¿Quiénes tienen razón,
los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar
se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y/o los
materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas; el ideal,
como dijo Proudhon, no más que una flor de la cual son raíces las condiciones
materiales de existencia. Toda la historia inelectual y moral, política y
social de la humanidad es un reflejo de su historia económica.
Todas las ramas de la
ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la proclamación de esa
grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, el mundo
puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra cosa que el
desenvolvimiento último y supremo -para nosotros al menos relativamente a
nuestro planeta-, La manifestación más alta de la animalidad. Pero como todo
desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la base o del punto
de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente una negación, la
negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los hombres; y es
precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es racional más
que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo son los
desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en el mundo,
la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y
morales, las ideas.
Nuestros primeros
antepasados, nuestros adanes y vuestras evas, fueron, si no gorilas, al menos primos
muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y feroces, dotados, en
un grado infinitamente más grande que los animales de todas las otras especies,
de dos facultades preciosas: la facultad de pensar y la facultad, la
necesidad de rebelarse.
Estas dos facultades,
combinando su acción progresiva en la historia, representan propiamente el
"factor", el aspecto, la potencia negativa en el desenvolvimiento
positivo de la animalidad humana, y crean, por consiguiente, todo lo que
constituye la humanidad en los hombres.
La Biblia, que es un
libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo considera como una de
las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la fantasía humanas que
han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una manera muy ingenua en su
mito del pecado original. Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido
adorados por los hombres es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el
más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo
de la dignidad y de la libertad humanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué
capricho (sin duda para engañar su hastío que debía de ser terrible en su
eternamente egoísta soledad, para procurarse nuevos esclavos), había puesto
generosamente a su disposición toda la Tierra, con todos sus frutos y todos los
animales, y no había puesto a ese goce completo más que un límite. Les había
prohibido expresamente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia. Quería
que el hombre, privado de toda conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno
animal, siempre de cuatro patas ante el Dios eterno, su creador su amo. Pero he
aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, el primer librepensador y el
emancipador de los mundos. Avergúenza al hombre de su ignorancia de su
obediencia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente el sello de la
libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer del fruto de
la ciencia.
Se sabe lo demás. El
buen Dios, cuya ciencia innata constituye una de las facultades divinas, habría
debido advertir lo que sucedería; sin embargo, se enfureció terrible y
ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre y al mundo creados por él,
hiriéndose, por decirlo así, en su propia creación, como hacen los niños cuando
se encolerizan; y no contento con alcanzar a nuestros antepasados en el
presente, los maldijo en todas las generaciones del porvenir, inocentes del
crimen cometido por aquéllos. Nuestros teólogos católicos y protestantes hallan
que eso es muy profundo y muy justo, precisamente porque es monstruosamente
inicuo y absurdo. Luego, recordando que no era sólo un Dios de venganza y de
cólera, sino un Dios de amor, después de haber atormentado la existencia de
algunos millares de pobres seres humanos y de haberlos condenado a un infierno
eterno, tuvo piedad del resto y para salvarlo, para reconciliar su amor eterno
y divino con su cólera eterna y divina siempre ávida de víctimas y de sangre,
envió al mundo, como una víctima expiatoria, a su hijo único a fin de que fuese
muerto por los hombres. Eso se llama el misterio de la redención, base de todas
las religiones cristianas. ¡Y si el divino salvador hubiese salvado siquiera al
mundo humano! Pero no; en el paraíso prometido por Cristo, se sabe, puesto que
es anunciado solemnemente, que o habrá más que muy pocos elegidos. El resto, la
inmensa mayoría de las generaciones presentes y del porvenir, arderá
eternamente en el infierno. En tanto, para consolarnos, Dios, siempre justo,
siempre bueno, entrega la tierra al gobierno de los Napoleón III, de los
Guillermo I, de los Femando de Austria y de los Alejandro de todas las Rusias.
Tales son los cuentos
absurdos que se divulgan y tales son las doctrinas monstruosas que se enseñan
en pleno siglo XIX, en todas las escuelas populares de Europa, por orden
expresa de los gobiernos. ¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No es
evidente que todos esos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los
embrutecedores interesados de las masas populares?
Me he dejado arrastrar
lejos de mi asunto, por la cólera que se apodera de mí siempre que pienso en
los innobles y criminales medios que se emplean para conservar las naciones en
una esclavitud eterna, a fin de poder esquilmarlas mejor, sin duda alguna. ¿Qué
significan los crímenes de todos los Tropmann del mundo en presencia de ese
crimen de lesa humanidad que se comete diariamente, en pleno día, en toda la
superficie del mundo civilizado, por aquellos mismos que se atreven a llamarse
tutores y padres de pueblos? Vuelvo al mito del pecado original.
Dios dio la razón a
Satanás y reconoció que el diablo o había engañado a Adán y a Eva
prometiéndoles la ciencia y la libertad, como recompensa del acto de
desobediencia que les había inducido a cometer; porque tan pronto como hubieron
comido del fruto prohibido, Dios se dijo a sí mismo (véase la Biblia): "He
aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros, sabe del bien y del
mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna, a fin de que no se,
haga inmortal como nosotros."
Dejemos ahora a un lado
la parte fabulesca de este mito y consideremos su sentido verdadero. El sentido
es muy claro. El hombre se ha emancipado, se ha separado de la animalidad y se
ha constituido como hombre; ha comenzado su historia y su desenvolvimiento
propiamente humano por un acto de desobediencia y de ciencia, es decir, por la
rebeldía y por el pensamiento.
Tres elementos o, si
queréis, tres principios fundamentales, constituyen las condiciones esenciales
de todo desenvolvimiento humano, tanto colectivo como individual, en la
historia: 1º la animalidad humana; 2º el pensamiento, y 3º la rebeldía.
A la primera orresponde propiamente la economía social y privada; la
segunda, la ciencia, y a la tercera, la libertad.
Los idealistas de todas
las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y
moralistas, religiosos, filósofos o poetas ,sin olvidar los economistas
liberales, adoradores desenfrenados de lo ideal, como se sabe-, se ofenden
mucho cuando se les dice que el hombre, con toda su inteligencia magnffica, sus
ideas sublimes y sus aspiraciones infinitas, no es, como todo lo que existe en
el mundo, más que materia, más que un producto de esa vil materia.
Podríamos responderles
que la materia de que hablan los materialistas -materia espontánea y eternamente
móvil, activa, productiva; materia química u orgánicamente determinada, y
manifestada por las propiedades o las fuerzas mecánicas, físicas, animales o
inteligentes que le son inherentes por fuerza- no tiene nada en común con la vil
materia de los idealistas. Esta última, producto de su falsa abstracción,
es efectivamente un ser estúpido, inanimado, inmóvil, incapaz de producir la
menor de las cosas, un caput mortum, una rastrera imaginación opuesta a
esa bella imaginación que llaman Dios, ser supremo ante el que a
materia, la materia de ellos, despojada por ellos mismos de todo lo que
constituye la naturaleza real, representa necesariamente la suprema Nada. Han
quitado a la materia la inteligencia, la vida, todas las cualidades
determinantes, las relaciones activas o las fuerzas, el movimiento mismo sin el
cual la materia no sería siquiera pesada, no dejándole más que la
imponderabilidad y la inmovilidad absoluta en el espacio; han atribuido todas
esas fuerzas, propiedades y maniestaciones naturales, al ser imaginario creado
por su fantasía abstractiva; después, tergiversando los papeles, han llamado a
ese producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada:
"Ser supremo". Por consiguiente han declarado que el ser real, la
materia, el mundo, es la Nada. Después de eso vienen a decimos gravemente que
esa materia es incapaz de reducir nada, ni aun de ponerse en movimento por sí
misma, y que, por consiguiente, ha debido ser creada por Dios.
En otro escrito he
puesto al desnudo los absurdos verdaderamente repulsivos a que se es llevado
fatalmente por esa imaginación de un Dios, sea personal, sea creador y
ordenador de los mundos; sea impersonal y considerado como una especie de alma
divina difundida en todo el universo, del que constituiría el principio etemo;
o bien como idea indefinida y divina, siempre presente y activa en el mundo y
manifestada siempre por la totalidad de seres materiales y finitos. Aquí me
limitaré a hacer resaltar un solo punto.
Se concibe perfectamente
el desenvolvimiento sucesivo del mundo material, tanto como de la vida
orgánica, animal, y de la inteligencia históricamente progresiva, individual y
social, del hombre en ese mundo. Es un movimiento por completo natural de lo
simple a lo compuesto, de abajo arriba o de lo inferíor a lo superior; un
movimiento conforme a todas nuestras experiencias diarías, y, por consiguiente,
conforme también a nuestra lógica natural, a las propias leyes de nuestro
espíritu, que, no conformándose nunca y no pudiendo desarrollarse más que con la
ayuda de esas mismas experiencias, no es, por decirlo así, más que la
reproducción mental, cerebral, o su resumen reflexivo.
El sistema de los
idealistas nos presenta completamente lo contrario. Es el trastorno absoluto de
todas experiencias humanas y de ese buen sentido universal y común que es
condición esencial de toda entente humana y que, elevándose de esa
verdad tan simple tan unánimemente reconocida de que dos más dos son
cuatro, hasta las consideraciones científicas más sublimes y más complicadas,
no admitiendo por otra parte nunca nada que no sea severamente confirmado por
la experiencia o por la observación de las cosas o de los hechos, constituye la
única base seria de los conocimientos humanos.
En lugar de seguir la
vía natural de abajo arriba, e lo inferior a lo superior y de lo relativamente
simple a lo lo complicado; en lugar de acompañar prudente, racionalmente, el
movimiento progresivo y real del mundo llamado inorgánico al mundo orgánico,
vegetal, después animal, y después específicamente humano; de la materia
química o del ser químico a la materia viva o al ser vivo, y del ser vivo al
ser pensante, los idealistas, obsesionados, cegados e impulsados por el
fantasma divino que han heredado de la teología, toman el camino absolutamente
contrario. Proceden de arriba a abajo, de lo superior a lo inferior, de lo
complicado a lo simple. Comienzan por Dios, sea como persona, sea como
sustancia o idea divina, y el primer paso que dan es una terrible voltereta de
las alturas sublimes del eterno ideal al fango del mundo material; de la
perfección absoluta a la imperfección absoluta; del pensamiento al Ser, o más
bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo, cómo y por qué el ser divino, etemo,
infinito, lo Perfecto absoluto, probablemente hastiado de sí mismo, se ha
decidido al salto mortale desesperado; he ahí lo que ningún idealista,
ni teólogo, ni metafísico, ni poeta ha sabido comprender jamás él mismo ni
explicar a los profanos.
Todas las religiones
pasadas y presentes y todos los sistemas de filosofía transcendentes ruedan
sobre ese único o inicuo misterio. Santos hombres, legisladores inspirados,
profetas, Mesías, buscaron en él la vida y no hallaron más que la tortura y la
muerte. Como la esfinge antigua, los ha devorado, porque no han sabido explicarlo.
Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibnitz,
Kant, Fichte, Schelling y Hegel, sin hablar de los filósofos hindúes, han
escrito montones de volúmenes y han creado sistemas tan ingeniosos como
sublimes, en los cuales dijeron de paso muchas bellas y grandes cosas y
descubrieron verdades inmortales, pero han dejado ese misterio, objeto
principal de sus investigaciones trascendentes, tan insondable como lo había
sido antes de ellos. Pero puesto que los esfuerzos gigantes -como de los más
admirables genios que el mundo conoce y que durante treinta siglos al menos han
emprendido siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo- no han culminado sino en la
mayor incomprensión aún de ese misterio, ¿podremos esperar que nos será
descubierto hoy por las especulaciones rutinarias de algún discípulo pedante de
una metafísica artificiosamente recalentadas y eso en una época en que todos
los espíritus vivientes y serios se han desviado de esa ciencia explicable,
surgida de una transacción, históricamente explicable sin duda, entre la
irracionalidad de la fe y la sana razón científica?
Es evidente que este
terrible misterio es inexplicable, es decir, que es absurdo, porque lo absurdo
es lo único que no se puede explicar. Es evidente que el que tiene necesidad de
él para su dicha, para su vida, debe renunciar a su razón y, volviendo, si
puede, a la ingenua, ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y con todos los
creyentes sinceros estas palabras que resumen la quintaesencia misma de la
teología: Credoquia absurdum. Entonces toda discusión cesa, y no queda
más que la estupidez triunfante de la fe. Pero entonces se promueve también
otra cuestión: ¿Cómo puede nacer en un hombre inteligente e instruido la
necesidad de creer en ese misterio?
Que la creencia en Dios
creador, ordenador y juez, maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se haya
conservado en el pueblo, y sobre todo en las poblaciones rurales, mucho más aún
que en el proletariado de las ciudades, nada más natural. El pueblo
desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es mantenido en su ignorancia por
los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que consideran esa
ignorancia, no sin razón, como una de las condiciones más esenciales de su
propia potencia. Aplastado por su trabajo cotidiano, privado de ocio, de
comercio intelectual, de lectura, en fin, de casi todos los medios y de una
buena parte de los estimulantes que desarrollan la reflexión en los hombres, el
pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en conjunto las tradiciones religiosas
que, envolviéndolo desde su nacimiento en todas las circunstancias de su vida,
y artificialmente mantenidas en su seno por una multitud de envenenadores
oficiales de toda especie, sacerdotes y laicos, se transforman en él en una
suerte de hábito mental moral, demasiado a menudo más poderoso que su buen
sentido natural.
Hay otra razón que
explica y que legitima en cierto modo las creencias absurdas del pueblo.
Es la situación miserable a que se encuentra fatalmente condenado por la
organización económica de la sociedad en los países más civilizados de Europa.
Reducido, tanto intelectual y moralmente como en su condición material al
mínimo de una existencia humana, encerrado en su vida como un prisionero en su
prisión, sin horizontes, sin salida, sin porvenir mismo, si se cree a los
economistas, el pueblo debería tener el alma singularmente estrecha y el
instinto achatado de los burgueses para no experimentar la necesidad de salir
de ese estado; pero para eso no hay más que tres medios, dos de ellos ilusorios
y el tercero real. Los dos primeros son el burdel y la iglesia, el libertinaje
del cuerpo y el libertinaje del alma; el tercero es la revolución social. De
donde concluyo que esta última únicamente, mucho más al menos que todas las
propagandas teóricas de los librepensadores, será capaz de destruir hasta los
mismos rastros de las creencias religiosas y de los hábitos de desarreglo en el
pueblo, creencias y hábitos que están más íntimamente ligados de lo que se
piensa; que, sustituyendo los goces a la vez ilusorios y bruales de ese
libertinaje corporal y espiritual, por los goces tan delicados como reales de
la humanidad pleamente realizada en cada uno de nosotros y en todos, la
revolución social únicamente tendrá el poder de cerrar al mismo tiempo todos
los burdeles y todas las iglesias.
Hasta entonces, el
pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene razón para creer, tendrá al menos
el derecho.
Hay una categoría de
gentes que, si no cree, debe menos aparentar que cree. Son todos los
atormentadores, todos los opresores y todos los explotadores de la humanidad.
Sacerdotes, monarcas, hombres de Estado, hombres de guerra, financistas
públicos y privados, funcionarios de todas las especies, policías, carceleros y
verdugos, monopolizadores, capitalistas, empresarios y propietarios, abogados,
economistas, políticos de todos los colores, hasta el último comerciante, todos
repetirán al unísono estas palabras de Voltaire:
Si Dios no existiese
habría que inventario. Porque, comprenderéis,
es precisa una religión para el pueblo. Es la válvula de seguridad.
Existe, en fin, una
categoría bastante numerosa de almas honestas, pero débiles, que, demasiado
inteligentes para tomar en serio los dogmas cristianos, los rechazan en
detalle, pero no tienen ni el valor, ni la fuerza, ni la resolución necesarios
para rechazarlos totalmente. Dejan a vuestra crítica todos los absurdos
particulares de la religión, se burlan de todos los milagros, pero se aferran
con desesperación al absurdo principal, fuente de todos los demás, al milagro
que explica y legitima todos los otros milagros: a la exisncia de Dios. Su Dios
no es el ser vigoroso y poente, el Dios brutalmente positivo de la teología. Es
un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que cuando se cree
palparle se transforma en Nada; es un milagro, un ignis fatuus que ni
calienta ni ilumina. Y, sin embargo, sostienen y creen que si desapareciese,
desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfermizas, desorientadas en la
civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos
fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra, y que ocupan
entre la política burguesa y el socialismo del proletariado absolutamente la
misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta el fin, ni para
querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor esforzándose siempre
por conciliar lo inconciliable. En la vida pública se llaman socialistas
burgueses.
Ninguna discusión con
ellos ni contra ellos es posible. Están demasiado enfermos.
Pero hay un pequeño
número de hombres ilustres, de los cuales nadie se atreverá a hablar sin
respeto, y de los cuales nadie pensará en poner en duda ni la salud vigorosa,
ni la fuerza de espíritu, ni la buena fe. Baste citar los nombres de Mazzini,
de Michelet, de Quinet, de John Stuart Mill. Almas generosas y fuertes, grandes
corazones, grandes espíritus, grandes escritores y, el primero, resucitador
heroico y revolucionario de una gran nación, son todos los apóstoles del
idealismo y los adversarios apasionados del materialismo, y por consiguiente
también del socialismo, en filosofía como en política.
Es con ellos con quienes
hay que discutir esta cuestión.
Comprobemos primero que
ninguno de los hombres ilustres que acabo de mencionar, ni ningún otro pensador
idealista un poco importante de nuestros días, se ha ocupado propiamente de la
parte lógica de esta cuestión. Ninguno ha tratado de resolver filosóficamente
la posibilidad del salto mortale divino de las regiones eternas y puras
del espíritu al fango del mundo material. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble
contradicción y desesperan de resolverla después que han fracasado los más
grandes genios de la historia, o bien a han considerado como suficientemente
resuelta ya? Es su secreto. El hecho es que han dejado a un lado la
demostración teórica de la existencia de un Dios, y que no han desarrollado más
que las razones y las consecuencias prácticas de ella. Han hablado de ella
todos como de un hecho universalmente aceptado y como tal imposible de
convertirse en objeto de una duda cualquiera, limitándose, por toda prueba, a
constatar la antigüedad y la universalidad misma de la creencia en Dios.
Esta unanimidad
imponente, según la opinión de muchos hombres y escritores ilustres, y para no
citar sino los más renombrados de ellos, según la opinión elocuentemente
expresada de Joseph de Maistre y del gran patriota italiano Giuseppe Mazzini,
vale más que todas las demostraciones de la ciencia; y si la idea de un pequeño
número de pensadores consecuentes y aun muy poderosos, pero aislados, le es
contraria, tanto peor, dicen ellos, para esos pensadores y para su lógica,
porque el consentimiento general, la adopción universal y antigua de una idea
han sido considerados en todos los tiempos como la prueba más victoriosa de su
verdad. El sentimiento de todo el mundo, una convicción que se encuentra y se
mantiene siempre y en todas partes, no podría engañarse. Debe tener su raíz en
una necesidad absolutamente inherente a la naturaleza misma del hombre. Y
puesto que ha sido comprobado que todos los pueblos pasados y presentes han
creído y creen en la existencia de Dios, es evidente que los que tienen la
desgracia de dudar de ella, cualquiera que sea la lógica que los haya
arrastrado a esa duda, son excepciones anormales, monstruos.
Así, pues, la antigüedad
y la universalidad de una creencia serían, contra toda la ciencia y
contra toda lógica, una prueba suficiente e irreductible de su verdad. ¿Y por
qué?
Hasta el siglo de
Copérnico y de Galileo, todo el mundo había creído que el Sol daba vueltas
alrededor de la Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? ¿Hay cosa más antigua y
más universal que la esclavitud? La antropofagia quizá. Desde el origen de la
sociedad histórica hasta nuestros días hubo siempre y en todas partes
explotación del trabajo forzado de las masas, esclavas, siervas o asalariadas,
por alguna minoría dominante; la opresión de los pueblos por la iglesia y por
el estado. ¿Es preciso concluir que esa explotación y esa opresión sean
necesidades absolutamente inherentes a la existencia misma de la sociedad
humana?. He ahí ejemplos que muestran que la argumentación de los abogados del
buen Dios no prueba nada.
Nada es en efecto tan
universal y tan antiguo como lo inicuo y lo absurdo, y, al contrario, son la
verdad la justicia las que, en el desenvolvimiento de las sociedades humanas,
son menos universales y más jóvenes; lo que explica también el fenómeno
histórico consante de las persecuciones inauditas de que han sido y continúan
siendo objeto aquellos que las proclaman, primero por parte de los
representantes oficiales, patentados e interesados de las creencias
"universales" y "antiguas", y a menudo por parte también de
aquellas mismas masas populares que, después de haberlos atormentado,
acaban siempre por adoptar y hacer triunfar sus ideas.
Para nosotros,
materialistas y socialistas revolucionarios, no hay nada que nos asombre
ni nos espante en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra conciencia,
nuestro amor a la verdad, en esa pasión lógica que constituye por sí una gran potencia,
y al margen de la cual no hay pensamiento; fuertes en nuestra pasión por la
justicia y en nuestra fe inquebrantable en el triunfo de la humanidad sobre
todas las bestialidades teóricas prácticas; fuertes, en fin, en la confianza y
en el apoyo mutuos que se prestan el pequeño número de los que cornparten
nuestras convicciones, nos resignamos por nosotros mismos a todas las
consecuencias de ese feórneno histórico, en el que vemos la manifestación de
una ley social tan natural, tan necesaria y tan invariable como todas las demás
leyes que gobiernan el mundo.
Esta ley es una
consecuencia lógica, inevitable, del origen animal de la sociedad
humana; ahora bien, frente a todas las pruebas científicas, psicológicas,
hisóricas que se han acumulado en nuestros días, tanto como frente a los hechos
de los alemanes, conquistas de Francia, que dan hoy una demostración tan
brillante de ello, no es posible, verdaderamente, dudar de la realidad de ese
origen. Pero desde el momento que se acepta ese origen animal del hombre, se
explica todo. La historia se nos aparece, entonces, como la negación
revolucionaria, ya sea lenta, apática, adormecida, ya sea apasionada y poderosa
del pasado. Consiste precisamente en la negación progresiva de la animaliad
primera del hombre por el desenvolvimiento de su humanidad. El hombre, animal
feroz, primo del gorila, ha partido de la noche profunda del instinto animal
para llegar a la luz del espíritu, lo que explica de una manera completamente
natural todas sus divagaciones pasadas, y nos consuela en parte de sus errores
presentes. Ha partido de la esclavitud animal y después de atravesar su
esclavitud divina, término transitorio entre su animalidad y su humanidad,
marcha hoy a la conquista y a la realización de su libertad humana. De donde
resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probar algo en
su favor, debe, al contrario, hacémosla sospechosa. Porque detrás de nosotros
está nuestra animalidad y ante nosotros la humanidad, y la luz humana, la única
que puede calentarnos e iluminamos, la única que puede emanciparnos, nos hace
dignos, libres, dichosos, y la realización de la fraternidad entre nosotros no
está al principio, sino, relativamente a la época en que vive, al fin de la
historia. No miremos, pues, nunca atrás, rniremos siempre hacia adelante,
porque adelante está nuestro sol y nuestra salvación; y si es permitido, si es
útil y necesario volver nuestra vista al estudio de nuestro pasado, no es más
que para comprobar lo que hemos sido y lo que no debemos ser más, lo que hemos
creído y pensado, y lo que no debemos creer ni pensar más, lo que hemos hecho y
lo que no debemos volver a hacer.
Esto por lo que se
refiere a la antigüedad. En cuanto a la universalidad de un
error, no prueba más que una cosa: la similitud, si no la perfecta identidad de
la naturaleza humana en todos los tiempos y bajo todos los climas. Y puesto que
se ha comprobado que los pueblos de todas las épocas de su vida han creído, y
creen todavía, en Dios, debemos concluir simplemente que la idea divina, salida
de nosotros mismos, es un error históricamente necesario en el desenvolvimiento
de la humanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha producido en la historia,
por qué la inmensa mayoría de la especie humana la acepta aún como una verdad.
En tanto que no podamos
darnos cuenta de la manera cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y
divino y cómo ha debido fatalmente producirse en el desenvolvimiento histórico
de la conciencia humana, podremos estar científicamente convencidos del absurdo
de esa idea, pero no llegaremos a destruirla nunca en la opinión de la mayoría.
En efecto: no estaremos en condiciones de atacarla en las profundidades mismas
del ser humano, donde ha nacido, y, condenados una lucha estéril, sin salida y
sin fin, deberemos contentamos siempre con combatirla sólo en la superficie, en
sus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, apenas derribado por los golpes
del sentido común, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva no menos
insensata. En tanto que persista la raíz de todos los absurdos que atormentan
al mundo, la creencia en Dios permanecerá intacta, no cesará de echar
nuevos retoños. Es así como en nuestros días, en ciertas regiones de la más
alta sociedad, el espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del
cristianismo.
No es sólo en interés de
las masas, sino también en de la salvación de nuestro propio espíritu debemos
forzarnos en comprender la génesis histórica de la dea de Dios, la sucesión de
las causas que desarrollaron produjeron esta idea en la conciencia de los
hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos
comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por los clamores de
esa conciencia universal de la que no habremos sorprendido el secreto; y, vista
la debilidad natural del individuo, aun del más fuerte ante la influencia
onmipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el riesgo de voler
a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el abismo del absurdo
religioso. Los ejemplos e esas conversiones vergonzosas son frecuentes en la
sociedad actual.
He señalado ya la razón
práctica principal del poder ejercido aún hoy por las creencias religiosas
sobre las masas. Estas disposiciones místicas no denotan tanto en sí una
aberración del espíritu como un profundo descontento del corazón. Es la
protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las estrecheces, las
chaturas, los dolores y las verguenzas de una existencia miserable. Contra esa
enfermedad, he dicho, no hay más que un remedio: la revolución social.
Entre tanto, otras veces
he tratado de exponer las causas que presidieron el nacimiento y el
desenvolviento histórico de las alucinaciones religiosas en la conciencia del
hombre. Aquí no quiero tratar esa cuestión de la existencia de un Dios, o del
origen divino del mundo y del hombre, más que desde el punto de vista de su
utilidad moral y social, y sobre la razón teórica de esta creencia no diré más
que pocas palaras, a fin de explicar mejor mi pensamiento.
Todas las religiones,
con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus mesías y sus santos, han
sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno
desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en
consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro
donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su
propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada. La
historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia
de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el
desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los
hombres. A medida que, en su marcha históricamente regresiva, descubrían, sea
en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un
defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado,
ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de
su fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de
los hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos
de la tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el
cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vez instalada la divinidad, fue
proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispenador absoluto
de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el
hombre, su verdadero creador, después de. haberla sacado de la nada sin darse
cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su
esclavo.
El cristianismo es,
precisamente, la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su
plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el
empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en
beneficio de la divinidad.
Siendo Dios todo, el
mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el
bien, lo bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad,
el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el hombre es
el esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida
eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación divina. Pero
quien dice revelación, dice reveladores, mesías, profetas, sacerdotes y
legisladores inspirados por Dios, mismo; y una vez reconocidos aquéllos como
representantes de la divinidad en la Tierra, como los santos institutores de la
humanidad, elegidos por Dios mismo para dirigirla por la vía de la salvación,
deben ejercer necesariamente un poder absoluto. Todos los hombres les deben una
obediencia ilimitada y pasiva, porque contra la razón divina no hay razón
humana y contra la justicia de Dios no hay justicia terrestre que se mantengan.
Esclavos de Dios, los hombres deben serlo también de la iglesia y del Estado, en
tanto que este último es consagrado por la iglesia. He ahí lo que el
cristianismo comprendió mejor que todas las religiones que existen o que han
existido, sin exceptuar las antiguas religiones orientales, que, por lo demás,
no han abarcado más que pueblos concretos y privilegiados, mientras que el
cristianismo tiene la pretensión de abarcar la humanidad entera; y he ahí lo
que, de todas las sectas cristianas, sólo el catolicismo romano ha proclamado y
realizado con una consecuencia rigurosa. Por eso el cristianismo es la religión
absoluta, la religión última, y la iglesia apostólica y romana la única
consecuente, legítima y divina.
Que no parezca mal a los
metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos o poetas: la
idea de Dios implica la abdicación de la razón humana y de la justicia humana,
es la negación más decisiva de la libertad humana y lleva necesariamente a la
esclavitud los hombres, tanto en la teoría como en la práctica.
A menos de querer la
esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como lo quieren los jesuitas,
como lo quieren los monjes, los pietistas o los metodistas protestantes, no
podemos, no debemos hacer la menor concesión ni al dios de la teología
ni al de la metafísica porque en ese alfabeto místico, el que comienza por
decir A deberá fatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere adorar a Dios
debe, sin hacerse ilusiones pueriles, renunciar bravamente a su libertad y a su
humanidad.
Si Dios existe, el
hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre: por
consiguiente, Dios no existe.
Desafío a quienquiera
que sea a salir de ese círculo, y ahora, escojamos.
¿Es necesario recordar
cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos? Matan en
ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación humana, y los
reducen a la imbecilidad, condión esencial de su esclavitud. Deshonran el
trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de serviumbre. Matan la
noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la
balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia
divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se
arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo
sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina.
Todas las religiones son
crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente
sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la
humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio,
el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre tambien, pero hombre
privilegiado por la gracia, es el divino verdugo. Eso nos explica por qué los
sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más
suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón -y si no en el corazón en
su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una otro
ejercen sobre el corazón de los hombres)- por qué hay, digo, en los
sentimientos de. todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario.
Todo esto, nuestros
ilustres idealistas contemporáneos lo saben mejor que nadie. Son hombres sabios
e conocen la historia de memoria; y como son al mismo tiempo hombres vivientes,
grandes almas penetradas por un amor sincero y profundo hacia el bien de la
humanidad, han maldito y zaherido todos estos efectos, todos estos crímenes de
la religión con una elocuencia sin igual. Rechazan con indignación toda
solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus representantes
pasados y presentes sobre la Tierra.
El Dios que adoran o que
creen adorar se distingue precisamente de los dioses reales de la historia, en
que no es un Dios positivo, ni determinado de ningún modo, ya sea teológico, ya
sea metafísicamente. No es ni el ser supremo de Robespierre y de Rousseau, ni
el Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios a la vez trascendente e
inmanente y muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de darle una determinación
positiva cualquiera, sintiendo que toda determinación lo sometería a la acción
disolvente de la crítica. No dirán de él si es un Dios personal o impersonal,
si ha creado o si no ha creado el mundo; no hablarán siquiera de su divina
providencia. Todo eso podría comprometerlos. Se ontentarán con decir:
"Dios" y nada más. Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una idea, es
una aspiración.
Es el nombre genérico de
todo lo que les parece de, bueno, bello, noble, humano. Pero, ¿por qué dicen
entonces: "hombre"? ¡Ah! es que el rey Guillermo de Prusia y Napoleón
III y todos sus semejantes son igualmente hombres; y he ahí lo que más les
embaraza. La humildad real nos presenta el conjunto de todo lo que hay de más
sublime, de más bello y de todo lo que hay de más vil y de más monstruoso en el
mundo. ¿Cómo salir de ese atolladero? Llaman a lo uno divino y a lo otro
bestial, representándose la dividad y la animalidad como los dos polos
entre los cuales se coloca la humanidad. No quieren o no pueden emprender que
esos tres términos no forman más que uno y que si se los separa se los
destruye.
No están fuertes en
lógica, y se diría que la desprecian. Es eso lo que los distingue de los
metafísicos y deísias, y lo que imprime a sus ideas el carácter de un idealismo
práctico, sacando mucho menos sus inspiraciones del desenvolvimiento severo de
un pensaento, que de las experiencias, casi diré de las emociones, tanto
históricas y colectivas como individuales de la vida. Eso da a su propaganda
una apariencia de riqueza y de potencia vital, pero una apariencia solamente
porque la vida misma se hace estéril cuando es paralizada por una contradicción
lógica.
La contradicción es
ésta: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se obstinan en poner juntos esos
dos términos, que, una vez separados, no pueden encontrarse de nuevo más que
para destruirse recíprocamente. Dicen de un tirón: "Dios y la libertad del
hombre"; "Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraternidad
y la prosperidad de los hombres", sin preocuparse de la lógica fatal
conforme a la cual, si Dios existe todo queda condeado a la no-existencia.
Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoto, y si
amo existe el hombre es esclavo; pero si es esclayo, no hay para él ni justicia
ni igualdad ni fratemidad ni prosperidad posibles. Podrán, contrariamente al
buen sentido y a todas las experiencias de la historia, reventarse a su Dios
animado del más tierno amor por la libertad humana: un amo, haga lo que quiera
y por liberal que quiera mostrarse, no deja de ser un amo y su existencia
implica necesariamente la esclavitud de todo lo que se encuentra por debajo de
él.
Por consiguiente, si
Dios existiese, no habría para él más que un solo medio de servir a la libertad
huma-
a: dejar de existir.
Como celoso amante de la
libertad humana y considerándolo como la condicióin absoluta de todo lo que
adoramos y respetamos en la humanidad, doy vuelta a la frase de Voltaire y
digo: si Dios existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer.
La severa lógica que me
dicta estas palabras es demasiado evidente para que tenga necesidad de
desarrollar más esta argumentación. Y me parece imposible que los hombres
ilustres a quienes mencioné, tan célebres y tan justamente respetados, no hayan
sido afecados por ella y no se hayan percatado de la contradicción en que caen
al hablar de Dios y de la libertad humana a la vez. Para que lo hayan pasado
por alto, a sido preciso que hayan pensado que esa inconsecuencia o que esa
negligencia lógica era necesaria prácticamente para el bien mismo de la
humanidad.
Quizá también, al hablar
de la libertad como de una cosa que es para ellos muy respetable y muy querida,
la comprenden de distinto modo a como nosotros la entendemos, nosotros, materialistas
y socialistas revolucionarios . En efecto; no hablan de ella sin añadir
inmediatamente otra palabra, la de autoridad, una palabra y una cosa que
detestamos de todo corazón.
¿Qué es la autoridad?
¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en el
encadenamiento y en la sucesión fatal de los fenómenos, tanto del mundo físico
como del mundo social? En efecto; contra esas leyes, la rebeldía no sólo está
prohibida, sino que es imposible. Podemos desconocerlas o no conocerlas siquiera,
pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la base y las condiciones
mismas de nuestra existencia; nos envuelven, nos penetran, regulan todos
nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos; de manera que,
aun cuando las queramos desobedecer, no hacemos más que manifestar su
omnipotencia.
Sí, somos absolutamente
esclavos de esas leyes. Pero no hay nada de humillante en esa esclavitud.
Porque la esclavitud supone un amo exterior, un legislador que se encuentre al
margen de aquel a quien ordena; mientras que estas leyes no están fuera de
nosotros, nos son inherentes, constituyen nuestro ser, todo nuestro ser, tanto
corporal como intelectual y moral; no vivimos, no respiramos, no obramos, no
pensamos, no queremos sino mediante ellas. Fuera de ellas no somos nada, no
somos. ¿De dónde procedería, pues, nuestro poder y nuestro querer rebelamos
contra ellas?.
Frente a las leyes
naturales no hay para el hombre más que una sola libertad posible: la de
reconocerlas y de aplicarlas cada vez más, conforme al fin de la emanción o de
la humanización, tanto colectiva como individual que persigue. Estas leyes, una
vez reconocidas, ejercen una autoridad que no es discutida por la masa de los
hombres. Es preciso, por ejemplo, ser loco o teólogo, o por lo menos un
metafísico, un jurista, o un economista burgués para rebelarse contra esa ley
según a cual dos más dos suman cuatro. Es preciso tener fe para imaginarse que
no se quemará uno en el fuego y que no se ahogará en el agua, a menos que se
recurra a algún subterfugio fundado aun sobre alguna otra ley natural. Pero
esas rebeldías, o más bien esas tentativas esas locas imaginaciones de una
rebeldía imposible no forman más que una excepción bastante rara; porque, en
general, se puede decir que la masa de los hombres, en su vida cotidiana, se
deja gobernar de una manera casi absoluta por el buen sentido, lo que equiale a
decir por la suma de las leyes generalmente reconocidas.
La gran desgracia es que
una gran cantidad de leyes naturales ya constadas como tales por la ciencia,
permanezcan desconocidas para las masas populares, gracias a los cuidados de
esos gobiernos tutelares que no existen, como se sabe, más que para el bien de
los pueblos... Hay otro inconveniente: la mayor parte de las leyes naturales inherentes
al desenvolvimiento de la sociedad humana, y que son también necesarias,
invariables, fatales, como las leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido
debidamente comprobadas y reconocidas por la ciencia misma.
Una vez que hayan sido
reconocidas primero por la ciencia y que la ciencia, por rnedio de un amplio
sistema de educación y de instrucción populares, las hayan hecho pasar a la
conciencia de todos, la cuestión de la libertad estará perfectamente resuelta.
Los autoritarios más recalcitrantes deben reconocer que entonces no habrá
necesidad de organización política ni de dirección ni de legislación, tres
cosas que, ya sea que emanen de la voluntad del soberano, ya que resulten de
los votos de un parlamento elegido por sufragio universal y aun cuando estén
conformes con el sistema de las leyes naturales -lo que no tuvo lugar jamás y
no tendrá jamás lugar-, son siempre igualmente funestas y contrarias a la
libertad de las masas, porque les impone un sistema de leyes exteriores y, por
consiguiente, despóticas.
La libertad del hombre
consiste únicamene en esto, que obedece a las leyes naturales, porque las ha
reconocido él mismo como tales y no porque le hayan sido impuestas
exteriormente por una voluntad extraña, divina o humana cualquiera, colectiva o
individual.
Suponed una academia de
sabios, compuesta por los representantes más ilustres de la ciencia; suponed
que esa academia sea encargada de la legislación, de la organización de la
sociedad y que, sólo inspirándose en el puro amor a la verdad, no le dicte más
que leyes absolutamente conformes a los últimos descubrimientos de la ciencia.
Y bien, yo pretendo que esa legislación y esa organización serán una
monstruosidad, y esto por dos razones: La primera, porque la ciencia humana es
siempre imperfecta necesariamente y, comparando lo que se ha descubierto con lo
que queda por descubrir, se puede decir que está todavía en la cuna. De suerte
que si quisiera forzar la vida práctica de los hombres, tanto colectiva como
individual, a conformarse estrictamente, exclusivamente con los últimos datos
de la ciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuos a sufrir el
martirio sobre el lecho de Procusto, que acabaría pronto por dislocarlos y por
sofocarlos, pues la vida es siempre infinitamente más amplia que la ciencia.
La segunda razón es
ésta: una sociedad que obedeciere a la legislación de una academia científica,
no porque hubiere comprendido su carácter racional por sí misma (en cuyo caso
la existencia de la academia sería inútil), sino porque una legislación tal,
emanada de esa academia, se impondría en nombre de una ciencia venerada sin
comprenderla, sería, no una sociedad de hombres, sino de brutos. Sería una
segunda edición de esa pobre república del Paraguay que se dejó gobemar tanto
tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedad semejante no dejaría de caer bien
pronto en el más bajo grado del idiotismo.
Pero hay una tercera
razón que hace imposible tal gobierno: es que una academia científica revestida
de esa soberanía digamos que absoluta, aunque estuviére compuesta por los
hombres más ilustres, acabaría infaliblemente y pronto por corromperse moral e
intelecalmente. Esta es hoy, ya, con los pocos privilegios que se les dejan, la
historia de todas las academias. El mayor genio científico, desde el momento en
que se convierte en académico, en sabio oficial, patentado, cae inevitablemente
y se adormece. Pierde su espontaneidad, su atrevimiento revolucionario, y esa
energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza de los grandes genios,
llamados siempre a destruir los mundos caducos y a echar los fundamentos de
mundos nuevos. Gana sin duda en cortesía, sabiduría utilitaria y práctica, lo
que pierde en potencia de pensamiento. Se corrompe, en una palabra.
Es propio del privilegio
y de toda posición privilegiada el matar el espíritu y el corazón de los
hombres. El hombre privilegiado, sea política, sea económicarnente, es un
hombre intelectual y moralmente depravado. He ahí una ley social que no admite
ninguna excepción, y que se aplica tanto a las naciones enteras como a las
clases, a las compañías como a los individuos. Es la ley de la igualdad,
condición suprema de la libertad y de la humanidad. El objetivo principal de
este libro es precisamente desarrollarla y demostrar la verdad en todas las
manifestaciones de la vida humana.
Un cuerpo científico al
cual se haya confiado el gobierno de la sociedad, acabará pronto por no
ocuparse absolutamente nada de la ciencia, sino de un asunto distinto; y ese
asunto, como sucede con todos los poderes establecidos, será el de perpetuarse
a sí mismo, haciendo que la sociedad confiada a sus cuidados se vuelva cada vez
más estúpida, y por consiguiente más necesitada de su gobierno y de su
dirección.
Pero lo que es verdad
para las academias científicas es verdad igualmente para todas las asambleas
constituyentes y legislativas, aunque hayan salido del sufragio universal. Este
puede renovar su composición, es verdad, pero eso no impide que se forme en
unos pocos años un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, o de derecho, y
que, al dedicarse exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un
país, acaban formar una especie de aristocracia o de oligarquía política. Ved
si no los Estados Unidos de América y Suiza.
Por tanto, nada de
legislación exterior y de legislación interior, pues por otra parte una es
inseparable de la otra, y ambas tienden al sometimiento de la sociedad y al
embrutecimiento de los legisladores mismos.
¿Se desprende de esto
que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de
zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un
canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para
esta o la otra, ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que
se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio. Les escucho
libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su
saber, pero me reservo mi derecho incontesable de crítica y de control. No me
contento con conultar una sola autoridad especialista, consulto varias; comparo
sus opiniones, y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco autoridad
infalible, ni aun en cuestiones especiales; por consiguiente, no obstane el
respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal o cual
individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a mi
razón, la libertad y al éxito mismo de mis empresas; me ransformaría
inmediatamente en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de
los intereses ajenos.
Si me inclino ante la
autoridad de los especialistas si me declaro dispuesto a seguir, en una
cierta medida durante todo el tiempo que me parezca necesario sus indicaciones
y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta por nadie, ni por
los homres ni por Dios. De otro modo la rechazaría con honor y enviaría al
diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me harían pagar
con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de verdad humana,
envueltos en muchas mentiras, que podrían darme.
Me inclino ante la
autoridad de los hombres especiales porque me es impuesta por la propia
razón. Tengo conciencia de no poder abarcar en todos sus detalles y en sus
desenvolvimientos positivos más que una pequefía parte de la ciencia humana. La
más grande inteligencia no podría abarcar el todo. De donde resulta para la
ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la
asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es autoridad
dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Por tanto no hay autoridad fija y
constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación
mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.
Esa misma razón me
impide, pues, reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no
hay hombre universal, hombre que sea capaz de abarcar con esa riqueza de
detalles (sin la cual la aplicación de la ciencia a la vida no es posible),
todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si una tal universalidad
pudiera realizarse en un solo hombre, quisiera prevalerse de ella para
imponemos su autoridad, habría que expulsar a ese hombre de la sociedad, porque
su autoridad reduciría inevitablemente a todos los demás a la esclavitud y a la
imbecilidad. No pienso que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio
como ha hecho hasta el presente. Pero no pienso tampoco que deba engordarlos
demasiado, ni concederles sobre todo privilegios o derechos exclusivos de
ninguna especie; y esto por tres razones: primero, porque sucedería a menudo
que se tomaría a un charlatán por un hombre de genio; luego, porque, por este
sistema de privilegios, podría transformar en un charlatán a un hombre de
genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, y en fin, porque se daría uno a sí mismo
un déspota.
Resumo. Nosotros
reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia no
tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexiva y todo lo sistemática
que sea posible, de las leyes naturales inherentes a la vida tanto material
como intelectual y moral del mundo físico y del mundo social; esos dos mundos
no constituyen en realidad más que un solo y mismo mundo natural. Fuera de esa
autoridad, la única legítima, porque es racional y está conforme a la
naturaleza humana, declaramos que todas las demás son mentirosas, arbitrarias,
despóticas y funestas.
Reconocemos la autoridad
absoluta de la ciencia. pero rechazamos la infabilidad y la universalidad de
los representantes de la ciencia. En nuestra iglesia -séame permitido servirme
un momento de esta expresión que por otra parte detesto; la iglesia y el Estado
mis dos bestias negras-, en nuestra iglesia, como en la iglesia protestante,
nosotros tenemos un jefe, un Cristo invisible, la ciencia; y como los
protestantes, consecuentes aún que los protestantes, no quieren sufrir ni papas
ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni obispos, ni siquiera
sacerdotes, nuestro Cristo se distingue del Cristo protestante y cristiano en
que este último es un ser personal, y el nuestro es impersonal; el Cristo
cristiano, realizado ya en un pasado eterno, se presenta como un ser perfecto,
mienras que la realización y el perfeccionamiento de nuestro Cristo, de la
ciencia, están siempre en el porvenir, lo que equivale a decir que no se
realizarán jamás. No reconociendo la autoridad absoluta más que ciencia
absoluta, no comprometemos de ningún momento nuestra libertad.
Entiendo por las
palabras "ciencia absoluta", la única verdaderamente universal que
reproduciría idealmente el universo, en toda su extensión y en todos sus
detalles infinitos, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales
que se manifiestan en el desenvolviento incesante de los mundos. Es evidente
que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos del espítu humano, no
se realizará nunca en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo quedará, pues,
eternamente inacabado, lo cual debe rebajar mucho el orgullo de sus
presentantes patentados entre nosotros. Contra ese Dios hijo, en nombre del
cual pretenderían imponernos autoridad insolente y pedantesca, apelaremos al
Dios padre, que es el mundo real, la vida real de lo cual El no es más que una
expresión demasiado imperfecta y de quien nosotros somos los representantes
inmediatos, los seres reales, que viven, trabajan, combaten, aman, aspiran,
gozan y sufren.
Pero aun rechazando la
autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos
inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, pero relativa, muy
pasajera, muy restringida, de los representantes de las ciencias especiales, no
exigiendo nada mejor que consultarles en cada caso y muy agradecidos por las
indicaciones preciosas que quieran darnos, a condición de que ellos quieran
recibirlas de nosotros sobre cosas y en ocasiones en que somos más sabios que
ellos; y en general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un
gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón
sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente
aceptada, y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que
sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las
influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda
influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto
en una opresión y en una mentira, nos impondría infaliblemente, como creo
haberío demostrado suficientemente, la esclavitud y el absurdo.
En una palabra,
rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas,
patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal,
convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora
y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida.
He aquí en qué sentido
somos realmente anarquistas.
Los idealistas modernos
entienden la autoridad de una manera completamente diferente. Aunque libre de
las supersticiones tradicionales de todas las religiones as existentes,
asocian, sin embargo, a esa idea de autoridad un sentido divino, absoluto. Esta
autoridad no es la de una verdad milagrosamente revelada, ni la de una verdad
rigurosa y científicamente demostrada. La fundan sobre un poco de argumentación
casi filosófica, y sobre mucha fe vagamente religiosa, sobre mucho sentimiento
ideal, abstractamente poético. Su religión es como un último ensayo de
divinización de lo que constituye la humanidad en los hombres. Eso es todo lo
contrario de la obra que nosotros realizamos. En vista de la libertad humana,
de la dignidad humana y de la prosperidad humana, creemos deber quitar al cielo
los bienes que ha robado a la tierra, para devolverlos a la tierra; mientras
que esforzándose por cometer un nuevo latrocinio religiosamente heroico, ellos
querrían al contrario, restituir de nuevo al cielo, a ese divino ladrón hoy
desenmascarado -pasado a su vez a saco por la impiedad audaz y por el análisis
científico de los librepensadores-, todo lo que la humanidad contiene de más
grande, de más bello, de más noble.
Les parece, sin duda,
que, para gozar de una mayor autoridad entre los hombres, las ideas y las cosas
humanas deben ser investidas de alguna sanción divina. ¿Cómo se anuncia esa
sanción? No por un milagro o en las religiones positivas, sino por la grandeza
o por la santidad misma de las ideas y de las cosas: lo que es grande, lo que
es bello, lo que es noble, lo que es justo, es reputado divino. En este nuevo
culto religioso, todo hombre que se inpispira en estas ideas, en estas cosas,
se transforma en un sacerdote, inmediatamente consagrado por Dios mismo. ¿Y la
prueba? Es la grandeza misma de las ideas que expresa, y de las cosas que
realiza: no tiene necesidad de otra. Son tan santas que no pueden haber sido
inspiradas más que por Dios.
He ahí, en pocas
palabras, toda su filosofía: filosofía de sentimientos, no de pensamientos
reales, una especie e pietismo metafísico. Esto parece inocente, pero no lo es,
y la doctrina muy precisa, muy estrecha y muy seca que se oculta bajo la ola
intangible de esas formas poéticas, conduce a los mismos resultados desastrosos
que todas las religiones positivas; es decir, a la negación más completa de la
libertad y de la dignidad humanas.
Proclamar como divino
todo lo que haya de grande, justo, noble, bello en la humanidad, es reconocer, implícitamente,
que la humanidad habría sido incapaz por sí misma de producirlo; lo que
equivale a decir que abandonada a sí misma su propia naturaleza es miserable,
inicua, vil y fea. Henos aquí vueltos a la esencia de toda religión, es decir,
a la denigración de la humanidad para mayor gloria de la divinidad. Y desde el
momento que son admitidas la inferioridad natural del hombre y su incapacidad
profunda para elevarse por sí, fuera de toda inspiración divina, hasta las
ideas justas y verdaderas, se hace necesario admitir también todas las
consecuencias ideológicas, políticas y sociales de las religiones positivas.
Desde el momento que Dios, el ser perfecto y supremo se pone frente a la
humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos, los inspirados de Dios
salen de la tierra para ilustrar, dirigir y para gobernar en su nombre a la
especie humana especie humana.
¿No se podría suponer
que todos los hombres son igualmente inspirados por Dios? Entonces no habría
necesidad de intermediarios, sin duda. Pero esta suposición es imposible,
porque está demasiado contradicha por los hechos. Sería preciso entonces
atribuir a la inspiración divina todos los absurdos y los errores que se
manifiestan, y todos los horrores, las torpezas, las cobardías y las tonterías
que se cometen en el mundo humano. Por consiguiente, no hay en este mundo más
que pocos hombres divinamente inspirados. Son los grandes hombres de la
historia, los genios virtusosos como dice el ilustre ciudadano y profeta
italiao Giuseppe Mazzini. Inmediatamente inspirados por Dios mismo y apoyándose
en el consentimiento universal, expresado por el sufragio popular -Dio e
Popo-, están llamados a gobernar la sociedad humana.
Henos aquí de nuevo en
la iglesia y en el Estado. Es verdad que en esa organización nueva,
establecida, como todas las organizaciones políticas antiguas, por la gracia
de Dios, pero apoyada esta vez, al menos en la forma, a guisa de concesión
necesaria al espíritu moderno, y como en los preámbulos de los decretos
imperiales de Napoleón III, sobre la voluntad (ficticia) del pueblo; la
iglesia no se llamará ya iglesia, se llamará escuela. Pero sobre los bancos de
esa escuela no se sentarán solamente los niños: estará el menor eterno, el
escolar reconocido incapaz para siempre de sufrir sus exámenes, de elevarse a
la ciencia de sus maestros y de pasarse sin su disciplina: el pueblo. El Estado
no se llamará ya monarquía, se llamará república, pero no dejará de ser Estado,
es decir, una tutela oficial y relarmente establecida por una minoría de hombres
competentes, de hombres de genio o de talento, virtuosos, para vigilar y
para dirigir la conducta de ese gran incorregible y niño terrible: el Pueblo.
Los profesores de la escuela y los funcionarios del Estado se harán
republicanos; pero no serán por eso menos tutores, pastores, y el pueblo
permanecerá siendo lo que ha sido eternamente hasta aquí: un rebaño. Cuidado
entonces con los esquiladores; porque allí donde hay un rebaño, habrá
necesariamente también esquiladores y aprovechadores del rebaño.
El pueblo, en ese
sistema, será el escolar y el pupilo eterno. A pesar de su soberanía
completamente ficticia, continuará sirviendo de instrumento a pensamientos, a
voluntades y por consiguiente también a intereses que no serán los suyos. Entre
esta situación y la que llamamos de libertad, de verdadera libertad, hay un
abismo. Habrá, bajo formas nuevas, la antigua opresión y la antigua esclavitud,
y allí donde existe la esclavitud, están la miseria, el embrutecimiento, la
verdadera materialización de la sociedad, tanto de las clases
privilegiadas ,como de las masas.
Al divinizar las cosas
humanas, los idealistas llegan siempre al triunfo de un materialismo brutal. Y esto por una razón muy sencilla: lo divino se
evapora y sube hacia su patria, el cielo, y en la tierra queda solamente lo
brutal.
Si, el idealismo en
teoría tiene por consecuencia necesaria el materialismo más brutal en la
práctica; o, sin duda, para aquellos que lo predican de buena fe -el resultado
ordinario para ellos es ver atacado, de esterilidad todos sus esfuerzos-, sino
para los que se esfuerzan por realizar sus preceptos en la vida, para la
sociedad entera, en tanto ésta se deja dominar por las doctrinas idealistas.
Para demostrar este
hecho general y que puede parecer extraño al principio, pero que se explica
generalmente cuando se reflexiona más, las pruebas históricas no faltan.
Comparad las dos últimas
civilizaciones del mundo antiguo, la civilización griega y la civilización
romana. ¿Cuál es la civilización más materialista, la más natural por su punto
de partida y la más humana e ideal en sus resultados? La civilización griega.
¿Cuál es al contrario la
más abstractamente ideal en su punto de partida que sacrifica la libertad
material del hombre a la libertad ideal del ciudadano, representada por la
abstracción del derecho jurídico, y el desenvolvimiento natural de la sociedad
a la abstracción del Estado, y cuál es la más brutal en sus consecuencias. La
civilización romana, sin duda. La civilización griega, como todas las
civilizaciones antiguas, comprendida la de Roma, ha sido exclusivamente
nacional y ha tenido por base la esclavitud. Pero a pesar de estas dos grandes
faltas históricas, no ha concebido menos y realizado la idea de la humanidad, y
ennoblecido y realmente idealizado la vida de los hombres; ha transformado los
rebaños humanos en asociaciones libres de hombres libres; ha creado las
ciencias, las artes, una poesía, una filosofía inmortales y las primeras
nociones el respeto humano por la libertad. Con la libertad política y social
ha creado el libre pensamiento. Y al final de la Edad Media, en la época del
Renacimiento, ha bastado que algunos griegos emigrados aportasen algunos de sus
libros inmortales a Italia para que resucitaran la vida, la libertad, el
pensamiento, la humanidad, enterrados en el sombrío calabozo del catolicismo.
La emancipación humana, he ahí el nombre de la civilización griega. ¿Y el
nombre de la civilización romana? Es la conquista con todas sus brutales
consecuencias. ¿Y su última palabra? La omnipotencia de los Césares. Es el
envilecimiento y la esclavitud de las naciones y de los hombres.
Y hoy aún, ¿qué es lo
que mata, qué es lo que aplasta brutalmente, materialmente, en todos los países
de Europa, la libertad y la humanidad? Es el triunfo del principio cesarista o
romano.
Comparad ahora dos
civilizaciones modernas: la civilización italiana y la civilización alemana. La
primera representa, sin duda, en su carácter general, el materialismo; la
segunda representa, al contrario, todo lo que hay de más abstracto, de más puro
y de más trascendente en idealismo. Veamos cuáles son los frutos prácticos de
una y de otra.
Italia ha prestado ya
inmensos servicios a la causa de la emancipación humana. Fue la primera que
resucitó y que aplicó ampliamente el principio de la libertad en Europa y que
dio a la humanidad sus títulos de nobleza: la industria, el comercio, la
poesía, las artes, las ciencias positivas, el libre pensamiento. Aplastada
después por tres siglos de despotismo imperial y papas, y arrastrada al lodo
por su burguesía dominante, aparece hoy, es verdad, muy decaída en comparación
con lo que ha sido. Y sin embargo, ¡qué diferencia si se la compara con
Alemania! En Italia, a pesar de esa decadencia, que esperamos pasajera, se
puede vivir y respirar humanamente, libremente, rodeado de un pueblo que parece
haber nacido para la libertad. Italia -aun su burguesía- puede mostrados con
orgullo hombres como Mazzini y Garibaldi. En Alemania se respira la atmósfera
de una inmensa esclavitud política y social. filosóficamente explicada y
aceptada por un gran pueblo con una resignación y una buena voluntad
reflexivas. Sus héroes -hablo siempre de la Alemania presente, no de la
Alemania del porvenir; de la Alemania nobiliaria, burocrática, política y
burguesa, no de la Alemania proletaria- son todo lo contrario de Mazzini y de
Garibaldi: son hoy Guillermo I, el feroz e ingenuo representante del dios
protestante, son los señores Bismarck y Moltke, los generales Manteufel Werder.
En todas sus relaciones internacionales, Alemania desde que existe, ha sido
lenta, sistemáticamente invasora, conquistadora, ha estado siempre dispuesta a
extender sobre los pueblos vecinos su propio sometimiento voluntario; y después
que se ha constituido en potencia unitaria, se convirtió en una amenaza, en un
peligro para la libertad de toda Europa. El nombre de Alemania, hoy, es la
servilidad brutal y triunfante.
Para mostrar cómo el
idealismo teórico se transforma incesante y fatalmente en materialismo
práctico, no hay más que citar el ejemplo de todas las iglesias cristianas, y
naturalmente, y ante todo, el de la iglesia apostólica y romana. ¿Qué hay de
más sublime, en el sentido ideal, de más desinteresado, de más apartado de
todos los intereses de esta tierra que la doctrina de Cristo predicada por esa
iglesia, y qué hay de más brutalmente materialista que la práctica constante de
esa misma iglesia desde el siglo octavo, cuando comenzó a constituirse como
potencia? ¿Cuál ha sido y cuál es aún el objeto principal de todos sus litigios
contra los soberanos de Europa? Los bienes temporales, las rentas de la
iglesia, primero, y luego la potencia temporal, los privilegios políticos de la
iglesia. Es preciso hacer justicia a esa iglesia, que ha sido la primera en
descubrir en la historia moderna la verdad incontestable, pero muy poco
cristiana, de que la riqueza yel poder económico y la opresión política de las
masas son los dos términos inseparables del reino de la idealidad divina sobre
la tierra: la riqueza que consolida y aumenta el poder que descubre y crea
siempre nuevas fuentes de riquezas, y ambos que aseguran mejor que el martirio
y la fe de los apóstoles, y mejor que la gracia divina, el éxito de la
propaganda cristiana. Es una verdad histórica que las iglesias protestantes no
desconocen tampoco. Hablo naturalmente de las iglesias independientes de
Inglaterra, de Estados Unidos y de Suiza, no de las iglesias sometidas de
Alemania. Estas no tienen iniciativa propia; hacen lo que sus amos, sus
soberanos temporales, que son al mismo tiempo sus jefes espirituales, les
ordenan hacer. Se sabe que la propaganda protestante, la de Inglaterra y la de
Estados Unidos sobre todo, se relaciona de una manera estrecha con la
propaganda de los intereses materiales, comerciales, de esas dos grandes
naciones; y se sabe también que esta última propaganda no tiene por objeto de
ningún modo el enriquecimiento y la prosperidad material de los países en los
que penetra, en compañía de la palabra de Dios, sino más bien la explotación de
esos países, en vista del enriquecimiento y de la prosperidad material
creciente de ciertas clases, muy explotadoras y muy piadosas a la vez, en su
propio país.
En una palabra, no es
difícil probar, con la historia en la mano, que la iglesia, que todas las
iglesias, cristianas y no cristianas, junto a su propaganda espiritualista, y
probablemente para acelerar y consolidar su éxito, no han descuidado jamás la
organización de grandes compañías para la explotación económica de las masas,
del trabajo de las masas bajo la protección con la bendición directas y
especiales de una divinidad cualquiera; que todos los Estados que, en su
origen, como se sabe, no han sido, con todas sus instituciones políticas y
jurídicas y sus clases dominantes y priviegiadas, nada más que sucursales
temporales de esas iglesias, no han tenido igualmente por objeto principal mas
que esa misma explotación en beneficio de las minorías laicas, indirectamente
legitimadas por la igleia; y que en general la acción del buen Dios y de todos
los idealistas divinos sobre la tierra ha culminado por siempre y en todas
partes, en la fundación del materialismo próspero del pequeño número sobre el
idealismo fanático y constantemente excitado de las masas.
Lo que vemos hoy es una
prueba nueva. Con excepción de esos grandes corazones y de esos grandes
espíritus extraviados que he nombrado, ¿quiénes son hoy los defensores más
encarnizados del idealismo? Primeramente todas las cortes soberanas. En Francia
fueron Napoleón III y su esposa Eugenia; son todos sus ministros de otro
tiempo, cortesanos y ex-mariscales, desde Rouher y Bazaine hasta Fleury y
Pietri; son los hombres y las mujeres de ese mundo imperial, que han idealizado
también y salvado a Francia. Son esos periodistas y esos sabios: los Cassagnac,
los Girardin, los Duvemois, los Veuillot, los Leverrier, los Dumas. Es en fin
la negra falange de los y de las jesuitas de toda túnica; es toda la nobleza y
toda la alta y media burguesía de Francia. Son los doctrinarios liberales y los
liberales sin doctrina: los Guizot, los Thiers, los Jules Favre, los Jules
Simon, todos defensores encamizados de la explotación burguesa. En Prusia, en
Alemania, es Guillermo I, el verdadero demostrador actual del buen Dios sobre
la tierra; son todos los generales, todos sus oficiales pomerianos y de los otros,
todo su ejército que, fuerte en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia de
la manera ideal que se sabe. En Rusia es el zar y toda su corte; son los
Muravief y los Berg, todos los degolladores y los piadosos convertidores de
polonia. En todas partes, en una palabra, el idealismo, religioso o filosófico
-el uno no es sino la traducón más o menos libre del otro-, sirve de bandera a
la fuerza sanguinaria y brutal, a la explotación material desvergonzada;
mientras que, al contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera
roja de la igualdad económica y de la justicia social, ha sido levantada por el
idealismo práctico de las masas oprimias y hambrientas, que tienden a realizar
la más grande libertad y el derecho humano de cada uno en la fratemidad de
todos los hombres sobre la tierra.
¿Quiénes son los
verdaderos idealistas -no los idealistas de la abstracción, sino de la vida;
no del cielo, sino de la tierra- y quiénes son los materialistas?
Es evidente que el
idealismo teórico o divino tiene condición esencial el sacrificio de la lógica,
de la razón humana, la renunciación a la ciencia. Se ve, por otra parte, que al
defender las doctrinas idealistas se halla uno forzosamente arrastrado al
partido de los opresores y de los explotadores de las masas populares. He ahí
dos grandes razones que parecían deber bastar para alejar del idealismo todo
gran espíritu, todo gran corazón. ¿Cómo es que nuestros ilustres idealistas
contemporáneos, a quienes, ciertamente, no es el espíritu, ni el corazón, ni la
buena voluntad lo les falta, y que han consagrado su existencia entera al
servicio de la humanidad, cómo es que se obstinan en permanecer en las filas de
los representantes de una doctrina en lo sucesivo condenada y deshonrada?
Es preciso que sean
impulsados a ello por una razón muy poderosa. No pueden ser ni la lógica ni la
ciencia, porque la ciencia y la lógica han pronunciado su veredicto contra la
doctrina idealista. No pueden ser tampoco los intereses personales, porque esos
hombres infinitamente por encima de todo lo que tiene nombre de interés
personal. Es preciso que sea una poderosa razón moral. ¿Cuál? No puede haber
más una: esos hombres ilustres piensan, sin duda, que las teorías o las
creencias idealistas son esencialmente necesarias para la dignididad y la
grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas, al contrario, lo
rebajan al nivel de los animales.
¿Y si la verdad fuera
todo lo contrario?
Todo desenvolvimiento,
he dicho, implica la negación del punto de partida. El punto de partida, según
la escuela materialista, es material, y la negación debe ser necesanamente
ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real, o de lo que se llama
abstractamente la materia, se llega lógicamente a la idealización real, es
decir, a la humanización, a la emancipación plena y entera de la sociedad. Al
contrario, y por la misma razón, siendo ideal el punto de partida de la escuela
idealista, esa escuela llega forzosamente a la materialización de sociedad, a
la organización de un despotismo brutal y de una explotación inicua e innoble,
bajo la forma de la iglesia y del Estado. El desenvolvimiento histórico del
hombre, según la escuela materialista, es una ascensión progresiva; en el
sistema idealista, no puede haber más que una caída continua.
En cualquier cuestión
humana que se quiera considerar, se encuentra siempre esa misma contradicción
esencial entre las dos escuelas. Por tanto, como hice obserrvar ya, el
materialismo parte de la animalidad para constituir la humanidad; el idealismo
parte de la divinidad para constituir la esclavitud y condenar a las masas a
una animalidad sin salida. El materialismo niega el libre albedrío y llega a la
constitución de la libertad; el idealismo, en nombre de la dignidad
humana,.proclama el libre albedrío y sobre las ruinas de toda libertad funda la
autoridad. El materialismo rechaza el principio de autoridad porque lo
considera, con mucha razón, como el corolario de la animalidad y, al contrario,
el triunfo de la humanidad, que según él es el fin y el sentido principal de la
historia, no es realizable más que por la libertad. En una palabra, en toda
cuestión hallaréis a los idealistas en flagrante delito siempre de materialismo
práctico, mientras que, al contrario, veréis a los materialistas perseguir y
realizar las aspiraciones, los pensamientos más ampliamente ideales.
La historia, en el
sistema de los idealistas, he dicho ya, no puede ser más que una caída
continua. Comienzan con una caída terrible, de la cual no se vuelven a levantar
jamás: por el salto mortale divino de las regiones sublimes de la idea
pura, absoluta, a la materia. observad aun en qué materia: no en una materia
eternamente activa y móvil, llena de propiedades y fuerzas, de vida y de
inteligencia, tal como se presenta a nosotros en el mundo real; sino en la
materia abstracta, empobrecida, reducida a la miseria absoluta por el saqueo en
regla de esos prusianos del pensamiento, es decir, de esos teólogos y
metafísicos que la desproveyeron de todo para dárselo a su emperador, a su
Dios; en esa materia que, privada de toda propiedad, de toda acción y de todo
movimiento propios, no representa ya, en oposición a la idea divina, más que la
estupidez, la impenetrabilidad, la inercia y la inmovilidad absolutas.
La caída es tan terrible
que la divinidad, la persona o la idea divina, se aplasta, pierde la conciencia
de sí misma y no se vuelve a encontrar jamás. ¡Y en esa situación desesperada,
es forzada aún a hacer milagros! Porque desde el momento en que la materia es
inerte, todo movimiento que se produce en el mundo, aun en el material, es un
milagro, no puede ser sino el efecto de una intervención divina, de la acción
de Dios sobre la materia. Y he ahí que esa pobre divinidad, desgraciada y casi
anulada por su caída, permanece algunos millares de siglos en ese estado de
desvanecimiento, después se despierta lentamente, esforzándose siempre en vano
por recuperar algún vago recuerdo de sí misma; y cada movimiento que hace con
ese fin en la materia se transforma en una creación, en una formación nueva, en
un milagro nuevo. De este modo pasa por todos los grados de la materialidad y
de la bestialidad; primero gas, cuerpo químico simple o compuesto, mineral, se
difunde luego por la tierra como organisrno vegetal y animal, después se
concentra en el hombre. Aquí parece volver a encontrarse a sí misma, porque en
cada ser humano arde una chispa angélica, una partícula de su propio ser
divino, el alma inmortal.
¿Cómo ha podido llegar a
alojarse una cosa absoutamente inmaterial en una cosa absolutamente material?,
¿cómo ha podido el cuerpo contener, encerrar, paralizar, limitar el espíritu
puro? He ahí una de esas cuestiones que sólo la fe, esa afirmación apasionada
estúpida de lo absurdo, puede resolver. Es el más grande de los milagros. Aquí,
no tenemos sino que constatar los efectos, las consecuencias prácticas de ese
milagro.
Después de millares de
siglos de vanos esfuerzos para volver a sí misma, la divinidad, perdida y
esparcida en la materia que anima y que pone en movimieno, encuentra un punto
de apoyo, una especie de hogar para su propio recogimiento. Es el hombre, es su
alma mortal aprisonada singularmente en un cuerpo mortal. Pero cada hombre
considerado individualmente es infinitamente restringido, demasiado pequeño
para encerrar la inmensidad; no puede contener más que una pequena partícula,
inmortal como el todo, pero infinitamente más pequeña que el todo. Resulta de
ahí que el ser divino, el ser absolutamente inmaterial, el espíritu, es
divisible como la materia. He ahí un misterio del que es preciso dejar la solución
a la fe.
Si Dios entero puede
alojarse en cada hombre, enonces cada hombre sería Dios. Tendríamos una inensa
cantidad de dioses, limitado cada cual por todos los otros y, sin embargo,
siendo infinito cada uno; contradicción que implicaría necesariamente la
destrucción mutua de los hombres, la imposibilidad de que hubiese más que uno.
En cuanto a las partículas, esto es otra cosa: nada más racional, en efecto,
que a partícula sea limitada por otra, y que sea más pequeña que el todo. Sólo
que aquí se presenta otra contradicción. Ser limitado, ser más grande o más
pequeño, son atributos de la materia, no del espíritu. Del espíritu tal como lo
entienden los materialistas, sí, sin duda, porque, según los materialistas, el
espíritu real no es más que el funcionamiento del organismo por completo
material del hombre; y entonces la grandeza o la pequeñez del espíritu dependen
en absoluto de la mayor o menor perfección material del organismo humano. Pero
estos mismos atributos de limitación y de grandeza relativa no pueden ser
atribuidos al espíritu tal como lo entienden los idealisas, al espíritu
absolutamente inmaterial, al espíritu que existe fuera de toda materia. En él
no puede haber ni más grande ni más pequeño, ni ningún límite entre los
espíritus, porque no hay más que un espíritu: Dios. Si se añade que las
partículas infinitamente pequeñas y limitadas que constituyen las almas humanas
son al mismo tiempo inmortales, se colmará la contradicción. Pero ésta es una
cuestión de fe. Pasemos a otra cosa.
He ahí, pues, a la
divinidad desgarrada, y arrojada por partes infinitamente pequeñas en una
inmensa cantidad de seres de todo sexo, de toda edad, de todas las razas y de
todos los colores. Esa es una situación excesivamente incómoda y desgraciada
para ella porque las partículas divinas se conocen unas a otras poco, al
principio de su existencia humana, que comienzan por devorarse mutuamente. Por
tanto, en medio de este estado de barbarie y de brutalidad por completo animal,
las partículas divinas, las almas humanas, conservan como un vago recuerdo de
su divinidad primitiva, son invenciblemente arrastradas hacia su Todo; se
buscan, lo buscan. Esa es la divinidad misma, difundida y perdida en el mundo
material, que se busca en los hombres está de tal modo destruida por esa
multitud de prisiones humanas en que se encuentra repartida, que al buscarse
comete un montón de tonterías.
Comenzando por el
fetichismo, se busca y se adora a sí misma, tan pronto en una piedra, como en
un trozo de madera, o en un trapo. Es muy probable también que no hubiese
salido nunca del trapo si la otra divinidad que no se ha dejado caer en
la materia, y que se ha conservado en el estado de espíritu puro en las alturas
sublimes del ideal absoluto, o en las regiones celestes, no hubiese tenido piedad
de ella.
He aquí un nuevo
misterio. Es el de la divinidad que se escinde en dos mitades, pero igualmente
totales e infinitas ambas, y de las cuales una -Dios padre- se conserva en las
puras regiones inmateriales; mientras que la otra -Dios hijo- se ha dejado caer
en la materia. Vamos a ver al momento establecerse relaciones continuas de
arriba a abajo y de abajo a arriba entre estas dos divinidades, separada una de
otra; y estas relaciones, consideradas como un solo acto eterno y constante,
constituirán el Espíritu Santo.
Tal es, en su verdadero
sentido teológico y metafísico, el grande, el terrible misterio. de la trinidad
cristiana. Pero dejemos lo antes posible estas alturas y veamos lo que pasa en
la tierra.
Dios padre, viendo,
desde lo alto de su esplendor eterno, que ese pobre Dios hijo, achatado y
pasmado por su caída, se sumergió y perdió de tal modo en la que, aun llegado
al estado humano, no consigue encontrarse, se decide, por fin, a
ayudarlo. Entre esa inmensa cantidad de partículas a la vez inmortales, divinas
e infinitamente pequeñas en que el Dios hijo se diseminó hasta el punto de no
poder volver a renocerse, el Dios padre eligió las que le agradaron más y las
hizo sus inspirados, sus profetas, sus "hombres de genio virtuosos",
los grandes bienhechores y legisladores de la humanidad: Zoroastro, Buda,
Moisés, Confucio, Licurgo, Solón, Sócrates, el divino Platón, y Jesucristo,
sobre todo, la completa realización de Dios hijo, en fin, recogida y
concentrada en una sola persona humana; todos los apóstoles, San Pedro, San
Pablo y San Juan, sobre todo; Constantino el Grande, Mahoma; después
Carlomagno, Gregorio Vll, Dante; según unos Lutero también, Voltaire y
Rousseau, Roespierre y Dantón, y muchos otros grandes y santos personajes
históricos de los que es imposible recapitular todos los nombres, pero entre
los cuales, como ruso, ruego que no se olvide a San Nicolás.
Henos aquí, pues,
llegados a la manifestación de Dios sobre la tierra. Pero tan pronto como Dios
aparece, el hombre se anula. Se dirá que no se anula del odo, puesto que él
mismo es una partícula de Dios. ¡Perdón! Admito que una partícula, una parte de
un todo determinado, limitado, por pequeña que sea la parte, sea una cantidad,
un tamaño positivo. Pero una parte, una partícula de lo infinitamente grande,
comparada con él, es, necesanamente, infinitamente pequeña. Multiplicad los
millones y millones por millones y millones; su producto, en comparación con lo
infinitamente grande, será infinitamente pequeño, lo infinitamente pequeño es
igual a cero. Dios es todo, por consiguiente el hombre y todo el mundo real con
él, el universo, no son nada. No saldréis de ahí.
Dios aparece, el hombre
se anula; y cuanto más grande se hace la divinidad, más miserable se vuelve la
humanidad. He ahí toda la historia de todas las religiones; he ahí el efecto de
todas las inspiraciones y de todas las legislaciones divinas. En historia el
nombre de Dios es la terrible maza histórica con la cual los hombres
divinamente inspirados, los grandes "genios virtuosos" han abatido la
libertad, la dignidad, la razón y la prosperidad de los hombres.
Hemos tenido
primeramente la caída de Dios. Tenemos ahora una caída que nos interesa mucho
más: la
del hombre, causada por
la sola aparición o manifestación de Dios en la tierra.
Ved, pues, en qué error
profundo se encuentran nuestros queridos e ilustres idealistas. Hablándonos de
Dios, creen, quieren elevarnos, emanciparnos, ennoblecernos y, al contrario,
nos aplastan y nos envilecen. Con el nombre de Dios se imaginan poder
establecer la fraternidad entre los hombres, y, al contrario, crean el orgullo,
el desprecio; siembran la discordia, el odio, la guerra, fundan la esclavitud.
Porque con Dios vienen necesariamente los diferentes grados de inspiración
divina; la humanidad se divide en muy inspirados, menos inspirados y en no
inspirados de ningún modo. Todos son igualmente nulos ante Dios, es verdad;
pero comparados entre sí, los unos son más grandes que los otros; y no
solamente de hecho -lo que no sería nada, porque una desigualdad de hecho se
pierde por sí misma en la colectividad, cuando no encuentra nada,
ninguna ficción o institución legal a a cual pueda engancharse-; no, los unos
son más grandes que los otros por el derecho divino de la inspiración: lo que
constituye de inmediato una desigualdad fija, constante, petrificada. Los más
inspirados deben ser escuchados y obedecidos por los menos inspirados.
He ahí al fin el -principio de autoridad bien establecido, y con él las dos
instituciones fundamentales de la esclavitud: la Iglesia y el Estado.
De todos los despotismos
el de los doctrinarios o de los inspirados religiosos es el peor. Son
tan celosos de la gloria de su Dios y del triunfo de su idea, que no les queda
corazón ni para la libertad, ni para la dignidad, ni aun para los sufrimientos
de los hombres vivientes, de los hombres reales. El celo divino, la
preocupación por la idea acaban por desecar en las almas más tiernas, en los
corazones más solidarios, las fuentes del amor humano. Considerando todo lo que
es, todo lo que se hace en el mundo, desde el punto vista de la eternidad o de
la idea abstracta, tratan con desdén las cosas pasajeras; pero toda la
vida de los hombres reales, de los hombres de carne y hueso, no está compuesta
más que de cosas pasajeras; ellos mismos no son más que seres que pasan y que,
una vez pasados, son reemplazados por otros igualmente pasajeros, pero que no
vuelven jamás en persona. Lo que hay de permanente o de relativamente eterno en
los hombres reales, es el hecho de la humanidad que, al desenvolverse
constantemente, pasa, cada vez más rica, de una generación a otra. Digo relativamente
eterno, porque una vez destruido nuestro planeta -y puede por menos de
perecer tarde o temprano, pues do lo que ha comenzado debe necesariamente
terminar-, una vez descompuesto nuestro planeta, para servir sin duda de
elemento a alguna formación nueva en el sistema del universo, el único
realmente eterno, ¿quién sabe lo que pasará con todo nuestro desenvolvimiento
humano? Por consiguiente, como el momento de esa disolución está inmensamente
lejos de nosotros, podemos considerar a la humanidad como eterna, dada en
relación a la vida humana, tan corta. Pero este mismo hecho de la humanidad
progresiva no es real y viviente más que en tanto que se manifiesta y se
realiza en tiempos determinados, en lugares determinados, en hombres realmente
vivos, y no en su ideal general.
La idea general es
siempre una abstracción y por eso mismo, en cierto modo, una negación de la
vida real. En mi Apéndice Consideraciones filosóficas he comprobado esta
propiedad del pensamiento humano, y por consiguiente, también de la ciencia, de
no poder aprehender y nombrar en los hechos reales más que su sentido general,
sus relaciones generales, sus leyes generales; en una palabra, lo que es
permanente en sus transformaciones continuas, pero jamás su aspecto material,
individual, y, por decirlo así, palpitante de realidad y de vida, pero por eso
mismo fugitivo, no la realidad misma; el pensamiento de la vida, no la vida. He
ahí su límite, el único límite verdaderamente infranqueable para ella, porque
está fundado sobre la natulareza misma del pensamiento humano, que es el único
órgano de la ciencia.
Sobre esta naturaleza se
fundan tres derechos incontestables y la gran misión de la ciencia, pero
también su impotencia vital y su acción malhechora siempre que, por sus
representantes oficiales, patentados, se atribuye el derecho de gobernar la
vida. La missión de la ciencia es ésta: Al constatar las relaciones geneales de
las cosas pasajeras y reales y al reconocer las leyes generales inherentes al
desenvolvimiento de los fenómenos, tanto del mundo físico como del mundo
social, planta, por decirlo así, los jalones inmutables de la marcha progresiva
de la humanidad, indicando a los hombres las condiciones generales cuya
observación rigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido serán siempre
fatales. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida, pero no es la
vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como
las leyes de que no es más que la reproducción ideal, reflexiva o mental, es
decir, cerebral (para recordamos que la ciencia misma no es más que un producto
material de un órgano material, de la organización material del hombre, del cerebro).
La vida es fugitiva, pasajera, pero también palpitante de realidad y de,
individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones,
de necesidades y de pasiones. Es ella la que espontáneamente crea las cosas y
todos los seres reales. La ciencia no crea nada, constata y reconoce solamente
las creaciones de la vida. Y siempre que los hombres de ciencia, saliendo de su
mundo abstracto, se mezclan a la creación viviente en el mundo real, todo lo
que proponen o lo que crean es pobre, ridículamente abstracto, privado de
sangre y de vida, muerto nonato, semejante al humunculus creado por
Wagner, el discípulo pedante del inmortal doctor Fausto. Resulta de ello que la
ciencia tiene por misión única esclarecer la vida, no gobernarla.
El gobiemo de la ciencia
y de los hombres de ciencia aunque se llamen positivistas, discípulos de
Auguste Comte, o discípulos de la escuela doctrinaria del comunismo
alemán, no puede ser sino impotente, ridículo, inhumano y cruel, opresivo,
explotador, malhechor. Se puede decir que los hombres de ciencia, como
tales, lo que he dicho de los teólogos y de los metafísicos: no tienen ni
sentido ni corazón para los seres índividuales y vivientes. No se les puede
hacer siquiera un reproche por ello, porque es la consecuencia natural de su
oficio. En tanto que hombres de ciencia no se preocupan, no pueden interesarse
más que por las generalídades, por las leyes...
[Faltan tres páginas del
mantíscrito de Bakunin]
... no son
exclusivamente hombres de ciencia, son también más o menos hombres de la vida.
Pero no hay que fiarse
demasiado, y si se puede estar seguro poco más o menos de que ningún sabio se
atreverá a tratar hoy a un hombre como se trata a un conejo, es de temer
siempre que el gobiemo de los sabios, si se le deja hacer, querrá someter a los
hombres vivos a experiencias científicas, sin duda menos crueles pero que no
serían menos desastrosas para sus víctimas humanas. Si los sabios no pueden
hacer experiencias sobre el cuerpo de los hombres, no querrán nada mejor que
hacerlas sobre el cuerpo social, y he ahí lo que hay que impedir a toda cosa.
En su organización
actual, monopolistas de la ciencia y que quedan, como tales, fuera de la vida
social, los sabios forman ciertamente una casta aparte que ofrece mucha
analogía con la casta de los sacerdotes. La abstracción científica es su Dios,
las individualidades vivientes y reales son las víctimas, y ellos son los
inmoladores consagrados y patentados.
La ciencia no puede
salir de la esfera de las abstracciones. Bajo este aspecto, es infinitamente
inferior al arte, -el cual tampoco tiene propiamente que ver más que con los
tipos generales y las situaciones generales, pero que, por un artificio que le
es propio, sabe encarnar en formas que aunque no sean vivas, en el sentido de
la vida real, no provocan menos en nuestra imaginación el sentimiento o el
recuerdo de esa vida; individualiza en cierto modo los tipos y las aciones que
concibe y, por esas individualidades sin carne y sin hueso, y como tales
permanentes e inmortales, que tiene el poder de crear, nos recuerda las
individualidades vivientes, reales, que aparecen y que desaparecen ante
nuestros ojos. El arte es, pues, en cierto modo la vuelta de la abstracción a
la vida. La ciencia es, al contrario, la inmolación perpetua de la vida fugitiva,
pasajera, pero real, sobre el altar de las abstracciones eternas.
La ciencia es tan poco
capaz de aprehender la individualidad de un hombre como la de un conejo. Es
decir, es tan indiferente para una como para otra. No es que ignore el
principio de la individualidad. La concibe perfectamente como principio, pero
no como hecho. Sabe muy bien que todas las especies animales, comprendida la
especie humana, no tienen existencia real más que en un número
indefinido de individuos que nacen y que mueren, haciendo lugar a individuos
nuevos igualmente pasajeros. Sabe que a medida que se eleva de las especies
animales a las especies superiores, el principio de la individualidad se
determina más, los individuos aparecen más completos y más libres. Sabe en fin
que el hombre, el último y el más perfecto animal de esta tierra, presenta la
individualidad más completa y más digna de consideración, a causa de su
capacidad de concebir y de concretar, de personificar en cierto modo en sí
mismo, y en su existencia tanto social como privada, la ley universal. Sabe,
cuando no está viciada por el doctrinalismo teológico, metafísico,
político o jurídico, o aun por un orgullo estrictamente científico, y cuando no
es sorda a los instintos y a las aspiraciones espontáneas de la vida, sabe (y
ésa es su última palabra), que el respeto al hombre es la ley suprema de la
humanidad, y que el grande, el verdadero fin de la historia, el único legítimo,
es la humanización y la emancipación, es la libertad , la prosperidad real, la
felicidad de cada individuo que vive en sociedad. Porque, al fin de cuentas, a
menos de volver a caer en la ficción liberticida del bien público representado
por el Estado, ficción fundada siempre sobre la inmolación sistemática de las
masas populares, es preciso reconocer que la libertad y la prosperidad
colectivas no son reales más que cuando representan la suma de las libertades y
de las prosperidades individuales.
La ciencia sabe todo
eso, pero no va, no puede ir más allá. Al constituir la abstracción su propia naturaleza,
puede muy bien concebir el principio de la individualidad real y viva, pero no
puede tener nada que ver con individuos reales y vivientes. Se ocupa de los
individuos en general, pero no de Pedro o de Santiago, no de tal o cual otro
individuo, que no existen, que no pueden existir para ella. Sus individuos no
son, digámoslo aún, más que abstracciones.
Por consiguiente, no son
esas individualidades abstractas, sino los individuos reales, vivientes,
pasajeros, los que hacen la historia. Las abstracciones no tienen piernas para
marchar, no marchan más que cuando son llevadas por hombres reales. Para esos
seres reales, compuestos no sólo de ideas sino realmente de carne y sangre, la
ciencia no tiene corazón. Los considera a lo sumo como carne de desenvolvimiento
intelectual y social. ¿Qué le importan las condicíones particulares y la
suerte fortuita de Pedro y de Santiago? Se haría ridícula, abdicaría, se
aniquilaría si quisiese ocuparse de ellas de otro modo que como de un ejemplo
en apoyo de sus teorías eternas. Y sería ridículo querer que lo hiciera, porque
no es ésa su misión. No puede percibir lo concreto; no puede moverse más que en
abstracciones. Su misión es ocuparse de la situación y de las condiciones generales
de la existencia y del desenvolvimiento, sea de la especie humana en
general, sea de tal raza, de tal pueblo, de tal clase o categoría de
individuos; de las causas generales de su prosperidad o de su decadencia, y de
los medios generales para hacerlos avanzar en toda suerte de progresos. Siempre
que realice amplia y racionalmente esa labor, habrá cumplido todo su deber, y
sería verdaderamente ridículo e injusto exigirle más.
Pero sería igualmente
ridículo, sería desastroso confiarle una misión que es incapaz de ejecutar.
Puesto que su propia naturaleza la obliga a ignorar la existencia y la suerte
de Pedro y de Santiago, no hay que permitirle, ni a ella ni a nadie en su
nombre, gobernar a Pedro y a Santiago. Porque sería muy capaz de tratarlos poco
más o menos que como trata a los conejos. O más bien, continuaría ignorándolos;
pero sus representantes patentados, hombres de ningún modo abstractos, sino al
contrario muy vivientes, que tienen intereses muy reales, cediendo a la
influencia perniciosa que ejerce fatalmente el privilegio sobre los hombres,
acabarían por esquilmarlos en nombre de la ciencia como los han esquilmado
hasta aquí los sacerdotes, los políticos de todos los colores y los abogados,
en nombre de Dios, del estado y del derecho jurídico.
Lo que predico es, pues,
hasta un cierto punto, la rebelión de la vida contra la ciencia, o más
bien contra el gobierno de la ciencia. No para destruir la ciencia -eso
sería un crimen de lesa humanidad-, sino para ponerla en su puesto, de manera
que no pueda volver a salir de él. Hasta el presente toda la historia humana no
ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta de millones de pobres
seres humanos a una abstracción despiadada cualquiera: Dios, patria, poder el
estado, honor nacional, derechos hístóricos, derechos jurídicos, libertad
política, bien público. Tal ha sido hasta hoy el movimiento natural, espontáneo
y fatal de las sociedades humanas. No podemos hacer nada ahí, debemos aceptarlo
en cuanto al pasado, como aceptamos todas las fatalidades naturales. Es preciso
creer que, ésa era la única ruta posible para la educación de la especie
humana. Porque no hay que engañarse: aun cediendo la parte más grande a los
artificios maquiavélicos de las clases gobernantes, debemos reconocer que
ninguna minoría hubiese sido bastante poderosa para imponer todos esos
terribles sacrificios a las masas, si no hubiese habido en esas masas mismas un
movimiento vertiginoso, espontáneo, que las llevase a sacrificarse siempre de
nuevo a una de esas abstracciones devoradoras que, como los vampiros de la
historia, se alimentaron siempre de sangre humana.
Que los teólogos, los
políticos y los juristas hallen eso muy bien, se concibe. Sacerdotes de esas
abstraeciones, no viven más que de esa continua inmolación de las masas
populares. Que la metafísica dé también su consentimiento a ello, no debe
asombramos tampoco. No tiene otra misión que la de legitimar y racionalizar
todo lo posible lo que es inicuo y absurdo. Pero que la ciencia positiva misma
haya mostrado hasta aquí idénticas tendencias, he ahí lo que debemos constatar
y deplorar. No ha podido hacerlo más que por dos razones: primero, porque,
constituida al margen de la vida popular, está representada por un cuerpo
privilegiado; y además porque se ha colocado ella mísma, hasta aquí, como el
fin absoluto y último de todo desenvolvimiento humano; mientras que, mediante
una crítica juiciosa, de que es capaz y que en última instancia se verá forzada
a ejecutar contra sí misma, habría debido comprender que es realmente un medio
necesario para la realización de un fin mucho más elevado: el de la completa
humanización de la situación real de todos los individuos reales que
nacen, viven y mueren sobre la tierra.
La inmensa ventaja de la
ciencia positiva sobre la teología, la metafísica, la política y el derecho jurídico,
consiste en esto: que en lugar de las abstracciones mentirosas y funestas
predicadas por esas doctrinas, plantea abstracciones verdaderas que
experimentan la naturaleza general o la lógica misma de las cosas, sus
relaciones generales y las leyes generales de su desenvolvimiento. He ahí lo
que la separa profundamente de todas las doctrinas precedentes y lo que le
asegurará siempre una gran posición en la sociedad humana. Constituirá en
cierto modo su conciencia colectiva. Pero hay un aspecto por el que se asocia
absolutamente a todas esas doctrinas: que no tiene y no puede tener por objeto
más que las abstracciones, y es forzada, por su naturaleza misma, a ignorar los
individuos reales, al margen de los cuales, aun las abstracciones más
verdaderas no tienen existencia real. Para remediar este defecto radical, he
aquí la diferencia que deberá establecerse entre la acción práctica de las
doctrinas precedentes y la ciencia positiva. Las primeras se han prevalido de
la ignorancia de las masas para sacrificarlas con voluptuosidad a sus
abstracciones, por lo demás siempre muy lucrativas para sus representantes
corporales. La segunda, reconociendo su incapacidad absoluta para concebir los
individuos reales e interesarse en su suerte, debe definitiva y absolutamente,
renunciar al gobierno de la sociedad; porque, si se mezclase en él, no podría
obrar de otro modo que sacrificando siempre los hombres vivientes, que ignora,
a sus abstracciones que forman el único objeto de sus preocupaciones legítimas.
La verdadera ciencia de
la historia, por ejemplo, no existe todavía, y apenas si se comienzan hoy a
entrever las condiciones inmensamente complicadas de esa ciencia. Pero
supongámosla en fin realizada: ¿qué podrá darnos? Reproducirá el cuadro
razonado y fiel del desenvolvimiento natural de las condiciones generales,
tanto materiales como ideales, tanto cconómicas como políticas, de las
sociedades que han tenido una historia. Pero ese cuadro universal de la
civilización, por detallado que sea, no podrá nunca contener más que
apreciaciones generales y por consiguiente abstractas. En este sentido,
los millares de millones de individuos que han formado la materia viva y
sufriente de esa historia -a la vez triunfal y lúgubre desde el punto de
vista de la inmensa hecatombe de víctimas "aplastadas bajo su carro",
los millares de millones de individuos oscuros, pero sin los cuales no habría
sido obtenido ninguno de los grandes resultados abstractos de la historia -y
que, notadlo bien, no aprovecharon jamás ninguno de esos resultados- esos
individuos no encontrarán la más humilde plaza en la historia. Han vivido, han
sido inmolados, en bien de la humanidad abstracta; he ahí todo.
¿Habrá que reprocharle
eso a la ciencia de la historia? Sería ridículo e injusto. Los individuos son
inapercibibles por el pensamiento, por la reflexión, aun por la palabra humana,
que no es capaz de expresar más que abstracciones; inapercibibles en el
presente lo mismo que en el pasado. Por tanto, la ciencia social misma, la
ciencia del porvenir, continuará ignorándolos forzosamente. Todo lo que tenemos
el derecho a exigir de ella es que nos indique, con una mano firme y fiel,
las causas generales de los sufrimientos individuales; entre esas causas no
olvidará, sin duda, la inmolación y la subordinación, demasiado habituales
todavía, de los individuos vivientes a las generalidades abstractas; y que al
mismo tiempo nos muestre las condiciones generales necesarias para la
emancipación real de los individudos que viven en la sociedad. He ahí su
misión, he ahí también sus límites, más allá de los cuales la acción de la
ciencia social no podría ser sino impotente y funesta. Porque más allá de esos
límites comienzan las pretensiones doctrinarias y gubenanentales de sus
representantes patentados, de sus sacerdotes. Y es tiempo de acabar con todos
los papas y todos los sacerdotes: no los queremos ya aunque se llamen
demócratas-socialistas.
Otra vez más, la única
misión de la cienca es iluminar la ruta. Pero sólo la vida, liberada de todos
los obstáculos gubernamentales y doctrinarios y devuelta a la plenitud
de su acción espontánea, puede crear.
¿Cómo resolver esta
antinomia?
Por una parte la ciencia
es indispensable a la organización racional de la sociedad; por otra, incapaz
de interesarse por lo que es real y viviente, no debe mezclarse en la
organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción no puede ser
resuelta más que de un solo modo: la liquidación de la ciencia como ser moral
existente al margen de la vida social de todo el mundo, y representada, como
tal, por un cuerpo de patentados, y su difusión entre las masas popuares.
Estando llamada la ciencia en lo sucesivo a representar la conciencia colectiva
de la sociedad, debe almente convertirse en propiedad de todo el mundo. Por
eso, sin perder nada de su carácter universal -del que no podrá jamás
apartarse, bajo pena de cesar de ser ciencia, y aun continuando ocupándose
exclusivamente de las causas generales, de las condiciones reales y de las
relaciones generales,de los individuos y de las cosas-, se fundirá en la
realidad con la vida inmediata y real de todos los individuos humanos. Este erá
un movimiento análogo a aquél que ha hecho decir a los protestantes, al
comienzo de la Reforma religiosa, que no había necesidad de sacerdotes, pues el
hombre se convertiría en adelante en su propio sacerdote y gracias a la
intervención invisible, única, de Jesucristo, había llegado a tragarse en fin
su propio Dios. Pero no se trata aquí ya ni de nuestro señor Jesucristo, ni del
buen Dios, ni de la libertad política, ni del derecho jurídico, todas cosas
reveladas, sea teológica, sea metafísicamente, y todas igualmente indigestas,
como se sabe. El mundo de las abstracciones científicas no es revelado; es
inherente al mundo real, del cual no es más que la expresión y la
representación general o abstracta. En tanto que forma una región separada,
representada especialmente por el cuerpo de los sabios, ese mundo ideal nos
amenaza con ocupar, frente al mundo real, el puesto del buen Dios y con
reservar a sus representantes patentados el oficio de sacerdotes. Por esa
razón, por la instrucción general, igual para todos y para todas, hay que
disolver la organización social separada de la ciencia, a fin de que las masas,
cesando de ser rebaños dirigidos y esquilmados por los pastores privilegiados,
puedan tomar en sus manos sus propios destinos históricos.
Pero en tanto que las
masas no hayan llegado a ese grado de instrucción, ¿será necesario que se dejen
gobernar por los hombres de ciencia? ¡No lo quiera Dios! Sería mejor que
vivieran sin la ciencia antes de dejarse gobernar por los sabios. El
gobiemo de los sabios tendría por primera consecuencia hacer inaccesible al
pueblo la ciencia y sería necesariamente un gobierno aristocrático, porque la
institución actual de la ciencia es una institución aristocrática. ¡La
aristocracia de la inteligencia! Desde el punto de vista práctico la más
implacable, desde el punto de vista social la más arrogante y la más
insultante: tal sería el poder constituido en nombre de la ciencia. Ese régimen
sería capaz de paralizar la vida y el movimiento la sociedad. Los sabios,
siempre presuntuosos, siempre llenos de suficiencia, y siempre impotentes,
querrían mezclarse en todo, y todas las fuentes de la vida se secarían bajo su
soplo abstracto y sabio.
Una vez más, la vida, no
la ciencia, crea la vida; la acción expontánea del pueblo mismo es la única que
puede crear la libertad popular. Sin duda, sería muy bueno que la ciencia
pudiese, desde hoy, iluminar la marcha espontánea del pueblo hacia su emancipación
pero más vale la ausencia de luz que una luz vertida con parsimonia desde
afuera con el fin evidente de extraviar al pueblo. Por otra parte, el pueblo no
carecerá absolutamente de luz. No en vano ha recorrido la larga carrera
histórica y ha pagado sus errores con siglos de sufrimientos horribles. El
resumen práctico de esas dolorosas experiencias constituye una specie de
ciencia tradicional que, bajo ciertos aspectos, equivale perfectamente a la
ciencia teórica. En fin, una parte de la juventud estudiosa, aquellos de entre
los burgueses estudiosos que sienten bastante odio contra la mentira, contra la
hipocresía, contra la iniquidad y contra la cobardía de la burguesía, para
encontrar en sí el valor de volverle las espaldas, y bastante pasión para
abrazar sin reservas la causa justa y humana del proletariado, esos serán, como
lo he dicho ya, los instructores fraternales del pueblo; aportándole
conocimientos que le faltan aún, harán perfectamente inútil el gobierno de los
sabios.
Si el pueblo debe preservarse
del gobierno de los sabios, con mayor razón debe premunirse contra el de los
idealistas inspirados. Cuanto más sinceros son esos creyentes y esos poetas del
cielo, más peligrosos se vuelven. La abstracción científica, lo he dicho ya, es
una abstracción racional, verdadera en su esencia, necesaria a la vida de la
que es representación teórica, conciencia. Puede, debe ser absorbida y digerida
por la vida. La abstracción idealista, Dios, es un veneno corrosivo que
destruye y descompone la vida, que la falsea y la mata. El orgullo de los
idealistas, no siendo personal, sino un orgullo divino, es invencible e
implacable. Puede, debe morir, pero no cederá nunca, y en tanto que le quede un
soplo, tratará de someter el mundo al talón de su Dios, como los lugartenientes
de Prusia, esos idealistas prácticos de Alemania, quisieran verlo aplastado
bajo la bota con espuelas de su rey. Es la misma fe -los objetivos no son
siquiera y diferentes- y el mismo resultado de la fe: la esclavitud.
Es al mismo tiempo el
triunfo del materialismo más craso y más brutal: no hay necesidad de
demostrarlo por lo que se refiere a Alemania, porque habría que estar
verdaderamente ciego para no verlo, en los tiempos que corren. Pero creo
necesario aun demostrarlo con relación al idealismo divino.
El hombre, como todo el
resto del mundo, es un ser completamente material. El espíritu, la facultad de
pensar, de recibir y de reflejar las diversas sensaciones, tanto exteriores
como interiores, de recordarlas después de haber pasado y de reproducirlas por
la imaginación, de compararlas y distinguirlas, de abstraer determinaciones
comunes y de crear por eso mismo generales o abstractas, a fin de formar las
ideas agrupando y combinando las nociones según modos diferentes, la
inteligencia en una palabra, el único creador de todo nuestro mundo ideal, es
una propiedad del cuerpo animal y principalmente de la organización
completamente material del cerebro.
Lo sabemos de una manera
muy segura, por la expencia universal, que no ha desmentido nunca hecho alguno
y que todo hombre puede verificar a cada instante de su vida. En todos los
animales, sin exceptuar las especies más inferiores, encontramos un cierto
grado de inteligencia y vemos que en la serie de las especies la inteligencia
animal se desarrolla tanto más cuanto más la organización de una especie se
aproxima a la del hombre; pero que en el hombre solamente llega a esa potencia
de abstracción que constituye propiamente el pensamiento.
La experiencia
universal, que en definitiva es el único origen, la fuente de todos nuestros
conocimientos, nos demuestra, pues: 1º), que toda inteligencia está siempre
asociada a un cuerpo animal cualquiera, y 2º), que la intensidad, la potencia
de esa función animal depende de la perfección relativa de la organización
animal. Este segundo resultado de la experiencia universal no es aplicable
solamente a las diferentes especies animales; lo comprobamos igualmente en los
hombres, cuyo poder intelectual y moral depende, de una manera demasiado
evidente, de la mayor o menor perfección de su organismo, como raza, como
nación, como clase y como individuos, para que sea necesario insistir demasiado
sobre este punto.
Por otra parte, es
cierto que ningún hombre ha visto nunca ni podido ver el espíritu puro,
separado de toda forma material, existiendo independientemente de un cuerpo
animal cualquiera. Pero si nadie lo ha visto, ¿cómo han podido los hombres
llegar a creer en su existencia? Porque el hecho de esa creencia es notorio y,
si no universal, como lo pretenden los idealistas, al menos es muy general; y
como tal es digno de nuestra atención respetuosa, porque una creencia general,
por tonta que sea, ejerce siempre una influencia demasiado poderosa sobre los
destinos humanos para que esté permitido ignorarla o hacer abstracción de ella.
El hecho de esa creencia
histórica se explica, por otra parte, de una manera natural y racional. El
ejemlo que nos ofrecen los niños y los adolescentes, inluso muchos hombres que
han pasado la edad de la mayoría, nos prueba que el hombre puede ejercer largo
tiempo sus facultades mentales antes de darse cuenta la manera cómo las ejerce,
antes de llegar a la conciencia clara de ese ejercicio. En ese período del
funcionamiento del espíritu inconsciente de sí mismo, de esa acción de la inteligencia
ingenua o creyente, el hombre, obsesionado por el mundo exterior e impulsado
por ese aguijón interior que se llama la vida, crea cantidad de imaginaciones,
de nociones y de ideas, necesariamente muy imperfectas al principio, muy poco
conformes a la realidad de las cosas y de los hechos que se esfuerzan por
expresar. Y como no tiene la onciencia de su propia acción inteligente, como no
sabe todavía que es él mismo el que ha producido y el que continúa produciendo
esas imaginaciones, esas nociones, esas ideas, como ignora su origen subjetivo,
es decir, humano, las considera naturalmente, necesariamente, como seres objetivos,
como seres reales, en aboluto independientes de él, que existen por sí y en
sí. Es así cómo los pueblos primitivos, al salir lentamente de su inocencia
animal, han creado sus dioses habiéndolos creado, no pensando que fuesen ellos
mismos los creadores únicos, los han adorado; considerándolos como seres
reales, infinitamente superiores ellos mismos, les han atribuido la omnipotencia
y se han reconocido sus criaturas, sus esclavos. A medida e las ideas humanas
se desenvolvían más, los dioses, que como hice observar ya, no fueron nunca más
que la reverberación fantástica, ideal, poética o la imagen trastornada, se
idealizaban también. Primero fetiches groseros, se hicieron poco a poco
espíritus puros, con existencia fuera del mundo visible, y en fin, a
continuación de un largo desenvolvimiento histórico, acabaron por confundirse
en un solo ser divino, espíritu puro, eterno, absoluto, creador y amo de los
mundos.
En todo
desenvolvimiento, justo o falso, real o imaginario, colectivo o individual, es
siempre el primer paso el que cuesta, el primer acto el más difícil. Una vez
franqueado ese paso y realizado ese primer acto, el resto transcurre
naturalmente, como una consecuena necesaria. Lo que era difícil en el
desenvolvimiento histórico de esa terrible locura religiosa que continúa
obsesionándonos y aplastándonos, era poner un mundo divino tal cual, fuera del
mundo real. Ese primer acto de locura, tan natural desde el punto de vista
fisiológico y por consiguiente necesario en la historia la humanidad, no se
realiza de un solo golpe. Han sido necesarios no sé cuántos siglos para
desarrollar y para hacer penetrar esa creencia en los hábitos mentales de los
hombres. Pero, una vez establecida, se ha vuelto omnipotente, como lo es
necesariamente toda cura que se apodera del cerebro humano. Considerad un loco:
cualquiera que sea el objeto especial de su locura, hallaréis que la idea
oscura y fija que le obsesiona le parece la más natural del mundo, y al
contrario, las cosas naturales y reales que están en contradicción con
esa idea, le parecerán locuras ridículas y odiosas. Y bien, la religión es una
locura colectiva, tanto más poderosa cuanto que es una locura tradicional y que
su origen se pierde en una antigüedad excesivamente lejana. Como locura
colectiva, ha penetrado en todos los detalles, tanto públicos como privados de
la existencia social de un pueblo, se ha encarnado en la sociedad, se ha convertido
por decirlo así en el alma el pensamiento colectivos. Todo hombre es envuelto
desde su nacimiento en ella, la mama con la leche de la madre, la absorbe con
todo lo que oye, en todo lo ve. Ha sido tan alimentado, tan envenenado, tan
penetrado en todo su ser por ella, que más tarde, por poderoso que sea su
espíritu natural, tiene necesidad de hacer esfuerzos inauditos para libertarse
y no lo consigue nunca de una manera completa. Nuestros idealistas modernos son
una demostración de esto y nuestros materialistas doctrinarios, los
comunistas alemanes, son otra. No han sabido deshacerse de la religión del
Estado.
Una vez bien establecido
el mundo sobrenatural, el mundo divino en la imaginación tradicional de los
pueblos, el desenvolvimiento de los diversos sistemas religiosos ha seguido su
curso natural y lógico, siempre conforme, por otra parte, al desenvolvimiento
contemporáneo y real de las relaciones económicas y políticas que han sido en
todo tiempo, en el mundo de la fantasía religiosa, la reproducción fiel y la
consagraión divina. Es así como la locura colectiva e histórica que se llama
religión se ha desarrollado desde el fetichismo, pasando por todos los grados
del politeísmo, basta el monoteísmo cristiano.
El segundo paso, en el
desenvolvimiento de las creencias religiosas y el más difícil sin duda después
del establecimiento de un mundo divino separado, fue precisamente esa
transición del politeísmo al monoteísmo, del materialismo religioso de los
paganos a la fe espiritualista de los cristianos. Los dioses paganos -y éste
fue su carácter principal-, eran ante todo dioses exclusivamente nacionales.
Después, como eran numerosos, conservaron necesariamente, más o menos, un
carácter material o, más bien, es porque eran materiales por lo que fueron tan
numerosos, pues la diversidad es uno de los atributos principales del mundo
real. Los dioses paganos no eran aún propiamente la negación de las cosas
reales: no eran más que su exageración fantástica.
Hemos visto cuánto costó
esa transición al pueblo judío, del que constituyó, por decirlo así, toda la
historia. Moisés y los profetas se complacían en predicarle el Dios único; el
pueblo volvía a caer en su idolatría primitiva, en la fe antigua,
comparativamente mucho más natural, más cómoda en muchos buenos dioses, más
materiales, más humanos, más palpables. Jehová mismo, su dios único, el dios de
Moisés y de los profetas, era un dios excesivamente nacional aún,.que no se
servía, para recompensar y castigar a sus fieles, a su pueblo elegido, más que
de argumentos materiales, a menudo estúpidos y siempre brutales y feroces. No
parece que la fe en su existencia haya implicado la negación de la existencia
de los dioses primitivos.
El dios judío no
renegaba de la existencia de esos rivales, sólo que no quería que su pueblo los
adorase a su lado, porque ante todo Jehová era un dios muy envidioso y su
primer mandamiento fue éste:
"Soy el señor tu
Dios y no adorarás a otros dioses más que a mí."
Jehová no fue más que un
esbozo primero, muy material, muy grosero del idealismo moderno. No era, por lo
demás, sino un dios nacional, como el dios ruso que adoran los generales rusos
súbditos del zar y patriotas del imperio de todas las Rusias, como el dios
alemán que, sin duda, van a proclamar bien pronto los pietistas y los generales
alemanes súbditos de Guillemio I, en Berlín. El ser supremo no puede ser un
Dios nacional, debe ser el de la humanidad entera. El ser supremo no puede ser
tampoco un ser material, debe ser la negación de toda materia, el espíritu
puro. Para la realización del culto del ser supremo han sido necesarias dos
cosas: 1º) una realización de la humanidad por la negación de las
nacionalidades y de los cultos nacionales; 2º) un desenvolvimiento ya muy
avanzado de las ideas metafísicas para espiritualizar al Jehová tan grosero de
los judíos.
La primera condición fue
cumplida por los romanos de una manera muy negativa, sin duda: por la conquista
de la mayor parte de los países conocidos de los antiguos y por la destrucción
de sus instituciones nacionales. Gracias a ellos el altar de un dios único y
supremo pudo establecerse sobre las ruinas de otros millares de altares
nacionales. Los dioses de todas las naciones vencidas, reunidos en el Panteón,
se anularon mutuamente. Ese fue el primer esbozo, muy tosco y por completo
negativo, de la humanidad. En cuanto a la segunda condición, la
espiritualización de Jehová, fue realizada por los griegos mucho antes de la
conquista de su país por los romanos. Ellos fueron los creadores de la
metafísica. Grecia, en su cuna histórica, había encontrado un mundo divino que
se estableció definitivamente en la fe tradicional de sus pueblos; ese mundo le
había sido legado y materialmente aportado por el Oriente. En su período
instintivo, anterior a su historia política, lo había desarrollado y humanizado
prodigiosamente por sus poetas, y cuando comenzó propiamente su historia tenía
una religión hecha, la más simpática y la más noble de todas las religiones que
hayan existido jamás, en cuanto una religión, es decir, una mentira, pueda ser
noble y simpática. Sus grandes pensadores -y ningún pueblo los tuvo mayores que
Grecia- al encontrar el mundo divino establecido, no sólo fuera del pueblo,
sino también en él mismo como hábito de sentir y de pensar, lo tomaron
necesariamente por punto de partida. Fue ya mucho que no hicieran teología, es
decir, que no perdieran el tiempo en reconciliar la razón naciente con los
absurdos de tal o cual otro Dios, como lo hicieron en la Edad Media los
escolásticos. Dejaron a los dioses fuera de sus especulaciones y se asociaron
directamente a la idea divina, una, invisible, omnipotente, eterna y
absolutamente espiritualista, pero no personal. Desde el punto de vista del
espiritualismo, los metafísicos griegos fueron, mucho más que los judíos, los
creadores del dios cristiano. Los judíos no han añadido más que la brutal
personalidad de su Jehová.
Que un genio sublime
como el gran Platón haya podido estar absolutamente convencido de la realidad
de la idea divina, eso nos demuestra cuán contagiosa es, cuán omnipotente es la
tradición de la locura religiosa, aun en relación con los más grandes
espíritus. Por lo demás, no hay que, asombrarse, pues aún en nuestros días, el
mayor genio que ha existido después de Aristóteles y Platón, Hegel, a pesar de
la crítica por lo demás imperfecta y muy metafísica de Kant, que había demolido
la objetividad o la realidad de las ideas divinas, se ha esforzado por
reinstaurarlas de nuevo sobre su trono trascendente o celeste. Es verdad que
procedió de una manera tan poco cortés que ha matado definitivamente al buen
dios, ha quitado a esas ideas su corona divina, mostrando a quien supo leerlo
que no fueron nunca más que una pura creación del espíritu humano que recorrió
la historia en busca de sí mismo. Para poner fin a todas las locuras religiosas
y al milagro divino, no le hacía falta más que pronunciar una gran definición
que fue dicha después de él, casi al mismo tiempo, por otros dos grandes
espíritus, sin ningún acuerdo mutuo y sin que hubiesen nunca oído hablar uno
del otro: por Ludwig Feuerbach, el discípulo y el demoledor de Hegel, en
Alemania, y por August Comte, el fundador de la fisoiofía positiva, en Francia.
He aquí esa definición:
"La metafísica se
reduce a la psicología."
Todos los sistemas de
metafísica no han sido más que la psicología humana que se desarrolla en la
historia.
Ahora ya no nos es
difícil comprender cómo han nacido las ideas divinas, cómo han sido creadas
sucesivamente por la facultad abstractiva del hombre. Pero en la época de
Platón ese conocimiento era imposible. El espíritu colectivo, y por
consiguiente también el espíritu individual, aun el del mayor genio, no estaba
maduro para eso. Apenas había dicho con Sócrates: "Conócete a ti
mismo". Ese conocimiento de sí mismo no existía más que en el estado de
intuición; en realidad era nulo. Era imposible que el espíritu humano imaginase
que era él el único creador del mundo divino. Lo encontró ante él, lo encontró
como historia, como sentimiento, como hábito de pensar, e hizo necesariamente
de él un objeto de sus más elevadas especulaciones. Así es como nació la
metafísica y como las ideas divinas, bases del espiritualismo, fueron
desarrolladas y perfeccionadas.
Es verdad que después de
Platón hubo en el desenvolvimiento del espíritu como un movimiento inverso.
Aristóteles, el verdadero padre de la ciencia y de la filosofía positiva, no
negó el mundo divino, sino que se ocupó de él lo menos posible. Fue el primero
que estudió como un analista y un experimentador que era, la lógica, las leyes
del pensamiento humano, y al mismo tiempo el mundo físico, no en su esencia
ideal, ilusoria, sino en su aspecto real. Sus seguidores, los griegos de
Alejandría, establecieron la primera escuela de científicos positivos. Fueron
ateos. Pero su ateísmo quedó sin influencia en sus contemporáneos. La ciencia
tendió más y más a aislarse de la vida. Después de Platón la idea divina fue
rechazada de la metafísica misma; eso hicieron los epícúreos y los escépticos,
dos sectas que contribuyeron mucho a depravar la aristocracia humana pero que
permanecieron sin influencia alguna sobre las masas.
Otra escuela
infinitamente más influyente sobre las asas se formó en Alejandría. Fue la
escuela de los neoplatónicos. Confundiendo en una mezcolanza impura las
imaginaciones monstruosas de Oriente con las ideas e Platón, ellos fueron los
verdaderos preparadores y más tarde los elaboradores de los dogmas cristianos.
Por consiguiente, el
egoísmo personal y grosero de Jehová, la dominación no menos brutal y grosera
de los romanos y la ideal especulación metafísica de los griegos, materializada
por el contacto del Oriente, tales fueron los tres elementos históricos que
constituyeron a religión espiritualista de los cristianos.
Para establecer sobre
las ruinas de sus altares tan numerosos el altar de un dios único y supremo,
amo del mundo, ha sido preciso que fuera destruida primero la existencia
autónoma de las diferentes naciones que imponían el mundo pagano o antiguo. Es
lo que hicieron brutalmente los romanos que, al conquistar la mayor parte del mundo
conocido de los antiguos, crean en cierto modo el primer esbozo, sin duda por
completo negativo y burdo, de la humanidad.
Un dios que se levantaba
así por encima de todas las diferencias nacionales, tanto materiales como
sociales, de todos los países, que era como su negación directa debía ser
necesariamente un ser inmaterial y abstracto. Pero la fe tan difícil en la
existencia de un ser semejante no ha podido nacer de un solo golpe. Por
tanto, como lo he demostrado en el mencionado Apéndice Consideracíones
filosóficas, fue largamente preparada y desarrollada por la metafísica
griega, la primera en establecer de una manera filosófica la noción de la idea
divina, modelo eternamente creador y siempre reproducido por el mundo visible.
Pero la divinidad concebida y creada por la filosofía griega era una divínidad
impersonal, pues ninguna metafísica, si es consecuente y seria, se podía
elevar, o más bien rebajar, a la idea de un dios personal. Ha sido preciso
encontrar, pues, un dios que fuese único y que fuese muy personal a la vez. Se
encontró en la persona, muy brutal, muy egoísta, muy cruel de Jehová, el dios
nacional de los judíos. Pero los judíos, a pesar de ese espíritu nacional
exclusivo que los distingue aún hoy, se habían convertido de hecho, mucho antes
del nacimiento de Cristo, en el pueblo más internacional del mundo. Arrastrados
en parte como cautivos, pero mucho más aún por esa pasión mercantil que
constituye uno de los rasgos principales de su carácter nacional, se habían
esparcido por todos los países, llevando a todas partes el culto a Jehová, al
que se volvían tanto más fieles cuanto más los abandonaba.
En Alejandría, ese Dios
terrible de los judíos conoció personalmente la divinidad metafísica de Platón,
ya muy corrompida por el contacto con el Oriente y que se corrompió más aún
después por el suyo. A pesar de su exclusivismo nacional, envidioso y feroz, no
pudo resistir a la larga los encantos de esa divinidad ideal e impersonal de
los griegos. Se casó con ella, y de ese matrimonio nació el dios espiritualista
-no espiritual- de los cristianos. Se sabe que los neoplatónicos de Alejandría
fueron los principales creadores de la teología cristiana.
Pero la teología no
constituye todavía la religión, como los elementos históricos no bastan para crear
la historia. Yo llamo elementos históricos a las disposiciones y condiciones
generales de un desenvolvimiento real cualquiera: por ejemplo, en este caso, la
conquista de los romanos y el encuentro del dios de los judíos con la divinidad
ideal de los griegos. Para fecundar los elementos históricos, para hacerles
producir una serie de transformaciones históricas nuevas, es preciso un hecho
vivo, espontáneo, sin el cual harían podido quedar muchos siglos aún en estado
de elementos, sin producir nada. Este hecho no faltó al cristianismo: fue la
propaganda, el martirio y la muerte de Jesús.
No sabemos casi nada de
ese grande y santo personaje; todo lo que los evangelios nos dicen es tan
contradictorio y tan fabuloso que apenas podemos tomar de allí algunos rasgos
reales y vivientes. Lo que es cierto es que fue el predicador del pobre pueblo,
el amigo, el consolador de los miserables, de los ignorantes, de los esclavos y
de las mujeres, y que fue muy amado por éstas. Prometió a todos los que eran
oprimidos, a todos los que sufrían aquí abajo -y el número es inmenso-, la vida
eterna. Fue, como es natural, crucificado por los representantes de la moral
oficial y del orden público de la época. Sus discípulos, y los discípulos de
sus discípulos, pudieron esparcirse, gracias a la conquista de los romanos, que
habían destruido las barreras nacionales y llevaron, en efecto, la propaganda
del evangelio a todos los países conocidos de los antiguos. En todas partes
fueron recibidos con los brazos abiertos por los esclavos y por las mujeres,
las dos clases más oprimidas, las que más sufrían y naturalrnente también las
más ignorantes del mundo antíguo. Si hicieron algunos prosélitos en el mundo
priviegiado e instruido, no lo debieron, en gran parte, mas que a la influencia
de las mujeres. Su propaganda más amplia se ejerció casi exclusivamente en el
pueblo, tan desgraciado como embrutecido por la esclavitud. Ese fue el primer
despertar, la primera rebelión del proletariado.
El gran honor del
cristianismo, su mérito incontestable y todo el secreto de su triunfo inaudito
y por otra parte en absoluto legítimo, fue el de haberse dirigido a ese público
doliente e inmenso, a quien el mundo antiguo, que constituía una aristocracia
intelectual y política estrecha y feroz, negaba hasta los últimos atributos y
los derechos más elementales de la humanidad. De otro modo no habría podido
nunca difundirse. La doctrina que enseñaban los apóstoles de Cristo, por
consoladora que haya podido aparecer a los desgraciados, era demasiado
repulsiva, demasiado absurda desde el punto de vista de la razón humana, para
que los hombres ilustrados hubieran podido aceptarla. ¡Con qué triunfo habla el
apóstol San Pablo del escándalo de la fe y del triunfo de esa divina
locura rechazada por los poderosos y los sabios del siglo, pero tanto más
apasionadamente aceptada por los sencillos, por los ignorantes y por los pobres
de espíritu!
En efecto, era preciso
un profundo descontento de la vida, una gran sed del corazón y una pobreza poco
menos que absoluta de espíritu para aceptar el absurdo cristiano, el más
atrevido y monstruoso de todos los absurdos religiosos.
No era sólo la negación
de todas las instituciones políticas, sociales y religiosas de la antigüedad:
era el derrumbamiento absoluto del sentido común y de toda razón humana. El ser
efectivamente existente, el mundo real, fue considerado en lo sucesivo como la
nada; producto de la facultad abstracta del hombre, la última, la suprema
abstracción, en la que esa facultad, habiendo superado todas las cosas existentes
y hasta las determinaciones más generales del ser real, tales como las ideas
del espacio y del tiempo, no teniendo nada que superar ya, se reposa en la
contemplación de su vacío y de la inmovilidad absoluta; esta abstracción, este caput
mortuum absolutamente vacío de todo contenido, el verdadero nada, Dios, es
proclamado el único real, eterno, omnipotente. El Todo real es declarado nulo,
y el nulo absoluto, es declarado el Todo. La sombra se convierte en el cuerpo y
el cuerpo se desvanece como una sombra.
Eso fue de una audacia y
un absurdo inauditos, el verdadero escándalo de la fe, el triunfo
de la tontería creyente sobre el espíritu, para las masas; y para
algunos, la ironía triunfante de un espíritu fatigado, corrompido,
desilusionado y disgustado de la investigación honesta y seria de la verdad; la
necesidad de aturdirse y de embrutecerse, necesidad que se encuentra a menudo
en los espíritus extenuados: Credo quod absurdum.
Creo lo absurdo; y no
creo sólo lo absurdo; creo precisamente y sobre todo en ello porque es absurdo.
Es así como muchos espíritus distinguidos y esclarecidos de nuestros días creen
en el magnetismo animal, en el espiritismo, en las mesas móviles -y ¿por qué ir
tan lejos?-: creen en el cristianismo, en el idealismo, en Dios.
La creencia del
proletariado antiguo, lo mismo que la de las masas modernas después, era más
robusta, de gusto menos elevado y más sencillo. La propaganda cristiana se
había dirigido a su corazón, no a su espítu; a sus aspiraciones eternas, a sus
sufrimientos, a su esclavitud, no a su corazón que dormía aún y para la cual
las contradicciones lógicas, la evidencia del absurdo, no podían existir, por
consiguiente. La sola cuestión que le interesaba era saber cuándo sonaría la
hora de la liberación prometida, cuándo llegaría el reino de Dios. En cuanto a
los dogmas teológicos, no se preocupaba de ellos, porque no los comprendía de
ningún modo. El proletariado convertido al cristiamo constituía la potencia
material ascendente, no el pensamiento teórico.
En cuanto a los dogmas
cristianos, fueron elaborados, como se sabe, en una serie de trabajos
teológicos, literarios, y en los concilios, principalmente por los
neoplatónicos convertidos del Oriente. El espíritu griego había caído tan bajo
que en el cuarto siglo de la Era Cristiana, época del primer concilio, ya
encontramos la idea de un Dios personal, espíritu puro, eterno absoluto,
creador y señor supremo del mundo, con existencia fuera del mundo, unánimemente
aceptada por todos los padres de la Iglesia; y como consecuena lógica de este
absurdo absoluto, la creencia desde entonces natural y necesaria en la
inmaterialidad y en la inmortalidad del alma humana, alojada y aprisionada en
un cuerpo mortal, pero mortal sólo en parte; porque en ese cuerpo mismo hay una
parte que, aun siendo corporal, es inmortal como el alma y debe reucitar como
el alma. ¡Tan difícil ha sido, aun para los padres de la Iglesia, representarse
el espíritu puro al margen de toda forma corporal!
Es preciso observar que,
en general, el carácter de o razonamiento teológico y metafísico también, es
tratar de explicar un absurdo por otro.
Ha sido una dicha para
el cristianismo haber hallado el mundo de los esclavos. Tuvo otra dicha: la
invasión de los bárbaros. ¡Los bárbaros eran buenas gentes, llenas de fuerza
natural y sobre todo animadas e impulsadas por una gran necesidad y por una
gran capacidad de vivir; bandidos a toda prueba, capaces de devastarlo todo y
de arrasarlo todo, lo mismo que sus sucesores, los alemanes actuales; mucho
menos sistemáticos y pedantes en su bandolerismo que estos últimos, mucho menos
morales, menos sabios; pero por el contrario, mucho más independientes y más
altivos, capaces de ciencia y no incapaces de libertad, como los burgueses de
la Alemania moderna. Pero con todas estas grandes cualidades, no eran nada más
que bárbaros, es decir, tan indiferentes como los esclavos antiguos -de los
cuales muchos, por lo demás, pertenecían a su raza- con respecto a todas las
cuestiones de la teología y de la metafísica. De suerte que una vez rota su
repugnancia práctica, no fue difícil convertirlos teóricamente al cristianismo.
Durante diez siglos
consecutivos, el cristianismo, armado de la omnipotencia de la Iglesia y del
Estado, y sin concurrencia alguna de parte de unos o de otros, pudo depravar,
bastardear y falsear el espíritu de Europa. No tuvo concurrentes, puesto que
fuera de la Iglesia no había pensadores, ni aun gentes instruidas. Si se
levantaron herejías en su seno, no atacaron nunca más que los desenvolvimientos
teológicos prácticos del dogma fundamental, no el dogma mismo. La creencia en
Dios, espíritu puro y creador del mundo, y la creencia en la inmaterialidad del
alma permanecieron intactas. Esta doble creencia se convirtió en la base ideal
de toda la civilización occidental y oriental de Europa, y penetró, se encarnó
en todas las instituciones, en todos los detalles de la vida, tanto pública
como privada de todas las clases como de las masas.
¿Se puede uno asombrar,
después de esto, que se haya mantenido esa creencia hasta nuestros días, y que
continúe ejerciendo su influencia desastrosa aun sobre espíritus escogidos como
Mazzini, Michelet, Quinet, y tantos otros? Hemos visto que el primer ataque fue
promovido contra ella por el Renacimiento, que produjo héroes y mártires como
Vanini, como Giordano Bruno y como Galileo y que, bien que ahogado pronto por
el ruido, el tumulto y las pasiones de la reforma religiosa, continuó
silenciosamente su trabajo invisible legando a los más nobles espíritus de cada
generación nueva esa obra de la emancipación humana mediante la instrucción de
lo absurdo, hasta que, en fin, en la segunda mitad del siglo XVIII reaparece de
nuevo a la luz del día, levantando atrevidamente la bandera del ateísmo y del
materialismo.
Se pudo creer entonces
que el espíritu humano iba, por fin, a libertarse, una vez por todas, de todas
las obsesiones divinas. Fue un error. La mentira divina, de que se había
alimentado la humanidad -para no hablar más que del mundo cristiano- durante
dieciocho siglos, debía mostrarse, una vez más, más podesa que la humana
verdad. No pudiendo ya servirse de la gente negra, de los cuervos consagrados
de la iglesia, de los sacerdotes católicos o protestantes que habían perdido
todo crédito, se sirvió de los sacerdotes laicos, de los mentirosos y de los
sofistas de túnica corta, entre los cuales el papel principal fue dado a dos
hombres fatales: uno, el espíritu más falso, el otro, la voluntad más
doctrinariamente despótica del siglo pasado: a J. J. Rousseau y a Robespierre.
El primero representa el
verdadero tipo de la estrechez de la mezquindad sombría, de la exaltación, sin
otro objeto que su propia persona, del entusiasmo en frío de la hipocresía a la
vez sentimental e implacale, de la mentira forzada del idealismo moderno. Se le
puede considerar como el verdadero creador de la reacción moderna. En
apariencia el escritor más demorático del siglo XVIII, incuba en sí el
despotismo despiadado del estadista. Fue el profeta del Estado doctrinario,
como Robespierre, su digno y fiel discípulo, que trató de convertirse en el
gran sacerdote. Habiendo oído decir a Voltaire que si no hubiese existido Dios
habría sido necesario inventarlo, J. J. Rousseau inventó el ser supremo,
el dios abstracto y estéril de los deístas. Y en nombre de ese ser supremo y de
la virtud hipócrita ordenada por el ser supremo, Robespierre guillotinó a los
hebertistas primero, luego al genio mismo de la revolución, a Dantón, en cuya
persona asesinó la república, preparando así el triunfo, desde entonoes
necesario, de la dictadura de Bonaparte l. Después de este gran triunfo, la
reacción idealista buscó y encontró servidores menos fanáticos, menos
terribles, medidos por la talla considerablemente empequeñecida de la burguesía
de nuestro siglo. En Francia fueron Chateaubriand, Lamartine y -¿es preciso
decirlo? ¿y por qué no? hay que decirlo todo, cuando es verdad- fue Víctor Hugo
mismo, el demócrata, el republicano, el casi socialista de hoy, y tras él toda
la cohorte mencólica y sentimental de espíritus flacos y pálidos, quienes
constituyeron, bajo la dirección de esos maestros, la escuela del romanticismo
moderno. En Alemania fueron los Schlegel, los Tieck, los Novalis, los Werner,
fue Schellíng, y tantos otros aun cuyos nombres no merecen siquiera ser
mencionados.
La literatura creada por
esa escuela fue el verdadero reino de los espectros y de los fantasmas. No
soportaban la Iuz del día, pues el claroscuro era el único elemento en que
podía vivir. No soportaba tampoco el contacto brutal de las masas; era la
literatura de las almas tiernas, delicadas, distinguidas, que aspiraban al
cielo, a su patria, y que vivían como a su pesar sobre a tierra. Tenía horror y
desprecio a la política, a las cuestiones del día; pero cuando hablaba por azar
de ellas, se mostraba francamente reaccionaria, tomando partido de la Iglesia
contra la insolencia de los librepensadores, de los reyes contra los pueblos, y
de todas las aristocracias contra la vil canalla de las calles. Por lo demás,
como acabo de decir, lo que dominaba en la escuela era una indiferencia casi
completa ante las cuestiones políticas. En medio de las nubes en que vivían, no
podía distinguir más que dos puntos reales: el desenvolvimiento rápido del
materialismo burgués y el desencadenamiento desenfrenado de las vanidades
individuales.
Para comprender esa
literatura es preciso buscar la razón de ser en la transformación que se había
operado en el seno de la clase burguesa desde la revolución de 1793.
Desde el Renacimiento y
la Reforma hasta esa revolución, la burguesía, si nó en Alemania, al menos en
Italia, en Francia, en Suiza, en Inglaterra, en Holanda, fue el héroe y
representó el genio revolucionario de la historia. De su seno salieron en su
mayoría los librepensadores del siglo XV, los grandes reformadores religiosos
de los dos siglos siguientes y los apóstoles de la emancipación humana del
siglo pasado, comprendídos esta vez también los de Alemania. Ella sola,
naturalmente apoyada en las simpatías y en los brazos del pueblo que tenía fe
en ella, hizo la revolución del 89 y la del 93. Había proclamado la decadencia
de la realeza y de la iglesia, la fraternidad de los pueblos, los derechos del
hombre y del ciudadano. He ahí sus títulos de gloria: son inmortales.
Desde entonces se
escindió. Una parte considerable de adquirentes de bienes nacionales,
enriquecidos y apoyándose esta vez no sobre el proletariado de las ciudades,
sino sobre la mayor parte de los campesinos de Francia que se habían hecho
igualmente propietarios agrícolas, aspiraba a la paz, al restablecimiento del
orden público, a la fundación de un gobierno regular y poderoso. Aclamó, pues,
con felicidad la dictadura del primer Bonaparte y, aunque se mantuviese
volteriana, no vio con malos ojos su Concordato con el Papa y el
restablecimiento de la iglesia oficial en Francia: "¡La religión es tan
necesaria para el pueblo!"; lo que quiere decir que, ya saciada, esa
parte de la burguesía comenzó desde entonces a comprender que era urgente, en
interés de la conservación de su posición y de sus bienes adquiridos, engañar
el hambre no satisfecha del pueblo con las promesas de un maná celeste. Fue
entonces cuando comenzó a predicar Chateaubriand.
Napoleón cayó. La
Restauración devolvió a Francia, con la monarquía legítima, la potencia de la
iglesia y de la aristocracia nobiliario, que se rehicieron, si no con todo, al
menos con una considerable parte de su antiguo poder. Esta reacción arrojó a la
burguesía a la revolución; y con el espíritu revolucionario se despertó otra
vez en ella también la incredulidad. Con Chateauriand a un lado, volvió a
comenzar a leer a Voltaire. No legó hasta Diderot: sus nervios debilitados no
soportaban ya un alimento tan fuerte. Voltaire, a la vez incréulo y teísta, le
convenía, al contrario, mucho. Béranger Paul Louis Courier expresaron
perfectamente esta tenencia nueva. El "Dios de las buenas gentes" y
el ideal del rey burgués, a la vez liberal y democrático, dibujado sobre el
fondo majestuoso y en lo sucesivo inofensivo de las victorias gigantescas del
imperio, tal fue en esa época, el alimento intelectual cotidiano de la
burguesía de Francia.
Lamartine, aguijoneado
por la envidia vanidosamente ridícula de elevarse a la altura del gran poeta
inglés Byron, había comenzado sus hinmos fríamente delirantes en honor del dios
de los gentileshombres y de la monarquía legítima. Pero sus cantos no
repercutían más que en los salones aristocráticos. La burguesía no los oía. Su
poeta era Béranger, y Courier, su escritor político.
La revolución de julio
tuvo por consecuencia el ennoblecimiento de sus gustos. Se sabe que todo
burgués de Francia lleva en sí el tipo imperecedero del burgués gentilhombre,
que no deja nunca de aparecer tan pronto como adquiere un poco de riqueza y de
poder. En 1830, la rica burguesía había reemplazado definitivamente a la
antigua nobleza en el poder. Tendió naturalmente a fundar una nueva
aristocracia: aristocracia del capital, sin duda, ante todo, pero también
aristocracia de inteligencia, de buenas maneras y de sentimientos delicados. La
burguesía comenzó a sentirse religiosa.
No fue por su parte una
simple imitación de las costumbres aristocráticas, sino que era al mismo tiempo
una necesidad de posición. El proletariado le había hecho un último servicio,
ayudándola a derribar una vez más a la nobleza. Ahora, la burguesía no tenía
necesidad de su ayuda, porque se sentía sólidamente sentada a la sombra del
trono de junio, y la alianza con el pueblo, desde entonces inútil, comenzaba a
hacérsele incómoda. Era preciso devolverlo a su lugar, lo que no podía hacerse
naturalmente sin provocar una gran indignación en las masas. Se hizo necesario
contenerlas. ¿Pero en nombre de qué? ¿En nombre del interés burgués crudamente
confesado? Eso hubiese sido demasiado cínico. Cuanto más injusto e inhumano es
un interés, más necesidad tiene, de ser sancionado, y ¿dónde hallar la sanción,
sino en la religión, esa buena protectora de todos los hartos, y esa
consoladora tan útil de todos los que tienen hambre? Y más que nunca, la
burguesía triunfante sintió que la religión era absolutamente necesaria para el
pueblo.
Después de haber ganado
sus títulos imperecederos de gloria en la oposición, tanto religiosa y
filosófica como política, en la protesta y en la revolución se había convertido
en -fin en la clase dominante, y por eso mismo en la defensora y la conservadora
del Estado, pues este último se había convertido a su vez en la institución
regular de la potencia exclusiva de esa clase. El Estado es la fuerza y tiene
para sí ante todo el derecho de la fuerza, el argumento triunfante del fusil.
Pero el hombre está hecho tan singularmente que esa argumentación, por
elocuente que parezca, no le basta a la larga. Para imponerle respeto, es
preciso una sanción moral cualquiera. Es preciso, además, que esa sanción sea
de tal modo evidente y sencilla que pueda convencer a las masas, que, después
de haber sido reducidas por la fuerza del Estado, deben ser inducidas luego al
reconocimiento moral de su derecho.
No hay más que dos
medios para convencer a las masas de la bondad de una institución social
cualquiera. El primero, el único real, pero también el más difícil, porque
implica la abolición del Estado -es decir la bolición de la explotación
políticamente organizada e la mayoría por una minoría cualquiera-, sería la
satisfacción directa y completa de todas las necesidaes, de todas las
aspiraciones humanas de las masas; lo que equivaldría a la liquidación completa
de la xistencia tanto política como económica de la clase, burguesa, y como
acabo de decirlo, a la abolición del Estado. Este medio sería, sin duda,
saludable para las masas, pero funesto para los intereses burgueses. Por
consiguiente, no hay ni que hablar de él.
Hablemos de otro medio,
que, funesto para el pueblo solamente, es, al contrario, precioso para la
salvación de los -privilegios burgueses. Este otro medio no puede ser más que
la religión. Es ese milagro eterno el que arrastra a las masas a la busca de
los tesoros divinos, mientras que, mucho más moderada, la clase dominante se
contenta con compartir, muy desigualmente por otra parte y dando siempre más al
que más posee, entre sus propios miembros, los miserables bienes de la tierra y
los despojos humanos del pueblo, comprendida su libertad política y social.
No existe, no puede
existir Estado sin religión. Tomad los Estados más libres del mundo, los Estados
Unidos de América o la Confederación Helvética, por ejemplo, y ved qué papel
tan importante desempeña la providencia divina, esa sanción suprema de todos
los Estados, en todos los discursos oficiales.
Pero siempre -que un
jefe de Estado habla de Dios, sea Guillermo I, emperador knutogermánico, o
Grant, presidente de la gran república, estad seguros que se prepara de nuevo a
esquilmar a su pueblo-rebaño.
La burguesía francesa,
liberal, volteriana e impulsada por su temperamento a un positivismo, por no
decir a un materialismo, singularmente estrecho y brutal, convertida, por su
triunfo de 1830 en la clase del Estado, -ha debido, pues, darse necesariamente
una religión oficial. La cosa no era fácil. No podía ponerse francamente bajo
el yugo del catolicismo romano. Había entre ella y la Iglesia de Roma un
abismo de sangre y de odio y, por práctica y prudente que se hubiese vuelto, no
llegaría nunca a reprimir en su seno una pasión desarrollada por la historia.
Por lo demás, la burguesía francesa se habría cubierto de ridículo si hubiera
vuelto a la iglesia para tomar parte en las piadosas ceremonias del culto
divino, condición esencial de una conversión meritoria y sincera. Muchos lo han
tratado de hacer, pero su heroísmo no tuvo otro resultado que el escándalo
estéril. En fin, la vuelta al catolicismo era imposible a causa de la
contradicción insoluble que existe entre la política invariable de Roma y el
desenvolvimiento de los intereses económicos y políticos de la clase media.
Bajo este aspecto, el
protestantismo es mucho más cómodo. Es la religión burguesa por excelencia.
Concede justamente tanta libertad como es necesaria para los burgueses, y ha
encontrado el medio de conciliar las aspiraciones celestes con el respeto que
reclaman los intereses terrestres. Así vemos que es sobre todo en los países
protestantes donde se desarrollaron el comercio y la industria. Pero era
imposible para la burguesía de Francia hacerse protestante. Para pasar de una
religión a otra -al menos que sea por cálculo, como proceden alguna vez los
judíos en Rusia y en Polonia, que se hacen bautizar tres, cuatro veces, a fin
de recibir remuneraciones nuevas-, para cambiar de religión, hay que tener una
gran fe religiosa. Y bien, en el corazón exclusivamente positivo del burgués
francés, no hay lugar para ese grano. Profesa la indiferencia más profunda para
todas las cuestiones, exceptuada la de la bolsa ante todo, y la de su vanidad
social después. Es tan indiferente ante el protestantisrno como ante el
catolicismo. Por otra parte, la burguesía francesa no habría podido abrazar el
protestantismo sin ponerse en contradicción con la rutina católica de la
mayoría del pueblo francés, lo que hubiese constituido una gran imprudencia de
parte de una clase que quería gobernar Francia.
No quedaba más que un
medio: el de volver a la religión humanitaria y revolucionaria del siglo XVIII.
Pero esa religión lleva demasiado lejos. Por consiguiente, la burguesía tuvo
que crear, para sancionar el nuevo Estado, el Estado burgués que acababa de
fundar, una religión nueva, que pudiese ser, sin dernasiado ridículo ni
escándalo, la religión profesada alta,ente por toda la clase burguesa.
Es así como nació el
Ateísmo doctrinario.
Otros han hecho, mucho
mejor de lo que yo sabría hacerlo, la historia del nacimiento y del
desenvolvimiento de esa escuela, que tuvo una influencia tan decisiva y, puedo
decirlo sin dudar, tan funesta sobre la educación política, intelectual y moral
de la juventud burguesa de Francia. Data de Benjamin Constant y Madame Staël,
pero su verdadero fundador fue RoyerCollard; sus apóstoles: los señores Guizot,
Cousin, Villemain y muchos otros; su objetivo abiertamente confesado: la
reconciliación de la revolución con la reacción, o para hablar el lenguaje de
la escuela, del principio de libertad con el de autoridad, naturalmente en
provecho de esta última.
Esta reconciliación
significaba, en política, el escamoteo de la libertad popular en provecho de la
dominación burguesa, representada por el Estado monárquico y constitucional; en
filosofía, la sumisión reflexiva de la libre razón a los principios eternos de
la fe.
Se sabe que esta
filosofía fue elaborada principalmente por Cousin, el padre del eclecticismo
francés. Hablador superficial y pedante; inocente de toda concepción original,
de todo pensamiento propio, pero muy fuerte en lugares comunes -que ha cometido
el error de confundir con el sentido común-, este filósofo ilustre ha preparado
sabiamente, para el uso de la juventud estudiante de Francia, un plato
metafísico a su modo y cuyo consumo, obligatorio en todas las escueas del
Estado por debajo de la universidad, ha condenado a varias generaciones
consecutivas a una indigestión cerebral. Imagínese una ensalada filosófica
compuesta de los sistemas más opuestos, una mezcla de padres de la Iglesia,
escolásticos, de Descartes y de Pascal, de Kant y de psicólogos escoceses,
superpuesto a las ideas divinas e innatas de Platón y recubierto de la capa de
inmanencia hegeliana, acompañada necesariamente de una ignorancia tan desdeñosa
como cometa de las ciencias naturales y que prueba como dos y dos son cinco la
existencia de un dios personal.