La
anarquía es el orden
Si
me preocupara el sentido atribuido comúnmente a ciertas palabras y dado que un
error vulgar ha hecho de "anarquía" el sinónimo de "guerra
civil", tendría horror del título con que he encabezado esta publicación,
porque tengo horror a la guerra civil.
Al
mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte nunca de un grupo de
conspiradores ni de un batallón revolucionario; me honra y me complace porque
esto me sirve para establecer, por una parte, que he sido bastante honesto para
no engañar al pueblo, y, por la otra, que he sido bastante hábil para no
dejarme engañar por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin
emoción, pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes,
sintiendo piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después
de esas luchas sanguinarias -habiendo constreñido mi entusiasmo a no moverse
sino en el estrecho marco de un silogismo-, he querido hacer cuenta del
bienestar que había traído cada cadáver, he encontrado cero en el total; y
cero es nada.
Me
horroriza la nada; también me horroriza la guerra civil.
Por
eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este diario, no puede ser para
adjudicar a esta palabra el significado que le han dado -muy equivocadamente,
como explicaré en breve- las sectas gubernamentalistas, sino por el contrario,
para restituirle el derecho etimológico que le conceden las democracias.
La
anarquía es la negación de los gobiernos. Los gobiernos, de los que somos
pupilos, naturalmente no han encontrado nada mejor que hacer que educarnos en el
temor y el horror a su destrucción. Pero como, a su vez, los gobiernos son la
negación de los individuos o del pueblo, es racional que éste, despertando a
las verdades esenciales, paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia
anulación que por la de sus maestros.
Anarquía
es una vieja palabra, pero esta palabra expresa para nosotros una idea moderna,
o más bien un interés moderno, porque la idea es hija del interés. La
historia ha calificado de "anárquico" el estado de un pueblo en cuyo
seno se encuentran varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado
de un pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente
porque tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí
mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto,
antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque ella
expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos, la competición,
la lucha de clases gubernamentales. El concepto moderno de verdad social
absoluta o de democracia pura ha abierto toda una serie de conocimientos que
invierten radicalmente los términos de la ecuación tradicional. Así, la
anarquía, que, confrontada con el término monarquía significa guerra civil,
desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es nada menos
que la expresión verdadera del orden social.
En
efecto:
quien
dice anarquía dice negación del gobierno;
quien
dicer negación del gobierno, dice afirmación del pueblo;
quien
dice afirmación del pueblo, dice libertad individual;
quien
dice libertad individual, dice soberanía de cada uno;
quien
dice soberanía de cada uno, dice igualdad;
quien
dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad;
quien
dice fraternidad, dice orden social.
Al
contrario:
quien
dice gobierno, dice negación del pueblo;
quien
dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política;
quien
dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual;
quien
dice dependencia individual, dice supremacía de clase;
quien
dice supremacía de clase, dice desigualdad;
quien
dice desigualdad, dice antagonismo;
quien
dice antagonismo, dice guerra civil;
por
lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil.
No
sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico, o espantoso. No lo sé ni me
preocupo por saberlo. Lo que sé es que puedo audazmente poner en juego mis
argumentos contra toda la prosa gubernamentalista blanca y roja del pasado,
presente y futuro. La verdad es que yo, en este terreno -que es el de un hombre
libre, extraño a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando,
rebelde a la sumisión-, desafío a todo argumento del funcionarismo, a todos
los lógicos de la marginación y a todos los defensores del impuesto -monárquico
o republicano-, ya se llame progresivo, proporcional, territorial, capitalista,
sobre la posesión o sobre el consumo.
Sí,
la anarquía es el orden, mientras que el gobierno es la guerra civil.
Cuando
mi inteligencia penetra más allá de los miserables detalles en los que se
apoya la dialéctica cotidiana, encuentro que las gueras intestinas que, en
todos los tiempos, han diezmado a la humanidad, están ligadas a esta única
causa, exactamente: la destrucción o la conservación del gobierno.
En
el campo político, sacrificarse por la conservación o el advenimiento de un
gobierno siempre ha significado destriparse y degollarse. Mostradme un lugar
donde el hombre se asesina en masa abiertamente, os haré ver un gobierno a la
cabeza de la carnicería. Si buscáis explicaros la guerra civil de otra forma
que como un gobierno que quiere llegar o un gobierno que no quiere irse, perdéis
vuestro tiempo; no encontraréis nada.
La
razón es simple.
Un
gobierno es creado. En el mismo instante en que el gobierno es creado tiene sus
criaturas, y, en consecuencia, sus partidarios; y en el mismo momento en que
tiene sus partidarios, tiene también sus adversarios. Y este solo hecho fecunda
el germen de la guerra civil, porque es imposible que el gobierno, investido de
todo su poder, obre del mismo modo respecto a sus adversarios que a sus
partidarios. Esimposible que aquéllos no se vean favorecidos y que éstos no
sean perseguidos. Por lo tanto, también es imposible que de esta desigualdad no
surja pronto o tarde un conflicto entre el partido de los privilegiados y el
partido de los oprimidos. En otras palabras, una vez que el gobierno se ha
constituído, es inevitable el favoritismo que funda el privilegio, que provoca
la división, que crea el antagonismo, que determina la guerra civil.
Por
lo tanto, gobierno es guerra civil.
Si
es suficiente ser, por un lado el partidario y por el otro el adversario del
gobierno para determinar un conflicto entre ciudadanos; si está demostrado que
fuera del amor o del odio que se siente por el gobierno, la guerra civil no
tiene ninguna razón de existir, esto quiere decir que para establecer la paz es
suficiente que los ciudadanos renuncien, por una parte, a ser partidarios, y por
otra, a ser adversarios del gobierno.
Pero
dejar de atacar o de defender al gobierno para hacer imposible la guerra civil,
no es nada menos que no tenerlo en cuenta, ponerlo entre los desperdicios,
suprimirlo a fin de fundar el orden social.
Ahora,
si suprimir el gobierno es, de un lado, establecer el orden, y del otro, fundar
la anarquía; entonces, el orden y la anarquía son paralelos.
Antes
de seguir adelante, ruego al lector que se prevenga contra la mala impresión
que pueda causarle la forma personal que he adoptado con la finalidad de
facilitar el razonamiento y de precisar el pensamiento. En esta exposición, YO
significa mucho menos el escritor que el lector y el oyente: YO es el hombre.
La
razón colectiva tradicional es una ficción
Puesta
en estos términos, la cuestión estriba en tener -por encima del socialismo y
del inextricable caos en que lo han sumergido los capitostes de las diversas
tendencias- el mérito de la claridad y de la precisión. Yo soy anárquico,
hugonote político y social; lo niego todo, no me afirmo sino a mí mismo;
porque la única verdad que me es demostrada material y moralmente, con pruebas
sensibles, comprensibles e inteligibles; la sola verdad verdadera, sorprendente,
no arbitraria y no sujeta a interpretaciones, soy yo. Yo soy. He aquí un hecho
positivo. Todo el resto es abstracto y cae dentro de la X matemática, en lo
desconocido: no tengo que ocuparme de ello.
La
sociedad consiste esencialmente en una vasta combinación de intereses
materiales y personales. El interés colectivo o de Estado -en virtud del cual
el dogma, la filosofía y la política reunidas han reclamado hasta hoy la
abnegación integral o parcial de los individuos y de sus bienes-, es una pura
ficción, que en su vestidura teocrática ha servido de base a la fortuna de
todos los cleros, desde Aaron hasta el señor Bonaparte. Este interés
imaginario sólo existe en la legislación.
No
ha sido cierto nunca ni nunca será cierto, no puede ser cierto que haya sobre
la tierra un interés superior al mío, un interés al cual yo deba el
sacrificio, siquiera parcial, de mi interés. Si sobre la tierra sólo hay
hombres y yo soy un hombre, mi interés es igual al de cualquier otro. Yo no
puedo deber más de lo que me es debido; no se me puede dar más que en proporción
a lo que doy. Pero no debo nada a quien no me da nada; entonces, no deba nada a
esa razón colectiva (o bien al gobierno) porque el gobierno no me da nada y no
podría nunca darme tanto cuanto me toma (de aquello que por otra parte no
tiene). En todos los casos el mejor juez de la oportunidad de un elección
y quien debe decidir acerca de la conveniencia de repetirla soy yo; respecto a
esto, no tengo consejos, ni lecciones, ni, sobre todo, órdenes que recibir de
nadie. Es deber de cada cual, y no solamente su derecho, aplicar este
razonamiento a sí mismo y no olvidarlo. He aquí el fundamento verdadero,
intuitivo, incontestable, indestructible del único interés humano que se debería
tener en cuenta: el interés personal, la prerrogativa individual. ¿Significa
esto que quiero negar absolutamente el interés colectivo? Ciertamente, no. Sólo
que, al no gustarme hablar en vano, no hablo. Después de haber puesto las bases
del interés personal, obro respecto al interés colectivo como debo obrar
respecto a la sociedad cuando he introducido al individuo. La sociedad es la
consecuencia inevitable de la agregación de individuos; el interés colectivo
es, a igual título, una consecuencia providencial y fatal de la agregación de
los intereses personales. El interés colectivo sólo se rrealizará plenamente
en la medida en que quede intacto el interés personal; porque, si se entiende
por interés colectivo el interés de todos, basta que, en la sociedad, sea dañado
el interés de un solo individuo para que inmediatamente el interés colectivo
ya no sea más el interés de todos y, en consecuencia, haya dejado de existir.
En
el orden fatal de las cosas, el interés colectivo es una consecuencia natural
del interés del individuo. Esto es tan cierto que la comunidad no tomará mi
campo para trazar una calle o no me pedirá la conservación de mis bosques para
mejorar el aire sin indemnizarme. En este caso mi interés es el que se impone.
Es el derecho individual el que pesa sobre el derecho colectivo. Yo tengo el
mismo interés que la comunidad en tener una calle y en respirar aire sano; sin
embargo, cortaría mi bosque y guardaría mi campo si la comunidad no me
indemnizara; pero así como su interés es indemnizarme, el mío es ceder. Tal
es el interés colectivo que resulta de la naturaleza de las cosas. Hay otro que
es accidental y anormal: la guerra. Esta escapa a tal ley. Esta crea otra ley y
lo hace siempre bien. No es preciso ocuparse sino de lo que es constante.
Pero
cuando se llama interés colectivo a aquél en virtud del cual cierran mi
laboratorio, me impiden el ejercicio de tal o cual actividad, secuestran mi
diario o mi libro, violan mi libertad, me prohiben ser abogado o médico en
virtud de mis estudios personales y de mi clientela, me intiman la orden de no
vender esto, de no comprar aquello; cuando, en fin, llaman interés colectivo a
aquél que invocan para impedir que me gane la vida a la luz del sol, del modo
que más me gusta y bajo el control de todos, declaro que no lo entiendo o
mejor, que lo entiendo demasiado.
Para
salvaguardar el interés colectivo, se condena a un hombre que ha curado a su
semejante ilegalmente -es un mal hacer el bien ilegalmente-, con el pretexto de
que no tiene el título; se impide a un hombre defender la causa de un ciudadano
(libre) que le ha dado su confianza; se arresta a un escritor; se arruina a un
editor; se encarcela a un propagandista; se envía al juzgado de lo criminal a
un hombre que ha lanzado un grito o que se ha comportado de cierto modo.
¿Qué
gano yo con estas desgracias? ¿Qué ganáis vosotros? Yo corro de las Pirineos
al Canal de la Mancha, del Océano a los Alpes, y pregunto a cada uno de los
treinta y seis millones de franceses quñe provecho han obtenido de estas
crueldades estúpidas ejercitadas en su nombre sobre infelices cuyas familias
gimen, cuyos acreedores se inquietan, cuyos asuntos van a la ruina y que, cuando
logren sustraerse a los rigores de que han sido víctimas, quizá se suiciden
por disgusto o se conviertan en criminales por odio.
Y
frente a esta cuestión nadie sabe qué he querido decir, cada uno declina su
responsabilidad en aquello que ha sucedido, la desgracia no ha hecho surgir nada
en nadie. Se han derramado lágrimas, los intereses han sido dañados en vano.
Pero ¡es a esta monstruosidad salvaje a lo que se llama interés colectivo! En
cuanto a mí afirmo que si este interés colectivo no es un torpe error, yo lo
llamaría la más vil de las bribonadas.
Pero
dejemos esta furiosa y sangrienta ficción y digamos que, dado que el único
modo de llegar a obtener el interés colectivo consiste en salvaguardar los
intereses personales, queda demostrado y suficientemente probado que lo más
importante, en materia de sociabilidad y economía, es favorecer, ante todo, el
interés personal. Por lo tanto, tengo razón al decir que la única verdad
social es la verdad natural, es el individuo, soy yo.
El
dogma individualista es el único dogma fraterno
No
quiero ni oir hablar de la revelación, de la tradición, de las filosofías
china, fenicia, egipcia, hebraica, griega, romana, tedesca o francesa; fuera de
mi fe o de mi religión, de las que no debo rendir cuentas a nadie, no sé qué
hacer con las divagaciones de los antepasados; yo no tengo antepasados. Para mí,
la creación del mundo data del día de mi nacimiento; para mí, el fin del
mundo debe cumplirse el da en que devuelva a la tierra mi cuerpo y el aliento
que constituyen mi individualidad. Yo soy el primer hombre, yo seré el último.
Mi historia es el resumen de la historia de la humanidad; yo no conozco, no
quiero conocer otra cosa. Cuando sufro ¿qué satisfacción me proporciona la
alegría ajena? Cuando gozo ¿qué ganan de mis placeres aquellos que sufren? ¿Qué
me importa lo que se ha hecho antes de mí? ¿En qué me afecta aquello que se
hará después de mí? No tengo que servir de holocausto al respeto de las
generaciones extintas, ni de ejemplo a la posteridad. Yo me encierro en el ciclo
de mi existencia y el único problema que tengo que resolver es el de mi
bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene sino una fórmula,
esta fórmula no tiene más que una palabra: GOZAR. Honesto quien la reconoce;
impostor quien la niega.
Es
la del individualismo crudo, del egoísmo innato: no lo niego en absoluto, lo
confieso, lo constato, me glorifico de ello. Traedme para que lo interrogue a
aquél que podría sentirse herido y reprocharme. ¿Os causa algún daño mi egoísmo?
Si decís que no, no tenéis nada que objetar, porque soy libre en todo aquello
que no puede dañaros. Si decís que sí, sois unos fulleros, porque mi egoísmo
no es más que la simple apropiación de mí por mí mismo, un llamado a mi
identidad, una protesta contra todas las supremacías. Si os sentís heridos por
la realización de este acto de toma de posesión, por la conservación que
llevo a cabo de mi persona -es decir, de la menos discutible de mis
propiedades-, vosotros reconocéis que os pertenzco o como mínimo que tenéis
miras sobre mí. Sois unos explotadores (u os estáis convirtiendo en tales),
unos acaparadores, unos codiciosos de los bienes ajenos, unos ladrones.
No
hay camino intermedio. Es el egoísmo el que es de derecho o lo es el robo; es
necesario que yo me pertenezca o es necesario que caiga en posesión de algún
otro. Es inadmisible pedir que yo reniegue de mí mismo en provecho de todos,
porque si todos deben renegar de sí como yo, nadie ganará en este estúpido
juego más de lo que ya habrá perdido y, en consecuencia, quedará igual, es
decir, sin provecho. Evidentemente, esto haría absurda la renuncia inicial. Y
si la abnegación de todos no puede beneficiar a todos, necesariamente
beneficiará a algunos en particular. Entonces, estos últimos serán los dueños
de todo y también, probablemente, los que se dolerán de mi egoísmo. Pues
bien, que se fastidien.
Cada
hombre es un egoísta; quien deja de serlo se convierte en un objeto. El que
pretende que no necesita serlo, es un ladrón.
¡Ah!,
sí, comprendo. La palabra suena mal: hasta ahora la habéis aplicado a aquéllos
que no se contentan con sus propios bienes, a aquéllos que acaparan los bienes
ajenos; pero aquellas personas pertenecen al orden humano, vosotros no. Al
lamentaros de su rapacidad, ¿sabéis qué hacéis? Constatar vuestra
imbecilidad. Hasta ahora habéis creído que existen tiranos. Y bien, os habéis
engañado, no hay sino esclavos: allí donde nadie obedece, nadie manda.
Escuchad
bien esto: el dogma de la resignación, de la abnegación, de la renuncia de sí
mismo ha sido siempre predicado a los pueblos. ¿Qué resultó de ello? El
papado y la soberanía por la gracia de Dios. ¡Oh! el pueblo se ha resignado,
se ha anulado, durante mucho tiempo ha renegado de sí mismo. ¿Qué os parece?
¿Está bien eso?
Por
cierto, el mayor placer que pueda darse a los obispos un poco confundidos, a las
asambleas que han sustituído al rey, a los ministros que han sustituído a los
príncipes, a los gobernadores civiles que han sustituído a los duques -grandes
vasallos-, a los subgobernadores que han sustituído a los barones -pequeños
vasallos-, y a toda la secuela de funcionarios subalternos que hacen las veces
de caballeros y nobiluchos del feudalismo; el mayor placer, digo, que pueda
darse a toda esta nobleza de las finanzas, es volver a entrar cuanto antes en el
dogma tradicional de la resignación, de la abnegación y del reniego de uno
mismo. Encontraréis todavía entre ellos protectores que os aconsejarán el
desprecio de las riquezas -y correréis el riesgo de que os despojen de ellas-,
enocontraréis entre ellos devotos que, por salvar vuestra alma, os predicarán
la continencia -reservándose el derecho de consolar a vuestras mujeres,
vuestras hijas o vuestras hermanas. No está mal. Gracias a Dios, no carecemos
de amigos devotos dispuestos a condenarse en nuestro lugar mientras nosotros
seguimos el viejo camino de la beatitud, del cual ellos se mantienen cortésmente
alejados, sin duda para no entorpecernos el camino.
¿Por
qué todos estos continuadores de la antigua hipocresía ya no se sienten tan en
equilibrio sobre los escaños creados por sus predecesores? ¿Por qué? Porque
la abnegación se va y el individualismo arremete; porque el hombre se encuentra
lo bastante hermoso como para osar tirar la máscara y mostrarse al fin tal cual
es.
La
abnegación es la esclavitud, la vileza, la abyección; es el rey, es el
gobierno, es la tiranía, es el luto, es la guerra.
El
individualismo, al contrario, es la redención, la grandeza, la hidalguía; es
el hombre, es el pueblo, es la libertad, es la fraternidad, es el orden.
El
contrato social es una monstruosidad
Que
cada uno en la sociedad se afiance personalmente y sólo se confirme a sí mismo
y la soberanía individual está fundada, el gobierno ya no tiene razón de ser,
toda supremacía queda desvirtuada, el hombre es igual al hombre.
Hecho
esto, ¿qué queda? Queda todo lo que los gobiernos vanamente han tratado de
destruir; queda la base esencial e imperecedera de la nacionalidad; queda la
comunidad que todos los poderes perturban y desorganizan para hacerse con ella;
queda la municipalidad, prganización fundamental, existencia primordial que
resiste a todas las desorganizaciones y a todas las destrucciones. La comunidad
tiene su administración, sus jurados, sus órganos judiciales; y si no los
tiene los improvisará. Por lo tanto, estando Francia municipalmente organizada
por sí misma, también está democráticamente organizada de por sí. No hay,
en cuanto al organismo interno, nada que hacer, todo está hecho; el individuo
es libre y soberano en la nación.
Ahora
¿debe la nación o la comunidad tener un órgano sintético y central para
solventar ciertos intereses comunes, materiales y concretos, y para servir de
interlocutor entre la comunidad y el exterior? Esto no es problema para nadie; y
no veo que haya que inquietarse demasiado por aquello que todos admiten como
racional y necesario. Lo que está en cuestión es el gobierno; pero un
mecanismo funcional, una cancillería, debidos a la iniciativa de las
comunidades autorreguladas, pueden constituir, si es necesario, una comisión
administrativa, no un gobierno.
¿Saben
qué es lo que hace que un alcalde sea agresivo en una comunidad? La existencia
del gobernador civil. Si se suprime a éste, y aquél se apoya únicamente sobre
los individuos que lo han nombrado, la libertad de cada uno está garantizada.
Una
institución que depende de la comunidad no es un gobierno; un gobierno es una
institución a la cual la comunidad obedece. No se puede llamar gobierno aquello
sobre lo cual pesa la influencia individual; se llama gobierno a aquellos que
aplasta a los individuos bajo el peso de su influencia.
En
una palabra, lo que está en cuestión no es el acto civil -del cual expondré
próximamente la naturaleza y el carácter-, sino el contrato social.
No
hay, no puede haber, un contrato social, en primer término porque la sociedad
no es un artificio, ni un hecho científico, ni una combinación de la mecánica;
la sociedad es un hecho providencial e indestructible. Los hombres, como todos
los animales de costumbres sociales, vive en sociedad por naturaleza. El estado
natural del hombre es en sí el estado de sociedad; por lo tanto, es absurdo,
cuando no infame, querer constituir con un contrato lo que está constituído de
por sí y a título fatal. En segundo lugar, porque mi modo de ser social, mis
actividades, mi fe, mis sentimientos, mis afectos, mis gustos, mis intereses,
mis hábitos, cambian cada año, o cada mes, o cada día, o a veces varias veces
al día, y no me complace comprometerme frente a nadie, ni de palabra, ni por
escrito, a no cambiar de actividad, ni de convicción, ni de sentimiento, ni de
afecto, ni de interés, ni de hábito; y declaro que si yo hubiera tomado un
compromiso semejante no habría sido más que para romperlo. Y afirmo que si me
lo hubieran hecho tomar por la fuerza, habría sido la más bárbara y al mismo
tiempo la más odiosa de las tiranías.
A
pesar de ello, la vida social de todos nosotros ha comenzado por contrato.
Rosseau inventó esta cuestión, y desde hace sesenta años el genio de Rosseau
se arrastra en nuestra legislación. Es en virtud de un contrato, redactado por
nuestros padres y renovado últimamente por los grandes ciudadanos de la
Constituyente, que el gobierno nos prohibe ver, oir, hablar, escribir o hacer
nada fuera de aquello que nos permite. Tales son las prerrogativas populares
cuya alienación da lugar a la constitución del gobierno. En lo que me atañe,
yo pongo en discusión a éste y por otra parte dejo a los otros la facultad de
servirlo, de pagarlo, de amarlo y finalmente de morir por él. Pero aún cuando
el pueblo francés en pleno consintiera en ser gobernado en materia de educación,
culto, finanzas, industria, arte, trabajo, afectos, gustos, hábitos,
movimientos y hasta en su alimentación, yo declaro con todo derecho que su
voluntaria esclavitud en nada empeña mi responsabilidad, así como su estupidez
no compromete mi inteligencia. Y sin embargo, de hecho, su servidumbre se
extiende sobre mí sin que me sea posible sustraerme a ella. No hay duda de
ello, es notorio que la sumisión de seis, siete u ocho millones de individuos a
uno o más hombres comporta mi propia sumisión a éste o a estos mismos
hombres. Yo desafío a cualquiera a encontrar en este acto otra cosa que una
insidia, y afirmo que en ningún período la barbarie de un pueblo ha ejercitado
sobre la tierra un bandolerismo mejor caracterizado. En efecto, ver una coalición
moral de ocho millones de siervos contra un hombre libre es un espectáculo de
bellaquería, contra cuya barbarie no se podría invocar a la civilización sin
ridiculizarla o convertirla en odiosa a los ojos del mundo.
Pero
yo no puedo creer que todos mis compatriotas sientan deliberadamente la
necesidad de servir. Lo que yo siento todos deberían sentirlo; lo que yo
pienso, todos deberían pensarlo; porque yo no soy ni más ni menos que un
hombre; yo estoy en las mismas condiciones simples y laboriosas de cualquier
trabajador. Me sorprende y asusta encontrar a cad paso que doy en el camino, a
cada pensamiento que acojo en mi mente, a cada empresa que quiero comenzar, a
cada moneda que tengo necesidad de ganar, una ley o reglamento que me dice: no
pasar de aquí; no pensar esto; no emprender aquello; aquí se deja la mitad de
esa moneda. Frente a los múltiples obstáculos que se levantan por todas
partes, mi espíritu intimidado se hunde en el embrutecimiento: no sé hacia dónde
volverme; no sé qué hacer; no sé en qué convertirme.
¿Quién
ha agregado al flagelo de los desastres atmosféricos, a la polución del aire,
a la insalubridad del clima, al rayo que la ciencia ha sabido domar, esta
potencia oculta y salvaje, este genio malvado que espera a la humanidad desde la
cuna para que sea devorada por la misma humanidad? ¿Quién? Los mismos hombres
que, no teniendo bastante con la hostilidad de los elementos, además se han
dado a los hombres por enemigos.
Las
masas, todavía demasiado dóciles, son inocentes de todas las brutalidades que
se cometen en su nombre y en su perjuicio. Son inocentes, pero no ignorantes;
creo que, como yo, las sienten y se indignan; creo que, como yo, se apurarían a
suprimirlas; sólo que, no distinguiendo bien las causa, no saben cómo actuar.
Yo estoy intentando esclarecerlas sobre uno u otro punto.
Comencemos
por señalar a los culpables.
De
la actitud de los partidos y de sus periódicos
La
soberanía popular no tiene órganos en la prensa francesa. Diarios burgueses o
nobles, sacerdotales, republicanos, socialistas: ¡Servidumbre! Domesticidad
pura; lustran, friegan, desempolvan los arreos de algún caballo político a la
espera de un torneo del cual el poder es el premio -del cual, en consecuencia,
mi servidumbre, la servidumbre del pueblo, son el premio-.
Exceptuada
"La Presse" que, a veces, cuando sus redactores olvidan su orgullo
para permanecer altivos, sabe encontrar alguna elevación de sentimientos;
exceptuada "La Voix du Peuple" que, de tanto en tanto, sale de la
vieja rutina para arrojar alguna luz sobre los intereses generales, no puedo
leer un diario francés sin sentir por quien lo ha escrito una gran piedad o un
profundo desprecio.
Por
una parte, veo venir al periodismo gubernativo, al periodismo poderoso gracias
al oro del impuesto y al hierro del ejército, aquél que tiene la cabeza ceñida
por la investidura de la autoridad suprema y que tiene en sus manos el cetro que
esta investidura consagra. Lo veo venir con la llama en el ojo, la espuma en los
labios, los puños cerrados como un rey del foro, como un héroe del boxeo, que
acusa a su gusto y con una perversidad brutal a un adversario desarmado contra
el cual lo puede todo y del cual no tiene nada, absolutamente nada que temer;
tratándolo de ladrón, de asesino, de incendiario. Lo cerca como a una bestia
feroz, negándole la comida, arrojándolo en laas prisiones sin decirle por qué
y aplaudiéndose por lo que hace, alabándose de la gloria que obtiene, como si
luchando contra gente desarmada arriesgase algo y corriese algún peligro.
Esta
cobardía me rebela.
Por
la otra parte, se presenta el periodismo de la oposición, esclavo grotesco y
mal educado; que gasta su tiempo en quejarse, en lloriquear y en pedir gracia;
que a cada escupida que recibe, a cada bofetada que le propinan, dice: vosotros
os comportáis mal conmigo, no sois justos, no he hecho nada para ofenderos. Y
replica estúpidamente a las acusaciones que le dirigen como si se tratara de
cosas legítimas. No soy un ladrón, no soy un asesino, tampoco soy un
incendiario; venero la religión, amo la familia, respeto la propiedad; sois más
bien vosotros quienes despreciáis todas estas cosas. Yo soy mejor que vosotros
y sin embargo me oprimís. No sois justos.
¡Esta
bajeza me indigna!
Contra
polemistas semejantes a éstos que encuentro en la oposición, comprendo la
brutalidad del poder; la coomprendo porque, después de todo, cuando el débil
es abyecto, se puede olvidar su debilidad para no recordar sino su abyección.
Esta es una cosa irritante, algo que se tira y se tritura bajo el pie como se
aplasta a un gusano de tierra. Y la abyección es algo que no comprendo en un
grupo de hombres que se llaman democráticos y que hablan en nombre del pueblo,
principio de toda grandeza y de toda dignidad.
Aquel
que habla en nombre del pueblo, habla en nombre del derecho; ahora, yo no
comprendo que el derecho se irrite, no comprende que se digne discutir con la
injusticia y menos aún puedo comprender que descienda hasta el lamento y la súplica.
Se sufre la opresión, pero no se discute con ella cuando se quiere que muera;
porque discutir es transigir.
El
poder es instituído; vosotros os habéis puesto (todo el país se ha puesto,
gracias a vuestro adorables consejos e iniciativas) a disposición de algunos
hombres. Estos hombres usan de la fuerza que les habéis dado; la usan contra
vosotros ¿Y vosotros os compadecéis? ¿Qué pensábais? ¿Que se servirían de
ella contra sí mismos? No pudísteis pensar esto; por tanto, ¿de qué os quejáis?
El poder debe necesariamente ejercitarse en provecho de aquellos que lo tienen y
en perjuicio de los que carecen de él; no es posible ponerlo en movimiento sin
dañar a una parte y favorecer a la otra.
¿Qué
haríais vosotros si fueseis investidos de él? O no lo usaríais para nada (lo
cual equivaldría pura y simplemente a renunciar a la investidura), o lo usaríais
en vuestro beneficio y en detrimento de aquéllos que lo tienen ahora y que no
lo tendrían más. Entonces cesaríais de lamentaros, de lloriquear y de pedir
clemencia para asumir el rol de aquéllos que os insultan y para pasarles a
ellos el vuestro. Pero, ¿qué me importa a mí que la cosa se dé vuelta? A mí,
que nunca tengo el poder y que sin embargo lo hago; a mí, que pago dinero al
opresor, cualquiera que sea y de dondequiera que venga; que, de alguna manera,
soy siempre el oprimido. ¿Qué me importa a mí este columpio que
alternativamente abate y exalta la cobardía y la abyección? ¿Qué tengo que
decir del gobierno y de la oposición, sino que ésta es una tiranía en formación
y aquél una tiranía de hecho? ¿Por qué despreciaré más a este campeón que
al otro, cuando ambos no se ocupan sino de edificar sus placeres y sus fortunas
sobre mis dolores y mi ruina?
El
poder es el enemigo
No
hay periódico en Francia que no sostenga a un partido, no hay partido que no
aspire al poder, no hay poder que no sea enemigo del pueblo.
No
hay periódico que no sostenga a un partido, porque no hay periódico que se
eleve a aquel nivel de dignidad popular donde impera el tranquilo y supremo
desprecio de la soberanía. El pueblo es impasible como el derecho, altivo como
la fuerza, noble como la libertad; los partidos son turbulentos como el error,
iracundos como la impotencia, viles como el servilismo.
No
hay partido que no aspire al poder, porque un partido es esencialmente político
y se forma, en consecuencia, de la esencia misma del poder, origen de toda política.
Ya que si un partido cesara de ser político, cesaría de ser un partido y
entraría de nuevo en el pueblo, es decir, en el orden de los intereses, de la
producción, de la actividad industrial y de los intercambios.
No
hay poder que no sea enemigo del pueblo, porque cualesquiera que sean las
condiciones en las cuales se pone, cualquiera que sea el hombre que está
investido de él, de cualquier modo como se lo llame, el poder es siempre el
poder, es decir, el signo irrefutable de la abdicación de la soberanía del
pueblo y la consegración de un dominio supremo. La Fontainelo ha dicho antes
que yo: el patrón es el enemigo.
El
poder es el enemigo en el orden social y en el orden político. En el orden
social:
Porque
la industria agrícola, sustento de todas las industrias nacionales, es
aplastada por los impuestos con que la grava el poder y devorada por la ussura
(desembocadura fatal del monopolio financiero), cuyo ejercicio es garantizado
por el poder a sus discípulos o agentes.
Porque
el trabajo, es decir la inteligencia, es expropiado por el poder, ayudado de sus
bayonetas, en provecho del capital (elemento tosco y estúpido en sí), que sería
lógicamente la palanca de la industria si el poder no impidiera la asociación
directa entre capital y trabajo. Y que de palanca se convierte en féretro
debido al poder que lo separa de éste, poder que no paga sino la mitad de lo
que debe y que, cuando no paga en absoluto, tiene -por su uso de las leyes y los
tribunales-, alguna institución gubernativa dispuesta a applazar por muchos años
la satisfacción del apetito del trabajador perjudicado.
Porque
el comercio está amordazado por el monopolio de los bancos -del cual el poder
tiene la llave- y estrechamente atado por el nudo corredizo de una reglamentación
entorpecedora -producto también del poder-. Y este comercio debe enriquecerse
indirectamente, en forma fraudulenta, sobre la cabeza de mujeres y niños,
mientras le está prohibido arruinarse bajo pena de infamia (contradicción ésta
que sería un certificado de idiotismo si no fuera porque existe en el pueblo más
espiritual de la tierra).
Porque
la enseñanza está cincelada, recortada y reducida a las restringidas
dimensiones del modelo confeccionado por el poder, de tal forma que toda
inteligencia que no lleva su marca es como si no existiese.
Porque
quien no va al templo, ni a la iglesia, ni a la sinagoga, debido a la
interferencia del poder paga el templo, la iglesia y la sinagoga.
Porque
-para decirlo todo en pocas palabras-, es criminal quien no oye, ve, habla,
escribe, piensa ni actúa tal como el poder le impone oír, ver, hablar,
escribir, pensar, actuar.
En
el orden político:
Porque
los partidos sólo existen y desangran al país con y por el poder.
No
es el jacobinismo lo que temen los legitimistas, los orleanistas, los
bonapartistas, los moderados: es el poder de los jacobinos.
No
es al legitimismo a quien combaten los jacobinos, los orleanistas, los
bonapartistas, los moderados: es el poder de los legitimistas.
Asimismo,
todos aquellos partidos a los que véis moverse sobre la superficie del país
como flota la espuma sobre un líquido en ebullición, no se han declarado la
guerra a causa de sus disidencias doctrinales, sino justamente a causa de su común
aspiración al poder. Si cada uno de estos partidos supiera con certeza que
sobre él no caerá el peso del poder de alguno de sus enemigos, el antagonismo
cesaría instantáneamente, como cesó el 24 de febrero de 1848, en la época en
que el pueblo, habiendo destruído el poder, desbordó a los partidos.
De
ello se deduce que un partido, sea cual sea, sólo existe y es temido porque
aspira al poder. Y si quien carece del poder no constituye un peligro, en
consecuencia es verdad que cualquiera que tenga el poder es automáticamente
peligroso; de donde queda abundantemente demostrado que no existe otro enemigo público
que el poder.
Por
lo tanto, social y políticamente hablando, el poder es el enemigo. Y, como más
adelante demostraré que todos los partidos aspiran al poder, resulta que cada
partido es premeditadamente un enemigo del pueblo.
El
pueblo no hace más que perder su tiempo y prolongar sus sufrimientos haciendo
suyas las luchas de gobiernos y partidos
Es
así como se explica la ausencia de todas las virtudes populares en el seno de
los gobiernos y de los partidos; es así como, en estos grupos nutridos de pequeños
odios, de miserables rencores, de mezquinas ambiciones, el ataque ha caído en
la bellaquería y la defensa en abyección.
Es
necesario matar al periodismo corrompido. Es necesario destituir a estos amos
sin nobleza que tienen miedo de convertirse en siervos y expulsar a estos
siervos sin audacia que esperan llegar a ser amos.
Para
comprender la urgencia de desembarazarse del periodismo, el pueblo debe ver
claramente dos cosas:
En
primer término, que al intervenir en las luchas entre gobiernos y entre
partidos, dirigiendo su actividad hacia la política en vez de aplicarse a sus
intereses materiales, lo único que consigue es descuidar sus asuntos y
prolongar sus sufrimientos.
En
segundo lugar, que no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún
partido.
En
efecto -tal como luego demostraré de modo más preciso-, se puede afirmar que
un partido, despojado de esta apariencia y de ese prestigio patrióticos de los
cuales se circunda para enredar a los tontos, no es sino un hatajo de ambicioses
a la caza de cargos.
Esto
es tan cierte que a los monárquicos sólo les ha parecido soportable la República
a partir del momento en que ellos ocuparon las funciones públicas y estoy segurísimo
que no pedirán jamás el restablecimiento de la Monarquía si se les deja
ocupar en paz todos los cargos de dicha República. Esto es tan cierto que los
republicanos únicamente han encontrado soportable la Monarquía a partir del
momento en que, bajo el nombre de República, ellos la gestionaron y
administraron. En fin, es tan cierto que el partido burgués ha hecho la guerra
a los nobles desde 1815 a 1830 porque los burgueses eran mantenidos a distancia
de los cargos importantes; que los nobles y republicanos han hecho la guerra a
los burgueses desde 1830 hasta 1848 porque a unos y a otros les estaba vedado el
acceso a esos mismos cargos y que, después del advenimiento al poder de los monárquicos,
el mayor reproche que les han formulado los republicanos es el haber destituído
funcionarios de esta escuela, reconociendo así, de una manera conmovedora, que
para ellos la República es una cuestión marginal.
Por
la misma razón por la cual un partido se mueve para apropiarse de los cargos o
del poder, el gobierno, que está provisto de éstos, se activa para
conservarlos. Pero un gobierno se encuentra circundado de un aparato de fuerzas
que le permite acosar, perseguir, oprimir a aquéllos que quieren despojarlo. Y
el pueblo, que de rebote sufre las medidas opresivas provocadas por la agitación
de los ambiciosos -y cuya alma generosa se abre a las tribulaciones de los
oprimidos-, suspende sus asuntos, marca un alto en el camino progresivo que
recorrem se informa de lo que se dice, de lo que se hace, se calienta, se irrita
y finalmente presta su fuerza para contribuir a la caída del opresor.
Pero
el pueblo, al no haber peleado por sus propios intereses, ha vencido sin
provecho -amén que, como explicaré más adelante, el pueblo no tiene necesidad
de combatir para triunfar-. Puesto al servicio de los ambiciosos, su brazo ha
empujado al poder a una nueva pandilla en lugar de la anterior. Poco después,
al convertirse a su vez los antiguos opresores en oprimidos, el pueblo -que,
como antes, vuelve a recibir el contragolpe de las medidas provocadas por la
agitación del partido vencido, y cuya gran alma, como siempre, se abre a las
tribulaciones de las víctimas-, suspende de nuevo sus asuntos y termina por
prestar su fuerza a los ambiciosos una vez más.
En
definitiva, en este juego brutal y cruel, el pueblo no hace más que perder su
tiempo y agravar su situación; se empobrece y sufre. No avanza un solo paso.
Admitiré
sin repugnancia que las fracciones populares (que son todo sentimiento y pasión)
difícilmente se contienen cuando el aguijón de la tiranía las hiere demasiado
intensamente; pero está demostrado que dejarse arrastrar por la codiciosa
impaciencia de los partidos sólo empeora las cosas. Está probado, además, que
el mal del cual tiene que lamentarse el pueblo le es causado por lo grupos que,
sólo por el hecho de no obrar como él, obran contra él. Los partidos deben
cesar en su inquinidad en nombre de ese mismo pueblo al que oprimen, empobrecen,
embrutecen y habitúan a no hacer otra cosa más que lamentarse. No hay que
contar con los partidos. El pueblo no debe contar más que consigo mismo.
Sin
retroceder demasiado en nuestra historia, tomando solamente las páginas de los
dos últimos años transcurridos, es fácil ver que la turbulencia de los
partidos ha sido la primera causa de todas la leyes represivas que se han
sancionado. Sería largo y fastidioso hacer aquí la lista, pero para respetar
la exactitud de los hechos históricos debo decir que, desde 1848, sólo puede
citarse una medida tiránica que no se apoyó sobre provocaciones de partido,
sino que fue debida a la sola voluntad del poder: es aquella cuya ejecución M.
Ledru-Rollin impuso a sus prefectos.
Desde
esa época las prerrogativas populares han ido desapareciendo una a una, debido
al abuso que de ellas hizo la impaciencia de los ambiciosos, expresada a través
de maniobras agitativas. No pudiendo el poder discriminar, la ley inflinge a la
totalidad golpes que sólo deberían sufrir los provocadores: el pueblo es
oprimido y la culpa no es sino de los partidos.
Si
por lo menos los partidos no sintieran que el pueblo los respalda; si éste,
ocupado en sus intereses materiales, de sus atividades industriales, de su
comercio, de sus negocios, ahogara con su indiferencia e inclusive con su
desprecio esa baja estrategia que se llama política; si tomara, con respecto a
esta agitación psicológica, la actitud que tomó el 13 de Junio frente a la
agitación material, los partidos, aislados de improviso, cesarían de agitarse;
se extinguirían inmediatamente, se disolverían poco a poco en el seno del
pueblo y, en fin, desaparecerían. Y el gobierno -que no existe sino por la
oposición, que no se alimenta sino de los problemas que los partidos suscitan,
que no tiene razón de ser más que por los partidos, que, en una palabra, desde
hace cincuenta años no hace más que defenderse y que, si no se defendiera más,
cesaría de existir- el gobierno, digo, se pudriría como un cuerpo muerto; se
disolvería por sí mismo y la libertad estaría fundada.
El
pueblo no tiene nada que esperar de ningún partido
Pero
la desaparición del gobierno, el aniquilamiento de la institución gubernativa,
el triunfo de la libertad de la cual todos los partidos hablan, en verdad no
satisfaría el interés de éstos. Ya he probado abundantemente que todo
partido, por su propia naturaleza, es esencialmente gubernativo (característica
ésta que se procura ocultar al pueblo con el mayor cuidado). En efecto, en su
cotidiano polemizar se da a entender que el gobierno obra mal, que su política
es mala, pero que podría obrar mejor, que su política podría ser mejor. Al
fin de cuentas, cada periodista transluce en sus artículos este pensamiento: ¡Si
yo estuviera allí, ya veríais cómo se gobierna!
¡Y
bien! Veamos si verdaderamente hay un modo ecuánime de gobernar; veamos si es
posible crear un gobierno dirigente y de iniciativa propia, un poder, una
autoridad, sobre las bases democráticas del respeto al individuo.
Me
interesa examinar a fondo esta cuestión, porque hace poco he dicho que el
pueblo no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún partido y por
lo tanto me apresuro a demostrarlo.
Henos
aquí en 1852; el poder que esperáis obtener, vosotros montañeses,
socialistas, moderados -me da lo mismo-, lo tenéis. Me complace ver que la
mayoría está orientada hacia las izquierdas. ¡Sed bienvenidos! Por favor, ¿queréis
explicarme cómo concebís vosotros lo que se ha de hacer?
Deseo
ignorar vuestras divisiones internas; me abstengo de ver entre vosotros a
Girardin, Proudhon, Louis Blanc, Pierre Leroux, Considerant, Cabet, Raspail o
sus discípulos; supongo que reina entre vosotros una perfecta unión (si
supongo lo imposible, es porque quiero, ante todo, simplificar el razonamiento).
De
modo que aquí os tenemos, todos de acuerdo. ¿Qué haréis?
Liberación
de todos los prisioneros políticos; amnistía general. Bien. Sin duda no haréis
una excepción con los príncipes...Así demostraréis temer la fuerza de sus
partidarios -y este temor traicionará un defecto vuestro, el de reconocer que
bien se los podría preferir en lugar vuestro, reconocimiento que implicaría
vuestra incertidumbre acerca del hecho de cumplir con el bien general-.
Las
injusticias, una vez reparadas en el orden político, siguen deteriorando la
economía y la vida social.
Vosotros
no presentaréis bancarrota, por supuesto. El honor nacional, que entendéis a
la manera de Garlier, 45 centésimos, os impondrá respetar la Bolsa en
detrimento de 35 millones de contribuyentes, ya que el débito creado por las
monarquías tiene un carácter demasiado noble como para que el pueblo francés
no deba desangrarse 450 millones anuales en provecho de un puñado de
especuladores. Por lo tanto, comenzaréis por salvar el débito: pobres, pero
honrados. Estas dos calificaciones no concuerdan en particular con los tiempos
que corren; pero, en fin, vosotros actuáis todavía como en los viejos tiempos
y que el pueblo, endeudado como antes, piense lo que quiera.
Pero,
ahora que lo pienso, vosotros debéis ante todo privilegiar a los pobres, a los
trabajadores, a los proletarios; llegáis con una ley de contribución sobre los
ricos.
.....
(Este
tramo lo he suprimido por anacrónico y poco interesante: se supone que el
gobierno trata de subir los impuestos a los préstamos de banqueros y
capitalistas, y éstos evidentemente suben el porcentaje al que prestan el
dinero, haciéndo pagar el impuesto a los pobres.)
....
¿Proclamáis
la libertad ilimitada de prensa? Esto os está prohibido. Si cambiáis la base
de los impuestos, si tocáis la fortuna pública, os expondréis a una discusión
de la cual no saldréis bien parados. Personalmente, me siento dispuesto a
probar con toda claridad vuestra impericia acerca de este punto, así como la
necesidad que la necesidad de vuestra conservación os obligará imperiosamente
a hacerme callar (con lo cual haréis muy bien).
Por
lo tanto, a causa de las finanzas, la prensa no será libre. Ningún gobierno
que se inmiscuya con los grandes intereses puede proclamar la libertad de
prensa; eso le está expresamente prohibido. Las promesas no os faltarán; pero
prometer no es cumplir y si no preguntad al señor Bonaparte.
Evidentemente,
vosotros conservaréis el ministerio de educación y el monopolio universitario;
sólo que dirigiréis la enseñanza exclusivamente en el sentido filosófico,
declarando una guerra feroz al clero y a los jesuítas -lo cual me convertirá
en jesuíta contra vosotros, como me hago filósofo contra el señor
Montalembert, en nombre de mi libertad, que consiste en ser lo que me place sin
que vosotros ni los jesuítas tengáis nada que ver en ello.
¿Y
el culto? ¿Aboliréis el ministerio de culto? Lo dudo. Me imagino que, en el
interés de los gobernómanos, crearéis ministerios más que suprimirlos. Habrá
un ministerio de culto como hoy y yo pagaré el cura, el ministro y el rabino, a
pesar de que no voy a misa, ni a la prédica ni a la cena.
Conservaréis
el ministerio de comercio, el de agricultura, el de obras públicas. Y sobre
todo el de interior, porque tendréis prefectos, subprefectos, una policía del
Estado, etc. Y mientras conserváis y dirigís todos estos ministerios -que
constituyen precisamente la tiranía de hoy-, continuaréis diciendo todavía
que la prensa, la instrucción, el culto, el comercio, las obras públicas, la
agricultura son libres. ¿Qué haréis entonces que no hagáis hoy? Yo os lo diré:
en vez de atacar, os defenderéis.
No
veo para vosotros más recurso que cambiar todo el personal de las
administraciones y de las oficinas y obrar con respecto a los reaccionarios como
los reaccionarios obran respecto a vosotros. Pero esto, ¿no se llama gobernar?
Este sistema de represalias, ¿no constituye el gobierno? Si debo juzgar por lo
que sucede desde hace casi sesente años, me doy clara cuenta de lo único que
haréis convirtiéndoos en gobernantes...Afirmo que gobernar no es otra cosa que
luchar, vengarse, castigar. Ahora, si vosotros no os dáis cuenta que es sobre
nuestras espaldas que sois azotados y que azotáis a vuestros adversarios,
nosotros, por nuestra parte, no sabemos disimularlo, y creemos que el espectáculo
debe llegar a su fin.
Para
resumir toda la impotencia de un gobierno, cualquiera que sea, en cuanto a
lograr el bien público, diré que ningún bien puede surgir sin reformas. Pero
cada reforma constituye necesariamente una libertad, cada libertad, una fuerza
adquirida por el pueblo y, a su vez, un atentado a la integridad del poder. De
ello se sigue que el camino de las reformas -que para el pueblo es el de la
libertad- para el poder es fatalmente el de la decadencia. Por lo tanto, si
vosotros decís que queréis el poder para hacer reformas, admitid al mismo
tiempo que queréis alcanzarlo con la finalidad premeditada de abdicar de él...
Y como no soy tan estúpido de creeros tan poco ingeniososm advierto que sería
contrario a todas las leyes naturales y sociales -y principalmente la de la
propia conservación, que ningún ser puede dejar de lado- que hombres
investidos de la fuerza pública se despojaran por su propia voluntad de la
investidura y del derecho principesco que les permite vivir en el lujo sin
producirlo. ¡Id a contar vuestras patrañas a otra parte!
Vuestro
gobierno no puede tener más que un objetivo: vengarse del anterior; exactamente
como el que os siga no podrá tener sino una finalidad: vengarse de vosotros. La
industria, la producción, el comercio, los asuntos del pueblo, los intereses de
la multitud no pueden florecer en medio de estas luchas. Yo propongo que se os
deje solos para que os rompáis bien la cara, de modo que nosotros podamos
dedicarnos a nuestros asuntos.
Si
la prensa francesa quiere ser digna del pueblo al cual se dirige, debe cesar de
hacer sofismas en torno a los asuntos deplorables de la política. Dejad que
sean los retóricos quienes fabriquen a su gusto leyes que los intereses y las
costumbres desbordarán. Por favor, no interrumpáis con vuestros cacareos inútiles
el libre desarrollo de los intereses y la manifestación de las costumbres.
La
política no ha enseñado nunca a nadie el medio de ganarse honradamente su pan;
sus preceptos no han servido más que para estimular la poltronería y dar
coraje al vicio. Por lo tanto, no nos habléis más de política. Llenad
vuestras columnas con estudios económicos y comerciales; decidnos qué se ha
inventado de útil; qué se ha descubierto en cualquier país que sea material o
moralmente provechoso para el acrecentamiento de la producción y el aumento del
bienestar; tenednos al corriente de los progresos de la industria, de modo que
encontremos, a través de estas informaciones, el modo de ganarnos la vida y de
vivirla en un ambiente confortable. Todo esto nos importa mucho más que
vuestras estúpidas disertaciones acerca del equilibrio de los poderes y sobre
la violación de una Constitución que -hablando francamente- ni aún virgen me
parece muy digna de mi respeto.
Del
electorado político o sufragio universal
Lo
que acabo de decir me lleva naturalmente al examen de las causas que originan
todos estos vicios. Estas causas, para mí, deben buscarse en las elecciones.
Desde
hace dos años y por sórdidas razones de las que -quiero creer- los partidos no
se dan cuenta, se mantiene al pueblo en la convicción de que no llegará a la
soberanía y al bienestar sino con la ayuda y la intervención de representantes
regularmente elegidos.
El
voto -tesis municipal aparte- puede conducir al pueblo a la libertad, a la
soberanía, al bienestar, tanto como la entrega de todo lo que posee puede
conducir a un hombre a la fortuna. Quiero decir con esto que el ejercicio del
sufragio universal, lejos de garantizarla, no es sino la cesión pura y simple
de la soberanía.
Las
elecciones, de las cuales los sofistas de la última revolución han hablado
tanto y tan seriamente; las elecciones, si se las antepone a la libertad, son
como el fruto antes que la flor; como la consecuencia antes que el principio;
como el derecho antes que el hecho: la más solemne estupidez que se haya podido
imaginar en cualquier tiempo y país. Aquellos que se han permitido, aquellos
que han tenido la audacia de llamar al pueblo a votar antes de permitirle
consolidarse en su libertad, no sólo han abusado groseramente de la
inexperiencia de éste y de la docilidad temerosa de una larga dependencia ha
impreso en su carácter; sino también, dándole órdenes y declarándose, por
este solo hecho, superiores a él, han desconocido las reglas elementales de la
lógica -ignorancia que debía conducirlos a caer víctimas de su infernal
artilugio, impeliéndolos a errar tristemente en el exilio empujados por el
resultado del sufragio universal.
Un
hecho extraño -y sobre el cual debo reclamar la atención del lector, sobre
todo en interés de la demostración que seguirá- es que el sufragio universal
se ha volcado en ventaja de sus enemigos declarados, esto es, en provecho de los
servidores las monarquías. El pueblo ha dado las gracias a aquellos que lo habían
esclavizado; les ha otorgado, con su votom el derecho a darle caza con red y señuelo,
al acecho o persiguiéndole, al tiro libre o con trampa, con la ley por arma y
con sus semejantes por perros de presa.
Creo
que me está permitido no aceptar sin examen esta pretendida "panacea"
de la democracia a la que se llama electorado o sufragio universal, cuando
observo que ésta destruye a aquellos que le han dado existencia y que vuelve
omnipotente a los que la han torturado desde su nacimiento. Asimismo, declaro
que la combato como se combate a una cosa maléfica, a una mostruosidad sin
proporciones.
El
lector ya habrá comprendido que aquí no se trata de contestar un derecho
popular, sino de corregir un error fatal. El pueblo tiene todos los derechos
imaginables. Yo me atribuyo por mi parte todos los derechos, inclusive el de
quemarme el cerebro o el de tirarme al río. Sin embargo -aparte que el derecho
a mi destrucción, al salirse de la ley natural, deja de llamarse un derecho
para convertirse en una anomalía del derecho, en una forma de desesperación-,
ni aún esta exaltación ab norma (que llamaré también un derecho a fin de
facilitar el razonamiento) en caso alguno podría darme la facultad de hacer
sufrir a mis semejantes la suerte que me toca sufrir personalmente. ¿Es así
también en cuanto al derecho a votar? No. En este caso, el votante arrastra en
su mismo suerte también al que se abstiene.
Yo
me obstino en creer que los electores no saben que se suicidan civil y
socialmente yendo a votar: un viejo prejuicio los enajena de sí mismos y el hábito
que tienen de aceptar el gobierno les impide ver lo que les conviene mirar por sí
mismos. Pero suponiendo, por el método del absurdo, que los electores que
abandonan sus asuntos, que descuidan sus intereses más urgentes para ir a
votar, sean conscientes de esta verdad -vale decir, que con el voto se despojan
de su libertad, de su soberanía, de su fortuna, en favor de sus elegidos que,
en adelante, dispondrán de las mismas; suponiendo que aceptan esto y consientan
libre pero locamente en ponerse a disposición de sus mandatarios, no veo por qué
su alienación deba comportar la de sus semejantes. No veo, por ejemplo, cómo
ni por qué los tres millones de franceses que no votan jamás son objeto de la
opresión legal o arbitraria que hace pesar sobre el país un gobierno constituído
por los siete millones de electores votantes. No veo, en una palabra, por qué
debe suceder que un gobierno que yo no he hecho, ni he querido hacer, ni
consentiría jamás en hacer, venga a pedirme obediencia y dinero, bajo el
pretexto de que está autorizado por sus artífices. Hay aquí, evidentemente,
un engaño sobre el objeto, acerca del cual es importante explicarse, y es lo
que estoy por hacer. Pero primero haré la reflexión siguiente, que me sugirió
el advenimiento electoral del 28 del corriente mes.
Cuando
se me ocurrió publicar este diario, no elegí el día adecuado, ni pensé en
las elecciones que se preparaban; por otra parte mis ideas son demasiado
elevadas para que puedan nuncaa adecuarse a las circunstancias y las
eventualidades. Además, suponiendo dañoso para algún partido el efecto de la
presente exposición -suposición bien gratuita por cierto-, una voz de más o
de menos a derecha o a izquierda no cambiará la situación parlamentaria. Y,
después de todo, que no se alarmen si bajo el golpe de mis argumentos el
sistema parlamentario se derrumba entero. Dado que es precisamente dicho sistema
el que combato, esto me impedirá al menos ir más lejos.
Por
otra parte, mucho más importante que saber si estoy inquietando a los fanáticos
del sufragio universal o a los que lo aprovechan, es asegurarme de que mis
doctrinas se apoyan en la razón universal; y, por lo que se refiere a este último
punto, estoy absolutamente tranquilo. Oso decir que, si no tuviera la garantía
absoluta de la oscuridad de mi nombre contra el ataque de los que se nutren del
electorado, en la solidez de mis deducciones encontraría todavía un refugio
donde la prudencia les impediría venirme a buscar.
Los
partidos acogerán este diario con desprecio; según mi opinión, es la cosa más
sabia que pueden hacer. Se verían obligados a tenerle demasiado respeto si no
lo desdeñaran. Este diario no es el diario de un hombre, es el diario del
HOMBRE o no es nada.
Las
elecciones no son y no pueden ser actualmente más que un fraude y una expoliación
Dicho
esto, afrontaré la situación sin preocuparme de los sentimientos de miedo o de
los sueños de esperanza que podrán empujar de vez en cuando a mi favor o en mi
contra a los evocadores de la monarquía y los profetas de la dictadura. Usando
de la inalienable facultad que me dan mi título de ciudadano y de mi interés
de hombre, y razonando sin pasión así como sin debilidad; austero como mi
derecho, calmo como mis pensamientos, diré:
Cada
individuo que, en el presente estado de las cosas, pone en la urna electoral una
papeleta para la elección de un poder legislativo o de un poder ejecutivo es
-si no voluntariamente, al menos por desconocimiento, si no directamente, al
menos indirectamente-, un mal ciudadano. Ratifico lo dicho sin quitarle ni una sílaba.
Al
presentar la cuestión de este modo, me desembarazo de una sola vez de los monárquicos,
que persiguen la realización del monopolio electoral, y de los
gubernamentalistas republicanos, que hacen de la formación de los poderes políticos
un producto del derecho común; en realidad caigo, no en el aislamiento -que,
por otra parte, me preocuparía poco-, sino en medio del vasto núcleo democrático
-más de un tercio de los electores inscritos- que protesta, con una abstención
continua, contra la indigna y miserable suerte que le hacen sufrir, desde hace más
de dos años, la hedionda ambición, y la no menos hedionda rapiña de los
partidos y de los vividores.
Sobre
353.000 electores inscritos en el departamento del Sena, sólamente 260.000 han
tomado parte en la votación del 10 de marzo pasado, a pesar de que el número
de las abstenciones esta vez ha sido menos elevado que en las elecciones
precedentes. Y siendo París un centro político más activo que los demás y
coteniendo, en consecuencia, menos indiferentes que la provincia, es exacto
decir que los poderes políticos se forman sin la participación de más de un
tercio de los ciudadanos del país. Es a ese tercio al que me dirijo. Porque allí,
se convendrá en ello, no existen el miedo que vota bajo el pretexto de
conservar, ni la ignorancia servil que vota por votar; allí existe la serenidad
filosófica que fundamenta en una conciencia apacible el travajo útil, la
producción no interrumpida, el mérito oscuro, el coraje modesto.
Los
partidos han calificado de malos ciudadanos a estos sabios y serios filósofos
de los intereses materiales, que se mezclan a las saturnales de la intriga. Los
partidos tienen horror a la indiferencia política, metal sin poros que ninguna
dominación puede corroer. Es tiempo de prestar atención a estos legionarios de
la abstención, porque es entre ellos que se encuentra la democracia; es entre
ellos que reside la libertad, tan exclusivamente, tan absolutamente, que esta
libertad no será alcanzada por la nación sino el día en que el pueblo entero
imite su ejemplo.
Para
aclarar la demostración que estoy haciendo, debo examinar dos cosas: primero,
¿cuál es el objetivo del voto político? Segundo, ¿cuál debe ser
inevitablemente su resultado?
El
voto político tiene un doble objetivo, directo e indirecto. El primero es
constituir un poder; el segundo es -una vez constituído éste- liberar a los
ciudadanos y reducir las cargas que pesan sobre ellos; y además, hacerles
justicia.
Este
es, si no me equivoco, el objetivo reconocido del voto político, en cuanto al
interior. Aquí no está en cuestión lo que atañe al exterior.
Por
tanto, yendo a votar y por el solo hecho del voto, el elector reconoce que no es
libre y atribuye a aquél a quien vota la facultad de liberarlo; confiesa que
está oprimido y admite que el poder tiene la fuerza de volverlo a levantar;
declara querer la institución de la justicia y concede a sus delegados toda
autoridad para juzgarlo.
Muy
bien. Pero reconocer a uno o más hombres estas capacidades, ¿no es poner mi
libertad, mi fortuna y mi derecho fuera de mí? ¿No es admitir formalmente que
éste o estos hombres -que pueden liberarme, volver a levantarme, juzgarme-, son
capaces asimismo de oprimirme, arruinarme, juzgarme mal? E inclusive les es
imposible hacer otra cosa, considerando que, al haberles sido transferidos todos
mis derechos, yo ya no tengo ninguno y que protegiendo el derecho, no hacen sino
protegerse a sí mismos.
Si
yo pido a algo a alguien, admito que éste tiene lo que yo le pido; sería
absurdo que hiciese una petición para obtener lo que ya está en mi poder. Si
tuviera el uso de mi libertad, de mi fortuna, de mi derecho, no iría a pedírselos
a nadie. Si se los pido, probablemente es porque éste los posee y, si es así,
no veo del todo claro qué lecciones mías tenga que recibir acerca del uso que
considera oportuno darles.
Pero,
¿cómo es que el poder se encuentra en posesión de lo que me pertenece? ¿Cómo
lo ha conseguido? El poder, tomando por ejemplo aquello que tenemos delante, está
constituído por el señor Bonaparte que, todavía ayer, era un pobre proscrito
sin demasiada libertad y sin más dinero que libertad; por setecientos cincuenta
Júpiteres tonantes que -vestidos como todos y no más bellos ciertamente-, hace
unos meses hablaban con nosotros -y no mejor que nosotros, oso decirlo-; por
siete u ocho ministros y sus acólitos, la mayor parte de los cuales, antes de
tirar de las cuerdas de las finanzas, tiraban de la cola del diablo con tanta
obstinación como un amanuense cualquiera.
¿Cómo
ha sucedido que estos pobres desgraciados de ayer sean mis patrones de hoy? ¿Cómo
es que estos señores detentan el poder al cual han sido enajenadas toda
libertad, toda riqueza, toda justicia? ¿A quién hay que responsabilizar por
las persecuciones, las imposiciones, las inquinidades que sufrimos todos
nosotros? A los votantes, evidentemente.
La
Asamblea Constituyente, que fue la que empezó a meternos en el baile; el señor
Luis Bonaparte, que ha continuado la instrumentación; y la Asamblea
Legislativa, que ha venido ha reforzar la orquesta, todo esto no se ha hecho
solo. No, todo esto es el producto del voto. A todos aquéllos que han votado
les corresponde la responsabilidad de lo que ha sucedido y de lo que seguirá.
Nosotros, demócratas del trabajo y de la abstención, no aceptamos esta
responsabilidad. No busquéis entre nosotros la solidaridad con las leyes
opresivas, los reglamentos inquisitoriales, los asesinatos, las ejecuciones
militares, los encarcelamientos, los traslados, las deportaciones...la crisis
inmensa que aplasta al país. ¡Id a golpear vuestro pecho y a prepararos para
el juicio de la Historia, maníacos del gobierno! Nuestra conciencia está
tranquila. Ya es bastante que, por un fenómeno que repugna a toda lógica,
suframos un yugo que sólo vosotros habéis fabricado; ya es bastante que hayáis
empeñado, junto con lo que os pertenecía, lo que no os pertenecía -lo que
debería ser inviolable y sagrado-: la libertad y la fortuna de los demás.
El
derecho de primogenitura y las lentejas del pueblo francés
Y
no os creáis, burgueses engañados, gentilhombres arruinados, proletarios
sacrificados, no creáis que lo que sucedió pudo no haber sucedido si vosotros
hubiéseis nombrado a Pedro en lugar de Pablo, si vuestros votos hubiesen sido
para Juan y no para Francisco. De cualquier modo que votéis os entregáis y
quienquiera que sea el vencedor, su victoria os perjudica. A uno y a otro tendréis
que pedírselo todo; por lo tanto, jamás volveréis a tener nada.
Por
otra parte, comprended bien que -y no es ciencia en absoluto, sino la pura y
simple verdad-, si el mal hubiera venido únicamente de los reaccionarios, si
los revolucionarios hubieran podido hacer vuestra fortuna, seríais riquísimos.
Porque todos los gobiernos, de Robespierre a Marat -sus almas ante Dios estén-,
fueron revolucionarios; esta Asamblea que tenéis aquí, ante vuestros ojos,
también se compone totalmente de revolucionarios. Nadie ha sido más
revolucionario que el señor Thiers, el administrador de Nuestra Señora de
Loreto. El señor Montalembert ha pronunciado discursos tales sobre la libertad
absoluta que nadie podría hacerlos mejor. El señor Brryer ha conspirado desde
1830 hasta 1848. El señor Bonaparte ha hecho revoluciones por escrito, con las
palabras y con las acciones; y no hablo de la Convención de la Montaña, cenáculo
que por muchos meses ha tenido en sus manos los medios de gobierno para cubriros
de un manto de opulencia. Todos los hombres han sido revolucionarios hasta que
han formado parte del gobierno; pero también todos, cuando han formado parte
del mismo, han sofocado la revolución. Yo mismo, si un día se os ocurriera
entregarme el gobierno y si, en un momento de olvido o de vértigo, en vez de
sentir piedad y desprecio por vuestra estupidez, aceptase el título de
amparador del robo que habéis perpetrado contra vosotros mismos, ¡os juro por
Dios que os las haría ver negras! ¿No os bastan las experiencias que habéis
tenido? Sois bien duros de mollera.
Justamente
hace poco que habéis erigido un gobierno blanco cuyo único objetivo -y no podríais
reprochárselo- es desembarazarse de los rojos. Si mañana hacéis un gobierno
rojo, su único objetivo -¡y estaría bueno que lo encontráseis incorrecto!-
será desembarazarse de los blancos. Pero los blancos no se vengan de los rojos
ni los rojos de los blancos más que a golpes de leyes prohibitivas y opresivas.
¿Y sobre quién pesan estas leyes? Sobre aquéllos que no son ni rojos ni
blancos, o que son, a sus expensas, tanto rojos como blancos; sobre la multitud
que no tiene ninguna culpa; así es que el pueblo está totalmente magullado por
los golpes de maza que los partidos se propinan mutuamente.
Yo
no critico al gobierno. Éste ha sido creado para gobernar y gobierna. Usa de su
derecho y, haga lo que haga, opino que cumple con su deber. El voto, al darle el
poder, implícitamente le ha manifestado: el pueblo es perverso, vuestra es la
rectitud; aquél es pasional, a vos corresponde la moderación; aquél es estúpido,
vos inteligente. El voto, que ha dicho esto a la mayoría actual, al presidente
en funciones, volvería a decirlo -porque no puede decir otra cosa- a una mayoría
cualquiera y a cualquier presidente.
Por
tanto, gracias al voto y a lo que consigo trae, el pueblo se pone en cuerpo y
bienes a merced de sus elegidos para que éstos usen y abusen de la libertad y
la fortuna que se les otorgan; entregada sin reservas, la autoridad no tiene límites.
Diréis:
¡Pero la probidad! ¡Pero la discreción! ¡Pero el honor!...Humo. Vosotros hacéis
sentimentalismos cuando es necesario hacer números. Si invertís vuestros
intereses sobre conciencias, invertís a fondo perdido: la conciencia es un
utensilio a válvula.
Refelxionad
un instante sobre lo que hacéis. Vosotros os amontonáis en torno a un hombre
como alrededor de una reliquia; besáis el borde de su manto; lo aclamáis hasta
la sordera; lo cubrís de regalos; repletáis sus bolsillos de oro; os despojáis,
en su provecho, de todas vuestras riquezas; le decís: Sed libre por encima de
los libres, opulento por encima de los opulentos, fuerte por encima de los
fuertes, justo por encima de los justos. ¿Y os imagináis que a continuación
podréis controlar el uso que hace de vuestros regalos? ¿Os permitís criticar
esto, desaprobar aquello, calcular sus gastos y pedirle cuentas? ¿Qué cuentas
queréis que os rinda? ¿Habéis extendido la factura de lo que le habéis dado?
¿Vuestra contabilidad está en déficit? Y bien: no tenéis títulos contra él,
la cuenta que queréis presentar no tiene base, no se os debe nada.
¡Ahora
gritáis, hacéis ruido, amenazáis! Es un afán inútil. Vuestro deudor es
vuestro dueño: inclinaos y pasad.
En
los cuentos bíblicos se dice que Esaú vendió su derecho de primogenitura por
un plato de lentejas. Los franceses lo hacen aún mejor: regalan su derecho de
primogenitura y junto con él las lentejas.
Lo
que hace nacer a los gobiernos no es lo que los hace vivir
Repetiré
que no discuto el derecho; lo que discuto, como cosa inoportuna, es el uso
actual del derecho. Antes de hacer uso de mi derecho de nombrar delegados, es
importante que comience por hacer acto de soberanía, por ejercerla
materialmente en los hechos, para darme cuenta de aquello que tengo que hacer
personalmente y de lo que debe entrar en las atribuciones de mis delegados.
Debo, en una palabra, consolidarme a mí mismo antes de fundar cualquier otra
cosa. Las instituciones no deben ser creadas por medio de leyes, sino que, al
contrario, deben promulgarlas. Primero me instituyo, después legislaré.
No
que perder de vista que la teoría del derecho divino, a la que estamos
directamente ligados, se basa sobre una pretendida prioridad que tendría el
gobierno sobre el pueblo. Toda nuestra historia, toda nuestra legislación, están
fundadas sobre este monumental absurdo: que el gobierno es una cosa que precede
al pueblo, que el pueblo es una derivación del gobierno; que ha habido o que ha
podido haber un gobierno anteriormente a la existencia de ningún pueblo. Esto
es lo aceptado, los anales del mundo están esculpidos sobre esta aberración de
la inteligencia humana. Por lo tanto, mientras dure el gobierno, el principio de
su autoridad quedará intacto, el derecho divino se perpetuará entre nosotros y
el pueblo -cuyo sufragio equivale a la antigua consagración- nunca será, tome
el nombre que tome, más que un súbdito.
El
paso de la teocracia a la democracia no pueda advenir en ningún caso a través
del ejercicio del derecho electoral, porque este ejercicio tiene como objetivo
específico el de impedir la muerte del gobierno, es decir, mantener y reavivar
el principio de la autoridad gubernativa.
Para
pasar de un régimen al otro es necesario romper el mecanismo de delgación, que
empuja fatalmente hacia el respeto de la tradición teocrática. Es necesario
interrumpir su uso y no retomarlo sino después de haber introducido en los
hechos sociales el ejercicio estable del gobierno de sí mismos: el
autogobierno. Racionalmente, puedo poner a cargo de otro la gestión de algunos
aspectos de mi futuro solamente después de hacer acto de posesión; si lo
nombro antes de haber mostrado mis títulos, luego se negará a reconocerme y
tendrá razón.
Pero
he aquí lo que quiero decir: en cualquier país, la unanimidad acerca de
cualquier cuestión es irrealizable. Sin embargo, dada la forma en que todo
gobierno deriva del voto, para impedir el nacimiento de un gobierno se necesitaría
nada menos que la abstención unánime. Porque, suponiendo que nueve sobre diez
millones de electores se abstuvieran, quedaría siempre un millón de votantes
para instituir un gobierno al cual la nación entera se vería obligada a
obedecer. Y en Francia siempre habrá al menos un millón de individuos que
tendrán interés en crear un gobierno; por lo tanto, la propuesta es absurda.
Y
lo que es más: no se necesita encontrar un millón de hombres para crear un
gobierno; cien mil, diez mil, quinientos, cien, cinco individuos pueden hacerlo,
un ciudadano solo puede constituírlo. Lafayette solo, en 1830, hizo rey a Luis
Felipe; y durante los dieciocho años que siguieron a este advenimiento, el
poder parlamentariose ha formado, en un país de 35 millones de almas, con el único
concurso de 200 mil contribuyentes. No importa lo restingido que sea el número
de ciudadanos que concurren a hacer un gobierno, su autoridad no sufre mengua.
Pero lo que me importa demostrar aquí es que ningún gobierno podría vivir sin
el beneplácito de la mayoría nacional.
La
filosofía y, después de ésta, una escuela mucho más segura -la de la
experiencia y los hechos-, han demostrado de una manera irrefutable que la
veradera razón de la permanencia de los gobiernos está, no ya en el concurso
material o electoral de los ciudadanos de un país, sino en la fe pública o en
el interés, porque la fe y el interés son una sola y única cosa.
El
gobierno que tenemos en este momento lo debemos a los juegos electorales de
siete u ocho millones de ciudadanos muy obedientes, cada uno de los cuales ha
perdido, con la mejor gracia del mundo, dos o tres días de trabajo para
aprovechar la oportunidad de entregarse en cuerpo y alma a personajes que no
conocían, pero a los cuales han asegurado cinco monedas de cinco francos a fin
de hacer amistad. ¿Os parece que la Asamblea Legislativa y el señor Bonaparte
están más sólidamente asentados de lo que lo estuvieron la Cámara de
Diputados de 1847, creada por doscientos mil contribuyentes sólamente, o que
Luis Felipe, creado por un solo hombre? Decidme: ¿Pensáis que un gobierno
creado por un millón de individuos podría haber sido más mezquino, más
impopular, más confuso que aquél al cual ocho millones de individuos han dado
vida? Evidentemente, no lo pensáis. Aquí no hay hombre -y cuando digo hombre,
quiero decir lo contrario de funcionario- que no haya visto profundamente
heridos sus intereses o su fe por los regímenes que han sido instaurados
sucesivamente desde 1848; en consecuencia, no hay hombre que deba felicitarse
del resultado de su voto y que pueda creer que su abstención habría dado lugar
a algo peor que lo existente. Estáis, pues, constreñidos a admitir que habéis
perdido vuestro tiempo con el más mísero de los resultados. Y, salvo que tengáis
la intención de perder siempre vuestro tiempo -cosa que dudo-, me parece que
debéis estar muy próximos a sacrificar el voto a realidades más
substanciosas. Para el poder ya es una apuesta muy mala vuestro descontento;
pero si le faltara vuestra papeleta para darse coraje, sería muy débil, y dudo
que pudiera conservar las riendas.
Por
lo tanto no es la unanimidad en la abstención lo que importa obtener, así como
no es necesaria la unanimidad del voto para formar gobierno. La unanimidad en la
inercia no podría ser condición esencial para el advenimiento del orden anárquico
que está en el interés y, en consecuencia, en el honor de todos los franceses
realizar. Siempre habrá suficientes funcionarios, advenedizos, aspirantes,
rentistas del Estado y pensionistas del Tesoro para constituir el electorado.
Pero el número de chinos que a toda costa quieren mantener a estos mandarines
del poder se reduce día a día, y si de aquí a dos años todavía quedan
diecinueve, declaro que la culpa no será mía.
Por
otra parte -ya que es necesario decirlo todo-, ¿a qué llamáis vosotros
sufragio universal?
Un
diario dice: hay que elegir al ciudadano Gouvernard.
Otro
objeta: no, hay que elegir al ciudadano Guidane.
"No
escuchéis a mi antagonista -responde el primer diario-. ¡El ciudadano
Gouvernard es el candidato necesario! He aquí los motivos" Etc.
"Guardáos
de prestar fe a aquello que os dice mi adversario -replica el segundo diario-,
nada es posible sin el ciudadano Guidane: he aquí la razón" Etc.
Para
ese entonces y después de haberse mantenido hasta aquí encerrado en una
reserva olímpica, desciende a la liza un tercer diario (el más gordo de la
especie) que pronuncia doctoralmente esta sentencia: es necesario elegir al señor
Gouvernard.
Y
se elige al señor Gouvernard.
¿Y
vosotros decís que es el pueblo quien ha hecho la elección?
Esta
decisión ha tenido tan poco que ver con la voluntad popular como si la
adjudicación del poder se hubiera jugado a los dados o a la lotería. Dicho sea
esto para arreglar mis cuentas con la forma, sin comprometer mis reservas en
cuanto a la sustancia.
Pero
yo conozco republicanos, o quienes se las dan de tales, que tienen mucho miedo a
que el pueblo, con su abstención, favorezco el renacimiento de la soberanía
real. En lengua vulgar -lengua que es la mía-, podemos decir que el miedo que
sienten estos republicanos expresa la aflicción que les causaría la
imposibilidad de su elección personal, ya que si, según se dice, los
republicanos han prestado importantes servicios, yo afirmo que ni vosotros ni yo
hemos visto ni la sombra de estos servicios en moneda, en libertad, en dignidad
o en honor. Puede ser que yo desmitifique un poco el patriotismo, pero, ¿qué
queréis? No he nacido poeta y en la matemática de la historia he encontrado
que sin estos republicanos la monarquía estaría muerta y enterrada desde hace
sesenta años; que sin estos republicanos que han prestado a la monarquía el ya
citado servicio de restablecer la autoridad cada vez que el pueblo ha querido
darle un empujón, haría ya mucho tiempo que los franceses -incluído yo- seríamos
libres. Los monárquicos, creedlo, no irán muy lejos el día en que estos
republicanos tengan la extrema cortesía de no hacer más monarquismo. Los monárquicos,
os lo aseguro, detendrán su carrera bien pronto cuando les abandonemos el campo
electoral entero en vez de dejarles simplemente la mayoría.
Lo
que he dicho parecerá extraño, ¿verdad? Lo es, en efecto; pero también la
situación es extraña, y yo no soy de los que solucionan las situaciones nuevas
con viejas fórmulas como las que empapelan desde hace medio siglo las barracas
del periodismo revolucionario.
Desenmascarar
la política es destruirla
A
riesgo de repetirme, expondré ahora esta cuestión: ¿Qué expresa el elector
cuando depone su papeleta en la urna?
Por
medio de este acto, el elector dice al candidato: os doy mi libertad sin
restricciones ni reservas; pongo a vuestra disposición mi inteligencia, mis
medios de aacción, mis haberes, mis réditos, mi actividad, toda mi fortuna; os
cedo mis derechos de soberanía. Asimismo y por extensión, también os cedo los
derechos y la soberanía de mis hijos, parientes y conciudadanos -tanto activos
como inertes-. Todo esto se os entrega para que lo uséis como os parezca
oportuno. Vuestro humor es mi única garantía.
Esto
es el control electoral. Argumentad, oponéos, discutid, poetizad,
sentimentalizad, no cambiaréis nada. Así es por contrato. Y da igual que el
canididato sea uno u otro: republicano o monárquico, el hombre que se hace
elegir es mi amo y yo soy una cosa suya; todos los franceses somos una cosa
suya.
Queda
entonces demostrado que el electorado conjuntamente con la alienación de lo
suyo, consagra la de lo ajeno. Por lo tanto, resulta evidente que el voto es,
por un lado, una estafa, y por el otro, una maldad, o, para decirlo claramente,
una expoliación.
Si
todos los ciudadanos electores votaran, el voto sólo sería una estafa
universal, ya que, en este caso, tanto unos como otros, debido a la acción de
cada uno, habrían perdido por igual. Pero que un solo elector se abstenga o sea
impedido de hacerlo y la expoliación comienza. Cuando sobre nueve o diez
millones se abstienen más de tres -como viene sucediendo-, los expoliados ya
forman una minoría demasiado importante para que se la pueda dejar de lado. El
antiguo principio de la honestidad del poder está mellado y la decadencia del
poder es directamente proporcional a la ruina de este principio.
Suponed
que la mitad de los electores inscritos se abstenga. La situación se vuelve
grave para los votantes y para el gobierno que han constituído. Indudablemente,
el escepticismo político de toda una mitad del cuerpo social pondré en crisis
las no confrontadas convicciones de la otra mitad. Y si se considera que dicho
escepticismo provendrá de una indiferencia calculada, motivada, meditada; y que
será fruto de la inteligencia o de la libertad -términos equivalentes-,
mientras que entre los votantes sólo se encontrará el instinto borreguesco y
el apego a la tradición, la ignorancia o la abnegación -que también son la
misma cosa-, fácilmente os haréis cargo de la derrota que tal estado de las
cosas infligirá al gubernamentalismo. Hoy en día ya es posible tener por válida
esta suposición, ya que si cuatro millones de electores no se han abstenido
todavía no es precisamente porque deban felicitarse de haber votado. Y todo
arrepentimiento implica el reconocimiento de un error.
Insistimos
sobre la hipótesis: supongamos que todos los adversarios de la monarquía ,
convertidos al principio moderno de que el poder no puede ser honesto, se
abstengan de votar y fundamenten su actitud en esta incontestable verdad: que el
voto es al mismo tiempo una estafa y una expoliación. Automáticamente la
abolición del sufragio universal , convertido en un delito por la iluminación
del espíritu público, hará decaer inmediatamente y en bloque a los monárquicos,
ya que no tendrán más cómplices. Dado que fuera de ellos sólo encontraréis
hombres perjudicados -cuya no intervención estará racionalmente fundamentada-,
los ladrones quedarán desenmascarados. O más bien, en homenaje al sentido común,
digamos que ya no habrá ladrones. Porque si la cuestión es reducida a estos términos
duros -pero simples y sobre todo verídicos-; si la política, descendida de sus
antiguas y charlatanescas alturas, es restituída al nivel de los delitos
comunes -de los cuales siempre ha sido el genio escondido pero real-, la ficción
gubernativa desaparece y la humanidad se libera de todos los malentendidos que
hasta hoy han sido el origen de todas las luchas y los deplorables advenimientos
que las han seguido.
He
aquí la Revolución. ¡He aquí la tranquila, sabia y racional transformación
del principio tradicional! He aquí la supremacía democrática del individuo
sobre el Estado, de los intereses sobre la idea. Ninguna perturbación, ninguna
conmoción podrá producirse en este majestuoso desvanecerse de los nubarrones
históricos; el sol de la libertad brilla sin tormentas y, tomando su parte de
los generosos rayos, cada uno actúa a plena luz y se preocupa de encontrar en
la sociedad el puesto que debe ocupar por sus aptitudes o su genio.
Ved:
para ser libre, no hay más que quererlo. La libertad, que estúpidamente hemos
aprendido a esperar como un don de los hombres, está en nosotros, nosotros
somos la libertad. Para obtenerla, no son necesarios ni las barricadas o la
agitación, los afanes, las facciones, los votos, ya que todo esto no es más
que desenfreno. Y como la libertad es honesta, sólo se la alcanza con la
reserva, la serenidad y la decencia.
Cuando
pedís la libertad al gobierno, la estupidez de vuestro pedido demuestra
inmediatamente a éste que no tenéis ningún concepto de vuestro derecho.
Vuestra petición es el acto de un subalterno, os declaráis inferiores. Al
constatar su supremacía, el gobierno se aprovecha de vuestra ignorancia y se
comporta respecto a vosotros como debe comportarse respecto a unos ciegos,
porque vosotros estáis ciegos.
Los
que cada día, en sus periódicos, piden inmunidades al gobierno y tratan de
hacer creer que lo arruinan y lo debilitan, en realidad sustentan la fuerza y la
fortuna de éste -fuerza y fortuna que les interesa conservar, porque aspiran a
alcanzarla un día con el apoyo del pueblo, de un pueblo embrollado, engañado,
burlado, robado, escarnecido, estafado, subyugado, oprimido, fustigado por
intrigantes y cretinos que le hacen enarcar el lomo adulándole, cortejándole
como a una potencia, recubriéndole de títulos pomposos como a un rey de
opereta y presentándole, para burla del mundo, como el príncipe de los
tugurios, monarca de la fatiga y soberano de la miseria.
Yo
no tengo, por mi parte, que adularle; porque nada quiero coger, ni siquiera la
parte que me espera de sus miserias y vergüenzas. Pero tengo que pediros -a
vosotros, entendedme bien, y no al gobierno, al que no conzco ni quiero
conocer-, tengo que pediros mi libertad que habéis empaquetado junto con la
vuestra para luego regalarla. No os la pido como un compromiso que debéis
asumir por mí; en realidad, para que yo sea libre, es necesario que lo seáis
también vosotros. Sabed serlo. Para esto es suficiente que no ensalcéis a
ninguno por encima de vosotros. Alejaos de la política que devora los pueblos y
aplicad vuestras actividades a los quehaceres que los nutren y los enriquecen.
Recordad que la riqueza y la libertad están juntas como están juntas la
servidumbre y la indigencia. Volved las espaldas al gobierno y a los partidos
que son sólo lacayos de aquél. El desprecio mata a los gobiernos, porque sólo
la lucha los hace vivir. Deponed por fin a este soberano que no consulta a su
gente y reíos de las astucias del monarquismo blanco y del gubernamentalismo
rojo. Ningún obstáculo podrá resistirse ante la tranquila manifestación de
vuestras necesidades e intereses.
Dice
una leyenda gazcona que mientras el rey de Tillac ignoró quién era, el
intendente lo maltrató duramente; pero cuando la dama Juana, su nodriza, les
hizo conocer sus títulos y calidad, las gentes del castillo, con el intendente
a la cabeza, vinieron a humillarse ante él.
Que
el pueblo muestre a sus intendentes que ya no reniega más de sí mismo; que
cesa de mezclarse en las polémicas de antecámara, y sus intendentes callarán,
tomando frente a él una actitud de respeto. La libertad es una deuda que tiene
para consigo mismo, para con el mundo que todavía espera de él, para con los
niños que nacerán.
La
nueva política está, por una parte, en la negativa, en la abstención, en la
no colaboración cívica y, por la otra, en la actividad industrial. En otros términos,
es la negación misma de la política. Ya desarrollaré más ampliamente este
argumento. Por ahora me basta decir que si los republicanos no hubieran votado
en las últimas elecciones generales, no habría habido oposición a la
asamblea. Sólo hubiera habido el caos entre los legitimistas, los orleanistas y
los bonapartistas, los cuales se habrían arruinado mutuamente con grave escándalo
y, a la hora presente, ya habrían caído todos juntos bajo los silbidos
divertidos de la libertad.
Conclusiones
De
todo lo que he dicho -y acerca de lo cual volveré a insistir en otra ocasión,
ya sea sobre lo que he olvidado, ya para ampliar lo que no he podido desarrollar
enteramente en esta exposición-, resulta que el objetivo del voto político es
la formación de un gobierno. He demostrado que la formación de un gobierno -y
de la oposición que sirve a éste como garantía esencial-, implica la
consagración de una tiranía inevitable, cuyo orden debe buscarse en la entega
espontánea que los votantes hacen de sus personas y de sus bienes -así como de
las personas y de los bienes de los no votantes- en favor de sus elegidos. De
todo ello se deduce que la alienación de la propia soberanía podría no ser
una estupidez, sino todo un derecho, cuando el que la regala por medio del voto
dispusiera solamente de su parte. Sin embargo, este acto cesa de ser una
estupidez o un derecho y se convierte en una expoliación cuando, valiéndose de
la brutal razón del número, el votante impone a la soberanía de las minorías
su propia soberanía.
Y
agrego que siendo todo gobierno necesariamente una causa de antagonismo, de
discordia, de asesinato y de ruina, aquél que, con su voto, concurre a la
formación de un gobierno, es un provocador de guerra civil, un promotor de
crisis y, en consecuencia, un mal ciudadano.
Ya
estoy oyendo gritar a los republicanos del funcionarismo: ¡Traición! No me
emocionan, porque los conozco mejor de lo que se conocen ellos mismos. Tengo que
arreglar con ellos una vieja cuenta de sesenta años y su quiebra, de la que me
hago curador, no será de las más divertidas.
Oigo
también a los monárquicos e imperialistas preguntarse si no habría alguna
cosa que espigar de entre la cosecha que muestro; no me turban, porque he
calculado el valor de sus antiguallas de la manera más justa.
El
porvenir no pertenece ni a éstos ni a aquéllos. ¡Gracias a Dios! Y la monarquía,
para hincar su último diente, sólo espera ver caer la última uña de la
dictadura.
Yo
me propngo arrancarles a estas señoras la uña y la raíz.
¡En
guardia!
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