DIOS Y EL ESTADO:
NOTAS SOBRE ROUSSEAU
Por Mijail Bakunin
En nombre de esa ficción que apela tanto al
interés colectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y a la libertad
colectivas, los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de J.
J. Rousseau y de Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del
derecho absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la
apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de dios. Los
doctrinarios liberales, al menos aquellos que toman las teorías liberales en
serio, parten del principio de la libertad individual, se colocan primeramente,
se sabe, como adversarios de la del Estado. son ellos los primeros que dijeron
que el gobierno –es decir, el cuerpo de funcionarios organizado de una manera o
de otra, y encargado especialmente de ejercer la acción, el Estado es un mal
necesario, y que toda la civilización consistió en esto, en disminuir cada vez
más sus atributos y sus derechos. Sin embargo, vemos que en la práctica,
siempre que ha sido puesta seriamente en tela de juicio la existencia del
Estado, los liberales doctrinarios se mostraron partidarios del derecho
absoluto del Estado, no menos fanáticos que los absolutistas monárquicos y
jacobinos.
Su culto incondicional del Estado, en apariencia al
menos tan completamente opuesto a sus máximas liberales, se explica de dos
maneras: primero prácticamente, por los intereses de sus clase, pues la
inmensa mayoría de los liberales doctrinarios pertenecen a la burguesía. esa
clase tan numerosa y tan respetable no exigiría nada mejor que se le concediese
el derecho o, más bien, el privilegio de la más completa anarquía; toda su
economía social, la base real de su existencia política, no tiene otra ley,
como es sabido, que esa anarquía expresada en estas palabras tan célebres:
"Laissez faire et laissez passer". Pero no quiere esa anarquía
más que para sí misma y sólo a condición de que las masas, "demasiado
ignorantes para disfrutarla sin abusar", queden sometidas a la más severa
disciplina del Estado. Porque si las masas, cansadas de trabajar para otros, se
insurreccionasen, toda la existencia política y social de la burguesía se
derrumbaría. Vemos también en todas partes y siempre que, cuando la masa de los
trabajadores se mueve, los liberales burgueses más exaltados se vuelven
inmediatamente partidarios tenaces de la omnipotencia del Estado. Y como la
agitación de las masas populares se hace de día en día un mal creciente y
crónico, vemos a los burgueses liberales, aun en los países más libres,
convertirse más y más al culto del poder absoluto.
Al lado de esta razón práctica, hay otra de
naturaleza por completo teórica y que obliga igualmente a los liberales
más sinceros a volver siempre al culto del Estado. son y se llaman liberales
porque toman la libertad individual por base y por punto de partida de su
teoría, y es precisamente porque tienen ese punto de partida o esa base que
deben llegar, por una fatal consecuencia, al reconocimiento del derecho
absoluto del Estado.
La libertad individual no es, según ellos, una
creación, un producto histórico de la sociedad. Pretenden que es anterior a
toda sociedad, y que todo hombre la trae al nacer, con su alma inmortal, como
un don divino. De donde resulta que el hombre es algo, que no es siquiera
completamente él mismo, un ser entero y en cierto modo absoluto más que fuera
de la sociedad. Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad, forma
necesariamente esta última por un acto voluntario y por una especie de
contrato, sea instintivo o tácito, sea reflexivo o formal. en una palabra, en
esa teoría no son los individuos los creados por la sociedad, son ellos, al
contrario, los que la crean, impulsados por alguna necesidad exterior, tales
como el trabajo y la guerra.
Se ve que en esta teoría, la sociedad propiamente
dicha no existe; la sociedad humana natural, el punto de partida real de toda
civilización humana, el único ambiente en el cual puede nacer realmente y
desarrollarse la personalidad y la libertad de los hombres, le es perfectamente
desconocida. No reconoce de un lado más que a los individuos, seres existentes
por sí mismos y libres de sí mismos, y por otro, a esa sociedad convencional,
formada arbitrariamente por esos individuos y fundada en un contrato, formal o
tácito, es decir , al Estado (Saben muy bien que ningún Estado histórico ha
tenido jamás un contrato por base y que todos han sido fundados por la
violencia, por la conquista. Pero esa ficción del contrato libre, base del
Estado, les es necesaria, y se la conceden sin más ceremonias).
Los individuos humanos, cuya masa convencionalmente
reunida forma el Estado, aparecen, en esta teoría, como seres completamente
singulares y llenos de contradicciones. dotados cada uno de un alma inmortal y
de una libertad o de un libre arbitrio inherentes, son, por una parte, seres
infinitos, absolutos y como tales complejos en sí mismos, por si mismos,
bastándose a sí y no teniendo necesidad de nadie, en rigor ni siquiera de dios,
porque, siendo inmortales e infinitos, ellos mismos son dioses. Por otra parte,
son seres brutalmente materiales, débiles, imperfectos, limitados y
absolutamente dependientes de la naturaleza exterior, que los lleva, los
envuelve y acaba por arrastrarlos tarde o temprano. considerados desde el
primer punto de vista, tienen tan poca necesidad de la sociedad, que esta
última aparece más bien como un impedimento a la plenitud de su ser, a su
libertad perfecta. Hemos visto, desde el principio del cristianismo, hombres
santos y rígidos que, tomando la inmortalidad y la salvación de sus almas en
serio, han roto sus lazos sociales y huyendo de todo comercio humano, buscaron
en la soledad la perfección, la virtud, dios. Han considerado la sociedad, con
mucha razón, con mucha consecuencia lógica, como una fuente de corrupción, y el
aislamiento absoluto del alma, como la condición de todas las virtudes. Si
salieron alguna vez de su soledad no fue nunca por necesidad, sino por
generosidad, por caridad cristiana hacia los hombres que, al continuar
corrompiéndose en el medio social, tenían necesidad de sus consejos, de sus
oraciones y de su dirección. Fue siempre para salvar a los otros, nunca para
salvarse y para perfeccionarse a sí mismos. Arriesgaban al contrario la pérdida
de sus almas al volver a esa sociedad de que habían huido con horror como de la
escuela de todas las corrupciones, y una vez acabada su santa obra, volvían lo
más pronto posible a su desierto para perfeccionarse allí de nuevo por la
contemplación incesante de su ser individual, de su alma solitaria en presencia
de dios solamente.
Este es un ejemplo que todos aquellos que creen
todavía hoy en la inmortalidad del alma, en la libertad innata o en el libre
arbitrio, debían seguir, por poco que deseen salvar sus almas y prepararlas
dignamente para la vida eterna. Lo repito aún, los santos anacoretas que
llegaban a fuerza de aislamiento a una imbecilidad completa, eran perfectamente
lógicos. desde el momento que el alma es inmortal, es decir, infinita por su
esencia, libre y de sí misma, debe bastarse. Únicamente los seres pasajeros,
limitados y finitos pueden completarse mutuamente; el infinito no se completa.
Al encontrar a otro, que no es él mismo, se siente, al contrario, restringido;
por tanto, debe huir, ignorar todo lo que no es él mismo. En rigor, he dicho,
el alma debía poder pasarse sin dios. Un ser infinito en sí no puede reconocer
otro que le sea igual a su lado, ni menos aún que le sea superior por encima de
sí mismo. Todo ser tan infinito como él mismo y distinto de él, le pondría un
límite y por consecuencia haría de él un ser determinado y finito. Reconociendo
un ser tan infinito como ella, fuera de sí, el alma inmortal se reconoce por
tanto, necesariamente, un ser finito. Porque lo infinito no es realmente tal
más que si lo abarca todo y no deja nada afuera de sí. Con mayor razón, un ser
infinito no podrá, no deberá reconocer otro ser infinito y superior. La
infinitud no admite nada relativo, nada comparativo; estas palabras, infinitud
superior e infinitud inferior, implican, pues, un absurdo. La teología, que
tiene el privilegio de ser absurda, y que cree en las cosas precisamente porque
son absurdas, ha puesto por encima de las almas humanas inmortales y por
consecuencia infinitas, la infinitud superior, absoluta de dios. Pero para
corregirse, ha creado la ficción de Satanás, que representa precisamente la
rebelión de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta,
contra dios. Y lo mismo que Satanás se ha rebelado contra la infinitud superior
de dios, los santos anacoretas del cristianismo, demasiado humildes para
rebelarse contra dios, se han rebelado contra la infinitud igual de los
hombres, contra la sociedad.
Han declarado con mucha razón que no tenían
necesidad de ello para salvarse; y que, puesto que por una fatalidad extraña
para infinitos (una palabra ilegible en el original) y decaídos, la sociedad de
dios, la contemplación de sí mismos en presencia de esa infinitud absoluta les
bastaba.
Y lo declaro aún, es un ejemplo a seguir para todos
los que creen en la inmortalidad del alma. Desde este punto de vista, la
sociedad no puede ofrecerles más que una perdición segura. En efecto, ¿que da a
los hombres? Las riquezas materiales primeramente, que no pueden ser producidas
en proporción suficiente más que por el trabajo colectivo. Pero para quien cree
en una existencia eterna, ¿no deben ser esas riquezas un objeto de desprecio?
Jesucristo ha dicho a sus discípulos: "No amontonéis tesoros en esta
tierra, porque donde están vuestros tesoros está vuestro corazón"; y otra
vez: "es más fácil que una maroma pase por el agujero de una aguja, que un
rico entre en el reino de los cielos" (Me imagino la cara que deben poner
los piadosos y ricos burgueses protestantes de Inglaterra y de Estados Unidos,
de Alemania, de suiza, al leer estas sentencias tan decisivas y tan
desagradables para ellos).
Jesucristo tiene razón; entre la codicia de las
riquezas materiales y la salvación de las almas inmortales, hay una
incompatibilidad absoluta. Y entonces, por poco que se crea realmente en la
inmortalidad del alma, ¿no vale más renunciar al confort y al lujo que da
sociedad y vivir de raíces, como hicieron los anacoretas, salvando su alma para
la eternidad, que perderla al precio de algunas decenas de años de goces
materiales? Este cálculo es tan sencillo, tan evidentemente justo, que estamos
forzados a pensar que los piadosos y ricos burgueses, banqueros, industriales,
comerciantes, que hacen tan excelentes negocios por los medios que se sabe, aun
llevando siempre palabras del evangelio en los labios, no tienen en cuenta de
ningún modo la inmortalidad del alma y que abandonan generosamente al
proletariado esa inmortalidad, reservándose humildemente par sí mismos los
miserables bienes materiales que amontonan sobre la tierra.
Aparte de los bienes materiales, ¿qué da la
sociedad? Los afectos carnales, humanos, terrestres, la civilización y la
cultura del espíritu, cosas todas inmensas desde el punto de vista humano,
pasajero y terrestre, pero que ante la eternidad, ante la inmortalidad, ante
dios son iguales a cero. La mayor sabiduría humana, ¿no es locura ante dios?
Una leyenda de la iglesia oriental cuenta que dos
santos anacoretas se habían encarcelado voluntariamente durante algunas decenas
de años en una isla desierta, aislándose además uno de otro y pasando día y
noche en la contemplación y en la oración, habiendo llegado a tal punto que
perdieron el uso de la palabra; de todo su antiguo diccionario, no habían
conservado más que tres o cuatro palabras que, reunidas, no representaban
sentido alguno, pero que no expresaban menos ante dios las aspiraciones mas
sublimes de sus almas. Vivían naturalmente de raíces, como los animales
herbívoros. Desde el punto de vista humano, esos dos hombres eran imbéciles o
locos, pero desde el punto de vista divino, desde el de la creencia en la
inmortalidad del alma, se han revelado calculadores mucho más profundos que
Galileo y Newton. Porque sacrificaron algunas decenas de años de prosperidad
terrestre y de espíritu mundano para ganar la beatitud eterna y el espíritu
divino.
Por tanto es evidente que, dotado de un alma
inmortal, de una infinitud y de una libertad inherentes a esa alma, el hombre
es un ser eminentemente antisocial. Y si hubiese sido siempre prudente,
exclusivamente preocupado de su eternidad, si hubiese tenido ánimo para
despreciar todos los bienes, todos los afectos y todas las vanidades de esta
tierra, no habría nunca salido de ese estado de inocencia o de imbecilidad
divina y no se habría formado nunca la sociedad. En una palabra, Adán y Eva no
habrían probado el fruto del árbol de la ciencia y nosotros viviríamos todos
como animales en el paraíso terrestre que dios les había asignado por morada.
Pero desde el momento que los hombres quisieron saber, civilizarse,
humanizarse, pensar, hablar y gozar de los bienes materiales, han debido salir
necesariamente de su soledad y organizarse en sociedad. Porque tanto como son interiormente
infinitos, inmortales, libres, tanto son exteriormente limitados,
mortales, débiles y dependientes del mundo exterior.
Considerados desde el punto de vista de sus
existencia terrestre, es decir, no ficticia, sino real, la masa de los hombres
presenta un espectáculo de tal modo degradante, tan melancólicamente pobre de
iniciativa, de voluntad y de espíritu, que es preciso estar dotado verdaderamente
de una gran capacidad de ilusionarse para encontrar en ellos una alma inmortal
y la sombra de un libre arbitrio cualquiera. se presentan a nosotros como seres
absoluta y fatalmente determinados: determinados ante todo por la naturaleza
exterior, por la configuración del suelo y por todas las condiciones materiales
de su existencia; determinados por las innumerables relaciones políticas,
religiosas y sociales, por los hábitos, las costumbres, las leyes, por todo un
mundo de prejuicios o de pensamientos elaborados lentamente por los siglos
pasados, y que se encuentran al nacer a la vida en sociedad, de la cual ellos
no fueron jamás los creadores, sino los productos, primero, y más tarde los
instrumentos. Sobre mil hombres apenas se encontrará uno del que se pueda
decir, desde un punto de vista, no absoluto, sino solamente relativo, que
quiere y que piensa por sí mismo. La inmensa mayoría de los individuos humanos,
no solamente en las masas ignorantes, sino también en las clases
privilegiadas, no quieren y no piensan más que lo que todo el mundo quiere y
piensa a su alrededor; creen sin duda querer y pensar por sí mismos, pero no
hacen más que reproducir servilmente, rutinariamente, con modificaciones por
completo imperceptibles y nulas, los pensamientos y las voluntades ajenas. Esa
servilidad, esa rutina, fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de
rebelión en la voluntad de iniciativa, en el pensamiento de los individuos son
las causas principales de la lentitud desoladora del desenvolvimiento histórico
de la humanidad. A nosotros, materialistas o realistas, que no creemos ni en la
inmortalidad del alma ni en el libre arbitrio, esa lentitud, por afligente que
sea, se nos aparece como un hecho natural. Partiendo del estado de gorila, el
hombre no llega sino dificultosamente a la conciencia de su humanidad y a la
realización de su libertad. Ante todo no puede tener ni esa conciencia, ni esa
libertad; nace animal feroz y esclavo, y no se humaniza y no se emancipa
progresivamente más que en el seno de la sociedad, que es necesariamente
anterior al nacimiento de su pensamiento, de su palabra y de su voluntad; y no
puede hacerlo más que por los esfuerzos colectivos de todos los miembros
pasados y presentes de esa sociedad, que es, por consiguiente, la base y el
punto de partida natural de su humana existencia. Resulta de ahí que el hombre
no realiza su libertad individual o bien su personalidad más que completándose
con todos los individuos que lo rodean, y sólo gracias al trabajo y al poder
colectivo de la sociedad, al margen de la cual, de todos los animales feroces
que existen sobre la tierra, permanecería siempre él, sin duda, el más estúpido
y el más miserable. en el sistema de los materialistas, el único natural y
lógico, la sociedad, lejos de aminorarla y de limitarla, crea, al contrario, la
libertad de los individuos humanos. Es la raíz, el árbol y la libertad es su
fruto. Por consiguiente, en cada época el hombre debe buscar su libertad, no al
principio, sino al fin de la historia, y se puede decir que la emancipación
real y completa de cada individuo humano es el verdadero, el gran objeto, el
fin supremo de la historia.
Muy otro es el punto de vista de los idealistas. En
su sistema, el hombre se produce primeramente como un ser inmortal y libre y
acaba por convertirse en un esclavo. Como espíritu inmortal y libre, infinito y
competo en sí, no tiene necesidad de sociedad; de donde resulta que si se une
en sociedad, no puede ser más que por una especie de decadencia, o bien porque
olvida y pierde la conciencia de su inmortalidad y de su libertad. Ser
contradictorio, infinito en el interior como espíritu, pero dependiente,
defectuoso material en el exterior, es forzado a asociarse, no en vista de las
necesidades de su alma, sino para la conservación de su cuerpo. La sociedad no
se forma, pues, más que por una especie de sacrificio de los interés y de la
independencia del alma a las necesidades despreciables del cuerpo. Es una
verdadera decadencia y una sumisión del individuo interiormente inmortal y libre,
una renuncia, al menos parcial, a su libertad primitiva.
Se conoce la frase sacramental que en la jerga de
todos los partidarios del Estado y del derecho jurídico expresa esa decadencia
y ese sacrificio, ese primer paso fatal hacia el sometimiento humano. El
individuo que goza de una libertad completa en el estado natural, es decir
antes de que se haya hecho miembro de ninguna sociedad, sacrifica al entrar en
esa última, una parte de esa libertad, a fin de que la sociedad le garantice
todo lo demás. A quien demanda la explicación de esa frase, se le responde
ordinariamente con otra : La libertad de cada individuo no debe tener otros
límites que la de todos los demás individuos.
En apariencia, nada más justo ¿no es cierto? Y sin
embargo esa frase contiene en germen toda la teoría del despotismo. Conforme a
la idea fundamental de los idealistas de todas las escuelas y contrariamente a
todos los hechos reales, el individuo humano aparece como un ser absolutamente
libre en tanto y sólo en tanto que queda fuera de la sociedad, de donde resulta
que esta última, considerada y comprendida únicamente como sociedad jurídica y
política, es decir como Estado, es la negación de la libertad. He ahí el
resultado del idealismo; es todo lo contrario, como se ve, de las deducciones
del materialismo, que, conforme a lo que pasa en el mundo real, hacen proceder
de la sociedad la libertad individual de los hombres como una consecuencia
necesaria del desenvolvimiento colectivo de la humanidad.
La definición materialista, realista y colectivista
de la libertad, por completo opuesta a la de los idealistas, es ésta. El hombre
no se convierte en hombre y no llega, tanto a la conciencia como a la
realización de su humanidad, más que en la sociedad y solamente por la acción
colectiva de la sociedad entera; no se emancipa del yugo de la naturaleza
exterior más que por el trabajo colectivo o social, lo único que es capaz de
transformar la superficie terrestre en una morada favorable a los
desenvolvimientos de la humanidad; y sin esa emancipación material no puede
haber emancipación intelectual y moral para nadie. No puede emanciparse del
yugo de su propia naturaleza, es decir no puede subordinar los instintos y los
movimientos de su propio cuerpo a la dirección de su espíritu cada vez mas
desarrollado, más que por la educación y por la instrucción; pero una y otra
son cosas eminentes, exclusivamente sociales; porque fuera de la sociedad el
hombre habría permanecido un animal salvaje o un santo, lo que significa poco
más o menos lo mismo. En fin, el hombre aislado no puede tener conciencia de su
libertad. Ser libre para el hombre como tal por otro hombre, por todos los
hombres que lo rodean. La libertad no es, pues, un hecho de aislamiento, sino
de reflexión mutua, no de exclusión, sino al contrario, de alianza, pues la
libertad de todo individuo no es otra cosa que el reflejo de su humanidad o de
su derecho humano en la conciencia de todos los hombres libres, sus hermanos,
sus iguales.
No puedo decirme y sentirme libre más que en
presencia y ante otros hombres. En presencia de un animal de una especie
inferior no soy ni libre ni hombre, porque ese animal es incapaz de concebir y
por consiguiente también de reconocer mi humanidad. No soy humano y libre yo
mismo más que en tanto que reconozco la libertad y la humanidad de todos los
hombres que me rodean. Un antropófago que come a su prisionero, tratándolo de
bestia salvaje, no es un hombre, sino un animal. Ignorando la humanidad de sus
esclavos ignora su propia humanidad. Toda sociedad antigua nos proporciona una
prueba de eso: los griegos, los romanos, no se sentían libres como hombres, no
se consideraban como tales por el derecho humano; se creían privilegiados como
griegos, como romanos, solamente en el seno de su propia patria, en tanto que independiente,
inconquistada, y en tanto que conquistaba, al contrario, a los demás países,
por la protección especial de sus dioses nacionales; y no se asombraban, ni
creían tener el derecho y el deber de rebelarse cuando, vencidos, creían ellos
mismos en la esclavitud.
Es el gran mérito del cristianismo haber proclamado
la humanidad de todos los seres humanos, comprendidas entre ellos las mujeres,
la igualdad de todos los hombres ante la ley. Pero ¿como la proclamó? en el
cielo, para la vida futura, no para la vida presente y real, no sobre la
tierra. Por otra parte, esa igualdad en el porvenir es también una mentira,
porque el número de los elegidos es excesivamente restringido, como se sabe.
Sobre ese punto, los teólogos de las sectas cristianas más diferentes están
unánimes. Por tanto la llamada igualdad cristiana culmina en el más evidente
privilegio, en el de algunos millares de elegidos por la gracia divina sobre
los millones de perjudicados. Por lo demás, esa igualdad de todos ante dios,
aunque debiera realizarse para cada uno, no sería más que la igual nulidad y la
esclavitud igual de todos ante un amo supremo. El fundamento del culto
cristiano y la primera condición de salvación ¿no es la renunciación a la
dignidad humana y el desprecio de esa dignidad en presencia de la grandeza
divina? Un cristiano no es un hombre, porque no tiene la conciencia de la
humanidad y porque, al no respetar la dignidad humana en sí mismo, no puede
respetarla en otro y no respetándola en otro, no puede respetarla en sí. Un
cristiano puede ser un profeta, un santo, un sacerdote, un rey, un general, un
ministro, un funcionario, el representante de una autoridad cualquiera, un
gendarme, un verdugo, un noble, un burgués explotador o un proletario
subyugado, un opresor o un oprimido, un torturador o un torturado, un amo o un
asalariado, pero no tiene el derecho a llamarse hombre, porque el hombre no es
realmente tal más que cuando respeta y cuando ama la humanidad y la libertad de
todo el mundo, y cuando su libertad y su humanidad son respetadas, amadas,
suscitadas y creadas por todo el mundo.
No soy verdaderamente libre más que cuando todos lo
seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La
libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es al
contrario su condición necesaria y su confirmación. No me hago libre
verdaderamente más que por la libertad de los otros, de suerte que cuanto más
numerosos son los hombres libres que me rodean y más vasta es su libertad, más
extensa, más profunda y más amplia se vuelve mi libertad. Es al contrario la
esclavitud de los hombres la que pone una barrera a mi libertad, o lo que es lo
mismo, su animalidad es una negación de mi humanidad, porque –una vez más- no
puedo decirme verdaderamente libre más que cuando mi libertad, o, lo que quiere
decir lo mismo, cundo mi dignidad de hombre, mi derecho humano, que consisten
en no obedecer a ningún otro hombre y en no determinar mis actos más que
conforme a mis convicciones propias, reflejados por la conciencia igualmente
libre de todos, vuelven a mí confirmados por el asentimiento de todo el mundo.
Mi libertad personal, confirmada así por la libertad de todo el mundo, se
extiende hasta el infinito.
Se ve que la libertad, tal como es concebida por
los materialistas, es una cosa muy positiva, muy compleja y sobre todo
eminentemente social, porque no puede ser realizada más que por la sociedad y
sólo en la más estrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos. Se pueden
distinguir en ellas tres momentos de desenvolvimiento, tres elementos de los
cuales el primero es eminentemente positivo y social; es el pleno
desenvolvimiento y el pleno goce de todas las facultades y potencias humanas
para cada uno por la educación, por la instrucción científica y por la prosperidad
material, cosas todas que no pueden ser dadas a cada uno más que por trabajo
colectivo, material e intelectual, muscular y nervioso de la sociedad entera.
El segundo elemento o memento de la libertad es
negativo. Es la rebelión del individuo humano contra toda autoridad
divina y humana, colectiva e individual.
Primeramente es la rebelión contra la tiranía del
fantasma supremo de la teología, contra dios. Es evidente que en tanto tengamos
un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. Nuestra razón y nuestra
voluntad serán igualmente anuladas. En tanto que creamos deberle una obediencia
absoluta, y frente a un dios no hay otra obediencia posible, deberemos por
necesidad someternos pasivamente y sin la menor crítica a la santa autoridad de
sus intermediarios y de sus elegidos: Mesías, profetas, legisladores,
divinamente inspirados, emperadores, reyes y todos sus funcionarios y
ministros, representantes y servidores consagrados de las dos grandes
instituciones que se imponen a nosotros como establecidas por dios mismo para
la dirección de los hombres: de la iglesia y del Estado. Toda autoridad
temporal o humana procede directamente de la autoridad espiritual o divina.
Pero la autoridad es la negación de la libertad. Dios, o más bien la ficción de
dios, es, pues, la consagración y la causa intelectual y moral de toda
esclavitud sobre la tierra, y la libertad de los hombres no será completa más
que cuando hayan aniquilado completamente la ficción nefasta de un amo celeste.
Es en consecuencia la rebelión de cada uno contra
la tiranía de los hombres, contra la autoridad tanto individual como social
representada y legalizada por el Estado. Aquí, sin embargo, es preciso
entenderse bien, y para entenderse hay que comenzar por establecer una
distinción bien precisa entre la autoridad oficial y por consiguiente tiránica
de la sociedad organizada en Estado, y la influencia y la acción naturales de
la sociedad no oficial, sino natural sobre cada uno de sus miembros.
La rebelión contra esa influencia natural de la sociedad
es mucho más difícil para el individuo que la rebelión contra la sociedad
oficialmente organizada, contra el Estado, aunque a menudo sea tan inevitable
como esta última. La tiranía social, a menudo aplastadora y funesta, no
presenta ese carácter de violencia imperativa, de despotismo legalizado y
formal que distingue la autoridad del Estado. No se impone como una ley a la
que todo individuo está forzado a someterse bajo pena de incurrir en un castigo
jurídico. su acción es más suave, más insinuante, más imperceptible, pero mucho
más poderosa que la de la autoridad del Estado. Domina a los hombres por los
hábitos, por las costumbres, por la masa de los sentimientos y de los
prejuicios tanto de la vida material como del espíritu y del corazón, y que constituye
lo que llamamos la opinión pública. envuelve al hombre desde su nacimiento, lo
traspasa, lo penetra, y forma la base misma de su existencia individual de
suerte que cada uno no es en cierto modo más que el cómplice contra sí mismo,
más o menos, y muy a menudo sin darse cuenta siquiera. Resulta que para
rebelarse contra esa influencia que la sociedad ejerce naturalmente sobre él,
el hombre debe rebelarse, al menos en parte, contra sí mismo, porque con todas
sus tendencias y aspiraciones materiales, intelectuales y morales, no es nada
más que el producto de la sociedad. De ahí ese poder inmenso ejercido por la
sociedad sobre los hombres.
Desde el punto de vista de la moral absoluta, es
decir desde el del respeto humano -y voy a decir al momento cómo la entiendo-,
ese poder de la sociedad puede ser bienhechor, como puede ser también
malhechor. Es bienhechor cuando tiende al desenvolvimiento de la ciencia, de la
prosperidad material, de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad
fraternales de los hombres; es malhechor cuando tiene tendencias contrarias. Un
hombre nacido en una sociedad de animales queda, con pocas excepciones, un
animal; nacido en una sociedad gobernada por sacerdotes, se convierte en un
idiota, en un beato; nacido en una banda de ladrones, será, probablemente, un
ladrón; nacido en la burguesía, será un explotador del trabajo ajeno; y si
tiene la desgracia de nacer en la sociedad de los semidioses que gobiernan la
tierra, nobles, príncipes, hijos de reyes, será, según el grado de su
capacidad, de sus medios y de su poder, un despreciador, un esclavizador de la
humanidad, un tirano. En todos estos casos, para la humanización misma del
individuo, su rebelión contra la sociedad que lo ha visto nacer se hace
indispensable.
Pero, lo repito, la rebelión del individuo contra
la sociedad es una cosa más difícil que su rebelión contra el Estado. El Estado
es una institución histórica, transitoria, una forma pasajera de la sociedad,
como la iglesia misma de la cual no es sino el hermano menor, pero no tiene el
carácter fatal e inmutable de la sociedad, que es anterior a todos los
desenvolvimientos de la humanidad y que, participando plenamente de la
omnipotencia de las leyes, de la acción y de las manifestaciones naturales,
constituye la base misma de toda existencia humana. El hombre, al menos desde
que dio su primer paso hacia la humanidad, desde que ha comenzado a ser un ente
humano, es decir un ser que habla y que piensa más o menos, nace en la sociedad
como la hormiga nace en el hormiguero y como la abeja en su colmena; no la
elige, al contrario, es producto de ella, y está fatalmente sometido a las
leyes naturales que presiden sus desenvolvimientos necesarios, como a todas las
otras leyes naturales. La sociedad es anterior y a al vez sobrevive a cada
individuo humano, como la naturaleza misma; es eterna como la naturaleza, o más
bien, nacida sobre la tierra, durará tanto como dure nuestra tierra. Una
revuelta radical contra la sociedad sería, pues, tan imposible para el hombre
como una revuelta contra la naturaleza, pues la sociedad humana no es por lo
demás sino la última gran manifestación de la creación de la naturaleza sobre
esta tierra; y un individuo que quiera poner en tela de juicio la sociedad, es
decir la naturaleza en general y especialmente su propia naturaleza, se
colocaría por eso mismo fuera de todas las condiciones de una real existencia,
se lanzaría en la nada, en el vacío absoluto, en la abstracción muerta, en
dios. Se puede, pues, preguntar con tan poco derecho si la sociedad es un bien
o un mal, como es imposible preguntar si la naturaleza, ser universal,
material, real, único, supremo, absoluto, es un bien o un mal; es más que todo
eso: es un inmenso hecho positivo y primitivo anterior a toda conciencia, a
toda idea, a toda apreciación intelectual y moral, es la base misma, es el
mundo en el que fatalmente y más tarde se desarrolla para nosotros lo que
llamamos el bien y el mal.
No sucede lo mismo con el Estado; y no vacilo en
decir que el Estado es el mal, pero un mal históricamente necesario, tan
necesario en el pasado como lo será tarde o temprano su extinción completa, tan
necesario como lo han sido la bestialidad primitiva y las divagaciones
teológicas de los hombres. El Estado no es la sociedad, no es más que una de sus
formas históricas, tan brutal como abstracta. Ha nacido históricamente en todos
los países del matrimonio de la violencia, de la rapiña, del saqueo, en una
palabra de la guerra y de la conquista con los dioses creados sucesivamente por
la fantasía teológica de las naciones. Ha sido desde su origen, y permanece
siendo todavía en el presente, la sanción divina de la fuerza brutal y de la
iniquidad triunfante. Es, en los mismos países más democráticos como los
Estados Unidos de América y Suiza (una palabra ilegible en el manuscrito)
regular del privilegio de una minoría cualquiera y de la esclavización real de
la inmensa mayoría.
La rebelión es mucho mas fácil contra el Estado,
porque hay en la naturaleza misma del Estado algo que provoca la rebelión. El
Estado es la autoridad, es la fuerza, es la ostentación y la infatuación de la
fuerza. No se insinúa, no procura convertir: y siempre que interviene lo hace
de muy mala gana porque su naturaleza no es persuadir, sino imponer, obligar.
Por mucho que se esfuerce por enmascarar esa
naturaleza como violador legal de la voluntad de los hombres, como negación
permanente de su libertad. Aun cuando manda el bien, lo daña y lo deteriora,
precisamente porque lo manda y porque toda orden provoca y suscita las
rebeliones legítimas de la libertad; y porque el bien, desde el momento que es
ordenado, desde el punto de vista de la verdadera moral, de la moral humana, no
divina, sin duda, desde el punto de vista del respeto humano y de la libertad,
se convierte en mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre
consisten precisamente en esto: que hacen el bien, no porque les es ordenado,
sino porque lo concibe, lo quieren y lo aman.
La sociedad no se impone formalmente, oficialmente,
autoritariamente; se impone naturalmente, y es a causa de eso mismo que su
acción sobre el individuo es incomparablemente más poderosa que la del Estado.
Crea y forma todos los individuos que hacen y que se desarrollan en su seno.
Hace pasar a ellos lentamente, desde el día de su nacimiento hasta el de su
muerte, toda su propia naturaleza material, intelectual y moral; se
individualiza, por decirlo así, en cada uno.
El individuo humano real es tan poco un ser
universal y abstracto que cada uno, desde el momento que se forma en las
entrañas de la madre, se encuentra ya determinado y particularizado por una
multitud de causas y de acciones materiales, geográficas, climatológicas,
etnográficas, higiénicas y por consiguiente económicas, que constituyen
propiamente la naturaleza material exclusivamente particular de su familia, de
su clase, de su nación, de su raza, y en tanto que las inclinaciones y las
aptitudes de los hombres dependen del conjunto de todas esas influencias
exteriores o físicas, cada uno nace con una naturaleza o un carácter individual
materialmente determinado. Además, gracias a la organización relativamente
superior del cerebro humano, cada hombre aporta al nacer, en grados por lo
demás diferentes, no ideas y sentimientos innatos, como lo pretenden los
idealistas, sino la capacidad a la vez material y formal de sentir, de pensar,
de hablar y de querer. No aporta consigo más que la facultad de formar y de
desarrollar las ideas y, como acabo de decirlo, un poder de actividad por
completo formal, sin contenido alguno ¿Quien le da su primer contenido? La
sociedad.
No es este el lugar de investigar cómo se han
formado las primeras nociones y las primeras ideas, cuya mayoría eran
naturalmente muy absurdas en las sociedades primitivas. Todo lo que podemos
decir con plena certidumbre es que ante todo no han sido creadas aislada y
espontáneamente por el espíritu milagrosamente iluminado de individuos
inspirados, sino por el trabajo colectivo, frecuentemente imperceptible del
espíritu de todos los individuos que han constituido parte de esas sociedades,
y del cual los individuos notables, los hombres de genio, no han podido nunca
dar la más fiel o la más feliz expresión, pues todos los hombres de genio han
sido como Voltaire: "tomaban su bien en todas partes donde lo
encontraban". Por tanto es el trabajo intelectual colectivo de las
sociedades primitivas el que ha creado las primeras ideas. Estas ideas no
fueron al principio nada más que simples comprobaciones, naturalmente muy
imperfectas, de los hechos naturales y sociales y las conclusiones aún menos
racionales sacadas de esos hechos. tal fue el comienzo de todas las
representaciones, imaginaciones y pensamientos humanos. El contenido de estos
pensamientos, lejos de haber sido creado por una acción espontánea del espíritu
humano, le fue dado primeramente por el mundo real tanto exterior como
interior. El espíritu del hombre, es decir, el trabajo o el funcionamiento
completamente orgánico y por consiguiente material de su cerebro, provocado por
las impresiones exteriores e interiores que le transmiten sus nervios, no añade
más que una acción formal, que consiste en comparar y en combinar esas
impresiones de cosas y de hechos en sistemas justos o falsos. Es así cómo
nacieron las primeras ideas. Por la palabra se precisaron esas ideas, o más
bien esas primeras imaginaciones, y se fijaron, transmitiéndose de un individuo
a otro; de suerte que las imaginaciones individuales de cada uno se
encontraron, se controlaron, se modificaron, se complementaron mutuamente y,
confundiéndose más o menos en un sistema único, acabaron por formar la
conciencia común, el pensamiento colectivo de la sociedad. Este pensamiento,
transmitido por la tradición de una generación a otra, y desarrollándose cada
vez más por el trabajo intelectual de los siglos, constituye el patrimonio
intelectual y moral de una sociedad, de una clase, de una nación.
Cada generación nueva encuentra en su cuna todo un
mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimientos que recibe como una herencia
de los siglos pasados. Ese mundo no se presenta al principio al hombre recién
nacido bajo su forma ideal, como sistema de representaciones y de ideas, como
religión, como doctrina; el niño sería incapaz de recibirlo y de concebirlo
bajo es forma; pero se impone a él como un sistema de hechos encarnado y realizado
en las personas y en todas las cosa que lo rodean, y que habla a sus sentidos
por todo lo que oye y lo que ve desde el primer día de su vida. Porque las
ideas y las representaciones humanas, no habiendo sido desde el principio nada
más que productos de hechos reales, tanto naturales como sociales, es decir, el
reflejo o la repercusión en el cerebro humano y la reproducción, por decirlo
así, ideal y más o menos racional de esos hechos por el órgano absolutamente
material del pensamiento humano, adquirieron más tarde, desde que se han
establecido bien la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, de la
manera que acabo de explicarlo, el poder de convertirse a su vez en causas
productoras de hechos nuevos, no propiamente naturales, sino sociales. Acaban
por modificar y por transformar, muy lentamente, es verdad, la existencia, los
hábitos y las instituciones humanos, en una palabra, todas las relaciones de
los hombres en la sociedad, y por su encarnación en las cosas más diarias de la
vida de cada uno, se vuelven sensibles, palpables para todos, aun para los
niños. De suerte que cada generación nueva se penetra de ellas desde su más
tierna infancia, y cuando llega a la edad viril, donde comienza propiamente el
trabajo de su propio pensamiento, necesariamente acompañado de una crítica
nueva, encuentra en sí, lo mismo que en la sociedad que la rodea, todo un mundo
de pensamientos o de representaciones fijas que le sirven de punto de partida y
le dan en cierto modo la materia prima o el material para su propio trabajo
intelectual y moral. A ese número pertenecen las imaginaciones tradicionales y
comunes que los metafísicos, engañados por la manera por completo imperceptible
e insensible con que, desde afuera, penetran y se imprimen en el cerebro de los
niños, antes aún de que lleguen a la conciencia de sí, llaman falsamente ideas innatas.
Tales son las ideas generales o abstractas sobre la
divinidad y sobre el alma, ideas completamente absurdas, pero inevitables,
fatales en el desenvolvimiento histórico del espíritu humano, que, no llegando
sino muy lentamente, a través de muchos siglos, al conocimiento racional y
crítico de sí mismo y de sus manifestaciones propias, parte siempre del absurdo
para llegar a la verdad y de la esclavitud para conquistar la libertad; ideas
sancionadas por la ignorancia universal y por la estupidez de los siglos, tanto
como por el interés bien entendido de las clases privilegiadas, hasta el punto
de que hoy mismo no se podría pronunciar uno abiertamente y en un lenguaje
popular contra ellas, sin rebelar a una gran parte de las masas populares y sin
correr el peligro de ser lapidado por la hipocresía burguesa. Al lado de estas
ideas abstractas, y siempre en alianza íntima con ellas, el adolescente
encuentra en la sociedad y, a consecuencia de la influencia omnipotente
ejercida por esta última sobre su infancia, encuentra en sí mismo una cantidad
de otras representaciones e ideas mucho más determinadas y que se refieren de
cerca de la vida real del hombre, a su existencia cotidiana. Tales son las
representaciones sobre la naturaleza y sobre el hombre, sobre la justicia,
sobre los deberes y los derechos de los individuos y de las clases, sobre la
conveniencias sociales, sobre la familia, sobre la propiedad, sobre el Estado y
muchas otras aun que regulan las relaciones entre los hombres. Todas estas
ideas que encuentra al nacer, encarnadas en las cosas y en los hombres, y que
se imprimen en su propio espíritu por la educación y por la instrucción que
recibe antes de que haya llegado a la conciencia de sí mismo, las encuentra más
tarde consagradas, explicadas, comentadas por las teorías que expresan la
conciencia universal o el prejuicio colectivo y por todas las instituciones
religiosas, políticas y económicas de la sociedad de que constituye parte. Está
de tal modo impregnado él mismo por ellas, que, estuviese o no interesado en
defenderlas, es involuntariamente su cómplice por todos sus hábitos materiales,
intelectuales y morales.
De lo que hay que asombrarse, pues, no es de la
acción omnipotente que esas ideas, que expresan la conciencia colectiva de la
sociedad, ejercen sobre la masa de los hombres; sino al contrario, que se
encuentren en esa masa individuos que tienen el pensamiento, la voluntad y el
valor para combatirlas. Porque la presión de la sociedad sobre el individuo es
inmensa, y no hay carácter bastante fuerte, ni inteligencia bastante poderosa
que puedan considerarse al abrigo del alcance de esa influencia tan despótica
como irresistible.
Nada prueba mejor el carácter social del hombre que
esa influencia. Se diría que la conciencia colectiva de una sociedad
cualquiera, encarnada tanto en las grandes instituciones públicas como en todos
los detalles de la vida privada, y que sirven de base a todas sus teorías,
forma una especie de medio ambiente, una especie de atmósfera intelectual y
moral, perjudicial, pero absolutamente necesaria para la existencia de todos
sus miembros. Los domina, los sostiene al mismo tiempo, asociándolos entre sí
por relaciones habituales y necesariamente determinadas por ella; inspirando a
cada uno la seguridad, la certidumbre, y constituyendo para todos la condición
suprema de la existencia de gran número, la trivialidad, la rutina.
La gran mayoría de los hombres, no sólo en las
masas populares, sino en las clases privilegiadas e instruidas tanto y a menudo
aún más que en las incultas, están intranquilos y no se sienten en paz consigo
mismos más que cuando en sus pensamientos y en todos los actos de su vida
siguen fielmente, ciegamente la tradición y la rutina: "Nuestros padres
han pensado y hecho así, nosotros debemos pensar y obrar como ellos; todo el
mundo piensa y obra así a nuestro alrededor, ¿por qué habríamos de pensar y de
obrar de otro modo que como todo el mundo?". Estas palabras expresan la
filosofía, la convicción y la práctica de las 99/100 partes de la humanidad,
tomada indiferentemente en todas las clases de la sociedad. Y como lo he
observado ya, ese es el mayor impedimento para el progreso y para la
emancipación más rápida de la especie humana.
¿Cuáles son las causas de esta lentitud desoladora
y tan próxima al estancamiento que constituyen, según mi opinión, la mayor
desgracia de la humanidad? Esas causas son múltiples. Entre ellas, una de las
más considerables, sin duda, es la ignorancia de las masas. Privadas general y
sistemáticamente de toda educación científica, gracias a los cuidados
paternales de todos los gobiernos y de las clases privilegiadas, que consideran
útil mantenerlas el más largo tiempo posible en la ignorancia, en la piedad, en
la fe, tres sustantivos que expresan poco más o menos la misma cosa, ignoran
igualmente la existencia y el uso de ese instrumento de emancipación
intelectual que se llama la crítica, sin la cual no puede haber revolución
moral y social completa. Las masas a quienes interesa tanto rebelarse contra el
orden de cosas establecido, se adaptaron más o menos a la religión de sus
padres, a esa providencia de las clases privilegiadas.
Las clases privilegiadas, que no tienen ya, digan
lo que quieran, ni la fe ni la piedad, se han adaptado a ella a su vez por su
interés político y social. Pero es imposible decir que sea esa la razón única
de su apego pasional a las ideas dominantes. Por mala opinión que tenga del
valor actual, intelectual y moral de esas clases, no puedo admitir que sea sólo
el interés el móvil de sus pensamientos y de sus actos.
Hay sin duda en toda clase y en todo partido un
grupo más o menos numeroso de explotadores inteligentes, audaces y
conscientemente deshonestos, llamados hombres fuertes, libres de todo prejuicio
intelectual y moral, igualmente indiferentes frente a todas las convicciones y
que se sirven de todos si es necesario para llegar a su fin. Pero esos hombres
distinguidos forman siempre en las clases más corrompidas sólo una minoría muy
ínfima; la multitud es tan carneril en ellas como en el pueblo mismo. Sufre
naturalmente la influencia de sus intereses que le hacen de la reacción una
condición de existencia. Pero es imposible admitir que, al esgrimir la
reacción, no obedezca más que a un sentimiento de egoísmo. Una gran masa de
hombres, aun pasablemente corrompidos, cuando obra colectivamente no podría ser
tan depravada. Hay en toda asociación numerosa –y con más razón en asociaciones
tradicionales, históricas, como las clases, aunque hayan llegado hasta el punto
de haberse vuelto absolutamente maléficas y contrarias al interés y al derecho
de todo el mundo-, un principio de moralidad, una religión, una creencia
cualquiera, sin duda muy poco racional, la mayor parte de las veces ridícula y
por consiguiente muy estrecha, pero sincera, y que constituye la condición
moral indispensable de su existencia.
El error común y fundamental de todos los
idealistas, error que por otra parte es una consecuencia muy lógica de todo su
sistema, es buscar la base de la moral en el individuo aislado, siendo la
verdad que no se encuentra y no puede encontrarse más que en los individuos
asociados. Para probarlo, comencemos por examinar, una vez por todas, al
individuo aislado o absoluto de los idealistas.
Ese individuo humano solitario y abstracto es una
ficción, semejante a la de Dios, pues ambas han sido creadas simultáneamente
por la fantasía creyente o por la razón infantil, no reflexiva, ni
experimental, ni crítica, sino imaginativa de los pueblos, primero, y más tarde
desarrolladas, explicadas y dogmatizadas por las teorías teológicas y
metafísicas de los pensadores idealistas. Ambas, representando un abstracto
vacío de todo contenido e incompatible con una realidad cualquiera, de la
ficción de dios: en Consideraciones filosóficas probaré aún más su
absurdo. Ahora quiero analizar la ficción tan inmoral como absurda de ese
individuo humano, absoluto o abstracto, que los moralistas de las escuelas
idealistas toman por base de sus teorías políticas y sociales.
No me será difícil probar que el individuo humano
que preconizan y que aman, es un ser perfectamente inmoral. Es el egoísmo
personificado, el ser antisocial por excelencia. Puesto que está dotado de un
alma inmortal, es infinito y completo en sí; por consiguiente no tiene
necesidad de nadie, ni aun de dios, y con más razón no tiene necesidad tampoco
de otros hombres. Lógicamente, no debía soportar la existencia de un individuo
superior tan infinito y tan inmortal o mas inmortal y más infinito que él mismo,
sea a su lado, sea por encima de él. Debería ser el único hombre sobre la
tierra, qué digo, debería ser el único ser, el mundo. Porque lo infinito que
halla cualquier cosa fuera de sí, encuentra un límite, no es ya infinito, y dos
infinitos que se encuentran se anulan.
¿Por qué los teólogos y los metafísicos, que se
muestran por otra parte lógicos tan sutiles, han cometido y continúan
cometiendo la inconsecuencia de admitir la existencia de muchos hombres
igualmente inmortales, es decir igualmente infinitos, y por encima de ellos la
de un dios todavía más inmortal y más infinito? Han sido forzados por la
imposibilidad absoluta de negar la existencia real, la mortalidad tanto como la
independencia mutua de los millones de seres humanos que han vivido y que viven
sobre esta tierra. Este es un hecho del que, a pesar de toda su buena voluntad,
no pueden hacer abstracción. Lógicamente, habrían debido concluir que las almas
no son inmortales, que no tienen existencia separada de sus envolturas
corporales y mortales, y que al limitarse y encontrarse en una dependencia
mutua, encontrando fuera de ellas mismas una infinidad de objetos diferentes,
los individuos humanos, como todo lo que existe en este mundo, son seres
pasajeros, limitados y finitos. Pero al reconocer eso, deberían renunciar a las
bases mismas de sus teorías ideales, deberían colocarse bajo la bandera del
materialismo puro, o de la ciencia experimental y racional. Es a lo que los
invita también la voz poderosa del siglo.
Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de
inspirados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y su espíritu
impulsado por las sutiles mentiras de la metafísica, habituado a los
crepúsculos de las fantasías ideales, se rebelan contra las conclusiones
francas y contra la plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horror que
prefieren soportar la contradicción que crean ellos mismos por esa ficción
absurda del alma inmortal, a tener que buscar la solución en un absurdo nuevo,
en la ficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría, dios no es
realmente otra cosa que el último refugio y la expresión suprema de todos los
absurdos y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa la
metafísica infantil e ingenua, aparece como la base y la causa primera del absurdo,
pero en la metafísica propiamente dicha, es decir en la teología sutilizada y
racionalizada, constituye al contrario la última instancia y el supremo
recurso, en el sentido que todas las contradicciones que parecen insolubles en
el mundo real, son explicadas en dios y por dios, es decir por el absurdo
envuelto todo lo posible en una apariencia de racional.
La existencia de un dios personal, la inmortalidad
del alma, son dos ficciones inseparables, son los dos polos del mismo absurdo
absoluto, el uno provoca el otro y el uno busca vanamente su explicación, su
razón de ser en el otro. Así, para la contradicción evidente que hay entre la
infinitud supuesta de cada hombre y el hecho real de la existencia de muchos
hombres, por consiguiente una cantidad de seres infinitos que se encuentra,
fuera uno del otro, limitándose necesariamente; entre su inmortalidad y su
mortalidad; entre su dependencia natural y su independencia absoluta
recíprocas, los idealista no tienen nada más que una sola respuesta: dios; y si
esa respuesta no os explica nada, y no os satisface, tanto peor para vosotros.
No pueden daros otra.
La ficción de la inmortalidad del alma y la de la
moral individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda
moral. Y bajo este aspecto, es preciso hacer justicia a los teólogos que, mucho
más consecuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevidamente lo que
hoy se ha convenido en llamar la moral independiente; declarando con mucha
razón, desde el momento que se admite la inmortalidad del alma y la existencia
de dios, que es preciso reconocer también que no puede haber más que una sola
moral, la ley divina, revelada, la moral religiosa, es decir la relación del
alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuera de esa relación irracional,
milagrosa y mística, la única santa y la única salvadora, y fuera de las
consecuencias que se derivan de ella para el hombre, todas las otras relaciones
son malas. La moral divina es la negación absoluta de la moral humana.
La moral divina ha encontrado su perfecta expresión
en esta máxima cristiana: "Amarás a dios más que a ti mismo y amarás a tu
prójimo tanto como a ti mismo", lo que implica el sacrificio de sí mismo y
del prójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, puede ser calificado de
locura; pero el sacrificio del prójimo es, desde el punto de vista humano,
absolutamente inmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhumano? Por
la salvación de mi alma. Esa es la última palabra del cristianismo. Por
consiguiente, para complacer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a mi
prójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo no disminuido, ni destruido,
sino sólo enmascarado en el catolicismo, por la colectividad forzada y por la
unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, aparece en toda su
franqueza cínica en el protestantismo, que es una especie de "¡sálvese
quien pueda!" religioso.
Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguar
ese egoísmo, que es el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas
ideales, hablando muy poco, lo menos posible, de las relaciones del hombre con
dios y mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Lo que no es de ningún
modo hermoso, ni franco, ni lógico de su parte; porque, desde el momento que se
admite la existencia de dios, se está forzado a reconocer las relaciones del
hombre con dios; y se debe reconocer que en presencia de esas relaciones con el
ser absoluto y supremo, todas las otras relaciones son necesariamente
simuladas. O bien dios no es dios, o bien su presencia lo absorbe, lo destruye
todo. Pero pasemos adelante...
Los metafísicos buscan, pues, la moral en las
relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, pretenden que es un
hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de cada
hombre, independientemente de sus relaciones con los otros individuos humanos.
Tal es la contradicción inextricable sobre la que está fundada la teoría moral
de los idealistas. Desde el momento que llevo, anteriormente a todas mis
relaciones con la sociedad y por consiguiente independientemente de toda
influencia de esa sociedad sobre mi propia persona, una ley escrita
primitivamente por dios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamente extraña
e indiferente, si no hostil a mi existencia en la sociedad; no puede concernir
a mis relaciones con los hombres, y no puede regular más que mis relaciones con
dios, como lo afirma muy lógicamente la teología. En cuanto a los hombres,
desde el punto de vista de esa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndose formado
la ley moral e inscripto en mi corazón al margen de todas mis relaciones con
los hombres, no puede tener nada que ver con ellos.
Pero, se dirá, esa ley os manda precisamente amar a
los hombres, tanto como a vosotros mismos, porque son vuestros semejantes, y no
hacerles nada que no querráis vosotros que se os haga, observar frente a ellos
la igualdad, la ecuación moral, la justicia. A esto respondo que si es verdad
que la ley moral contiene ese mandamiento, debo concluir que no ha sido formada
y que no ha sido escrita aisladamente en mi corazón; supone necesariamente la
existencia anterior de mis relaciones con otros hombres, mis semejantes; por
consiguiente la ley no crea esas relaciones, sino que, hallándolas
establecidas, las regula solamente, y en cierto modo en su manifestación
desarrollada, su explicación y su producto. De donde resulta que la ley moral
no es un hecho individual, sino social, una creación de la sociedad. Si fuera
de otro modo, la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, regularía mis
relaciones con seres con quienes no tendría relación alguna y de quienes
ignoraría la existencia.
Para eso los metafísicos tienen una respuesta.
Dicen que cada individuo humano la trae al nacer, inscripta por la mano de dios
en su corazón, pero que no se encuentra al principio en él más que en el estado
latente, sólo en el estado de potencia, no realizada, ni manifestada por el
individuo mismo, que no puede realizarla y que no puede descifrarla en sí más
que desenvolviéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hombre, en una
palabra, no llega a la conciencia de esa ley, que le es inherente, más que por
sus relaciones con los otros hombres.
Por esta explicación, si no racional, al menos muy
plausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas, de los sentimientos
y de los principios innatos. Se conoce esa doctrina; el alma humana, inmortal e
infinita en su esencia, pero corporalmente determinada, limitada, entorpecida y
por decirlo así cegada y aniquilada en su existencia real, contiene todos esos
principios eternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber absolutamente
nada. Inmortal, debe ser necesariamente eterna en el pasado tanto como en el
provenir. Porque si hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemente un fin;
no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha hecho durante toda esa eternidad que
deja tras sí? Solo dios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, lo
ignora. Es un gran misterio, lleno de contradicciones palpables, para resolver
las cuales es preciso apelar a la contradicción suprema, a dios. Lo cierto es
que conserva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso de su ser, todos
los principios divinos. Pero perdida en su cuerpo terrestre, embrutecida por
las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y de su existencia
sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas, ni el poder de volverlas
a recordar. Es como si no las tuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una
multitud de almas humanas, todas igualmente inmortales por su esencia, y todas
igualmente embrutecidas, envilecidas y materializadas en su existencia real, se
encuentran de nuevo. Al principio se reconocen tan poco que un alma
materializada come a la otra. La antropofagia, se sabe, fue la primera práctica
del género humano. Luego, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cada cual
se esfuerza por someter a los demás; es el largo período de la esclavitud,
período que está muy lejos de haber llegado a su término. Ni en la antropofagia
ni en la esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo alguno de principios divinos.
Pero en esa lucha incesante de los pueblos y de los hombres entre sí, que
constituye la historia, y después de los sufrimientos sin número que son su
resultado más claro, las almas se despiertan poco a poco, salen de su entorpecimiento,
de su embrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen y profundizan cada vez
más en su ser íntimo, provocadas y suscitadas mutuamente; por lo demás
comienzan a recordarse, a presentir primero, a entrever después y a percibir
claramente los principios que dios ha trazado con su propia mano desde la
eternidad.
Este despertar y este recuerdo no se efectúan
primero en las almas más infinitas y más inmortales, lo que sería absurdo; pues
el infinito no admite ni más ni menos, lo que hace que el alma del más grande
idiota sea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; se efectúan en las
almas menos groseramente materializadas, y por consecuencia más capaces de
despertarse y de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en los inspirados de
dios, en los reveladores, en los profetas. Una vez que estos grandes y santos
hombres, iluminados y provocados por el espíritu, sin ayuda del cual nada
grande ni bueno se hace en este mundo, una vez que han vuelto a encontrar en sí
mismos una de esas divinas verdades que todo hombre lleva inconscientemente en
su alma, se hace naturalmente mucho más fácil a los hombres más groseramente
materializados la realización de ese mismo descubrimiento en sí mismos. Y es
así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados primero en
la historia como revelaciones divinas, se reducen más tarde a verdades divinas,
sin duda, pero que cada uno, no obstante, puede y debe encontrar en sí y
reconocer como la base de su propia esencia infinita, o de su alma inmortal. Esto
explica cómo una verdad al principio revelada por un solo hombre, al difundirse
poco a poco en el exterior, hace sus discípulos, primero poco numerosos y
ordinariamente perseguidos tanto por los amos como por las masas y por los
representantes oficiales de la sociedad; pero al difundirse más y más, a causa
misma de sus persecuciones, acaba por invadir tarde o temprano la conciencia
colectiva y después de haber sido largo tiempo una verdad exclusivamente
individual, se trasforma al fin en una verdad socialmente aceptada: realizada
bien o mal, en las instituciones públicas y privadas de la sociedad, se
convierte en ley.
Tal es la teoría general de los moralistas de la
escuela metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plausible y parece
reconciliar las cosas más dispares: la revelación divina y la razón humana, la
inmortalidad y la independencia absolutas de los individuos, con su mortalidad
y su dependencia absolutas, el individualismo y el socialismo. Pero al examinar
esta teoría y sus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reconocer que
no es más que una reconciliación aparente que cubre bajo una falsa máscara de
racionalismo y de socialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino sobre la
razón humana y del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última
instancia, culmina en la separación y en el aislamiento absoluto de los
individuos, y por consiguiente en la negación de toda moral.
A pesar de sus pretensiones de racionalismo puro,
comienza por la negación de toda razón, por el absurdo, por la ficción del
infinito perdido en lo finito, o por la suposición de un alma, de una cantidad
de almas inmortales alojadas y aprisionadas en cuerpos mortales. Para corregir
y explicar ese absurdo se vio obligada a recurrir a otro, el absurdo por excelencia,
a dios, especie de alma inmortal, personal, inmutable, alojada y aprisionada en
un universo pasajero y mortal y que sin embargo conserva su omniscencia y
omnipotencia. Cuando se le plantean cuestiones indiscretas, que es naturalmente
incapaz de resolver, porque el absurdo no se resuelve ni se explica, responde
con esa terrible palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al no significar
absolutamente nada o al significar lo imposible, según ella, lo resuelve, lo
explica todo. Esto es cosa suya y su derecho; es por eso que, heredera e hija
más o menos obediente de la teología, se llama metafísica.
Lo que tenemos que considerar aquí son las
consecuencias morales de su teoría. Comprobemos primero que su moral, a pesar
de su apariencia socialista, es una moral profundamente, exclusivamente
individual, después de lo cual no nos será difícil probar que, teniendo ese
carácter dominante, es en efecto la negación de toda moral.
En esta teoría, el alma inmortal e individual de
cada hombre, infinita o absolutamente completa por su esencia, y como tal no
teniendo absolutamente necesidad de ningún ser, ni de relaciones con otros
seres para completarse, se encuentra aprisionada y como aniquilada de antemano
en un cuerpo mortal. En ese estado de decadencia, cuyas razones sin duda nos
quedarán eternamente desconocidas, porque el espíritu humano es incapaz de
explicarlas y porque la explicación se encuentra sólo en el misterio absoluto,
en dios; reducida a ese estado de materialidad y de dependencia absoluta frente
al mundo exterior, el alma humana tiene necesidad de la sociedad para
despertar, para volver en sí, para conocerse y conocer los principios divinos
depositados por dios mismo desde la eternidad en su seno y que constituyen su
propia esencia. Tales son el carácter y la parte socialista de esta teoría.
Pues las relaciones de hombre a hombre y de cada individuo humano con todos los
demás, la vida social en una palabra, no aparecen más que como un medio
necesario de desenvolvimiento, como un punto de tránsito, no como el fin; el
fin absoluto y último para cada individuo es él mismo, al margen de todos los
demás individuos humanos; es él mismo en presencia de la individualidad
absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad de los hombres para salir de su
aniquilamiento terrestre, para encontrarse de nuevo, para volver a percibir su
esencia inmortal, pero, una vez encontrada, no naciendo en lo sucesivo su vida
más que de ella misma, le vuelve la espalda y queda sumergida en la
contemplación del absurdo místico, en la adoración de su dios.
Si conserva entonces aún algunas relaciones con los
hombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuencia, por amor hacia ellos,
porque no se ama más que lo que se necesita y a quien tiene necesidad de
vosotros; y el hombre que ha encontrado su esencia infinita e inmortal,
completo en sí, no tiene necesidad más que de dios, que, por un misterio que
sólo comprenden los metafísicos, parece poseer una infinitud más infinita y una
inmortalidad más inmortal que la de los hombres; sostenido en lo sucesivo por
la omnisapiencia y la omnipotencia divinas, el individuo, recogido y libre en
sí, no puede tener necesidad de otros hombres. Por consiguiente, si continúa
guardando algunas relaciones con ellos, no puede ser más que por dos razones.
Primero, porque en tanto que permanezca rebozado en
su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abrigarse, de cubrirse, de
defenderse tanto de la naturaleza exterior como de los ataques de los hombres
mismos, y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad de una cantidad de
cosas materiales que constituyen la comodidad, el confort, el lujo, y de las
cuales algunas, desconocidas por nuestros padres, son consideradas hoy por todo
el mundo como objetos de primera necesidad. Habría podido muy bien seguir el
ejemplo de los santos de los siglos pasados, aislándose en alguna caverna y
alimentándose de raíces. Pero parece que eso no está ya en los gustos de los
santos modernos, que piensan, sin duda, que la comodidad material es necesaria
para la salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesidad de todas estas
cosas; pero estas cosas no pueden ser producidas más que por el trabajo
colectivo de los hombres: el trabajo aislado de un solo hombre sería incapaz de
producir la millonésima parte de ello. De donde resulta que el individuo, en
posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la
sociedad, el santo moderno, tiene materialmente necesidad de esta
sociedad, sin necesitarla de ningún modo, desde el punto de vista moral.
¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a
relaciones que, no siendo motivadas más que por las necesidades exclusivamente
materiales, no se encuentran al mismo tiempo sancionadas, apoyadas por una
necesidad moral cualquiera? Evidentemente, no puede haber más que uno solo, es
el de explotación. Y en efecto, en la moral metafísica y en la sociedad
burguesa que tiene, como se sabe, esa moral por base, cada individuo se
convierte necesariamente en el explotador de la sociedad, es decir, de todos, y
el Estado, bajo sus formas diferentes, desde el Estado teocrático y la
monarquía más absoluta hasta la república más democrática basada en el sufragio
universal más amplio, no es otra cosa que el regulador y la garantía de esa
explotación mutua.
En la sociedad burguesa, fundada en la moral metafísica,
cada individuo, por la necesidad o por la lógica misma de su posición, aparece
como un explotador de los demás, porque tiene necesidad de todos materialmente
y no tiene necesidad de nadie moralmente. Por tanto, cada uno, huyendo
de la solidaridad social como de un estorbo a la plena libertad de su alma,
pero buscándola como un medio necesario para el mantenimiento de su cuerpo, no
la considera más que desde el punto de vista de su utilidad material, personal,
y no le aporta, no le da más que lo que es absolutamente necesario para tener,
no el derecho, sino el poder de asegurarse esa utilidad para sí mismo. Cada
cual la considera, en una palabra, como lo haría un explotador. Pero aun cuando
todos son igualmente explotadores, es preciso que haya en ella felices y
desdichados, porque toda explotación supone explotados.
Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempo
en potencia y en realidad; y otros, el gran número, el pueblo, que no lo son
solamente más que en potencia, en el querer, pero no en la realidad. Realmente
son los eternos explotados. En economía social, he ahí a que llega la moral
metafísica o burguesa: a una guerra sin tregua ni cuartel entre todos los
individuos, a una guerra encarnizada en que perece el mayor número para
asegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría.
La segunda razón que puede inducir a un individuo,
llegado a la plena posesión de sí mismo, a conservar relaciones con los otros
hombres, es el deseo de agradar a dios y el deber de cumplir su segundo
mandamiento; el primero es amar a dios más que a sí mismo, y el segundo amar a
los hombres, al prójimo, como a sí mismo y hacerles, por amor a dios,
todo el bien que desee uno que le hagan.
Notad estas palabras: "por amor a
dios"; expresan perfectamente el carácter del único amor humano
posible en la moral metafísica, que consiste precisamente en no amar a los
hombres por sí, por propia necesidad, sino sólo para complacer al amo soberano.
Por lo demás, debe ser así; porque desde el momento que la metafísica admite la
existencia de un dios y las relaciones del hombre con dios, debe, como la
teología, subordinarle todas las relaciones humanas. La idea de dios destruye
todo lo que no es dios, reemplazando todas las realidades humanas y terrestres
por ficciones divinas.
En la moral metafísica, he dicho, el hombre llegado
a la conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual ante dios y en
dios, no puede amar a los hombres, porque moralmente no tiene necesidad de
ello, y porque no puede amar, he añadido aún, más que lo que tiene necesidad de
vosotros.
Si se cree a los teólogos y a los metafísicos, la
primera condición es perfectamente cumplida en las relaciones del hombre con
dios, porque pretenden que el hombre no puede pasarse sin dios. El hombre,
pues, puede y debe amar a dios, puesto que tiene tanta necesidad de él. En
cuanto a la segunda condición, la de no poder amar más que lo que tiene
necesidad de ese amor, no se encuentra realizada en las relaciones del hombre
con dios. Sería una impiedad decir que dios puede tener necesidad del amor de
los hombres. Porque tener necesidad significa carecer de una cosa que es
necesaria a la plenitud de la existencia; es, pues, una manifestación de
debilidad, una opinión de pobreza. Dios, absolutamente completo en si, no puede
tener necesidad de nadie, ni de nada. No teniendo ninguna necesidad del amor de
los hombres, no puede amarlos; y lo que se llama su amor hacia los hombres no
es más que su aplastamiento absoluto, semejante y naturalmente más formidable
aún que aquel que el poderoso emperador de Alemania ejercita hoy en relación a
todos sus súbditos. El amor de los hombres hacia dios se parece también mucho
al de los alemanes hacia este monarca, tan poderoso hoy que, después de dios,
no conocemos poder más grande que el suyo.
El amor verdadero, real, expresión de una necesidad
mutua e igual, no puede existir más que entre iguales. El amor del superior al
inferior es el aplastamiento, la opresión, el desprecio, es el egoísmo, el
orgullo, la vanidad triunfantes en el sentimiento de una grandeza fundada sobre
el rebajamiento ajeno. El amor del inferior al superior es la humillación, los
terrores y las esperanzas del esclavo que espera de su amo la desgracia o la
dicha.
Tal es el carácter del llamado amor de dios hacia
los hombres y de los hombres hacia dios. Es el despotismo de uno y la
esclavitud de los otros. ¿Qué significan, pues, estas palabras: amar a los
hombres y hacerles bien por amor de dios? Es tratarlos como dios quiere que
sean tratados. ¿Y cómo quiere que sean tratados? Como esclavos. Dios, por su
naturaleza, está obligado a considerarlos como esclavos absolutos;
considerándolos como tales, no puede obrar de otro modo que tratándolos como
tales. Para emanciparlos no tendría más que un solo medio: abdicar, anularse y
desaparecer. Pero eso equivaldría a exigir demasiado de su omnipotencia. Puede,
para conciliar el amor extraño que siente hacia los hombres con su eterna
justicia, no menos singular, sacrificar su único hijo, como nos cuenta el
evangelio; pero abdicar, suicidarse por amor a los hombres no lo hará nunca a
menos que no se le obligue a ello por la crítica científica. En tanto que la
fantasía crédula de los hombres le permita existir, será siempre soberano
absoluto, amo de esclavos. Es, pues, evidente que tratar a los hombres según
dios manda, no puede significar otra cosa que tratarlos como esclavos. El amor
a los hombres según dios es el amor a su esclavitud. Yo, individuo inmortal y
completo, gracias a dios, y que me siento libre precisamente porque soy esclavo
de dios, no tengo necesidad de ningún hombre para hacer más completa mi
existencia intelectual y moral, pero conservo mis relaciones con ellos para
obedecer a dios, y al amarlos por amor a dios, al tratarlos según dios, quiero
que sean esclavos de dios como yo mismo. Por tanto, si agrada al amo soberano
elegirme para hacer prevalecer su voluntad sobre la tierra, sabré obligarlos a
ello. Tal es el verdadero carácter de lo que los adoradores de dios, sinceros y
serios, llaman su amor humano. No es tanto la abnegación de los que aman como
el sacrificio forzado de aquellos que son objeto o más bien víctimas de ese
amor. No es su emancipación, es su servidumbre para mayor gloria de dios. Y es
así como la autoridad divina se transforma en autoridad humana y como la
iglesia funda el Estado.
Según la teoría, todos los hombres deberían servir
a dios de esa manera. Pero se sabe, todos son llamados, pero pocos los
elegidos. Y por lo demás, si todos fuesen igualmente capaces de cumplirlo, es
decir, si todos hubiesen llegado al mismo grado de perfección intelectual y
moral, de santidad y de libertad en dios, ese servicio mismo se volvería
inútil. Si es necesario, es que la inmensa mayoría de los individuos humanos no
han llegado a ese punto, de donde resulta que esa masa aun ignorante y profana
debe ser amada y tratada según dios, es decir, gobernada, subyugada por una
minoría de santos que, de una manera o de otra, dios no deja nunca de elegir él
mismo y de establecer en una posición privilegiada que les permita cumplir ese
deber.
La frase sacramental para el gobierno de las masas
populares, para su propio bien sin duda, para la salvación de sus almas, si no
para la de sus cuerpos, en los Estados teocráticos y aristocráticos, para los
santos y los nobles, y en los estatutos doctrinarios, liberales, hasta
republicanos y basados sobre el sufragio universal, para los inteligentes
y los ricos, es la misma: "Todo por el pueblo, nada para el
pueblo". Lo que significa que los santos, los nobles, o bien las
gentes privilegiadas, sea desde el punto de vista de la inteligencia
científicamente desarrollada, se desde el de la riqueza, mucho más próximos al
ideal o a dios, dicen unos, a la razón, a la justicia y a la verdadera
libertad, dicen los otros, que las masas populares, tienen la santa y noble
misión de conducirlas. Sacrificando sus intereses y descuidando sus propios
asuntos, deben consagrarse a la dicha de su hermano menor, el pueblo. El
gobierno no es un placer, es un penoso deber: no se busca en él la
satisfacción, sea de la ambición, sea de la vanidad, sea de la avidez personal,
sino sólo la ocasión de sacrificarse en beneficio de todo el mundo. Es por eso,
sin duda, que el número de los competidores en las funciones oficiales es
siempre tan pequeño, y por lo que, reyes y ministros, grandes y pequeños
funcionarios, no aceptan el poder más que a disgusto.
Tales son, pues, en la sociedad concebida según la
teoría de los metafísicos, los dos géneros diferentes, y aun opuestos, de
relaciones que pueden existir entre los individuos. El primero es el de la explotación
y el segundo el del gobierno. Si es verdad que gobernar significa
sacrificarse por el bien de aquellos a quienes se gobierna, esta segunda
relación está, en efecto, en plena contradicción con la primera, con la de la
explotación. Pero entendámonos. Según la teoría ideal, sea teológica, se
metafísica, estas palabras, el bien de las masas, no pueden significar
su bienestar terrestre ni su dicha temporal; ¿qué importan algunas docenas de
años de vida terrestre en comparación con la eternidad? Se debe, pues, gobernar
a las masas, no en vista de esa felicidad grosera que nos dan las potencias
materiales de la tierra, sino en vista de su salvación eterna. Las privaciones
y los sufrimientos materiales pueden ser aun considerados como una falta de
educación, habiéndose demostrado que demasiados goces corporales matan el alma
inmortal. Pero entonces la contradicción desaparece: explotar y gobernar
significan la misma cosa, lo uno completa lo otro y le sirve de medio y de
fin.
Explotaciones y gobierno, el
primero al dar los medios para gobernar, y al constituir la base necesaria y el
fin de todo gobierno, que a su vez legaliza y garantiza el poder de explotar,
son los dos términos inseparables de todo lo que se llama política. Desde el principio
de la historia han formado propiamente la vida real de los Estados:
teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Anteriormente y
hasta la gran revolución de fines del siglo XVIII, su alianza íntima había sido
enmascarada por las ficciones religiosas, legales y caballerescas; pero desde
que la mano brutal de la burguesía desgarró todos los velos, por lo demás
pasablemente transparentes, desde que su soplo revolucionario disipó todas sus
vanas imaginaciones, tras las cuales la iglesia y el Estado, la teocracia, la
monarquía y la aristocracia habían podido realizar tan largo tiempo,
tranquilamente, todas sus ignominias históricas; desde que la burguesía cansada
de ser yunque se convirtió en martillo a su vez; desde que inauguró el Estado
moderno, en una palabra, esa alianza fatal se ha convertido para todos en una
verdad revelada e indiscutible.
La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno
es el alma del régimen burgués. Y, como acabamos de verlo, uno y otro, en esa
alianza tan íntima, son, desde el punto de vista histórico tanto como práctico,
la expresión necesaria y fiel del idealismo metafísico, la consecuencia
inevitable de esa doctrina burguesa que busca la libertad y la moral de los
individuos fuera de la solidaridad social. Esta doctrina culmina en el gobierno
explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la esclavitud
explotada del gran número, y para todos, en la negación de toda moralidad y de
toda libertad.
Después de haber mostrado cómo el idealismo, partiendo
de las ideas absurdas de dios, de la inmortalidad de las almas, de la libertad primitiva
de los individuos y de su moral independientes de la sociedad, llega
fatalmente a la consagración de la esclavitud y de la moralidad, debo mostrar
ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el socialismo –este segundo
término no es, por otra parte, más que el justo y completo desenvolvimiento del
primero-, precisamente porque toman por punto de partida la naturaleza material
y la esclavitud natural y primitiva de los hombres y porque se obligan por eso
mismo a buscar la emancipación de los hombres, no fuera, sino en el seno mismo
de la sociedad, no contra ella, sino por ella, deben culminar también
necesariamente en el establecimiento de la más amplia libertad de los
individuos y de la moralidad humana.