensibles si se quiere, pero no como personas. La filosofía, después
de haber eliminado de la idea de Dios las pasiones que la superstición le ha
atribuido, tendrá forzosamente que excluir además esas virtudes que piadosa y
liberalmente le otorgamos.
Si Dios viniese al mundo a habitar entre nosotros,
no podríamos amarle si no se hacía nuestro semejante; ni darle nada, si no
producía algún bien; ni creerle, si no probaba que estábamos equivocados; ni adorarle,
si no nos manifestaba su omnipotencia. Todas las leyes de nuestro ser,
efectivas, económicas, intelectuales, nos mandarían tratarle como a los demás
hombres, es decir, según la razón, la justicia y la equidad. De aquí deduzco la
consecuencia de que si alguna vez se pone Dios en comunicación inmediata con el
hombre, deberá hacerse hombre. También si los reyes son imágenes de Dios y
ejecutores de su voluntad, no pueden recibir de nosotros amor, riquezas,
obediencia ni gloria, sino a condición de trabajar como nosotros, de asociarse
a nosotros, de producir en proporción a su gasto, de razonar con sus servidores
y de realizar grandes empresas. A mayor abundamiento de razón, si, como algunos
pretenden, los reyes son simples funcionarios públicos, el amor que se les debe
ha de medirse por su amabilidad personal; la obligación de obedecerles, por la
justicia de sus órdenes; su sueldo, por la totalidad de producción social
dividida entre el número de ciudadanos.
Todo corrobora la ley de igualdad: jurisprudencia,
economía política, psicología. El derecho y el deber, la recompensa debida al
talento y al trabajo, las ansias del amor y del entusiasmo, todo está de
antemano regulado por inflexible metro, todo tiende al número y al equilibrio.
La igualdad de condiciones, he ahí el principio de las sociedades; la
solidaridad universal, he ahí la sanción de esta ley.
La igualdad de condiciones no ha existido jamás,
por culpa de nuestras pasiones y nuestra ignorancia; pero nuestra oposición a
esta ley hace ver más y más su necesidad. La historia es un constante
testimonio de ello. La sociedad avanza de ecuación en ecuación; las
revoluciones de los imperios ofrecen a los ojos del observador economista, ya
la reducción de cantidades algebraicas que recíprocamente se compensan, ya el
esclarecimiento de una incógnita, por la operación infalible del tiempo. Los
números sqn la providencia de la historia. Es indudable, sin embargo, que el
progreso de la humanidad cuenta con otros elementos; pero en el sinnúmero de
causas ocultas que conmueven a los pueblos, no hay ninguna más potente, más
regular ni más significada que las explosiones periódicas del proletariado
contra la propiedad. La propiedad, actuando simultáneamente por la eliminación
y la detentación al mismo tiempo que la población se multiplica, ha sido el
principo generador y la causa determinante de todas las revoluciones. Las
guerras de religión y de conquista, cuando no llegaron hasta la exterminación
de las razas, fueron solamente perturbaciones accidentales, cuyo inmediato
restablecimiento procuró el progreso natural de la vida de los pueblos. Tal es
el poder de acumulación de la propiedad; tal es la ley de degradación y de
muerte de las sociedades.
Ved el ejemplo de Florencia en la Edad Media,
república de mercaderes y negociantes, siempre agitada por la lucha de los
partidos, tan conocidos con los nombres de güelfos y gibelinos, los cuales no
eran, después de todo, sino el pueblo baio y la aristocracia, armados uno
contra otro. Florencia, d7ominada por los usureros, sucumbió, al fin, bajo el
peso de sus deudas («El arca de caudale, de Cosme de Médicis fue la tumba de la
libertad florentina», ha dicho en el Colegio de Francia M. Michelet. (N. del
A.)). Ved, en la antigiiedad, a Roma, devorada desde su nacimiento por la
usura, floreciente, sin embargo, mientras todo el mundo de entonces facilitó trabajo
a sus terribles proletarios; ensangrentada por la guerra civil en cada
período de calma, y desfallecida y muerta cuando el pueblo hubo perdido con su
antigua energía el último destello de sentido moral; Cartago, ciudad comercial
y rica, dividida incesantemente por luchas intestinas; Tiro, Sidón, Jerusalén,
Nínive, Babilonia, arruinadas por rivalidades de comercio, y, como diríamos
hoy, por falta de salida a los productos. Todos estos conocidísimos ejemplos,
¿no indican cuál es la suerte que espera a las naciones modernas, si el pueblo,
haciendo oír su voz potente, no proclama, con gritos de reprobación, la
abolición del régimen propietario?
Debería terminar aquí mi trabajo. He demostrado el
derecho del pobre; he probado la usurpación del rico; he pedido justicia; la
ejecución de la sentencia no me incumbe. Si para prolongar durante algunos años
un disfrute ¡legítimo se alegase que no basta justificar la igualdad, que es, además,
necesario organizarla, que sobre todo es preciso establecerla sin violencias,
tendría derecho para replicar: El derecho del propietario es superior a las
dificultades de los ministros; la igualdad de condiciones es una ley
primordial. El derecho al trabajo y a la participación igual de los bienes no
puede ceder ante las perplejidades del poder. No es el proletario el llamado a
conciliar las contradicciones de los Códigos, y menos aún a compartir los
errores del gobierno; es, por el contrario, el poder civil y administrativo el
que debe reformarse con arreglo al principio de igualdad política y económica.
El mal conocido debe ser condenado y destruido; el legislador no puede alegar
en favor de la iniquidad patente su ignorancia del orden que haya de establecerse.
No se transija sobre ello. Justicia, justicia; reconocimiento del derecho,
rehabilitación del proletario; después de esto, vosotros, jueces y cónsules,
cuidaréis del orden y proveeréis al gobierno de la República.
Creo que.ninguno de mis lectores me dirá que sé
destruir, pero no edificar. Al demostrar el principio de igualdad, he colocado
la primera piedra del edificio social, y he hecho más todavía, he dado el
ejemplo de la conducta que hay que seguir en la solución de los problemas de
política y legislación. En cuanto a la ciencia, declaro que de ella solamente
conozco sus comienzos, y no sé que nadie pueda hoy jactarse de haber llegado
más allá. Hay muchos que gritan: «Venid conmigo y os enseñaré la verdad.» Esos
hombres toman por verdad su íntima convicción, su convicción ardiente, y se
equivocan por completo. La ciencia social, como todas las ciencias humanas,
estará siempre sin concluir. Las cuestiones que comprende son infinitas. Apenas
estamos en el preliminar de esta ciencia. La prueba es que aún no hemos pasado
del período de las teorías, y que seguimos aceptando la autoridad de las
mayorías deliberantes en sustitución de los hechos. Una corporación académica
decide sobre cuestiones de lingüística por pluralidad de votos; los debates de
nuestras Cámaras, si no fueran tan funestos para el país, moverían a risa. La
misión del verdadero publicista, en el tiempo en que vivimos, es imponer
silencio a los inventores y a los charlatanes y acostumbrar al público a no
satisfacerse más que con demostraciones, no con símbolos ni programas. Antes de
discutir sobre la ciencia, es preciso determinar su objeto, hallar el método y
el principio: es necesario desechar los prejuicios que la ocultan. Tal debe ser
la misión del siglo XIX.
En cuanto a mí, he jurado ser fiel a mi obra de
demolición, y no cesaré de buscar la verdad, aunque sea entre ruinas y
escombros. No gusto de dejar nada a medio hacer, y quiero que se sepa que si me
he atrevido a poner mano en el arca santa, no ha sido para contentarme con tirar
de su cubierta. Preciso es ya que los ministerios del santuario de la iniquidad
sean esclarecidos, las tablas de la antigua alianza despedazadas y todos los
objetos del culto primitivo arrojados al cuchitril de los cerdos. Poseemos una
Constitución, resumen de toda la ciencia política, símbolo de veinte
legislaciones, y un Código que es orgullo de un conquistador y sumario de la
antigua sabiduría. Pues bien; de esa Constitución y de este Código, no quedará
artículo sobre artículo; desde este momento pueden los doctos preparar los
planes de una reconstitución general.
Como todo error destruido supone necesariamente una
verdad contraria, no terminaré este trabajo sin haber resuelto el primer
problema, que es el que preocupa hoy a todas las inteligencias: Una vez
abolida la propiedad, ¿cuál será la forma de la sociedad? ¿Será acaso la
comunidad de bienes?
La determinación de la verdadera forma de la
sociedad humana exige la previa solución de la cuestión siguiente: No siendo la
propiedad nuestra condición natural, ¿cómo ha llegado a establecerse? ¿Cómo el
instinto de sociedad, tan seguro entre los animales, se ha extraviado en el
hombre? ¿Cómo habiendo nacido el hombre para la sociedad no está todavía
asociado?
He afirmado que el hombre está asociado de modo
compuesto, y aun cuando esta expresión no sea del todo exacta, cierto el
hecho que con ella quiero no por ello será menos significar, a saber: la mutua
dependencia y relación de los talentos y de las capacidades. Mas ¿quién no ve
que esos talentos y esas capacidades son a su vez, por su infinita variedad,
causas de una variedad infinita en las voluntades; que su influjo altera
inevitablemente el carácter, las inclinaciones y la forma del yo, por decirlo
así, de tal suerte que en la esfera de la libertad, lo mismo que en el orden de
la inteligencia, existen tantos tipos como individuos, cuyas aficiones,
caracteres, ideas, modificadas por opuestos conceptos, son forzosamente
irreductibles?
En las sociedades de animales, todos los individuos
hacen exactamente las mismas cosas. Diríase que un mismo genio les dirige, que
una misma voluntad les anima. Una sociedad de bestias es una agrupación de
átomos redondos, cúbicos o triangulares, pero siempre perfectamente idénticos;
su personalidad es uniforme; parece como que un solo yo impulsa a todos ellos.
Los trabajos que realizan los animales, bien aislados, bien en sociedad,
reproducen rasgo por rasgo su carácter. Así como un enjambre de abejas se
compone de unidades abejas de la misma naturaleza e igual valor, así el panal
se forma de la unidad alvéolo, constante e invariablemente repetida.
Pero la inteligencia del hombre, formada para
atender a la vez al destino social y a las necesidades individuales, es de
diferente factura, y a esto se debe que la voluntad humana sea infinitamente
varia. En la abeja, la voluntad es constante y uniforme, porque el instinto que
la guía es inflexible y ese instinto único constituye la vida, la felicidad y
todo el ser del animal. En el hombre, el talento varía, la razón es indecisa y,
por tanto, la voluntad múltiple e indeterminada. Busca la sociedad, pero rehuye
la violencia y la monotonía; gusta de la imitación, pero no abdica de sus ideas
y siente afán por sus propias obras.
Si como la abeja, tuviera todo hombre al nacer un
talento igual, conocimientos especiales perfectos de las funciones que debía
realizar, y estuviese privado de la facultad de reflexionar y de razonar, la
sociedad se organizaría por sí misma. Veríase a un hombre labrar el campo, a
otro construir casa, a este forjar metales, a aquel confeccionar vestidos y a
algunos almacenar los productos y dirigir su distribución. Cada cual, sin
indagar la razón de su trabajo, sin preocuparse de si hacía más o menos del
debido, aportaría su producto, recibiría su salario, descansaría las horas
necesarias, todo ello sin envidias a nadie, sin proferir queja alguna contra el
repartidor, que, por su parte, no cometería jamás una injusticia. Los reyes
gobernarían y no reinarían, porque reinar es ser propietario en gran
escala, como decía Bonaparte; y no teniendo nada que mandar, puesto que cada
uno estaría en su puesto, servirían más bien de centros unitarios que de
autoridades. Habría en tal caso una comunidad, pero no una sociedad libremente
aceptaea.
Pero el hombre no es hábil sino por la observación
y la experiencia. Por consiguiente, el hombre reflexiona, puesto que observar y
experimentar es reflexionar; razona, porque no puede dejar de razonar. Pero al
reflexionar es víctima muchas veces de la ilusión, y al razonar suele
equivocarse, y creyendo tener razón se obstina en su error, se aferra a su
criterio y rechaza el de los demás. Entonces se aisla, porque no podría
someterse a la mayoría sino sacrificando su voluntad y su razón, es decir,
negándose a sí mismo, lo cual es imposible. Y este aislamiento, este egoísmo
racional, este individualismo de opinión subsisten en el hombre mientras la
observación y la experiencia no le demuestran la verdad y rectifican el error.
Un ejemplo aclarará mejor todos estos hechos. Si al
instinto ciego, pero convergente y armónico, de un enjambre de abejas se
uniesen de repente la reflexión y el razonamiento, la pequeña sociedad no
podría subsistir. Las abejas ensayarían enseguida algún nuevo procedimiento
industrial para construir, por ejemplo, las celdas del panal redondas o
cuadradas en sustitución de su antigua forma exagonal. Sucederíanse los
sistemas y los inventos hasta que una larga práctica, auxiliada por la
geometría, les demostrase que la figura exagonal primitiva es la más ventajosa.
Además, no faltarían insurrecciones. Se obligaría a los zánganos a procurarse
su sustento y a las reinas a trabajar; se despertaría la envidia entre las
obreras; no faltarían discordias continuas; cada cual querría producir por su
propia cuenta y, finalmente, el panal sería abandonado y las abejas perecerían.
El mal se introduciría en esa república por lo mismo que debiera hacerla feliz,
por el razonamiento y la razón.
Así, el mal moral, o sea, en la cuestión que
tratamos, el desorden de la sociedad se explica naturalmente por nuestra
facultad de reflexión. El pauperismo, los crímenes, las revoluciones, las
guerras han tenido por madre la desigualdad de condiciones, que es hija de la
propiedad, la cual nació del egoísmo, fue engendrada por el interés privado y
desciende en línea recta de la autocracia de la razón. El hombre no empezó
siendo criminal, ni salvaje, sino cándido, ignorante, inexperto. Dotado de
instintos impetuosos, aunque templados por la razón, reflexionó poco y razonó
mal en un principio. Después, a fuerza de observar sus errores, rectificó sus
ideas y perfeccionó su razón. Es, en primer término, el salvaje que todo lo
sacrifica por una bagatela y después se arrepiente y llora. Es Esaú cediendo su
derecho de primogenitura por un plato de lentejas, y luego deseoso de anular la
venta. Es el obrero civilizado, trabajando a título precario y pidiendo
constantemente un aumento de salario, sin comprender, ni él ni su patrono, que
fuera de la igualdad el salario, por grande que sea, siempre es insuficiente.
Después es Valot, muriendo por defender su hacienda; Catón, desgarrando sus
entrañas para no ser ¡esclavo; Sócrates, defendiendo la libertad del
pensamiento hasta el momento de apurar la copa fatal; es el tercer estado de
1789, reivindicando la libertad; será muy pronto el pueblo reclamando la
igualdad en los medios de producción y en los salarios.
El hombre es sociable por naturaleza, busca en
todas sus relaciones la igualdad y la justicia; pero ama también la
independencia y el elogio. La dificultad de satisfacer a un mismo tiempo estas
diversas necesidades, es la primera causa del despotismo de la voluntad y de la
apropiación, que es su consecuencia. Por otra parte, el hombre tiene constantemente
precisión de cambiar sus productos. Incapaz de justipreciar los valores de las
diferentes mercancías, se contenta con fijarlos por aproximación, según su
pasión y su capricho, y se entrega a un comercio traidor,. cuyo resultado es
siempre la opulencia y la miseria. Los mayores males de la humanidad provienen,
pues, del mal ejercicio de la sociabilidad del hombre, de esa misma justicia de
que tanto se enorgullece y aplica con tan lamentable ignorancia. La práctica de
lo justo es una ciencia cuyo conocimiento acabará pronto o tarde con el
desorden social, poniendo en evidencia cuáles son nuestros derechos y nuestros
deberes. Esta educación progresiva y dolorosa de nuestro instinto, la lenta e
insensible transformación de nuestras percepciones espontáneas en conocimientos
reflejos no se observa entre los animales, cuyo instinto permanece siempre
igual y nunca se esclarece.
Según Federico Cuvier que tan sabiamente ha sabido
distinguir el instinto de la inteligencia, el «instinto es una fuerza primitiva
y propia, como la sensibilidad, la irritabilidad o la inteligencia. El lobo y
el zorro, que advierten las lazos que se les preparan y los rehuyen; el perro y
el caballo, que conocen la significación de muchas palabras nuestras y nos
obedecen, hacen esto por inteligencia. El perro, que oculta los restos
de su comida; la abeja, que construye su celda; el pájaro, que teje su nido,
sólo obran por instinto. Hay instinto hasta en el hombre; sólo por
instinto mama el recién nacido. Pero en el hombre casi todo se hace por
inteligencia, y la inteligencia suple en él al instinto. Lo contrario ocurre a
los animales; tienen el instinto para suplir su falta de inteligencia».
(Flourens, Resumen analítico de las observaciones de F. Cuvier.)
«No es posible dar una idea clara del instinto,
sino admitiendo que los animales tienen en su sensorium imágenes o
sensaciones innatas y constantes que les mueven a obrar del mismo modo que las
sensaciones ordinarias y accidentales. Es una especie de alucinación o de
visión que les persigue siempre; y en todo lo que hace relación a su instinto
se les puede considerar como sonámbulos.» (F. Cuvier, Introducción al reino
animal.)
Siendo, pues, comunes al hombre y a los animales la
inteligencia y el instinto, aunque en grados diversos, ¿qué es lo que distingue
a aquél? Según F. Cuvier, la reflexión, o sea, la facultad de
considerar intelectualmente, volviendo sobre nosotros mismos, nuestras propias
modificaciones.
Conviene explicar esto con mayor claridad. Si se
concede que los animales tienen inteligencia, será preciso concederles también
la reflexión en un grado cualquiera; porque la primera no existe sin la
segunda, y Cuvier mismo lo ha demostrádo en un sinnúmero de ejemplos. Pero
recordemos que el ilustre observador definió la especie de reflexión que nos
distingue de los animales como facultad de apreciar nuestras propias
modificaciones. Esto es lo que procuraré dar a entender, supliendo de buen
grado el laconismo del filósofo naturalista.
La inteligencia de los animales jamás les hace
alterar las operaciones que realizan por instinto. Solamente la emplean con
objeto de proveer a los accidentes imprevistos que puedan dificultar esas
operaciones. En el hombre, por el contrario, la acción instintiva se transforma
continuamente en acción refleja. Así, el hombre es sociable por instinto, y
cada día lo es más y más por razonamiento y por voluntad. Inventó en su origen
la palabra instintivamente y fue poeta por inspiración. Hoy hace de la
gramática una ciencia y de la poesía un arte. Cree en Dios y en la vida futura
por una noción espontánea, que yo me atrevo a llamar instintiva; y esta noción
ha sido siempre expresada por él bajo formas monstruosas, extravagantes,
elevadas, consoladoras o terribles. Todos estos cultos diversos, de los que se
ha burlado con frívola impiedad el siglo XVIII, son la expresión del
sentimiento religioso. El hombre se explicará algún día qué es ese Dios a quien
busca su pensamiento y qué es lo que puede esperar en ese otro mundo al que
aspira su alma.
No hace el hombre caso alguno, antes bien, lo
desprecia, de todo cuanto realiza por instinto. Si lo admira alguna vez, lo
hace, no como cosa suya, sino como obra de la Naturaleza. De ahí el misterio
que oculta los nombres de los primeros inventores, de ahí nuestra indiferencia
por la religión y el ridículo en que han caído sus prácticas. El hombre sólo
aprecia los productos de la reflexión y el raciocinio. Las obras admirables del
instinto no son, a sus ojos, más que felices hallazgos; en cambio,
califica de descubrimientos y creaciones a las obras de la inteligencia.
El instinto es la causa de las pasiones y del entusiasmo; la inteligencia hace
el crimen y la virtud.
Para desarrollar su inteligencia, el hombre utiliza
no sólo sus propias observaciones, sino también las de los demás; acumula las
experiencias, conserva memoria de las mismas; de modo que el progreso de la
inteligencia existe en las personas y en la especie. Entre los animales no se
da ninguna transmisión de conocimientos; los recuerdos de cada individuo mueren
con él.
No bastaría decir, por tanto, que lo que nos
distingue de los animles es la reflexión, si no entendiésemos por ésta la tendencia
constante de nuestro instinto a convertirse en inteligencia. Mientras el
hombre está sometido al instinto no tiene la menor conciencia de sus actos; no
se equivocaría nunca, ni existiría para él el error, ni el mal, ni el desorden,
si, como los animales, fuera el instinto el único móvil de sus acciones. Pero
el Creador nos ha dotado de reflexión a fin de que nuestro instinto se convierta
en inteligencia, y como esta reflexión y el conocimiento que de ella resulta
tienen varios grados, ocurre que en su origen nuestro instinto es contrariado
más bien que guiado por la reflexión, y, por consiguiente, nuestra facultad de
pensar nos hace obrar en oposición a nuestra naturaleza y a nuestro fin. Al
equivocarnos realizamos un mal y somos nuestras propias víctimas, hasta que el
instinto que nos conduce al bien y la reflexión que nos hace caer en el mal son
reemplazadas por la ciencia del bien y del mal, que nos permite con certeza
buscar el uno y evitar el otro.
Así el mal, es decir, el error y sus consecuencias,
es el primer hijo de la unión de dos facultades antagónicas, el instinto y la
reflexión, y el bien o la verdad debe ser su segundo e inevitable fruto.
Sosteniendo el símil, puede decirse que el mal es producto de un incesto entre
dos potencias contrarias, y el bien es el hijo legítimo de su santa y
misteriosa unión.
La propedad, nacida de la facultad de razonar, se
fortifica por las comparaciones. Pero así como la reflexión y el razonamiento
son posteriores a la espontaneidad, la observación a la sensación y la
experiencia al instinto, la propiedad es posterior a la comunidad. La
comunidad, o asociación simple, es el fin necesario, el primer grado de la
sociabilidad, el movimiento espontáneo por el cual se manifiesta. Para el
hombre es, pues, la primera fase de civilización. En este estado de sociedad,
que los jurisconsultos han llamado comw nidad negativa, el hombre se
acerca al hombre, parte con él los frutos de la tierra, la leche y la carne de
los animales. Poco a poco esta comunidad, de negativa que es, en cuanto el
hombre nada produce, tiende a convertirse en positiva, adaptándose al
desarrollo del trabajo y de la industria. Entonces es cuando la autonomía del
pensamiento y la temible facultad de razonar sobre lo mejor y lo peor enseñan
al hombre que si la igualdad es la condición necesaria de la sociedad, la
comunidad es la primera clase de servidumbre.
No debo ocultar que fuera de la propiedad o de la
comunidad nadie ha concebido sociedad posible. Este error, nunca bastante
sentido, constituye toda la vida de la propiedad. Los inconvenientes de la
comunidad son de tal evidencia, que los críticos no tenían necesidad de haber
empleado toda su elocuencia en demostrarlos. Lo irreparable de sus injusticias,
la violencia que ejerce sobre la simpatía y antipatía naturales, el yugo de
hierro que impone a la voluntad, la tortura moral a que somete la conciencia,
la atonía en que sume a la sociedad y, en una palabra, la uniformidad mística y
estúpida con que encadena la personalidad libre, activa, razonadora e
independiente del hombre, han sublevado el buen sentido general y condenado
irrevocablemente la comunidad.
Las opiniones y los ejemplos que en su favor se
alegan, se vuelven contra ella. La república comunista de Platón supone la
esclavitud; la de Licurgo se fundaba en la explotación de los ilotas, que,
encargados de producirlo todo para sus señores, dejaban a éstos en libertad de
dedicarse exclusivamente a los ejercicios gimnásticos y a la guerra. Asimismo,
Rousseau, confundiendo la comunidad y la igualdad, ha afirmado que sin la
esclavitud no consideraba posible la igualdad de condiciones. Las comunidades
de la Iglesia primitiva no pudieron subsistir más allá del siglo I, y
degeneraron bien pronto en órdenes monásticas. En las de los jesuitas del
Paraguay, la condición de los negros ha parecido a todos los viajeros tan
miserable como la de los esclavos; y es un hecho que los reverendos padres se
veían obligados a rodearse de fosos y de murallas para impedir que los neófitos
se escaparan. Los bavoubistas, inspirados por un horror exaltado contra la
propiedad más que que por una creencia claramente formulada, han fracasado por
la exageración de sus principios; los saintsimonianos, sumando la comunidad a
la desigualdad, han pasado como una mascarada. El peligro mayor para la
sociedad actual es naufragar una vez más contra ese escollo.
Y cosa extraña, la comunidad sistemática, negación
reflexiva de la propiedad, está concebida ha jo la influencia directa del
prejuicio de la propiedad, y esto es porque la propiedad se halla siempre en el
fondo de todas las teorías de los comunistas.
Los miembros de una comunidad no tienen ciertamente
nada propio; pero la comunidad es propietaria, no sólo de los bienes, sino
también de las personas y de las voluntades. Por este principio de propiedad
soberana, el trabajo, que no debe ser para el hombre más que una condición
impuesta por la Naturaleza, se convierte en toda comunidad en un mandato humano
y, por tanto, odioso. La obediencia pasiva, que es irreconciliable con una
voluntad reflexiva, es observada rigurosamente. La observancia de reglamentos
siempre defectuosos, por buenos que sean, impide formular toda reclamación; la
vida, el talento, todas las facultades del hombre son propiedad del Estado, el
cual tiene el dercho de hacer de ellas, en razón del interés general, el uso
que le plazca.
Las sociedades particulares deben ser severamente
prohibidas, a pesar de todas las simpatías y antipatías de talentos y
caracteres, porque tolerarlas sería introducir pequeñas comunidades en la
sociedad grande, y, por tanto, equivaldría a consentir otras tantas propiedades.
El fuerte debe realizar el trabajo del débil, aunque ese deber sea puramente
moral y no legal, de consejo y no de precepto; el diligente debe ejecutar la
tarea del perezoso, aunque esto sea injusto; el hábil la del idiota, aunque
resulte absurdo; el hombre, en fin, despojado de su yo, de su
espontaneidad, de su genio, de sus afecciones, debe inclinarse humildemente
ante la majestad y la inflexibilidad del procomún.
La comunidad es desigual, pero en sentido inverso
que la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuerte; la
comunidad es la explotación del fuerte por el débil. En la propiedad, la
desigualdad de condiciones resulta de la fuerza, cualquera que sea el nombre
con que se disfrace: fuerza física o intelectual; fuerza de los sucesos (azar,
fortuna); fuerza de propiedad adquirida, etc. En la comunidad, la desigualdad
viene de la inferioridad del talento y del trabajo, elevada al nivel de la
fuerza. Esta ecuación injusta subleva la conciencia, porque si bien es deber
del fuerte socorrer al débil, lo hará voluntariamente, por generosidad, pero no
podrá tolerar que se le compare con él. Bien está que sean iguales por las
condiciones del trabajo y del salario, pero hay que procurar que la sospecha
recíproca de negligencia en la labor común no despierte la envidia entre ellos.
La comunidad es opresión y servidumbre. El hombre
quiere de buen grado someterse a la ley del deber, servir a su patria, auxiliar
a sus amigos, pero quiere también trabajar en lo que le plazca, cuando le
plazca y cuanto le plazca; quiere disponer de su tiempo, obedecer sólo a la
necesidad, elegir sus amistades, sus distracciones, su disciplina; ser útil por
el raciocinio, no por mandato imperativo; sacrificarse por egoísmo, no por
obligación servil. La comunidad es esencialmente contraria al libre e jercicio
de nuestras facultades, a nuestros más nobles pensamientos, a nuestros
sentimientos más íntimos. Todo lo que se imaginase para conciliarla con las
exigencias de la razón individual y de la voluntad, sólo tendería a cambiar el
nombre, conservado el sistema; pero quien busque la verdad de buena fe debe
procurar no discutir palabras, sino ideas. Así, la comunidad viola la autonomía
de la conciencia y la igualadad. La primera, mermando la espontaneidad del
espíritu y del corazón, el libre arbitrio en la acción y en el pensamiento; la
segunda, recompensando con igualdad de bienestar el trabajo y la pereza, el
talento y la necedad, el vicio y la virtud. Además, si la propiedad es
imposible por la emulación de adquirir, la comunidad lo sería bien pronto por
la emulación de no hacer nada.
La propiedad, a su vez, viola la igualdad por el
derecho de exclusión y de aubana, y el libre arbitrio por el despotismo. El
primer efecto de la propiedad ha sido suficientemente expuesto en los tres
capítulos precedentes, por lo que me limitaré a establecer aquí su perfecta
identidad con el robo.
Ladrón en latín es fur y
latro; fur procede del griego phôr, de pheró, en latín fero,
yo robo; latro de lathroô, bandidaje, cuyo origen primitivo es lêthó;
en latín lateo, yo me oculto. Los griegos tienen, además, kleptés,
de kleptô, yo hurto, cuyas consonantes radicales son las mismas que las de kaluptó,
esconderse. Con arreglo a estas etimologías, la idea de robar es la de un
hombre que oculta, coge, distrae una cosa que no le pertenece, de cualquier
manera que sea. Los hebreos expresaban la misma idea con la palabra ganab, ladrón,
del verbo ganab, que significa poner a recaudo, robar. No hurtarás, dice el
Decálogo, es decir, no retendrás, no te apoderarás de lo ajeno. Es el acto del
hombre que ingresa en una sociedad ofreciendo aportar a ella cuanto tiene y se
reserva secretamente una parte, como hizo el célebre discípulo Ananías.
La etimología del verbo robar (voler en
francés) es aún más significativa. Robar (voler), del latín vola, palma
de la mano, es tomar cartas en el juego; de modo que el ladrón es el que todo
lo toma para sí, el que hace el reparto del león. Es probable que este verbo
robar deba su origen al caló de los ladrones, y que luego haya pasado al
lenguaje familiar y, por consecuencia, al texto de las leyes.
El robo se comete por infinidad de medios, que los
legisladores han distinguido y clasificado muy hábilmente, según su grado de
atrocidad o de mérito, a fin de que en unos el robo fuese objeto de honores y
en otros causa de castigos. Se roba: 1º. con homicidio en lugar público; 2º.
solo o en cuadrilla; 3º. con fractura o escalamiento; 4º. por sustracción; 5º.
por quiebra fraudulenta; 6º. por falsificación en escritura pública o privada;
7º. por expedición de moneda falsa.
Esta escala comprende a todos los ladrones que
ejercen su oficio sin más auxilio que la fuerza y el fraude descarado:
bandidos, salteadores de caminos, piratas, ladrones de mar y tierra. Los
antiguos héroes se gloriaban de llevar esos nombres honorables y consideraban
su profesión tan noble como lucrativa. Nemrod, Teseo, Jasón y sus argonautas,
Jefté, David, Caco, Rómulo, Clovis y todos sus descendientes merovingios,
Roberto Guiscar, Tancredo de Hauteville, Bohemond y la mayoría de los héroes
normandos fueron bandidos y ladrones. El carácter heroico del ladrón está
expresado en este verso de Horacio, hablando de Aquiles:
Mi derecho es mi lanza y mi escudo,
y en estas palabras de Jacob (Génesis, cap.
48), que los judíos aplican a David y los cristianos a Cristo: «Su mano contra
todos.» En nuestros días, el ladrón, el hombre fuerte de los antiguos, es
perseguido furiosamente. Su oficio, según el Código, se castiga con pena
aflictiva e infamante, desde la de reclusión hasta el cadalso. ¡Qué triste
cambio de opiniones hay en los hombres!.
Se roba: 8º. por hurto; 9º. por estafa; 10º. por
abuso de confianza; 11º. por juegos y rifas.
Esta segunda clase de robos estaba consentida en
las leyes de Licurgo, con objeto de aguzar el ingenio en los jóvenes. La
practicaron Ulises, Dolón, Sinón, los judíos antiguos y modernos, desde Jacob
hasta Dentz; los bohemios, los árabes y todos los salvajes. En tiempo de Luis
XIII y Luis XIV no era deshonroso hacer trampas en el juego. Aun reglamentado
éste, no faltaban hombres de bien que sin el menor escrúpulo enmendaban, con
hábiles escamoteos, los caprichos de la fortuna. Hoy mismo, en todos los
países, es un mérito muy estimable entre la gente, tanto en el grande como en
el pequeño comercio, saber hacer una buena compra, lo que quiere decir
engañar al que vende. El ratero, el estafador, el charlatán, hacen uso, sobre
todo, de la destreza de su mano, de la sutilidad de su genio, del prestigio de
la elocuencia y de una extraordinaria fecundidad de invención. A veces llegan a
hacer atractiva la concupiscencia. Sin duda por esto, el Código penal, que
prefiere la inteligencia a la fuerza muscular, ha comprendido estas cuatro
especies de delitos en una segunda categoría, y les aplica solamente penas correccionales,
no infamantes. ¡Y aún se acusa a la ley de materialista y atea!
Se roba: 12º. por usura. Esta especie de ganancia,
tan odiosa desde la publicación del Evangelio, y tan severamente castigada en
él, constituye la transición entre los robos prohibidos y los robos
autorizados. Da lugar, por su naturaleza equívoca, a una infinidad de
contradicciones en las leyes y en la moral, contradicciones hábilmente
explotadas por los poderosos. Así, en algunos países, el usurero que presta con
hipoteca al 10, 12 y 15 por 100 incurre en un castigo severísimo cuando es
descubierto. El banquero que percibe el mismo interés, aun cuando no a título
de préstamo, pero sí al de cambio o descuento, es decir, de venta, es amparado
por privilegio del Estado. Pero la distinción del banquero y del usurero es
puramente nominal; como el usurero que presta sobre muebles o inmuebles, el
banquero presta sobre papel moneda u otros valores corrientes; como el usurero,
cobra su interés por anticipado; como el usurero, conserva su acción contra el
prestatario, si la prenda perece, es decir, si el billete no tiene curso,
circunstancia que hace de él precisamente un prestamista, no un vendedor de
dinero. Pero el banquero presta a corto plazo, mientras la duración del
préstamo usurario puede ser de un año, de dos, de tres, de nueve, etc.; y es
claro que la diferencia en el plazo del préstamo y algunas pequeñas variedades
en la forma del acto no cambian la naturaleza del contrato. En cuanto a los
capitalistas que colocan sus fondos, va en el Estado, ya en el comercio, a 3, 4
ó 5 por 100, es decir, que cobran una usura menor que la de los banqueros o
usureros, son la flor de la sociedad, la crema de los hombres de bien. La
moderación en el robo es toda una virtud.
Se roba: 13º. por constitución de renta, por cobro
de arrendamiento o alquiler. Pascal, en sus provinciales, ha divertido
extraordinariamente a los buenos cristianos del siglo XVII a costa del jesuita
Escobar y del contrato mohatra. «El contrato Mohatra -decía Escobar- es aquel
por el cual se compra cualquier cosa o crédito, para revenderla seguidamente a
la misma persona, al contado y a mayor precio.» Escobar había hallado razones
que justificaban esta especie de usura. Pascal y todos los jansenistas se
burlaban de él. Pero yo no sé qué hubieran dicho el satírico Pascal, el doctor
Nicole y el invencible Arnaud, si el P. Antonio Escobar de Valladolid les
hubiera presentado este argumento: «El arrendamiento en su contrato por el cual
se adquiere un inmueble, en precio elevado y a crédito, para revenderlo al cabo
de cierto tiempo a la misma persona y en mayor precio, sólo que, para
simplificar la operación, el comprador se contenta con pagar la diferencia
entre la primera venta y la segunda. O negáis la identidad del arrendamiento y
del mohatra y os confundo al instante, o, si reconocéis la semejanza, habréis
de reconocer también la exactitud de mi doctrina, so pena de prescribir al
propio tiempo las rentas y el arriendo.»
A esta concluyente argumentación del jesuita, el
señor de Montalde hubiera tocado a rebato exclamando que la sociedad estaba en
peligro y que los jesuitas minaban sus cimientos.
Se roba: 14º. por el comercio, cuando el beneficio
del comerciante excede del importe legítimo de su servicio. La definición del
comercio es bien conocida. Arte de comprar por 3 lo que vale 6, y de vender
en 6 lo que vale 3. Entre el comercio así definido y la estafa, la
diferencia está no más en la proporción relativa de los valores cambiados; en
una palabra, en la cuantía del beneficio.
Se roba 15º. obteniendo un lucro sobre un producto,
percibiendo grandes rentas. El arrendatario que vende al consumidor su trigo y
en el momento de medirlo mete su mano en la fanega y saca un puñado de grano,
roba. El profesor a quien el Estado paga sus lecciones y las vende al público
por mediación de un librero, roba. El funcionario, el trabajador, quien quiera
que sea, que produciendo como 1 se hace pagar como 4, como 100, como 1.000,
roba. El editor de este libro y yo, que soy su autor, robamos al cobrar por él
el doble de lo que vale.
En resumen: La justicia, al salir de la comunidad
negativa, llamada por los antiguos poetas edad de oro, empezó siendo el
derecho de la fuerza. En una sociedad de imperfecta organización, la
desigualdad de facultades revela la idea del mérito; la equidad sugiere el
propósito de proporcionar al rnérito personal, no sólo la estimación, sino
también los bienes materiales; y como el primero y casi único mérito reconocido
entonces es la fuerza física, el más fuerte es el de mayor mérito, el mejor, y
tiene derecho a la mayor parte. Si no se le concediese, él, naturalmente, se
apoderaría de ella. De ahí a abrogarse el derecho de propiedad sobre todas las
cosas, no hay más que un paso.
Tal fue el derecho heroico conservado, al menos por
tradición, entre los griegos y los romanos hasta los últimos tiempos de sus
repúblicas. Platón, en el Gorgias, da vida a un tal Callides que
defiende con mucho ingenio el derecho de la fuerza, el cual, Sócrates, defensor
de la igualdad, refuta seriamente. Cuéntase que el gran pompeyo, que se
exasperaba fácihnente, dijo en una ocasión: ¿Y he de respetar las leyes
cuando tengo las armas en la mano? Este rasgo pinta al hombre luchando
entre el sentido moral y la ambición y deseoso de justificar su violencia con una
máxima de héroe y de bandido.
Del derecho de la fuerza se derivan la explotación
del hombre por el hombre, o dicho de otro modo, la servidumbre, la usura o el
tributo impuesto por el vencedor al enemigo vencido, y toda esa familia tan
numerosa de impuestos, gabelas, tributos, rentas, alquileres, etc., etc.: en
una palabra, la propiedad. Al derecho de la fuerza sucedió el de la astucia,
segunda manifestación de la justicia; derecho detestado por los héroes, pues
con él nada ganaban y, en cambio, perdían demasiado. Sigue imperando la fuerza,
pero ya no vive en el orden de las facultades corporales, sino en el de las
psíquicas. La habilidad para engañar a un enemigo con proposiciones insidiosas
también parece ser digna de recompensa. Sin embargo, los fuertes elogian
siempre la buena fe. En esos tiempos el respeto a la palabra dada Y al
juramento hecho era de rigor... nominalmente. Uti lingua nuncupassit, ita
jus esto: como ha hablado la lengua, sea el derecho, decía la ley de las
Doce Tablas. La astucia, mejor dicho, la perfidia inspiró toda la política de
la antigua Roma. Entre otros ejemplos, Vico cita el siguiente, que también
refiere Montesquieu: Los romanos habían garantizado a los cartagineses la
conservación de sus bienes y de su ciudad, empleando a propósito la palabra civitas,
es decir, la sociedad, el Estado. Los cartagineses, por el contrario,
hablan entendido la ciudad material, urbs, y cuando estaban ocupados en
la reedificación de sus murallas, y so pretexto de que violaban lo pactado,
fueron atacados por los romanos que, conforme el derecho heroico, no creían
hacer una guerra injusta engañando a sus enemigos con un equívoco.
En el derecho de la astucia se fundan los
beneficios de la industria, del comercio y de la banca; los fraudes
mercantiles; las pretensiones, a la que suele darse el nombre de talento y
de genio, y que debiera considerarse como el más alto grado de la trampa
y de la fullería, y, finalmente, todas las clases de desigualdades sociales.
En el robo (tal como las leyes lo prohiben), la
fuerza y el engaño se manifiestan a la luz del día, mientras en el robo
autorizado se disfrazan con la máscara de una utilidad producida que sirve para
despojar a la víctima.
El empleo directo de la violencia y de la astucia
ha sido unánimemente rechazado; pero ninguna nación se ha desembarazado del
robo unido al talento, al trabajo y a la posesión. De ahí todas las
incertidumbres de la realidad y las innumerables contradicciones de la
jurisprudencia.
El derecho de la fuerza y el derecho de la astucia,
cantados por los poetas en los poemas de la Ilíada y la Odisea, inspiran
todas las leyes griegas y romanas, que, como es sabido, han pasado a nuestras
costumbres y a nuestros Códigos. El cristianismo no ha alterado en nada ese
estado de cosas. No acusamos de ello al Evangelio, que los sacerdotes, tan mal
orientados como los legistas, no han sabido nunca explicar ni comprender. La
ignorancia de los Concilios y de los pontífices, en todo lo que concierne a la
moral, há igualado a la del foro y la de los pretores; y esta profunda
ignorancia del derecho, de la justicia, de la sociedad, es lo que mata a la
Iglesia y desacredita sus enseñanzas. La infidelidad de la Iglesia romana y de
las demás iglesias cristianas es manifiesta. Todas han desconocido el precepto
de Jesucristo; todas han errado en la moral y en la doctrina; todas son
culpables de proposiciones falsas, absurdas, llenas de iniquidad y de crimen.
Pida perdón a Dios y a los hombres esa, Iglesia que se reputa infalible y que
ha corrompido la moral; humíllense sus hermanas reformadas, y el pueblo,
desengañado, pero religioso y clemente, las rehabilitará.
El desenvolvimiento del derecho, en sus diversas
manifestaciones, ha seguido la misma gradación que la propiedad en sus
reformas. En todas partes la justicia persigue el robo y lo reduce a límites
cada vez más estrechos. Hasta el presente las conquistas de lo justo sobre lo
injusto, de la equidad sobre la desigualdad se han realizado por instinto y por
la misma fuerza de las cosas. El último triunfo de nuestra sociabilidad será
debido a la reflexión, so pena de caer de nuevo en el feudalismo. Aquella
gloria está reservada a nuestra inteligencia, este abismo de miseria a nuestra
indignidad. El segundo efecto de la propiedad es el despotismo. Pero como el despotismo
se une necesariamente en el pensamiento a la idea de autoridad legítima,
investigando las causas naturales del primero, se pone de manifiesto el
principio de la segunda.
-¿Qué forma de gobierno es preferible? -¿Y aún lo
preguntáis? -contestará inmediatamente cualquiera de mis jóvenes lectores-.
-¿No sois republicanos? -Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no
precisa nada. Res pública es la cosa pública, y por esto quien ame la
cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los
reyes son también republicanos. -¿Sois entonces demócrata? -No. -¿Acaso sois
monárquico? -No. -¿Constitucional? -Dios me libre. -¿Aristócrata? -Todo menos
eso. -¿Queréis, pues, un gobierno mixto? -Menos todavía. -¿Qué sois entonces?
-Soy anarquista. -Ahora os comprendo; os estáis mofando de la autoridad. -En
modo alguno: acabáis de oír mi profesión de fe seria y detenidamente pensada.
Aunque amigo del orden, soy anarquista en toda la extensión de la palabra. En
las especies de animales sociales, «la debilidad de los jóvenes es la causa de
su obediencia a los mayores, que poseen la fuerza. -La costumbre, que en ellos
resulta una especie particular de conciencia, es la razón por la cual el poder
es atributo siempre del de más edad, aunque no sea el más fuerte. Cuando la
sociedad está sometida a un jefe, éste es casi siempre el más viejo del grupo.
Y digo casi siempre, porque esa jerarquía puede ser alterada por pasiones
violentas. En ese caso, la autoridad se transmite a otro, y habiendo comenzado
a ejercerse por la fuerza, se conserva luego por el hábito. Los caballos
salvajes caminan en grupos; tienen un jefe que va a la cabeza, a quien los
demás siguen confiados, y él es quien les da la señal de la fuga y del ataque.
El carnero que hemos criado nos sigue, pero también sigue al rebaño en que ha
nacido. No ve en el hombre más que el jefe de su grupo... El hombre no
es para los animales domésticos más que un miembro de su sociedad; todo su arte
se reduce a hacer que le acepte como asociado, y pronto se convierte en su jefe
por serles superior en inteligencia. El hombre no altera, pues, el estado
natural de estos animales, como ha dicho Buffón: no hace más que
aprovecharse de él. En otros términos, encuentra animales sociables y
los convierte en domésticos, haciéndose él su asociado y su jefe. La domesticidad
de los animales es, por tanto, un caso particular, una simple modificación,
una consecuencia determinada de la sociabilidad. Todos los animales
domésticos son, por naturaleza, animales sociables». (Flourens, Resumen de
las observaciones de F. Cuvier.)
Los animales sociables siguen a un jefe por
instinto. Pero (y esto no lo ha dicho F. Cuvier) la función que este jefe
desempeña es puramente intelectiva. El jefe no enseña a los demás a asociarse,
a reunirse bajo su dirección, a reproducirse, a huir ni a defenderse; sobre
estos extremos sus subordinados saben tanto como él. Pero el jefe es quien, con
su mayor experiencia, atiende a lo imprevisto, y con su inteligencia suple, en
circunstancias difíciles, al instinto general. El es quien delibera, quien
decide, quien guía; él es, en una palabra, quien con su mayor prudencia dirige
al grupo en bien de todos.
El hombre, al vivir naturalmente en sociedad, sigue
también naturalmente a un jefe. En su origen, este jefe era el padre, el
patriarca, es decir, el hombre prudente, sabio, cuyas funciones son, por
consecuencia, de reflexión y de inteligencia. La especie humana, como las demás
razas de animales sociables, tiene sus instintos, sus facultades innatas, sus
ideas generales, sus categorías del sentimiento y de la razón. Los jefes,
legisladores o reyes, nunca han inventado ni ideado nada; no han hecho otra
cosa que guiar a las sociedades según su experiencia, pero siempre adaptándose
a las opiniones y creencias generales.
Los filósofos que, reflejando en la moral y en la
historia su sombrío humor de demagogos, afirman que el género humano no ha
tenido en su principio ni jefes ni reyes, desconocen la naturaleza del hombre.
La realeza, la monarquía absoluta, es, tanto o más que la democracia, una forma
primitiva de gobierno. El hecho de que en los tiempos más remotos no faltan
héroes, bandidos y aventureros que conquistan tronos y se proclaman reyes,
suele ser causa de que se confundan la monarquía y el despotismo. Pero la
primera data de la creación del hombre y subsiste en los tiempos de la.
comunidad negativa; el heroísmo y el despotismo se inician con la primera
determinación de la idea de justicia, es decir, con el reinado de la fuerza.
Desde el momento en que por la comparación de los méritos se reputó mejor al
más fuerte, éste ocupó el lugar del más anciano y la monarquia se constituyó en
despotismo.
El origen espontáneo, instintivo, y por decirlo
así, fisiológico de la monarquía, le presta en sus principios un carácter
sobrehumano; los pueblos la atribuyen a los dioses, quienes, según afirmaban,
descendían los primeros reyes: de ahí genealogías divinas de las familias
reales, las humanizaciones de los dioses, las fábulas del Mesías. De ahí la
doctrina del derecho divino, que aún cuenta tan decididos campeones. La
monarquía fue en un principio electiva, porque en el tiempo en que el hombre
producía poco y apenas poseía algo, la propiedad era demasiado débil para
sugerir la idea de la herencia y para garantizar al hijo el cetro de su padre.
Pero cuando se roturaron los campos y se edificaron las ciudades, las funciones
sociales, como las cosas, fueron apropiadas. De ahí las monarquías y los
sacerdocios hereditarios; de ahí la herencia impuesta hasta en las profesiones
más vulgares, cuya circunstancia implica la división de castas, el orgullo
nobiliario, la abyección de todo trabajo físico, y confirma lo que he dicho del
principio de sucesión patrimonial, qua es un medio indicado por la Naturaleza
para proveer a funciones vacantes y proseguir una obra comenzada.
La ambición hizo que de tiempo en tiempo
apareciesen usurpadores que suplantaran a los reyes, lo que obligó a distinguir
a los unos como reyes de derecho, legítimos, y a los otros como tiranos. Pero
no hay que atenerse exclusivamente a los nombres, porque ha habido siempre
reyes malos y tiranos soportables. Toda monarquía puede ser buena cuando les la
única forma posible de gobierno, pero legítima no lo es jamás. Ni la herencia,
ni la elección, ni el sufragio universal, ni la excelencia del soberano, ni la
consagración de la religión y del tiempo, legitimidan la monarquía. Bajo
cualquier forma que se manifieste, el gobierno del hombre por el hombre es
ilegal y absurdo.
El hombre, para conseguir la más rápida y perfecta
satisfacción de sus necesidades, busca la regia. En su origen, esta regla es
para él viviente, visible y tangible; es su padre, su amo, su rey. Cuanto más
ignorante es el hombre, más obediente es y mayor y más absoluta la confianza
que pone en quien le dirige. Pero el hombre, cuya ley es conformarse a la
regla, llega a razonar las órdenes de sus superiores, y semejante razonamiento
es ya una protesta contra la autoridad, un principio de desobediencia. Desde el
momento en que el hombre trata de hallar la causa de la voluntad que manda, es
un rebelde. Si obedece, no porque el rey lo mande, sino porque el mandato es
justo, a su juicio, puede afirmarse que no reconoce ninguna autoridad y que el
individuo es rey de sí mismo. Desdichado quien se atreva a regirle y no le
ofrezca como garantía de sus leyes más que los votos de una mayoría; porque,
más o menos pronto, la minoría se convertiría en mayoría, y el imprudente
déspota será depuesto y sus leyes aniquiladas.
A medida que la sociedad se civiliza, la autoridad
real disminuye; es éste un hecho comprobado por la historia. En el origen de
las naciones, los hombres no reflexionan y razonan torpemente. Sin métodos, sin
principios, no saben ni aun hacer uso de su razón; no distinguen claramente lo
justo de lo injusto. Entonces la autoridad de los reyes es inmensa, ya que no
puede ser contradicha por los sometidos. Pero poco a poco la experiencia forma
el hábito, y éste determina luego la costumbre, la cual se traduce en máximas,
en principios, que al fin llegan a formularse en leyes, y ya el rey, la ley
viva, se ve forzado a respetarlas. Llega un tiempo en que las costumbres y las
leyes son tan numerosas, que la voluntad del príncipe está como atada a la
voluntad general, en forma tal, que al tomar la corona tiene que jurar que
gobernará con arreglo a ellas, siendo ya sólo el poder ejecutivo de una
sociedad cuyas leyes se establecieron sin su concurso.
Hasta ese momento todo sucede de modo instintivo,
sin que los interesados se den cuenta exacta de ello; pero veamos el término
fatal de ese movimiento. A fuerza de instruirse y de adquirir ideas, acaba el
hombre por adquirir la idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema
de conocimientos adecuados a la realidad de las cosas y deducidos de la
observación. Investiga entonces en la ciencia el sistema de los cuerpos
inanimados, el de los cuerpos orgánicos, el del espíritu humano, el del mundo;
¿y cómo no investigar también el sistema de la sociedad? Una vez llegado a este
punto, comprende que la verdad, en la ciencia política es independiente por
completo de la voluntad del soberano, de la opinión de las mayorías y de las
creencias vulgares; y que reyes, ministros, magistrados y pueblos, en cuanto
son voluntades, nada significan por la ciencia y no merecen consideración
alguna. Comprende al mismo tiempo que si el hombre es sociable por naturaleza,
la autoridad de su padre acaba desde el día en que, formada ya su razón y
completa,da su educación, se convierte en su asociado; que su verdadéro señor
y,rey es la verdad demostrada; que la política es una ciencia y no un
convencionalismo, y que la función del legislador se reduce, en último extremo,
a la investigación metódica de la verdad.
Así, en una sociedad, la autoridad del hombre sobre
el hombre está en razón inversa del deresarrollo intelectual conseguido por esa
sociedad, y la duración probable de esta autoridad puede calcularse en razón
directa de la mayor o menor aspiración a un verdadero gobierno, es decir, a un
gobierno establecido con arreglo a principios científicos. Así como el derecho
de la fuerza y el de la astucia se restringen por la determinación cada vez
mayor de la idea de justicia y acabarán por desaparecer en la igualdad, la
soberanía de la voluntad cede ante la soberanía de la razón y terminará por aniquilarse
en un socialismo científico. La propiedad y la autoridad están amenazadas de
ruina desde el principio del mundo, y así como el hombre busca la justicia en
la igualdad, la sociedad aspira al orden en la anarquía.
Anarquía, ausencia del señor, de soberano (El
sentido que vulgarmente se atribuye a la palabra anarquía es ausencia de
principio, ausencia de regla, y por esta razón se tiene por sinónima de
desorden. (N. del A.)), tal es la forma de gobierno, a la que nos aproximamos
de día en día, y a la que, por el ánimo inveterado de tomar el hombre por regla
y su voluntad por ley, miramos como el colmo del desorden y la expresión del
caos. Refiérese que allá por el siglo XVII un vecino de París oyó decir que en
Venecia no había rey alguno, y tal asombro causó al pobre hombre la noticia,
que pensó morirse de risa al oír una cosa para él tan ridícula. tal es nuestro
prejuicio. Cada uno de nosotros desea tener, sin darse a veces cuenta de ello,
uno o varios jefes, no faltando comunistas que sueñan, como Marat, con una
dictadura.
La legislación y la política es objeto de ciencia,
no de opinión; la facultad legislativa sólo pertenece a la razón,
metódicamente reconocida y demostrada. Atribuir a un poder cualquiera el
derecho del veto y de la sanción, es el colmo de la tiranía. La justicia
y la legalidad son tan independientes de nuestro asentimiento como la verdad
matemática. Para obligar, basta que sean conocidas; para manifestarse al
hombre, sólo requieren su meditación y su estudio. ¿Y qué representa entonces
el pueblo, si no es soberano, si no se deriva de él la facultad legislativa? El
pueblo es el guardián de la ley, es el poder ejecutivo. Todo ciudadano
puede afirmar: «Esto es verdadero, aquello es justo»; pero tal convicción sólo
a él le obliga; para que la verdad que proclama se convierta en ley, es preciso
que sea reconocida por todos. Pero ¿qué es reconocer una ley? Es realizar una
operación matemática o metafísica, es repetir una experiencia, observar un
fenómeno, comprobar un hecho. Solamente la nación tiene derecho a decir: Ordeno
y mando.
El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano,
porque todos estos nombres son sinónimos, imponen su voluntad como ley y no
permiten contradicción ni intervención, es decir, que intentan ejercer el poder
legislativo y el ejecutivo a la vez. Por eso la sustitución de la voluntad real
por la ley científica y verdadera no puede realizarse sin lucha encarnizada.
Después de la propiedad, tal sustitución es el más poderoso elemento de la
historia, la causa más fecunda de las alteraciones políticas. Los ejemplos de
esto son demasiado numerosos y evidentes para que se detenga a enumerarlos.
La propiedad engendra necesariamente el despotismo,
el gobierno de lo arbitrario, el imperio de una voluntad libidinosa. Tan esencial
es esto en la propiedad, que para convencerse de ello basta recordar lo que la
propiedad es y fijarse en lo que ocurre a nuestro alrededor. La propiedad es el
derecho de usar y abusar. Por consiguiente, si el gobierno es economía,
si tiene por único objeto la producción y el consumo, la distribución de los
trabajos y de los productos, ¿cómo ha de ser posible con la propiedad? Si los
bienes son objeto de propiedad, ¿cómo no han de ser reyes los propietarios, y
reyes despóticos, según la proporción de sus derechos dominicales? Y si cada
propietario es soberano en la esfera de su propiedad, rey inviolable en toda la
extensión de su dominio, ¿cómo no ha de ser un caos y una confusión un gobierno
constituido por propietarios?
Por tanto, no es posible gobierno, ni economía
política, ni administración pública que tenga la propiedad por fundamento.
La comunidad pretende la igualdad y la ley.
La propiedad, nacida del sentimiento del mérito personal, aspira
frecuentemente a la independencia y a la proporcionalidad.
Pero la comunidad, tomando la uniformidad por la
ley y la nivelación por la igualdad, llega a ser tiránica e injusta, y a su vez
la propiedad, por su despotismo y sus detentaciones, se muestra pronto opresiva
e insociable. El propósito de la comunidad y de la propiedad es bueno; el
resultado de una y otra es pésimo. ¿Por qué? Porque ambas son exclusivistas y
desconocen, cada una de ellas por su parte, dos elementos de la sociedad. La
comunidad rechaza la independencia y la proporcionalidad; la propiedad no
satisface a la igualdad ni a la ley.
Mas si imaginamos una sociedad fundada en estos
cuatro principios, la igualdad, ley, independencia, proporcionalidad,
hallaremos:
1º. Que consistiendo la igualdad únicamente en la igualdad
de condiciones, es decir, de medios, no en la igualdad de
bienestar, la cual, mediante la igualdad de medios, debe ser obra del
trabajador, no se atenta en forma alguna a la justicia ni a la equidad.
2º. Que la ley, como resultado que es de la ciencia
de los hechos y fundada, por tanto, en la necesidad misma, no puede quebrantar
jamás la independencia.
3º. Que la independencia recíproca de los
individuos, o la autonomía de la razón privada, como derivada que es de la
diferencia de talentos y capacidades, puede existir sin peligro dentro de la
ley.
4º. Que no admitiéndose la proporcionalidad, sino
en la esfera de la inteligencia y del sentimiento, pero no en el orden de las
cosas físicas, puede observarse sin violar la justicia o la igualdad social.
Esta tercera forma de sociedad, síntesis de la
comunidad y de la propiedad, se llama libertad.
Para determinar la libertad no reunimos, pues, sin
cliscernimiento la comunidad y la propiedad, lo cual sería un eclecticismo
absurdo. Investigamos por un método analítico lo que cada una de ellas contiene
de verdadero, conforme a la voz de la Naturaleza y a.las leyes de la
sociabilidad, y eliminamos lo que tienen de falso, como elementos extraños. El
resultado ofrece una expresión adecuada a la forma natural de la sociedad
humana; en una palabra, la libertad.
La libertad es la igualdad, porque la libertad sólo
existe en el estado social, y fuera de la igualadad no puede haber sociedad. La
libertad es la anarquía, porque no consiente el imperio de la voluntad, sino
sólo la autoridad de la ley, es decir, de la necesidad. La libertad afirma la
independencia en términos de infinita variedad, porque respeta todas las
voluntades dentro de los límite de la ley. La libertad es la proporcionalidad,
porque ofrece plena latitud a la ambición del mérito y a la emulación de la
gloria.
Podemos decir ahora lo mismo que dijo Cousin:
«Nuestro principio es verdadero, es bueno, es social: no temamos deducir de él
todas sus consecuencias.»
La sociabilidad en el hombre, convirtiéndose
en justicia por la reflexión, en equidad por la mutua dependencia
de las capacidades, teniendo por fórmula la libertad, es el verdadero
fundamento de la moral, el principio y la regla de todas nuestras acciones. Es
el móvil universal que la filosofía busca, que la religión corrobora, que el
egoísmo suplanta, que la razón pura no puede suplir jamás. El deber y el
derecho tienen su única fuente en la necesidad, la cual, según se
considere en relación a los seres exteriores, es derecho, y en relación
a nosotros mismos, es deber.
Es una necesidad comer y dormir; tenemos un derecho
a procurarnos las cosas necesarias al sueño y al sustento; es en nosotros un
deber usar de ellas cuando la Naturaleza lo exige.
Es una necesidad trabajar para vivir; es un derecho
y un deber. Es una necesidad amar a la mujer y a los hijos; es deber del marido
ser su productor y su sostén; es un derecho ser amado por ellos con preferencia
a todos. La fidelidad conyugal es de justicia; el adulterio es un crimen de lesa
sociedad. Es una necesidad cambiar unos productos por otros: hay derecho a
exigir que este cambio sea de valores iguales, y puesto que consumimos antes de
producir, es en nosotros un deber, en cuanto de nosotros dependa, producir con
la misma constancia que consumimos. El suicidio es una quiebra fraudulenta. Es
una necesidad realizar nuestro trabajo según las luces de nuestra razón; es un
derecho mantener nuestro libre albedrío; es un deber respetar el de los demás.
Es una necesidad ser apreciado por nuestros semejantes; es un deber merecer sus
elogios; es un derecho ser juzgados por nuestros actos.
La libertad no es contraria al derecho de sucesión
hereditaria; se limita a velar porque la igualdad no sea violada por él. Optad
-nos dice- entre dos herencias, pero no acumuladlas nunca. Toda la legislación
relativa a las transmisiones, sustituciones, etc., por titulo hereditario, está
por hacer.
La libertad favorece la emulación, lejos de
destruirla. En la igualdad social, la emulación consiste en trabajar, en
desenvolverse en condiciones iguales. Su recompensa está en sí misma; el éxito
ajeno a nadie perjudicará.
La libertad elogia el sacrificio y honra a quienes
lo hacen; pero no necesita de él. La justicia basta para mantener el equilibrio
social; el sacrificio es innecesario. Sin embargo, dichoso aquel que puede
decir: «Yo me sacrifico.»
La libertad es esencialmente organizadora. Para
asegurar la igualdad entre los hombres, el equilibrio entre las naciones, es
preciso que la agricultura y la industria, los centros de instrucción, de
comercio y de negocios se distribuyan según las condiciones geográficas de cada
país, la clase de sus productos, el carácter y las aptitudes naturales de sus
habitantes, etc., en proporciones tan justas, tan sabias, tan bien combinadas,
que en ninguna parte haya exceso ni falta de población, de consumo y de
producción. Este es el principio de la ciencia del derecho público y del
derecho privado, la verdadera economía política. Corresponde a los
jurisconsultos, desembarazados ya del falso principio de la propiedad, redactar
las nuevas leyes y pacificar el mundo. Ciencia y genio no les faltan; el punto
de partida ya les es conocido.
He concluido la obra que me había propuesto; la
propiedad está vencida: ya no se levantará jamás. En todas partes donde este
libro se lea, existirá un germen de muerte para la propiedad: y allí, más o
menos pronto, desaparecerán el privilegia y la servidumbre. Al despotismo de la
voluntad sucedgra al fin el reinado de la razón. ¿Qué sofismas ni que prejuicios
podrán contrarrestar la sencillez de estas proposiciones?
I. La posesión individual es la condición de
la vida social. Cinco mil años de propiedad lo demuestran: la propiedad es
el suicidio de la sociedad. La posesión es de derecho; la propiedad es contra
el derecho. Suprimid la propiedad conservando la posesión, y con esta sola
modificación habréis cambiado por completo las leyes, el gobierno, la economía,
las instituciones: habréis eliminado el mal de la tierra.
II. Siendo igual para todos el derecho de
ocupación, la posesión variará con el número de poseedores: la propiedad no
podrá constituirse.
III. Siendo también igual para todos el resultado
del trabajo, es imposible la formación de la propiedad por la explotación ajena
y por el arriendo.
IV. Todo trabajo humano es resultado necesario de
una fuerza colectiva; la propiedad, por esa razón, debe ser colectiva e
indivisa. En términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad.
V. Siendo toda aptitud para el trabajo, lo mismo
que todo instrumento para el mismo, un capital acumulado, una propiedad
colectiva, la desigualdad de remuneración y de fortuna, so pretexto de
desigualdad de capacidades, es injusticia y robo.
VI. El comercio tiene por condiciones necesarias la
libertad de los contratantes y la equivalencia de los productos cambiados. Pero
siendo la expresión del valor la suma de tiempo y de gastos que cuesta cada
producto y la libertad inviolable, los trabajadores han de ser necesariamente
iguales en salarios, como lo son en derechos y en deberes.
VII. Los productos sólo se adquieren mediante
productos; pero siendo condición de todo cambio la equivalencia de los
productos, el lucro es imposible e injusto. Aplicad este principio elemental de
economía y desaparecerán el pauperismo, el lujo, la opresión el vicio, el
crimen y el hambre.
VIII. Los hombres están asociados por la ley física
y matemática de la producción antes de estarlo por su asentímiento: por
consiguiente, la igualdad de condiciones es de justicia, es decir, de derecho
social, de derecho estricto; el afecto, la amistad, la gratitud, la admiración,
corresponden al derecho equitativo o proporcional.
IX. La asociación libre, la libertad, que se limita
a mantener la igualdad en los medios de producción y la equivalencia en los
cambios, es la única forma posible de sociedad, la única justa, la única
verdadera.
X. La política es la ciencia de la libertad. El
gobierno del hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es
tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión del
orden y de la anarquía.
La antigua civilización ha llegado a su fin: la faz
de la tierra va a renovarse bajo un nuevo sol. Dejemos pasar una generación,
dejemos morir en el aislamiento a los antiguos prevaricadores: la tierra santa
no cubrirá sus huesos. Si la corrupción del siglo te indigna, si el deseo de
justicia te enaltece, si amas la patria, si el interés de la humanidad te
afecta, abraza, lector, la causa de la libertad. Abandona tu egoísmo, húndete
en la ola popular de la igualdad que nace; en ella tu alma purificada hallará
energías desconocidas; tu carácter débil se fortalecerá con valor indomable; tu
corazón rejuvenecerá. Todo cambiará de aspecto a tus ojos, iluminados por la
verdad; nuevos sentimientos despertarán en ti ideas nuevas. Religión, moral,
poesía, arte, idioma se te representarán bajo una forma más grande y más bella,
y seguro de tu fe, saludarás la aurora de la regeneración universal.
Y vosotros, pobres víctimas de una ley odiosa,
vosotros a quienes un mundo estúpido despoja y ultraja, vosotros, cuyo trabajo
fue siempre infructuoso y vuestro esperar sin esperanza, consolaos; vuestras
lágrimas están contadas. Los padres han sembrado en la aflicción, los hijos
cosecharán en la alegría.
¡Oh, Dios de libertad! ¡Dios de igualdad! Tú, que
has puesto en mi corazón el sentimiento de la justicia antes que mi razón
llegase a comprenderla, oye mi ardiente súplica. Tú eres quien me ha inspirado
cuanto acabo de escribir. Tú has formado mi pensamiento, dirigido mi estudio,
privado mi corazón de malas pasiones, a fin de que publique tu verdad ante el
amo y ante el esclavo. He hablado según la energía y capacidad qúe tú me has
concedido; a ti te corresponde acabar tu olbra. Tú sabes. Dios de libertad, si
me ha guiado mi interés o tu gloria. i Perezca mi nombre y que la humanidad sea
libre! ¡Vea yo, desde un oscuro rincón, instruido al pueblo, aconsejado por
leales protectores, conducido por corazones desinteresados! Acelera, si es
posible, el tiempo de nuestra prueba; ahoga en la igualdad el orgullo y la
avaricia; confunde esta idolatría de la gloria que nos retiene en la abyección;
enseña a estos pobres hijos tuyos que en el seno de la libertad no habrá héroes
ni grandes hombres.
Inspira al poderoso, al rico, a aquel cuyo nombre
jamás pronunciarán mis labios en presencia tuya, sentimientos de horror a sus
rapiñas; sean ellos los que pidan que se les admita la restitución y
absuélvales su inmediato arrepentimiento de todas sus culpas. Entonces, grandes
y pequeños, sabios e ignorantes, ricos y pobres, se confundirán en inefable
fraternidad, y todos juntos, entonando un himno nuevo, te erigirán el altar,
¡Oh Dios de libertad y de igualdad!