EL PRINCIPIO DEL ESTADO
Mijail Bakunin
En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es
también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o
débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y
socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de
un gran Estado comunista, se realice alguna vez.
Que ella fue el punto de partida de todos los
Estados, antiguos y modernos, no podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que
cada página de la historia universal lo prueba suficientemente. Nadie negará
tampoco que los grandes Estados actuales tienen por objeto, más o menos
confesado, la conquista. Pero los Estados medianos y sobre todo los pequeños,
se dirá, no piensan más que en defenderse y sería ridículo por su parte soñar
en la conquista.
Todo lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es
su sueño, como el sueño del más pequeño campesino propietario es redondear sus
tierras en detrimento del vecino; redondearse, crecer, conquistar a todo precio
y siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que
sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su
naturaleza. ¿Qué es el Estado si no es la organización del poder? Pero está en
la naturaleza de todo poder la imposibilidad de soportar un superior o un
igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no
es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún
poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se
siente impotente para destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual
es una negación de su principio y una amenaza perpetua contra su existencia;
porque es una manifestación y una prueba de su impotencia. Por consiguiente,
entre todos los Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente
y su paz no es más que una tregua.
Está en la naturaleza del Estado el presentarse
tanto con relación a sí mismo como frente a sus súbditos, como el objeto
absoluto. Servir a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, esa es la virtud
suprema del patriotismo. El Estado no reconoce otra, todo lo que le sirve es
bueno, todo lo que es contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es
la moral de los Estados.
Es por eso que la moral política ha sido en todo
tiempo, no sólo extraña, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esa
contradicción es una consecuencia inevitable de su principio: no siendo el
Estado más que una parte, se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho
de todo lo que, no siendo él mismo, se encuentra fuera de él, y cuando puede,
sin peligro, lo viola. El Estado es la negación de la humanidad.
¿Hay un derecho humano y una moral humana
absolutos? En el tiempo que corre y viendo todo lo que pasa y se hace en Europa
hoy , está uno forzado a plantearse esta cuestión. Primeramente; ¿existe lo
absoluto, y no es todo relativo en este mundo? Respecto de la moral y del
derecho: lo que se llamaba ayer derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en
China puede no ser considerado tal en Europa. Desde este punto de vista cada
país, cada época no deberían ser juzgados más que desde el punto de vista de
las opiniones contemporáneas y locales, y entonces no habría ni derecho humano
universal ni moral humana absoluta.
De este modo, después de haber soñado lo uno y lo
otro, después de haber sido metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas,
deberíamos renunciar a ese sueño magnífico para volver a caer en las
estrecheces morales de la antigüedad, que ignoran el nombre mismo de la
humanidad, hasta el punto de que todos los dioses no fueron más que dioses
exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cultos privilegiados.
Pero hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y
que todos los dioses, incluso naturalmente, el Jehová de los judíos, se hallan
destronados, hoy sería eso poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo
craso y brutal de Bismarck, de Thiers y de Federico II, de acuerdo a los cuales
dios está siempre de parte de los grandes batallones, como dijo
excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de
toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; esa es la verdadera religión del
Estado.
¡Y bien, no! Por ateos que seamos y precisamente
porque somos ateos, reconocemos una moral humana y un derecho humano absolutos.
Sólo que se trata de entenderse sobre la significación de esa palabra absoluto.
Lo absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de
los seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con
nuestros sentidos, sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de
este género nos volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la
abstracción absoluta.
Lo absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto
muy relativo y en particular relativo exclusivamente para la especie humana.
Esta última está lejos de ser eterna; nacida sobre la tierra, morirá en ella,
quizás antes que ella, dejando el puesto, según el sistema de Darwin, a una
especie más poderosa, más completa, más perfecta. Pero en tanto que existe,
tiene un principio que le es inherente y que hace que sea precisamente lo que
es: es ese principio el que constituye, en relación a ella, lo absoluto. Veamos
cuál es ese principio.
De todos los seres vivos sobre esta tierra, el
hombre es a la vez el más social y el mas individualista. Es sin
contradicción también el mas inteligente. Hay tal vez animales que son
más sociales que él, por ejemplo las abejas, las hormigas; pero al contrario,
son tan poco individualistas que los individuos que pertenecen a esas especies
están absolutamente absorbidos por ellas y como aniquilados en su sociedad: son
todo para la colectividad, nada o casi nada par sí mismos. Parece que existe
una ley natural, conforme a la cual cuanto más elevada es una especie de
animales en la escala de los seres, por su organización más completa, tanto más
latitud, libertad e individualidad deja a cada uno. Los animales feroces, que
ocupan incontestablemente el rango más elevado, son individualistas en un grado
supremo.
El hombre, animal feroz por excelencia, es el más
individualista de todos. Pero al mismo tiempo –y este es uno de sus rasgos
distintivos- es eminente, instintiva y fatalmente socialista. Esto es de tal
modo verdadero que su inteligencia misma, que lo hace tan superior a todos los
seres vivos y que lo constituye en cierto modo en el amo de todos, no puede
desarrollarse y llegar a la conciencia de sí mismo más que en sociedad y por el
concurso de la colectividad eterna.
Y en efecto, sabemos bien que es imposible pensar
sin palabras: al margen o antes de la palabra pudo muy bien haber
representaciones o imágenes de las cosas, pero no hubo pensamientos. El
pensamiento vive y se desarrolla solamente con la palabra. Pensar es, pues, hablar
mentalmente consigo mismo. Pero toda conversación supone al menos dos personas,
la una sois vosotros, ¿quién es la otra? Es todo el mundo humano que conocéis.
El hombre, en tanto que individuo animal, como los
animales de todas las otras especies, desde el principio y desde que comienza a
respirar, tiene el sentimiento inmediato de su existencia individual; pero no
adquiere la conciencia reflexiva de si, conciencia que constituye propiamente
su personalidad, más que por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo
en la sociedad. Vuestra personalidad más íntima, la conciencia que tenéis de
vosotros mismos en vuestro fuero interno, no es en cierto modo más que el
reflejo de vuestra propia imagen, repercutida y enviada de nuevo como por otros
tantos espejos por la conciencia tanto colectiva como individual de todos los
seres humanos que componen vuestro mundo social. Cada hombre que conocéis y con
el cual os halláis en relaciones, sean directas sean indirectas, determina más
o menos vuestro ser más íntimo, contribuye a haceros lo que sois, a constituir
vuestra personalidad. Por consiguiente, si estáis rodeados de esclavos, aunque
seáis su amo, no dejáis de ser un esclavo, pues la conciencia de los esclavos
no puede enviaros sino vuestra imagen envilecida. La imbecilidad de todos os
imbeciliza, mientras que la inteligencia de todos os ilumina, os eleva; los
vicios de vuestro medio social son vuestros vicios y no podríais ser hombres
realmente libres sin estar rodeados de hombres igualmente libres, pues la
existencia de un solo esclavo basta para aminorar vuestra libertad. En la
inmortal declaración de los derechos del hombre, hecha por la Convención
nacional, encontramos expresada claramente esa verdad sublime, que la
esclavitud de un solo ser humano es la esclavitud de todos.
Contienen toda la moral humana, precisamente lo que
hemos llamado la moral absoluta, absoluta sin duda en relación sólo a la
humanidad, no en relación al resto de los seres, no menos aún en relación a la
totalidad infinita de los mundos, que nos es eternamente desconocida. La
encontramos en germen más o menos en todos los sistemas de moral que se han
producido en la historia y de los cuales fue en cierto modo como la luz
latente, luz que por lo demás no se ha manifestado, con mucha frecuencia, más
que por reflejos tan inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos de
absolutamente verdadero, es decir, de humano, no es debido más que a ella.
¿Y cómo habría de ser de otra manera, si todos los
sistemas de moral que se desarrollaron sucesivamente en el pasado, lo mismo que
todos los demás desenvolvimientos del hombre, incluso los desenvolvimientos
teológicos y metafísicos, no tuvieron jamás otra fuente que la naturaleza
humana, no han sido sus manifestaciones más o menos imperfectas? Pero esta ley
moral que llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, la más
completa, la más adecuada, como dirían los metafísicos, de esa misma naturaleza
humana, esencialmente socialista e individualista a la vez?
El defecto principal de los sistemas de moral
enseñados en el pasado, es haber sido exclusivamente socialistas o
exclusivamente individualistas. Así, la moral cívica, tal como nos ha sido
transmitida por los griegos y los romanos, fue una moral exclusivamente
socialista, en el sentido que sacrifica siempre la individualidad a la
colectividad: sin hablar de las miríadas de esclavos que constituyen la base de
la civilización antigua, que no eran tenidos en cuenta más que como cosas, la
individualidad del ciudadano griego o romano mismo fue siempre patrióticamente
inmolada en beneficio de la colectividad constituida en Estado. Cuando los
ciudadanos, cansados de esa inmolación permanente, se rehusaron al sacrificio,
las repúblicas griegas primero, después romanas, se derrumbaron. El despertar del
individualismo causó la muerte de la antigüedad.
Ese individualismo encontró su más pura y completa
expresión en las religiones monoteístas, en el judaísmo, en el mahometanismo y
en el cristianismo sobre todo. El Jehová de los judíos se dirige aún a la colectividad,
al menos bajo ciertas relaciones, puesto que tiene un pueblo elegido, pero
contiene ya todos los gérmenes de la moral exclusivamente individualista.
Debería ser así: los dioses de la antigüedad griega
y romana no fueron en último análisis más que los símbolos, los representantes
supremos de la colectividad dividida, del Estado. Al adorarlos, se adoraba al
Estado, y toda la moral que fue enseñada en su nombre no pudo por consiguiente
tener otro objeto que la salvación, la grandeza y la gloria del Estado.
El dios de los judíos, déspota envidioso, egoísta y
vanidoso si los hay, se cuidó bien, no de identificar, sino sólo de mezclar su
terrible persona con la colectividad de su pueblo elegido, elegido para
servirle de alfombra predilecta a lo sumo, pero no para que se atreviera a
levantarse hasta él. entre él y su pueblo hubo siempre un abismo. Por otra
parte, no admitiendo otro objeto de adoración que él mismo, no podía soportar
el culto al Estado. Por consiguiente, de los judíos, tanto colectiva como
individualmente, no exigió nunca más que sacrificios para sí, jamás para la
colectividad o para la grandeza y la gloria del Estado.
Por lo demás, los mandamientos de Jehová, tal como
nos han sido transmitidos por el decálogo, no se dirigen casi exclusivamente
más que al individuo: no constituyen excepción más que aquellos cuya ejecución
supera las fuerzas del individuo y exige el concurso de todos; por ejemplo: la
orden tan singularmente humana que incita a los judíos a extirpar hasta el
último, incluso las mujeres y niños, a todos los paganos que encuentren en la
tierra prometida, orden verdaderamente digna del padre de nuestra santa
trinidad cristiana, que se distingue, como se sabe, por su amor exuberante
hacia esta pobre especie humana.
Todos los otros mandamientos no se dirigen más que
al individuo; no matarás (exceptuados los casos muy frecuentes en que te lo
ordene yo mismo, habría debido añadir); no robarás ni la propiedad ni la mujer
ajenas (siendo considerada esta última como una propiedad también); respetarás
a tus padres. Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios envidioso, egoísta,
vanidoso y terrible, y si no quieres incurrir en mi cólera, me cantarás
alabanzas y te prosternarás eternamente ante mí.
En el mahometanismo no existe ni la sombra del
colectivismo nacional y restringido que domina en las religiones antiguas y del
que se encuentran siempre algunos débiles restos hasta en el culto judaico. El
Corán no conoce pueblo elegido; todos los creyentes, a cualquier nación o
comunidad que pertenezcan, son individualmente, no colectivamente, elegidos de
dios. Así, los califas, sucesores de Mahoma, no se llamarán nunca Sión, jefes
de los creyentes.
Pero ninguna religión impulsó tan lejos el culto
del individualismo como la religión cristiana. Ante las amenazas del infierno y
las promesas absolutamente individuales del paraíso, acompañadas de esta
terrible declaración que sobre muchos llamados habrá sino muy pocos
elegidos, la religión cristiana provocó un desorden, un general sálvese el
que pueda; una especie de carrera de apuesta en que cada cual era estimulado
sólo por una preocupación única, la de salvar su propia almita. Se concibe que
una tal religión haya podido y debido dar el golpe de gracia a la civilización
antigua, fundada exclusivamente en el culto a la colectividad, a la patria, al
Estado y disolver todos sus organismos, sobre todo en una época en que moría ya
de vejez. ¡El individualismo es un disolvente tan poderoso! Vemos la prueba de
ello en el mundo burgués actual.
A nuestro modo de ver, es decir según nuestro punto
de vista de la moral humana, todas las religiones monoteístas, pero sobre todo
la religión cristiana, como la más completa y la más consecuente de todas, son
profunda, esencial, principalmente inmorales: al crear su dios, han proclamado
la decadencia de todos los hombres, de los cuales no admitieron la solidaridad
más que en el pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente
individual, han renegado y destruido, tanto como les fue posible hacerlo, la colectividad
humana, es decir el principio mismo de la humanidad.
No es extraño que se haya atribuido al cristianismo
el honor de haber creado la idea de la humanidad, de la que, al contrario, fue
el negador más completo y más absoluto. Bajo un aspecto pudo reivindicar este
honor, pero solamente bajo uno: ha contribuido de una manera negativa,
cooperando potentemente a la destrucción de las colectividades restringidas y
parciales de la antigüedad, apresurando la decadencia natural de las patrias y
de las ciudades que, habiéndose divinizado en sus dioses, formaban un obstáculo
a la constitución de la humanidad; pero es absolutamente falso decir que el
cristianismo haya tenido jamás el pensamiento de constituir esta última, o que
haya comprendido o siquiera presentido lo que llamamos hoy la solidaridad de
los hombres, ni la humanidad, que es una idea completamente moderna, entrevista
por el Renacimiento, pero concebida y enunciada de una manera clara y precisa
sólo en el siglo XVIII.
El cristianismo no tiene absolutamente nada que
hacer con la humanidad, por la simple razón de que tiene por objeto único la
divinidad, pues una excluye a la otra. La idea de la humanidad reposa en la
solidaridad fatal, natural, de todos los hombres. Pero el cristianismo, hemos
dicho, no reconoce esa solidaridad más que en el pecado, y la rechaza
absolutamente en la salvación, en el reino de ese dios que sobre muchos
llamados no hace gracia más que a muy pocos elegidos, y que en su justicia adorable,
impulsado sin duda por ese amor infinito que lo distingue, antes mismo de que
los hombres hubiesen nacido sobre esta tierra, había condenado a la inmensa
mayoría a los sufrimientos eternos del infierno, y eso para castigarlos por un
pecado cometido, no por ellos mismos, sino por sus antepasados primeros, que
estuvieron obligados a cometerlo: el pecado de infligir una desmentida a la
presciencia divina.
Tal es la lógica sana y la base de toda moral
cristiana ¿Qué tienen que hacer con la lógica y la moral humanas?
En vano se esforzarán por probarnos que el
cristianismo reconoce la solidaridad de los hombres, citándonos fórmulas del
evangelio que parecen predecir el advenimiento de un día en que no habrá más
que un solo pastor y un solo rebaño; en que se nos mostrará la iglesia católica
romana, que tiende incesantemente a la realización de ese fin por la sumisión
del mundo entero al gobierno del papa. La transformación de la humanidad entera
en un rebaño, así como la realización, felizmente imposible, de esa monarquía
universal y divina no tiene absolutamente nada que ver con el principio de la
solidaridad humana, que es lo único que constituye lo que llamamos humanidad.
No hay ni la sombra de esa solidaridad en la sociedad tal como la sueñan los
cristianos y en la cual no se es nada por la gracia de los hombres, sino todo
por la gracia de dios, verdadero rebaño de carneros disgregados y que no tienen
ni deben tener ninguna relación inmediata y natural entre si, hasta el punto
que les es prohibido unirse para la reproducción de la especie sin el permiso o
la bendición de su pastor, pues sólo el sacerdote tiene derecho a casarlos en
nombre de ese dios que forma el único rasgo de una unión legítima entre ellos:
separados fuera de él, los cristianos no se unen ni pueden unirse más que en
él. Fuera de esa sanción divina, todas las relaciones humanas, aun los lazos de
la familia, son alcanzados por la maldición general que afecta a la creación;
son reprobados la ternura de los padres, de los esposos, de los hijos, la
amistad fundada en la simpatía y en la estima recíprocas, el amor y el respeto
de los hombres, la pasión de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno, la de la
libertad, y la más grande de todas, la que implica todas las demás, la pasión
de la humanidad; todo eso es maldito y no podría ser rehabilitado más que por
la gracia de dios. todas las relaciones de hombre a hombre deben ser
santificadas por la intervención divina; pero esa intervención las
desnaturaliza, loas desmoraliza, las destruye. Lo divino mata lo humano y todo
el culto cristiano no consiste propiamente más que en esa inmolación perpetua
de lo humano en honor de la divinidad.
Que no se objete que el cristianismo ordena a los
niños a mar a sus padres, a los padres a amar a sus hijos, a los esposos
afeccionarse mutuamente. Sí, les manda eso, pero no les permite amarlo
inmediata, naturalmente y por sí mismos, sino sólo en dios y por dios; no
admite todas esas relaciones actuales más que a condición de que dios se
encuentre como tercero, y ese terrible tercero mata las uniones. El amor divino
aniquila el amor humano. El cristianismo ordena, es verdad, amar a nuestro
prójimo tanto como a nosotros mismos, pero nos ordena al mismo tiempo amar a
dios más que a nosotros mismos y por consiguiente también más que al prójimo,
es decir sacrificarle el prójimo por nuestra salvación, porque al fin de
cuentas el cristiano no adora a dios más que por la salvación de su alma.
Aceptando a dios, todo eso es rigurosamente
consecuente: dios es lo infinito, lo absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el
hombre es lo finito, lo impotente. En comparación con dios, bajo todos los
aspectos, no es nada. Sólo lo divino es justo, verdadero, dichoso y bueno, y
todo lo que es humano en el hombre debe ser por eso mismo declarado falso,
inicuo, detestable y miserable. El contacto de la divinidad con esa pobre
humanidad debe devorar, pues, necesariamente, consumir, aniquilar todo lo que
queda de humano en los hombres.
La intervención divina en los asuntos humanos no ha
dejado nunca de producir efectos excesivamente desastrosos. Pervierte todas las
relaciones de los hombres entre sí y reemplaza su solidaridad natural por la
práctica hipócrita y malsana de las comunidades religiosas, en las que bajo las
apariencias de la caridad, cada cual piensa sólo en la salvación de su alma, haciendo
así, bajo el pretexto del amor divino, egoísmo humano excesivamente refinado,
lleno de ternura para sí y de indiferencia, de malevolencia y hasta de crueldad
para el prójimo. Eso explica la alianza íntima que ha existido siempre entre el
verdugo y el sacerdote, alianza francamente confesada por el célebre campeón
del ultramontanismo, Joseph de Maistre, cuya pluma elocuente, después de haber
divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; uno era en efecto el
complemento del otro.
Pero no es sólo en la iglesia católica donde existe
y se produce esa ternura excesiva hacia el verdugo. Los ministros sinceramente
religiosos y creyentes de los diferentes cultos protestantes, ¿no han
protestado unánimemente en nuestros días contra la abolición de la pena de
muerte? No cabe duda que el amor divino mata el amor de los hombres en los
corazones que están penetrados de él; tampoco cabe duda que todos los cultos
religiosos en general, pero entre ellos el cristianismo sobre todo, no han
tenido jamás otro objeto que el sacrificio de los hombres a los dioses. Y entre
todas las divinidades de que nos habla la historia, ¿hay una sola que haya
hecho verter tantas lágrimas y sangre como ese buen dios de los cristianos o
que haya pervertido hasta tal punto las inteligencias, los corazones y todas
las relaciones de los hombres entre sí?
Bajo esta influencia malsana, el espíritu se
eclipsó y la investigación ardiente de la verdad se transformó en un culto
complaciente a la mentira; la dignidad humana se envilecía, el hombre (una
palabra ilegible en el original) se convertía en traidor, la bondad cruel,
la justicia inicua y el respeto humano se transformaron en un desprecio
creyente para los hombres; el instinto de la libertad terminó en el
establecimiento de la servidumbre, y el de la igualdad en la sanción de los
privilegios más monstruosos. La caridad, al volverse delatora y persecutora,
ordenó la masacre de los heréticos y las orgías sangrientas de la Inquisición;
el hombre religioso se llamó jesuita, devoto o pietista 'renunciando a la
humanidad se encaminó a la santidad' y el santo, bajo la apariencias de una
humanidad más (una palabra ilegible en el original), se volvió
hipócrita, y con la caridad ocultó el orgullo y el egoísmo inmensos de un yo
humano absolutamente aislado que se ama a sí mismo en su dios. Porque no hay
que engañarse: lo que el hombre religioso busca sobre todo y lo cree encontrar
en la divinidad que ama, es a sí mismo, pero glorificado, investido por la
omnipotencia e inmortalizado. También sacó de él muy a menudo pretextos e
instrumentos para someter y para explotar el mundo humano.
He ahí, pues la primera palabra del culto
cristiano: es la exaltación del egoísmo que, al romper toda solidaridad social,
se ama a sí mismo en su dios y se impone a la masa ignorante de los hombres en
nombre de ese dios, es decir en nombre de su yo humano, consciente e
inconscientemente exaltado y divinizado por sí mismo. Es por eso también que
los hombres religiosos son ordinariamente tan feroces: al defender a su dios, toman
partido por su egoísmo, por su orgullo y por su vanidad.
De todo esto resulta que el cristianismo es la
negación más decisiva y la más completa de toda solidaridad entre los hombres,
es decir de la sociedad, y por consiguiente también de la moral, puesto que
fuera de la sociedad, creo haberlo demostrado, no quedan más que relaciones
religiosas del hombre aislado con su dios, es decir consigo mismo.
Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII,
han tratado de restablecer la moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre.
Por desgracia, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron por punto de
partida, no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la
naturaleza y de la sociedad, sino el yo abstracto del individuo, al margen de
todos sus lazos naturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo
cristiano y a quien todas las iglesias, tanto católicas como protestantes,
adoran como su dios.
¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Por
la eliminación necesaria de todos los seres reales y vivos.
Para explicar lo que entendemos por eso, es
necesario decir algunas cosas sobre la religión. No quisiéramos hablar de ella,
pero en el tiempo que corre es imposible tratar cuestiones políticas y sociales
sin tocar la cuestión religiosa.
Se pretendió erróneamente que el sentimiento
religioso no es propio más que de los hombres; se encuentran perfectamente
todos los elementos constitutivos en el reino animal, y entre esos elementos el
principal es el miedo. "El temor de dios 'dicen los teólogos' es el
comienzo de la sabiduría". Y bien, ¿no se encuentra ese temor
excesivamente desarrollado en todos los animales, y no están todos los animales
constantemente amedrentados? Todos experimentan un terror instintivo ante la
omnipotencia que los produce, los cría, los nutre, es verdad, pero al mismo
tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes, que amenaza su existencia a
cada hora y que acaba siempre por matarlos.
Como los animales de todas las demás especies no
tienen ese poder de abstracción y de generalización de que sólo el hombre está
dotado, no se representan la totalidad de los seres que nosotros llamamos
naturaleza, pero la sienten y la temen. Ese es el verdadero comienzo del
sentimiento religioso.
No falta en ellos siquiera la adoración. Sin hablar
del estremecimiento de alegría que experimentan todos los seres vivos al
levantarse el sol, ni de sus gemidos a la aproximación de una de esas
catástrofes naturales terribles que los destruyen por millares; no se tiene más
que considerar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia de su amo. ¿No
está por completo en ella la del hombre ante dios?
Tampoco ha comenzado el hombre por la
generalización de los fenómenos naturales, y no ha llegado a la concepción de
la naturaleza como ser único más que después de muchos siglos de
desenvolvimiento moral. El hombre primitivo, el salvaje, poco diferente del
gorila, compartió sin duda largo tiempo todas las sensaciones y las
representaciones instintivas del gorila; no fue sino a la larga como comenzó a
hacerlas objeto de sus reflexiones, primero necesariamente infantiles, darles
un nombre y por eso mismo a fijarlas en su espíritu naciente.
Fue así cómo tomó cuerpo el sentimiento religioso
que tenía en común con los animales de las otras especies, cómo se transformó
en una representación permanente y en el comienzo de una idea, la de la
existencia oculta de un ser superior y mucho más poderoso que él y generalmente
muy cruel y muy malhechor, del ser que le ha causado miedo, en una palabra, de
su dios.
Tal fue el primer dios, de tal modo rudimentario,
es verdad, que, el salvaje que lo busca por todas partes para conjurarlo, cree
encontrarlo a veces en un trozo de madera, en un trapo, en un hueso o en una
piedra: esa fue la época del fetichismo de que encontramos aún vestigios
en el catolicismo.
Fueron precisos aún siglos, sin duda para que el
hombre salvaje pasase del culto de los fetiches inanimados al de los fetiches
vivos, al de los brujos. Llega a él por una larga serie de experiencias
y por el procedimiento de la eliminación: no encontrando la potencia temible
que quería conjurar en los fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.
Más tarde y siempre por ese mismo procedimiento de
eliminación y haciendo abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia
le demostró la impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos
más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento
y, continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto
del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto
pertenece a los pueblos paganos.
Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba
del hombre la divinidad, es decir la potencia que causa miedo, más respetable y
grandiosa parecía. No había que dar más que un solo gran paso para el
establecimiento definitivo del mundo religioso, y ese fue el de la adoración de
una divinidad invisible.
Hasta ese salto mortal de la adoración de lo
visible a la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies
habían podido, con rigor, acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus
experiencias teológicas. Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos
de la naturaleza. No sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas;
pero estamos seguros de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una
influencia muy sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más
que por el hombre.
Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha
podido descubrir ese ser invisible, del que ninguno de sus sentidos, ni su
vista han podido ayudarle a comprobar la existencia real, y por medio de qué
artificio ha podido reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin,
ese ser supuesto absoluto y que el hombre ha creído encontrar por encima y
fuera de todas las cosas?
El procedimiento no fue otro que esa operación bien
conocida del espíritu que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado
final de esa operación no puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es
precisamente esa nada a la cual el hombre adora como su dios.
Elevándose por su espíritu sobre todas las cosas
reales, incluso su propio cuerpo, haciendo abstracción de todo lo que es
sensible o siquiera visible, inclusive el firmamento con todas las estrellas,
el hombre se encuentra frente al vacío absoluto, a la nada indeterminada,
infinita, sin ningún contenido, sin ningún límite.
En ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo
por medio de la eliminación de todas las cosas, no pudo encontrar necesariamente
más que a sí mismo en estado de potencia abstracta; viéndolo todo destruido y
no teniendo ya nada que eliminar, vuelve a caer sobre sí en una inacción
absoluta; y considerándose en esa completa inacción un ser diferente de sí, se
presenta como su propio dios y se adora.
Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano
absolutamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es
real y vivo. Precisamente de ese modo lo concibió Buda, que, de todos los
reveladores religiosos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero, el más
verdadero.
Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era el
espíritu humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin
del siglo último comenzó la humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro
siglo, gracias a los estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre
las operaciones del espíritu humano, se ha llegado a dar cuenta completa de
ello.
Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con
la más completa ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.
Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que
había hecho él mismo, debía llenarla a todo precio y hacerla volver a la
tierra, a la realidad viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad
y por el procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado
su propio yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló
ante él, lo adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue
el comienzo de la teología.
Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único ser
vivo, poderoso y real, y el mundo viviente y por consecuencia necesaria la
naturaleza, todas las cosas efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas
con ese dios fueron declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada
lo real y de lo real la nada.
Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin
tener la menor conciencia de lo que hacía, el hombre usó de un medio muy
ingenioso y muy natural a la vez para llenar el vacío espantoso de su
divinidad: le atribuyó simplemente, exagerándolas siempre hasta proporciones
monstruosas, todas las acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y
propiedades, buenas o malas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en la
naturaleza como en la sociedad. Fue así como la tierra, entregada al saqueo, se
empobreció en provecho del cielo, que se enriqueció con sus despojos.
Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el
cielo –la habitación de la divinidad-, más miserable se volvió la tierra; y
bastaba que una cosa fuese adorada en el cielo, para que todo lo contrario de
esa cosa se encontrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que se llama
ficciones religiosas; a cada una de esas ficciones corresponde, se sabe
perfectamente, alguna realidad monstruosa; así, el amor celeste no ha tenido
nunca otro efecto que el odio terrestre, la bondad divina no ha producido sino
el mal, y la libertad de dios significa la esclavitud aquí abajo. Veremos
pronto que lo mismo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas, pues
unas y otras son por lo demás consecuencias o transformaciones de la ficción
religiosa.
La divinidad asumió de repente ese carácter
absolutamente maléfico. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de
los brahamanes y en el de los sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias
fenicias y siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente
fue en todo tiempo y es aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la
divinidad despótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de la
humanidad. Esa es también la patria de los esclavos, de los monarcas absolutos
y de las castas.
En Grecia la divinidad se humaniza –su unidad
misteriosa, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y
sombrío son relegados en el fondo de la mitología helénica-, al panteísmo
sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de las ciudades
griegas, es una especie de república muy débilmente gobernada por el padre de
los dioses, Júpiter, que obedece él mismo los decretos del destino.
El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la
fuerza irresistible de las cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y
dioses. Por lo demás, entre esos dioses, creados por los poetas, ninguno es
absoluto; cada uno representa sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea
de la naturaleza en general, sin cesar sin embargo de ser por eso seres
concretos y vivos. Se completan mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy
gracioso y sobre todo muy humano.
Nada de sombrío en esa religión, cuya teología fue
inventada por los poetas, añadiendo cada cual libremente algún dios o alguna
diosa nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las
cuales se honraba con su divinidad tutelar, representante de su espíritu
colectivo. Esa fue la religión, no de los individuos, sino de la colectividad
de los ciudadanos de tantas patrias restringidas y (la primera parte de una
palabra ilegible)...mente libres, asociadas por otra parte entre sí más o
menos por una especie de federación imperfectamente organizada y muy (una
palabra ilegible).
De todos los cultos religiosos que nos muestra la
historia, ese fue ciertamente el menos teológico, el menos serio, el menos
divino y a causa de eso mismo el menos malhechor, el que obstaculizó menos el
libre desenvolvimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses
más o menos iguales en potencia era una garantía contra el absolutismo;
perseguido por unos, se podía buscar la protección de los otros y el mal
causado por un dios encontraba su compensación en el bien producido por otro.
No existía, pues, en la mitología griega esa contradicción lógica y moralmente
monstruosa, del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, de la bondad y la
maldad, del amor y el odio concentrados en una sola y misma persona, como
sucede fatalmente en el dios del monoteísmo.
Esa monstruosidad la encontramos por completo
activa en el dios de los judíos y de los cristianos. Era una consecuencia
necesaria de la unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa unidad, ¿cómo
explicar la coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas habían
imaginado al menos dos dioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el otro,
el del mal y de las tinieblas, Ahriman; entonces era natural que se
combatieran, como se combaten el bien y el mal y triunfan sucesivamente en la
naturaleza y en la sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un solo y mismo dios,
omnipotente, todo verdad, amor, belleza, haya podido dar nacimiento al mal, al
odio, a la fealdad, a la mentira?
Para resolver esta contradicción, los teólogos
judíos y cristianos han recurrido a las invenciones más repulsivas y más
insensatas. Primeramente atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de
dónde procede? ¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo; como el resto
de la creación, es obra de dios. Por consiguiente, ese dios fue el que engendró
el mal. No, responden los teólogos; Satanás fue primero un ángel de luz y desde
su rebelión contra dios se volvió ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión
es un mal –lo que está muy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrario
que es un bien, puesto que sin ella no habría habido nunca emancipación
social-, si constituye un crimen, ¿quién ha creado la posibilidad de ese mal?
Dios, sin duda, os responderán aun los mismos teólogos, pero no hizo posible el
mal más que para dejar a los ángeles y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué
es el libre arbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y
decidir espontáneamente sea por uno sea por otro. Pero para que los ángeles y
los hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el
mal, es preciso que el mal haya existido independientemente de ellos, ¿y quién
ha podido darle esa existencia, sino dios?
También pretenden los teólogos que, después de la
caída de Satanás, que precedió a la del hombre, dios, sin duda esclarecido por
esa experiencia, no queriendo que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás
les privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que la facultad del bien, de
suerte que en lo sucesivo son forzosamente virtuosos y no se imaginan otra
felicidad que la de servir eternamente como criados a ese terrible señor.
Pero parece que dios no ha sido suficientemente
esclarecido por su primera experiencia, puesto que, después de la caída de
Satanás, creó al hombre y, por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don
fatal del libre arbitrio que perdió a Satanás y que debía perderlo también a
él.
La caída del hombre, tanto como la de Satanás, era
fatal, puesto que había sido determinada desde la eternidad en la presciencia
divina. Por lo demás, sin remontar tan alto, nos permitiremos observar que la
simple experiencia de un honesto padre de familia habría debido impedir al buen
dios someter a esos desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más
simple padre de familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar
una cosa para que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente
a tocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les ahorrará
esa prueba tan inútil como cruel.
Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una
palabra ilegible) y aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían
sucumbir a la tentación, en cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja
llevar por un furor verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los
desgraciados desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los
siglos, condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran
evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió
el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda
la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien
hecha.
Si un padre de familia hubiese obrado de ese modo,
¿no se le habría declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a
atribuir a su dios lo que habrían considerado absurdo, cruel (una palabra
ilegible), anormal de parte de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad
de ese absurdo! ¿Cómo, si no, habrían podido explicar la existencia del mal en
este mundo que debía haber salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto,
de este mundo creado por dios mismo?
Pero, una vez admitida la caída, todas las
dificultades se allanan y se explican. Lo pretenden al menos. La naturaleza,
primero perfecta, se vuelve de repente imperfecta, toda la máquina se
descompone; a la armonía primitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas;
la paz que reinaba al principio entre todas las especies de animales, deja el
puesto a esa carnicería espantosa, al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey
de la naturaleza, la sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierte en el valle
de sangre y de lágrimas, y la ley de Darwin –la lucha despiadada por la
existencia- triunfa en la naturaleza y en la sociedad. El mal desborda sobre el
bien, Satanás ahoga a dios.
Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula,
repulsiva, monstruosa, ha podido ser seriamente repetida por grandes doctores
en teologías durante más de quince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que
eso, es oficialmente, obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de
Europa. ¿Qué hay que pensar, pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no
tienen mil veces razón los que pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro
próximo parentesco con el gorila?
Pero el espíritu (una palabra ilegible) de
los teólogos cristianos no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus
consecuencias desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han
adorado la manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios
no sólo era la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para
conciliar uno con otro, he aquí lo que inventaron:
Después de haber dejado esa pobre humanidad durante
millares de años bajo el golpe de su terrible maldición, que tuvo por
consecuencia la condena de algunos millares de seres humanos a la tortura
eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿y que hizo? ¿Retiró del
infierno a los desdichados torturados? No, de ningún modo; eso hubiese sido
contrario a su eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo y por qué lo
tenía, es uno de esos misterios profundos que los teólogos, que se lo dieron,
declaran impenetrable, lo que es una manera naturalmente cómoda para salir del
asunto y resolver todas las dificultades. Por tanto, ese padre lleno de amor,
en su suprema sabiduría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a fin de
que se haga matar por los hombres, para salvar, no las generaciones pasadas, ni
siquiera las del porvenir, sino, entre las últimas, como lo declara el
Evangelio mismo y como lo repiten cada día tanto la iglesia católica como los
protestantes, sólo un número muy pequeño de elegidos.
Y ahora la carrera está abierta; es, como lo
dijimos antes, una especie de carrera de apuesta, un sálvese el que pueda, por
la salvación del alma. Aquí los católicos y los protestantes se dividen: los
primeros pretenden que no se entra en el paraíso más que con el permiso
especial del padre santo, el papa; los protestantes afirman, por su parte, que
la gracia directa e inmediata del buen dios es la única que abre las puertas.
Esta grave disputa continúa aún hoy; nosotros no nos mezclamos en ella.
Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:
Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito,
omnipotente; es la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la belleza y la
felicidad, el amor y el bien absolutos. En él todo es infinitamente grande,
fuera de él está la nada. Es, en fin de cuentas, el ser supremo, el ser único.
Pero he aquí que de la nada –que por eso mismo
parece haber tenido una existencia aparte, fuera de él, lo que implica una
contradicción y un absurdo, puesto que si dios existe en todas partes y llena
con su ser el espacio infinito, nada, ni la misma nada puede existir fuera de
él, lo que hace creer que la nada de que nos habla la Biblia estuviese en dios,
es decir que el ser divino mismo fuese la nada-, dios creó el mundo.
Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La
creación, ¿fue realizada desde la eternidad o bien en un momento dado de la
eternidad? En el primer caso, es eterna como dios mismo y no pudo haber sido
creada ni por dios ni por nadie; porque la idea de la creación implica la
precedencia del creador a la criatura. Como todas las ideas teológicas, la idea
de la creación es una idea por completo humana, tomada en la práctica de la
humana sociedad. Así, el relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, etc.
En todos estos casos el productor existe al crear (?) el producto; fuera del
producto, y es eso lo que constituye esencialmente la imperfección, el carácter
relativo y por decirlo así dependiente tanto del productor como del producto.
Pero la teología, como hace por lo demás siempre,
ha tomado esa idea y ese hecho completamente humanos de la producción y al
aplicarlos a su dios, al extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por
eso mismo de sus proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa
como absurda.
Por consiguiente, si la creación es eterna, no es
creación. El mundo no ha sido creado por dios, por tanto tiene una existencia y
un desenvolvimiento independientes de él –la eternidad del mundo es la negación
de dios mismo- pues dios era esencialmente el dios creador.
Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época en
la eternidad en que no existía. en consecuencia, pasó toda una eternidad
durante la cual dios absoluto, omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o
no lo fue más que en potencia, no en el hecho.
¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o
bien tenía necesidad de desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva
creadora?
Esos son misterios insondables, dicen los teólogos.
Son absurdos imaginados por vosotros mismos, les respondemos nosotros.
comenzáis por inventar el absurdo, después nos lo imponéis como un misterio
divino, insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo es.
Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia
adsurdum.
Otra cuestión: la creación, tal como salió de las
manos de dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu, no podía ser creación de dios,
porque el obrero, es el evangelio mismo el que lo dice, se juzga según el grado
de perfección de su obra. Una creación imperfecta supondría necesariamente un
creador imperfecto. Por tanto, la creación fue perfecta.
Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie,
porque la idea de la creación absoluta excluye toda idea de dependencia o de
relación. Fuera de ella no podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios
no puede existir.
La creación, responderán los teólogos, fue
seguramente perfecta, pero sólo por relación, a todo lo que la naturaleza o los
hombres pueden producir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero
no perfecta como dios.
Les responderemos de nuevo que la idea de
perfección no admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la
de absoluto. No puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto,
si la creación fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces
volveremos a decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un
creador imperfecto, lo que equivaldría a la negación de dios.
Se ve que de todas maneras, la existencia de dios
es incompatible con la del mundo. Si existe el mundo, dios no puede existir.
Pasemos a otra cosa.
Ese dios perfecto crea un mundo más o menos
imperfecto. Lo crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y sin duda
para combatir el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para qué lo
habría creado? Misterios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonterías
insoportables, les responderemos nosotros.
Pero la Biblia misma nos explica los motivos de la
creación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, ha creado el cielo y la tierra
para ser adorado y alabado por ellos. Otros pretenden que la creación fue el
efecto de su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo, hacia seres que no
existían, o que no existían al principio más que en su idea, es decir, siempre
para él?