El apoyo mutuo es la obra más representativa de la personalidad intelectual de
Kropotkin. En ella se encuentran expresados por igual el hombre de ciencia y el
pensador anarquista; el biólogo y el filósofo social; él historiador y el
ideólogo. Se trata de un ensayo enciclopédico, de un género cuyos últimos
cultores fueron positivistas y evolucionistas. Abarca casi todas las ramas del
saber humano, desde la zoología a la historia social, desde la geografía a la
sociología del arte, puestas al servicio de, una tesis científico-filosófica
que constituye, a su vez, una particular interpretación del evolucionismo
darwiniano.
Puede
decirse que dicha tesis llega a ser el fundamento de toda su filosofía social y
política y de todas sus doctrinas e interpretaciones de la realidad
contemporánea Como gozne entre aquel fundamento y estas doctrinas se encuentra
una ¿tica de la expansión vital.
Para
comprender el sentido de la tesis básica de El apoyo mutuo es necesario
partir del evolucionismo darwiniano al cual se adhiere Kropotkin,
considerándolo la última palabra de la ciencia moderna.
Hasta el
siglo XIX los naturalistas tenían casi por axioma la idea de la fijeza e
inmovilidad de las especies biológicas: Tot sunt species quot a principio
creavit infinitum ens. Aún en el siglo XIX, el más célebre de los cultores de
la historia natural, el hugonote Cuvier, seguía impertérrito en su fijismo.
Pero ya en 1809 Lamarck, en su Filosofíazoológica defendía, con gran
escándalo de la Iglesia y de la Academia, la tesis de que las especies
zoológicas se transforman, en respuesta a una tendencia inmanente, de su
naturaleza y adaptándose al medio circundante. Hay en cada animal un impulso
intrínseco (o "conato") que lo lleva a nuevas adaptaciones y lo
provee de nuevos órganos, que se agregan a su fondo genético y se transmiten
por herencia. A la idea del impuso intrínseco y la formación de nuevos órganos
exigidos por el medio ambiente se añade la de la transmisión hereditaria. Tales
ideas, a las que Cuvier oponía tres años más tarde, en su Discurso sobre las
revoluciones del globo, la teoría de las catástrofes geológicas y las
sucesivas creaciones [1], encontró indirecto apoyo en los trabajos del geólogo inglés,
Lyell, quién, en sus Principios de geología demostró la falsedad del
catastrofismo de Cuvier, probando que las causas de la alteración de la
superficie del planeta no son diferentes hoy que en las pasadas eras [2].
Lamarck
desciende filosóficamente de la filosofía de la Ilustración, pero no ha
desechado del todo la teleología. Para él hay en la naturaleza de los seres
vivos una tendencia continua a producir organismos cada vez más complejos [3].
Dicha tendencia actúa en respuesta a exigencias del medio y no sólo crea nuevos
caracteres somáticos sino que los transmite por herencia. Una voluntad
inconsciente y genérica impulsa, pues, el cambio según una ley general que
señala el tránsito de lo simple a lo complejo. Está ley servirá de base a la
filosofía sintética de Spencer. Pese a la importancia de la teoría de Lamarck
en la historia de la ciencia y aun de la filosofía, ella estaba limitada por
innegables deficiencias. Lamarck no aportó muchas pruebas a sus hipótesis;
partió de una química precientífica; no consideró la evolución sino como
proceso lineal. Darwin, en cambio, sé preocupó por acumular, sobre todo a
través de su viaje alrededor del mundo, en el Beagle un gran cúmulo de
observaciones zoológicas y botánicas; se puso al día con la química iniciada
por Lavoisier (aunque ignoró la genética fundada por Mendel) y tuvo de la
evolución un concepto más amplio y, complejo. Desechó toda clase de
teleologismo y se basó, en supuestos estrictamente mecanicistas. Sus notas
revelan que tenía conciencia de las aplicaciones materialistas de sus teorías
biológicas. De hecho, no sólo recibio la influencia de su abuelo Erasmus Darwin
y la del geólogo Lyell sino también las del economista Adam Smith, del
demógrafo Malthus y del filósofo Comte [4]. En 1859 publicó su Origen de las
especies que logró pronto universal celebridad; doce años más tarde sacó a
la luz La descendencia del hombre[5]. Darwin acepta de Lamarck la idea de
adaptación al medio, pero se niega a admitir la de la fuerza inmanente que
impulsa la evolución. Rechaza, en consecuencia, toda posibilidad de cambios
repentinos y sólo admite una serie de cambios graduales y accidentales. Formula,
en sustitución del principio lamarckiano del impulso inmanente, la ley de la
selección natural [6]. Partiendo de Malthus, observa que hay una
reproducción excesiva de los vivientes, que llevaría de por si a que cada
especie llenara toda la tierra. Si ello no sucede es porque una gran parte de
los individuos perecen. Ahora bien, la desaparición de los mismos obedece a un
proceso de selección. Dentro de cada especie surgen innúmeras diferencias; sólo
sobreviven aquellos individuos cuyos caracteres diferenciales los hacen más
aptos para adaptarse al medio. De tal manera, la evolución aparece como un
proceso mecánico, que hace superflua toda teleología y toda idea de una
dirección y de una meta. Esta ley básica de la selección natural y la
supervivencia del más- apto (que algunos filósofos comporáneos, como Popper,
consideran mera tautología) comparte la idea de la lucha por la vida (struggle
for life) [7].
Ésta se manifiesta principalmente entre los individuos de una misma especie,
donde cada uno lucha por el predominio y por el acceso a la reproducción
(selección sexual).
Herbert
Spencer, quien, antes de Darwin, había esbozado ya el plan de un vasto sistema
de filosofía sintética, extendió la idea de la evolución, por una parte, a la
materia inorgánico (Primeros Principios 1862, II Parte,) y, por otra
parte, a la sociedad y la cultura (Principios de Sociología, 18761896).
Para él, la lucha por la vida y la supervivencia. del más apto (expresión que
usaba desde 1852), representan no solamente, el mecanismo por el cual la vida
se transforma y evoluciona sí no también. la única vía de todo progreso humano
[8].
Sienta así las bases de lo que se llamará el darwinismo social, cuyos dos hijos,
el feroz capitalismo manchesteriano y el ignominioso racismo fuero tal vez más
lejos de lo que aquel pacífico burgués podía imaginar. Th. Huxley, discípulo
fiel de Darwin, publica, en febrero de 1888, en, la revista The Níneteenth
Century, un artículo que como su mismo título indica, es todo un manifiesto
del darwinismo social: The Struggle for life. A Programme [9]. Kropotkin queda
conmovido por este trabajo, en el cual ve expuestas las ideas sociales contra
las que siempre había luchado, fundadas en las teorías científicas a las que
consideraba como culminación, del pensamiento biológico contemporáneo.
Reacciona contra él y, a partir de 1890, se propone refutarlo en una serie de
artículos, que van apareciendo también en The Nineteenth Century y que
más tarde amplía y complementa, al reunirlos en un volumen titulado El apoyo
mutuo. Un factor de la evolución.
Un camino
para refutar a Huxley y al darwinismo social hubiera sido seguir los pasos de
Russell Wallace, quien pone el cerebro del hombre, al margen de la evolución.
Hay que tener en cuenta que este. ilustre sabio que formuló su teoría de la
evolución de las especies casi al mismo tiempo que Darwin, al hacer un lugar
aparte para la vida moral e intelectual del ser humano, sostenía que desde el
momento en que éste llegó a descubrir el fuego, entró en el campo de la cultura
y dejo de ser afectado por la selección natural [10]. De este modo Wallace se sustrajo, mucho más
que Darwin o Spencer, al prejuicio racial [11]. pero Kropotkin, firme en su materialismo,
no podía seguir a Wallace, quien no dudaba en postular la intervención de Dios
para explicar las características del cerebro y la superioridad moral e
intelectual del hombre.
Por otra
parte, como socialista y anarquista, no podía en, modo alguno cohonestar las
conclusiones de Huxley, en las que veía sin duda un cómodo fundamento para la
economía del irrestricto "laissez faire" capitalista, para las
teorías racistas de Gobineau (cuyo Ensayo sobre la desigualdad de las
razas humanas había sido publicados ya en 1855), para el malthusianismo,
para las elucubraciones falsamente individualistas de Stirner y de Nietzsche.
Considera,
pues, el manifiesto huxleyano como una interpretación unilateral y, por tanto,
falsa de la teoría darwinista del "struggle for life" y le propone
demostrar que, junto al principio de la lucha (de cuya vigencia no duda), se
debe tener en cuenta otro, más importante que aquél para explicar la evolución
de los animales y el progreso del hombre. Este principio es el de la ayuda
mutua entre los individuos de una misma especie (y, a veces, también entre las
de especies diferentes). El mismo Darwin había admitido este principio. En el
prólogo a la edición de 1920 de El apoyo mutuo, escrito pocos
meses antes de su muerte, Kropotkin manifiesta su alegría por el hecho de que
el mismo Spencer reconociera la importancia de "la ayuda mutua y su
significado en la lucha por la existencia'. Ni Darwin ni Spencer le otorgaron
nunca, sin embargo, el rango que le da Kröpotkin al ponerla al mismo nivel
(cuando no por encima) de la lucha por la vida como factor de evolución.
Tras un
examen bastante minucioso de la conducta de diferentes especies animales, desde
los escarabajos sepultureros y los cangrejos de las Molucas hasta los insectos
sociales (hormigas, abejas etc.), para lo cual aprovecha las investigaciones de
Lubbock y Fabre; desde el grifo-hálcón del Brasil hasta el frailecico y el
aguzanieves desde cánidos, roedores, angulados y rumiantes hasta elefantes,
jabalíes, morsas y cetáceos; después de haber descripto particularmente los
hábitos de los monos que son, entre todos los animales 'los más próximos al
hombre por su constitución y por su inteligencia', concluye que en todos los
niveles de la escala zoológica existe vida social y que, a medida que se
asciende en dicha escala, las colonias o sociedades animales se tornan cada vez
más conscientes, dejan de tener un mero alcance fisiológico y de fundamentarse
en el instinto, para llegar a ser, al fin, racionales. En lugar de sostener,
como Huxley, que la sociedad humana nació de un pacto de no agresión, Kropotkin
considera que ella existió desde siempre y no fue creada por ningún contrato,
sino que fue anterior inclusive a la existencia de los individuos. El hombre,
para él, no es lo que es sino por su sociabilidad, es decir, por la fuerte
tendencia al apoyo mutuo y a la convivencia permanente. Se opone así al
contractualismo, tanto en la versión pesimista de Hobbes (honro homini lupus),
que fundamenta el absolutismo monárquico, cómo en la optimista de Rousseau,
sobre la cual se considera basada' la democracia liberal. Para Kropotkin igual
que par Aristóteles, la sociedad es tan connatural al hombre como el lenguaje.
Nadie como el hombre merece el apelativo de "animal social" (dsóon
koinonikón).
Pero a
Aristóteles se opone al no admitir la equivalencia que éste establece entre
"animal social" y "animal político" (dsóon politikón).
Según Kropotkin, la existencia del hombre depende siempre de una coexistencia.
El hombre existe para la sociedad tanto como la sociedad para el hombre. Es
claro, por eso que su simpatía por Nietzsche no podía se¡ profunda. Considera
al nietzscheanismo, tan de moda en su época como en la nuestra, "uno de los
individualismos espúreos". Lo identifica en definitiva con el
individualismo burgués, 'que sólo puede existir bajo la condición de oprimir a
las masas y del lacayismo, del servilismo hacia la tradición, de la
obliteración de la individualidad dentro del propio opresor, como en seno de la
masa oprimida' [12]. Aun a Guyau, ese Nietzsche francés cuya
moral sin obligación ni sanción encuentra tan cercana a la ética anarquista, le
reprocha el no haber comprendido que la expansión vital a la cual aspira es
ante todo lucha por la justicia y la Libertad del pueblo. Con mayor fuerza
todavía se opone al solipsismo moral y al egotismo trascendental de Stirner,
que considera "simplemente la vuelta disimulada a la actual educación del
monopolio de unos pocos" y el derecho al desarrollo "para las
minorías privilegiadas"
Sin dejar de
reconocer, pues, que la idea de la lucha por la vida, tal como la propusieron
Darwin y Wallace, resulta sumamente fecunda,: en cuanto hace posible abarcar
una gran cantidad de hechos bajo un enunciado general, insiste en que muchos
darwinistas han restringido aquella idea a límites excesivamente estrechos y
tienden a interpretar el mundo de los animales como un sangriento escenario de
luchas ininterrumpidas entre seres siempre hambrientos y ávidos de sangre.
Gracias a ellos la literatura moderna se ha llenado con el grito de 'vae
victis" (¡ay de los vencidos!), grito que consideran como la última
palabra de la ciencia biológica. Elevaron la lucha sin cuartel a la condición
de principio y ley de la biología y pretenden que a ella se subordine el ser
humano. Mientras tanto, Marx consideraba que el evolucionismo darwiniano,
basado en la lucha por la vida, formaba parte de la revolución social [13]
y, al mismo tiempo, los economistas manchesterianos lo tenían como excelente
soporte científico para su teoría de la libre competencia, en la cual la lucha
de todos contra todos (la ley de la selva) representa el único camino hacia, la
prosperidad. Kropotkin coincide con Marx y Engels en que el darwinismo dió un
golpe de gracia a la teleología. Al intento de aprovechar para los fines de la
revolución social la idea darwinista de la vida (interpretada como lucha de
clases) le asigna relativa importancia. Por otra parte, como Marx, ataca á
Malthus, cuyo primer adversario de talla había sido Godwin, el precursor de
Proudhon y del anarquismo.
Pero la
decidida oposición al malthusianismo, que propicia la muerte masiva de los
pobres por su inadaptación al medio, y la lucha contra Huxley, que no encuentra
otro factor de evolución fuera de la perenne lucha sangrienta, no significan
que Kropotkin se adhiera a una visión idílica de la vida animal y humana
ni que se libre, como muchas veces se ha dicho, a un optimismo desenfrenado e
ingenuo. Como naturalista y hombre de ciencia está lejos de los rosados cuadros
galantes y festivos del rococó, y no comparte simple y llanamente la idea del
bien salvaje de Rousseau. Pretende situarse en un punto intermedio entre éste y
Huxley. El error de Rousseau consiste en que perdió de vista por completo la
lucha sostenida con picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter
opuesto; pero ni el optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser
aceptados como una interpretación desapasionada y científica de las naturaleza.
El ilustre
biólogo Ashley Montagu escribe a este respecto: "Es error generalizado
creer que Kropotkin se propuso demostrar que es la ayuda mutua y no la
selección natural o la competencia el principal o único factor que actúa
en el proceso evolutivo". En un libro de genética publicado recientemente
por una gran autoridad en la materia, leemos: "El reconocer la
importancia que tiene la cooperación y la ayuda mutua en la adaptación no
contradice de ninguna manera la teoría de la selección natural, según
interpretaron Kropotkin y otros". Los lectores de El apoyo mutuo
pronto percibirán hasta qué punto es injusto este comentario. Kropotkin no
considera que la ayuda mutua contradice la teoría de la selección natural. Una
y otra vez llama la atención sobre el hecho de que existe competencia en la
lucha por la vida (expresión que critica acertadamente con razones sin duda
aceptables para la mayor parte de los darwinistas modernos), una y otra vez
destaca la importancia de la teoría de la selección natural, que señala como la
más significativa del siglo XIX. Lo que encuentra inaceptable y contradictorio
es el extremismo representado por Huxley en su ensayo "Struggle for
Existence Manifesto", y así lo demuestra al calificarlo de
"atroz" en sus Memorias [14]. En efecto, en Memorias de un
revolucionario relata: "Cuando Huxley, queriendo luchar contra el
socialismo, publicó en 1888 en Nineteenth Century, su atroz articulo
"La lucha por la existencia es todo un programa", me decidí a
presentar en forma comprensible mis objeciones a su modo de entender la
referida lucha, lo mismo entre los animales que entre los hombres, materiales
que estuve acumulando durante seis años" [15]. El propósito no tuvo calurosa acogida entre
los hombres de ciencia amigos, ya que la interpretación de "la lucha por
la vida como sinónimo de ¡ay de los vencidos!", elevado al nivel de un
imperativo de la naturaleza, se había convertido casi en un dogma. Sólo dos
personas apoyaron la rebeldía de Kropotkin contra el dogma y la
"atroz" interpretación huxleyana: James Knowles, director de la
revista Nineteenth Century H.W. Bates, conocido autor de Un
naturalista en el río Amazonas. Por lo demás, la tesis que pretendía
defender, contra Huxley, había sido va propuesta por el geólogo ruso Kessler,
aunque éste a penas había aducido alguna prueba en favor de la misma. Eliseo
Reclus, con su autoridad de sabio, dará su abierta adhesión a dicha tesis y defenderá
los mismos puntos de vista que Kropotkin [16].
De la gran
masa de datos zoológicos que ha reunido infiere, pues, que aunque es cierta la
lucha entre especies diferentes y entre grupos de una misma especie, en
términos generales debe decirse que la pacífica convivencia y el apoyo mutuo
reinan dentro del grupo y de la especie, y, más aún, que aquellas especies en
las cuales más desarrollada está la solidaridad y la ayuda recíproca entre los
individuos tiene mayores posibilidades de supervivencia y evolución.
El principio
del apoyo mutuo no constituye, por tanto, para Kropotkin, un ideal ético ni
tampoco una mera anomalía que rompe las rígidas exigencias de la lucha por la
vida, sino un hecho científicamente comprobado como factor de la evolución,
paralelo y contrario al otro factor, el famoso "struggle for life".
Es claro que el principio podría interpretarse como pura exigencia moral del
espíritu humano, como imperativo categórico o como postulado o fundacional de
la sociedad y de la cultura. Pero en ese caso habría que adoptar una posición
idealista o, por lo menos, renunciar al materialismo mecanicista y, al
naturalismo antiteológico que Kropotkin ha aceptado. Si tanto se esfuerza por
demostrar que el apoyo mutuo es un factor biológico, es porque sólo así quedan
igualmente satisfechas y armonizadas sus ideas filosóficas y sus ideas
socio-políticas en una única "Weitanschaung", acorde, por lo demás,
con el espíritu de la época.
La
concepción huxleyana de la lucha por la vida, aplicada a la historia y la
sociedad humana, tiene una expresión anticipada en Hobbes, que presenta el
estado primitivo de la humanidad como lucha perpetua de todos contra todos.
Esta teoría, que muchos darwinistas como Huxley aceptan complacidos, se funda,
según Kropotkin, en supuestos que la moderna etnología desmiente, pues imagina
a los hombres primitivos unidos sólo en familias nómadas y temporales. Invoca,
a este respecto, lo mismo que Engels, el testimonio de Morgan y Bachofen. La
familia no aparece así tomo forma primitiva y originaria de convivencia sino
como producto más bien tardío de la evolución social. Según Kropotkin, la
antropología nos inclina a pensar que en sus orígenes el hombre vivía en
grandes grupos o rebaños, similares a los que constituyen hoy muchos mamíferos
superiores. Siguiendo al propio Darwin, advierte que no fueron monos
solitarios, como el orangután y el gorila, los que originaron los primeros
homínidos o antropoides, sino, al contrario, monos menos fuertes pero más
sociables, como él chimpancé. La información antropológica y prehistórica,
obtenida al parecer en el Museo Británico, es abundante y está muy actualizada
para el momento. Con ella cree Kropotkin demostrar ampliamente su tesis. El
hombre prehistórico vivía en sociedad: las cuevas de los valles de Dordogne,
por ejemplo, fueron habitadas durante el paleolítico y en ellas se han
encontrado numerosos instrumentos de sílice. Durante el neolítico, según se
infiere de los restos palafíticos de Suiza, los hombres vivían y laboraban en
común y al parecer en paz. También estudia, valiéndose de relatos de viajeros y
estudios etnográficos, las tribus primitivas que aun habitan fuera de Europa
(bosquimanos, australianos, esquimales, hotentotes, papúes etc.), en todas las
cuales encuentra abundantes pruebas de altruismo y espíritu comunitario entre
los miembros del clan y de la tribu. Adelantándose en cierta manera a estudios
etnográficos posteriores, intenta desmitologizar la antropofagia, el
infanticidio y otras prácticas semejantes (que antropólogos y misioneros de la
época utilizaban sin duda para justificar la opresión colonial). Pone de
relieve, por el contrario, la abnegación de los individuos en pro de la
comunidad, el débil o inexistente sentido de la propiedad privada, la actitud
más pacífica de lo que se suele suponer, la falta de gobierno. En este, punto,
Kropotkin es evidentemente un precursor de la actual antropología política de
Clastres [17].
Aunque considera inaceptable tanto la visión rousseauniana del hombre primitivo
cual modelo de inocencia y de virtud, como la de Huxley y muchos antropólogos
del siglo XIX, que lo consideran una bestia sanguinaria y feroz, cree que esta
segunda visión es más falsa y anticientífica que la primera. En su lucha por la
vida -dice Kropotkin- el hombre primitivo llegó a identificar su propia
existencia con la de la tribu, y sin tal identificación jamás hubiera negado la
humanidad al nivel en que hoy se halla. Si los pueblos "bárbaros"
parecen caracterizarse por su incesante actividad bélica, ello se debe, en
buena parte, según nuestro autor, al hecho de que los cronistas e
historiadores, los documentos y los poemas épicos, sólo consideran dignas de
mención las hazañas guerreras y pasan casi siempre por alto las proezas del
trabajo, de la convivencia y de la paz.
Gran
importancia concede a la comuna aldeana, institución universal y célula de toda
sociedad futura, que existió en todos los pueblos y sobrevive aun hoy en
algunos. En lugar de ver en ella, como hacen no pocos historiadores, un
resultado de la servidumbre, la entiende como organización previa y hasta
contraria a la misma. En ella no sólo se garantizaban a cada campesino los
frutos de la tierra común sino también la defensa de la vida y el solidario
apoyo en todas las necesidades de la vida. Enuncia una especie de ley
sociológica al decir que, cuanto más íntegra se conserva la obsesión comunal,
tanto más nobles y suaves son las costumbres de los pueblos. De hecho, las
normas morales de los bárbaros eran muy elevadas y el derecho penal
relativamente humano frente a la crueldad del derecho romano o bizantino.
Las aldeas
fortificadas, se convirtieron desde comienzos del Medioevo en ciudades, que
llegaron a ser políticamente análogas a las de la antigua Grecia. Sus
habitantes, con unanimidad que hoy parece casi inexplicable, sacudieron por
doquier el yugo de los señores y se rebelaron contra el dominio feudal. De tal
modo, la ciudad libre medieval, surgida de la comuna bárbara (y no del
municipio romano, como sostiene Savigny), llega a ser, para Kropotkin,
la expresión tal vez más perfecta de una sociedad humana, basada en el libre
acuerdo y en el apoyo mutuo. Kropotkin sostiene, a partir de aquí, una
interpretación de la Edad Medía que contrasta con la historiografía de la
Ilustración y también, en gran parte, con la historiografía liberal, y
Marxista. Inclusive algunos escritores anarquistas, como Max Nettlau, la
consideran excesivamente laudatoria e idealizada [18].
Sin embargo, dicha interpretación supone en el Medioevo un claro dualismo por
una parte, el lado oscuro, representado por la estructura vertical del
feudalismo (cuyo vértice ocupan el emperador y el papa); por otra, el lado
claro y luminoso, encarnado en la estructura horizontal de las ligas de
ciudades libres (prácticamente ajenas a toda autoridad política). Grave error
de perspectiva sería, pues, equiparar está reivindicación de la edad Media, no
digamos ya con la que intentaron ultramontonos como De Maistre o Donoso Cortés
sino inclusive con la que propusieron Augusto Comte y algunos otros
positivistas [19].
Para
Kropotkin, la ciudad libre medieval es como una preciosa tela, cuya urdimbre
está constituida por los hilos de gremios y guiadas. El mundo libre del
Medioevo es, a su vez, una tela más vasta (que cubre toda Europa, desde Escocia
a Sicilia y desde Portugal a Noruega), formada por ciudades libremente
federadas y unidas entre sí por pactos de solidaridad análogos a los que unen a
los individuos en gremios y guiadas en la ciudad. No le hasta, sin embargo,
explicar así la estructura del medioevo libertario. Juzga indispensable
explicar también su génesis. Y, al hacerlo, subraya con fuerza esencial la
lucha contra el feudalismo, de tal modo que, si tal lucha basta para dar razón
del nacimiento de gremios, guiadas, ciudades libres y ligas de ciudades, la
culminación de la misma explica su apogeo, y la decadencia posterior su derrota
y absorción por el nuevo Estado absolutista de la época moderna. Las guiadas
satisfacían las necesidades sociales mediante la cooperación, sin dejar de
respetar por eso las libertades individuales. Los gremios organizaban el
trabajo también sobre la base de la cooperación y con la finalidad de
satisfacer las necesidades materiales, sin preocuparse, fundamentalmente par el
lucro. Las ciudades, liberadas del yugo feudal estaban regidas en la mayoría de
los casos por una asamblea popular. Gremios y guildas tenían, a su vez, una
constitución más igualitaria de lo que se suele suponer. la diferencia entre
maestro y aprendiz menos en un comienzo una diferencia de edad más que de poder
o riqueza, y no existía el régimen del salariado. Sólo en la baja Edad Media,
cuando las ciudades libres, comenzaron a decaer por influencia de una monarquía
en proceso, de unificación y de absolutización del poder, el cargo de maestro
de un gremio empezó, a ser hereditario y el trabajo de los artesanos comenzó a
ser alquilado a patronos particulares Aun entonces, el salario que percibían
era muy superior al de los obreros industriales del. siglo XIX, se realizaba en
mejores condiciones y en jornadas más cortas (que, en Inglaterra no sumaban más
de 48 horas por semana) [20]. Con esta sociedad de trabajadores libres
solidarios se asociaba necesariamente, según Kropotkin, el arte grandioso de
las catedrales, obra, comunitaria para el disfrute de la comunidad. La pintura
no la ejecutaba un genio solitario para ser después guardada en los salones de
un duque ni los poetas componían sus versos para que los leyera en su alcoba la
querida del rey. Pintura y poesía, arquitectura a y música surgían del pueblo y
eran, por eso, muchas veces, anónimas; su finalidad era también el goce
colectivo y la elevación espiritual del pueblo. Aun en la filosofía medieval ve
Kropotkin un poderoso esfuerzo "racionalista", no desconectado con el
espíritu de las ciudades libres. Esto, aunque resulte extraño para muchos,
parece coherente con toda la argumentación anterior: ¿Acaso la universidad,
creación esencialmente medieval, no era en sus orígenes un gremio (universitas
magistrorum et scolarium), igual que los demás? [21].
La
resurrección del derecho romano y la tendencia a constituir Estados
centralizados y unitarios, regidos por monarcas absolutos, caracterizó el
comienzo de la época moderna. Esto puso fin no sólo al feudalismo (con la
domesticación de los aristócratas, transformados en cortesanos) sino también en
las ciudades libres (convertidas en partes integrantes de un calado unitario).
Los Ubres ciudadanos se convierten en leales súbditos burgueses del rey. No por
eso desaparece el impulso connatural hacia la ayuda mutua y hacia la libertad,
que se manifiesta en la prédica comunista y libertaria de muchos herejes (husitas,
anabaptistas etc.). Y aunque es verdad que la edad moderna comparte un
crecimiento maligno del Estado que corno cáncer devora las instituciones
sociales libres, y promueve un individualismo malsano (concomitante o secuela
del régimen capitalista), aquel impulso no ha muerto. Se manifiesta durante el
siglo XIX, en las uniones obreras, que prolongan el espíritu de gremios y
guiadas en el contexto de la lucha obrera contra la explotación capitalista. En
Inglaterra, por ejemplo, donde Kropotkin vivía, la derogación de las
leyes contra tales uniones (Combinatioms Laws), en 1825, produjo una
proliferación de asociaciones gremiales y federaciones que Owen, gran promotor
del socialismo en aquel país, logró federar dentro de la "Gran Unión
Consolidada Nacional". Pese a las continuas trabas impuestas par el
gobierno de la clase propietaria, los sindicatos (trade unions) siguieron
creciendo en Inglaterra. Lo mismo sucedió en Francia y en los demás países
europeos y americanos, aunque a veces las persecuciones los obligaran a una
actividad clandestina subterránea. Kropotkin ve así la lucha obrera de los
sindicatos y en el socialismo la más significativa (aunque no la única)
manifestación de la ayuda mutua y de la solidaridad en los días en que le tocó
vivir. El movimiento obrero se caracteriza, por él, por la abnegación, el
espíritu de sacrificio y el heroísmo de sus militantes. Al sostener esto, no
está sin duda exagerando nada, en una época en que sindicatos estaban lejos de
la burocratización y la mediatización estatal que hoy los caracteriza en casi
todas partes, aun cuando la Internacional había sido ya disuelta gracias a las
maquinaciones burocratizantes de Carlos Marx y sus amigos alemanes. Algunos
sociólogos burgueses, que hacen gala de un "realismo" verdaderamente
irreal, se han burlado del "ingenuo optimismo" de Kropotkin y, en
nombre del evolucionismo darwiniano, han pretendido negarle sólidos fundamentos
científicos. Esto no obstante, su ingente esfuerzo por hallar una base
biológica para el comunismo libertario, no puede ser tenida hoy como
enteramente descaminada. Es verdad que, como dice el ilustre zoólogo
Dobzhansky, fue poco critico en algunas de las pruebas que adujo en apoyo de
sus opiniones. Pero de acuerdo con el mismo autor, una versión modernizada de
su tesis, tal como la presentada por Ashley Montagu, resulta más bien
compatible que contradictoria con la moderna teoría de la selección natural.
Para Dobzhansky, uno de los autores de la teoría sintética de la evolución,
elaborada entre 1936 y 1947 como fruto de las observaciones experimentales
sobre la variabilidad de las poblaciones y la teoría cromosómica de la herencia
[22],
la aseveración de que en la naturaleza cada individuo no tiene más opción que
la de comer o ser comido resulta tan poco fundada como la idea de que en ella
todo es dulzura y paz. Hace notar que los ecólogos atribuyen cada vez mayor
importancia a las comunidades de la misma especie y que la especie no podría
sobrevivir sin cierto grado de cooperación y ayuda mutua [23].
Los trabajos de C.H. Waddington, como Ciencia y ética, por ejemplo, van
todavía más allá en su aproximación a las ideas de Kropotkin sobre el apoyo
mutuo. Un etólogo de la escuela de Lorenz Irenaeus Eibl-Eibesfeldt, sin
adherirse por completo a las conclusiones de El apoyo mutuo, reconoce
que, en lo referente al altruismo y la agresividad, ellas están más próximas a
la verdad científica que las de sus adversarios. Para Eibl-Eibesfeld, los
impulsos agresivos están compensados, en el hombre, por tendencias no menos
arraigadas a la ayuda mutua [24]. Pese a los años transcurridos, que no
son. pocos si se tiene en cuenta la aceleración creciente de los
descubrimientos de la ciencia, la obra con que Kropotkin intentó brindar una
base biológica al comunismo libertario, no carece hoy de valor científico.
Además de ser un magnífico exponente de la soñada alianza entre ciencia y
revolución, constituye una interpretación equilibrada y básicamente aceptable
de la evolución biológica y social. El ya citado Ashley Montagu escribe:
"Hoy en, día El Apoyo Mutuo es la más famosa de las muchas obras
escritas por Kropotkin; en rigor, es ya un clásico. El punto de vista que
representa se ha ido abriendo camino lenta pero firmemente, y seguramente
pronto entrará a formar parte de los cánones aceptados de la biología
evolutiva",[25].
Angel J. Cappelletti
NOTAS
[1]
Cfr. H. Daudin, Cuvier et Lanzarck, París, 1926
[2]
Cfr. G. Colosi, La doctrina dell evolucione e le teorie evoluzionistiche,
Florencia, 1945
[3] S.
J. Gould, Desde Darwin, Madrid, 1983, p. 80.
[4] R.
Grasa Hernández, El evolucionismo: de Darwin a la sociobiología, Madrid,
1986, p. 43.
[5] Cfr. J.
Rostand, Charles Darwin, París, 1948; P. Leonardi, Darwin
Brescia, 1948; M.T. Ghiselin, The Triumph of the Darwinian Method Chicago,
1949.
[6] Cfr. A.
Pauli, Darwinisimusund Lamarckismus, Muninch, 1905.
[7] Cfr. G. De
Beer, Charles Darwin, Evolution by Natural Selection Londres, 1963.
[8] Cfr. W.H.
Hudson, Introditction to the Philosophy of Herbert Spencer Londres,
1909.
[9]
Cfr. W. Irvine, T. H. Huxley Londres, 1960.
[10]
R. Grasa Hernández, op. cit. p. 57.
[11] Cfr. W.B.
George, Biologist philosopher.- A Study of the Life and Writings of
A. R. Wallace, Nueva York, 1964.
[12]
Felix García Moriyón Del socialismo utópico al anarquismo, Madrid, 1985,
p. 59.
[13] J. Hewetson,
"Mutual Aid and Social Evolution", Anarchy 55 p.258.
[14]
Ashley Montagu, Prólogo a El Apoyo Mutuo, Buenos Aires, 1970, PP. VII -
VIII.
[15]
P. Kropotkin, Memorias de un revolucionario, Madrid, 1973 p. 419.
[16]
Cfr. E. Reclus, Correspondance París, 1911 - 1925.
[17]
Cfr. P. Clastres, La sociedad contra el Estado, Caracas, 1978.
[18]
Alvarez Junco, Introducción a Panfletos revolucionarios de Kropotkin,
Madrid, 1977, p. 26.
[19]
D. Negro Pavón, Comte: Positivismo y revolución, Madrid, 1985, PP. 98 -
99.
[20] Cfr. Thorold
Rogers, Six Centuries of Wages.
[21] E. Bréhier, La
philosophie du Moyen Age, París, 1971, p. 226.
[22]
R. Grasa Hernández, op. cit. p.91.
[23]
T. Dobzhansky, Las bases biológicas de la libertad humana, Buenos Aires,
1957, p. 58.
[24]
G. Eibl-Eibesfeldt, Amor y odio. Historia de las pautas elementales del
comportamiento, México, 1974, p. 8.
[25] Ashley
Montagu, op. cit. p. IX.
El "Apoyo Mutuo", de Kropotkin, es uno de los grandes libros del mundo.
Un hecho que evidencia tal afirmación es el que está siendo continuamente
reeditado y que también constantemente se encuentra agotado. Es un libro
que siempre ha sido difícil de conseguir, incluso en bibliotecas, pues
parece estar en demanda perenne.
Cuando
Kropotkin decidió marchar a Siberia, en julio de 1862, la geografía, zoología, botánica y
antropología de esta región era escasamente conocida. Allí, su trabajo de
investigación en este tema fue sobresaliente. Las publicaciones
resultantes de sus observaciones meteorológicas y geográficas fueron publicadas
por la Sociedad Geográfica Rusa, y por este trabajo Kropotkin recibió
una de sus medallas de oro. La teoría kropotkíniana sobre el desarrollo
de la estructura geográfica de Asia represento una de las grandes
generalizaciones de la geografía científica, y es suficiente como para
'darle un lugar permanente en la historia de esta ciencia. Kropotkin
mantuvo a lo largo de toda su vida un interés activo por esta ciencia,
y, además de muchas conferencias sobre el tema y artículos en revistas
científicas y publicaciones de carácter general, escribió artículos
geográficos- en la Geografía Universal de Reclus, en la Enciclopedia
Chambers y en la Enciclopedia Británica.
El trabajo
de Kropotkin en zoología fue principalmente el de un naturalista de campo. De 1862 a
1866, en que marchó de Siberia, Kropotkin aprovechó 'al máximo las
oportunidades que tuvo para estudiar la vida de la naturaleza. Bajo la
influencia del "Origen de las especies", de Darwin (1859),
Kropotkin, como nos dice en el primer párrafo del presente libro, buscó
atentamente "esa amarga lucha por la subsistencia entre animales de
la misma especie" que era considerada por la mayoría de los
Darwinistas (aunque no siempre por Darwin mismo" como la
característica dominante de la lucha por la vida y el principal factor
de evolución.
Lo que
Kropotkin vio con sus propios ojos, sobre el terreno, le motivó a desarrollar ciertas dudas graves
en lo que concierne a la teoría de Darwin, dudas que no llegarían, sin
embargo, a encontrar expresión plena hasta que T. H. Huxley, en su
famoso "Manifiesto de la lucha por la existencia", (titulado
"La lucha por la existencia: un programa") le dio ocasión para
ello.
Otro gran
cambio operado en Kropotkin por su experiencia siberiana fue su toma de conciencia de la
"absoluta imposibilidad de hacer nada realmente útil a la masa del
pueblo por medio de la maquinaria administrativa". "De este
engaño -escribe en sus "Memorias"- me desprendí para
siempre... perdí en Siberia toda clase de fe en la disciplina estatal
que antes hubiera tenido. Estaba preparado para convertirme en un
anarquista". Y en un anarquista se convirtió, y permaneció siéndolo
toda su vida.
Viviendo,
como hizo, entre los nativos de Siberia, a lo largo de las riberas del Amur, Kropotkin
descubrió, impresionado, el papel que las masas desconocidas juegan en
el desarrollo y realización de todos los acontecimientos históricos. "Desde
los diecinueve a los veinticinco años, escribe, tuve que proyectar
importantes planes de reforma, tratar con cientos de hombres en el Amur,
preparar y llevar a cabo arriesgadas expediciones con medios
ridículamente pequeños, etc.; y si todas estas cosas terminaron con más
o menos éxito yo lo achaco solamente al hecho de que pronto comprendí
que, en e¡ trabajo serio, el mando y la disciplina son de poco provecho.
Se requieren en todas partes hombres de iniciativa; pero una vez que el
impulso ha sido dado, la empresa debe ser conducida, especialmente en
Rusia, no al modo militar, sino en una especie de manera comunal,
por medio del entendimiento común. Yo desearía que todos los creadores
de planes de disciplina estatal pudieran pasar por la escuela de la vida
real antes de que empezaran a proyectar sus utopías estatales. Entonces
escucharíamos muchos menos esfuerzos de organización militar y piramidal
de la sociedad que en la actualidad..
Este pasaje
es clave para la comprensión de Kropotkin como filósofo anarquista. Para él el anarquismo
era una parte de la filosofía que debía ser tratada por los mismos
métodos que las ciencias naturales. El veía el anarquismo como el medio
por el cual podía ser establecida la justicia (esto es, igualdad y
reciprocidad), en todas las relaciones humanas, en todo el orbe de la
humanidad.
Aunque el
"Apoyo mutuo" ha tenido innumerables admiradores y ha influido en el pensamiento y la
conducta de muchas personas, también ha sufrido alguna falta de
comprensión por parte de aquellos que conocen el libro de segunda o
tercera mano, o que habiéndole leído en su juventud no tienen más que un
vago recuerdo de su carácter,
Un error muy
extendido es que Kropotkin pretendió mostrar que la ayuda mutua y no la selección o
competición natural, es el principal o el único factor implicado en el
proceso evolutivo. En un reciente libro sobre genética de un gran
maestro en el tema se afirma, que "el reconocimiento de la importancia
adaptable de la cooperación y el socorro mutuo no contradice, de ningún
modo, la teoría de la selección natural, como fue forzado a pensar por
Kropotkin y otros". Los lectores de "El apoyo mutuo"
percibirán pronto lo injusto de este comentario. Kropotkin no consideró
que la ayuda mutua contradijera la teoría de la selección natural. Una y
otra vez llama la atención del lector sobre el hecho de la competición
en la lucha por la existencia (frase que muy correctamente critica en
términos que ciertamente serían aceptables para la mayoría de los
darwinistas modernos); una y otra vez subraya la importancia de la teoría
de, la selección natural como la más significativa generalización del siglo
XIX. Lo que Kropotkin encontró inaceptable y contradictorio era el extremismo
evolucionista representado por Huxley en su "Manifiesto de la lucha
por la existencia". Ello le iba a la filosofía de la época, el laissez-faire,
como anillo al dedo. A Kropotkin no le gustaban sus implicaciones, ni
políticas ni en cuanto al evolucionismo. Habiendo ya dedicado durante
varios años mucha reflexión a estas materias, Kropotkin decidió contestara
Huxley con amplitud.
Hoy "El
apoyo mutuo" es el más famoso de los muchos libros de Kropotkin. Es un clásico. El punto
de vista que representa se ha abierto camino lenta, pero firmemente, y,
en verdad, poco lejos estamos del momento en que se convierta en parte
del canon generalmente aceptado de la biología evolucionista.
A la luz de
la investigación científica, en los muchos campos que toca "El apoyo mutuo" desde su
publicación, los datos de Kropotkin y la discusión que basa en ellos se
mantienen notablemente en pie. Los trabajos de ecólogos como Allen y sus
alumnos, de Wheeler, Emerson y otros, de antropólogos, demasiado
numerosos como para nombrarlos, sobre pueblos primitivos y sin
literatura, y de naturalistas, han servido abundantemente cada uno en su
campo para confirmar las principales tesis de Kropotkin. Nuevos datos pueden
llegar a ser obtenidos, pero ya podemos ver con seguridad que todos
ellos servirán mayormente para apoyar la conclusión de Kropotkin de que
"en el progreso ético del hombre, el apoyo mutuo -y no la lucha
mutua- ha constituido la parte determinantes. En su amplia extensión,
incluso en los tiempos actuales, vemos también la mejor garantía de una
evolución aún más sublime de nuestra raza.
Asmley
Montagu
Mientras preparaba la impresión de esta edición rusa de mi libro
-la primera que ha
sido traducida del libro Mutual aid: a Factor of Evolution, y no de los
artículos publicados en la revista inglesa- he aprovechado para revisar
cuidadosamente todo el texto, corregir pequeños errores y completar los
apéndices basándome en algunas obras nuevas, en parte respecto a la
ayuda mutua entre los animales (apéndice III, VI y VIII), y en parte
respecto a la propiedad comunal en Suiza e Inglaterra (apéndices XVI y
XVII).
P. K.
Bromley, Kent. Mayo 1907.
Mis investigaciones sobre la ayuda mutua entre los animales y
entre los hombres se imprimieron por vez primera en la revista inglesa Nineteenth
Century. Los dos primeros capítulos sobre la: sociabilidad en los animales
y sobre la fuerza adquirida por las especies sociables en la lucha por la
existencia, eran respuesta al artículo desconocido fisiólogo y darwinista
Huxley, aparecido en Nineteenth Century en febrero de 1888 -"La
lucha por la existencia: un programas en donde se pintaba la vida de los
animales como una lucha desesperada de uno contra todos. Después de la:
aparición de mis dos artículos, donde refuté esa opinión, el editor de la
revista, James Knowies, expresando mucha simpatía hacia mi trabajo, y rogándome
que lo continuara, observó: "Es indudable que usted ha demostrado su
posición en cuanto a los animales, pero ¿cuál es su posición con respecto al
hombre primitivo?"
Esta
observación. me alegró mucho, puesto que, indudablemente, reflejaba no sólo la
opinión de Knowles, sino también la de Herbert Spencer, con el cual
Knowles se veía a menudo en Brighton, donde ambos vivían muy próximos El
reconocimiento por Spencer de la ayuda mutua Y su significado en la lucha por
la existencia era muy importante. En cuanto a sus opiniones sobre el hombre
primitivo, era sabido que estaban formadas sobre la base de las deducciones
falsas acerca de los salvajes, hechas por los misioneros y los viajeros
ocasionales del siglo dieciocho y principios del diecinueve. Estos datos fueron
reunidos para Spencer por tres de sus colaboradores, y publicados por ellos
mismos bajo el título de Datos de la Sociología, en ocho grandes tomos;
fundado en éstos escribió él su obra Bases de la Sociología.
Sobre la
cuestión del hombre respondí también en dos artículos, donde, después de un
estudio cuidadoso de la rica literatura moderna sobre las complejas
instituciones de la vida tribal, que no podían analizar los primeros viajeros y
misioneros, describí estas instituciones entre los salvajes y los llamados
"bárbaros". Esta obra, y especialmente el conocimiento de la
Comuna rural a principios de la Edad Media, que desempeñó un enorme papel en el
desarrollo de la civilización que renacía nuevamente, me condujeron al estudio
de la etapa siguiente, aún más importante, del desarrollo de Europa -de la
ciudad medíeval libre y sus guiadas de artesanos-. Señalando luego
el papel corruptor del Estado militar que destruyó el libre desarrollo de las
ciudades libres, sus artes, oficios, ciencias y comercio, mostré, en el último
artículo, que a pesar de la descomposición de las federaciones y uniones libres
por la centralización estatal, estas federaciones y uniones comienzan a
desarrollarse ahora cada vez más, y a apoderarse de nuevos dominios. La
ayuda mutua en la sociedad moderna constituyó, de tal modo, el
último artículo de mi obra sobre la ayuda mutua.
Al editar
estos artículos en libro, introduce al unos agregados esenciales, especialmente
acerca de la relación de mis opiniones con respecto a la lucha darwiniana por
la existencia; y en los apéndices cité algunos hechos nuevos y analicé algunas
cuestiones que, a causa de su brevedad, hube de omitir en los artículos de la
revista.
Ninguna de
las ediciones en lenguas europeas occidentales, y tampoco las escandinavas y
polacas fueron hechas, naturalmente, de los artículos, sino del libro, y es por
ello que contenían los agregados hechos en el texto y los apéndices. De las
traducciones rusas sólo una, aparecida en 1907, en la Editorial Conocimientos
(Znania) era completa; además, introduje, fundado en nuevas obras, varios
apéndices nuevos, parte sobre la ayuda mutua entre los animales y parte sobre
la propiedad comunal de la tierra en Inglaterra y Suiza. Las otras ediciones
rusas fueron hechas de los artículos de la revista inglesa, y no del libro, y
por ello no tienen los agregados hechos por mí en el texto, o bien han omitido
los ,apéndices. La edición que se ofrece ahora contiene completos todos los
agregados y apéndices, y he revisado nuevamente todo el texto y la traducción.
P. K.
Dmitrof,
marzo 1920.
Dos rasgos característicos de la vida animal de la Siberia
Oriental y del Norte de Manchuria llamaron poderosamente mi atención durante
los viajes que, en mi juventud, realicé por esas regiones del Asia Oriental.
Me llamó la
atención, por una parte, la extraordinaria dureza de la lucha por la existencia
que deben sostener la mayoría de las especies animales contra la naturaleza
inclemente, así como la extinción de grandes cantidades de individuos, que
ocurría periódicamente, en virtud de causas naturales, debido a lo cual se
producía extraordinaria pobreza de vida y despoblación en la superficie de los
vastos territorios donde realizaba yo mis investigaciones.
La otra
particularidad era que, aun en aquellos pocos puntos aislados en donde la vida
animal aparecía en abundancia, no encontré, a pesar de haber buscado
empeñosamente sus rastros, aquella lucha cruel por los medios de subsistencia entre
los animales pertenecientes a una misma especie que la mayoría de
los darwinistas (aunque no siempre el mismo Darwin) consideraban como el rasgo
predominante y característica de la lucha por la vida, y como la principal
fuerza activa del desarrollo gradual en el mundo de los animales.
Las
terribles tormentas de nieve que azotan la región norte de Asia al final del
invierno, y la congelación que a menudo sucede a la tormenta; las heladas, las
nevadas que se repiten todos los años en la primera quincena de mayo cuando los
árboles están en plena floración y la vida de los insectos en su apogeo; las
ligeras heladas tempranas y, a veces, las nevadas abundantes que caen ya en
julio y en agosto, aun en las regiones de los prados de la Siberia Occidental,
aniquilando, repentinamente, no sólo miríadas de insectos, sino también la
segunda nidada de las aves; las lluvias torrenciales, debidas a los monzones,
que caen en agosto en las regiones templadas del Amur y del Usuri, y se
prolongan semanas enteras y producen inundaciones en las tierras bajas del Amur
y del Sungari en proporciones tan grandes como sólo se conoce en América y Asia
Oriental, y, en los altiplanos, grandísimas extensiones se transforman en
pantanos comparables, por sus dimensiones, con Estados europeos enteros, y, por
último, las abundantes nevadas que caen a veces a principios de octubre, debido
a las cuales un vasto territorio, igual por su extensión a Francia o Alemania,
se hace completamente inhabitable para los rumiantes que perecen, entonces, por
millares; éstas son las condiciones en que se sostiene la lucha por la vida en
el reino animal del Asia Septentrional.
Estas
difíciles condiciones de la vida animal ya entonces atrajeron mi atención hacia
la extraordinaria importancia, en la naturaleza, de aquellas series de
fenómenos que Darwin llama "limitaciones naturales a la
multiplicación" en comparación con la lucha por los medios de
subsistencia. Esta última, naturalmente, se produce no sólo entre las
diferentes especies, sino también entre los individuos de la misma especie,
pero jamás alcanza la importancia de los obstáculos naturales a la
multiplicación. La escasez de la población, no el exceso, es el rasgo
característico de aquella inmensa extensión del globo que llamamos Asia
Septentrional.
Por consiguiente,
ya desde entonces comencé a abrigar serias dudas, que más tarde no hicieron
sino confirmarse, respecto a esa terrible y supuesta lucha por el alimento y la
vida dentro de los límites de una misma especie, que constituye
un verdadero credo para la mayoría de los darwinistas. Exactamente del mismo
modo comencé a dudar respecto a la influencia dominante que ejerce esta clase
de lucha, según las suposiciones de los darwinistas, en el desarrollo de las
nuevas especies.
Además,
dondequiera que alcanzaba a ver la vida animal abundante y bullente como, por
ejemplo, en los lagos, donde, en primavera decenas de especies de aves y
millones de individuos se reúnen para empollar sus crías o en las populosas
colonias de roedores, o bien durante la migración de las aves que se producía,
entonces, en proporciones puramente "americanas" a lo largo del valle
del Usuri, o durante una enorme emigración de gamos que tuve oportunidad de ver
en el Amur, en que decenas de millares de estos inteligentes animales huían en grandes
tropeles de un territorio inmenso, buscando salvarse de las abundantes nieves
caídas, y se reunían en grandes rebaños para atravesar el Amur en el punto más
estrecho, en el Pequeño Jingan; en todas estas escenas de la vida animal que se
desarrollaba ante mis ojos, veía yo la ayuda y el apoyo mutuo llevado a tales
proporciones que involuntariamente me hizo pensar, en la enorme importancia que
debe tener en la economía de la naturaleza, para el mantenimiento de la
existencia de cada especie, su conservación y su desarrollo futuro.
Por último,
tuve oportunidad de observar entre el ganado cornúpeta semisalvaje y entre los
caballos en la Transbaikalia, y en todas partes entre las ardillas y los
animales salvajes en general, que cuando los animales tedian que luchar contra
la escasez de alimento debida a una de las causas ya indicadas, entonces todo
la parte de la especie a quien afectaba esta calamidad salía de la prueba
experimentada con una pérdida de energía y salud tan grande que ninguna
evolución progresista de las especies podía basarse en semejantes
períodos de lucha aguda.
Debido a las
razones ya expuestas, cuando más tarde las relaciones entre el darwinismo y la
sociología atrajeron mi atención, no pude estar de acuerdo con ninguno
de los numerosos trabajos que juzgaban de un modo u otro una cuestión
extremadamente importante. Todos ellos trataban de demostrar que el hombre,
gracias a su inteligencia superior y a sus conocimientos puede suavizar la
dureza de la lucha por la vida entre los hombres pero al mismo tiempo, todos
ellos reconocían que la lucha por los medios de subsistencia de cada animal
contra todos sus congéneres, y de cada hombre contra todos los hombres, es una
"ley. natural". Sin embargo, no podía estar de acuerdo con este punto
de vista, puesto que me había convencido antes de que, reconocer la despiadada
lucha interior por la existencia en los límites de cada especie, y considerar
tal guerra como una condición de progreso, significaría aceptar algo que no
sólo no ha sido demostrado aún, sino que de ningún modo es confirmado por la
observación directa.
Por otra
parte, habiendo llegado a mi conocimiento la conferencia "Sobre la
ley de la ayuda mutua", del profesor Kessler, entonces decano de la
Universidad de San Petersburgo, que pronunció en un Congreso de naturalistas
rusos, en enero de. 1880, vi que arrojaba nueva luz sobre toda esta cuestión.
Según la opinión de Kessler, además de la ley de lucha mutua, existe en
la naturaleza también la ley de ayuda mutua, que, para el éxito
de la lucha por la vida y, particularmente, para la evolución progresiva
de las especies, desempeña un papel mucho más importante que la ley de la lucha
mutua. Esta hipótesis, que no es en realidad más que el desarrollo máximo de
las ideas anunciadas por el mismo Darwin en su Origen del hombre, me
pareció tan justa y tenía tan enorme importancia, que, desde que tuve
conocimiento de ello (en 1883), comencé a reunir materiales para el máximo
desarrollo de esta idea que Kessler apenas tocó, en su discurso, y no tuvo tiempo
de desarrollar, puesto que murió en 1881.
Solamente en
un punto no pude estar completamente de acuerdo con las opiniones de Kessler.
Mencionaba éste los "sentimientos familiares" y los cuidados de la
descendencia (véase capítulo 1) como la fuente de las inclinaciones mutuas de
los animales. Pero creo que el determinar cuánto contribuyeron realmente estos
dos sentimientos al desarrollo de los instintos sociales entre los animales y
cuánto los otros instintos actuaron en el mismo sentido constituye una cuestión
aparte, y muy compleja, a la cual apenas estamos, ahora, en condiciones de
responder. Sólo después que establezcamos bien los hechos mismos de la ayuda
mutua entre las diferentes clases de animales y su importancia para la
evolución podremos determinar qué parte del desarrollo de los instintos
sociales corresponde a los sentimientos familiares y qué parte a la
sociabilidad misma; y el origen de la última, evidentemente, se ha de buscar en
los estadios más elementales de evolución del mundo animal hasta, quizá, en los
"estadios coloniales". Debido a esto, dediqué toda mi atención a
establecer, ante todo, la importancia de la ayuda mutua como factor de
evolución, especialmente de la progresiva, dejando para otros
investigadores el problema del origen de los instintos de ayuda mutua en
la Naturaleza,
La
importancia del factor de la ayuda mutua -"si tan sólo pudiera demostrarse
su generalidad"- no escapó a la atención de Goethe, en quien de manera tan
brillante se manifestó el genio del naturalista. Cuando, cierta vez, Eckerman
contó a Goethe -sucedía esto en el año 1827- que dos pichoncillos de
"reyezuelo", que se le habían escapado cuando mató a la madre, fueron
hallados por él, al día siguiente, en un nido de pelirrojos que los alimentaban
ala par de los suyos, Goethe se emocionó mucho por este relato. Vio en ello la
confirmación de sus opiniones panteístas sobre la, naturaleza y dijo: "Si
resultara, cierto que alimentar a los extraños es inherente a la naturaleza
toda, como algo que tiene carácter de ley general, muchos enigmas quedarían
entonces resueltos. Volvió sobre esta cuestión al día siguiente, -y rogó a
Eckerman (quien, como es sabido, era zoólogo) que hiciera un estudio especial
de ella, agregando que Eckerman, sin duda, podría obtener "resultados
valiosos e inapreciables" (Gespráche, ed. 1848, -tomo III, págs.
219, 221). Por desgracia, tal estudio nunca fue emprendido, aunque es muy
probable que Brehm, que ha reunido en sus obras materiales tan ricos sobre la
ayuda mutua entre los animales, podría haber sido llevado a esta idea por la
observación citada de Goethe.
Durante los
años 1878-1886 se imprimieron varias obras voluminosas sobre la inteligencia y
la vida mental de los animales (esas obras se citan en las notas del capítulo I
de este libro), tres de las cuales tienen una relación más estrecha con la
cuestión que nos interesa, a: saber: Les Sociétés animales, de
Espinas (Paris, 1887); La lutte pour I'existence et l'association
pour la lutte, conferencia de Lanessan (abril 1881); y el
libro, cuya primera edición apareció en el año 1881 ó 1882, y la segunda,
considerablemente aumentada, en 1885. Pero, a pesar de la excelente calidad de
cada una, estas obras dejan, sin embargo, amplio margen para una investigación
en la que la ayuda mutua fuera considerada no solamente en calidad de argumento
en favor del origen prehumano de los instintos morales, sino también como una
ley de la naturaleza y un factor de evolución.
Espinas
llamó especialmente la atención sobre las sociedades de animales (hormigas,
abejas) que están fundadas en las diferencias fisiológicas de estructura de los
diversos miembros de la misma especie y la división fisiológica del trabajo
entre ellos, y aun cuando su obra trae excelentes, indicaciones en todos los
sentidos posibles, fue escrita en una época en que el desarrollo de las
sociedades humanas, no podía ser examinado como podemos hacerlo ahora, gracias
al caudal de conocimientos acumulado desde entonces. La conferencia de
Lanessan tiene más bien el carácter de un plan general de trabajo,
brillantemente expuesto, como una obra en la cual fuera examinado el apoyo
mutuo comenzando desde las rocas a orillas del mar, y pasando al mundo
de los vegetales, de los animales y de los hombres.
En cuanto a
la obra recién editada de Büchner, a pesar de que induce a la reflexión sobre
el papel de la ayuda mutua en la naturaleza, y de que es rica en hechos, no
estoy de acuerdo con su idea dominante. El libro se inicia con un himno al
amor, y casi todos los ejemplos son tentativas para demostrar la existencia del
amor y la simpatía entre los animales. Pero, reducir la sociabilidad de los
animales al amor y a la simpatíasignifica restringir su
universalidad y su importancia, exactamente lo mismo que una ética humana
basada en el amor y la simpatía personal conduce nada más que a restringir la
concepción del sentido moral en su totalidad. De ningún modo me guía el amor
hacia el dueño de una determinada casa a quien muy a menudo ni siquiera conozco
cuando, viendo su casa presa de las llamas, tomo un cubo con agua y corro hacia
ella, aunque no tema por la mía. Me guía un sentimiento más amplio, aunque es
más indefinido, un instinto, más exactamente dicho, de solidaridad humana; es
decir, de caución solidaria entre todos los hombres y de sociabilidad. Lo mismo
se observa también entre los animales. No es el amor, ni siquiera la simpatía
(comprendidos en el sentido verdadero de éstas palabras) lo que induce al
rebaño de rumiantes o caballos a formar un círculo con el fin de defenderse de
las agresiones de los lobos; de ningún modo es el amor el que hace que los
lobos se reúnan en manadas para cazar; exactamente lo mismo que no es el amor
lo que obliga a los corderillos y a los gatitos a entregarse a sus juegos, ni
es el amor lo que junta las crías otoñales de las aves que pasan juntas días
enteros durante casi todo el otoño. Por último, tampoco puede atribuirse al
amor ni a la simpatía personal el hecho de que muchos millares de gamos,
diseminados por territorios de extensión comparable a la de Francia, se reúnan
en decenas de rebaños aislados que se dirigen, todos, hacia un punto conocido,
con el fin de atravesar el Amur y emigrar a una parte más templada de la
Manchuria.
En todos
estos casos, el papel más importante lo desempeña un sentimiento incomparablemente
más amplio que el amor o la simpatía personal. Aquí entra el instinto de
sociabilidad, que se ha desarrollado lentamente entre los animales y los
hombres en el transcurso de un período de evolución extremadamente largo, desde
los estadios más elementales, y que enseñó por igual a muchos animales y
hombres a tener conciencia de esa fuerza que ellos adquieren practicando la
ayuda y el apoyo mutuos, y también a tener conciencia del placer que se puede
hallar en la vida social.
Una
importancia de esta distinción podrá ser apreciada fácilmente por todo aquél
que estudie la psicología de los animales, y más aún, la ética humana. El amor,
la simpatía y el sacrificio de sí mismos, naturalmente, desempeñan un papel
enorme en el desarrollo progresivo de nuestros sentimientos morales. Pero la
sociedad, en la humanidad, de ningún modo le ha creado sobre el amor ni tampoco
sobre la simpatía. Se ha creado sobre la conciencia -aunque sea instintiva- de
la solidaridad humana y de la dependencia recíproca de los hombres. Se ha
creado sobre el reconocimiento inconscientes semiconsciente de la fuerza que la
práctica común de dependencia estrecha de la felicidad de cada individuo de la
felicidad de todos, y sobre los sentimientos de justicia o de equidad, que
obligan al individuo a considerar los derechos de cada uno de los otros como
iguales a sus propios derechos. Pero esta cuestión sobrepasa los límites del
presente trabajo, y yo me limitaré más que a indicar mi conferencia
"Justicia y Moral", que era contestación a la Etica de Huxley,
y en la cual me refería esta cuestión con mayor detalle.
Debido a
todo, lo dicho anteriormente, Pensé que un libro sobre "La ayuda mutua
como ley de la naturaleza y factor de evolución" podría llenar una laguna
muy importante. Cuándo Huxley publicó, en el año 1888 su "manifiesto"
sobre la lucha por la existencia ("Struggle for Existence and its
Bearing upon Man") el cual, desde mi punto de vista, era una
representación completamente infiel de los fenómenos de la naturaleza, tales
como los vemos en las taigas y las estepas, me dirigí al redactor de la revista
Nineteenth Century rogando dar ubicación en las páginas, de la revista
que él dirigía a una critica cuidadosa de las opiniones de uno de los más
destacados darwinistas, y Mr. James Knowles acogió mi propósito con la mayor
simpatía por este motivo hablé también, con W. Bates, con el gran
"naturalista del Amazonas", quien reunió, como es sabido, los
materiales para Wallace y Darwin, y a quien Darwin, con perfecta justicia,
calificó en su autobiografía como uno de los hombres más inteligentes qué había
encontrado. "sí, por cierto; eso es verdadero darwinismo exclamó Bates, lo
que han hecho de Darwin es sencillamente indignante. Escriba esos artículos y
cuando estén impresos le enviaré una carta que podrá publica. Por desgracia, la
composición de estos artículos me ocupó casi siete años, y cuándo el último fue
publicado, Bates ya no estaba entre los vivos.
Después de
haber examinado la importancia de la ayuda mutua para el éxito y desarrollo de las
diferentes clases de animales, evidentemente, estaba obligado a juzgar la
importancia de aquel mismo factor en el desarrollo del hombre. Esto era aún más
indispensable, porque existen evolucionistas dispuestos a admitir la
importancia de la ayuda mutua entre los animales, pero, a la vez, como Herbert
Spencer, negándola al respecto al hombre. Para los salvajes primitivos
-afirman- la guerra de uno contra todos era la ley dominante del la
vida. He tratado de analizar en este libro, en los capítulos dedicados a los
salvajes y bárbaros, hasta dónde esta afirmación que con excesiva complacencia
repiten todos sin la necesaria comprobación desde la época de Hobbes, coincide
con lo que conocemos respecto a los grados más antiguos del desarrollo del
hombre.
El número y
la importancia de las diferentes instituciones de ayuda mutua que se
desarrollaron en la humanidad gracias al genio creador las masas salvajes y
semisalvajes, ya durante el período siguiente de la comuna aldeana, y también
la inmensa influencia que estas instituciones antiguas ejercieron sobre el,
desarrollo posterior de la humanidad hasta los tiempos modernos, me indujeron a
extender el camino de mis investigaciones a los períodos de los tiempos
históricos más antiguos. Especialmente me detuve en el período de mayor
interés, el de las ciudades repúblicas, libres, de la Edad Media, cuya
universalidad y cuya influencia sobre nuestra civilización moderna no ha sido
suficientemente apreciada hasta ahora. Por último, también traté de indicar
brevemente la enorme importancia que tienen todavía las costumbres de apoyo
mutuo transmitidas en herencia por el hombre a través de un periodo
extraordinariamente largo de su desarrollo, sobre nuestra sociedad
contemporánea, a pesar de que se piensa y se dice que descansa sobre el
principio: "cada uno para sí y el Estado para todos", principio que
las sociedades humanas nunca siguieron por entero y que nunca será llevado a la
realización, íntegramente.
Quizá se me
objetará que en este libro tanto los hombres como los animales están
representados desde un punto de vista demasiado favorable: que sus cualidades
sociales son destacadas en exceso, mientras que sus inclinaciones antisociales,
de afirmación de sí mismos, apenas están marcadas. Sin embargo, esto era
inevitable. En los últimos tiempos hemos oído hablar tanto de "la lucha
dura y despiadada por la vida" que aparentemente sostiene cada animal
contra todos los otros, cada salvaje contra todos los demás salvajes, y cada
hombre civilizado contra todos sus conciudadanos semejantes opiniones se
convirtieron en una especie de dogma, de religión de la sociedad instruida-,
que fue necesario, ante todo oponer una serie amplia de hechos que muestran la
vida de los animales y de los hombres completamente desde otro ángulo. Era necesario
mostrar, en primer lugar, el papel predominante que desempeñan las costumbres
sociales en la vida de la naturaleza y en la evolución progresiva, tanto de las
especies animales como igualmente de los seres humanos.
Era
necesario demostrar que las costumbres de apoyo mutuo dan a los animales mejor
protección contra sus enemigos, que hacen menos difícil obtener
alimentos (provisiones invernales, migraciones, alimentación bajo la vigilancia
de centinelas, etc.), que aumentan la prolongación de la vida y debido a esto
facilitan el desarrollo de las facultades intelectuales; que dieron a los
hombres, aparte de las ventajas citadas, comunes con las de los animales, la
posibilidad de formar aquellas instituciones que ayudaron a la humanidad a
sobrevivir en la lucha dura con la naturaleza y a perfeccionarse, a pesar de
todas las vicisitudes de la historia. Así lo hice. Y por esto el presente libro
es libro de la ley de ayuda mutua considerada como una de las principales
causas activas del desarrollo progresivo, y no la investigación de todos
los factores de evolución y su valor respectivo. Era necesario escribir
este libro antes de que fuer a posible investigar la cuestión de la importancia
respectiva de los diferentes agentes de la evolución.
Y menos aún,
naturalmente, estoy inclinado a menospreciar el papel que desempeñó la
autoafirmación del individuo en el desarrollo de la humanidad. Pero esta
cuestión, según mi opinión, exige un examen bastante más profundo que el que ha
hallado hasta ahora. En la historia de la humanidad, la autoafirmación del
individuo a menudo representó, y continúa representando, algo perfectamente
destacado, y algo más amplio y profundo que esa mezquina e irracional estrechez
mental que la mayoría de los escritores presentan como "individualismo"
y "autoafirmación". De modo semejante, los individuos impulsores de
la historia no se redujeron solamente a aquellos que los historiadores nos
describen en calidad de héroes. Debido a esto, tengo el propósito, siempre que
sea posible, de analizar en detalle, posteriormente, el papel que ha
desempeñado la autoafirmación del individuo en el desarrollo progresivo de la
humanidad. Por ahora, me limito a hacer nada más que la observación general
siguiente:
Cuando las
instituciones de ayuda mutua es decir, la organización tribal, la comuna
aldeana, las guildas, la ciudad de la edad media empezaron a perder en el
transcurso del proceso histórico su carácter primitivo, cuando comenzaron a
aparecer en ellas las excrecencias parasitarias que les eran extrañas, debido a
lo cual estas mismas instituciones se transformaron en obstáculo para el
progreso, entonces la rebelión de los individuos en contra de estas
instituciones tomaba siempre un carácter doble. Una parte de los rebeldes se
empezaba en purificar las viejas instituciones de los elementos extraños a
ella, o en elaborar formas superiores de libre convivencia, basadas una vez más
en los principios de ayuda mutua; trataron de introducir, por ejemplo, en el
derecho penal, el principio de compensación (multa), en lugar de la ley del
Talión, y más tarde, proclamaron el "perdón de las ofensas", es
decir, un ideal aún más elevado de igualdad ante la conciencia humana, en lugar
de la "compensación" que se pagaba según el valor de clase del
damnificado. Pero al mismo tiempo, la otra parte de esos individuos, que se
rebelaron contra la organización que se había consolidado, intentaban
simplemente destruir las instituciones protectoras de apoyo mutuo a fin de
imponer, en lugar de éstas, su propia arbitrariedad, acrecentar de este modo
sus riquezas propias y fortificar su propio poder. En esta triple lucha entre
las dos categorías de individuos, los qué se habían rebelado y los protectores
de lo existente, consiste toda la verdadera tragedia de la historia. Pero, para
representar esta lucha y estudiar honestamente el papel desempeñado en el
desarrollo de la humanidad por cada una de las tres fuerzas citadas, hará
falta, por lo menos, tantos años de trabajo como hube de dedicar a escribir
este libro.
De las obras
que examinan aproximadamente el mismo problema, pero aparecidas ya después de
la publicación de mis artículos sobre la ayuda mutua entre los animales, debo
mencionar The Lowell Lectures on the Ascent of Man, por Henry
Drummond, Londres, 1894, y The Origin and Growth of the Moral
Instinct, por A. Sutherland, Londres, 1898. Ambos libros están concebidos,
en grado considerable, según el mismo plan del libro citado de Büchner, y en el
libro de Sutherland le consideran con bastantes detalles los sentimientos
paternales y familiares corno único factor en el proceso de desarrollo de los
sentimientos morales. La tercera obra de esta clase que trata del hombre y está
escrita según el mismo plan es el libro del profesor americano F. A. Giddings,
cuya primera edición apareció en el año 1896, en Nueva York y en Londres, bajo
el título The Principles of Sociology, y cuyas ideas dominantes habían
sido expuestas por el autor en un folleto, en el año 1894. Debo, sin embargo,
dejar por completo a la crítica literaria el examen de las coincidencias,
similitudes y divergencias entre las dos obras citadas y la mía.
Todos los
capítulos de este libro fueron publicados primeramente en la revista Nineteenth
Century ("La ayuda mutua entre los animales", en septiembre y
noviembre de 1890; "La ayuda mutua entre los salvajes", en abril de
1891; "ayuda mutua entre los bárbaros", en enero de 1892; "La
ayuda mutua en la Ciudad Medieval", en agosto y septiembre de 1884, y
"La ayuda mutua en la época moderna", en enero y junio de 1896). Al
publicarlos en forma de libro, pensé, en un principio, incluir en forma de
apéndices la masa de materiales reunidos por mí que no pude aprovechar para los
artículos que aparecieron en la revista, así como el juicio sobre diferentes
puntos secundarios que tuve que omitir. Tales apéndices habrían duplicado el
tamaño del libro, y me vi obligado a renunciar a su publicación o, por lo
menos, a aplazarla. En los apéndices de este libro está incluido solamente el
juicio sobre algunas pocas cuestiones que han sido objeto de controversia
científica en el curso de estos últimos años; del mismo modo en el texto de los
artículos primitivos intercalé sólo el poco material adicional que me fue
posible agregar sin alterar la estructura general de esta obra.
Aprovecho
esta oportunidad para expresar al editor de Nineteenth Century, James
Knowles, mi agradecimiento, tanto por la amable hospitalidad que mostró hacia
la presente obra, apenas se enteró de su idea general, como por su amable
permiso para la reimpresión de este trabajo.
P. K.
Bromley, Kent, 1902.
La concepción de la lucha por la existencia como condición del
desarrollo progresivo, introducida en la ciencia por Darwin y Wallace, nos
permitió abarcar, en una generalización, una vastísima masa de fenómenos, y
esta generalización fue, desde entonces, la base de todas nuestras teorías
filosóficas, biológicas y sociales. Un número infinito de los más diferentes
hechos, que antes explicábamos cada uno por una causa propia, fueron encerrados
por Darwin en una amplia generalización. La adaptación de los seres vivientes a
su medio ambiente, su desarrollo progresivo, anatómico y fisiológico, el
progreso intelectual y aun el perfeccionamiento moral, todos estos fenómenos
empezaron a presentársenos como parte de un proceso común. Comenzamos a
comprenderlos como una serie de esfuerzos ininterrumpidos, como una lucha
contra diferentes condiciones desfavorables, lucha que conduce al desarrollo de
individuos, razas, especies y sociedades tales- que representarían la mayor
plenitud, la mayor variedad y la mayor intensidad de vida.,
Es muy
posible que, al comienzo de sus trabajos, el mismo Darwin no tuviera conciencia
de toda la importancia y generalidad de aquel fenómeno la lucha por la
existencia, al que recurrió buscando la explicación de un grupo de hechos, a
saber: la acumulación de desviaciones del tipo primitivo y la formación de
nuevas especies. Pero comprendió que el término que él introducía en la ciencia
perdería su sentido filosófico exacto si era comprendido exclusivamente en
sentido estrecho, como lucha entre los individuos por los medios de
subsistencia. Por eso, al comienzo mismo de su gran investigación sobre el
origen de las especies, insistió en que se debe comprender "la lucha por
la existencia en su sentido amplio y metafórico, es decir, incluyendo en él la
dependencia de un ser viviente de los otros, y también -lo que es bastante más
importante- no sólo la vida del individuo mismo, sino también la posibilidad de
que deje descendencia.
De este
modo, aunque el mismo Darwin, para su propósito especial, utilizó la expresión
"lucha por la existencia" preferentemente en su sentido estrecho,
previno a sus sucesores en contra del error (en el cual parece que cayó él
mismo en una época) de la comprensión demasiado estrecha de estas palabras. En
su obra posterior, Origen del hombre, hasta escribió varias páginas
bellas y vigorosas para explicar el verdadero y amplio sentido de esta lucha.
Mostró cómo, en innumerables sociedades animales, la lucha por la existencia
entre los individuos de estas sociedades desaparece completamente, y
cómo, en lugar de la lucha, aparece la cooperación que conduce al
desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales, y que
asegura a tal especie las mejores oportunidades de vivir y propasarse. Señaló
que, de tal modo, en estos casos, no se muestran de ninguna manera "más
aptos" aquéllos que son físicamente más fuertes o más astutos, o más
hábiles, sino aquéllos que mejor saben unirse y apoyarse los unos a los otros
-tanto los fuertes como los débiles- para el bienestar de toda su comunidad
"Aquellas comunidades -escribió- que encierran la mayor cantidad de
miembros que simpatizan entre sí, florecerán mejor y dejarán mayor cantidad de
descendientes- (segunda edición inglesa, página 163).
La
expresión, tomada por Darwin de la concepción malthusiana de la lucha de todos
contra uno, perdió, de tal modo, su estrechez cuando fue transformada en la
mente de un hombre que comprendía la naturaleza profundamente. Por desgracia,
estas observaciones de Darwin, que podrían haberse convertido en base de las
investigaciones más fecundas, pasaron inadvertidas, a causa de la masa de
hechos en que entraba, o se suponía, la lucha real entre los individuos por los
medios de subsistencia.
Y Darwin no
sometió a una investigación más severa la importancia comparativa y la relativa
extensión de las dos formas de la "lucha por la vida" en el mundo
animal: la lucha inmediata entre las personas aisladas, y la lucha común, entre
muchas personas, en conjunto; tampoco escribió la obra que se proponía escribir
sobre los obstáculos naturales a la multiplicación excesiva de los animales,
tales como la sequía, las inundaciones, los fríos repentinos, las epidemias,
etc.
Sin embargo,
tal investigación era ciertamente indispensable para determinar las verdaderas
proporciones y la importancia en la naturaleza de la lucha individual por
la vida entre los miembros de una misma especie de animales en comparación con
la lucha de toda la comunidad contra los obstáculos naturales y los
enemigos de otras especies. Más aún, en este mismo libro sobre el origen del
hombre, donde escribió los pasajes citados que refutan la estrecha comprensión
malthusiana de la "lucha" se abrió paso nuevamente el fermento
malthusiano; por ejemplo, allí donde se hacía la pregunta: ¿es menester
conservar la vida de los "débiles de mente y cuerpo" en nuestras
sociedades civilizados? (capítulo V). Como si miles de poetas, sabios
inventores y reformadores "locos", Y también los llamados
"entusiastas débiles de mente" no fueran el arma más fuerte de la
humanidad en su lucha por la vida, en la lucha que se sostiene con medios
intelectuales y- morales, cuya importancia expuso tan bien el mismo Darwin en
los mismos capítulos de su libro.
Luego
sucedió con la teoría de Darwin lo que sucede con todas las teorías que tienen
relación con la vida humana. Sus continuadores no sólo no la ampliaron, de
acuerdo con sus indicaciones, sino que, por lo contrario, la restringieron aún
más. Y mientras Spencer, trabajando independientemente, pero en análogo
sentido, trataba hasta cierto punto de ampliar las investigaciones acerca de la
cuestión de quién es el más apto (especialmente en el apéndice de la tercera
edición de Data of Ethics), numerosos continuadores de Darwin
restringieron la concepción de la lucha por la existencia hasta los límites más
estrechos. Empezaron a representar el mundo de los animales como un mundo de
luchas ininterrumpidas entre seres eternamente hambrientos y ávidos de la
sangre de sus hermanos. Llenaron la literatura moderna con el grito de ¡Ay de
los vencidos! y presentaron este grito como la última palabra de la biología.
Elevaron la
lucha "sin cuartel", Y en pos de ventajas individuales, a la altura
de un principio, de una ley de toda la biología, a la cual el hombre debe
subordinarse, de lo contrario, sucumbirá en este mundo que está basado en el
exterminio mutuo. Dejando de lado a los economistas, los cuales generalmente
apenas conocen, del campo de las ciencias naturales, algunas frases corrientes,
y ésas tomadas de los divulgadores de segundo grado, debemos reconocer que aun
los más autorizados representantes de las opiniones de Darwin emplean todas sus
fuerzas para sostener estás falsas ideas. Si tomamos, por ejemplo, a Huxley, a
quien se considera, sin duda, como uno de los mejores representantes de la
teoría del desarrollo (evolución) veremos entonces que en el artículo titulado
"La lucha por la existencia y su relación con el hombre" no enseña que
"desde el punto de vista del moralista, el mundo animal se encuentra en el
mismo nivel que la lucha de gladiadores: alimentan bien a los animales y los
arrojan a la lucha: en consecuencia, sólo los más fuertes, los más ágiles y los
más astutos sobreviven únicamente para entrar en lucha al día siguiente. No es
necesario que el espectador baje el dedo para exigir que sean muertos los
débiles- aquí, sin ello, no hay cuartel para nadie".
En el mismo
artículo, Huxley dice más adelante que entre los animales, lo mismo que entre
los hombres primitivos "los más débiles y los más estúpidos están
condenados a muerte, mientras que sobreviven los más astutos y aquellos a
quienes es más difícil vulnerar, a que los que mejor supieron adaptarse a las
circunstancias, pero que de ningún modo son mejores en los otros sentidos. La
vida -dice- era una lucha constante y general, y con excepción de las
relaciones limitadas y temporales dentro de la familia, la guerra hobbesiana de
uno contra todos era el estado normal de la existencias.
Hasta dónde
se justifica o no semejante opinión sobre la naturaleza, se verá en los hechos
que este libro aporta, tanto del mundo animal como de la vida del hombre
primitivo. Pero podemos decir ya ahora que la opinión de Huxley sobre la
naturaleza tiene tan poco derecho a ser reconocida en tanto que deducción
científica, como la opinión opuesta de Rousseau, que veía en la naturaleza
solamente amor, paz y armonía, perturbados por la aparición del hombre. En
realidad, el primer paseo por el bosque, la primera observación sobre cualquier
sociedad animal o hasta el conocimiento de cualquier trabajo serio en donde se
habla de la vida de los animales en los continentes que aún no están
densamente poblados por el hombre (por ejemplo de D'Orbigny,
Audubon, Le Vaillant), debía obligar al naturalista a reflexionar sobre el
papel que desempeña la vida social en el mundo de los animales, y preservarle
tanto de concebir la naturaleza en forma de campo de batalla general como del
extremo opuesto, que ve en la naturaleza sólo paz y armonía. El error de
Rousseau consiste en que perdió de vista, por completo, la lucha sostenida con
picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter opuesto; pero ni el
optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser aceptados como una
interpretación desapasionada y científica de la naturaleza.
Si bien,
comenzamos a estudiar los animales no únicamente en los laboratorios y museos
sino en el bosque, en los prados, en las estepas y en las zonas montañosas, en
seguida observamos que, a pesar de que entre diferentes especies y, en
particular, entre diferentes clases de animales, en proporciones sumamente
vastas, se sostiene la lucha y el exterminio, se observa, al mismo tiempo, en
las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua y la
protección mutua entre los animales pertenecientes a la misma especie o, por lo
menos, a la misma sociedad. La sociabilidad es tanto una ley de la naturaleza
como lo es la lucha mutua.
Naturalmente,
sería demasiado difícil determinar, aunque fuera aproximadamente, la
importancia numérica relativa de estas dos series de fenómenos. Pero si
recurrimos, a la verificación indirecta y preguntamos a la naturaleza:
"¿Quiénes son más aptos, aquellos que constantemente luchan entre sí o,
por lo contrario, aquellos que se apoyan entre sí?", en seguida veremos
que los animales que adquirieron las costumbres de. ayuda mutua resultan, sin
duda alguna, los más aptos. Tienen más posibilidades de sobrevivir como
individuos y como especie, y alcanzan en sus correspondientes clases (insectos,
aves, mamíferos) el más alto desarrollo mental y organización física. Si
tomamos en consideración los Innumerables hechos que hablan en apoyo de esta
opinión, se puede decir con seguridad que la ayuda mutua constituye tanto una
ley de la vida animal como la lucha mutua. Más aún. Como factor de evolución,
es decir, como condición de desarrollo en general, probablemente tiene
importancia mucho mayor que la lucha mutua, porque facilita el desarrollo de
las costumbres y caracteres que aseguran el sostenimiento y el desarrollo
máximo de la especie junto con el máximo bienestar y goce de la vida para cada
individuo, y, al mismo tiempo, con el mínimo de desgaste inútil de energías, de
fuerzas.
Hasta donde
yo sepa, de los sucesores científicos de Darwin, el primero que reconoció en la
ayuda mutua la importancia de una ley de la naturaleza y de un factor
principal de la evolución, fue el muy conocido biólogo ruso, ex-decano de
la Universidad de San Petersburgo, profesor K. F. Kessler. Desarrolló este
pensamiento en un discurso pronunciado en enero del año 1880, algunos meses
antes de su muerte, en el congreso de naturalistas rusos, pero, como muchas
cosas buenas publicadas, sólo en la lengua rusa, esta conferencia pasó casi completamente
inadvertida.
Como zoólogo
viejo -decía Kessler-, se sentía obligado a expresar su protesta contra el
abuso del término "lucha por la existencia", tomado de la - zoología,
o por lo menos contra la valoración excesivamente exagerada de su importancia.
-Especialmente en la zoología -decía- en las ciencias consagradas al estudio
multilateral del hombre, a cada paso se menciona la lucha cruel por la
existencia, y a menudo se pierde de vista por completo, que existe otra ley que
podemos llamar de la ayuda mutua, y que, por lo menos ton
relación a los animales, tal vez sea más importante -que la ley de la lucha por
la existencias. Señaló luego Kessler que la necesidad de dejar descendencia,
inevitablemente une a los animales, y "cuando más se vinculan entre si los
individuos de una determinada especie, cuanto más ayuda mutua se prestan, tanto
más se consolida la existencia de la especie y tanto más se dan la!
posibilidades de que dicha especie vaya más lejos en su desarrollo y se
perfeccione, además, en su aspecto intelectual". "Los animales de
todas las clases, especialmente de las superiores, se prestan ayuda mutua"
-proseguía Kessler (pág. 131), y confirmaba su idea con ejemplos tomados de la
vida de los escarabajos enterradores o necróforos y de la vida social de las
aves y de algunos mamíferos. Estos ejemplos eran poco numerosos, como era
menester en un breve discurso de inauguración, pero puntos importantes fueron
claramente establecidos. Después de haber señalado luego que en el desarrollo
de la humanidad la ayuda mutua desempeña un papel aún más grande, Kessler
concluyó su discurso con las siguientes observaciones.
"Ciertamente,
no niego la lucha por la existencia, sino que sostengo que, el desarrollo
progresivo, tanto de todo el reino animal como en especial de la humanidad, no
contribuye tanto la lucha recíproca cuanto la ayuda mutua. Son inherentes a
todos los cuerpos orgánicos dos necesidades. esenciales: la necesidad de
alimento y la necesidad de multiplicación. La necesidad de alimentación los conduce
a la lucha por la subsistencia, y al exterminio recíproco, y la necesidad de la
multiplicación los conduce a aproximarse a la ayuda mutua. Pero, en el
desarrollo del mundo orgánico, en la transformación de unas formas en otras,
quizá ejerza mayor influencia la ayuda mutua entre los individuos de una misma
especie que la lucha entre ellos".
La exactitud
de las opiniones expuestas más arriba llamó la atención de la mayoría de los
presentes en el congreso de los zoólogos rusos, y N. A. Syevertsof, cuyas obras
son bien conocidas de los ornitólogos y geógrafos, las apoyó e ilustró con
algunos ejemplos complementarios. Mencionó algunas especies de halcones dotados
de una organización quizá ideal para. los fines de ataque, pero a pesar de
ello, se extinguen, mientras -que las otras especies de halcones que practican
la ayuda mutua prosperan. Por otra parte, tomad un ave tan social como el pato
-dijo- en general, está mal organizado, pero practica el apoyo mutuo y, a
juzgar por sus innumerables especies y variedades, tiende positivamente a
extenderse por toda la tierra".
La
disposición de los zoólogos rusos a aceptar las opiniones de Kessler le explica
muy naturalmente porque casi todos ellos tuvieron oportunidad de estudiar el
mundo animal en las extensas regiones deshabitadas del Asia Septentrional o de
Rusia Oriental, y el estudio de tales regiones conduce, inevitablemente, a esas
mismas conclusiones. Recuerdo la impresión que me produjo el mundo animal de
Siberia cuando yo exploraba las tierras altas de Oleminsk Vitimsk en compañía
de tan- destacado zoólogo como era mi, amigo Iván Simionovich Poliakof. Ambos
estábamos bajo la impresión reciente de El origen de las especies, de
Darwin, pero yo buscaba vanamente esa aguzada competencia entre los animales de
la misma especie a que nos había preparado la lectura de la obra de Darwin, aun
después de tomar en cuenta la observación hecha en el capitulo III de esta obra
(pág. 54).
-¿Dónde está
esa lucha? -preguntaba yo a Poliakof-. Veíamos muchas adaptaciones para la
lucha, muy a menudo para la lucha en común, contra las condiciones climáticas
desfavorables, o contra diferentes enemigos, y I. S. Poliakof escribió algunas
páginas hermosas sobre la dependencia mutua de los carnívoros, rumiantes y
roedores en su distribución geográfica. Por otra parte, vi yo allí, y en el
Amur, numerosos casos de apoyo mutuo, especialmente en la época de la
emigración de las aves y de los rumiantes, pero aun en las regiones del Amur y
del Ussuri, donde la vida animal se distingue por su gran abundancia, muy
raramente me ocurrió observar, a pesar de que los buscaba, casos de competencia
real y de lucha entre los individuos de -una misma especie de animales
superiores. La misma impresión brota de los trabajos de la mayoría de los
zoólogos rusos, y esta circunstancia quizá aclare por qué las ideas de Kessler
fueron tan bien recibidas por los darwinistas rusos, mientras que semejantes
opiniones no son corrientes entre los continuadores de Darwin de Europa
Occidental, que conocen el mundo animal preferentemente en la Europa más
occidental, donde el exterminio de los animales por el hombre alcanzó tales
proporciones que los individuos de muchas especies, que fueron en otros tiempos
sociales, viven ahora solitarios.
Lo primero
que nos sorprende, cuando comenzamos a estudiar la lucha por la existencia,
tanto en sentido directo como en el figurado de la expresión, en las regiones
aún escasamente habitadas por el hombre, es la abundancia de casos de ayuda
mutua practicada por los animales, no sólo con el fin de educar a la
descendencia, como está reconocido por la mayoría de los evolucionistas, sino
también para la seguridad del individuo y para proveerse del alimento
necesario. En muchas vastas subdivisiones del reino animal, la ayuda mutua es
regla general. b ayuda mutua se encuentra hasta entre los animales más
inferiores y probablemente conoceremos alguna vez, por las personas que
estudian la vida microscópica de las aguas estancadas, casos de ayuda mutua
inconsciente hasta entre los microorganismos más pequeños.
Naturalmente,
nuestros conocimientos de la vida de los invertebrados -excluyendo las
termitas, hormigas y abejas- son sumamente limitados; pero a pesar de esto, de
la vida de los animales más inferiores podemos citar algunos casos de ayuda mutua
bien verificados. Innumerables sociedades de langostas, mariposas
-especialmente vanessae-, grillos, escarabajos (cicindelae), etc.,
en realidad se hallan completamente inexploradas, pero ya el mismo hecho de su
existencia indica que deben establecerse aproximadamente sobre los mismos
principios que las sociedades temporales de hormigas y abejas con fines de
migración. En cuanto a los escarabajos, son bien conocidos casos exactamente
observados de ayuda mutua entre los sepultureros (Necrophorus). Necesitan
alguna materia orgánica en descomposición para depositar los huevos y asegurar
la alimentación de sus larvas; pero la putrefacción de ese material no debe
producirse muy rápidamente. Por eso, los escarabajos sepultureros entierran los
cadáveres de todos los animales pequeños con que se topan -casualmente durante
sus búsquedas. En general, los escarabajos de esta raza viven solitarios; pero,
cuando alguno de ellos encuentra el cadáver de algún ratón o de un ave, que no
puede enterrar, convoca a varios otros sepultureros más (se juntan a veces
hasta seis) para realizar esta operación con sus fuerzas asociadas. Si es
necesario, transportan el cadáver a un suelo más conveniente y blando. En
general, el entierro se realiza de un modo sumamente meditado y sin la menor
disputa con respecto a quién corresponde disfrutar del privilegio de poner sus
huevos en el cadáver enterrado. Y cuando Gleditsch ató un pájaro muerto a una
cruz hecha de dos palitos, o suspendió una rana de un palo clavado en el suelo,
los sepultureros, del modo más amistoso, dirigieron la fuerza de sus
inteligencias reunidas para vencer la astucia del hombre. La misma combinación
de esfuerzos se observa también en los escarabajos del estiércol.
Pero, aún
entre los animales situados en un grado de organización algo inferior, podemos
encontrar ejemplos semejantes. Ciertos cangrejos anfibios de las Indias
Orientales y América del Norte se reúnen en grandes masas cuando se dirigen
hacia el mar para depositar sus huevas, por lo cual cada una de estas migraciones
presupone cierto acuerdo mutuo. En cuanto a los grandes cangrejos de las
Molucas (Limulus), me sorprendió ver en el año 1882, en el acuario de
Brighton, hasta qué punto son capaces estos animales torpes de prestarse ayuda
entre sí cuando alguno de ellos la necesita. Así, por ejemplo, uno se dio
vuelta Y quedó de espalda en un rincón de la gran cuba donde se les guarda en
el acuario, y su pesada caparazón, parecida a una gran cacerola, le impedía
tomar su posición habitual, tanto más cuanto que en ese rincón habían hecho una
división de hierro que dificultaba más aún sus tentativas de volverse.
Entonces, los compañeros corrieron en su ayuda, y durante una hora entera
observé cómo trataban de socorrer a su camarada de cautiverio. Al principio aparecieron
dos cangrejos, que empujaron a su amigo por debajo, y después de esfuerzos
empeñosos, consiguieron colocarlo de costado, pero la división de hierro
impedíales terminar su obra, y él cangrejo cala de nuevo, pesadamente, de
espaldas. Después de muchas tentativas, uno de los salvadores se dirigió hacia
el fondo de la cuba y trajo consigo otros dos cangrejos, los cuales, con
fuerzas frescas, se entregaron nuevamente a la tarea de levantar y empujar al
camarada incapacitado. Permanecimos en el acuario, más de dos horas, y cuando
nos íbamos, nos acercamos de nuevo a echar; un vistazo a la cuba: ¡el trabajo
de liberación continuaba aún! Después de haber sido testigo de este episodio,
creo plenamente en la observación hecha por Erasmo Darwin, a saber: que "el
cangrejo común, durante la muda, coloca en calidad de centinela a cangrejos que
no han sufrido la muda o bien a un individuo cuya caparazón se ha endurecido
ya, a fin de proteger a los individuos que han mudado, en su situación
desamparada, contra la agresión de los enemigos marinos".
Los casos de
ayuda mutua entre las termitas, hormigas y abejas son tan conocidos para casi
todos los lectores, en especial gracias a los populares libros de Romanes,
Büchner y John Lubbock, que puedo limitarme a muy pocas citas. Si tomamos un
hormiguero, no sólo veremos que todo género de trabajo -la cría de la
descendencia el aprovisionamiento, la construcción, la cría de los pulgones,
etc.-, se realiza de acuerdo con los principios de ayuda mutua voluntaria, sino
que, junto con Forel, debemos también reconocer que el rasgo principal,
fundamental, de la vida de muchas especies de hormigas es que cada hormiga
comparte y está obligada a compartir su alimento, ya deglutido y en parte
digerido, con cada miembro de la comunidad que haya manifestado su demanda de
ello. Dos hormigas pertenecientes a dos especies diferentes o a dos hormigueros
enemigos, en un encuentro casual, se evitarán la una a la otra. Pero dos
hormigas pertenecientes -al mismo hormiguero, o a la misma colonia de hormigueros,
siempre que se aproximan, cambian algunos movimientos de antena y, -"si
una de ellas está hambrienta o siente sed, y si especialmente en ese momento la
otra tiene el papo lleno, entonces la primera pide inmediatamente
alimento". La hormiga a la cual se dirigió el pedido de tal modo, nunca se
rehúsa; separa sus mandíbulas, y dando a su cuerpo la posición conveniente,
devuelve una gota de líquido transparente, que la hormiga hambrienta sorbe.
La
devolución de alimentos para nutrir a otros es un rasgo tan importante de la
vida de la hormiga (en libertad) y se aplica tan constantemente, tanto para la
alimentación de los camaradas hambrientos como para la nutrición de las larvas,
que, según la opinión de Forel, los órganos digestivos de las hormigas se
componen de dos partes diferentes; una de ellas, la posterior, se destina al
uso especial de la hormiga misma, y la otra, la anterior, principalmente a
utilidad de la comunidad. Si cualquier hormiga con el papo lleno, mostrara ser
tan egoísta que rehusara alimento a un camarada, la tratarían como enemiga o
peor aún. Si la negativa fuera hecha en el momento en que sus congéneres luchan
contra cualquier especie de hormiga o contra un hormiguero extraño, caerían
sobre su codiciosa compañera con mayor furor que sobre sus propias enemigas.
Pero, si la hormiga no se rehusara a alimentar a otra hormiga perteneciente a
un hormiguero enemigo, entonces las congéneres de la última la tratarían como
amiga. Todo esto está confirmado por observaciones y experiencias sumamente
precisas, que no dejan ninguna duda sobre la autenticidad de los hechos mismos
ni sobre la exactitud de su interpretación.
De tal modo,
en esta inmensa división del mundo animal, que comprende más de mil especies y
es tan numerosa que el Brasil, según la afirmación de los brasileños, no
pertenece a los hombres, sino a las hormigas, no existe en absoluto lucha ni
competencia por el alimento entre los miembros de un mismo hormiguero o de una
colonia de hormigueros. Por terribles que sean las guerras entre las diferentes
especies de hormigas y los diferentes hormigueros, y cualesquiera que sean las
atrocidades cometidas durante la guerra, la ayuda mutua dentro de la comunidad,
la abnegación en beneficio común, se ha transformado en costumbre, y el sacrificio,
en bien común, es la regla general. Las hormigas, y las termitas repudiaron de
este modo la "guerra hobbesiana", y salieron ganando. Sus
sorprendentes hormigueros, sus construcciones, que sobrepasan por la altura
relativa, a las construcciones de los hombres; sus caminos pavimentados y
galerías cubiertas entre los hormigueros; sus espaciosas salas y graneros; sus
campos trigo; sus cosechas, los granos "malteados", los
"huertos" asombrosos de la "hormiga umbelífera", que devora
hojas y abona trocitos de tierra con bolitas de fragmentos de hojas masticadas
y por eso crece en estos huertos solamente una clase de hongos, y todos los
otros son exterminados; sus métodos racionales de cuidado de los huevos y de
las larvas, comunes a todas las hormigas, y la construcción de nidos especiales
y cercados para la cría de los pulgones, que Linneo llamó tan pintorescamente
"vacas de las hormigas" y, por último, su bravura, atrevimiento y
elevado desarrollo mental; todo esto es la consecuencia natural de la ayuda mutua
que practican a cada paso de su vida activa y laboriosa. La sociabilidad de las
hormigas condujo también al desarrollo de otro rasgo esencial de su vida, a
saber: el enorme desarrollo de la iniciativa individual que, a su vez,
contribuyó a que se desarrollaran en la hormiga tan elevadas y variadas
capacidades mentales que producen la admiración y el asombro de todo
observador.
Si no
conociéramos ningún otro caso de la vida de los animales, aparte de aquellos
conocidos de las hormigas y termitas, podríamos concluir con seguridad que la
ayuda mutua (que conduce a la confianza mutua, primera condición de la bravura)
y la iniciativa personal (primera condición del progreso intelectual), son dos
condiciones incomparablemente más importantes en el desarrollo del mundo de los
animales que la lucha mutua. En realidad, las hormigas prosperan, a pesar de
que no poseen ninguno de los rasgos "defensivos" sin los cuales no
puede pasarse animal alguno que lleve vida solitaria. Su color les hace muy
visibles para sus enemigos, y en los bosques y en los prados, los grandes
hormigueros de muchas especies, llaman la atención en seguida. La hormiga no
tiene caparazón duro; su aguijón, por más que resulte peligroso cuando
centenares se hunden en el cuerpo de un animal, no tiene gran valor para la
defensa individual. Al mismo tiempo, las larvas y los huevos de las hormigas
constituyen un manjar para muchos de los habitantes de los bosques.
No obstante,
las mal defendidas hormigas no sufren gran exterminio por parte de las aves, ni
aun de los osos hormigueros; e infunden terror a insectos que son bastante más
fuertes que ellas mismas. Cuando Forel vació un saco de hormigas en un prado,
vio que -los grillos se dispersaban abandonando sus nidos al pillaje de las
hormigas; las arañas y los escarabajos abandonaban sus presas por miedo a
encontrarse en situación de víctimas"; las hormigas se apoderan hasta de
los nidos de avispas, después de una batalla durante la cual muchas perecieron
en bien de la comunidad. Aun los más veloces insectos no alcanzaron a salvarse,
y Forel tuvo ocasión de ver, a menudo, que las hormigas atacaban y mataban,
inesperadamente, mariposas, mosquitos, moscas, etc. Su fuerza reside en el
apoyo mutuo y en la confianza mutua. Y si la hormiga -sin hablar de otras termitas
más desarrolladas- ocupa la cima de una clase entera de insectos por su
capacidad mental; si por su bravura se puede equiparar a los más valientes
vertebrados, y su cerebro -usando las palabras de Darwin- "constituye uno
de los más maravillosos átomos de materia del mundo, tal vez aun más asombroso
que el cerebro del hombre" -¿no debe la hormiga todo esto a que la ayuda
mutua reemplaza completamente la lucha mutua en su comunidad?
Lo mismo es
cierto también con respecto a las abejas. Estos pequeños insectos, que podrían
ser tan fácil presa de numerosas aves, y cuya miel atrae a toda clase de
animales, comenzando por el escarabajo y terminando con el oso, tampoco tienen
particularidad alguna protectora en la estructura o en lo que a mimetismo se
refiere, sin los cuales los insectos que viven aislados apenas podrían evitar
el exterminio completo. Pero, a pesar de eso, debido a la ayuda mutua
practicada por las abejas, como es sabido, alcanzaron a extenderse ampliamente
por la tierra; poseen una gran inteligencia, y han elaborado formas de vida
social sorprendentes.
Trabajando
en común, las abejas multiplican en proporciones inverosímiles sus fuerzas
individuales, y recurriendo a una división temporal del trabajo, por lo cual
cada abeja conserva su aptitud para cumplir cuando es necesario, cualquier
clase de trabajo, alcanzando tal grado de bienestar y seguridad que no tiene
ningún animal, por fuerte que sea o bien armado que esté. En sus sociedades,
las abejas a menudo superan al hombre, cuando éste descuida las ventajas de una
ayuda mutua bien planeada. Así, por ejemplo, cuando un enjambre de abejas se
prepara a abandonar la colmena para fundar una nueva sociedad, cierta cantidad
de abejas exploran previamente la vecindad, y si logran descubrir un lugar conveniente
para vivienda, por ejemplo, un cesto viejo, o algo por el estilo, se apoderan
de él, y lo limpian y lo guardan, a veces durante una semana entera, hasta que
el enjambre se forma y se asienta en el lugar elegido. ¡En cambio, muy a menudo
los hombres hubieron de perecer en sus emigraciones a nuevos países, sólo
porque los emigrantes no comprendieron la necesidad de unir sus esfuerzos! Con
la ayuda de su inteligencia colectiva reunida, las abejas luchan con éxito
contra las circunstancias adversas, a veces completamente imprevistas y
desusadas, como sucedió, por ejemplo, en la exposición de París, donde las
abejas fijaron con su propóleo resinoso (cera) un postigo que cerraba una
ventana construida en la pared de sus colmenas. Además, no se distinguen por
las inclinaciones sanguinarias, -y por el amor a los combates inútiles con que
muchos escritores dotan tan gustosamente a todos los animales. Los centinelas
que guardan las entradas de las colmenas matan sin piedad a todas las abejas
ladronas que tratan de penetrar en ella; pero las abejas extrañas que caen por
error no son tocadas, especialmente si llegan cargadas con la provisión del
polen recogido, o si son abejas jóvenes, que pueden errar fácilmente el camino.
De este modo, las acciones bélicas, se reducen a las más estrictamente
necesarias.
La
sociabilidad de las abejas es tanto más instructiva cuanto más los instintos de
rapiña y de pereza continúan existiendo entre ellas, y reaparecen de nuevo cada
vez que las circunstancias les son favorables. Sabido es que siempre hay un
cierto número de abejas que prefieren la vida de ladrones a la vida laboriosa
de obreras; por lo cual, tanto en los períodos de escasez de alimentos como en
los períodos de abundancia extraordinaria, el número de las ladronas crece
rápidamente. Cuando la recolección está terminada y en nuestros campos y
praderas queda poco material para la elaboración de la miel, las abejas
ladronas aparecen en gran número: por otra parte, en las plantaciones de azúcar
de las Indias Orientales y en las refinerías de Europa, el robo, la pereza y,
muy a menudo, la embriaguez, se vuelven fenómenos corrientes entre las abejas.
Vemos, de este modo, que los instintos antisociales continúan existiendo; pero
la selección natural debe aniquilar incesantemente a las ladronas, ya que, a la
larga, la práctica de la reciprocidad se muestra más ventajosa para la especie
que el desarrollo de los individuos dotados de inclinaciones de rapiña.
"Los más astutos y los más inescrupulosos" de los que hablaba Huxley
como de los vencedores, son eliminados para dar lugar a los individuos que
comprenden las ventajas de la vida social y del apoyo mutuo.
Naturalmente,
ni las hormigas ni las abejas, ni siquiera las termitas, se han elevado hasta
la concepción de una solidaridad más elevada, que abrazase toda su especie. En
este respecto, evidentemente, no alcanzaron un grado de desarrollo que no
encontrarnos siquiera entre los dirigentes políticos, científicos y religiosos,
de la humanidad. Sus instintos sociales casi no van más allá de los límites del
hormiguero o de la colmena. A pesar de eso, Forel describió colonias de
hormigas en Mont Tendré y en la montaña Saleve, que incluían no menos de
doscientos hormigueros, y los habitantes de tales colonias pertenecían a dos
diferentes especies (Formica exsecta y F. pressilabris). Forel afirma
que cada miembro de estas colonias conoce a los miembros restantes, y que todos
toman parte en la defensa común. Mac Cook observó, en Pensilvania, una nación
entera de hormigas, compuesta de 1600 a 1700 hormigueros, que vivían en
completo acuerdo; y Bates describió las enormes extensiones de los campos
brasileños cubiertos de montículos de termitas, en done algunos hormigueros
servían de refugio a dos o tres especies diferentes, y la mayoría de estas
construcciones estaban unidas entre sí por galerías abovedadas y arcadas
cubiertas. De este modo, algunos ensayos de unificación de subdivisiones
bastante amplias de una especie, con fines de defensa mutua y de vida social,
se encuentra hasta entre los animales invertebrados.
Pasando
ahora a los animales superiores, encontramos aún más casos de ayuda
mutua, indudablemente consciente, que se practica con todos los fines posibles,
a pesar de que, por otra parte, debernos observar qué nuestros conocimientos de
la vida, hasta de los animales superiores, todavía se distinguen sin embargo,
por su gran insuficiencia. Una multitud de casos de este género fueron
descritos por zoólogos eminentísimos, pero, sin embargo, hay divisiones enteras
del reino animal de los cuales casi nada nos es conocido.
Sobre todo,
tenemos pocos testimonios fidedignos con respecto a los peces, en parte debido
a la dificultad de las observaciones y en parte porque no se ha prestado a esta
materia la debida atención. En cuanto a los mamíferos, ya Kessler observó lo
poco que conocemos de su vida. Muchos de ellos sólo salen de noche de sus
madrigueras; otros, se ocultan debajo de la tierra; los rumiantes, cuya vida
social y cuyas migraciones ofrecen un interés muy profundo, no permiten al hombre
aproximarse a sus rebaños. De las que sabemos más, es de las aves; sin embargo,
la vida social de muchas especies continúa siendo aún poco conocida para
nosotros. Por otra parte, en general, no tenemos de qué quejamos poca la falta
de casos bien establecidos, como se verá a continuación. Llamo la atención
únicamente que la mayor parte de estos hechos han sido reunidos por zoólogos
indiscutiblemente eminentes -fundadores de la zoología descriptiva- sobre la
base de sus propias observaciones, especialmente en América, en la época en que
aún estaba muy densamente poblada por mamíferos y aves. El gran desarrollo de
la ayuda mutua que ellos observaron, ha sido notado también recientemente en el
Africa central, todavía poco poblada por el hombre.
No tengo necesidad
de detenerme aquí sobre las asociaciones entre macho y hembra para la crianza
de la prole, para asegurar su alimento en las primeras épocas de su vida y para
la caza en común. Es menester recordar solamente que semejantes asociaciones
familiares están extendidas ampliamente hasta entre los carnívoros menos
sociables y las aves de rapiña; su mayor interés reside en que la asociación
familiar constituye el medio en donde se desarrollan los sentimientos más
tiernos, hasta entre los animales muy feroces en otros aspectos. Podemos,
también, agregar que la rareza de asociaciones que traspasen los límites de la
familia en los carnívoros y las aves de rapiña, aunque en la mayoría de los
casos es resultado de la forma de alimentación, sin embargo, indudablemente
constituye también, hasta cierto punto, la consecuencia de cambios en el mundo
animal, provocados por la rápida multiplicación de la humanidad. Hasta ahora se
ha prestado poca atención a estas circunstancias, pero sabemos que hay especies
cuyos individuos llevan una vida completamente solitaria en regiones densamente
pobladas, mientras que aquellas mismas especies o sus congéneres más próximos
viven en rebaños, en lugares no habitados por el hombre. En este sentido
podemos citar como ejemplo a los lobos, zorros, osos y algunas aves de rapiña.
Además, las
asociaciones que no traspasan los limites de la familia presentan para nosotros
comparativamente poco interés; tanto más cuanto que son conocidas muchas otras
asociaciones, de carácter bastante más general, como, por ejemplo, las
asociaciones formadas por muchos animales, para la caza, la defensa mutua o,
simplemente, para el goce de la vida. Audubon ya mencionó que las águilas se
reúnen a veces en grupos de varios individuos, y su relato sobre dos águilas
calvas, macho y hembra, que cazaban en el Mississipi, es muy conocido como
modelo de descripción artístico, pero una de las más convincentes observaciones
en este sentido Pertenece a Syevertsof. Mientras estudiaba la fauna de las
estepas rusas, vio cierta vez un águila perteneciente a la especie gregaria
(cola blanca, Haliaetos abicilla) que se elevaba hacia lo alto; durante
media hora, el águila describió círculos amplios, en silencio, y repentinamente
resonó su penetrante graznido. Al poco tiempo respondió a este grito el
graznido de otro águila que se había acercado volando a la primera, le siguió
una tercera, una cuarta, etcétera, hasta que se reunieron nueve o diez, que
pronto se perdieron de vista. Después de medio día, Syevertsof se dirigió hacia
el lugar donde notó que habían volado las águilas y, ocultándose detrás de una
ondulación de la estepa, se acercó a la bandada y observó que se habían reunido
alrededor del cadáver de un caballo. Las águilas viejas, que generalmente se
alimentan primero -tales son las reglas de la urbanidad entre las águilas-, ya
estaban posadas sobre las parvas de heno vecinas, en calidad de centinelas,
mientras las jóvenes continúan alimentándose, rodeadas por bandadas de
cornejas. De esta y otras observaciones semejantes Syevertsof dedujo que las
águilas de cola blanca se reúnen para la caza; elevándose a gran altura, si son
por ejemplo alrededor de una decena, pueden observar una superficie de cerca de
50 verstas cuadradas, y, en cuanto descubren algo, en seguida, consciente e
inconscientemente, avisan a sus compañeras, que se acercan y sin discusión, se
reparten el alimento hallado.
En general,
Syevertsof más tarde tuvo varias veces ocasión de convencerse de que las
águilas de cola blanca se reúnen siempre para devorar la carroña y que algunas
de ellas (al comienzo del festín, las jóvenes) desempeñan siempre el papel de
vigilantes, mientras las otras comen. Realmente, las águilas de cola blanca,
unas de las más bravas y mejores cazadoras, son, en general, aves gregarias, y
Brehm dice que, encontrándose en cautiverio, se aficionan rápidamente al hombre
(I. c., pág. 499-501).
La
sociabilidad es el rasgo común de muchas otras aves de rapiña. El grifo halcón
brasileño (Caravara), uno de los rapaces más "desvergonzados", es,
sin embargo, extraordinariamente sociable. Sus asociaciones para la caza han
sido descritas por Darwin y otros naturalistas, y está probado que, si se
apoderan de una presa demasiado grande, convocan entonces a cinco ó seis de sus
camaradas para llevarla. Por la tarde, cuando estas aves, que se encuentran
siempre en movimiento, después de haber volado todo el día, se dirigen a
descansar y se posan sobre algún árbol aislado del campo, siempre se reúnen en
bandadas poco numerosas, y entonces se juntan con ellas los pernócteros,
pequeños milanos de alas oscuras, parecidos a las cornejas, sus
"verdaderos amigos", como dice D'Orbigny. En el viejo mundo, en las
estepas transcaspianas, los milanos, según las observaciones de Zarudnyi,
tienen la misma costumbre de construir sus nidos en un mismo lugar, agrupándose
varios. El grifo social -una de las razas más fuertes de los milanos- recibió
su propio nombre por su amor a la sociedad. Viven en grandes bandadas, y en el
Africa se encuentran montañas enteras literalmente cubiertas, en todo lugar
libre,- por sus nidos. Decididamente, gozan de la vida social y se reúnen en
bandadas muy grandes para volar a gran altura, lo que constituye para ellos una
especie de deporte. "Viven en gran amistad -dice Le Vaillant-, y a veces
en una misma cueva encontré hasta tres nidos".
Los milanos
urubú, en Brasil, se distinguen quizá por una mayor sociabilidad que las
cornejas de pico blanco, dice Bates, el conocido explorador del río Amazonas.
Los pequeños milanos egipcios (Pernocterus stercorarius), también viven
en buena amistad. Juegan en el aire, en bandadas, pasan la noche juntos, y, por
la mañana, en montones, se dirigen en busca de alimento, y entre ellos no se
produce ni la más pequeña rifía; así lo atestigua Brehm, que ha tenido posibilidad
plena de observar su vida. El halcón de cuello rojo se encuentra también en
bandadas numerosas en los bosques del Brasil, y el halcón rojo cernícalo (Tinunculus
cenchyis), después de abandonar Europa y de haber alcanzado en invierno las
estepas y los bosques de Asia, se reúne en grandes sociedades. En las estepas
meridionales de Rusia lleva (más exactamente, llevaba) una vida tan social que
Nordman lo observó en grandes bandadas juntos con otros gerifaltes (falco
tinunculus, F. oesulon y F. subbuteo) que se reunían los días claros
alrededor de las cuatro de la tarde, y se recreaban con sus vuelos hasta
entrada la noche. Generalmente volaban todos juntos, en una línea completamente
recta, hasta un punto conocido y determinado; después de lo cual, volvían
inmediatamente siguiendo la misma línea, y luego repetían nuevamente aquel
vuelo.
Tales vuelos
en bandadas por el placer mismo del vuelo son muy comunes entre las aves de
todo género. Ch. Dixon informa que, especialmente en el río Humber, en las
llanuras pantanosas, a menudo aparecen. a fines de agosto, numerosas bandadas
de becasas (traga alpina; "arenero de montaña" llamada también
"buche negro") y se quedan durante el invierno. Los vuelos de estas
aves son sumamente interesantes, puesto que, reunidas en una enorme bandada,
describen círculos en el aire, luego se dispersan y se reúnen de nuevo,
repitiendo esta maniobra con la precisión de soldados bien instruidos.
Dispersos entre ellos suelen encontrarse areneros de otras especies, alondras
de mar y chochas.
Enumerar
aquí las diversas asociaciones de caza de las aves sería simplemente imposible:
constituyen el fenómeno más corriente; pero, es menester, por lo menos,
mencionar las asociaciones de pesca de los pelícanos, en las que estas torpes
aves evidencian una organización y una inteligencia notables. Se dirigen a la
pesca siempre en grandes bandadas, Y, eligiendo una bahía conveniente, forman
un amplio semicírculo, frente a la costa; poco a poco, este semicírculo se
estrecha, a medida que las aves nadan hacia la costa, y, gracias a esta
maniobra, todo pez caído en el semicírculo es atrapado. En los ríos, canales,
los pelícanos se dividen en dos partes, cada una de las cuales forma su
semicírculo, y va al encuentro de la otra, nadando, exactamente como irían al
encuentro dos partidas de hombres con dos largas redes, para recoger el pez
caído entre ellas. A la entrada de la noche, los pelicanos vuelven a su lugar
de descanso habitual -siempre el mismo para cada bandada- y nadie ha observado
nunca que se hayan originado peleas entre ellos por un lugar de pesca o por un
lugar de descanso. En América del sur, los pelícanos se reúnen en bandadas
hasta 50.000 aves, una parte de las cuáles se entrega al sueño mientras otras
vigilan, y otra parte se dirige a la pesca.
Finalmente,
cometería yo una gran injusticia con nuestro gorrión doméstico, tan calumniado,
si no mencionara cuán de buen girado comparte toda la comida que encuentra con
los miembros dé la sociedad a que pertenece. Este hecho era bien conocido por los
griegos antiguos, y hasta nosotros ha llegado el relato del orador que exclamó
cierta vez (cito de memoria): "Mientras os hablo, un gorrión vino a decir
a los otros gorriones que un esclavo ha desparramado un saco de trigo, y todos
s han ido a recoger el grano". Muy agradable fue para mi encontrar
confirmación de esta observación de los antiguos en el pequeño libro
contemporáneo de Gurney, el cual está completamente convencido que los
gorriones domésticos se comunican entre si siempre que puedan conseguir comida
en alguna parte. Dice: "Por lejos del patio de la granja que se hubiesen
trillado las parvas de trigo, los gorriones de dicho patio siempre aparecían
con los buches repletos de granos". Cierto es que los gorriones guardan
sus dominios con gran celo de la invasión de extraños, como, por ejemplo, los
gorriones del jardín de Luxemburgo, París, que atacan con fiereza a todos los
otros gorriones que tratan, a su vez, de aprovechar el jardín y la generosidad
de sus visitantes; pero dentro de sus propias comunidades o grupos practican
con extraordinaria amplitud el apoyo mutuo a pesar de que a veces se producen
riñas, como sucede, por otra parte, entre los mejores amigos.
La caza en
grupos y la alimentación en bandadas son tan corrientes en el mundo de las aves
que apenas es necesario citar más ejemplos: es menester considerar estos dos
fenómenos como un hecho plenamente establecido. En cuanto a la fuerza que dan a
las aves semejantes asociaciones, es cosa bien evidente. Las aves de rapiña más
grandes suelen verse obligadas a ceder ante las asociaciones de los pájaros más
pequeños. Hasta las águilas -aun la poderosísima y terrible águila rapaz y el
águila marcial, que se destacan por una fuerza tal que pueden levantar en sus
garras una liebre o un antílope joven- suelen versé obligadas a abandonar su
presa a las bandadas de milanos, que emprenden una caza regular de ellas, no
bien notan que alguna ha hecho una buena presa. Los milanos también dan caza al
rápido gavilán pescador, y le quitan el pescado capturado; pero nadie ha tenido
ocasión de observar que los milanos se pelearan por la posesión de la presa
arrebatada de tal modo. En la isla Kerguelen el doctor Coués ha visto que el Buphagus,
la pequeña gallina marina, de los pescadores de focas, persigue a las
gaviotas con el fin de obligarlas a vomitar el alimento; a pesar de que, por
otra parte, las gaviotas, unidas a las golondrinas marinas, ahuyentan a la
pequeña gallina de mar en cuanto se aproxima a sus posesiones, especialmente
durante el anidamiento. Los frailecicos (Vanellus oristatus), pequeños
pero muy rápidos, atacan osadamente a los buhardos, a los mochuelos, o a una
corneja o águila que atisban sus huevos, es un espectáculo instructivo. Se
siente que están seguros de. la victoria, y se ve la decepción del ave de
rapiña. En semejantes casos, las avefrías se apoyan mutuamente, a la
perfección, y la bravura de cada una aumenta con el número. Ordinariamente
persiguen al malhechor de tal modo que éste prefiere abandonar la caza con tal
de alejarse de sus atormentadores. El frailecico ha merecido bien el apodo de
"buena madre" que le dieron los griegos, puesto que jamás rehusa
defender a las otras aves acuáticas, de los ataques de sus enemigos.
Lo mismo es
menester decir acerca del pequeño habitante de nuestros jardines, la blanca
nevatilla, o aguzanieve (Motacilla alba), cuya longitud total alcanza
apenas a ocho pulgadas. Obliga hasta al cemicalo a suspender la caza. "No
bien las aguzanieves ven al ave de rapiña -ha escrito Brehm, padre- lanzando un
grito fuerte la persiguen, previniendo así a todas las otras aves, y, de tal
modo, obligan a muchos buitres a renunciar a la caza. A menudo he admirado su
coraje y su agilidad, y estoy firmemente convencido de que sólo el halcón,
rapidísimo y noble, es capaz de capturar a la nevatilla... Cuando sus bandadas
obligan a cualquier ave de rapiña a alejarse, ensordecen con sus chillidos
triunfantes y luego se separan" (Brehm tomo tercero, pág. 950). En tales
casos, se reúnen con el fin determinado de dar caza al enemigo, exactamente lo
mismo tuve oportunidad de observar en la población volátil de un bosque que se
elevaba de golpe ante el anuncio de la aparición de alguna ave nocturna, y
todos, tanto las aves de rapiña como- los pequeños e inofensivos cantores,
empezaban a perseguir al recién venido y, finalmente, le obligaban a volver a
su refugio.
¡Qué
diferencia enorme entre las fuerzas del milano, del cernícalo o del gavilán y
la de tan pequeños pajarillos, como la nevatilla del prado, sin embargo, estos
pequeños pajarillos gracias a su acción conjunta y su bravura, prevalecen sobre
las rapaces, que están dotadas de vuelo poderoso y armadas de manera excelente
para el ataque. En Europa, las nevatillas no sólo persiguen a las aves de
rapiña que pueden ser peligrosas para ellas, sino también a los gavilanes
pescadores, "más bien para entretenerse que para hacerles daño" -dice
Brehm. En la India, según el testimonio del Dr. Jerdón, los grajos, persiguen
al milano gowinda "simplemente para distraerse". Y Wied dice que a menudo
rodean al águila brasileña urubitinga innumerables bandadas de tucanes
("burlones") y caciques (ave que está estrechamente emparentado con
nuestras cornejas de Pico blanco) y se burlan de él. -"El cernícalo
-agrega Wied-, ordinariamente soporta tales molestias con mucha tranquilidad;
además, de tanto en tanto, coge a uno de los burlones que lo rodean".
Vemos, de tal modo, en todos estos casos (y se podría citar decenas de ejemplos
semejantes), que los pequeños pájaros, inmensamente inferiores por su fuerza al
ave de rapiña, se muestran, a pesar de eso, más fuertes que ella gracias a que
actúan en común.
Dos grandes
familias de aves, a saber, las grullas y los papagayos han alcanzado los más
admirables resultados en lo que respecta a la seguridad individual, al goce de
la vida en común. Las grullas son sumamente sociables, y viven en excelentes
relaciones no sólo con sus congéneres, sino también con la mayoría de las aves
acuáticas. Su prudencia no es menos asombrosa que su inteligencia.
Inmediatamente disciernen las condiciones nuevas y actúan de acuerdo con las
nueve exigencias. Sus centinelas vigilan siempre que las bandadas comen o
descansan, y los cazadores saben, por experiencia, cuán difícil es
aproximárseles. Si el hombre consigue cogerlas desprevenidas, no vuelven más a
ese lugar sin enviar primero un explorador, y tras él una partida de
exploradores; y cuando esta partida vuelve con la noticia de que no se
vislumbra peligro, envían una segunda partida exploradora para comprobar el
informe de los primeros, antes de que toda la bandada se decida a adelantarse.
Con especies próximas, las grullas contraen verdaderas amistades, y, en
cautiverio, ninguna otra ave, excepción hecha solamente del no menos social e
inteligente papagayo, contrae una amistad tan verdadera con el hombre.
"La
grulla no ve en el hombre un amo, sino un amigo, y trata de demostrárselo de
todos modos" -dice Brehm basado en su experiencia personal. Desde la
mañana temprano hasta bien entrada la noche, la grulla se encuentra en incesante
actividad; pero, consagra en total algunas horas de la mañana a la búsqueda del
alimento, en especial el alimento vegetal; el resto del tiempo se entrega a la
vida social. "Estando con ánimo de juguetear -escribe Brehm- la grulla
levanta de la tierra danzando, piedrecillas, pedacitos de madera, los arroja al
aire tratando de agarrarlos tuerce el cuello, despliega las alas, danza,
brinca, corre, y, por todos los medios, expresa su buen humor, y siempre es
hermosa y graciosa. Puesto que viven constantemente en sociedad, casi no tienen
enemigos, a pesar de que Brehm tuvo ocasión de ver, a veces, que alguna era
atrapada accidentalmente por un cocodrilo, pero con excepción del cocodrilo, no
conoce la grulla ningún otro enemigo. La prudencia de la grulla, que se ha
hecho proverbial, la salva de todos los enemigos, y, en general, vive hasta una
edad muy avanzada. Por esto no es sorprendente que la grulla, para conservar la
especie, no tenga necesidad de criar una descendencia numerosa y, generalmente,
no pone más de dos huevos. En cuanto al elevado desarrollo de su inteligencia,
bastará decir que todos los observadores reconocen unánimemente que la
capacidad intelectual de la grulla recuerda poderosamente la capacidad del
hombre.
Otra ave
sumamente social, el papagayo, ocupa, como es sabido, por el desarrollo de su
capacidad intelectual, el primer puesto en todo el mundo volátil. Su modo de
vida está tan excelentemente descrito por Brehm, que me será suficiente
reproducir el trozo siguiente, como la mejor característica:
"Los
papagayos -dice- viven en sociedades o bandadas muy numerosas, excepto durante
el periodo de aparejamiento. Eligen como vivienda un lugar del bosque, de donde
salen todas las mañanas para sus expediciones de caza. Los miembros de cada
bandada están muy ligados entre sí, comparten tanto el dolor corno la alegría.
Todas las mañanas se dirigen juntos al campo, al huerto, o a cualquier árbol
frutal, para alimentarse de frutas. Apostan centinelas para proteger a toda la
bandada y siguen con atención sus advertencias. En caso de peligro, se
apresuran todos a volar, prestándose mutuo apoyo, y por la tarde, todos vuelven
al lugar de descanso al mismo tiempo. Dicho más brevemente, viven siempre en
unión estrechamente amistosa."
Encuentran
también placer en la sociedad de otras aves. En la India: -dice Leyard- los
grajos y los cuervos cubren volando una distancia de muchas millas, para pasar
la noche junto con los papagayos, en las espesuras de bambúes. Cuando se
dirigen a la caza, los papagayos no sólo demuestran un ingenio y una prudencia
sorprendentes, sino también capacidad para adaptarse a las circunstancias. Así,
por ejemplo, una bandada de cacatúas blancas de Australia, antes de iniciar el
saqueo de un trigal, indefectiblemente envía una partida de exploradores, que
se distribuye en los árboles más altos de la vecindad del campo citado,
mientras que otros exploradores se posan sobre los árboles intermedios entre el
campo y el bosque, y transmiten señales. Si las señales comunican que
"todo está en orden, entonces una decena de cacatúas se separa de la
bandada, traza varios círculos en el aire y se dirige hacia los árboles más
próximos al campo. Esta segunda partida, a su vez, observa con bastante
detención los alrededores, y sólo después de esa observación, da la señal para
el traslado general; después, toda ¡-a bandada se eleva al mismo tiempo y
saquea rápidamente el campo. Los colonos australianos vencen con mucha
dificultad la vigilancia de los papagayos; pero, si el hombre, con toda su
astucia y sus armas, consigue matar algunas cacatúas, entonces se vuelven tan
vigilantes y prudentes, que desbaratan todas las artimañas de los enemigos.
No hay duda
alguna de que sólo gracias al carácter social de su vida, pudieron los
papagayos alcanzar ese elevado desarrollo de la inteligencia y de los sentidos
(que encontramos en ellos) y que casi llega al nivel humano. Su elevada
inteligencia indujo a los mejores naturalistas a llamar a algunas especies
-especialmente al papagayo gris- "ave-hombres". En cuanto a su afecto
mutuo, sabido es que si ocurre que uno de la bandada es muerto por un cazador,
los restantes comienzan a volar sobre el cadáver de su camarada lanzando gritos
lastimeros y "caen ellos mismos víctimas de su afección amistosa"
-como escribió Audubon-, y si dos papagayos cautivos, aunque sean
pertenecientes a dos especies distintas, contrajeran amistad, y uno de ellos
muriera accidentalmente, no es raro entonces que el otro también perezca de
tristeza y de pena por su amigo muerto.
No es menos
evidente que en sus asociaciones los papagayos encuentren una protección contra
los enemigos incomparablemente superior a la que podrían encontrar por medio
del desarrollo más ideal de sus "picos y garras". Muy escasas aves de
rapiña y mamíferos se atreven a atacar a los papagayos -y esto solamente a las
especies pequeñas- y Brehm tiene toda la razón cuando dice, hablando de los
papagayos, que ellos, igual que las grullas y los monos sociales, apenas tienen
otro enemigo fuera del hombre; y agrega: "Muy probablemente, la mayoría de
los papagayos grandes mueren de vejez y no en las garras de sus enemigos".
Unicamente el hombre, gracias a su superior inteligencia, y a sus armas -que
también constituyen el resultado de su vida en sociedad-, puede, hasta cierto
punto, exterminar a los papagayos. Su misma longevidad se debe de tal modo al
resultado de la vida social. Y, muy probablemente, es necesario decir lo mismo
con respecto a su memoria sorprendente, cuyo desarrollo, sin duda, favorece la
vida en sociedad, y también la longevidad, acompañada por la plena
conservación, tanto de las capacidades físicas como intelectuales hasta una
edad muy avanzada.
Se ve, por
todo lo que precede que la guerra de todos contra cada uno no es, de ningún
modo, la ley dominante de la naturaleza. La ayuda mutua es ley de la naturaleza
tanto como la guerra mutua y esta ley se hace para nosotros más exigente cuando
observamos algunas otras asociaciones de aves y observamos la vida social de
los mamíferos. Algunas rápidas referencias a la importancia de la ley de la
ayuda mutua en la evolución del reino animal han sido ya hechas en las páginas
precedentes; pero su importancia se aclarará con mayor precisión cuando,
citando algunos hechos, podamos hacer, basados en ellos, nuestras conclusiones.
Apenas vuelve la primavera a la zona templada, miríadas de aves,
dispersas por los países templados del sur, se reúnen en bandadas innumerables
y se apresuran, llenas de alegre energía, a ir hacia el norte para criar su
descendencia. Cada seto, cada bosquecillo, cada roca de la costa del océano,
cada lago o estanque de los que se halla sembrado el norte de América, el norte
de Europa, y -el norte de Asia, podrían decirnos, en esa época del año, qué
representa la ayuda mutua en la vida de las aves; qué fuerza, qué energía y
cuánta protección dan a cada ser viviente por débil e indefenso que sea de por
sí.
Tomad, por
ejemplo, uno de los innumerables lagos de las estepas rusas o siberianas, al
principio de la primavera. Sus orillas están pobladas de miríadas de aves
acuáticas, pertenecientes por lo menos a veinte especies diferentes que viven
en pleno acuerdo y que se protegen entre sí constantemente. He aquí cómo
describe Syevertsof uno de estos lagos:
"El
lago se halla oculto entre las arenas de color rojo amarillo, las talas verde
oscuro y las cañas. Aquello es un hervidero de aves, un torbellino que nos
marea... El espacio, lleno de gaviotas (Larus rudibundus) y golondrinas
marinas (Sterna hirundo) es conmovido por sus gritos sonoros. Miles de
avefrías recorren las orillas y silban... Más allá, casi sobre cada ola, un
pato se mece y grita. En lo alto se extienden las bandadas de patos kazarki;
más abajo, de tanto en tanto, vuelan sobre el lago los 'podorliki' (Aquila
clanga) y los buhardos de pantano, seguidos inmediatamente por la bandada
bullanguera de los pescadores. Mis ojos se fueron en pos de ellos".
Por todas
partes brota la vida. Pero he aquí las rapaces, "las más fuertes y
ágiles" -como dice Huxley- e -idealmente dotadas para el ataque"
-como dice Syeverstof. Se oyen sus voces hambrientas y ávidas y sus gritos
exasperados cuando, durante horas enteras, esperan una ocasión conveniente para
atrapar, en esta masa de seres vivientes, siquiera un solo individuo indefenso.
No bien se acercan, decenas de centinelas voluntarios avisan su aparición, y en
seguida centenares de gaviotas y golondrinas marinas inician la persecución del
rapaz. Enloquecido por el hambre, deja de lado por último sus precauciones
habituales; se arroja de improviso sobre la masa viva de aves; pero, atacado
por todas partes, de nuevo es obligado a retirarse. En un arranque de hambre
desesperada, se arroja sobre los patos salvajes; pero, las ingeniosas aves
sociales, rápidamente, se reúnen en una bandada y huyen si el rapaz es un
águila pescadora; si es un halcón, se zambullen en el lago; si es un buitre,
levantan nubes de salpicaduras de agua y sumen al rapaz en una confusión
completa. Y mientras la vida continúa pululando en el lago, como antes, el
rapaz huye con gritos coléricos en busca de carroña, o de algún pajarilla joven
o ratón de campo, aún no acostumbrado a obedecer a tiempo las advertencias de
los camaradas. En presencia de toda esta vida que fluye a torrentes, el rapaz, armado
idealmente, tiene que contentarse sólo con los desechos de ella.
Aún más
lejos, hacia el norte, en los archipiélagos árticos, "podéis navegar
millas enteras a lo largo de la orilla y veréis que todos los saledizos, todas
las rocas y los rincones de las pendientes de las montañas hasta doscientos
pies, y a veces hasta quinientos sobre el nivel del mar, están literalmente
cubiertos de aves marinas, cuyos pechos blancos se destacan sobre el fondo de
las rocas sombrías, de tal modo que parecen salpicadas de creta. El aire, tanto
de cerca como a lo lejos, está repleto de aves.
Cada una de
estas "montañas de aves" constituye un ejemplo viviente de la ayuda
mutua, y también de la variedad sin fin de caracteres, individuales y
específicos,- que son resultado de la vida social. Así, por ejemplo, el ostrero
es conocido por su presteza en atacar a cualquier ave de presa. El arga de los
pantanos es renombrada por su vigilancia e inteligencia como guía de aves más
pacíficas. Pariente de la anterior, el revuelve piedras, cuando está rodeado de
camaradas pertenecientes a especies más grandes, deja que se ocupen ellos de la
protección de todos, y hasta se vuelve un ave bastante tímida; pero cuando está
rodeado de pájaros más pequeños, toma a su cargo, en interés de la sociedad, el
servicio de centinela, y hace que le obedezcan, dice Brehm.
Se puede
observar aquí a los cisnes, dominadores, y a la par de ellos, a las gaviotas
Kitty-Wake -extremadamente sociables y hasta tiernas y entre las cuales, como
dice Nauman, las disputas se producen muy raramente y siempre son breves; se ve
a las atractivas kairas polares, que continuamente se prodigan caricias; a las
gansas-egoístas, que entregan a los caprichos de la suerte los huérfanos de la
camarada muerta, y junto a ellas, a otras gansas que adoptan a los huérfanos y
nadan rodeadas de cincuenta o sesenta pequeñuelos, de los cuales cuidan como si
fueran sus propios hijos. Junto a los pingüinos, que se roban los huevos unos a
otros, se ven las calandrias marinas, cuyas relaciones familiares son
,"tan encantadoras y conmovedoras" que ni los cazadores apasionados
se deciden a disparar a la hembra rodeada de su cría; o a los gansos del norte,
entre los cuales (como los patos velludos o "coroyas" de las
sabanas), varias hembras empollan los huevos en un mismo nido; o los kairas
(Uria troile) que -afirman observadores dignos de fe- a veces se sientan
por turno sobre el nido común. La naturaleza es la variedad misma, y ofrece
todos los matices posibles de caracteres, hasta lo más elevado: por eso no es
posible representarla en una afirmación generalizada. Menos aún puede
juzgársela desde el punto de vista moral, puesto que las opiniones mismas del
moralista son resultado -la mayoría de las veces inconsciente- de las
observaciones sobre la naturaleza.
La costumbre
de reunirse en el período de anidamiento es tan común entre la mayoría de las
aves, que apenas es necesario dar otros ejemplos. Las cimas de nuestros árboles
están coronadas por grupos de nidos de pequeños pájaros; en las granjas anidan
colonias de golondrinas; en las torres viejas y campanarios se refugian
centenares de aves nocturnas; y fácil sería llenar páginas enteras con las más
encantadoras descripciones de la paz y armonía que se encuentran en casi todas
estas sociedades volátiles para el anidamiento. Y hasta dónde tales
asociaciones sirven de defensa a las aves más débiles, es evidente de por sí.
Un excelente observador, como el americano Dr. Couës, vio, por ejemplo, que las
pequeñas golondrinas (cliff swallaws) construían sus nidos en la
vecindad inmediata de un halcón de las estepas (Falco polyargus). El
halcón había construido su nido en la cúspide de uno de aquellos minaretes de
arcilla de los que tantos hay en el Cañón del Colorado, y la colonia de
golondrinas vivía inmediatamente debajo de él. Los pequeños pájaros pacíficos
no temían a su rapaz vecino: simplemente no le permitían acercarse a su
colonia. Si lo hacía, inmediatamente lo rodeaban y comenzaban correrlo, de modo
que el rapaz había de alejarse enseguida.
La vida en
sociedades no cesa cuando ha terminado la época del anidamiento; toma solamente
nueva forma. Las crías jóvenes se reúnen en otoño, en sociedades juveniles, en
las que ordinariamente ingresan varias especies. La vida social es practicada
en esta época principalmente por los placeres que ella proporciona, y también,
en parte, por su seguridad. Así encontramos en otoño, en nuestros bosques,
sociedades compuestas de picamaderos jóvenes (Sitta coesia), junto con
diversos paros, trepadores, reyezuelos, pinzones de montaña y pájaros
carpinteros. En España, las golondrinas se encuentran en compañía de
cernícalos, atrapamoscas y hasta de palomas.
En el Far
West americano, las jóvenes calandrias copetudas (Horned Park) viven
en grandes sociedades, conjuntamente con otras especies de cogujadas (Spragues
Lark), con el gorrión de la sabana (Savannah sparoow) y
algunas otras especies de verderones y hortelanos. En realidad, sería más fácil
describir todas las especies que llevan vida aislada que enumerar aquellas especies
cuyos pichones constituyen sociedades, cuyo objeto de ningún modo es cazar o
anidar, sino solamente disfrutar de la vida en común y pasar el tiempo en
juegos y deportes, después de las pocas horas que deben consagrar a la búsqueda
de alimento.
Por último,
tenemos ante nosotros, todavía, un campo amplísimo de estudio de la ayuda mutua
en las aves, durante sus migraciones, y hasta tal punto es amplio que sólo
puedo mencionar, en pocas palabras, este gran hecho de la naturaleza. Bastará
decir que las aves que han vivido, hasta entonces, meses enteros en pequeñas
bandadas diseminadas por una superficie vasta, comienzan a reunirse en la
primavera o en el otoño a millares; durante varios días seguidos, a veces una
semana o ' más, acuden a un lugar determinado, antes de ponerse en camino, y
parlotean con vivacidad, probablemente sobre la migración inminente. Algunas
especies, todos los días, antes de anochecer, se ejercitan en vuelos
preparatorios, alistándose para el largo viaje. Todas esperan a sus congéneres
retrasadas, y, por último, todas juntas desaparecen un buen día; es decir
vuelan, en una dirección determinada, siempre bien escogida, que representa,
sin duda, el fruto de la experiencia colectiva acumulada. Los individuos
fuertes vuelan a la cabeza de la bandada, cambiándose por turno para cumplir
con esta difícil obligación. De tal modo, las aves atraviesan hasta los vastos
mares, en grandes bandadas compuestas tanto de aves grandes como de pequeñas;
y, cuando, en la primavera siguiente vuelven al mismo lugar, cada ave se dirige
al mismo sitio bien conocido, y en la mayoría de los casos, hasta cada pareja
ocupa el mismo nido que reparó o construyó el año anterior.
Este,
fenómeno de migración se halla tan extendido, y está al mismo tiempo tan
eficientemente estudiado, creó tantas costumbres asombrosas de ayuda mutua -y
estas costumbres y el hecho mismo de la migración requerirían un trabajo
especial- que me veo obligado a abstenerme de dar mayores detalles. Mencionaré
solamente las reuniones numerosas y animadas que tienen lugar de año en año en
el mismo sitio, antes de emprender su largo viaje al norte o al sur; y, del
mismo modo, las reuniones que se pueden ver en el norte, por ejemplo, en las
desembocaduras del Yenesei, o en los condados del norte de Inglaterra, cuando
las aves vuelven del sur a sus lugares habituales de anidamiento, pero no se
han asentado aún en sus nidos. Durante muchos días, a veces hasta un mes
entero, se reúnen todas las mañanas y pasan juntas alrededor de media hora,
antes de echar a volar en busca de alimento, quizá deliberando sobre los
lugares donde se dispondrán a construir sus nidos. si durante la migración
sucede que las columnas de aves que emigran son sorprendidas por una tormenta,
entonces la desgracia común une a las aves de las especies más diferentes. La
diversidad de aves que, sorprendidas por una nevasca durante la migración,
golpean contra los vidrios de los faros de Inglaterra, sencillamente es
asombrosa. Necesario es observar también que las aves no migratorias, pero que
se desplazan lentamente hacia el norte o sur, conforme a la época del año; es
decir, las llamadas aves nómadas, también realizan sus traslados en pequeñas
bandadas. No emigran aisladas, para asegurarse de tal modo, y por separado, el
mejor alimento y encontrar mejor refugio en la nueva región sino, que siempre
se esperan mutuamente y se reúnen en bandadas antes de comenzar su lento cambio
de lugar hacia el norte o el sur.
Pasando
ahora a los mamíferos, lo primero que nos asombra en esta vasta clase de
animales es la enorme supremacía numérica de las especies sociales sobre
aquellos pocos carnívoros que viven solitarios. Las mesetas, las regiones
montañosas, estepas y depresiones del nuevo y viejo mundo, literalmente hierven
de rebaños de ciervos, antílopes, gacelas, búfalos, cabras y ovejas salvajes;
es decir, de todos los animales que son sociales. Cuando los europeos
comenzaron a penetrar en las praderas de América del Norte, las hallaron hasta
tal punto densamente poblados por búfalos, que sucedía que los pioneros tenían,
a veces, que detenerse, y durante mucho tiempo, cuando las columnas de búfalos
en densa columna se prolongaba a veces hasta dos o tres días; y cuando
los rusos ocuparon Siberia, encontraron en ella una cantidad tan enorme de
ciervos, antílopes, corzos, ardillas y otros animales, que la conquista dé
Siberia no fue más que una expedición cinegética que se prolongó durante dos
siglos. Las llanuras herbosas de Africa oriental aún ahora están repletas de
cebras, jirafas y diversas especies de antílopes.
Hasta hace
un tiempo no muy lejano, los ríos pequeños de América del Norte y de la Siberia
Septentrional estaban todavía poblados por colonias de castores, y en la Rusia
europea, toda su parte norte, todavía en el siglo XVIII, estaba cubierta por
colonias semejantes. Las llanuras de los cuatro grandes continentes están aún
ahora pobladas de innumerables colonias de topos, ratones, marmotas,
tarbaganes, "ardillas de tierra" y otros roedores. En las latitudes
más bajas de Asia y Africa, en esta época, los bosques son refugios de
numerosas familias de elefantes, rinocerontes, hipopótamos y de innumerables
sociedades de monos. En el lejano norte, los ciervos se reúnen en innumerables
rebaños, y aún más al norte, encontramos rebaños de toros almizcleros e
incontables sociedades de zorros polares. Las costas del océano están animadas
por manadas de focas y morsas, y sus aguas por manadas de animales sociales
pertenecientes a la familia de las ballenas; por último, y aun en los desiertos
del altiplano del Asia central, encontramos manadas de caballos salvajes, asnos
salvajes, camellos salvajes y ovejas salvajes. Todos estos mamíferos viven en
sociedades y en grupos que cuentan, a veces, cientos de miles de individuos, a
pesar de que ahora, después de tres siglos de civilización a base de pólvora,
quedan únicamente restos lastimosos de aquellas incontables sociedades animales
que existían en tiempos pasados.
¡Qué
insignificante, en comparación con ella, es el número de los carnívoros! ¡Y qué
erróneo, en consecuencia, el punto de vista de aquéllos que hablan del mundo
animal como si estuviera compuesto solamente de leones y hienas que clavan sus
colmillos ensangrentados en la presa! Es lo mismo que si afirmásemos que toda
la vida de la humanidad se reduce solamente a las guerras y a las masacres.
Las
asociaciones y la ayuda mutua son regla en la vida de los mamíferos. La
costumbre de la vida social se encuentra hasta en los carnívoros, y en toda
esta vasta clase de animales solamente podemos nombrar una familia de felinos
(leones, tigres, leopardos, etc.), cuyos miembros realmente prefieren la vida
solitaria a la vida social, y sólo raramente se encuentran, por lo menos ahora,
en pequeños grupos. Además, aun entre los leones "el hecho más común es
cazar en grupos", dice el célebre cazador y conocedor S. Baker. Hace poco,
N. Schillings, que estaba cazando en el este del Africa Ecuatorial, fotografió
de noche -al fogonazo repentino de la luz de magnesio- leones que se habían
reunido en grupos de tres individuos adultos, y que cazaban en común;
por la mañana, contó en el río, adonde durante la sequía acudían de
noche a beber los rebaños de cebras, las huellas de una cantidad mayor
aún de leones -hasta treinta- que iban a cazar cebras, y naturalmente,
nunca, en muchos años, ni Schillings ni otro alguno, oyeron decir que los
leones se pelearan o se disputaran la presa. En cuanto a los leopardos, y
esencialmente al puma sudamericano (género de león), su sociabilidad es bien
conocida. El puma, en consecuencia, como lo describió Hudson, se hace amigo del
hombre gustosamente.
En la
familia de los viverridoe, carnívoros que representan algo intermedio
entre los gatos y las martas, y en la familia de las martas (marta,
armiño, comadreja, garduña, tejón, etc.), también predomina la forma de vida
solitaria. Pero puede considerarse plenamente establecido que en épocas
no más tempranas que el final del siglo XVIII, la comadreja vulgar (mustela,
vulgaris) era más social que ahora; se encontraba entonces en Escocia y
también en el cantón de Unterwald, en Suiza, en pequeños grupos.
En cuanto a
la vasta familia canina (perros, lobos, chacales, zorros y zorros polares),
su sociabilidad, sus asociaciones con fines de caza pueden considerarse como
rasgo característico de muchas variedades de esta familia. Es por todos sabido
que los lobos se reúnen en manadas para cazar, y el investigador de la
naturaleza de los Alpes, Tschudi, dejó una descripción excelente de cómo,
disponiéndose en semicírculo, rodean a la vaca que pace en la pendiente
montañosa y, luego, saltando súbitamente, lanzando un fuerte aullido, la hacen
caer al precipicio, Audubon, en el año 1830 vio también que los lobos del
Labrador cazaban en manadas, y que una manada persiguió a un hombre hasta su
choza y destrozó a sus perros. En los crudos inviernos, las manadas de lobos
vuelven tan numerosas que son peligrosas para las poblaciones humanas, como
sucedió en Francia por el año 1840. En las estepas rusas, los lobos nunca
atacan a los caballos si no es en manadas, y deben soportar una lucha feroz,
durante la cual los caballos (según el testimonio de Kohl), a: veces pasan al
ataque; en tal caso, si los lobos no se apresuran a retroceder.. corren riesgo
de ser rodeados por los caballos, que los matan a coces. Sabido es, también,
que los lobos de las praderas americanas (canis latrans) se reúnen en
manadas de 20 y 30 individuos para atacar al búfalo que se ha separado
accidentalmente del rebaño. Los chacales, que se distinguen por su gran bravura
y pueden ser considerados entre los más inteligentes representantes de la
familia canina, siempre cazan en manadas; reunidos de tal modo, no temen a los
carnívoros mayores.
En cuanto a
los perros salvajes del Asia (Jolzuni o Dholes), Williamson vio que sus
grandes manadas atacan resueltamente a todos los animales grandes, excepto
elefantes y rinocerontes, y que hasta consiguen vencer a los osos y tigres, a
quienes, como es sabido, arrebatan siempre los cachorros.
Las hienas
viven siempre en sociedades y cazan en manadas, y Cummings se refiere con gran
elogio a las organizaciones de caza de las hienas manchadas (Lycain). Hasta los
zorros, que en nuestros países civilizados indefectiblemente viven solitarios,
se reúnen a veces para cazar, como lo testimonian algunos observadores. También
el zorro polar, es decir, el zorro ártico, es o más exactamente era, en los
tiempos de Steller, en la primera mitad del siglo XVIII, uno de los animales
más sociables. Leyendo el relato de Steller sobre la lucha que tuvo que
sostener la infortunada tripulación de Behring con estos pequeños e
inteligentes animales, no se sabe de qué asombrarse más: de la inteligencia no
común de los zorros polares y del apoyo mutuo que revelaban al desenterrar los
alimentos ocultos debajo de las piedras o colocados sobre pilares (uno de
ellos, en tal caso, trepaba a la cima del pilar y arrojaba los alimentos a los
compañeros que esperaban abajo), o de la crueldad del hombre, llevado a la
desesperación por sus numerosas manadas. Hasta, algunos osos viven en
sociedades en los lugares donde el hombre no los molesta. Así, Steller vio
numerosas bandas de osos negros de Kamchatka, y, a veces, se ha encontrado osos
polares en pequeños grupos. Ni siquiera los insectívoros, no muy inteligentes,
desdeñan siempre la asociación.
Por otra parte,
encontramos las formas más desarrolladas de ayuda mutua especialmente entre los
roedores, ungulados y rumiantes. Las ardillas son individualistas en grado
considerable. Cada una de ellas construye su cómodo nido y acumula su
provisión. Están inclinadas a la vida familiar, y Brehm halló que se sienten
muy felices cuando las dos crías del mismo año se juntan con sus padres en
algún rincón apartado del bosque. Mas, a pesar de esto, las ardillas mantienen
relaciones recíprocas, y si en el bosque donde viven se produce una escasez de
piñas, emigran en destacamentos enteros. En cuanto a las ardillas negras del
Far West americano, se destacan especialmente por su sociabilidad. Con
excepción de algunas horas dedicadas diariamente al aprovisionamiento, pasan toda
su vida en juegos, juntándose para esto en numerosos grupos. Cuando se
multiplican demasiado rápidamente en alguna región, como sucedió, por ejemplo,
en Pensylvania en 1749, se reúnen en manadas casi tan numerosas como nubes de
langostas y avanzan -en este caso- hacia el Suroeste, devastando en su camino
bosques, campos y huertos. Naturalmente, detrás de sus densas columnas se
introducen los zorros, las garduflas, los halcones y toda clase de aves
nocturnas, que se alimentan con los individuos rezagados. El pariente de la
ardilla común, burunduk, se distingue por una sociabilidad aún mayor. Es un
gran acaparador, y en sus galerías subterráneas acumula grandes provisiones de
raíces comestibles y nueces, que generalmente son saqueadas en otoño por los
hombres. Según la opinión de algunos observadores, el burunduk conoce,
hasta cierto punto, las alegrías que experimenta un avaro. Pero, a pesar de
eso, es un animal social. Vive siempre en grandes poblaciones, y cuando Audubon
abrió, en invierno, algunas madrigueras de "hackee" (el congénere
americano más cercano de nuestro burunduk) encontró varios individuos en un
refugio. Las provisiones en tales cuevas, habían sido preparadas por el
esfuerzo común.
La gran
familia de las marmotas, en la que entran tres grandes géneros: las marmotas
propiamente dichas, los susliki y los "perros de las praderas"
americanas (Arctomys, Spermophilus y Cynomys), se distingue por una
sociabilidad y una inteligencia aún mayor. Todos los representantes de esta
familia prefieren tener cada cual su madriguera, pero viven en grandes
poblaciones. El terrible enemigo de los trigales del Sur de Rusia -el suslik-
de los cuales el hombre sólo extermina anualmente alrededor de diez
millones, vive en innumerables colonias; y mientras las asambleas provinciales
(Ziemstvo) rusas, discuten seriamente los medios de liberarse de este
"enemigo social", los susliki, reunidos a millares en sus
poblados, disfrutan de la vida. Sus juegos son tan encantadores que no existe
observador alguno que no haya expresado su admiración y referido sus conciertos
melodiosos, formados por los silbidos agudos de los machos y los silbidos
melancólicos de las hembras, antes de que, recordando sus obligaciones
ciudadanas, se dedicaran a la invención de diferentes medios diabólicos para el
exterminio de estos saqueadores. Puesto que la reproducción de todo género de
aves rapaces y bestias de presa para la lucha con- los susliki resultó
infructuosa, actualmente la última palabra de la ciencia en esta lucha consiste
en inocularles el cólera.
Las
Poblaciones de los perros de las praderas" (Cynomys), en las llanuras de
la América del Norte, presentan uno de los espectáculos más atrayentes. Hasta
donde el ojo puede abarcar la extensión de la pradera se ven, por doquier,
pequeños montículos de tierra, y sobre cada uno se encuentra una bestezuela, en
conversación animadísima con sus vecinos, valiéndose de sonidos entrecortados
parecidos al ladrido. Cuando alguien da la señal de la aproximación del hombre,
todos, en un instante, se zambullen en sus pequeñas cuevas, desapareciendo como
por encanto. Pero no bien el peligro ha pasado, las bestezuelas salen
inmediatamente. Familias enteras salen de sus cuevas y comienzan a jugar. Los
jóvenes se arañan y provocan mutuamente, se enojan, páranse graciosamente sobre
las patas traseras, mientras los viejos vigilan. Familias enteras se visitan, y
los senderos bien trillados entre los montículos de tierra, demuestran que
tales visitas se repiten muy a menudo. Dicho más brevemente, algunas de las mejores
páginas de nuestros mejores naturalistas están dedicadas a la descripción de
las sociedades de los perros de las praderas de América, de las marmotas del
Viejo Continente y de las marmotas polares de las regiones alpinas. A pesar de
eso, tengo que repetir, respecto a las marmotas lo mismo que dije sobre las
abejas. Han conservado sus instintos bélicos, que se manifiestan también en
cautiverio. Pero en sus grandes asociaciones, en contacto con la naturaleza
libre, los instintos antisociales no encuentran terreno para su desarrollo, y
el resultado final es la paz y la armonía.
Aun animales
tan gruñones como las ratas, que siempre se pelean en nuestros sótanos, son lo
bastante inteligentes no sólo para no enojarse cuando se entregan al saqueo de
las despensas, sino para prestarse ayuda mutua durante sus asaltos y
migraciones. Sabido es que a veces hasta alimentan a sus inválidos. En cuanto
al castor o rata almizclera del Canadá (nuestra ondrata) y la desman,
se distinguen por su elevada sociabilidad. Audubon habla con admiración de
sus "comunidades pacíficas, que, para ser felices, sólo necesitan que no
se les perturbe". Como todos los animales sociales, están llenos de
alegría de vivir, son juguetones y fácilmente se unen con otras especies de animales,
y, en general, se puede decir que han alcanzado un grado elevado de desarrollo
intelectual. En la construcción de sus poblados, situados siempre a orillas de
los lagos y de los ríos, evidentemente toman en cuenta el nivel variable de las
aguas, dice Audubon; sus casas cupuliformes, construidas con arca y cañas,
poseen rincones apartados para los detritus orgánicos; y sus salas, en la época
invernal, están bien tapizadas con hojas y hierbas: son tibias, y al mismo
tiempo están dotados de un carácter sumamente simpático; sus asombrosos diques
y poblados, en los cuales viven y mueren generaciones enteras sin conocer más
enemigos que la nutria y el hombre, constituyen asombrosas muestras de lo que
la ayuda mutua puede dar al animal para la conservación de la especie, la
formación de las costumbres sociales y el desarrollo de las capacidades
intelectuales. Los diques y poblados de los castores son bien conocidos por
todos los que se interesan en la vida animal, y por esto no me detendré más en
ellos. Observaré únicamente que en los castores, ratas almizcleras y algunos
otros roedores, encontramos ya aquel rasgo que es también característico de las
sociedades humanas, o sea, el trabajo en común.
Pasaré en
silencio dos grandes familias, en cuya composición entran los ratones
saltadores (la yerboa egipcia o pequeño emuran, y el alataga),
la chinchilla, la vizcacha (liebre americana subterránea) y los tushkan (liebre
subterránea del sur de Rusia), a pesar de que las costumbres de todos estos
pequeños roedores podrían servir como excelentes muestras de los placeres que
los animales obtienen de la vida social. Precisamente de los placeres, puesto
que es sumamente difícil determinar qué es lo que hace reunirse a los animales:
si la necesidad de protección mutua o simplemente el placer, la costumbre, de
sentirse rodeados de sus congéneres. En todo caso, nuestras liebres vulgares,
que no se reúnen en sociedades para la vida en común, y más aún, que no están
dotadas de sentimientos paternales especialmente fuertes, no pueden vivir, sin
embargo, sin reunirse para los juegos comunes. Dietrich de Winckell,
considerado el mejor conocedor de la vida de las liebres, las describe como
jugadoras apasionadas; se embriagan de tal manera con el proceso del juego, que
es conocido el caso de unas libres que tomaron a un zorro, que se aproximó
sigilosamente, como compañero de juego. En cuanto a los conejos, viven
constantemente en sociedades, y toda su vida reposa sobre él principio de la
antigua familia patriarcal; los jóvenes obedecen ciegamente al padre, y hasta
el abuelo. Con respecto a esto, hasta sucede algo interesante; estas dos
especies próximas, los conejos y las liebres, no se toleran mutuamente, y no
porque se alimentan de la misma clase de comida, como suelen explicarse casos
semejantes, sino, lo que es más probable, porque la apasionada liebre, que es
una gran individualista, no puede trabar amistad con una criatura tan
tranquila, apacible y humilde como el conejo. Sus temperamentos son tan
diferentes, que deben constituir un obstáculo para su amistad.
En la vasta
familia de los equinos, en la que entran los caballos salvajes y asnos salvajes
de Asia, las cebras, los mustangos, los cimarrones de las pampas y los caballos
semisalvajes de Mongolia y Siberia, encontramos de nuevo la sociabilidad más
estrecha. Todas estas especies y razas viven en rebaños numerosos, cada uno de
los cuales se compone de muchos grupos, que comprenden varias yeguas bajo la
dirección de un padrino. Estos innumerables habitantes del viejo y del nuevo
mundo -hablando en general, bastante débilmente organizados para la lucha con
sus numerosos enemigos y también para defenderse de las condiciones climáticas
desfavorables- desaparecerían de la faz de la tierra si no fuera por su
espíritu social. Cuando se aproxima un carnicero, se reúnen inmediatamente
varios grupos; rechazan el ataque del carnívoro y, a veces, hasta lo persiguen;
debido a esto, ni el lobo, ni siquiera el león, pueden capturar un caballo, ni
aun una cebra mientras no se haya separado del grupo. Hasta, de noche, gracias
a su no común prudencia gregaria y a la inspección preventiva del lugar, que
realizan individuos experimentados, las cebras pueden ir a abrevar al río, a
pesar de los leones que acechan en los matorrales.
Cuando la
sequía quema la hierba de las praderas americanas, los grupos de caballos y
cebras se reúnen en rebaños cuyo número alcanza, a veces, hasta diez mil
cabezas, y emigran a nuevos lugares. Y cuando en invierno, en nuestras estepas
asiáticas, rugen las nevascas, los grupos se mantienen cerca unos de otros y
juntos buscan protección en cualquier quebrada. Pero, si la confianza mutua,
por alguna razón, desaparece en el grupo, o el pánico hace presa de los
caballos y los dispersa, entonces la mayor parte perece, y se encuentra a los sobrevivientes,
después de la nevasca, medio muertos de cansancio. La unión es, de tal modo, su
arma principal en la lucha por la existencia, y el hombre, su principal
enemigo. Retirándose ante el número creciente de este enemigo, los antecesores
de nuestros caballos domésticos (denominados por Poliakof Equus Przewalski),
prefirieron emigrar a las más salvajes y menos accesibles partes del altiplano
de las fronteras del Tibet, donde han sobrevivido hasta ahora, rodeados en
verdad de carnívoros y en un clima que poco cede por su crudeza a la región
ártica, pero en un lugar todavía inaccesible al hombre.
Muchos
ejemplos sorprendentes de sociabilidad podrían ser tomados de la vida de los
ciervos, y en especial de la vasta división de los rumiantes, en la que pueden
incluirse a los gamos, antílopes, las gacelas, cabras, ibex, etcétera, en suma
de la vida de tres familias numerosas: antilopides, caprides y ovides. La
vigilancia con que preservan sus rebaños de los ataques de los carnívoros; la
ansiedad demostrada por el rebaño entero de gamuzas, mientras no han atravesado
todos un lugar peligroso a través de los peñascos rocosos; la adopción de los
huérfanos; la desesperación de la gacela, cuyo macho o cuya hembra, o hasta un
compañero del mismo sexo, han sido muertos; los juegos de los jóvenes, y muchos
otros rasgos, podríase agregar para caracterizar su sociabilidad. Pero, quizá,
constituyan el ejemplo más sorprendente de apoyo mutuo las migraciones
ocasionales de los corzos, parecidas a las que observé una vez en el Amur.
Cuando crucé
los altiplanos del Asia Oriental y su cadena limítrofe, el Gran Jingan, por el
camino de Transbaikalia a Merguen, y luego seguí viaje por las altas planicies
de Manchuria, en mi marcha hacia el Amur puede comprobar cuán escasamente pobladas
de corzos se hallan estás regiones casi inhabitables. Dos años más tarde,
viajaba yo a caballo Amur arriba y, a fines de octubre, alcancé la comarca
inferior de aquel pintoresco paisaje estrecho con el cual el Amur penetra a
través de Dousse-Alin (Pequeño Jingan), antes de alcanzar las tierras bajas,
donde se une con el Sungari. En las stanitsas distribuidas en esta parte
del pequeño Jingan, encontré a los cosacos Henos de la mayor excitación, pues
sucedía que miles y miles de corzos cruzaban a nado el Amur allí, en el lugar
estrecho del gran río, para llegar a las sierras bajas del Sungari. Durante
algunos días, en una extensión de alrededor de sesenta verstas río arriba, los
cosacos masacraron infatigablemente a los corzos que cruzaban a nado el Amur,
el cual ya entonces llevaba mucho hielo. Mataban miles por día, pero el
movimiento de corzos no se interrumpía
Nunca habían
visto antes una migración semejante, y es necesario buscar sus causas, con toda
probabilidad, en el hecho de que en el Gran Jingan y en sus declives orientales
habían caído entonces nieves tempranas desusadamente copiosas, que habían
obligado a los corzos a hacer el intento desesperado de alcanzar las tierras
bajas del Este del Gran Jingan. Y en realidad, pasados algunos días, cuando comencé
a cruzar estas últimas montañas, las hallé profundamente cubiertas de nieve
porosa que alcanzaba dos y tres pies de profundidad. Vale la pena reflexionar
sobre esta migración de corzos. Necesario es imaginarse el territorio inmenso
(unas 200 verstas de ancho por 700 de largo), de donde debieron reunirse los
grupos de corzos dispersos en él, para iniciar la emigración, que emprendieron
bajo la presión de circunstancias completamente excepcionales. Necesario es
imaginarse, luego, las dificultades que debieron vencer los corzos antes de
llegar a un pensamiento común sobre la necesidad de cruzar el Amur, no en
cualquier parte, sino justo más al sur, donde su lecho se estrecha en una
cadena, y donde al cruzar el río, cruzarían al mismo tiempo la cadena
y saldrían a las tierras bajas templadas. Cuando se imagina todo esto
concretamente, no es posible dejar de sentir profunda admiración ante el grado
y la fuerza de la sociabilidad evidenciada en el caso presente por estos
inteligentes animales.
No menos
asombrosas, también, en lo que respecta a la capacidad de unión y de acción
común, son las migraciones de bisontes y búfalos que tienen lugar en América
del Norte. Verdad es que los búfalos ordinariamente pacían en cantidades
enormes en las praderas, pero esas masas estaban compuestas de un número
infinito de pequeños rebaños que nuca se mezclaban. Y todos estos pequeños
grupos, por más dispersos que estuvieran sobre el inmenso territorio, en caso
de necesidad, se reunían y formaban las enormes columnas de centenares de miles
de individuos de que he hablado en una de las páginas precedentes.
Debería
decir, también, siquiera unas pocas palabras de las "familias
compuestas" de los elefantes, de su afecto mutuo, de la manera
meditada como apostan sus centinelas, y de los sentimientos de simpatía que se
desarrollan entre ellos bajo la influencia de esa vida, plena de estrecho apoyo
mutuo. Podría hacer mención, también, de los sentimientos sociales existentes
entre los jabalíes, que no gozan de buena fama, y sólo podría alabarlos por su
inteligencia al unirse en el caso de ser atacados por un animal
carnívoro. Los hipopótamos y los rinocerontes deben también tener su lugar en
un trabajo consagrado a la sociabilidad de los animales. Se podría escribir
también varias páginas asombrosas sobre la sociabilidad y el mutuo afecto de
las focas y morsas; y finalmente, podría mencionarse los buenos sentimientos
desarrollados entre las especies sociales de la familia de los cetáceos. Pero
es necesario, aún, decir algo sobre las sociedades de los monos, que son
especialmente interesantes porque representan la transición a las
sociedades de los hombres primitivos.
Apenas es
necesario recordar que estos mamíferos que ocupan la cima misma del mundo
animal, y son los más próximos al hombre, por su constitución y por su
inteligencia, se destacan por su extraordinaria sociabilidad. Naturalmente, en
tan vasta división del mundo animal, que incluye centenares de especies,
encontramos inevitablemente la mayor diversidad de pareceres y costumbres.
Pero, tomando todo esto con consideración, es necesario reconocer que la
sociabilidad, la acción en común, la protección mutua y el elevado
desarrollo de los sentimientos que son consecuencia necesaria de la vida
social, son los rasgos distintivos de casi toda la vasta división de los
monos. Comenzando por las especies más pequeñas y terminando por las más
grandes, la sociabilidad es la regia, y tiene sólo muy pocas excepciones.
Las especies
de monos que viven solitarios son muy raras. Así, los monos nocturnos prefieren
la vida aislada; los capuchinos (Cebus capacinus), y los
"ateles" -grandes monos aulladores que se encuentran en el Brasil- y
los aulladores en general, viven en pequeñas familias; Wallace nunca
encontró a los orangutanes de otro modo que aislados o en pequeños grupos de
tres a cuatro individuos; y los gorilas, según parece, nunca se reúnen en
grupos. Pero todas las restantes especies de monos: chimpancés. gibones, los
monos arbóreos de Asia y Africa, los macacos, mogotes, todos los pavianos
parecidos a perros, los mandriles y todos los pequeños juguetones, son
sociables en alto grado. Viven en grandes bandas y algunas reúnen varias
especies distintas. La mayoría de ellos se sienten completamente infelices
cuando se hallan solitarios. El grito de llamada de cada mono inmediatamente
reúne a toda la banda, y todos juntos rechazan valientemente los ataques de
casi todos los animales carnívoros y aves de rapiña. Ni siquiera las águilas se
deciden a atacar a los monos. Saquean siempre nuestros campos en bandas, y
entonces los viejos se encargan de la tarea de cuidar la seguridad de la
sociedad. Los pequeñas titíes, cuyas caritas infantiles tanto asombraron a
Humboldt, se abrazan Y protegen mutuamente de la lluvia enrollando la cola
alrededor del cuello del camarada que tiembla de frío. Algunas especies tratan
a sus camaradas heridos con extrema solicitud, y durante la retirada nunca
abandonan a un herido antes de convencerse de que ha muerto, que está fuera de
sus fuerzas el volverlo a la vida. Así, James Forbes refiere en sus Oriental
Memoirs con qué persistencia reclamaron los monos a su partida la entrega
del cadáver de una hembra muerta, y que esta exigencia fue hecha en forma tal
que comprendió perfectamente por qué "los testigos de esta extraordinaria
escena decidieron en, adelante no disparar nunca más contra los monos".
Los monos de
algunas especies reúnense varios cuando quieren volcar una piedra y recoger los
huevos de hormigas que se encuentran bajo ella. Les pavianos de Africa del
Norte (Hamadryas), que viven en grandes bandas, no sólo colocan centinelas,
sino que observadores dignos de toda fe los han visto formar una cadena para
transportar a lugar seguro los frutos robados. Su coraje es bien conocido, y
bastará recordar la descripción clásica de Brehm, que refirió detalladamente la
lucha regular sostenida por su caravana antes de que los pavianos les
permitieran proseguir viaje en el valle de Mensa, en Abisinia.
Son
conocidas también las travesuras de los monos de cola, que los han hecho
merecedores de su propio nombre (juguetones), y gracias a este rasgo de sus
sociedades, también es conocido el afecto mutuo que reina en las familias de
chimpancés. Y si entre los monos superiores hay dos especies (orangután y
gorila) que no se distinguen por la sociabilidad, necesario es recordar que
ambas especies están limitadas a superficies muy reducidas (una vive en Africa
Central y la otra en las islas de Borneo y Sumatra), y con toda evidencia
constituyen los últimos restos moribundos de dos especies que fueron antes
incomparablemente más numerosas. El gorila, por lo menos así parece, ha sido
sociable en tiempos pasados, siempre que los monos citados por el cartaginés
Hannon en la descripción de su viaje (Periplus) hayan sido realmente
gorilas.
De tal modo,
aun en nuestra rápida ojeada vemos que la vida en sociedades no constituye
excepción en el mundo animal; por lo contrario, es regla general -ley de la
naturaleza- y alcanza su más pleno desarrollo en los vertebrados superiores.
Hay muy pocas especies que vivan solitarias o solamente en pequeñas familias, y
son comparativamente poco numerosas. A pesar de eso, hay fundamentos para
suponer que, con pocas excepciones, todas las aves y los mamíferos que en el
presente no viven en rebaños o bandadas han vivido antes en sociedades, hasta
que el género humano se multiplicó sobre la superficie de la tierra y comenzó a
librar contra ellos una guerra de exterminio, y del mismo modo comenzó a
destruir las fuentes de sus alimentos. "On ne s'associe pas pour mourir"
-observó justamente Espinas (en el libro Les Sociétés animales). Houzeau,
que conocía bien el mundo animal de algunas partes de América antes de que los
animales sufrieran el exterminio en gran escala de que los hizo objeto el
hombre, expresó en sus escritos el mismo pensamiento.
La vida
social se encuentra en el mundo animal en todos los grados de desarrollo; y de
acuerdo con la gran idea de Herbert Spencer, tan brillantemente desarrollada en
el trabajo de Perrier, Colonies Animales, las "colonias", es
decir, sociedades estrechamente ligadas, aparecen ya en el principio mismo del
desarrollo del mundo animal. A medida que nos elevamos en la escala de la
evolución, vemos cómo las sociedades de los animales se vuelven más y más
conscientes. Pierden su carácter puramente físico, luego cesan de ser
instintivas y se hacen razonadas. Entre los vertebrados superiores, la sociedad
es ya temporaria, periódica, o sirve para la satisfacción de alguna necesidad
definida, por ejemplo la reproducción, las migraciones, la caza o la defensa
mutua. Se hace hasta accidental, por ejemplo, cuando las aves se reúnen contra
un rapaz, o los mamíferos se juntan para emigrar bajo la presión de
circunstancias excepcionales. En este último caso, la sociedad se convierte en
una desviación voluntaria del modo habitual de vida.
Además, la
unión a veces es de dos o tres grados: al principio, la familia; después, el
grupo, y por último, la sociedad de grupos, ordinariamente dispersos, pero que
se reúnen en caso de necesidad, como hemos visto en el ejemplo de los búfalos y
otros rumiantes durante sus cambios de lugar. La asociación también toma formas
más elevadas, y entonces asegura mayor independencia para cada individuo, sin
privarlo, al mismo tiempo, de las ventajas de la vida social. De tal modo, en
la mayoría de los roedores, cada familia tiene su propia vivienda, a la que
puede retirarse si de ea el aislamiento; pero esas viviendas se distribuyen en
pueblos y ciudades enteras, de modo que aseguren a todos los habitantes las
comodidades todas y los placeres de la vida social. Por último, en algunas
especies, como, por ejemplo, las ratas, marmotas, liebres, etc.... la
sociabilidad de la vida se mantiene a pesar de su carácter pendenciero, o, en
general, a pesar de las inclinaciones egoístas de los individuos tomados
separadamente.
En estos
casos, la vida social, por consiguiente, no está condicionada, como en las
hormigas y abejas, por la estructura fisiológica; aprovechan de ella, por las
ventajas que presenta, la ayuda mutua o por los placeres que proporciona. Y
esto, finalmente, se manifiesta en todos los grados posibles, y la mayor
variedad de caracteres individuales y específicos y la mayor variedad de formas
de vida social es su consecuencia, y para nosotros una prueba más de su generalidad.
La
sociabilidad, es decir, la necesidad experimentada por los animales de
asociarse con sus semejantes, el amor a la sociedad por la sociedad, unido al
"goce de la vida", sólo ahora comienza a recibir la debida atención
por parte de los zoólogos. Actualmente sabemos que todos los animales,
comenzando por las hormigas, pasando a las aves y terminando con los mamíferos
superiores, aman los juegos, gustan de luchar y correr uno en pos de otro,
tratando de atraparse mutuamente, gustan de burlarse, etcétera, y así muchos
juegos son, por así decirlo, la escuela preparatoria para los individuos
jóvenes, preparándolos para obrar convenientemente cuando entren en la madurez;
a la par de ellos, existen también juegos que, aparte de sus fines utilitarios,
junto con las danzas y canciones, constituyen la simple manifestación de un
exceso de fuerzas vitales, "de un goce de la vida", y expresan el
deseo de entrar, de un modo u otro, en sociedad con los otros individuos de su
misma especie, o hasta de otra. Dicho más brevemente, estos juegos constituyen
la manifestación de la sociabilidad en el verdadero sentido de la
palabra, como rasgo distintivo de todo el mundo animal. Ya sea el
sentimiento de miedo experimentado ante la aparición de un ave de rapiña, o una
"explosión de alegría" que se manifiesta cuando los animales están
sanos y, en especial, son jóvenes, o bien sencillamente el deseo de liberarse
del exceso de impresiones y de la fuerza vital bullente, la necesidad de
comunicar sus impresiones a los demás, la necesidad del juego en común, de
parlotear, o simplemente la sensación de la proximidad de otros seres vivos,
parientes, esta necesidad se extiende a toda la naturaleza; y
en tal alto grado como cualquier función fisiológica, constituye el
rasgo característico de la vida y la impresionabilidad en general. Esta
necesidad alcanza su más elevado desarrollo y toma las formas más bellas en los
mamíferos, especialmente en los individuos jóvenes, y más aún en las aves; pero
ella se extiende a toda la naturaleza. Ha sido detenidamente observada por los
mejores naturalistas, incluyendo a Pierre Huber, aun entre las hormigas; y no
hay duda de que esa misma necesidad, ese mismo instinto, reúne a las mariposas
y otros insectos en, las enormes columnas de que hemos hablado antes.
La costumbre
de las aves de reunirse para danzar juntas y adornar los lugares donde se
entregan habitualmente a las danzas probablemente es bien conocida por los
lectores, aunque sea gracias a las páginas que Darwin dedicó a esta materia en
su Origen del Hombre (cap. XIII). Los visitantes del jardín zoológico de
Londres conocen también la glorieta, bellamente adornada, del "pajarito
satinado" construida con ese mismo fin. Pero esta costumbre de danzar
resulta mucho más extendida de lo que antes se suponía, y W. Hudson, en su obra
maestra sobre la región del Plata, hace una descripción sumamente interesante
de las complicadas danzas ejecutadas por numerosas especies de aves: rascones,
jilgueros, avefrías.
La costumbre
de cantar en común que existe en algunas especies de aves, pertenece a la misma
categoría de instintos sociales. En grado asombro está desarrollada en el chajá
sudamericano (Chauna Chavarria, de raza próxima al ganso) y al que los
ingleses dieron el apodo más prosaico de "copetuda chillona". Estas
aves se reúnen, a veces, en enormes bandadas y en tales casos organizan a
menudo todo un concierto, Hudson las encontró cierta vez en cantidades
innumerables, posadas alrededor de un lago de las Pampas, en bandadas separadas
de unas quinientas aves.
"Pronto
-dice- una de las bandadas que se hallaba cercana a mí comenzó a cantar, y este
coro poderoso no cesó durante tres o cuatro minutos. Cuando hubo cesado, la
bandada vecina comenzó el canto, y, a continuación de ella, la siguiente, y así
sucesivamente hasta que llegó el canto de la bandada que se hallaba en la
orilla opuesta del lago, y cuyo sonido se transmitía claramente por el agua;
luego, poco a poco, se callaron y de nuevo comenzó a resonar a mi lado."
Otra vez el
mismo zoólogo tuvo ocasión de observar a una innumerable bandada de chajás que
cubría toda la Ranura, pero esta vez dividida no en secciones, sino en parejas
y en grupos pequeños. Alrededor de. las nueve de la noche, "de repente
toda esta masa de aves, que cubría los pantanos en millas enteras a la redonda,
estalló en un poderoso canto vespertino... Valía la pena cabalgar un centenar
de millas para escuchar tal concierto".
A la
observación precedente se puede agregar que el chajá, como todos los animales
sociales, se domestica fácilmente y se aficiona mucho al hombre. Dícese que
"son aves pacíficas que raramente disputan" a pesar de estar bien
armadas y provistas de espolones bastante amenazadores en las alas. La vida en
sociedad, sin embargo, hace superflua este arma.
El hecho de
que la vida social sirva de arma poderosísima en la lucha por la existencia
(tomando este término en el sentido amplio de la palabra) es confirmado, como
hemos visto en las páginas precedentes, por ejemplos bastante diversos, y de
tales ejemplos, si necesario fuera, se podría citar un número incomparablemente
mayor. La vida en sociedad, como hemos visto, da a los insectos más débiles, a
las aves más débiles y a los mamíferos más débiles, la posibilidad de
defenderse de los ataques de las aves y animales carnívoros más temibles, o
prevenirse de ellos. Ella les asegura la longevidad; da a las especies la
posibilidad de criar una descendencia con el mínimo de desgaste innecesario de
energías y de sostener su número aun en caso de natalidad muy baja; permite a lo
animales gregarios realizar sus migraciones y encontrar nuevos lugares de
residencia. Por esto, aun reconociendo enteramente que la fuerza, la velocidad,
la coloración protectora, la astucia, y la resistencia al frío y hambre,
mencionadas por Darwin y Wallace realmente constituye cualidades que hacen al
individuo o a las especies más aptos en algunas circunstancias,
nosotros, junto con esto, afirmamos que la sociabilidad es la ventaja más
grande en la lucha por la existencia en todas las circunstancias naturales,
sean cuales fueran. Las especies que voluntaria o involuntariamente reniegan de
ella, están condenadas a. la extinción, mientras que los animales que saben
unirse del mejor modo, tienen mayores oportunidades para subsistir y para un
desarrollo máximo, a pesar de ser inferiores a los otros en cada una de
las particularidades enumeradas por Darwin y Wallace, con excepción solamente
de las facultades intelectuales. Los vertebrados superiores, y en especial él
género humano, sirven como la mejor demostración de esta afirmación.
En cuanto a
las facultades intelectuales desarrolladas, todo darwinista está de acuerdo con
Darwin en que ellas constituyen el instrumento más poderoso en la lucha por la
existencia y la fuerza más poderosa para el desarrollo máximo; pero debe estar
de acuerdo, también, en que las facultades intelectuales, más aún que todas las
otras, están condicionadas en su desarrollo por la vida social. La lengua, la
imitación, la experiencia acumulada, son condiciones necesarias para el desarrollo
de las facultades intelectuales, y precisamente los animales no sociables
suelen estar desprovistos de ellas. Por eso nosotros encontramos que en la cima
de las diversas clases se hallan animales tales como la abeja, la hormiga y
termita, en los insectos, entre los cuales está altamente desarrollada la
sociabilidad, y con ella, naturalmente, las facultades intelectuales.
"Los
más aptos", los mejor dotados para la lucha con todos los elementos
hostiles son, de tal modo, los animales sociales, de manera que se puede
reconocer la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva, tanto
indirecto, porque asegura el bienestar de la especie junto con la disminución
del gasto inútil de energía, como directo, porque favorece el crecimiento de
las facultades intelectuales".
Además, es
evidente que la vida en sociedad sería completamente imposible sin el
correspondiente desarrollo de los sentimientos sociales, en especial, si el
sentimiento colectivo de justicia (principio fundamental de la moral) no se
hubiera desarrollado y convertido en costumbre. Si cada individuo abusara
constantemente de sus ventajas personales y los restantes no intervinieran en
favor del ofendido, ninguna clase de vida social sería posible. Por esto, en
todos los animales sociales, aunque sea poco, debe desarrollarse el sentimiento
de justicia. Por grande que sea la distancia de donde vienen las golondrinas o
las grullas, tanto las unas como las otras vuelven cada una al mismo nido que
construyeron o repararon el año anterior. Si algún gorrión perezoso (o joven)
trata de apoderarse de un nido que construye su camarada, o aun robar de él
algunas piajuelas, todo el grupo local de gorriones interviene en contra del
camarada perezoso; lo mismo en muchas otras aves, y es evidente que, si
semejantes intervenciones no fueran la regla general, entonces las sociedades
de aves para el anidamiento serían imposibles. Los grupos separados de
pingüinos tienen su lugar de descanso y su lugar de pesca y no se pelean por
ellos. Los rebaños de ganado cornúpeta de Australia tienen cada uno su lugar
determinado, adonde invariablemente se dirigen día a día a descansar, etcétera.
Disponemos
de gran cantidad de observaciones directas que hablan del acuerdo que reina
entre las sociedades de aves anidadoras, en las poblaciones de roedores, en los
rebaños de herbívoros, etc.; pero por otra parte, sabemos que son muy pocos los
animales sociales que disputan constantemente entre sí, como hacen las ratas de
nuestras despensas, o las morsas que pelean por el lugar para calentarse al sol
en las riberas que ocupan. La sociabilidad, de tal modo, pone límites a la
lucha física y da lugar al desarrollo de los mejores sentimientos morales. Es
bastante conocido el elevado desarrollo del amor paternal en todas las clases
de animales, sin exceptuar siquiera a los leones y tigres. Y en cuanto a las
aves jóvenes y a los mamíferos, que vemos constantemente en relaciones mutua!,
en sus sociedades reciben ya el máximo desarrollo, la simpatía, la comunidad de
sentimientos y no el amor de sí mismos.
Dejando de
lado los actos realmente conmovedores de apego y compasión que se han observado
tanto entre los animales domésticos como entre los salvajes mantenidos en
cautiverio, disponemos de un número suficiente de hechos plenamente comprobados
que testimonian la manifestación del sentimiento de compasión entre los
animales salvajes en libertad. Max Perty y L. Büchner reunieron no pocos de
tales hechos. El relato de Wood de cómo una marta apareció para levantar y llevarse
a una compañera lastimada. goza de una popularidad bienmerecida. A la misma
categoría de hechos se refiere la conocida observación del capitán Stanbury,
durante su viaje por la altiplanicie de Utah, en las Montañas Rocosas, citada
por Darwin. Stanbury observó a un pelicano ciego que era alimentado, y bien
alimentado, por otros pelícanos, que le traían pescado desde cuarenta y cinco
verstas. H. Weddell, durante su viaje por Bolivia y Perú, observó más de una
vez que, cuando un rebaño de vicuñas es perseguido por cazadores, los machos
fuertes cubren la retirada del rebaño, separándose a propósito para proteger a
los que se retiran. Lo mismo se observa constantemente en Suiza entre las
cabras salvajes. Casos de compasión de los animales hacia sus camaradas heridos
son constantemente citados por los zoólogos que estudian la vida de la
naturaleza: y sólo ha de asombrarse uno por la vanagloria del hombre, que desea
indefectiblemente apartarse del mundo animal, cuando se ve que semejantes casos
no son generalmente reconocidos. Además, son perfectamente naturales. La compasión
necesariamente se desarrolla en la vida social. Pero la compasión, a su vez,
indica un progreso general importante en el campo de las facultades
intelectuales y de la sensibilidad. Es el primer paso hacia el
desarrollo de los sentimientos morales superiores, y, a su vez, se vuelve
agente poderoso del máximo desarrollo progresivo, de la evolución.
Si las
opiniones expuestas en las páginas precedentes son correctas, entonces surge,
naturalmente, la cuestión: ¿hasta dónde concuerdan con la teoría de la lucha
por la existencia, de la manera como ha sido desarrollada por Darwin,
Wallace y sus continuadores? Y yo contestaré brevemente ahora a esta importante
cuestión. Ante todo, ningún naturalista dudará de que la idea de la lucha
por la existencia, conducida a través de toda la naturaleza orgánica,
constituye la más grande generalización de nuestro siglo. La vida es lucha,
y en esta lucha sobreviven los más aptos. Pero, la cuestión reside en esto:
¿llega esta competencia hasta los límites supuestos por Darwin o, aún, por
Wallace? y, ¿desempeñó en el desarrollo del reino animal el papel que se
le atribuye?
La idea que
Darwin llevó a través de todo su libro sobre el origen de las especies es, sin
duda, la idea de la existencia de una verdadera competencia, de una lucha
dentro de cada grupo animal por el alimento, la seguridad y la posibilidad de
dejar descendencia. A menudo habla de regiones saturadas de vida animal hasta
los límites máximos, y de tal saturación deduce la inevitabilidad de la
competencia, de la lucha entre los habitantes. Pero si empezamos a buscar en su
libro pruebas reales de tal competencia, debemos reconocer que no existen
testimonios suficientemente convincentes. Si acudirnos al párrafo titulado "La
lucha por la existencia es rigurosísima entre individuos y variedades de una
misma especie", no encontramos entonces en él aquella abundancia de
pruebas y ejemplos que estamos acostumbrados a encontrar en toda obra de
Darwin. En confirmación de la lucha entre los individuos de una misma especie
no se trae, bajo el título arriba citado, ni un ejemplo; se acepta como axioma.
La competencia entre las especies cercanas de animales es afirmada sólo por
cinco ejemplos, de los cuales, en todo caso, uno (que se refiere a dos especies
de mirlos) resulta dudoso, según las más recientes observaciones, y otro
(referente a las ratas), también suscitará dudas.
Si
comenzamos a buscar en Darwin mayores detalles con objeto de convencernos hasta
dónde el crecimiento de una especie realmente está condicionado por el
decrecimiento de otra especie, encontramos que, con su habitual rectitud, dice
él lo siguiente:
"Podemos
conjeturar (dimley see) por qué la competencia debe ser tan rigurosa entre las
formas emparentadas que llenan casi un mismo lugar en la naturaleza; pero,
probablemente en ningún caso podríamos determinar con precisión por qué una
especie ha logrado la victoria sobre otras en la gran batalla de la vida.
En cuanto a
Wallace, que cita en su exposición del darwinismo los mismos hechos, pero bajo
el título ligeramente modificado ("La lucha por la existencia entre los
animales y las plantas estrechamente emparentadas a menudo es
rigurosísima"), hace la observación siguiente, que da a los hechos arriba
citados un aspecto completamente distinto. Dice (las cursivas son mías):
"En
algunos casos, sin duda, se
libra una verdadera guerra entre dos especies, y la especie más fuerte mata a
la más débil; pero esto de ningún modo es necesario y pueden
darse casos en que especies más débiles físicamente pueden vencer, debido a su
mayor poder de multiplicación rápida, a la mayor resistencia con respecto a las
condiciones climáticas hostiles o a la mayor astucia que les permite evitar los
ataques de sus enemigos comunes."
De tal manera,
en casos semejantes, lo que se atribuye a la competencia, a la lucha, puede
ocurrir que de ningún modo sea competencia ni lucha. De ningún modo
una especie desaparece porque otra especie la ha exterminado o la ha hecho
morir de consunción tomándole los medios de subsistencia, sino porque no pudo
adaptarse bien a nuevas condiciones, mientras que la otra especie logré
hacerlo. La expresión "lucha por la existencia" tal vez se emplea
aquí, una vez más, en su sentido figurado, y por lo visto no tiene otro sentido.
En cuanto a la competencia real por el alimento entre los individuos de una
misma especie que Darwin ilustró en otro lugar con un ejemplo tomado de la
vida del ganado cornúpeta de América del Sur durante una sequía, el
valor de este ejemplo disminuye significativamente porque ha sido tomado de la
vida de animales domésticos. En circunstancias semejantes, los bisontes emigran
con el objeto de evitar la competencia por el alimento. Por más rigurosa que
sea la lucha entre las plantas -y está plenamente demostrada-, podemos sólo
repetir con respecto a ella la observación de Wallace: "Que las plantas
viven allí donde pueden", mientras que los animales, en grado
considerable, tienen la posibilidad de elegirse ellos mismos el lugar de
residencia. Y nosotros nos preguntamos de nuevo: ¿en qué medida existe
realmente la competencia, la lucha, dentro de cada especie animal? ¿ En qué
está basada esta suposición?
La misma
observación tengo que hacer con respecto al argumento "indirecto" en
favor de la realidad de una competencia rigurosa y la lucha por la existencia
dentro de cada especie, que se puede deducir del "exterminio de las
variedades de transición", mencionadas tan a menudo por Darwin. Lo que
pasa es lo siguiente: Como es sabido, durante mucho tiempo ha confundido a
todos los naturalistas, y al mismo Darwin la dificultad que él veía en la
ausencia de una gran cadena de formas intermedias entre especies estrechamente
emparentadas; y sabido es que Darwin buscó la solución de esta dificultad en el
exterminio supuesto por él de todas las formas intermedias. Sin embargo, la
lectura atenta de los diferentes capítulos en los que Darwin y Wallace habían
de esta materia, fácilmente llevan a la conclusión de que la palabra
"exterminio" empleada por ellos de ningún modo se refiere al
exterminio real, y menos aún al exterminio por falta de alimento y, en general,
por la superpoblación. La observación que hizo Darwin acerca del significado de
su expresión: "lucha por la existencia", evidentemente se aplica en igual
medida también a la palabra "exterminio": la última de ninguna manera
puede ser comprendida en su sentido directo, sino únicamente en el sentido
"metafórico" figurado.
Si partimos
de la suposición que una superficie determinada está saturada de animales hasta
los límites máximos de su capacidad, y que, debido a esto, entre todos sus
habitantes se libra una lucha aguda por los medios de subsistencia
indispensables -y en cuyo caso cada animal está obligado a luchar contra todos
sus congéneres para obtener el alimento cotidiano-, entonces la aparición de
una variedad nueva, y que ha tenido éxito, sin duda consistirá en muchos casos
(aunque no siempre) en la aparición de individuos tales que podrán apoderarse
de una parte de los medios de subsistencia mayor que la que les corresponde en
justicia; entonces el resultado sería realmente que semejantes individuos
condenarían a la consunción tanto a la forma paterna original que no pelee la
nueva modificación, como a todas las formas intermedias que ni poseyeran la
nueva especialidad en el mismo grado que ellos. Es muy posible que al principio
Darwin comprendiera la aparición de las nuevas variedades precisamente en tal
aspecto; por lo menos, el uso frecuente de la palabra "exterminio"
produce tal impresión. Pero tanto él como Wallace conocían demasiado bien la
naturaleza para no ver que de ningún modo ésta es la única solución posible y
necesaria.
Si las
condiciones físicas y biológicas de una superficie determinada y también la
extensión ocupada por cierta especie, y el modo de vida de todos los miembros
de esta especie, permanecieron siempre invariables, entonces la aparición
repentina de una variedad realmente podría llevar a la consunción y al
exterminio de todos los individuos que no poseyeran, en la medida necesaria, el
nuevo rasgo que caracteriza a la nueva variedad. Pero, precisamente, no vemos
en la naturaleza semejante combinación de condiciones, semejante
invariabilidad. Cada especie tiende constantemente a la expansión de su lugar
de residencia, y la emigración a nuevas residencias es regla general, tanto
para las aves di vuelo rápido como para el caracol de marcha lenta. Luego, en
cada extensión determinada de la superficie terrestre, se producen
constantemente cambios físicos, y el rasgo característico de las nuevas
variedades entre los animales en un inmenso número de casos -quizá en la
mayoría- no es de ningún modo la aparición de nuevas adaptaciones para
arrebatar el alimento de la boca de sus congéneres -el alimento es sólo una de
las centenares de condiciones diversas de la existencia-, sino, como el mismo
Wallace demostró en un hermoso párrafo sobre la divergencia de las
caracteres" (Darwinism, página 107), el principio de la nueva
variedad puede ser la formación de nuevas costumbres, la migración a nuevos
lugares de residencia y la transición a nuevas formas de alimentos.
En todos
estos casos, no ocurrirá ningún exterminio, hasta faltará ¡a lucha por el
alimento, puesto que la nueva adaptación servirá para suavizar la
competencia, si la última existiera realmente, y sin embargo, se producirá,
transcurrido cierto tiempo, una ausencia de eslabones intermedias como
resultado de la simple supervivencia de aquéllos que están mejor adaptados
a las nuevas condiciones. Se realizará esto también, sin duda, como si
ocurriera el exterminio de las formas originales supuesto por la hipótesis.
Apenas es necesario agregar que, si admitimos junto con Spencer, junto con
todos los lamarckianos y el mismo Darwin, la influencia modificadora del medio
ambiente en las especies que viven en él -y la ciencia contemporánea se mueve
más y más en esta dirección-, entonces habrá menos necesidad aún de la
hipótesis del exterminio de las formas intermedias.
La
importancia de las migraciones de los animales para la aparición y el
afianzamiento de las nuevas variedades, y, por último, de las nuevas especies,
que señaló Moritz Wagner, ha sido bien reconocida posteriormente por el mismo
Darwin. En realidad, no es raro que parte de los animales de una especie
determinada sean sometidos a nuevas condiciones de vida, y a veces separados de
la parte restante de su especie, por lo cual aparece y se afianza una nueva
raza o variedad. Esto fue reconocido ya por Darwin, pero las últimas
investigaciones subrayaron aún más la importancia de este factor, y mostraron
también de qué modo la amplitud del territorio ocupado por esta determinada
especie a esta amplitud Darwin, con fundamentos plenos, atribuía gran
importancia para la aparición de nuevas variedades puede estar unida al
aislamiento de cierta parte de una especie determinada, en virtud de los
cambios geológicos locales o la aparición de obstáculos locales. Entrar aquí a
juzgar toda esta amplia cuestión sería imposible, pero bastarán algunas
observaciones para ilustrar la acción combinada de tales influencias. Corro es
sabido, no es raro que parte de una especie determinada recurra a un nuevo
género de alimento. Por ejemplo, si se produce una escasez de piñas en los
bosques de alerces, las ardillas se trasladan a los pinares, y este cambio de
alimento, como señaló Poliakof, produce cambios fisiológicos
determinados en el organismo de esas ardillas. Si este cambio de costumbres no
se prolonga, si al año siguiente hay otra vez abundancia de piñas en los
sombríos bosques de alerces, entonces, evidentemente, no se forma ninguna
variedad nueva. Pero si parte de la inmensa extensión ocupada por las ardillas
empieza a cambiar de carácter físico, digamos debido a la suavización del
clima, o a la desecación, y estas dos causas facilitaran el aumento de la
superficie de los pinares en desmedro de los bosques de alerces, y si algunas
otras condiciones contribuyeran a hacer que parte de las ardillas se
mantuvieran en los bordes de la región, entonces aparecerá una nueva variedad,
es decir, una especie nueva de ardillas. Pero la aparición de esta variedad no
irá acompañada, decididamente, por nada que pudiese merecer el nombre, de
exterminio entre ardillas. Cada año sobrevivirá una proporción algo mayor, en
comparación con otras, de ardillas de esta variedad nueva y mejor adaptada, y
los eslabones intermedios se extinguirán en el transcurso del tiempo, de año en
año, sin que sus competidores malthusianos las condenen de ningún modo a muerte
por hambre. Precisamente procesos semejantes se realizan ante nuestros ojos,
debidos a los grandes cambios físicos que se producen en las vastas extensiones
de Asia Central a consecuencia de la desecación que evidentemente se viene
produciendo allí desde el período glacial.
Tomemos otro
ejemplo. Ha sido demostrado por los geólogos que el actual caballo salvaje (Equus
Przewalski) es el resultado del lento proceso de evolución que se realizó
en el transcurso de las últimas partes del período terciario y de todo el
cuaternario (el glacial y el posglacial), y durante el transcurso de esta larga
serie de siglos, los antecesores del caballo actual no permanecieron en ninguna
superficie determinada del globo terrestre. Por lo contrario, erraron por el
viejo y el nuevo mundo, y con toda probabilidad, por último, volvieron
completamente transformados en el curso de sus numerosas migraciones, a los
mismos pastos que dejaron en otros tiempos. De esto resulta claro que, si no
encontramos ahora en Asia todos los eslabones intermedios entre el caballo
salvaje actual y sus ascendientes asiáticos posterciarios, de ningún modo
significa que los eslabones intermedios fueran exterminados. Semejante
exterminio jamás ha ocurrido. Ni siquiera puede haber tan elevada mortandad
entre las especies ancestrales del caballo actual: los individuos que
pertenecían a las variedades y especies intermedias perecieron en las
condiciones más comunes -a menudo aun en medio de la abundancia de alimento- y
sus restos se hallan dispersos ahora en el seno de la tierra por todo el globo
terráqueo. Dicho más brevemente, si reflexionamos sobre esta materia y releemos
atentamente lo que el mismo Darwin escribió sobre ella, veremos que si
empleamos ya la palabra "exterminio" en relación con las variedades
transitorias, hay que utilizarla una vez más en el sentido metafórico,
figurado.
Lo mismo es
menester observar con respecto a expresiones tales como "rivalidad" o
"competencia" (competition). Estas dos expresiones fueron empleadas
también constantemente por Darwin (véase por ejemplo, el capítulo "Sobre
la extinción") más bien como imagen o como medio de expresión, no dándole
el significado de lucha real por los medios de subsistencia entre las dos
partes de una misma especie. En todo caso, la ausencia de las formas
intermedias no constituye un argumento en favor de la lucha recrudecida y de la
competencia aguda por los medios de subsistencia -de la rivalidad,
prolongándose ininterrumpidamente dentro de cada especie animal- es, según la
expresión del profesor Geddes, el "argumento aritmético" tomado en
préstamo a Malthus.
Pero este
argumento no prueba nada semejante. Con el mismo derecho podríamos tomar
algunas aldeas del Sureste de Rusia, cuyos habitantes no han sufrido por la
carencia de alimento, pero que, al mismo tiempo, nunca tuvieron clase alguna de
instalaciones sanitarias; y habiendo observado que en los últimos setenta u
ochenta años la natalidad media alcanza en ellas al 60 por 1.000, y, sin
embargo, la población durante este tiempo no ha aumentado -tengo en mis manos
tales hechos concretos- podríamos quizá llegar a la conclusión de que un tercio
de los recién nacidos muere cada año sin haber llegado al sexto mes de vida; la
mitad de los niños muere en el curso de los cuatro años siguientes, y de cada
centenar de nacidos, sólo 17 alcanzan la edad de veinte años. De tal modo los recién
venidos al mundo se van de él antes de alcanzar la edad en que pudieran llegar
a ser competidores. Es evidente, sin embargo, que si algo semejante ocurre en
el medio humano. ello es más probable aún entre los animales. Y realmente, en
el mundo de los plumíferos se produce la destrucción de huevos en medida tan
colosal que al principio del verano los huevos constituyen el alimento
principal de algunas especies de animales. No hablo ya de las tormentas e
inundaciones que destruyen por millones los nidos en América y en Asia, y de
los cambios bruscos de tiempo por los cuales perecen en masa los individuos
jóvenes de los mamíferos. Cada tormenta, cada inundación, cada cambio brusco de
temperatura, cada incursión de las ratas a los nidos de las aves, destruyen a
aquellos competidores que parecen tan terribles en el papel. En cuanto a los
hechos de la multiplicación extremadamente rápida de los caballos y del ganado
cornúpeta de América, y también de los cerdos y de los conejos de Nueva
Zelanda, desde que los europeos los introdujeron en esos países, y aun de los
animales salvajes importados de Europa (donde su cantidad disminuye por la
acción del hombre y no por la de los competidores) es evidente que más bien
contradicen la teoría de la superpoblación. Si los caballos y el ganado
cornúpeto pudieron multiplicarse en América con tal velocidad, demuestra esto
simplemente que, por numerosos que fueran los bisontes y otros rumiantes en el
Nuevo Mundo en aquellos tiempos, su población herbívora, sin embargo, estaba muy
por debajo de la cantidad que hubiera podido alimentarse en las praderas. Si
millones de nuevos inmigrantes hallaron, no obstante, alimento suficiente sin
obligar a sufrir hambre a la población anterior de las praderas, deberíamos
llegar más bien a la conclusión de que los europeos hallaron en América una
cantidad no excesiva, sino insuficiente de herbívoros, a pesar de la
cantidad increíblemente enorme de bisontes o de palomas silvestres que fue
encontrada por los primeros exploradores de América del Norte.
Además, me
permito decir que existen bases serias para pensar que tal escasez de población
animal constituye la situación natural de las cosas sobre la superficie de todo
el globo terrestre, con pocas excepciones, que son temporales, a esta regla
general. En realidad, la cantidad de animales existentes en una extensión
determinada de la tierra de ningún modo se determina por la capacidad máxima de
abastecimiento de este espacio, sino por lo que ofrece cada año en las
condiciones menos favorables. Lo importante no es saber cuántos
millones de búfalos, cabras, ciervos, etc., pueden alimentarse en un territorio
determinado durante un verano exuberante y de lluvias moderadas, sino cuántos
sobrevivirán si se produce uno de esos veranos secos en que toda la hierba se
quema, o un verano húmedo en que territorios semejantes a la. Europa central se
convierten en pantanos continuos, como he visto en la, meseta de Vitimsk- o
cuando las praderas y los bosques se incendian en miles de verstas cuadradas,
como hemos visto en Siberia y en Canadá.
He aquí por
qué, debido a esta sola cansa, la competencia, la lucha por el alimento,
difícilmente puede ser condición normal de la vida. Pero, aparte de esto, otras
causas hay que a su vez rebajan aún más este nivel no tan alto de población. Si
tomamos los caballos (y también el ganado cornúpeta) que pasan todo el invierno
pastando en las estepas de la Transbaikalia, encontramos, al finalizar el
invierno, a todos ellos mira, enflaquecidos y exhaustos. Este agotamiento, por
otra parte, no es resultado de la carencia de alimento, puesto que debajo de la
delgada capa de nieve, por doquier, hay pasto en abundancia: su causa reside
el, la dificultad de extraer el pasto que está debajo de la nieve, y esta
dificultad es la misma para todos los caballos. Además, a principios de la
primavera suele haber escarcha, y si se prolonga ésta algunos días sucesivos
los caballos son víctimas de una extenuación aún mayor. Pero frecuentemente, a
continuación sobrevienen las nevascas, las tormentas de nieve, y entonces los
animales, ya debilitados, suelen verse obligados a permanecer algunos días
completamente privados de alimento, y por ello caen cantidades muy grandes. Las
pérdidas durante la primavera suelen ser tan elevadas, que si ésta se ha distinguido
por una extrema crudeza no pueden ser reparadas ni aún por el nuevo aumento,
tanto más cuanto que todos los caballos suelen estar agotados y los potrillos
nacen débiles. La cantidad de caballos y de ganado cornúpeto siempre se
mantiene, de tal modo, considerablemente inferior al nivel en que podrían
mantenerse si no existiera esta causa especial: la primavera fría y tormentosa.
Durante todo el año hay alimento en abundancia: alcanzaría para una cantidad de
animales cinco o diez veces mayor de la que existe In realidad; y sin embargo,
la población animal de las estepas crece forma extremadamente lenta, pero
apenas los buriatos, amos del gana y de los rebaños de caballos, comienzan a
hacer aun la más insignificante provisión de heno en las estepas, y les
permiten el acceso durante la escarcha o las nieves profundas, inmediatamente
se observará el aumento de sus rebaños.
En las
mismas condiciones se encuentran casi todos los animales herbívoros que viven
en libertad, y muchos roedores de Asia y América; por eso podemos afirmar con
seguridad que su número no se reduce por obra de la rivalidad y de la lucha
mutua; que en ninguna época tienen que, luchar por alimentos: y que si nunca se
reproducen hasta llegar al grado de superpoblación, la razón reside en el clima,
y no en la lucha mutua por el alimento.
La
importancia en la naturaleza de los obstáculos naturales a la
reproducción excesiva: y en especial su relación con la hipótesis de la
Competencia, aparentemente nunca fue tomada todavía en consideración en la
medida debida. Estos obstáculos, o, más exactamente, algunos de ellos se citan
de paso, pero, hasta ahora, no se ha examinado en detalle su acción. Sin
embargo, si se compara la acción real de las causas naturales sobre la vida de
las especies animales, con la acción posible de la rivalidad dentro de las
especies, debemos reconocer en seguida que la última no soporta ninguna
comparación con la anterior. Así, por ejemplo, Bates menciona la cantidad
sencillamente inimaginable de hormigas aladas que perecen cuando enjambran. Los
cuerpos muertos o semimuertos de la hormiga de fuego (Myrmica saevissima), arrastrados
al río durante una tormenta, "presentaban una línea de una pulgada o dos
de alto y de la misma anchura, y la línea se extendía sin interrupción en la
extensión de algunas millas, al borde del agua". Miríadas de hormigas
suelen ser destruidas de tal modo, en medio de una naturaleza que podría
alimentar mil veces más hormigas de las que vivían entonces en este lugar.
El Dr.
Altum, forestal alemán que escribió un libro muy instructivo los animales
dañinos a nuestros bosques, aporta también muchos hechos que demuestran la gran
importancia de los obstáculos naturales a la multiplicación excesiva. Dice que
una sucesión de tormentas o el tiempo frío y neblinoso durante la enjumbrazón
de la polilla de pino (Bombyx Pini), la destruye en cantidades
inverosímiles, y en la primavera del año 1871 todas estas polillas
desaparecieron de golpe, probablemente destruidas por una sucesión de noches
frías. Se podrían citar ejemplos semejantes, relativos a los insectos de
diferentes partes de Europa. El Dr. Altum también menciona las aves que devoran
a las y la enorme cantidad de huevos de este insecto destruidos por los zorros;
pero agrega que los hongos parásitos que la atacan periódicamente son enemigos
de la polilla considerablemente más terribles que cualquier ave, puesto que
destruyen a la polilla de golpe, en una extensión enorme. En cuanto a las
diferentes especies de ratones (Mus sylvaticus, Arvicola orvalis, y
Aeagretis) Altum, exponiendo una larga lista de sus enemigos, observa:
"Sin embargo, los enemigos más terribles de los ratones no son los otros
animales, sino los cambios bruscos de tiempo que se producen casi todos los
años". Si las heladas y el tiempo templado se alternan, destruyen a los
ratones en cantidades innumerables; "un solo cambio brusco de tiempo puede
dejar, de muchos miles de ratones, nada más que algunos individuos vivos".
Por otra parte, un invierno templado, o un invierno que avanza paulatinamente,
les da la posibilidad de multiplicarse en proporciones amenazantes, a pesar de
cualesquiera enemigos; así fue en los años 1876 y 1877. La rivalidad es, de tal
modo, con respecto a los ratones, un factor completamente insignificante en
comparación con el tiempo. Hechos del mismo género son citados por el mismo
autor también con respecto a las ardillas.
En cuanto a
las aves, todos sabemos bien cómo sufren por los cambios bruscos de tiempo. Las
nevascas a fines de la primavera son tan ruinosas para las aves en los pantanos
de Inglaterra como en la Siberia y Ch. Dixon tuvo ocasión de ver a las
gelinotas reducidas por el frío de inviernos excepcionalmente crudos, a tal
extremo, que abandonaban lugares salvajes en grandes cantidades "y
conocemos casos en que eran cogidas en las calles de Sheffield". El tiempo
húmedo y prolongado -agrega- es también casi desastroso para ellas".
Por otra
parte, las enfermedades contagiosas que afectan de tiempo en tiempo a la
mayoría de las especies animales, las destruyen en tal cantidad que a menudo
las pérdidas no pueden ser repuestas durante muchos años, ni aun entre los
animales que se multiplican más rápidamente. Así por ejemplo, allá por el año
40, los susliki súbitamente desaparecieron de los alrededores de
Sarepta, en la Rusia suroriental, debido a cierta epidemia, y durante muchos
años no fue posible encontrar en estos lugares ni un susliki. Pasaron
muchos años antes de que se multiplicaran como anteriormente.
Se podría
agregar en cantidad hechos semejantes, cada uno de los cuales disminuye la
importancia atribuida a la competencia y a la lucha dentro de la especies.
Naturalmente, se podría contestar con las palabras de Darwin, de que, sin
embargo, cada ser orgánico, "en cualquier periodo de su vida, en el
transcurso de cualquier estación del año, en cada generación, o de tiempo en
tiempo, debe luchar por la existencia y sufrir una gran destrucción", y de
que sólo los más aptos sobrevivan a tales períodos de dura lucha por la
existencia. Pero si la evolución del mundo animal estuviera basada
exclusivamente, o aun preferentemente en la supervivencia de los más aptos en períodos
de calamidades, si la selección natural estuviera limitada en su
acción a los períodos de sequía excepcional, o cambios bruscos de temperatura o
inundaciones, entonces la regla general en el mundo animal seria la regresión,
y no el progreso.
Aquellos que
sobreviven al hambre, o a una epidemia severa de cólera, viruela o difteria,
que diezman en tales medidas como las que se observan en países incivilizados,
de ninguna manera son ni más fuertes, ni más sanos ni más
inteligentes. Ningún progreso podría basarse sobre semejantes
supervivencias, tanto más cuanto que todos los que han sobrevivido
ordinariamente salen de la experiencia con la salud quebrantada, como los
caballos de Transbaikalia que hemos mencionado antes, o las tripulaciones de
los barcos árticos, o las guarniciones de las fronteras obligadas a vivir
durante algunos meses a media ración y que, al levantarse el sitio, salen con
la salud destrozada y con una mortalidad completamente anormal como
consecuencia. Todo lo que la selección natural puede hacer en los períodos de
calamidad se reduce a la conservación de los individuos dotados de una mayor resistencia
para soportar toda clase de privaciones. Tal es el papel de la selección
natural entre los caballos siberianos y el ganado cornúpeto. Realmente se
distinguen por su resistencia; pueden alimentarse, en caso de necesidad, con
abedul polar, pueden hacer frente al frío y al hambre, pero, en cambio, el
caballo siberiano sólo puede llevar la mitad de la carga que lleva el caballo
europeo sin esfuerzo; ninguna vaca siberiana da la mitad de la cantidad de
leche que da la vaca Jersey, y ningún indígena de los países salvajes soporta
la comparación con los europeos. Esos indígenas pueden resistir más fácilmente
el hambre y el frío, pero sus fuerzas físicas son considerablemente inferiores
a las fuerzas del europeo que se alimenta bien, y su progreso intelectual se
produce con una lentitud desesperante. "Lo malo no puede engendrar lo
bueno", como escribió Chemishevsky en un ensayo notable consagrado al
darwinismo.
Por fortuna,
la competencia no constituye regla general ni para el mundo animal ni para la
humanidad. Se limita, entre los animales, a períodos determinados, y la
selección natural encuentra mejor terreno para su actividad. Mejores
condiciones para la selección progresiva son creadas por medio de la eliminación
de la competencia, por medio de la ayuda mutua y del apoyo mutuo. En la
gran lucha por la existencia -por la mayor plenitud e intensidad de vida
posible con el mínimo de desgaste innecesario de energía- la selección natural
busca continuamente medios, precisamente con el fin de evitar la competencia en
cuanto sea posible. Las hormigas se unen en nidos y tribus; hacen provisiones,
crían "vacas" para sus necesidades, y de tal modo evitan la
competencia; y la selección natural escoge de todas las hormigas aquella
especies que mejor saben evitar la competencia intestina, con sus consecuencias
perniciosas inevitables. La mayoría de nuestras aves se trasladan lentamente al
Sur, a medida que avanza el invierno, o se reúnen en sociedades innumerables y
emprenden viajes largos, y de tal modo evitan la competencia. Muchos roedores
se entregan al sueño invernal cuando llega la época de la posible competencia,
otras razas de roedores se proveen de alimento para el invierno y viven en
común en grandes poblaciones a fin de obtener la protección necesaria durante
el trabajo. Los ciervos, cuando los líquenes se secan en el interior del
continente emigran en dirección del mar. Los búfalos atraviesan continentes
inmensos en busca de alimento abundante. Y las colonias de castores, cuando se
reproducen demasiado en un río, se dividen en dos partes: los viejos descienden
el río, y los jóvenes lo remontan, para evitar la competencia. Y si, por
último, los animales no pueden entregarse al sueño invernal ni emigrar, ni
hacer provisiones de alimentos, ni cultivar ellos mismos el alimento necesario
como hacen las hormigas, entonces se portan como los paros (véase la hermosa
descripción de Wallace en Darwinism; cap. V); a saber: recurren a una
nueva clase de alimento, y, de tal modo, una vez más, evitan incompetencias.
"Evitad
la competencia. Siempre es dañina para la especie, y vosotros tenéis abundancia
de medios para evitarla". Tal es la tendencia de la naturaleza, no siempre
realizable por ella, pero siempre inherente a ella. Tal es la consigna que
llega hasta nosotros desde los matorrales. bosques, ríos y océanos. "Por
consiguiente: ¡Uníos! ¡Practicad la ayuda mutua! Es el medio más justo para
garantizar la seguridad máxima tanto para cada uno en particular como para
todos en general; es la mejor garantía para la existencia y el progreso físico,
intelectual y moral".
He aquí lo
que nos enseña la naturaleza; y esta voz suya la escucharon todos los animales
que alcanzaron la más elevada posición en sus clases respectivas. A esta misma
orden de la naturaleza obedeció el hombre -el más primitivo- y sólo debido a
ello alcanzó la posición que ocupa ahora. Los capítulos siguientes, consagrados
a la ayuda mutua en las sociedades humanas, convencerán al lector de la verdad
de esto.
Hemos considerado rápidamente, en los dos capítulos precedentes,
el enorme papel de la ayuda mutua y del apoyo mutuo en el desarrollo progresivo
del mundo animal. Ahora tenemos que echar una mirada al papel que los mismos
fenómenos desempeñaron en la evolución de la humanidad. Hemos visto cuán
insignificante es el número de especies animales que llevan una vida solitaria,
y, por lo contrario, cuán innumerables la cantidad de especies que viven en
sociedades, uniéndose con fines de defensa mutua, o bien para cazar y acumular
depósitos de alimentos, para criar la descendencia o, simplemente, para el
disfrute de la vida en común. Hemos visto, también, que aunque la lucha que se
libra entre las diferentes clases de animales, diferentes especies, aun entre
los diferentes grupos de la misma especie, no es poca, sin embargo, hablando en
general, dentro del grupo y de la especie reinan la paz y el apoyo mutuo; y
aquellas especies que poseen mayor inteligencia para unirse y evitar la
competencia y la lucha, tienen también mejores oportunidades para sobrevivir y
alcanzar el máximo desarrollo progresivo. Tales especies florecen mientras que
las especies que desconocen la sociabilidad van a la decadencia.
Evidente es
que el hombre seria la contradicción de todo lo que sabemos de la naturaleza si
fuera la excepción a esta regla general: si un ser tan indefenso como el hombre
en la aurora de su existencia hubiera hallado protección y un camino de
progreso, no en la ayuda mutua, como en los otros animales, sino en la lucha
irrazonada por ventajas personales, sin prestar atención a los intereses de
todas las especies. Para toda inteligencia identificada con la idea de la
unidad de la naturaleza, tal suposición parecerá completamente inadmisible. Y
sin embargo, a pesar de su inverosimilitud y su falta de lógica, ha encontrado
siempre partidarios. Siempre hubo escritores que han mirado a la humanidad como
pesimistas. Conocían al hombre, más o menos superficialmente, según su propia
experiencia personal limitada: en la historia se limitaban al conocimiento de
lo que nos contaban los cronistas que siempre han prestado atención
principalmente a las guerras, a las crueldades, a la opresión; y estos
pesimistas llegaron a la conclusión de que la humanidad no constituye otra cosa
que una sociedad de seres débilmente unidos y siempre dispuestos a pelearse
entre sí, y que sólo la intervención de alguna autoridad impide el estallido de
una contienda general.
Hobbes,
filósofo inglés del siglo XVII, el primero después de Bacon que se decidió a
explicar que las concepciones morales del hombre no habían nacido de las
sugestiones religiosas, se colocó, como es sabido, precisamente en tal punto de
vista. Los hombres primitivos, según su opinión, vivían en una eterna guerra
intestina, hasta que aparecieron entre ellos los legisladores, sabios y poderosos
que asentaron el principio de la convivencia pacífica.
En el siglo
XVIII, naturalmente, había pensadores que trataron de demostrar que en ningún
momento de su existencia -ni siquiera en el período más primitivo- vivió la
humanidad en estado de guerra ininterrumpida, que el hombre era un ser social
aún en "estado natural" y que más bien la falta de conocimientos que
las malas inclinaciones naturales llevaron a la humanidad a todos los horrores
que caracterizaron su vida histórica pasada. Pero, los numerosos continuadores
de Hobbes prosiguieron, sin embargo, sosteniendo que el llamado "estado
natural" no era otra cosa que una lucha continua entre los hombres
agrupados casualmente por las inclinaciones de su naturaleza de bestia.
Naturalmente,
desde la época de Hobbes la ciencia ha hecho progresos y nosotros pisamos ahora
un terreno más seguro que el que pisaba él, o el que pisaban en la época de
Rousseau. Pero la filosofía de Hobbes aún ahora tiene bastantes adoradores, y
en los últimos tiempos se ha formado toda una escuela de escritores que,
armados, no tanto de las ideas de Darwin como de su terminología, se han
aprovechado de esta última para predicar en favor de las opiniones de Hobbes
sobre el hombre primitivo; y consiguieron hasta dar a esta prédica un cierto
aire de apariencia científica. Huxley, como es sabido, encabezaba esta escuela,
y en su conferencia, leída en el año 1888, presentó a los hombres primitivos
como algo a modo de tigres o leones, desprovistos, de toda clase de
concepciones sociales, que no se detenían ante nada en la lucha por la
existencia, y cuya vida entera transcurría en una -"pendencia
continua". "Más allá de los límites familiares orgánicos y
temporales, la guerra hobbesiana de cada uno contra todos era -dice- el estado
normal de su existencia".
Ha sido
observado más de una vez que el error principal de Hobbes, y en general de los
filósofos del siglo XVIII, consistía en que se representaban el género humano
primitivo en forma de pequeñas familias nómadas, a semejanza de las familias
-limitadas y temporales" de los animales carnívoros algo más grandes. Sin
embargo, se ha establecido ahora positivamente que semejante hipótesis es por
completo incorrecta. Naturalmente, no tenemos hechos directos que testimonien
el modo de vida de los primeros seres antropoides. Ni siquiera la época de la
primera aparición de tales seres está aún establecida con precisión, puesto que
los geólogos contemporáneos están inclinados a ver sus huellas ya en los
depósitos plicénicos y hasta en los miocénicos del período terciario. Pero
tenemos a nuestra disposición el método indirecto, que nos da la posibilidad de
iluminar hasta cierto grado aun ese período lejano. Efectivamente, durante los
últimos cuarenta años se han hecho investigaciones muy cuidadosas de las
instituciones humanas de las razas más inferiores, y estas investigaciones
revelaron, en las instituciones actuales de los pueblos primitivos, las huellas
de instituciones más antiguas, hace mucho desaparecidas, pero que, sin embargo,
dejaron signos indudables de su existencia. Poco a poco, una ciencia entera, la
etnología, consagrada al desarrollo de las instituciones humanas, fue creada
por los trabajos de Bachofen, Mac Lennan, Morgan, Edward B. Tylor, Maine, Post,
Kovalevsky y muchos otros. Y esta ciencia ha establecido ahora, fuera de toda
duda, que la humanidad no comenzó su vida en forma de pequeñas familias
solitarias.
La familia
no sólo no fue la forma primitiva de organización, sino que, por lo contrario,
es un producto muy tardío de la evolución de la humanidad. Por más lejos que
nos remontemos en la profundidad de la historia más remota del hombre,
encontramos por doquier que los hombres vivían ya en sociedades, en grupos,
semejantes a los rebaños de los mamíferos superiores. Fue necesario un
desarrollo muy lento y prolongado para llevar estas sociedades hasta la
organización del grupo (o clan), que a su vez debió sufrir otro proceso de
desarrollo también muy prolongado, antes de que pudieran aparecer los primeros
gérmenes de la familia, polígama o monógama.
Sociedades,
bandas, clanes, tribus -y no la familia- fueron de tal modo la forma primitiva
de organización de la humanidad y sus antecesores más antiguos. A tal
conclusión llegó la etnología, después de investigaciones cuidadosas, minuciosas.
En suma, esta conclusión podrían haberla predicho los zoólogos, puesto que
ninguno de los mamíferos superiores, con excepción de bastantes pocos
carnívoros y algunas especies de monos que indudablemente se extinguen
(orangutanes y gorilas), viven en pequeñas familias, errando solitarias por los
bosques. Todos los otros viven en sociedades y Darwin comprendió también
que los monos que viven aislados nunca podrían haberse desarrollado en seres
antropoides, y estaba inclinado a considerar al hombre como descendiente de
alguna especie de mono, comparativamente débil, pero indefectiblemente social,
como el chimpancé, y no de una especie más fuerte, pero insociable, como el
gorila. La zoología y la paleontología (ciencia del hombre más antiguo) llegan,
de tal modo, a la misma conclusión: la forma más antigua de la vida social fue
el grupo, el clan y no la familia. Las primeras sociedades humanas simplemente
fueron un desarrollo mayor de aquellas sociedades que constituyen la esencia
misma de la vida de los animales superiores.
Si pasamos
ahora a los datos positivos, veremos que las huellas más antiguas del hombre,
que datan del período glacial o posglacial más remoto, presentan pruebas
indudables de que el hombre vivía ya entonces en sociedades. Muy raramente suele
encontrarse un instrumento de piedra aislado, aun en la edad de piedra más
antigua; por el contrario, donde quiera que se ha encontrado uno o dos
instrumentos de piedra, pronto se encontraron allí otros, casi siempre en
cantidades muy grandes. En aquellos tiempos en que los hombres vivían todavía
en cavernas o en las hendiduras de las rocas, como en Hastings, o solamente se
refugiaban bajo las rocas salientes, junto con mamíferos desde entonces
desaparecidos, y apenas sabían fabricar hachas de piedra de la forma más tosca,
ya conocían las ventajas de la vida en sociedad. En Francia, en los valles de
los afluentes del Dordogne, toda la superficie de las rocas está cubierta, de
tanto en tanto, de cavernas que servían de refugio al hombre paleolítico, es decir,
al hombre de la edad de piedra antigua. A veces las viviendas de las cavernas
están dispuestas en pisos, y, sin duda, recuerdan más los nidos de una colonia
de golondrinas que la madriguera de animales de presa. En cuanto a los
instrumentos de sílice hallados en estas cavernas, según la expresión de
Lubbock, "sin exageración puede decirse que son innumerables". Lo
mismo es verdad con respecto a todas las otras estaciones paleolíticas. A
juzgar por las exploraciones de Lartet, los habitantes de la región de
Aurignac, en el sur de Francia, organizaban festines tribales en los entierros
de sus muertos. De tal modo, los hombre vivían en sociedades, y en ellas
aparecieron los gérmenes del rito religioso tribal, ya en aquella época muy
lejana, en la aurora de la aparición de los primeros antropoides.
Lo mismo se
confirma, con mayor abundancia aún de pruebas respecto al periodo neolítico,
más reciente, de la edad de piedra. Las huellas del hombre se encuentran aquí
en enormes cantidades, de modo que por ellas se pudo reconstituir en grado
considerable toda su manera de vivir. Cuando la capa de hielo (que en nuestro
hemisferio debía extenderse de las regiones polares hasta el centro de Francia,
Alemania y Rusia, y cubría el Canadá y también una parte considerable del
territorio ocupado ahora por los Estados Unidos), comenzó a derretirse, las
superficies libradas del hielo se cubrieron primero de ciénagas y pantanos, y
luego de innumerables lagos.
En aquella
época los lagos, evidentemente, llenaban las depresiones y los ensanchamientos
de los valles antes de que las aguas cavaran los cauces permanentes, que en la
época siguiente se convirtieron en nuestros ríos. Y dondequiera nos dirijamos
ahora, a Europa, Asia o América, encontramos que las orillas de los innumerables
lagos de este periodo -que con justicia deberíase llamar período lacustre-,
están cubiertas de huellas del hombre neolítico. Estas huellas son tan
numerosas que sólo podemos asombrarnos de la densidad de la población en
aquella época. En las terrazas que ahora marcan las orillas de los antiguos
lagos, las "estaciones" del hombre neolítico se siguen de cerca, y en
cada una de ellas se encuentran instrumentos de piedra en tales cantidades que
no queda ni la menor duda de que durante un tiempo muy largo estos lugares
fueron habitados por tribus de hombres bastante numerosas' Talleres enteros de
instrumentos de sílice que, a su vez, atestiguan la cantidad de trabajadores
que se reunían en un lugar, fueron descubiertos por los arqueólogos.
Hallamos los
rastros de un período más avanzado, caracterizado ya por el uso de productos de
alfarería, en los llamados "desechos culinarios" de Dinamarca. Como
es sabido, estos montones de conchas, de 5 a 10 pies de espesor, de 100 a 200
pies de anchura y 1.000 y más pies de longitud, están tan extendidos en algunos
lugares del litoral marítimo de Dinamarca que durante mucho tiempo fueron
considerados como formaciones naturales. Y, sin embargo, se componen "exclusivamente
de los materiales que fueron usados de un modo u otro por el hombre",
y están de tal modo repletos de productos del trabajo humano, que Lubbock,
durante una estancia de sólo dos días en Milgaard, halló 191 piezas de
instrumentos de piedra y cuatro fragmentos de productos de alfarería. Las
medidas mismas y la extensión de estos montones de restos culinarios prueban
que, durante muchas y muchas generaciones, en las orillas de Dinamarca se
asentaron centenares de pequeñas tribus o clanes que sin ninguna duda vivían
tan pacíficamente entre sí como viven ahora los habitantes de Tierra del Fuego,
quienes también acumulan ahora semejantes montones de conchas y toda clase de
desechos.
En cuanto a
las construcciones lacuestres de Suiza, que representan un grado muy avanzado
en el camino de la civilización, constituyen aún mejores pruebas de que sus
habitantes vivían en sociedades y trabajaban en común. Sabido es que, ya en la
edad de piedra, las orillas de los lagos suizos estaban sembradas de series de
aldeas, compuestas de varias chozas, construidas sobre una plataforma sostenida
por numerosos pilotes clavados en el fondo del lago. No menos de veinticuatro
aldeas, la mayoría de las cuales pertenecían a la edad de piedra, fueron
descubiertas en los últimos años en las orillas del lago de Ginebra, treinta y
dos en el lago Costanza, y cuarenta y seis en el lago de Neufehatel, etc., cada
una como testimonio de la inmensa cantidad de trabajo realizado en común, no
por la familia, sino por la tribu entera. Algunos investigadores hasta suponen
que la vida de estos habitantes de los lagos estaba en grado notable libre de
choques bélicos; y esta hipótesis es muy probable si se toma en consideración
la vida de las tribus primitivas, que aún ahora viven en aldeas semejantes,
construidas sobre pilotes a orillas del mar.
Se desprende
de tal modo, aun del breve esbozo precedente, que al final de cuenta, nuestros
conocimientos del hombre primitivo de ningún modo son tan pobres, y en todo
caso refutan más que confirman las hipótesis de Hobbes y de sus continuadores
contemporáneos. Además, pueden ser completadas en medida considerable si se
recurre a la observación directa de las tribus primitivas que en el presente se
hallan todavía en el mismo nivel de civilización en que estaban los habitantes
de Europa en los tiempos prehistóricos.
Ya ha sido
plenamente probado por Ed. B. Tylor y J. Lubbock que los pueblos primitivos que
existen ahora de ningún modo representan -como afirmaron algunos sabios- tribus
que han degenerado y que en otros tiempos han conocido una civilización más
elevada, que luego perdieron. Por otra parte, a las pruebas alegadas contra la
teoría de la degeneración se puede agregar todavía lo siguiente: con excepción
de pocas tribus que se mantienen en las regiones montañosas poco accesibles,
los llamados "salvajes" ocupan una zona que rodea a naciones más o
menos civilizadas, preferentemente los extremos de nuestros continentes, que en
su mayor parte conservaron hasta ahora el carácter de la época posglacial
antigua o que hace poco aún lo tenía. A estos pertenecen los esquimales y sus
congéneres en Groenlandia, América Artica y Siberia Septentrional, y en el
hemisferio Sur, los indígenas australianos, papúes, los habitantes de Tierra de
Fuego y, en parte, los bosquímanos; y en los límites de la extensión ocupada
por pueblos más o menos civilizados, semejantes tribus primitivas se encuentran
sólo en el Himalaya, en las tierras altas del Sureste de Asia y en la meseta
brasileña. No se debe olvidar que el periodo glacial no terminó de golpe en
toda la superficie del globo terrestre; se prolonga hasta ahora en Groenlandia.
Debido a esto, en la época en que las regiones litorales del océano Indico, del
mar Mediterráneo, del golfo de México gozaban ya de un clima más templado y en
ellos se desarrollaba una civilización más elevada, inmensos territorios de
Europa Central, Siberia y América del Norte, y también de la Patagonia, Sur del
Africa, Sureste de Asia y Australia, permanecían todavía en las condiciones del
período posglacial antiguo, que las hicieron inhabitables para las naciones
civilizadas de la zona tórrida y templada. En esa época, las zonas citadas
constituían algo así como los actuales y terribles "urman" de la
Siberia del Noroeste, y su población, inaccesible a la civilización y no tocada
por ella, conservó el carácter del hombre posglacial antiguo.
Solamente
más tarde, cuando la desecación hizo estos territorios más aptos para la
agricultura, comenzaron a poblarse de inmigrantes más civilizados; y entonces,
parte de los habitantes anteriores se fundieron poco a poco con los nuevos
colonos, mientras que otra parte se retiraba más y más lejos en dirección a las
zonas subglaciales y se asentaba en los lugares donde los encontramos ahora.
Los territorios habitados por ellos en el presente conservaron hasta ahora, o
conservaban hasta una época no muy lejana, en su aspecto físico, un carácter
casi glacial; y las artes y los instrumentos de sus habitantes hasta ahora no
salieron aún del período neolítico, es decir, la edad de piedra posterior. Y a
pesar de las diferencias de raza y de la extensión que separa estas tribus
entre sí, su modo de vida y sus instituciones sociales son asombrosamente
parecidos.
Por esto
podemos considerar a estos "salvajes" como resto de la población del
posglacial antiguo.
Lo primero
que nos asombra, no bien comenzamos a estudiar a los pueblos primitivos, es la
complejidad de la organización de las relaciones maritales en que viven. En la
mayoría de ellos, la familia, en el sentido como la comprendemos nosotros,
existe solamente en estado embrionario. Pero al mismo tiempo, los
"salvajes" de ningún modo constituyen "una turba de hombres y
mujeres poco unidos entre sí, que se reúnen desordenadamente bajo la influencia
de caprichos del momento". Todos ellos, por el contrario, se someten a una
organización determinada, que Luis Morgan describió en sus rasgos típicos y
llamó organización "tribalo de clan".
Exponiendo
brevemente esta materia, muy amplia, podemos decir que actualmente no existen
más dudas sobre el hecho de que la humanidad, en el principio de su existencia,
ha pasado por la etapa de las relaciones conyugales que puede llamarse
"matrimonio tribal o comunal"; es decir, los hombres o las mujeres,
en tribus enteras, vivían entre sí como los maridos con sus esposas, prestando
muy poca atención al parentesco sanguíneo. Pero es indudable también que
algunas restricciones a estas relaciones entre los sexos fueron establecidas
por la costumbre ya en un período muy antiguo. Las relaciones conyugales fueron
pronto prohibidas entre los hijos de una misma madre y la hermana de ella, sus
nietas y tías. Mas tarde tales relaciones fueron prohibidas entre los hijos e
hijas de una misma madre, y siguieron pronto otras restricciones.
Poco a poco
se desarrolló la idea de clan (gens) que abarcaba a todos los
descendientes reales o supuestos de una raíz común (más bien a todos los unidos
en un grupo de clan por el supuesto parentesco). Y cuando el clan se multiplicó
por la subdivisión en algunos clanes, cada uno de los cuales se dividía, a su
vez, en clases (habitualmente en cuatro clases), el matrimonio era permitido
sólo entre clases determinadas, estrictamente definidas. Se puede observar un
estado semejante aun ahora entre los indígenas de Australia, sus primeros
gérmenes aparecieron en la organización de clan. La mujer hecha prisionera
durante la guerra con cualquier otro clan, en un período más tardío, el que la
había tomado prisionera la guardaba para sí, bajo la observación, además, de
determinados deberes hacia el clan. Podía ser ubicada por él en una cabaña
separada después de haber pagado ella cierto género de tributo a cada miembro
del clan; entonces ella podía fundar dentro del clan una familia separada, cuya
aparición evidentemente, abrió una nueva fase de la civilización. Pero en
ningún caso la esposa que asentaba la base de la familia especialmente
patriarcal podía ser tomada de su propio clan. Podía provenir solamente de un
clan extraño.
Si
consideramos que esta organización compleja se ha desarrollado entre hombres
que ocupaban los peldaños más bajos de desarrollo que conocemos, y que se
mantuvo en sociedades que no conocían más autoridad que la autoridad de la
opinión pública, comprenderemos en seguida cuán profundamente arraigados debían
estar los instintos sociales en la naturaleza humana hasta en los peldaños más
bajos de su desarrollo. El salvaje, que podía vivir en tal organización,
sometiéndose por propia voluntad a las restricciones que constantemente
chocaban con sus deseos personales, naturalmente no se parecía a un animal
desprovisto de todo principio ético y cuyas pasiones no conocían freno. Pero
este hecho se hace aún más asombroso si tomamos en consideración la antigüedad
inconmensurablemente lejana de la organización de clan.
Actualmente
es sabido que los semitas primitivos, los griegos de Homero, los romanos
prehistóricos, los germanos de Tácito, los antiguos celtas y eslavos,
pasaron todos por el período de organización de clan de los australianos, los
indios pieles rojas, esquimales y otros habitantes del "cinturón de
salvajes".
De tal modo,
debemos admitir una de dos: o bien el desarrollo de las costumbres conyugales,
por algunas razones, se encaminó en una misma dirección en todas las razas
humanas; o bien los rudimentos de las restricciones de clan se desarrollaron
entre algunos antepasados comunes que fueron el tronco genealógico de los
semitas, arios, polinesios, etc., antes de que estos antepasados se dividieran
en razas separadas, y estas restricciones se conservaron hasta el presente
entre razas que mucho ha se separaron de la raíz común. Ambas posibilidades, en
igual grado, señalan, sin embargo, la asombrosa tenacidad de esta institución
-tenacidad que no pudo destruir durante muchas decenas de milenios ningún
atentado que contra ella perpetrara el individuo-. Pero la misma fuerza de la organización
del clan demuestra hasta dónde es falsa la opinión en virtud de la cual se
representa a la humanidad primitiva en forma de una turba desordenada de
individuos que obedecen sólo a sus propias pasiones y que se sirve cada uno de
su propia fuerza personal y su astucia para imponerse a todos los otros. El
individualismo desenfrenado es manifestación de tiempos más modernos, pero de
ninguna manera era propio del hombre primitivo.
Pasando
ahora a los salvajes existentes en el presente, podemos comenzar con los
bosquímanos, que ocupan un peldaño muy bajo de desarrollo, tan bajo que ni
siquiera tienen viviendas y duermen en cuevas cavadas en la tierra o,
simplemente, bajo la cubierta de ligeras mamparas de hierbas y ramas que los
protegen del viento. Es sabido que cuando los europeos comenzaron a colonizar
sus territorios y destruir enormes rebaños salvajes de ciervos que pacían hasta
entonces en las llanuras, los bosquímanos comenzaron a robar ganado cornúpeta a
los colonos, y estos emigrantes iniciaron entonces una guerra desesperada
contra aquéllos; comenzaron a exterminarlos con una bestialidad de la que
prefiero no hablar aquí. Quinientos bosquímanos fueron exterminados de tal modo
en 1774; en los años 1801 - 1809, la unión de granjeros destruyó tres mil, etc.
Los exterminaban como a ratas, dejándoles carne envenenada, a estos hombres
llevados al hambre, o los cazaban a tiros como bestias, emboscándose detrás del
cadáver de un animal puesto como cebo; los mataban donde los encontraban. De
tal modo, nuestro conocimiento de los bosquímanos, recibido, en la mayoría de
los casos de los mismos que los exterminaban, no puede destacarse por una
especial simpatía. Sin embargo, sabemos que durante la aparición de los
europeos, los bosquímanos vivían en pequeños clanes que a veces se reunían en
federaciones; que cazaban en común y se repartían la presa, sin peleas ni
disputas; que nunca abandonaban a los heridos y demostraban un sólido afecto
hacia sus camaradas. Lichtenstein refiere un episodio sumamente conmovedor de
un bosquímano que estuvo a punto de ahogarse en el río y fue salvado por sus
camaradas. Se quitaron de encima sus pieles de animales para cubrirlo mientras
ellos temblaban de frío; lo secaron, lo frotaron ante el fuego y le untaron el
cuerpo con grasa tibia, hasta que por fin le volvieron a la vida. Y cuando los
bosquímanos encontraron, en la persona de Johann van der Walt, un hombre que
los trataba bien, le expresaron su reconocimiento con manifestaciones del
afecto más conmovedor. Burchell y Moffat los describen como de buen corazón,
desinteresados, fieles a sus promesas y agradecidos cualidades todas ellas que
pudieron desarrollarse sólo siendo constantemente practicadas en el seno de la
tribu. En cuanto a su amor a los niños, bastará recordar que cuando un europeo
quería tener a una mujer bosquímana como esclava, le arrebataba el hijo; la
madre siempre se presentaba por sí misma y se hacía esclava para compartir la
suerte de su niño.
La misma
sociabilidad se encuentra entre los hotentotes, que sobrepasan un poco a los
bosquímanos en el desarrollo. Lubbock habla de ellos como de los "animales
más sucios", y realmente son muy sucios. Toda su vestimenta consiste en
una piel de animal colgada al cuello, que llevan hasta que cae a pedazos; y sus
chozas consisten en algunas varillas unidas por las puntas y cubiertas por
esteras: en el interior de las chozas no hay mueble alguno. A pesar de que
crían bueyes y ovejas, y, según parece, conocían el uso del hierro antes de
encontrarse con s europeos, sin embargo, están hasta ahora en uno de los más
bajos peldaños del desarrollo humano. No obstante eso, los europeos que
conocían de cerca sus vidas, mencionaban con grandes elogios su sociabilidad y
su presteza en ayudarse mutuamente. Si se da algo a un hotentote, en seguida
divide lo recibido entre todos los presentes, cuya costumbre, como es sabido,
asombró también a Darwin en los habitantes de la Tierra de Fuego. El hotentote
no puede comer solo, y por más hambriento que esté, llama a los que pasan y
comparte con ellos su alimento. Y cuando Kolben, por esta causa, expresó su
asombro, le contestaron: "Tal es la costumbre de los hotentotes".
Pero esta costumbre no es propia solamente de los hotentotes: es una costumbre
casi universal, observada por los viajeros en todos los "salvajes".
Kolben, que conocía bien a los hotentotes y que no pasaba en silencio sus
defectos, no puede dejar de elogiar su moral tribal.
"La
palabra dada es sagrada para ellos" -escribe-. "Ignoran por completo
la corrupción y la deslealtad de los europeos". "Viven muy
pacíficamente y raramente guerrean con sus vecinos"... Uno de los más
grandes placeres para los hotentotes es el cambio de regalos y servicios>,
... "Por su honestidad, por la celeridad y exactitud en el ejercicio de la
justicia, por su castidad, los hotentotes sobrepasan a todos, o casi todos los
otros pueblos.
Tachart,
Barrow y Moodie confirman plenamente las palabras de Kolben. Sólo es necesario
notar que cuando Kolben escribió de los hotentotes que "en sus relaciones
mutuas son el pueblo más amistoso, generoso y benévolo, que jamás haya existido
en la tierra" (I, 332), dio la definición que repiten continuamente, desde
entonces, los viajeros, en sus descripciones de los más diferentes salvajes.
Cuando los europeos incultos chocaron por primera vez con las razas primitivas,
habitualmente presentaban sus vidas de modo caricaturesco; pero bastó que un
hombre inteligente viviera entre salvajes un tiempo más prolongado, para que
los describiera como el pueblo "más manso" o -más noble- del mundo.
Justamente con esas mismas palabras, los viajeros más dignos de fe
caracterizaron a los ostiakos samoyedos, esquimales, dayacos, aleutas, papúes,
etc. Semejante declaración tuve ocasión de leer sobre los tunguses, los
chukchis, los indios sioux y algunas otras tribus salvajes. La repetición misma
de semejantes elogios dice más que tomos enteros de investigaciones especiales.
Los
indígenas de Australia ocupan, por su desarrollo, un lugar no más alto que sus
hermanos surafricanos. Sus chozas tienen el mismo carácter, y muy a menudo los
hombres se conforman hasta con simples mamparas o biombos de ramas secas para
protegerse de los vientos fríos. En su alimento no se destacan por su
discernimiento; en caso de necesidad devoran carroña en completo estado de
putrefacción, y cuando sobreviene el hambre recurren entonces hasta al
canibalismo. Cuando los indígenas australianos fueron descubiertos por vez
primera por los europeos, se vio que no tenían ningún otro instrumento que los
hechos, en la forma más grosera, de piedra o hueso. Algunas tribus no tenían
siquiera piraguas y desconocían por completo el trueque comercial. Y sin
embargo, después de un estudio cuidadoso de sus costumbres y hábitos, se vio
que tienen la misma organización elaborada de clan de la que se habló más
arriba.
El
territorio en que viven está dividido habitualmente entre diferentes clanes,
pero la región en la cual cada clan realiza la caza o la pesca permanece siendo
de dominio común, y los productos de la caza y la pesca van a todo el clan.
También pertenecen al clan los instrumentos de caza y de pesca. La comida se
realiza en común. Como muchos otros salvajes, los indígenas australianos se
atienen a determinadas reglas respecto a la época en que se permite recoger
diversas especies de gomeros y hierbas. En cuanto a su moral en general, lo
mejor es citar aquí las siguientes respuestas a las preguntas de la Sociedad
Antropológica de París, dadas por Lumholtz, un misionero que vivió en North
Queesland.
"Conocen
el sentimiento de amistad; está fuertemente desarrollado en ellos. Los débiles
gozan de la ayuda común; cuidan mucho a los enfermos. Nunca los abandonan al
capricho de la suerte y no los matan. Estas tribus son antropófagas, pero
raramente comen a los miembros de su propia tribu (si no me equivoco, solamente
cuando matan por razones religiosas); comen sólo a los extraños. Los padres
aman a sus hijos juegan con ellos y los miman. Se practica el infanticidio sólo
con el consentimiento común. Tratan a los ancianos muy bien y nunca los matan.
No tienen religión ni ídolos, y solamente existe el temor a la muerte. El
matrimonio es polígamo. Las disputas surgidas dentro de la tribu se resuelven
por duelos con espadas de madera y escudos de madera. No existe la esclavitud;
no tienen agricultura alguna; no poseen productos de alfarería; no tienen
vestidos, exceptuando un delantal que a veces usan las mujeres. El clan se
compone de doscientas personas divididas en cuatro clases de hombres y cuatro
clases de mujeres; se permite el matrimonio solamente entre las clases
habituales, pero nunca dentro del mismo clan".
Respecto a
los papúes, parientes cercanos de los australianos, tenemos el testimonio de G.
L. Bink, que vivió en Nueva Guinea, principalmente en Geelwink Bay, desde 1871
hasta 1883. Traemos la esencia de sus respuestas a las mismas preguntas.
"Los
papúes son sociables y de un humor muy alegre. Se ríen mucho. Más bien tímidos
que valientes. La amistad es bastante fuerte entre miembros de los diferentes
clanes y aún más fuerte dentro del mismo clan. El papú, a menudo paga las
deudas de su amigo, a condición de que este último pague esta deuda, sin
intereses, a sus hijos. Cuidan a los enfermos y ancianos; nunca abandonan a los
ancianos, ni los matan, con excepción de los esclavos que han estado enfermos
mucho tiempo. A veces devoran a los prisioneros de guerra. Miman y aman a los
niños. Matan a los prisioneros de guerra ancianos y débiles, y venden a los
restantes como esclavos. No tienen religión, ni dioses, ni ídolos, ni clase
alguna de autoridad; el miembro más anciano de la familia es el juez. En caso
de adulterio (es decir, violación de sus costumbres matrimoniales) el culpable
paga una multa, parte de la cual va a favor de la "negoria"
(comunidad). La tierra es dominio común, pero los frutos de la tierra
pertenecen a aquél que los ha cultivado. Los papúes tienen vasijas de arcilla y
conocen el trueque comercial, y según una costumbre elaborada, el comerciante
les da mercancía y ellos vuelven a sus casas y traen los productos indígenas
que necesita el comerciante; si no pueden obtener los productos necesarios,
entonces devuelven al comerciante su mercancía europea. Los papúes "cazan
cabezas" -es decir, practican la venganza de sangre-. Además, "a
veces -dice Finsch-, el asunto se somete a la consideración del Rajah de
Namototte, quien lo resuelve imponiendo una multa".
Cuando se
trata bien a los papúes, entonces son muy bondadosos. Mikluho-Maclay
desembarcó, como es sabido, en la costa orienta] de Nueva Guinea, en compañía
de un solo marinero, vivió allí dos años enteros entre tribus consideradas
antropófagas y se separó de ellas con pesar; prometió volver y cumplió su
palabra, y pasó de nuevo un año, y durante todo ese tiempo no tuvo ningún
choque con los indígenas. Verdad es que mantuvo la regla de no decirles nunca,
bajo ningún pretexto, algo que no fuera cierto, ni hacer promesas que no
pudiera cumplir. Estas pobres criaturas, que no sabían siquiera hacer fuego y
que por esto conservaban cuidadosamente el fuego en sus chozas, viven en condiciones
de un comunismo primitivo, sin tener jefe alguno, y en sus poblados casi nunca
se producen disputas de las que valga la pena hablar. Trabajan en común, sólo
lo necesario para obtener el alimento de cada día; crían a sus hijos en común;
y por las tardes se atavían lo más coquetamente que pueden y se entregan a las
danzas. Como todos los salvajes, gustan apasionadamente de las danzas, que
constituyen un género de misterios tribales. Cada aldea tiene su
"barla" o "barlai" -casa "larga" o
"grande"- para los solteros, en las que se realizan reuniones
sociales y se juzgan los sucesos públicos, un rasgo más que es común a todos
los habitantes de las islas del océano Pacífico, y también a los esquimales,
indios pieles rojas, etc. Grupos enteros de aldeas mantienen relaciones
amistosas, y se visitan mutuamente concurriendo toda la comunidad.
Por
desgracia, entre las aldeas, a menudo surge enemistad, no por "el exceso
de densidad de la población" o "de la competencia agudizada" y
otros inventos semejantes de nuestro siglo mercantilista, sino principalmente
debido a la superstición. Si enferma alguno, se reúnen sus amigos y parientes y
del modo más cuidadoso discuten el problema de quién puede ser el culpable de
la enfermedad. Entonces, consideran a todos los posibles enemigos, cada uno
confiesa su mínima disputa y finalmente se halla la causa verdadera de la
enfermedad. La mandó algún enemigo de la aldea vecina, y por esto resuelven
hacer alguna incursión a esa aldea. Debido a ello, las riñas son corrientes,
aun entre las aldeas del litoral, sin hablar ya de los antropófagos, que viven
en las montañas, a los que se considera como verdaderos brujos y enemigos, a
pesar de que un conocimiento más estrecho demuestra que no se distinguen en
nada de su vecino que vive en las costas marítimas.
Muchas
páginas asombrosas se podrían escribir sobre la armonía que reina en las aldeas
de los habitantes polinesios de las islas del Océano Pacífico.
Pero ellos
ocupan ya un peldaño más elevado de civilización, y por esto tomaremos otros
ejemplos de la vida de los habitantes del lejano norte. Agregaré solamente,
antes de abandonar el hemisferio sur; que hasta los habitantes de Tierra del
Fuego, que gozan de tan mala fama, comienzan a ser iluminados con luz más
favorable a medida que los conocemos mejor. Algunos misioneros franceses, que
viven entre ellos, "no pueden quejarse de ningún acto hostil". Viven
en clanes de ciento veinte a ciento cincuenta almas, y también practican el
comunismo primitivo como los papúes. Se reparten todo entre ellos, y tratan
bien a los ancianos. La paz completa reina entre estas tribus.
En los
esquimales y sus más próximos congéneres, los thlinkets, koloshes y aleutas,
hallamos una semejanza más aproximada a lo que era el hombre durante el período
glacial. Los instrumentos que ellos emplean apenas se diferencian de los
instrumentos del paleolítico, y algunas de estas tribus hasta ahora no conocen
el arte de la pesca: simplemente matan a los peces con el arpón. Conocen el uso
del hierro, pero lo obtienen solamente de los europeos o de lo que encuentran
en los esqueletos de los barcos después de los naufragios. Su organización
social se distingue por su primitivismo completo, a pesar de que ya han salido
del estadio del "matrimonio comunal", aun con sus restricciones de
"clase". Viven ya en familias, pero los lazos familiares todavía son
débiles, puesto que de tanto en tanto se produce en ellos un cambio de esposas
y esposos. Sin embargo, las familias permanecen reunidas en clanes, y no puede
ser de otro modo. ¿Cómo hubieran podido soportar la dura lucha por la
existencia si no reunieran sus fuerzas del modo más estrecho? Así se portan
ellos, Y los lazos de clan son más estrechos allí donde la lucha por la vida es
más dura, a saber, en el nordeste de Groenlandia. Viven habitualmente en una
"casa larga. en la que se alojan varias familias, separadas entre sí por
pequeños tabiques de pieles desgarradas, pero con un corredor común para todos.
A veces la casa tiene la forma de una cruz, y en tal caso, en su centro colocan
un hogar común. La expedición alemana que pasó un invierno cerca de una de esas
"casas largas" se pudo convencer de que durante todo el invierno
ártico no perturbó la paz ni una pelea, y que no se produjo discusión alguna
por el uso de estos "espacios estrechos". No se admiten las
amonestaciones, y ni siquiera las palabras inamistosas de otro modo que no sea
bajo la forma legal de una canción burlesca (nigthsong), que cantan las mujeres
en coro. De tal manera, la convivencia estrecha y la estrecha dependencia mutua
son suficientes para mantener, de siglo en siglo, el respeto profundo a los
intereses de la comunidad, que es característico de la vida de los esquimales.
Aun en las comunas más vastas de los esquimales "la opinión pública es un
verdadero tribunal y el castigo habitual consiste en avergonzar al culpable
ante todos".
La vida de
los esquimales está basada en el comunismo. Todo lo que obtienen por medio de
la caza o pesca pertenece a todo el clan. Pero, en algunas tribus,
especialmente en el Occidente, bajo la influencia de los daneses, comienza a
desarrollarse la propiedad privada. Sin embargo, emplean un medio bastante
original para disminuir los inconvenientes que surgen del acumulamiento
personal de la riqueza, que pronto podría perturbar la unidad tribal. Cuando el
esquimal empieza a enriquecerse excesivamente, convoca a todos los miembros de
su clan a un festín, y cuando los huéspedes se sacian, distribuye toda su
riqueza. En el río Yukon, en Alaska, Dall vio que una familia aleutiana
repartió de tal modo diez fusiles, diez vestidos de pieles completos,
doscientos hilos de cuentas, numerosas frazadas, diez pieles de lobo,
doscientas pieles de castor y quinientas de armiño. Luego, los dueños se
quitaron sus vestidos de fiesta y los repartieron, vistiéndose sus viejas
pieles, dirigieron a los miembros de su clan un breve discurso diciendo que a
pesar de que ahora se habían vuelto más pobres que cada uno de sus huéspedes,
sin embargo habían ganado su amistad.
Tales
distribuciones de riqueza se convirtieron aparentemente en costumbre arraigada
entre los esquimales, y se practica en una época determinada todos los años,
después de una exhibición preliminar de todo lo que ha sido obtenido
durante el año. Constituye, aparentemente, una costumbre. La costumbre de
enterrar con el muerto, o de destruir sobre su tumba, todos sus bienes
personales -que encontramos en todas las razas primitivas-, aparentemente debe
tener el mismo origen. En realidad, mientras que todo lo que pertenecía personalmente
al muerto se quema o se rompe sobre su tumba, las cosas que le pertenecieron
conjuntamente con toda su tribu; como, por ejemplo, las piraguas, redes de la
comuna, etc., se dejan intactas. Está sujeta a la destrucción sólo la propiedad
personal. En una época posterior, esta costumbre se convierte en un rito
religioso: se le da interpretación mística, y la destrucción es prescrita por
la religión cuando la opinión pública, sola, se muestra ya carente de fuerzas
para imponer a todos la observación obligatoria de la costumbre. Finalmente, la
destrucción real se reemplaza por un rito simbólico, que consiste en quemar
sobre la tumba simples modelos de papel, o representaciones, de los bienes del
muerto (así se hace en la China); o se llevan a la tumba los bienes del muerto
y traen de vuelta a la casa al finalizar la ceremonia funeraria; en esta forma,
se ha conservado la costumbre hasta ahora, como es sabido, entre los europeos
con respecto a los caballos de los jefes militares, las espadas, cruces y otros
signos de distinción oficial.
El alto
nivel de la moral tribal de los esquimales se menciona bastante a menudo en la
literatura general. Sin embargo, las observaciones siguientes de las costumbres
de los aleutas -congéneres próximos de los esquimales- no están desprovistas de
interés, tanto más cuanto que pueden servir de buena ilustración de la moral de
los salvajes en general. Pertenecen a la pluma de un hombre extraordinariamente
distinguido, el misionero ruso Venlaminof, que las escribió después de una
permanencia de diez años entre los aleutas y de tener relaciones estrechas con
ellos.
Las resumo,
conservando en lo posible las expresiones propias del autor.
"La
resistencia -escribió- en su rasgo característico, y, en verdad, es colosal. No
sólo se bañan todas las mañanas en el mar cubierto de hielo y luego se quedan
desnudos en la playa, respirando el aire helado, sino que su resistencia, hasta
en un trabajo pesado y con alimento insuficiente, sobrepasa todo lo que se
puede imaginar. Si sobreviene una escasez de alimento, el aleuta se ocupa, ante
todo, de sus hijos; les da todo lo que tiene, y él mismo ayuna. No se inclinan
al robo, como fue observado ya por los primeros inmigrantes rusos. No es que no
hayan robado nunca; todo aleuta reconoce que alguna vez ha robado algo, pero se
trata siempre de alguna fruslería, y todo esto tiene carácter completamente
infantil. El afecto de los padres por los hijos es muy conmovedor, a pesar de
que nunca lo expresan con caricias o palabras. El aleuta difícilmente se decide
a hacer alguna promesa, pero una vez hecha, la mantiene cueste lo que cueste.
Un aleuta
regaló a Venlaminof un haz de pescado seco, pero, en el apresuramiento de la
partida, fue olvidado en la orilla, y el aleuta se lo llevó de vuelta a su
casa. No se presentó la oportunidad de enviarlo a Venlaminof hasta enero, y
mientras tanto, en noviembre y diciembre, entre estos aleutas, hubo una gran
escasez de víveres. Pero los hambrientos no tocaron el pescado ya regalado, y
en enero fue enviado a su destino. Su código moral es variado y severo. Así por
ejemplo, se considera vergonzoso: temer la muerte inevitable; pedir piedad al
enemigo; morir sin haber matado ningún enemigo; ser sorprendido en robo;
zozobrar la canoa en el puerto; temer salir al mar con tiempo tempestuoso;
desfallecer antes que los otros camaradas si sobreviene una escasez de
alimentos durante un viaje largo: manifestar codicia durante el reparto de la
presa -en cuyo caso, para avergonzar al camarada codicioso, los restantes le
ceden su parte. Se estima vergonzoso también: divulgar un secreto público a su
esposa; siendo dos en la caza, no ofrecer la mejor parte de la presa al
camarada; jactarse de sus hazañas, y especialmente de las imaginadas;
insultarse con malicia; también mendigar, acariciar a su esposa en presencia de
los otros y danzar con ella; comerciar personalmente; toda venta debe ser hecha
por medio de una tercera persona, quien determina el precio. Se estima
vergonzoso para la mujer: no saber coser y, en general, cumplir torpemente
cualquier trabajo femenino; no saber danzar; acariciar a su esposo y a sus
niños, o hasta hablar con el esposo en presencia de extraños"
Tal es la
moral de los aleutas, y una confirmación mayor de los hechos podría ser tomada
fácilmente de sus cuentos y leyendas. Sólo agregaré que cuando Venlaminof
escribió sus Memorias (el año 1840), entre los aleutas, que constituían
una población de sesenta mil hombres, en sesenta años hubo solamente un
homicidio, y durante cuarenta años, entre 1.800 aleutas no se produjo ningún
delito criminal. Esto, por otra parte, no parecerá extraño si se recuerda que
todo género de querellas y expresiones groseras son absolutamente desconocidas
en la vida de los aleutas. Ni siquiera sus hijos pelean, y jamás se insultan
mutuamente de palabra. La expresión más fuerte en sus labios son frases como:
"Tu madre no sabe coser", o "tu padre es tuerto".
Muchos
rasgos de la vida de los salvajes continúan siendo, sin embargo, un enigma para
los europeos. En confirmación del elevado desarrollo de la solidaridad tribal
entre los salvajes y sus buenas relaciones mutuas, se podría citar los
testimonios más dignos de fe en la cantidad que se quiera. Y, sin embargo, no
es menos cierto que estos mismos salvajes practican el infanticidio, y que en
algunos casos matan a sus ancianos, y que todos obedecen ciegamente a la
costumbre de la venganza de sangre. Debemos, por esto, tratar de explicar la
existencia simultánea de los hechos que para la mente europea parecen, a
primera vista, completamente incompatibles.
Acabamos de
mencionar cómo el aleuta ayunará días enteros, y hasta semanas, entregando todo
comestible a su niño; cómo la madre bosquímana se hace esclava para no
separarse de su hijo, y se podrían llenar páginas enteras con la descripción de
las relaciones realmente tiernas existentes entre los salvajes y sus
hijos. En los relatos de todos los viajeros se encuentran continuamente hechos
semejantes. En uno leéis sobre el tierno, amor de la madre; en otro, el relato
de un padre que corre locamente por el bosque, llevando sobre sus hombros a un
niño mordido por una serpiente; o algún misionero narra la desesperación de los
padres ante la pérdida de un niño, al que ya habían salvado de ser llevado al
sacrificio inmediatamente después de haber nacido; o bien, os enteráis de que
las madres "salvajes" amamantan habitualmente a sus niños hasta el
cuarto año de edad, y que en las islas de la Nuevas Hébridas, en caso de la
muerte de un niño especialmente querido, su madre o tía se suicidan para cuidar
a su amado en el otro mundo. Y así sin fin.
Hechos
semejantes se citan en cantidad; y por ello, cuando vemos que los mismos padres
amantes practican el infanticidio, debemos reconocer necesariamente que tal
costumbre (cualesquiera que sean sus ulteriores transformaciones) surgió bajo
la presión directa de la necesidad, como resultado del sentimiento de deber
hacia la tribu, y para tener la posibilidad de criar a los niños ya crecidos.
Hablando en general, los salvajes de ningún modo "se reproducen sin
medida", como expresan algunos escritores ingleses. Por lo contrario,
toman todo género de medidas para disminuir la natalidad. Justamente con éste
objeto existe entre ellos una serie completa de las más diversas restricciones,
que a los europeos indudablemente hasta les parecerían molestas en exceso, y
que son, sin embargo, severamente observadas por los salvajes. Pero, con todo,
los pueblos primitivos no pueden criar a todos los niños que nacen, y entonces
recurren al infanticidio. Por otra parte, ha sido observado más de una vez que
si bien consiguen aumentar sus recursos corrientes de existencia, en seguida
dejan de recurrir a esta medida, que, en general, los padres cumplen muy a
disgusto, y en la primera posibilidad recurren a todo género de compromisos con
tal de conservar la vida de sus recién nacidos. Como ha sido dicho ya por mi
amigo Elíseo Reclus en su hermoso libro sobre los salvajes, por desgracia
insuficientemente conocido, ellos inventan, por esta razón, los días de
nacimientos faustos y nefastos, para salvar siquiera la vida de los niños
nacidos en los días faustos; tratan de tal modo de posponer la ejecución
algunas horas y dicen después que si el niño ya ha vivido un día, está
destinado a vivir toda la vida. Oyen los gritos de los niños pequeños como si
vinieran del bosque, y aseguran que si se oye tal grito anuncia desgracia para
toda la tribu; y puesto que no tienen nodrizas especiales ni casa de expósitos
que los ayuden a deshacerse de los niños, cada uno se estremece ante la idea de
cumplir la cruel sentencia, y por eso prefieren exponer al niño en el bosque,
antes que quitarle la vida por un medio violento. El infanticidio es sostenido,
de este modo, por la insuficiencia de conocimientos, y no por crueldad; y en
lugar de llenar a los salvajes con sermones, los misioneros harían mucho mejor
si siguieran el ejemplo de Venlaminof, quien todos los años, hasta una edad muy
avanzada, cruzaba el mar de Ojots en una miserable goleta para visitar a los
tunguses y kamchadales, o viajaba, llevado por perros, entre los chukchis,
aprovisionándolos de pan y utensilios para la caza. De tal modo consiguió
realmente extirpar el infanticidio.
Lo mismo es
cierto, también, con respecto al fenómeno que observadores superficiales
llamaron parricidio. Acabamos de ver que la costumbre de matar a los viejos no
está de ningún modo tan extendida como la han referido algunos escritores. En
todos estos relatos hay muchas exageraciones; pero es indudable que tal
costumbre se encuentra temporalmente entre casi todos los salvajes, y tales
casos se explican por las mismas razones que el abandono de los niños. Cuando
el viejo salvaje comienza a sentir que se convierte en una carga para su tribu;
cuando todas las mañanas ve que quitan a los niños la parte de alimento que le
toca -y los pequeños que no se distinguen por el estoicismo de sus padres,
lloran cuando tienen hambre-; cuando todos los días los jóvenes tienen que
cargarlo sobre sus hombros para llevarlo por el litoral pedregoso o por la
selva virgen, ya que los salvajes no tienen sillones con ruedas para enfermos
ni indigentes para llevar tales sillones entonces el viejo comienza a repetir
lo que hasta ahora repiten los campesinos viejos de Rusia: Chuyoi viék
zaidaiu: pora na pokoi (literalmente: vivo la vida ajena, es hora de irme a
descansar). Y se van a descansar. Obra de la misma forma que obra un soldado,
en tales casos. Cuando la salvación de un destacamento depende de su máximo
avance, y el soldado no puede avanzar más, y sabe que debe morir si queda
rezagado, suplica a su mejor amigo que le preste el último servicio antes de
que el destacamento avance. Y el amigo descarga, con mano temblorosa, su fusil
en el cuerpo moribundo.
Así obran
también los salvajes. El salvaje viejo pide la muerte; él mismo insiste en el
cumplimiento de este último deber suyo hacia su tribu. Recibe primero la
conformidad de los miembros de su tribu para esto. Entonces él mismo se cava la
fosa e invita a todos los congéneres a su último festín de despedida. Así, en
su momento, obró su padre, ahora llególe su turno, y amistosamente se despide
de todos, antes de separarse de ellos. El salvaje, hasta tal punto considera
semejante muerte como el cumplimiento de un deber hacia su tribu, que no
sólo se rehúsa a que lo salven de la muerte (como refirió Moffat), sino que ni
aun reconoce tal liberación si llegara a realizarse. Así, cuando una mujer que
debía morir sobre la tumba de su esposo (en virtud del rito mencionado antes)
fue salvada de la muerte por los misioneros y llevada por ellos a una isla,
huyó durante la noche, atravesando a nado un amplio estrecho, y se presentó
ante su tribu para morir sobre la tumba. La muerte en tales casos se hace para
ellos una cuestión de religión. Pero, hablando en general, es tan repulsivo
para los salvajes verter sangre fuera de las batallas, que aun en estos casos
ninguno de ellos se encarga del homicidio, y por eso recurren, a toda clase de
medios indirectos que los europeos no comprendieron y que interpretaron de un
modo completamente falso. En la mayoría de los casos dejan en el bosque al viejo
que se ha decidido a morir, dándole una porción de comida, mayor que la debida,
de la provisión común. ¡Cuántas veces las partidas exploradoras de las
expediciones polares hubieron de obrar exactamente del mismo modo cuando no
tenían fuerzas para llevar a un camarada enfermo! "Aquí tienes
provisiones. Vive todavía algunos días. Tal vez llegue de alguna parte
una ayuda inesperada".
Los sabios
de Europa occidental, encontrándose ante tales hechos, se muestran
decididamente incapaces de comprenderlos; no pueden reconciliarlos con los
hechos que testimonian el elevado desarrollo de la moral tribal, y por eso
prefieren arrojar una sombra de duda sobre las observaciones absolutamente
fidedignas, referentes a la última, en lugar de buscar explicación para la existencia
paralela de un doble género de hechos: la elevada moral tribal y, junto a ella,
el homicidio de los padres muy ancianos y los recién nacidos. Pero si los
mismos europeos, a su vez, refirieran a un salvaje que personas sumamente
amables, afectos a sus niños, y tan impresionables que lloran cuando ven en el
escenario de un teatro una desgracia imaginaria, viven en Europa al lado de
zaquizamíes donde los niños mueren simplemente por insuficiencia de alimentos,
entonces el salvaje tampoco los comprendería. Recuerdo cuán vagamente me empeñé
en explicar a mis amigos tunguses nuestra civilización construida sobre el
individualismo; no me comprenden y recurrían a las conjeturas más fantásticas.
El hecho es que el salvaje educado en las ideas de solidaridad tribal,
practicada en todas las ocasiones, malas y buenas, es tan exactamente incapaz
de comprender al europeo "moral" que no tiene ninguna idea de tal
solidaridad, como el europeo medio es incapaz de comprender al salvaje. Además,
si nuestro sabio tuviera que vivir entre una tribu semihambrienta de salvajes,
cuyo alimento total disponible no alcanzara para alimentar algunos días a un
hombre, entonces comprendería quizá qué es lo que guía a los salvajes en sus
actos. Del mismo modo, si un salvaje viviera entre nosotros y recibiera nuestra
"educación", quizá comprendiera la insensibilidad europea hacia
nuestros semejantes y esas comisiones reales que se ocupan de la cuestión de la
prevención de las diversas formas legales de homicidio que se practican en
Europa. "En casa de piedra, los corazones se vuelven de piedra",
dicen los campesinos rusos; pero el "salvaje" tendría que haber
vivido primero en una casa de piedra.
Observaciones
semejantes podrían hacerse también respecto a la antropofagia. Si se toman en
cuenta todos los hechos que fueron dilucidados recientemente, durante la
consideración de este problema, en la Sociedad Antropológica de París, y
también muchas observaciones casuales diseminadas en la literatura sobre los
"salvajes", estaremos obligados a reconocer que la antropofagia fue
provocada por la necesidad apremiante; y que sólo bajo la influencia de los
prejuicios y de la religión se desarrolló hasta alcanzar las proporciones
espantosas que alcanzó en las islas de Fiji y en México, sin ninguna necesidad,
cuando se convirtió en un rito religioso.
Es sabido
que hasta la época presente muchas tribus de salvajes suelen verse obligadas,
de tiempo en tiempo, a alimentarse con carroña casi en completo estado de
putrefacción, y en casos de carencia completa de alimentos, algunas tuvieron
que violar sepulturas y alimentarse con cadáveres humanos, aun en épocas de
epidemia. Tales hechos son completamente fidedignos. Pero si nos trasladamos
mentalmente a las condiciones que tuvo que soportar el hombre durante el período
glacial, en un clima húmedo y frío, no teniendo a su disposición casi ningún
alimento vegetal; si tenemos en cuenta las terribles devastaciones producidas
aún hoy por el escorbuto entre los pueblos semisalvajes hambrientos y
recordamos que la carne y la sangre fresca eran los únicos medios conocidos por
ellos para fortificarse, deberemos admitir que el hombre, que fue primeramente
un animal granívoro, se hizo carnívoro, con toda probabilidad, durante el
período glacial, en que desde el norte avanzaba lentamente una capa enorme de
hielo, y con su hálito frío, agotaba toda la vegetación.
Naturalmente,
en aquellos tiempos probablemente había abundancia de toda clase de bestias;
pero es sabido que en las regiones árticas las bestias a menudo emprenden grandes
migraciones, y a veces desaparecen por completo durante algunos años de un
territorio determinado. Con el avance. de la capa glacial las bestias,
evidentemente, se alejaron hacia el sur, como lo hacen ahora los corzos, que
huyen, en caso de grandes nevadas, de la orilla norte del Amur a la meridional.
En tales casos, el hombre se veía privado de los últimos medios de
subsistencia. Sabemos, además, que hasta los europeos, durante duras
experiencias semejantes, recurrieron a la antropofagia; no es de extrañar que
recurrieran a ella también los salvajes. Hasta en la época presente suelen
verse obligados, temporalmente. a devorar los cadáveres de sus muertos, y en
épocas anteriores, en tales casos, se veían obligados a devorar también a los
moribundos. Los ancianos morían entonces convencidos de que con su muerte
prestaban el último servicio a su tribu. He aquí por qué algunas tribus
atribuyen al canibalismo origen divino, representándolo como algo sugerido por
orden de un enviado del cielo.
Posteriormente,
la antropofagia perdió el carácter de necesidad y se convirtió en una
"supervivencia" supersticiosa. Necesario era devorar a los enemigos
para heredar su coraje; luego, en una época posterior, con ese propósito sólo
se devoraba el corazón del enemigo o sus ojos. Al mismo tiempo, en otras
tribus, en las que se había desarrollado un clero numeroso y elaborado una
mitología compleja, se inventaron dioses malignos, sedientos de sangre humana,
y los sacerdotes exigieron sacrificios humanos para apaciguar a los dioses. En
esta fase religiosa de su existencia, el canibalismo alcanzó su forma más
repulsiva. México es bien conocido en este sentido como ejemplo, y en las Fiji,
donde el rey podía devorar a cualquiera de sus súbditos, encontramos también
una casta poderosa de sacerdotes, una compleja teología y un desarrollo
complejo del poder ilimitado de los reyes. De tal modo el canibalismo, que
nació por la fuerza de la necesidad, se convirtió en un período posterior en
institución religiosa, y en esta forma existió durante mucho tiempo, después de
haber desaparecido, hacía mucho, entre tribus que indudablemente lo practicaban
en épocas anteriores, pero que no alcanzaron la forma religiosa de desarrollo.
Lo mismo puede decirse con respecto al infanticidio y al abandono de los padres
muy ancianos a los caprichos de la suerte. En algunos casos estos fenómenos se
mantuvieron también como supervivencia de tiempos antiguos, en forma de
tradición conservada religiosamente.
Finalmente,
citaré aquí todavía una costumbre extraordinariamente importante y generalizada
que ha dado motivo, en la literatura, a las conclusiones más erróneas. Me
refiero a la costumbre de la venganza de sangre. Todos los salvajes están
convencidos de que la sangre vertida debe ser vengada con sangre. Si alguien ha
sido herido y su sangre vertida, entonces la sangre del que produjo la herida
también debe ser vertida. No se admite excepción alguna a esta regla; se
extiende hasta a los animales; si un cazador ha vertido sangre -matando a un
oso o a una ardilla-, su sangre debe ser vertida a su vuelta de la caza. Tal es
la concepción que hasta ahora se conserva en la Europa occidental con respecto
al homicidio.
Mientras el
ofensor y el ofendido pertenecen a la misma tribu, el asunto se resuelve muy
simplemente: la tribu y las personas afectadas resuelven por sí mismas el
asunto. Pero cuando el delincuente pertenece a otra tribu, y esta tribu, por
cualquier razón, se rehúsa a dar satisfacción, entonces la tribu ofendida se
encarga de la venganza. Los hombres primitivos conciben los actos de cada uno
en particular como asuntos de toda su tribu, que han recibido la aprobación de
ella y, por eso, estiman a toda la tribu responsable de los actos de cada uno
de sus miembros. Debido a esto, la venganza puede caer sobre cualquier miembro
de la tribu a que pertenece el ofensor. Pero a menudo sucede que la venganza ha
sobrepasado a la ofensa. Con intención de producir sólo una herida, los
vengadores pudieron matar al ofensor o herirlo más gravemente de lo que habían
supuesto; entonces se produce una nueva ofensa, de la otra parte, que exige una
nueva venganza tribal; el asunto se prolonga de este modo, sin fin. Y, por eso,
los primitivos legisladores establecían muy cuidadosamente los límites exactos
del desquite: ojo por ojo, diente por diente y sangre por sangre. Pero, ¡no
más! Es notable, sin embargo, que en la mayoría de los pueblos primitivos,
semejantes casos de venganza de sangre son incomparablemente más raros de lo
que se podría esperar, a pesar de que en ellos alcanzan un desarrollo
completamente anormal, especialmente entre los montañeses, arrojados a la
montaña por los inmigrantes extranjeros, como, por ejemplo, en los montañeses
del Cáucaso y especialmente entre los dayacos en Borneo. Entre los dayacos
-según las palabras de algunos viajeros contemporáneos- se habría llegado a tal
punto que un hombre joven no puede casarse ni ser declarado mayor de edad antes
de haber traído siquiera una cabeza de enemigo. Así, por lo menos, refirió con
todos los detalles cierto Carl Bock. Parece, sin embargo, que los informes
publicados al respecto son exagerados en extremo. En todo caso, lo que los
ingleses llaman "cazar cabezas" se presenta bajo una luz
completamente distinta cuando nos enteramos que el supuesto "cazador"
de ningún modo "caza", y ni siquiera se guía por un sentimiento
personal de venganza. Obra de acuerdo con lo que estima una obligación moral
hacia su tribu, y por eso obra lo mismo que el juez europeo, que obedeciendo
evidentemente al mismo principio falso: "sangre por sangre", entrega
al condenado por él en manos del verdugo. Ambos -tanto el dayaco como nuestro
juez experimentarían hasta remordimiento de conciencia si por un sentimiento de
compasión perdonaran al homicida. He aquí por qué los dayacos, fuera de esta
esfera de los homicidios cometidos bajo la influencia de sus concepciones de la
justicia, son, según el testimonio ecuánime de todos los que los conocen bien,
un pueblo extraordinariamente simpático. El mismo Carl Bock, que hizo tan
terrible pintura de la "caza de cabezas", escribe:
"En
cuanto a la moral de los dayacos, debo asignarles el elevado lugar que merecen
en el concierto de los otros pueblos... El pillaje y el robo son completamente
desconocidos entre ellos. Se distinguen también por una gran veracidad... Si no
siempre llegué a obtener de ellos 'toda la verdad', sin embargo, nunca les oí
decir nada salvo la verdad. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de los
malayos"... (págs. 209 y 210).
El
testimonio de Bock es corroborado totalmente por Ida Pfeiffer: "comprendí
plenamente -escribió ésta- que continuaría con placer viajando entre ellos.
Generalmente los hallaba honestos, buenos y modestos... en grado bastante mayor
que cualquiera de los otros pueblos que yo conocía". Stoltze, hablando de
los dayacos, usa casi las mismas expresiones. Habitualmente los dayacos no
tienen más que una sola esposa, y la tratan bien. Son muy sociables, y todas
las mañanas el clan entero va en partidas numerosas a pescar, a cazar o a
realizar sus labores de huerta. Sus aldeas se componen de grandes chozas, en
cada una de las cuales se alojan alrededor de una docena de familias, y a veces
un centenar de hombres, y todos ellos viven entre sí muy pacíficamente. Con
gran respeto tratan a sus esposas Y aman mucho a sus hijos; cuando alguno
enferma, las mujeres lo cuidan por turno. En general, son muy moderados en la
comida y en la bebida. Tales son los dayacos en su vida cotidiana real.
Citar más
ejemplos de la vida de los salvajes significaría solamente repetir, una y otra
vez, lo que se ha dicho ya. Dondequiera que nos dirijamos, hallamos por doquier
las mismas costumbres sociales, el mismo espíritu comunal. Y cuando tratamos de
penetrar en las tinieblas de los siglos pasados, vemos en ellos la misma vida
tribal, y las mismas uniones de hombres, aunque muy primitivas, para el apoyo
mutuo. Por esto Darwin tuvo perfecta razón cuando vio en las cualidades
sociales de los hombres la principal fuerza activa de su desarrollo máximo, y
los expositores de Darwin de ningún modo tienen razón cuando afirman lo
contrario.
"La
debilidad comparativa del hombre y la poca velocidad de sus movimientos
-escribió-, y también la insuficiencia de sus armas naturales, etcétera, fueron
más que compensadas en primer lugar por sus facultades mentales (las que, como
observó Darwin en otro lugar, se desarrollaron principalmente, o casi
exclusivamente, en interés de la sociedad); y en segundo lugar, por sus cualidades
sociales, en virtud de las cuales prestó ayuda. "
En el siglo
XVIII estaba en boga idealizar "a los salvajes" y la "vida en
estado natural". Ahora los hombres de ciencia han caído en el extremo
opuesto, en especial desde que algunos de ellos, pretendiendo demostrar el
origen animal del hombre, pero no conociendo la sociabilidad de los animales,
comenzaron a acusar a los salvajes de todas las inclinaciones
"bestiales" posibles e imaginables. Es evidente, sin embargo, que tal
exageración es más científica que la idealización de Rousseau. El hombre
primitivo no puede ser considerado como ideal de virtud ni como ideal de
"salvajismo". Pero tiene una cualidad elaborada y fortificada por las
mismas condiciones de su dura lucha por la existencia: identifica su propia
existencia con la vida de su tribu; y, sin esta cualidad, la humanidad nunca hubiera
alcanzado el nivel en que se encuentra ahora.
Los hombres
primitivos, como hemos dicho antes, hasta tal punto identifican su vida con la
vida de su tribu, que cada uno de sus actos, por más insignificante que sea en
si mismo, se considera como un asunto de toda la tribu. Toda su conducta está
regulada por una serie completa de reglas verbales de decoro, que son fruto de
su experiencia general, con respecto a lo que debe considerarse bueno o malo;
es decir, beneficioso o pernicioso para su propia tribu. Naturalmente, los
razonamientos en que están basadas estas reglas de decencia suelen ser, a
veces, absurdos en extremo. Muchos de ellos tienen su principio en las
supersticiones. En general, haga lo que haga un salvaje sólo ve las
consecuencias más inmediatas de sus hechos; no puede prever sus consecuencias
indirectas y más lejanas; pero en esto sólo exageran el error que Bentham
reprochaba a los legisladores civilizados. Podemos encontrar absurdo el derecho
común de los salvajes, pero obedecen a sus prescripciones, por más que les sean
embarazosas. Las obedecen más ciegamente aún de lo que el hombre civilizado
obedece las prescripciones de sus leyes. El derecho común del salvaje es su
religión; es el carácter mismo de su vida. La idea del clan está siempre
presente en su mente; y por eso las autolimitaciones y el sacrificio en interés
del clan es el fenómeno más cotidiano. Si el salvaje ha infringido algunas de
las reglas menores establecidas por su tribu, las mujeres lo persiguen con sus
burlas. Si la infracción tiene carácter más serio, lo atormenta entonces, día y
noche, el miedo de haber atraído la desgracia sobre toda su tribu, hasta que la
tribu lo absuelve de su culpa. Si el salvaje accidentalmente ha herido a
alguien de su propio clan, y de tal modo ha cometido el mayor de los delitos,
se convierte en hombre completamente desdichado: huye al bosque y está
dispuesto a terminar consigo si la tribu no lo absuelve de la culpa,
provocándole algún dolor físico o vertiendo cierta cantidad de su propia sangre.
Dentro de la tribu todo es distribuido en común; cada trozo de alimento, como
hemos visto, se reparte entre los presentes; hasta en el bosque el salvaje
invita a todos los que desean compartir su comida.
Hablando con
más brevedad, dentro de la tribu, la regla: "cada uno para todos",
reina incondicionalmente hasta que el surgimiento de la familia separada
empieza a perturbar la unidad tribal. Pero esta regla no se extiende a los
clanes o tribus vecinas, ni siquiera si se han aliado para la defensa mutua. Cada
tribu o clan representa una unidad separada. Así como entre los mamíferos y las
aves, el territorio no queda indiviso, sino que es repartido entre familias
separadas, del mismo modo se le distribuye entre las tribus separadas y,
exceptuando épocas de guerra, estos límites se observan religiosamente. Al
penetrar en territorio vecino, cada uno debe mostrar que no tiene malas
intenciones; cuanto más ruidosamente anuncia su aproximación, tanto más goza de
confianza; si entra en una casa, debe entonces dejar su hacha a la entrada.
Pero ninguna tribu está obligada a compartir sus alimentos con otras tribus;
libre es de hacerlo o no. Debido a esto, toda la vida del hombre primitivo se
descompone en dos géneros de relaciones, y debe ser considerada desde dos puntos
de vista éticos: las relaciones dentro de la tribu y las relaciones fuera de
ella; y (como nuestro derecho internacional) el derecho "intertribal"
se diferencia mucho del derecho tribal común. Debido a esto, cuando se llega
hasta la guerra entre dos tribus, las crueldades más indignantes hacia el
enemigo pueden ser consideradas como algo merecedor del mayor elogio.
Tal doble
concepción de la moral atraviesa, por otra parte, todo el desarrollo de la
humanidad, y se ha conservado hasta los tiempos presentes. Nosotros, europeos,
hemos hecho algo -no mucho, en todo caso- para apartamos de esta doble moral;
pero necesario es, también, decir que si hasta un cierto grado hemos extendido
nuestras ideas de solidaridad -por lo menos en teoría- a toda la nación, y a
veces también a otras naciones, al mismo tiempo hemos debilitado los lazos de
solidaridad dentro de nuestra nación y hasta dentro de nuestra misma familia.
La aparición
de las familias separadas dentro del clan perturbó de manera inevitable la
unidad establecida. La familia aislada conduce, inevitablemente, a la propiedad
privada y a la acumulación de riqueza personal. Hemos visto, sin embargo, cómo
los esquimales tratan de obviar los inconvenientes de este nuevo principio en
la vida tribal.
En un desarrollo
más avanzado de la humanidad, la misma tendencia toma nuevas formas: y seguir
las huellas de las diferentes instituciones vitales (las comunas aldeanas,
guildas, etc.), con ayuda de las cuales las masas populares se empeñaron en
mantener la unidad tribal, a pesar de las influencias que se habían empeñado en
destruirla, constituiría una de las investigaciones más instructivas. Por otra
parte, los primeros rudimentos de conocimientos aparecidos en épocas
extremadamente lejanas, en que se confundían con la hechicería, también se
hicieron en manos del individuo una fuerza que podía dirigirse contra los
intereses de la tribu. Estos rudimentos de conocimientos se conservaban
entonces en gran secreto, y se transmitían solamente a los iniciados en las
sociedades secretas de hechiceros, shamanes y sacerdotes que encontramos en
todas las tribus decididamente primitivas. Además, al mismo tiempo, las guerras
e incursiones creaban el poder militar y también la casta de los guerreros,
cuyas asociaciones y "clubs" poco a poco adquirieron enorme fuerza.
Pero con todo, nunca, en ningún período de la vida de la humanidad, las guerras
fueron la condición normal de la vida. Mientras los guerreros se destruían
entre sí, y los sacerdotes glorificaban estos homicidios, las masas populares
proseguían llevando la vida cotidiana y haciendo su trabajo habitual de cada
día. Y seguir esta vida de la masa, estudiar los métodos con cuya ayuda
mantuvieron su organización social, basada en sus concepciones de la igualdad,
de la ayuda mutua y del apoyo mutuo -es decir, su derecho común-, aun entonces,
cuando estaban sometidos a la teocracia o aristocracia más brutal en el
gobierno, estudiar esta faz del desarrollo de la humanidad es muy importante
actualmente para una verdadera ciencia de la vida.
Al estudiar a los hombres primitivos es imposible dejar de
admirarse del desarrollo de la sociabilidad que el hombre evidenció desde los
primerísimos pasos de su vida. Se han hallado huellas de sociedades humanas en
los restos de la edad de piedra, tanto neolítica como paleolítica; y cuando
comenzamos a estudiar a los salvajes contemporáneos, cuyo modo de vida no se
distingue del modo de vida del hombre neolítico, encontramos que estos salvajes
están ligados entre sí por una organización de clan extremadamente antigua que
les da posibilidad de unir sus débiles fuerzas individuales, gozar de la vida
en común y avanzar en su desarrollo. El hombre, de tal modo, no constituye una
excepción en la naturaleza. También él está sujeto al gran principio de la
ayuda mutua, que asegura las mejores oportunidades de supervivencia sólo a
quienes mutuamente se prestan al máximo apoyo en la lucha por la existencia.
Tales son las conclusiones a que hemos llegado en el capítulo precedente.
Sin embargo,
no bien pasamos a un grado más elevado de desarrollo y recurrimos a la
historia, que ya puede decirnos algo acerca de este grado, suelen consternarnos
las luchas y los conflictos que esta historia nos descubre. Los viejos lazos
parecen estar completamente rotos. Las tribus luchan contra las tribus, unos
clanes contra otros, los individuos entre sí, y, de este choque de fuerzas
hostiles, sale la humanidad dividida en castas, esclavizada por los déspotas,
despedazada en estados separados que siempre están dispuestos a guerrear el uno
contra el otro. Y he aquí que, hojeando tal historia de la humanidad, el
filósofo pesimista llega triunfante a la conclusión de que la guerra y la
opresión son la verdadera esencia de la naturaleza humana; que los instintos
guerreros y de rapiña del hombre pueden ser, dentro de determinados límites,
refrenados sólo por alguna autoridad poderosa que, por medio de la fuerza,
estableciera la paz y diera de tal modo a algunos pocos hombres nobles la posibilidad
de preparar una vida mejor para la humanidad del futuro.
Sin embargo,
basta someter a un examen más cuidadoso la vida cotidiana del hombre durante el
período histórico, como han hecho en los últimos tiempos muchos investigadores
serios de las instituciones humanas, v esta vida inmediatamente adquiere un
tinte completamente distinto. Dejando de lado las ideas preconcebidas de la
mayoría de los historiadores, y su evidente predilección por la parte dramática
de la vida humana, vemos que los mismos documentos que aprovechan ellos
habitualmente son, por su esencia tales, que exageran la parte de la vida
humana que se entregó a la lucha y no aprecian debidamente el trabajo pacífico
de la humanidad. Los días claros y soleados se pierden de vista por obra de las
descripciones de las tempestades y de los terremotos.
Aun en
nuestra época, los voluminosos anales que almacenamos para el historiador
futuro en nuestra prensa, nuestros juzgados, nuestras instituciones
gubernamentales y hasta en nuestras novelas, cuentos, dramas y en la poesía,
padecen de la misma unilateralidad. Transmiten a la posteridad las
descripciones más detalladas de cada guerra, combate y conflicto, de cada
discusión y acto de violencia; conservan los episodios de todo género de
sufrimientos personales; pero en ellos apenas se conservan las huellas precisas
de los numerosos actos de apoyo mutuo y de sacrificio que cada uno de nosotros
conoce por experiencia propia; en ellos casi no se presta atención a lo que
constituye la verdadera esencia de nuestra vida cotidiana, a nuestros instintos
y costumbres sociales. No es de asombrarse por esto si los anales de los
tiempos pasados se han mostrado tan imperfectos. Los analistas de la antigüedad
inscribieron invariablemente en sus crónicas todas las guerras menudas y todo
género de calamidades que sufrieron sus contemporáneos; pero no prestaron
atención alguna a la vida de las masas populares, a pesar de que justamente las
masas se dedicaban, sobre todo, al trabajo pacífico, mientras que la minoría se
entregaba a las excitaciones de la lucha. Los poemas épicos, las inscripciones
de los monumentos, los tratados de paz, en una palabra, casi todos los
documentos históricos, tienen el mismo carácter; tratan de las perturbaciones
de la paz y no de la paz misma. Debido a esto, aun aquellos historiadores que
procedieron al estudio del pasado con las mejores intenciones,
inconscientemente trazaron una imagen mutilada de la época que trataban de
presentar; y para restablecer la relación real entre la lucha y la unión que
existía en la vida, debemos ocuparnos ahora del análisis de los hechos pequeños
y de las indicaciones débiles que fueron conservadas accidentalmente en los
monumentos del pasado, y explicarlos con ayuda de la etnología comparativa.
Después de haber oído tanto sobre lo que dividía a los hombres, debemos
reconstruir, piedra a piedra, las instituciones que los unían.
Probablemente
no está ya lejana la época en que se habrá de escribir nuevamente toda la
historia de la humanidad en un nuevo sentido, tomando en cuenta ambas
corrientes de la vida humana ya citada y apreciando el papel que cada una de
ellas ha desempeñado en el desarrollo de la humanidad. Pero,
mientras esto no ha sido todavía hecho, podemos ya aprovechar el enorme trabajo
preparatorio realizado en los últimos años y que nos da la posibilidad de
reconstruir, aún en líneas generales, la segunda corriente, que ha sido
descuidada durante mucho tiempo. De períodos de la historia que están mejor
estudiados, podemos esbozar algunos cuadros de la vida de las masas populares y
mostrar qué papel ha desempeñado en ellas, durante estos períodos, la ayuda
mutua. Observaré que, en bien de la brevedad, no estamos obligados a empezar
indefectiblemente por la historia egipcia, ni siquiera griega o romana, porque
en realidad la evolución de la humanidad no ha tenido el carácter de una cadena
ininterrumpida de, sucesos. Algunas veces sucedió que la civilización quedaba
interrumpida en cierto lugar, en cierta raza, y comenzaba de nuevo en otro
lugar, en medio de otras razas. Pero, todo nuevo surgimiento comenzaba siempre
desde la misma organización tribal que acabamos de ver en los salvajes. De modo
que si tomamos la última forma de nuestra civilización actual -desde la época
en que empezó de nuevo en los primeros siglos de nuestra era, entre aquellos
pueblos que los romanos llamaron "bárbaros"- tendremos una gama
completa de la evolución, empezando por la organización tribal y terminando por
las instituciones de nuestra época. A estos cuadros estarán consagradas las
páginas siguientes.
Los hombres
de ciencia aún no se han puesto de acuerdo sobre las causas que, hace alrededor
de dos mil años, movieron a pueblos enteros de Asia a Europa y provocaron las
grandes migraciones de los bárbaros que pusieron fin al imperio romano de
Occidente. Sin embargo, se presenta de modo natural al geógrafo una causa
posible, cuando contempla las ruinas de las que fueron otrora ciudades
densamente pobladas de los desiertos actuales de Asia Central, o bien sigue los
viejos lechos de ríos ahora desaparecidos, y los restos de lagos que otrora
fueron enormes y que ahora quedaron reducidos casi a las dimensiones de
pequeños estanques. La causa es la desecación: una desecación reciente
que continúa todavía, con rapidez que antes considerábamos imposible admitir.
Contra semejantes fenómeno, el hombre no pudo luchar. Cuando los habitantes de
Mongolia occidental y de Turquestán oriental vieron que el agua se les iba, no
les quedó otra salida que descender a lo largo de los amplios valles que conducen
a las tierras bajas y presionar hacia el oeste a los habitantes de estas
tierras. Tribu tras tribu, de tal modo, fueron desplazadas hacia Europa,
obligando a las otras tribus a ponerse en movimiento una y otra vez durante una
serie entera de siglos; hacia el Oeste, o de vuelta al Este, en busca de nuevos
lugares de residencia más o menos permanente. Las razas se mezclaron, durante
estas migraciones; los aborígenes con los inmigrantes, los arios con los
uralaltaicos; y no seria nada asombroso, si las instituciones sociales que los
unían en sus patrias, se desplomaran completamente durante esta estratificación
de razas distintas que se realizaba entonces en Europa y Asia.
Pero estas
instituciones no fueron destruidas; sólo sufrieron la transformación que
requerían las nuevas condiciones de vida.
La
organización social de los teutones, celtas, escandinavos, eslavos y otros
pueblos, cuando por primera vez entró en contacto con los romanos, se
encontraba en estado de transición. Sus uniones tribales, basadas en la
comunidad de origen real o supuesta, sirvieron para unirlos durante muchos
milenios. Pero semejantes uniones respondieron a su fin sólo hasta que
aparecieron dentro del clan mismo las familias separadas. Sin embargo, en
virtud de las razones expuestas más arriba, las familias patriarcales
separadas, lenta, pero inconteniblemente, se formaban dentro de la organización
tribal y su aparición, al final de cuentas, evidentemente condujo a la
acumulación de riquezas y de poder, a su transmisión hereditaria en la
familia y a la descomposición del clan. Las migraciones frecuentes y las
guerras que las acompañaban sólo pudieron apresurar la desintegración de los
clanes en familias separadas, y la dispersión de las tribus durante las
migraciones y su mezcla con los extranjeros constituían exactamente las
condiciones con las que se facilitó la desintegración de las uniones anteriores
basadas sobre lazos de parentesco. A los bárbaros -es decir, aquellas tribus
que los romanos llamaron "bárbaros" y que, siguiendo las
clasificaciones de Morgan, llamaré con ese mismo nombre para diferenciarlos de
las tribus más primitivas, de los llamados "salvajes"- se presentaba
de tal modo una disyuntiva: dejar su clan y disolverse en grupos de familias
débilmente unidas entre, sí, de las cuales, las familias más ricas
(especialmente aquellas en quienes las riquezas se unían a las funciones del
sacerdocio o a la gloria militar) se adueñarían del poder sobre los otros; o
bien buscar alguna nueva forma de estructura social fundada sobre algún
principio nuevo.
Muchas
tribus fueron impotentes para oponerse a la desintegración: se dispersaron y
perdiéronse para la historia. Pero las tribus más enérgicas no se dividieron;
salieron de la prueba elaborando una estructura social nueva: la comuna
aldeana, que continuó uniéndolas durante los quince siglos siguientes, o más
aún. En ellas se elaboró la concepción del territorio común, de la tierra
adquirida y defendida con sus fuerzas comunes, y esta concepción ocupó el
lugar de la concepción del origen común, que ya se extinguía. Sus dioses
perdieron paulatinamente su carácter de ascendientes y recibieron un
nuevo carácter local, territorial. Se convirtieron en divinidades o,
posteriormente, en patronos de un cierto lugar.
La
"tierra" se identificaba con los habitantes. En lugar de las uniones
anteriores por la sangre, crecieron las uniones territoriales, y esta nueva
estructura evidentemente ofrecía muchas ventajas en determinadas condiciones.
Reconocía la independencia de la familia y hasta aumentaba esta independencia,
puesto que la comuna aldeana renunciaba a todo derecho a inmiscuirse en lo que
ocurría dentro de la familia misma; daba también una libertad considerablemente
mayor a la iniciativa personal; no era un principio hostil a la unión entre
personas de origen distinto, y además, mantenía la cohesión necesaria en los
actos y en los pensamientos de los miembros de la comunidad; y, finalmente, era
lo bastante fuerte para oponerse a las tendencias de dominio de la minoría,
compuesta de hechiceros, sacerdotes y guerreros profesionales o distinguidos
que pretendían adueñarse del poder. Debido a esto, la nueva organización se
convirtió en la célula primitiva de toda vida social futura; y en muchos
pueblos, la comuna aldeana conservó este carácter hasta el presente.
Ya es sabido
ahora -y apenas se discute- que la comuna aldeana de ningún modo ha sido rasgo
característico de los eslavos o de los antiguos germanos. Estaba extendida en
Inglaterra, tanto en el período sajón como en. el normando, y se conservó en
algunos lugares hasta el siglo diecinueve; fue la base de la organización
social de la antigua Escocia, la antigua Irlanda y el antiguo Gales. En
Francia, la posesión común y la división comunal de la tierra arable por la
asamblea aldeana se conservó desde los primeros siglos de nuestra era hasta la
época de Turgut, que halló las asambleas comunales "demasiado
ruidosas" y por ello comenzó a destruirlas. En Italia, la comuna
sobrevivió al dominio romano y renació después de la caída del imperio romano.
Fue regla general entre los escandinavos, eslavos, fineses (en la pittüyü, y
probablemente en la kihlakunta), los cures y los lives. La comuna
aldeana en la India -pasada y presente, aria y no aria- es bien conocida
gracias a los trabajos de sir Henry Maine, que han hecho época en este dominio;
y Elphistone la describió en los afganos. La encontramos también en el ulus
mogol, en la cabila thaddart, en la dessa javanesa, en la kota
o tofa malaya y, bajo diferentes designaciones, en Abisinia, Sudán,
en el interior de Africa, en las tribus indígenas de ambas Américas, y en todas
las tribus, pequeñas y grandes, de las islas del océano Pacífico. En una
palabra, no conocemos ninguna raza humana, ningún pueblo, que no hubiera pasado
en determinado periodo por la comuna aldeana. Ya este solo hecho refuta la
teoría según la cual se trató de representar a la comuna aldeana de Europa como
un producto de la servidumbre. Se formó mucho antes que la servidumbre y ni
siquiera la sumisión servil pudo destruirla. Ella constituye una fase general
del desarrollo del género humano, un renacimiento natural de la organización
tribal, por lo menos en todas las tribus que desempeñaron o desempeñan hasta la
época presente algún papel en la historia.
La comuna
aldeana constituía una institución crecida naturalmente, y por ello no podía
ser de estructura completamente uniforme. Hablando en general, era una unión de
familias que se consideraban originarias de una raíz común y que poseían en
común una cierta tierra. Pero en algunas tribus, en circunstancias
determinadas, las familias crecieron extraordinariamente antes de que de ellas
brotaran nuevas familias; en tales casos, cinco, seis o siete generaciones
continuaron viviendo bajo un techo o dentro de un recinto, poseyendo en común
el cultivo y el ganado, y reuniéndose para la comida ante un hogar común.
Entonces se formó lo que se conoce en la etnología con el nombre de
"familia indivisa- o "economía doméstica indivisa", que nosotros
hallamos aún ahora en toda la China, en la India, en la zadruga de los
eslavos meridionales y, ocasionalmente, en Africa, América, Dinamarca, Rusia
septentrional, en Siberia (las semieskie), y en Francia occidental. En
otros pueblos, o en otras circunstancias que todavía no están determinadas con
precisión, las familias no alcanzaron tan grandes proporciones; los nietos, y a
veces también los hijos, salían del hogar inmediatamente después de contraer
matrimonio, y cada uno de ellos asentaba el principio de su propia célula. Pero
tanto las familias divididas como las indivisas, tanto las que se establecieron
juntas como las que se establecieron diseminadas por los bosques, todas ellas
se unieron en comunas aldeanas. Algunas aldeas se unieron en clanes, o tribus,
y algunas tribus en uniones o federaciones. Tal era la organización, social que
se desarrolló entre los así llamados bárbaros cuando empezaron a asentarse en
residencias más o menos permanentes en Europa. Necesario es recordar, sin
embargo, que las palabras "bárbaros" y "período bárbaro" se
emplean aquí siguiendo a Morgan y otros antropólogos -investigadores de la vida
de las sociedades humanas- exclusivamente para designar el período de la comuna
aldeana que siguió a la organización tribal, hasta la formación de los Estados
contemporáneos.
Una larga
evolución fue necesaria para que el clan llegara a reconocer dentro de él la
existencia separada de la familia patriarcal que vivía en una choza separada;
pero, sin embargo, aun después de tal reconocimiento, el clan, hablando en
general, todavía no reconocía la herencia personal de la propiedad. Bajo la
organización tribal, las pocas cosas que podían pertenecer a un individuo se
destruían sobre su tumba o se enterraban junto a él. La comuna aldeana, por lo
contrario, reconocía plenamente la acumulación privada de riquezas dentro de la
familia, y su transmisión hereditaria. Pero la riqueza se extendía
exclusivamente en forma de bienes muebles, incluyendo en ellos el
ganado, los instrumentos y la vajilla, las armas, y la casa-habitación que,
"como todas las cosas que podían ser destruidas por el fuego", se
contaban en esa misma categoría. En cuanto a la propiedad privada territorial,
la comuna aldeana no reconocía y no podía reconocer nada semejante, y hablando
en general, no reconoce tal género de propiedad tampoco ahora. La tierra era
propiedad común de todo el clan o de la tribu entera y la misma comuna aldeana
poseía su parte de territorio tribal, sólo hasta donde el clan o la tribu no es
posible establecer aquí límites precisos no hallaba necesaria una nueva
distribución de las parcelas aldeanas.
Puesto que
el desbroce de la tierra boscosa, y el desmonte de las tierras vírgenes, en la
mayoría de los casos, eran realizados por toda la comuna o, por lo menos, por
el trabajo conjunto de varias familias -siempre con el consentimiento de la
comuna- las parcelas vueltas a limpiar pasaban a ser de cada familia por
cuatro, doce, veinte años, después de lo cual, se consideraban ya como parte de
la, tierra arable perteneciente a toda la comuna. La propiedad privada o el
dominio "perpetuo" de la tierra era también incompatible con las
concepciones fundamentales de las ideas religiosas de la comuna aldeana, como
antes eran incompatibles con las concepciones de clanes; de modo que fue
necesaria la influencia prolongada del derecho romano y de la iglesia
cristiana, que asimiló presto las leyes de la Roma pagana, para acostumbrar a
los bárbaros a la practicabilidad de la propiedad privada territorial. Pero,
aun entonces, cuando la propiedad privada o el dominio por tiempo,
indeterminado fue reconocido, el propietario de una parcela separada seguía
siendo, al mismo tiempo, copropietario de una parcela de los bosques y de las
dehesas comunes. Además, vemos continuamente, en especial en la historia de
Rusia, que cuando varias familias, actuando completamente por separado, habían
tomado posesión de alguna tierra perteneciente a las tribus que consideraban
como extranjeras, las familias de los usurpadores se unían en seguida entre sí
y formaban una comuna aldeana que, en la tercera o cuarta generación, ya creía
en la comunidad de su origen. Siberia está llena hasta ahora de tales ejemplos.
Una serie
completa de instituciones, en parte heredadas del período tribal, empezó
entonces a elaborarse sobre esta base del dominio común de la tierra, y
continuó elaborándose a través de las largas series de siglos que fueron
necesarios para someter a los comuneros a la autoridad de los Estados,
organizados según el modelo romano o bizantino. La comuna aldeana no sólo era
una sociación para asegurar a cada uno la parte justa en el disfrute de la
tierra común; era, también, una asociación para el cultivo común de la tierra,
para el apoyo mutuo en todas las formas posibles, para la defensa contra la
violencia y para el máximo desarrollo de los conocimientos, los lazos
nacionales y las concepciones morales; y cada cambio en el derecho jurídico,
militar, educacional o económico de la comuna era decidido por todos, en la
reunión del mir de la aldea, la asamblea de la tribu, o en la asamblea de la confederación
de las tribus y comunas. La comuna, siendo continuación del clan, heredó todas
sus funciones. Representaba a la universitas, el mir en sí mismo.
La caza en
común, la pesca en común y el cultivo comunal de las plantaciones frutales, era
la regla general bajo los antiguos órdenes tribales. Del mismo modo, el cultivo
común de los campos se hizo regla en las comunas aldeanas de los bárbaros. Es
cierto que tenemos muy pocos testimonios directos en este sentido, y que en la
literatura antigua encontramos en total algunas frases de Diodoro y Julio César
que se refieren a los habitantes de las islas de Lipari, a una de las tribus
celtiberas y a los suevos. Pero no existe, sin embargo, insuficiencia de hechos
que prueben que el cultivo común de la tierra era practicado entre algunas
tribus germánicas, entre los francos y entre los antiguos escoceses, irlandeses
y galeses. En cuanto a las últimas supervivencias del cultivo comunal, son
simplemente innumerables. Hasta en la Francia completamente romanizada, el arar
en común era un fenómeno corriente hace apenas unos veinticinco años; en
Morbihan (Bretaña). Hallamos el antiguo cyvar galés, o el "arado
conjunto", por ejemplo, en el Cáucaso, y el cultivo común de la tierra
entregada en usufructo al santuario de la aldea constituye un fenómeno
corriente en las tribus del Cáucaso, menos tocadas por la civilización; hechos
semejantes se encuentran constantemente entre los campesinos rusos.
Además, es
bien sabido que muchas tribus del Brasil, de América Central y México
cultivaban sus campos en común, y que la misma costumbre está ampliamente
difundida, aún ahora, entre los malayos, en Nueva Celedonia, entre algunas
tribus negras, etc.. Hablando más brevemente, el cultivo comunal de la tierra
constituye un fenómeno tan corriente en muchas tribus arias, uralaltaicas,
mogólicas, negras y pieles rojas, malayas y melanesias, que debemos
considerarlo como una forma general -aunque no la única posible- de agricultura
primitiva.
Necesario es
recordar, sin embargo, que el cultivo comunal de la tierra no implica aún el
necesario consumo común. Ya en la organización tribal vemos, a menudo, que
cuando los botes cargados de frutas o pescados vuelven a la aldea, el alimento
transportado en ellos se reparte entro las chozas separadas y las "casas
largas" (en las que se alojan ya varias familias, ya los jóvenes) y el
alimento se prepara en cada fuego separado. La costumbre de sentarse a la mesa
en un círculo más estrecho de parientes o camaradas, de tal modo, aparece ya en
el período antiguo de la vida tribal. En la comuna aldeana se convierte en
regla.
Hasta los
productos alimenticios cultivados en común, habitualmente se dividían entre los
dueños de casa después que una parte había sido almacenada para uso común.
Además, la tradición de los festines comunales se conservaba piadosamente. En
cada caso oportuno, como, por ejemplo, en los días consagrados a la recordación
de los antepasados, durante las fiestas religiosas, al comienzo o al final de
las labores campestres y, también con motivo de sucesos tales como nacimiento
de los niños, bodas y entierros, la comuna se reunía en un festín comunal. Aún
era la época presente, en Inglaterra, encontramos una supervivencia de esta
costumbre, bien conocida bajo el nombre de cena de la cosecha (Harvest Supper):
se ha conservado más que todas las otras costumbres. Aún mucho tiempo después
que los campos dejaron de ser cultivados conjuntamente por toda la comuna,
vemos que algunas labores agrícolas continúan realizándose por medio de ella.
Cierta parte de la tierra comunal, aun ahora, en muchos lugares es cultivada en
común, con el objeto de ayudar a los indigentes, y también para formar
depósitos comunales o para usar los productos de semejante trabajo durante las
fiestas religiosas. Los canales de regadío y las acequias son cavadas y
reparadas en común. Los prados comunales son segados por la comuna; y uno de
los espectáculos más inspiradores lo constituye la comuna aldeana rusa durante
la siega, en la cual los hombres rivalizan entre sí en la, amplitud del corte
de guadaña y la rapidez de las siegas, y las mujeres remueven la hierba cortada
y la recogen en gavillas; vemos aquí qué podría ser y qué debería ser el
trabajo humano. En tales casos, se reparte el heno entre los hogares separados,
y es evidente que ninguno tiene derecho a tomar el heno del henar de su vecino
sin su permiso; pero la restricción a esta regla general, que se encuentra en
los osietinos, en el Cáucaso, es muy instructiva: ni bien comienza a cantar el
cuclillo anunciando la entrada de la primavera, que pronto vestirá todos los
prados de hierba, adquieren todos el derecho de tomar del henar vecino el heno
que necesiten para alimentar a su ganado. De tal modo, se afirman una vez más
los antiguos derechos comunales, como para demostrar con ello hasta qué punto
el individualismo sin restricciones contradice a la naturaleza humana.
Cuando el
viajero europeo desembarca en alguna isleta del océano Pacífico, y viendo de
lejos un grupo de palmeras se dirige hacia allí, generalmente le asombra el
descubrimiento de que las aldehuelas de los indígenas están unidas entre sí por
caminos pavimentados con grandes piedras, perfectamente cómodos para los
aborígenes descalzos, y que en muchos sentidos recuerdan a los "viejos
caminos" de las montañas suizas. Caminos semejantes fueron trazados por
los "bárbaros" por toda Europa, y es necesario viajar por los países
salvajes, poco poblados, que están situados lejos de las líneas principales de
las comunicaciones internacionales, para comprender las proporciones de ese
trabajo colosal que realizaron las comunas bárbaras para vencer la aspereza de
las inmensas extensiones boscosas y pantanosas que presentaba Europa alrededor
de dos mil años atrás. Las familias separadas, débiles y sin los instrumentos
necesarios, no hubieran podido jamás vencer la selva, virgen. El bosque y el
pantano las hubieran vencido. Solamente las comunas aldeanas, trabajando en
común, pudieron conquistar estos bosques salvajes, estas ciénagas absorbentes y
las estepas Limitadas.
Los senderos,
los caminos de fajinas, las balsas y los puentes livianos que se quitaban en
invierno y se construían de nuevo después de las crecidas de primavera, las
trincheras y empalizadas con las que se cercaban las aldeas, las fortalezas de
tierra, las pequeñas torres y ata layas de que estaba sembrado el territorio,
todo esto fue obra de las manos de las comunas aldeanas. Y cuando la comuna
creció, comenzó el proceso de echar brotes. A alguna distancia de la primera,
brotó una nueva comuna, y de tal modo, paso a paso, los bosques y las estepas
cayeron bajo el poder del hombre. Todo el proceso de la formación de las
naciones europeas fue en esencia el fruto de tal brote de las comunas aldeanas.
Hasta en la época presente los campesinos rusos, si no están completamente
abrumados por la necesidad, emigran en comunas, cultivan la tierra virgen en
común y, también, en común, cavan las chozas de tierra, y luego construyen las
casas, cuando se asientan en las cuencas del Amur o en Canadá. Hasta los
ingleses, al principio de la colonización de América, volvieron al antiguo
sistema: se asentaron y vivieron en comunas.
La comuna
aldeana era entonces el arma principal en la dura lucha contra la naturaleza
hostil. Era, también, el lazo que los campesinos oponían a la opresión de parte
de los más hábiles y fuertes, que trataban de reforzar su autoridad en aquellos
agitados tiempos. El "bárbaro" imaginario, es decir, el hombre que
lucha y mata a los hombres por bagatelas, existió tan poco en la realidad como
el "sanguinario" salvaje de nuestros literatos.
El bárbaro
comunal, por lo contrario, en su vida se sometía a una serie entera y completa
de instituciones, imbuidas de cuidadosas consideraciones sobre qué puede ser
útil o nocivo para su tribu o su confederación; y las instituciones de este
género fueron transmitidas religiosamente de generación en generación en versos
y cantos, en proverbios y tríades, en sentencias e instrucciones.
Cuanto más
estudiamos este período, tanto más nos convencemos de los lazos estrechos que
ligaban a los hombres en sus comunas. Toda riña surgida entre dos paisanos se
consideraba asunto que concernía a toda la comuna, hasta las palabras ofensivas
que escaparan durante una riña se consideraban ofensas a la comuna y a sus
antepasados. Era necesario reparar semejantes ofensas con disculpas y una multa
liviana en beneficio del ofendido y en beneficio de la comuna. Si la riña
terminaba en pelea y heridas, el hombre que la presenciara y no interviniera
para suspenderla era considerado como si él mismo hubiera producido las heridas
causadas.
El
procedimiento jurídico estaba imbuido del mismo espíritu. Toda riña, ante todo,
se sometía a la consideración de mediadores o árbitros, y la mayoría de los
casos eran resueltos por ellos, puesto que el árbitro desempeñaba un papel
importante en la sociedad bárbara. Pero si el asunto era demasiado serio y no
podía ser resuelto por los mediadores, se sometía al juicio de la asamblea
comunal, que tenía el deber de "hallar la sentencia" y la pronunciaba
siempre en forma condicional: es decir, "el ofensor deberá pagar tal
compensación al ofendido si la ofensa es probada". La ofensa era probada o
negada por seis o doce personas, quienes confirmaban o negaban el hecho de la
ofensa bajo juramento: se recurría a la ordalía solamente en el caso de que
surgiera contradicción entre los dos cuerpos de jurados de ambas partes
litigantes. Semejante procedimiento, que estuvo en vigor más de dos mil años,
habla suficientemente por sí mismo; muestra cuán estrechos eran los lazos que unían
entre sí a todos los miembros de la comuna.
No está de
más recordar aquí que, aparte de su autoridad moral, la asamblea comunal no
tenía ninguna otra fuerza para hacer cumplir su sentencia. La única amenaza
posible era declarar al rebelde, proscrito, fuera de la ley; pero aun esta
amenaza era un arma de doble filo. Un hombre descontento con la decisión de la
asamblea comunal podía declarar que abandonaba su tribu y que se unía a otra, y
ésta era una amenaza terrible, puesto que, según la convicción general, atraía
indefectiblemente todas las desgracias posibles sobre la tribu, que podía haber
cometido una injusticia con uno de sus miembros. La oposición a una decisión
justa, basada sobre el derecho común, era sencillamente
"inimaginable" según la expresión muy afortunada de Henry Maine,
puesto que "la ley, la moral y el hecho constituían, en aquellos tiempos,
algo inseparable". La autoridad moral de la comuna era tan grande que
hasta en una época considerablemente posterior, cuando las comunas aldeanas fueron
sometidas a los señores feudales, conservaron, sin embargo, la autoridad
jurídica; sólo permitían al señor o a su representante "hallar" las
sentencias arriba citadas condicionales, de acuerdo con el derecho común que él
juraba mantener en su pureza; y se le permitía percibir en su beneficio la
multa (fred) que antes se percibía en favor de la comunal. Pero, durante
mucho tiempo, el mismo señor feudal, si era copropietario de los baldíos y
dehesas comunales, se sometía, en los asuntos comunales, a la decisión de la
comuna. Perteneciera ya a la nobleza o al clero, debía someterse a la decisión
de la asamblea comunal. "Wer daselbst Wasser und Weid gerusst, muss
gehorsan sein" -quien goza del derecho al agua y a los pastos, debe
obedecer-, dice una antigua sentencia. Hasta cuando los campesinos se
convirtieron en esclavos de los señores feudales, los últimos estaban obligados
a presentarse ante la asamblea comunal si los citaban.
En sus
concepciones de la justicia, los bárbaros evidentemente no se alejaron mucho de
los salvajes. También ellos consideraban que todo homicidio debía implicar la
muerte del homicida; que la herida producida debía ser castigada, produciendo,
punto por punto, la misma herida, y que la familia ofendida debía cumplir, ella
misma, la sentencia pronunciada o a virtud del derecho común; es decir, matar
al homicida o a alguno de sus congéneres, o producir un determinado género de
heridas al ofensor o a uno de sus allegados. Esto era para ellos un deber
sagrado, una deuda hacía los antepasados que debía ser cumplida completamente
en público y de ningún modo en secreto, y debía dársele la más amplia
publicidad. Por esto, los pasajes más inspirados de las sagas y de todas las
obras de la poesía épica en general de aquella época están consagrados a
glorificar lo que siempre se consideró justo, es decir, la venganza tribal. Los
mismos dioses se unían a los matadores, en tales casos, y los ayudaban.
Además, el
rasgo predominante de la justicia de los bárbaros es ya, por una parte, el
intento de limitar la cantidad de personas que pueden ser arrastradas en una
guerra de dos clanes por causa de la venganza de sangre, y por otra parte, el
intento de extirpar la idea brutal de la necesidad de pagar sangre por sangre y
herida por herida, y el deseo de establecer un sistema de indemnizaciones al
ofendido, por la ofensa. Los códigos de leyes bárbaras que constituían
colecciones de resoluciones de derecho común, escritos para gula de los jueces,
"al principio permitían y luego estimulaban y por último exigían" la
sustitución de la venganza de sangre por la indemnización, como lo observó
Kbnigswarter. Pero representar este sistema de compensaciones judiciales por
las ofensas, como un sistema de multas que era igual que si diera al hombre
rico carta blanche es decir, pleno derecho a obrar como se le antojara,
demuestra una incomprensión completa de esta institución. La compensación
monetaria, es decir, Wehrgeld, que se pagaba al ofendido, es
completamente distinta de la pequeña multa o fred que se pagaba a la comuna
o a su representante. La compensación monetaria que se fijaba comúnmente para
todo género de violencia era tan elevada que, naturalmente, no era un estímulo
para semejante género de delitos. En caso de homicidio, la compensación
monetaria comúnmente excedía todos los bienes posibles del homicida.
"Dieciocho veces dieciocho vacas" -tal era la indemnización de los
osietinos, que no sabían contar más allá de dieciocho; en las tribus africanas,
la compensación monetaria por un homicidio alcanza a ochocientos vacas o cien
camellos con su cría, y sólo en las tribus más pobres se reducía a 416 ovejas.
En general, en la enorme mayoría de los casos, era imposible pagar la
compensación monetaria por un homicidio, de modo que sólo restaba al homicida
hacer una cosa: convencer a la familia ofendida, con su arrepentimiento, de que
lo adoptara. Hasta ahora, en el Cáucaso, cuando una guerra de tribus, por
venganza de sangre, termina en paz, el ofensor toca con sus labios el pecho de
la mujer más anciana de la tribu, y de tal modo se convierte en "hermano
de leche" de todos los hombres de la familia ofendida. En algunas tribus
africanas, el homicida debe dar en matrimonio su hija o hermana a uno de los
miembros de la familia del muerto; en otras tribus debe casarse con la viuda
del muerto; y en todos los casos se convierte, después de esto, en miembro de
la familia, cuya opinión es escuchada en todos los asuntos familiares
importantes.
Además, los
bárbaros no sólo no menospreciaban la vida humana, sino que de ningún modo
conocían los castigos espantosos que fueron introducidos más tarde por la
legislación laica y canónica bajo la influencia de Roma y Bizancio.
Si el
derecho sajón fijaba la pena de muerte con bastante facilidad, aun en caso de
incendio y asalto a mano armada, los otros códigos bárbaros recurrían a ella
sólo en caso de traición a su tribu y de sacrilegio hacia los dioses comunales.
Veían en la pena de muerte el único medio de apaciguar a los dioses.
Todo esto,
evidentemente, está muy lejos del supuesto "desenfreno moral de los
bárbaros". Por lo contrario, no podemos hacer menos que admirar los
principios profundamente morales que fueron elaborados por las antiguas comunas
aldeanas y que hallaron su expresión en las tríades galesas, en las leyendas
del Rey Arturo, en los comentarios irlandeses, "Brehon", en las
antiguas leyendas germánicas, etcétera, y también ahora se expresan en los
proverbios de los bárbaros modernos. En su introducción a The Story of Brunt
Njal, George Dasent caracterizó muy fielmente, del modo siguiente, las
cualidades del normando, tal como se precisan sobre la base de las sagas:
"Hacer
franca y varonilmente lo que ha de hacerse, sin temer a los enemigos, ni a las
enfermedades, ni al destino ... ; ser libre y atrevido en todos los actos; ser
gentil y generoso con los amigos y congéneres; ser severo y temible con los
enemigos (es decir, con aquellos que caían bajo la ley del talión), pero
cumplir, aun con ellos, todas las obligaciones debidas... No romper los
armisticios, no ser murmurador ni calumniador. No decir en ausencia de una
persona nada que no se atreva a decir en su presencia. No arrojar del umbral de
su casa al hombre que pida alimento o refugio, aunque fuera el propio
enemigo".
De tales, o
aún más elevados principios, está imbuida toda la poesía épica y las tríades
galesas. Obrar "con dulzura y según los principios de la equidad" con
los otros, sin distinción de que sean enemigos o amigos, y "reparar el mal
ocasionado", tales son los más elevados deberes del hombre, -el mal es la
muerte, y el bien es la vida-, exclama el poeta legisladora. "El mundo
seria absurdo si los acuerdos hechos verbalmente no fueran respetados"
-dice la ley de Brehon-. Y el apacible shaman mordvino, después de haber
alabado cualidades semejantes, agrega, en sus principios di derecho común, que
"entre los vecinos, la vaca y la vasija de ordeñar es un bien común",
y que "necesario es ordeñar la vaca para sí y para aquél que pueda pedir
leche"; que "el cuerpo del miro enrojece por los golpes, pero el
rostro del que golpea al niño enrojece de vergüenza", etc. Se podría
llenar muchas páginas con la exposición de principios morales similares, que
los -bárbaros" no sólo expresaron, sino que siguieron.
Necesario es
mencionar aquí todavía un mérito de las antiguas comunas aldeanas. Y es que
paulatinamente ampliaron el círculo de las personas que estaban estrechamente
ligadas entre sí. En el periodo de que hablamos, no sólo las clases se unieron
en tribus, sino que a su vez, las tribus, aun siendo de orígenes distintos, se
unieron en federaciones y confederaciones. Algunas federaciones eran tan
estrechas que, por ejemplo, los vándalos que quedaron en el lugar, después que
parte de su confederación fue hacia el Rhin y de allí a España y Africa,
durante cuarenta años, cuidaron las tierras comunales y las aldeas abandonadas
de sus confederados; no tomaron posesión de ellas hasta que sus enviados
especiales los convencieron de que sus confederados no tenían intención de
volver más. Entre otros bárbaros, encontramos que la tierra era cultivada por
una parte de la tribu, mientras la otra parte combatía en las fronteras de su
territorio común, o más allá de sus límites. En cuanto a las ligas entre varias
tribus, constituían el fenómeno más corriente. Los sicambrios se unieron con los
keruscos y suevos; los cuados con los sármatas; los sármatas con los alanos,
carpios y hunos. Más tarde, vemos también cómo la concepción de nación se
desarrolla gradualmente en Europa, considerablemente antes de que algo del
género de Estado comenzara a formarse en lugar alguno de la parte del
continente ocupada por los bárbaros. Estas naciones -porque no es posible negar
el nombre de nación a la Francia merovingia o la Rusia del siglo undécimo o
duodécimo-, estas naciones no estaban, sin embargo, unidas entre sí por otra
cosa que no fuera la unidad de la lengua y el acuerdo tácito de sus pequeñas
repúblicas de elegir sus duques (protectores militares y jueces) de entre una
familia determinada.
Naturalmente,
las guerras eran ineludibles: las migraciones inevitablemente llevan consigo
las guerras, pero ya sir Henry Maine, en su notable trabajo sobre el origen
tribal del derecho internacional, demostró plenamente que "el hombre nunca
fue tan brutal ni tan estúpido como para someterse a un mal como la guerra sin
hacer algunos esfuerzos para conjurarla". Mostró también cuán grande era
-el número de las antiguas instituciones que revelan la intención de prevenir
la guerra o encontrarle algunas alternativas. En realidad, el hombre, a
despecho de las suposiciones corrientes, es un ser tan antiguérrero que cuando
los bárbaros se asentaron finalmente en sus lugares, perdieron el hábito de la
guerra tan rápidamente que pronto debieron establecer caudillos militares
especiales, acompañados por Scholae especiales o mesnadas guerreras para
la defensa de sus aldeas en contra de posibles ataques. Prefirieron el trabajo
pacífico a la guerra, y el mismo pacifismo del hombre fue causa de la
especialización de la profesión militar, y se obtuvo corno resultado de esta
especialización, posteriormente, la esclavitud y las guerras "del período
estatal" de la historia de la humanidad.
La historia
encuentra grandes dificultades en sus tentativas para restablecer las
instituciones del período bárbaro. A cada paso, el historiador halla débiles
indicios de una u otra institución. Pero el pasado se ilumina con luz brillante
ni bien recurrimos a las instituciones de las numerosas tribus que aún viven
bajo una organización social que casi es idéntica a la organización de
la vida de nuestros antepasados, los bárbaros. Aquí encontramos tal abundancia
de material que la dificultad se presenta en la selección, puesto que
las islas del océano Pacífico, las estepas de Asia y las mesetas de Africa son
verdaderos museos históricos que contienen muestras de todas las posibles
instituciones intermedias por las que ha atravesado la humanidad en su paso de
la condición tribal de los salvajes a la organización estatal. Examinemos
algunas de estas muestras.
Si tomamos,
por ejemplo, las comunas aldeanas de los mogoles buriatos, especialmente de
aquellos que viven en la estepa de Kudinsk, en el Lena superior, y que evitaron
más que los otros la influencia rusa, tenemos en ellos una muestra bastante
buena de los bárbaros en estado de transición de la ganadería a la agricultura.
Estos buriatos viven, hasta ahora, en "familias indivisas", es decir,
que a pesar de que cada hijo después de su casamiento, se va a vivir a una
choza separada, sin embargo las chozas de por lo menos tres generaciones se
encuentran dentro de un recinto, y la familia indivisa trabaja en común en sus
campos y posee en común sus bienes domésticos, el ganado y también los
"teliátniki" (pequeños espacios cercados en los que guardan el pasto
tierno para alimentar a los terneros). Comúnmente cada familia se reúne para
comer en su choza; pero cuando se asa carne, todos los miembros de la familia
indivisa, de veinte a sesenta personas, banquetean juntos.
Varias de
tales grandes familias, que viven en grupo, y también familias de menor
proporción, asentadas en el mismo lugar (en la mayoría de los casos,
constituyen restos de familias indivisas, disgregadas por cualquier razón),
forman un "ulus" o comuna aldeana. Varios "ulus" componen
un clan -más exactamente una tribu- y cada cuarenta y seis "clanes"
de la estepa de Kudinsk están unidos en una confederación. En caso de
necesidad, provocada por tales o cuales circunstancias especiales, varios
"clanes- ingresan en uniones menores, pero más estrechas. Estos buriatos
no reconocen la propiedad privada agraria, que los "ulus" poseen la
tierra en común, o más exactamente, la posee toda la confederación, y de ser
preciso se procede a la redistribución de las tierras entre los diferentes
"ulus", en la asamblea de todo el clan, y entre los cuarenta y seis
clanes en la asamblea de la confederación. Menester es observar que la misma
organización tienen todos los 250.000 buriatos de la Siberia Oriental, a pesar
de que ya hace más de trescientos años que se encuentran bajo el dominio de
Rusia y conocen bien las instituciones rusas.
No obstante
todo lo dicho, la desigualdad de fortunas se desarrolla rápidamente entre los
buriatos, especialmente desde que el gobierno ruso comenzó a atribuir
importancia excesiva a los "taisha" (príncipes) elegidos por los
buriatos, a quienes consideran recaudadores responsables de impuestos y
representantes de la confederación en sus relaciones administrativas y hasta
comerciales con los rusos. De tal modo, se ofrecen numerosos caminos para el
enriquecimiento de una minoría que marcha a la par con el empobrecimiento de la
masa, debido a la usurpación de las tierras buriatas por los rusos. Sin
embargo, entre los buriatos, especialmente los de Kudinsk, se conserva la
costumbre (y la costumbre es más fuerte que la ley) según la cual si una familia
ha perdido su ganado, las familias más ricas le dan algunas vacas y caballos
para reparar la pérdida. En cuanto a los pobres sin familia, comen en casa de
sus congéneres; el pobre penetra en la choza y ocupa -por derecho, no por
caridad- un lugar junto al fuego y recibe una porción de comida que se divide
siempre del modo más escrupuloso en partes iguales; se queda a dormir allí
donde ha cenado. En general, los conquistadores rusos de la Siberia se
sorprendieron tanto de las costumbres comunistas de los buriatos, que los
llamaron "bratskyie" (los fraternales) e informaron a Moscú: "lo
tienen todo en común-; todo lo que poseen es dividido entre todos.
Hasta en la
actualidad, los buriatos de Kudinsk, cuando venden el trigo o mandan a vender
su ganado al carnicero ruso, todas las familias del "ulus", o hasta
de la tribu, vierten su trigo en un lugar y reúnen su ganado en un rebaño,
vendiendo todo al por mayor, como si perteneciera a una persona. Además, cada
"ulus" tiene su depósito de granos para préstamo en caso de
necesidad, sus hornos comunales para cocer el pan (el four banal de las
antiguas comunas francesas), y su herrero, quien como el herrero de las aldeas
indias, siendo miembro de la comuna, nunca recibe pago por su trabajo dentro de
ella. Debe efectuar gratuitamente todo el trabajo de herrería necesario, y si
utiliza sus horas de ocio para fabricar discos de hierro cincelados y
plateados, que sirven a los buriatos para adornar los vestidos, puede venderlos
a una mujer de otro clan, pero sólo puede regalarlos a la mujer que pertenece a
su propio clan. La compra-venta de ningún modo puede tener lugar dentro de la
comuna, y esta regla es observada tan severamente que cuando una familia
buriata acomodada toma a un trabajador, debe hacerlo de otro clan o de los
rusos. Observaré que tal costumbre con respecto a la compra-venta no existe
sólo en los buriatos: está tan vastamente difundida entre los comuneros
contemporáneos -los "bárbaros"- arios y uralaltaicos, que debe haber
sido general entre nuestros antepasados.
El
sentimiento de unión dentro de la confederación es mantenido por los intereses
comunes de todos los clanes, sus conferencias comunales y los festejos que
generalmente tienen lugar en conexión con las conferencias. El mismo
sentimiento es mantenido, además, también por otra institución: por la caza
tribal, aba, que evidentemente constituye una reminiscencia de un pasado
muy lejano. Cada otoño se reúnen todos los cuarenta y seis clanes de Kudinsk
para tal caza, cuya presa es repartida después entre todas las familias.
Además, de tiempo en tiempo, se convoca a una aba nacional, para afirmar los
sentimientos de unión de toda la nación buriata. En tales casos, todos los
clanes buriatos dispersos en centenares de verstas al este y oeste del lago Baikal
deben enviar cazadores especialmente elegidos para este fin. Miles de personas
se reúnen para esta caza nacional, y cada una trae provisiones para un mes
entero. Todas las porciones de provisión deben ser iguales, y por ello antes de
depositarlas todas juntas, cada porción es sopesada por un anciano (starschiná)
elegido (indefectiblemente "a mano": la balanza sería una infracción
a la costumbre antigua). A continuación de esto, los cazadores se dividen en
destacamentos, a razón de veinte hombres cada uno, y comienzan la caza según un
plan trazado de antemano. En tales cazas nacionales, toda la nación buriata
revive las tradiciones épicas de aquellos tiempos en que estaba unida en una
federación poderosa. Puedo también agregar que semejantes cacerías son un
fenómeno corriente entre los indios pieles rojas y entre los chinos de las
orillas del Usuri (kada).
En los
kabdas, cuyo modo de vida ha sido tan bien descrito por dos investigadores
franceses, tenemos a los representantes de los "bárbaros" que
han hecho algún progreso más en la agricultura. Sus campos están regados por
acequias, abonados y, en general, bien trabajados, y en las zonas montañosas,
todo pedazo de tierra apto es labrado a pico. Los kabilas han pasado por no
pocas vicisitudes en su historia: siguieron por algún tiempo la ley musulmana
sobre la herencia, pero no pudieron conformarse con ella, y hace unos ciento
cincuenta años volvieron a su anterior derecho común tribal. Debido a esto, la
posesión de la tierra tiene en ellos un carácter mixto, y la propiedad privada
de la tierra existe junto con la posesión comunal. En todo caso, la base de la
organización comunal actual es la comuna aldeana (thaddart), que
generalmente se compone de algunas familias indivisas (klaroubas), que
reconocen la comunidad de su origen, y también, en menor proporción, de algunas
familias de extranjeros. Las aldeas se agrupan en clanes o tribus (arch);
varios clanes constituyen la confederación (thak' ebilt); y finalmente,
varias confederaciones se constituyen a veces en una liga cuyo fin principal es
la protección armada.
Los kabilas
no conocen autoridad alguna fuera de su djemda o asamblea de la comuna
aldeana. Participan en ella todos los hombres adultos, y se reúnen simplemente
bajo el cielo abierto, o bien en un edificio especial que tiene asientos de
piedras. Las decisiones de la djemda, evidentemente, deben ser tomadas por
unanimidad, es decir, el juicio se prolonga hasta que todos los presentes están
de acuerdo en tomar una decisión determinada, o en someterse a ella. Puesto que
en la comuna aldeana no existe autoridad que pueda obligar a la minoría a
someterse a la decisión de la mayoría, el sistema de decisiones unánimes era
practicado por el hombre en todas partes donde existían tales comunas, y se
practica aún ahora allí donde continúan existiendo, es decir, entre varios
centenares de millones de hombres, sobre toda la extensión del globo terrestre.
La djemaa kabileña misma designa su poder ejecutivo al anciano, al
escriba y al tesorero; ella misma determina sus impuestos y administra la
repartición de las tierras comunales, lo mismo que todos los trabajos de
utilidad pública.
Una parte
importante del trabajo es efectuado en común; los caminos, las mezquitas, las
fuentes, los canales de regadío, las torres de defensa contra las incursiones,
las cercas de las aldeas, etc., todo esto es construido por la comuna aldeana,
mientras que los grandes caminos, las mezquitas de mayores dimensiones y los
grandes mercados son obras de la tribu entera. Muchas huellas del cultivo
comuna¡ existen aún hoy, y las casas siguen siendo construidas por toda la
aldea, o bien, con ayuda de todos los hombres y mujeres de la aldea. En
general, recurren a la "ayuda" casi diariamente, para el cultivo de
los campos, para la recolección, las construcciones, etc. En cuanto a los
trabajos artesanos, cada comuna tiene su herrero a quien se da parte de la
tierra comunal, y él trabaja para la comuna. Cuando se aproxima la época de
arar, recorre todas las casas y repara gratuitamente los arados y otros
instrumentos agrícolas; el forjar un arado nuevo es considerado una obra
piadosa que no puede ser recompensada con dinero ni, en general, con ninguna
clase de paga.
Puesto que
en los kabilas existe ya la propiedad privada, evidentemente existen entre ellos
ricos y pobres. Pero, como todos los hombres que viven en estrecha relación y
saben cómo y dónde comienza la pobreza, consideran que la pobreza es una
eventualidad que puede presentárselas a todos. "De la miseria y de la
cárcel nadie está libre" -dicen los campesinos rusos-; los kabilas llevan
a la práctica este proverbio, y en su medio es imposible notar ni la más ligera
diferencia en el trato entre pobres y ricos; cuando un pobre solicita
"ayuda", el rico trabaja en su campo exactamente lo mismo que el
pobre trabaja, en caso parecido, en el campo del rico. Además, la djemáa aparta
determinados huertos y campos, a veces cultivados en común, en beneficio de los
miembros más pobres de la comuna. Muchas costumbres parecidas se conservaron
hasta hoy. Puesto que las familias más pobres no están en condiciones de
comprarse carne, regularmente compra con la suma formada por el dinero de las
multas, de las donaciones en beneficio de la djemáa, o del pago para el
uso de los depósitos comunales de extracción de aceite de oliva; y esta carne
se reparte equitativamente entre aquellos que por su pobreza no están en
condiciones de comprarla. Exactamente lo mismo, cuando alguna familia sacrifica
una oveja o un buey en día que no es de mercado, el pregonero de la aldea lo
anuncia por todas las calles para que los enfermos y las mujeres encinta puedan
recibir cuanta carne necesiten.
El apoyo
mutuo atraviesa como un hilo rojo toda la vida de los kabilas, y si uno de
ellos, durante un viaje fuera de los limites de la tierra natal, encuentra a
otro kabila necesitado, debe prestarle ayuda, aunque para esto tuviera que
arriesgar sus propios bienes y su vida. Si tal cosa no fuera prestada, la
comuna a que pertenece el que ha sido damnificado por semejante egoísmo, puede
quejarse y entonces la comuna del egoísta lo indemniza inmediatamente. En el
caso que tratamos, tropezamos de tal modo con una costumbre que conoce bien
aquél que ha estudiado las guildas comerciales medievales.
Todo
extranjero que aparece en la aldea kabila tiene derecho, en invierno, a
refugiarse en una casa, y sus caballos pueden pastar durante un día en las
tierras comunales. En caso de necesidad, puede, además, contar con un
apoyo casi ilimitado. Así, durante el hambre de los años 1867-1868, los kabilas
aceptaban y alimentaban, sin hacer diferencia de origen, a todos aquellos que
buscaban refugio en sus aldeas. En el distrito de Deflys se reunieron no menos
de doce mil personas, negadas no solamente de todas las partes de Argelia, sino
hasta de Marruecos, y los kabilas las alimentaron a toda!. Mientras que por
toda Argelia la gente se moría de hambre, en la tierra kabileña no hubo un solo
caso de muerte por hambre; las comunas kabileñas, a menudo privándose de lo más
necesario, organizaron la ayuda, sin pedir ningún socorro al gobierno y sin
quejarse por la carga; la consideraban como su deber natural. Y mientras que
entre los colonos europeos se tomaban todas las medidas policiales posibles
para prevenir el robo y el desorden originados por la afluencia de extranjeros,
no fue necesario ninguna vigilancia semejante para el territorio kabileño; las djemáas
no tuvieron necesidad de defensa ni de ayuda exterior.
Puedo citar,
sólo brevemente, dos rasgos extraordinariamente interesantes de la vida
kabileña, a saber: el establecimiento de la llamada anaya, que tiene por
objeto vigilar, en caso de guerra, los pozos, las acequias de riego, las
mezquitas, las plazas de los mercados y algunos caminos, y, también, la
institución de los Cofs, de la que hablaré más abajo. En la anaya tenemos
propiamente una serie completa de disposiciones que tienden a disminuir el mal
causado por la guerra, y a conjurarla. Así, la plaza del mercado es anaya,
especialmente si se halla cerca de la frontera y sirve de lugar de encuentro de
los kabilas con los extranjeros; nadie se atreve a perturbar la paz en el
mercado; y si se produjeran desordenes, en seguida son reprimidos por los
mismos extranjeros reunidos en la ciudad. El camino por donde las mujeres
aldeanas van por agua a la fuente, se considera también anaya en caso de
guerra, etc. La misma institución se encuentra en ciertas islas del Océano
Pacífico.
En cuanto al
Cof, esta institución constituye una forma vastamente extendida de asociación
en ciertos respectos, análoga a las sociedades y guildas medievales
(Bürgschaften o Gegilden), y también constituye una sociedad existente tanto
para la defensa mutua como para diversos fines intelectuales, políticos,
religiosos, morales, etc., que no pueden ser satisfechos por la organización
territorial de la comuna, del clan o de la confederación. El Cof no
conoce limitaciones territoriales; recluta sus miembros en diferentes aldeas,
hasta entre los extranjeros, y ofrece a sus miembros protección en todas las
circunstancias posibles de la vida. En general, es una tentativa de completar
la asociación territorial por medio de una agrupación extraterritorial, con el
fin de dar expresión a la afinidad mutua de todo género de aspiraciones que va
más allá de los límites de un lugar determinado. De tal modo, las libres
asociaciones internacionales de gustos e ideas, que nosotros consideramos una
de las mejores expresiones de nuestra vida contemporánea, tiene su principio en
el período bárbaro antiguo.
La vida de
los montañeses caucasianos ofrece otra serie de ejemplos del mismo género,
sumamente instructiva. Estudiando las costumbres contemporáneas de los
osietines -sus familias indivisas, sus comunas y sus concepciones jurídicas-,
el profesor M. Kovalevsky, en su notable obra Las costumbres modernas y la
ley antigua, pudo, paso a paso, compararlas con disposiciones similares de
las antiguas leyes bárbaras, y hasta tuvo posibilidad de observar el nacimiento
primitivo del feudalismo. En otras tribus caucasianas, encontramos a veces
indicios del modo cómo se originó la comuna aldeana en los casos en que no era
tribal, sino que había nacido, de la unión voluntaria entre familias de
diferentes orígenes. Tal caso se observó, por ejemplo, recientemente en las
aldeas de los jevsures, cuyos habitantes prestaban juramento de "comunidad
y fratemidad". En otra parte del Cáucaso, en el Daghestan, vemos los
orígenes de las relaciones feudales entre dos tribus, conservándose ambas, al
mismo tiempo, constituidas en comunas aldeanas y conservando hasta las huellas
de las "clases" de la organización tribal.
En este
caso, tenemos, de este modo, un ejemplo vivo de las formas que tomó la
conquista de Italia y de la Galia por los bárbaros. Los vencedores lezhinos,
que han sometido a varias aldeas georgianas y tártaras del distrito de Zakataly,
no sometieron estas aldeas a la autoridad de las familias separadas;
organizaron un clan feudal, compuesto ahora de doce mil hogares divididos en
tres aldeas, y poseyendo en común no menos de doce aldeas georgianas y
tártaras. Los conquistadores repartieron sus propias tierras entre sus clanes,
y los clanes, a su vez, la dividieron en partes iguales entre sus familias;
pero no intervienen en los asuntos de las comunas de sus tributarios, quienes
hasta ahora practican la costumbre mencionada por Julio César, a saber: la
comuna decide anualmente qué parte de la tierra comunal debe ser cultivada, y
esta tierra se reparte en parcelas según la cantidad de familias, y dichas
parcelas se distribuyen por sorteo. Es menester observar que a pesar de que los
propietarios no son raros entre los lezhinos -que viven bajo el sistema de la
propiedad territorial privada y la posesión común de los esclavos-, son muy
raros entre los georgianos sometidos a la servidumbre y que continúan
manteniendo sus tierras en propiedad comunal.
En cuanto al
derecho común de los montañeses georgianos, es muy similar al derecho de los
longobardos y los francos sálicos, y algunas de sus disposiciones arrojan nueva
luz sobre el procedimiento jurídico del período bárbaro. Destacándose por su
carácter muy impresionable, los habitantes del Cáucaso emplean todas sus
fuerzas para que sus riñas no lleguen hasta el homicidio: así, por ejemplo,
entre los jevsures pronto se desnudan los sables, pero si acude una mujer y
arroja entre los contendientes un trozo de lienzo que sirve a las mujeres como
adorno de la cabeza, los sables vuelven en seguida a sus vainas y se interrumpe
la riña. El adorno de cabeza de las mujeres en este caso es anaya. Si la
riña no se interrumpiera a tiempo y terminara con un homicidio, la compensación
monetaria impuesta al homicida es tan grande, que el culpable queda arruinado
para toda la vida, si no lo adopta como hijo la familia del muerto; si ha
recurrido al puñal en una riña sin importancia y producido heridas, pierde para
siempre el respeto de sus congéneres.
En todas las
riñas, los asuntos pasan a mano de mediadores: ellos eligen a los jueces
entre sus congéneres -seis si los asuntos son más bien pequeños, y de diez a
quince en los asuntos más serios- y observadores rusos atestiguan la absoluta
incorruptibilidad de los jueces. El juramento tiene tal importancia, que las
personas que gozan de respeto general son dispensadas de él, confirmación
simple que es plenamente suficiente, tanto más cuanto que en los asuntos serios
el jevsur nunca vacila en reconocer su culpa (naturalmente, me refiero al
jevsur no tocado todavía por la llamada "cultura"). El juramento se
reserva principalmente para asuntos tales como las disputas sobre bienes, en
las cuales, aparte del simple establecimiento de los hechos, se requiere además
un determinado género de apreciación de ellos. En tales casos, los hombres,
cuya afirmación influye de manera decisiva en la solución de la discusión,
actúan con la mayor circunspección. En general, puede decirse que las
sociedades "bárbaras" del Cáucaso se distinguen por su honestidad y
su respeto a los derechos de los congéneres. Las diferentes tribus africanas
presentan tal diversidad de sociedades, interesantes en grado sumo, y situadas
en todos los grados intermedios de desarrollo, comenzando por la comuna aldeana
primitiva y terminando por las monarquías bárbaras despóticas, que debo
abandonar todo pensamiento de dar siquiera los resultados más importantes del
estudio comparativo de sus instituciones. Será suficiente decir que, aun bajo
el despotismo más cruel de los reyes, las asambleas de las comunas aldeanas y
su derecho común siguen dotadas de plenos poderes sobre un amplio circulo de
toda clase de asuntos. La ley de Estado permite al rey quitar la vida a
cualquier súbdito, por simple capricho, o hasta para satisfacer su glotonería,
pero el derecho común del pueblo continúa conservando aquella red de
instituciones que sirven para el apoyo mutuo, que existe entre otros
"bárbaros" o existía entre nuestros antepasados. Y en algunas tribus
en mejor situación (en Bornu, Uganda y Abisinia), y en especial entre los
bogos, algunas disposiciones del derecho común están espiritualizadas por
sentimientos realmente exquisitos y refinados.
Las comunas
aldeanas de los indígenas de ambas Américas tenían el mismo carácter. Los
tupíes de Brasil, cuando fueron descubiertos por los europeos, vivían en
"casas largas" ocupadas por clanes enteros que cultivaban en común
sus sementeras de grano y sus campos de mandioca. Los aran¡, que han avanzado
más en el camino de la civilización, cultivaban sus campos en común; lo mismo
los ucagas, que permaneciendo bajo el sistema del comunismo primitivo y de las
"casas largas" aprendieron a trazar buenos caminos y en algunos dominios
de la producción doméstica no eran inferiores a los artesanos del período
antiguo de la Europa medieval. Todos ellos obedecían al mismo derecho común,
cuyos ejemplos hemos citado en las páginas precedentes.
En el otro
extremo del mundo encontramos el feudalismo malayo, el cual, sin embargo,
mostróse impotente para desarraigar la negaria; es decir, la comuna
aldeana, con su dominio comuna¡, por lo menos, sobre una parte de la tierra y
su redistribución entre las negarias de la tribu entera. En los alfurus
de Minahasa encontramos el sistema comunal de labranzas de tres amelgas; en
la tribu india de los wyandots encontramos la redistribución periódica de la
tierra, realizada por todo el clan. Principalmente en todas las partes de
Sumatra, donde el derecho musulmán aún no ha logrado destruir por completo la
antigua organización tribal, hallamos a la familia indivisa (suka) y a
la comuna aldeana (kohta) que conservan sus derechos sobre la tierra, aun en
los casos en que parte de ella ha sido desbrozada sin permiso de la comunal.
Pero decir esto significa decir, al mismo tiempo, que todas las costumbres que
sirven para la protección mutua y la conjuración de las guerras tribales a
causa de la venganza de sangre y, en general, de todo género de guerra
-costumbres que hemos señalado brevemente más arriba como costumbres típicas de
la comuna-, también existen en el caso que nos ocupa. Más aún: cuando más
completa se ha conservado la posesión comunal, tanto mejores y más suaves son
las costumbres. De Stuers afirma positivamente que en todas partes donde la
comuna aldeana ha sido menos oprimida por los conquistadores, se observa menos
desigualdad de bienes materiales, y las mismas prescripciones de venganza de
sangre se distinguen por una crueldad menor; y, por lo contrario, en todas
partes donde la comuna aldeana ha sido destruida definitivamente, "los
habitantes sufren una opresión insoportable de parte de los gobernantes
despóticos". Y esto es completamente natural. De modo que cuando Waitz
observó que las tribus que han conservado sus confederaciones tribales se
hallan en un nivel más elevado de desarrollo y poseen una literatura más rica
que las tribus en las cuales estos lazos han sido destruidos, expresó
justamente lo que se hubiera podido prever anticipadamente.
Citar más ejemplos
significaría ya repetirse, tan sorprendentemente se parecen las comunas
bárbaras entre sí, a pesar de la diversidad de climas y de razas. Un mismo
proceso de desarrollo se produjo en toda la humanidad, con uniformidad
asombrosa. Cuando, destruida interiormente por la familia separada, y
exteriormente por el desmembramiento de los clanes que emigraban y por la
necesidad de aceptar en su medio a los extranjeros, la organización tribal
comenzó a descomponerse, en su reemplazo apareció la comuna aldeana, basada
sobre la concepción de territorio común. Esta nueva organización, crecida de
modo natural de la organización tribal precedente, permitió a los bárbaros
atravesar el período más turbio de la historia sin desintegrarse en familias
separadas, que hubieran perecido inevitablemente en la lucha por la existencia.
Bajo la nueva organización se desarrollaron nuevas formas de cultivo de la
tierra, la agricultura alcanzó una altura que la mayoría de la población del
globo terrestre no ha sobrepasado hasta los tiempos presentes; la producción
artesana doméstica alcanzó un elevado nivel de perfección. La naturaleza
salvaje fue vencida; se practicaron caminos a través de los bosques, y
pantanos, y el desierto se pobló de aldeas, brotadas como enjambres de las comunas
maternas. Los mercados, las ciudades fortificadas, las iglesias, crecieron
entre los bosques desiertos y las llanuras. Poco a poco empezaron a elaborarse
las concepciones de uniones más amplias, extendidas a tribus enteras, y a
grupos de tribus, diferentes por su origen. Las viejas concepciones de la
justicia, que se reducían simplemente a la venganza, de modo lento sufrieron
una transformación profunda y el deber de reparar el perjuicio producido ocupó
el lugar de la idea de venganza.
El derecho
común, que hasta ahora sigue siendo ley de la vida cotidiana para las dos
terceras partes de la humanidad, si no más, se elaboró poco a poco bajo esta
organización, lo mismo que un sistema de costumbres que tendían a prevenir la
opresión de las masas por la minoría, cuyas fuerzas crecían a medida que
aumentaba la posibilidad de la acumulación individual de riqueza.
Tal era la
nueva forma en que se encauzó la tendencia de las masas al apoyo mutuo. Y
nosotros veremos en los capítulos siguientes que el progreso -económico,
intelectual y moral- que alcanzó la humanidad bajo esta forma nueva popular de
organización fue tan grande, que cuando más tarde comenzaron a formarse los
Estados, simplemente se apoderaron, en interés de las minorías, de todas las
funciones jurídicas, económicas y administrativas que la comuna aldeana
desempeñaba ya en beneficio de todos.
La sociabilidad y la necesidad de ayuda y apoyo mutuo son cosas
tan innatas de la naturaleza humana, que no encontramos en la historia épocas
en que los hombres hayan vivido dispersos en pequeñas familias individuales,
luchando entre sí por los medios de subsistencia. Por el contrario, las
investigaciones modernas han demostrado, como hemos visto en los dos capítulos
precedentes, que desde los tiempos más antiguos de su vida prehistórica, los
hombres se unían ya en clanes mantenidos juntos por la idea de la unidad de
origen de todos los miembros del clan y por la veneración de los antepasados
comunes. Durante muchos milenios, la organización tribal sirvió, de tal modo,
para unir a los hombres, a pesar de que no existía en ella decididamente
ninguna autoridad para hacerla obligatoria; y esta organización de vida dejó
una impresión profunda en todo el desarrollo subsiguiente de la humanidad.
Cuando los
lazos del origen común comenzaron a debilitarse a causa de las migraciones
frecuentes y lejanas, y el desarrollo de la familia separada dentro del clan
mismo, también destruyó la antigua unidad tribal; entonces, una nueva forma de
unión, fundada en el principio territorial -es decir, la comuna
aldeana' fue llamada a la vida por el genio social creador del hombre. Esta
institución, a su vez, sirvió para unir a los hombres durante muchos siglos,
dándoles la posibilidad de desarrollar más y más sus instituciones sociales, y
junto con eso, ayudándalos a atravesar los períodos más sombríos de la historia
sin haberse desintegrado en conglomerados de familias e individuos a quienes
nada ligaba entre sí. Gracias a esto, como hemos visto en los dos capítulos
precedentes, el hombre pudo avanzar al máximo en su desarrollo y elaborar una
serie de instituciones sociales secundarias, muchas de las cuales han
sobrevivido hasta el presente.
Ahora
tenemos que seguir el desarrollo más avanzado de aquella tendencia a la ayuda
mutua, siempre inherente al hombre. Tomando las comunas aldeanas de los
llamados bárbaros en la época en que entraron en el nuevo período de
civilización, después de la caída del imperio romano de Occidente, debemos estudiar
ahora las nuevas formas en que se encauzaron las necesidades sociales de las
masas durante la edad media, y especialmente, las guildas medievales en
la ciudad medieval
Los así
llamados bárbaros de los primeros siglos de nuestra era, lo mismo que muchas
tribus mogólicas, africanas, árabes, etc., que aún ahora se encuentran en el
mismo nivel de desarrollo, no sólo no se parecían a los animales sanguinarios
con los que se les compara a menudo, sino que, por el contrario,
invariablemente preferían la paz a la guerra. Con excepción de algunas pocas
tribus, que durante las grandes migraciones fueron arrojadas a los desiertos
estériles o a las altas zonas montañosas, y de tal modo se vieron obligadas a
vivir de incursiones periódicas contra sus vecinos más afortunados; con
excepción de estas tribus, decíamos, la gran mayoría de los germanos, sajones,
celtas, eslavos, etc., en cuanto se asentaron en sus tierras recién
conquistadas, inmediatamente se volvieron al arado, o al pico, y a sus rebaños.
Los códigos bárbaros más antiguos nos describen ya sociedades compuestas de
comunas agrícolas pacíficas, y de ninguna manera hordas desordenadas de hombres
que se hallaban en guerra ininterrumpida entre sí.
Estos
bárbaros cubrieron los piases ocupados por ellos de aldeas y granjas;
desbrozaron los bosques, construyeron puentes sobre los torrentes bravíos,
levantaron senderos de tránsito sobre los pantanos, colonizaron el desierto
completamente inhabitable hasta entonces, y dejaron las arriesgadas ocupaciones
guerreras a las hermandades, scholae, mesnadas de hombres inquietos que se
reunían alderedor de caudillos temporarios, que iban de lugar en lugar
ofreciendo su pasión de aventuras, sus armas y conocimientos de los asuntos
militares para proteger la población que deseaba sólo una cosa: que la
permitieran vivir en paz. Bandas de tales guerreros iban y venían, librando
entre sí guerras tribales por venganzas de sangre; pero la masa principal de la
población continuaba arando la tierra, prestando muy poca atención a sus pretendidos
caudillos, mientras no perturbara la independencia de las comunas aldeanas. Y
esta masa de nuevos pobladores. de Europa elaboró, ya entonces, sistemas de
posesión de la tierra y métodos de cultivo que hasta ahora permanecen en vigor
y en uso entre centenares de millones de hombres. Elaboraron su sistema de
compensación por las ofensas inferidas, en lugar de la antigua venganza de
sangre; aprendieron los primeros oficios; y después de haber fortificado sus
aldeas con empalizadas, ciudadelas de tierra y torres, en donde podían
ocultarse en caso de nuevas incursiones, pronto entregaron la protección de
estas torres y ciudadelas a quienes hacían de la guerra un oficio.
Precisamente
este pacifismo de los bárbaros, y de ningún modo los supuestos instintos
bélicos, se convirtió de tal manera en la fuente del sojuzgamiento de los
pueblos por los caudillos militares que siguió a este período. Es evidente que
el mismo modo de vida de las hermandades armadas daba a las mesnadas
oportunidades considerablemente mayores para el enriquecimiento que las que
podrían presentárselas a los labradores que llevaban una vida pacífica en sus
comunas agrícolas. Aun hoy vemos que los hombres armados, de tanto en tanto,
emprenden incursiones de piratería para matar a los matabeles africanos y
quitarles sus rebaños, a pesar de que los matabeles sólo aspiran a la paz y
están dispuestos a comprarla aunque sea a un precio elevado; así en la
antigüedad los mesnaderos evidentemente no se distinguían por una
escrupulosidad mayor que sus descendientes contemporáneos. De este modo se
apropiaron de ganado, hierro (que tenía en aquellos tiempos un valor muy
elevado) y esclavos; y a pesar de que la mayor parte de los bienes saqueados se
gastaba allí mismo en los gloriosos festines que canta la poesía épica, de
todos modos una cierta parte quedaba y contribuía a un enriquecimiento mayor.
En aquellos
tiempos existían aún abundancia de tierras incultas y no había escasez de
hombres dispuestos a cultivarla siempre que pudieran conseguir el ganado
necesario y los instrumentos de trabajo. Aldeas enteras llevadas a la miseria
por las enfermedades, las epizootias del ganado, los incendios o ataques de
nuevos inmigrantes, abandonaban sus casas y se iban a la desbandada en búsqueda
de nuevos lugares de residencia lo mismo que en Rusia aún en el presente hay
aldeas que vagan dispersas por las mismas causas. Y he aquí que si algunos de
los hirdmen, es decir, jefes de mesnaderos, ofrecían entregar a los
campesinos algún ganado para iniciar su nuevo hogar, hierro para forjar el
arado, si no el arado mismo, y también protección contra las incursiones y los
saqueos, y si declaraba que por algunos años los nuevos colonos estarían
exentos de toda paga antes de comenzar a amortizar la deuda, entonces los
inmigrantes de buen grado se asentaban en su tierra. Por consiguiente, cuando
después de una lucha obstinada con las malas cosechas, inundaciones y fiebres,
estos pioneros comenzaban a reembolsar sus deudas, fácilmente se convertían en
siervos del protector del distrito.
Así se
acumulaban las riquezas; y detrás de las riquezas sigue siempre el poder. Pero,
sin embargo, cuanto más penetramos en la vida de aquellos tiempos -siglo sexto
y séptimo- tanto más nos convencemos de que para el establecimiento del poder
de la minoría se requería, además de la riqueza y de la fuerza militar, todavía
un elemento. Este elemento fue la ley y el derecho, el deseo de las masas de
mantener la paz y establecer lo que consideraban justicia; y este deseo dio a
los caudillos de las mesnadas, a los knyazi, príncipes, reyes, etc., la
fuerza que adquirieron dos o tres siglos después. La misma idea de la justicia,
nacida en el período tribal, pero concebida ahora como la compensación debida
por la ofensa causada, pasé como un hilo rojo a través de la historia de todas
las instituciones siguientes; y en medida considerablemente mayor que las
causas militares o económicas, sirvió de base sobre la cual se desarrolló la
autoridad de los reyes y de los señores feudales.
En realidad,
la principal preocupación de las comunas aldeanas bárbaras era entonces (como
también ahora en los pueblos contemporáneos nuestros, situados en el mismo
nivel de desarrollo) la rápida suspensión de las guerras familiares, surgidas
de la venganza de sangre, debidas a las concepciones de la justicia, corrientes
entonces. No bien se producía una riña entre dos comuneros, inmediatamente la
comuna, y la asamblea comunal, después de escuchar el caso, fijaba la
compensación monetaria (wergeld), es decir, la compensación que debía
pagar al perjudicado o a su familia, y de modo igual también el monto de la
multa (fred) por la perturbación de la paz, que se pagaba a la comuna.
Dentro de la misma comuna las disensiones se arreglaban fácilmente de este
modo. Pero cuando se producía un caso de venganza de sangre entre dos tribus
diferentes, o dos confederaciones de tribus -entonces, a pesar de todas las
medidas tomadas para conjurar tales guerras- era difícil encontrar el árbitro o
conocedor del derecho común, cuya decisión fuera aceptable para ambas partes,
por confianza en su imparcialidad y en su conocimiento de las leyes más
antiguas. La dificultad se Complicaba aún más porque el derecho común de las
diferentes tribus y confederaciones no determinaba igualmente el monto de la
compensación monetaria en los diferentes casos.
Debido a
esto, apareció la costumbre de tomar un juez de entre las familias o clanes
conocidos por que conservaban la ley antigua en toda su pureza, y poseían el
conocimiento de las canciones, versos, sagas, etcétera, con cuya ayuda se
retenía la ley en la memoria. La conservación de la ley, de este modo, se hizo
un género de arte, "misterio", cuidadosamente transmitido de
generación en generación, en determinadas familias. Así, por ejemplo, en
Islandia y en los otros países escandinavos, en cada Alithing o asamblea
nacional, el lövsögmathr (recitador de los derechos) cantaba de memoria
todo el derecho común, para edificación de los reunidos, y en Irlanda, como es
sabido, existía una clase especial de hombres que tenían la reputación de ser
conocedores de las tradiciones antiguas, y debido a esto gozaban de gran
autoridad en calidad de jueces. Por esto, cuando encontramos en los anales
rusos noticias de que algunas tribus de Rusia noroccidental, viendo los
desórdenes que iban en aumento y que tenían su origen en el hecho de que
"el clan se levanta contra el clan", acudieron a los varingiar normandos
y les pidieron que se convirtiesen en sus jueces y en comandantes de sus
mesnadas; cuando vemos más tarde a los knyazi, elegidos
invariablemente durante los dos siglos siguientes de una misma familia
normanda, debemos reconocer que los eslavos admitían en estos normandos un
mejor conocimiento de las leyes de derecho común, el cual los diferentes clanes
eslavos reconocían como conveniente para ellos. En este caso, la posesión de
las runas, que servían para anotar las antiguas costumbres, fue entonces una
ventaja positiva en favor de los normandos; a pesar de que en otros casos
existen también indicaciones de que acudían en procura de jueces al clan más
"antiguo", es decir, a la rama que se consideraba materna, y que las
resoluciones de estos jueces eran consideradas justísimas. Por último, en una
época posterior vemos la inclinación más notoria a elegir jueces entre
el clero cristiano, que entonces se atenta aún al principio fundamental del
cristianismo, ahora olvidado: que la venganza no constituye un acto de
justicia. Entonces el clero cristiano abría sus iglesias como lugar de refugio
a los hombres que huían de la venganza de sangre, y de buen grado intervenía en
calidad de mediador en los asuntos criminales, oponiéndose siempre al antiguo
principio tribal: "vida por vida y sangre por sangre".
En una
palabra, cuanto más profundamente penetramos en la historia de las antiguas instituciones,
tanto menos encontramos fundamentos para la teoría del origen militar de la
autoridad que sostiene Spencer. Juzgando por todo eso hasta la autoridad que
más tarde se convirtió en fuente de opresión tuvo su origen en las
inclinaciones pacíficas de las masas.
En todos los
casos jurídicos, la multa (fred) que a menudo alcanzaba a la mitad del monto de
la compensación monetaria (wergeld) se ponía a disposición de la
asamblea comunal, y desde tiempos inmemoriales se empleaba en obras de utilidad
común, o que servían para la defensa. Hasta ahora tiene el mismo destino
(erección de torres) entre los kabilas y algunas tribus mogólicas; y tenemos
testimonios históricos directos de que aun bastante más tarde, las multas
judiciales, en Pskov y en algunas ciudades francesas y alemanas, se empleaban
en la reparación de las murallas de la ciudad. Por esto era perfectamente
natural que las multas se confiaran a los jueces (knyaziá), condes, etc.,
quienes, al mismo tiempo, debían mantener la mesnada de hombres armados para la
defensa del territorio, y también debían hacer cumplir la sentencia. Esto se
hizo costumbre general en los siglos octavo y noveno, hasta en los casos en que
actuaba como juez un obispo electo. De tal modo aparecieron los gérmenes de la
fusión en una misma persona de lo que ahora llamamos poder judicial y
ejecutivo.
Además, la
autoridad del rey, knyaz, conde, etc., estaba estrictamente limitada, a
estas dos funciones. No era, de ningún modo, el gobernador del pueblo, el poder
supremo pertenecía aún a la asamblea popular; no era ni siquiera comandante de
la milicia popular, puesto que cuando el pueblo tomaba las armas se
hallaba bajo el comando de un caudillo también electo, que no estaba sometido
al rey o al knyaz, sino que era considerado su igual. El rey o el knyaz
era señor todopoderoso sólo en sus dominios personales. Prácticamente, en
la lengua de los bárbaros la palabra knung, konung, koning o cyning -sinónimo
del rex latino-, no tenía otro significado que el de simple caudillo
temporal o jefe de un destacamento de hombres. El comandante de una flotilla de
barcos, o hasta de un simple navío pirata, era también konung; aun ahora en
Noruega, el pescador que dirige la pesca local se llama Not-kcing (rey
de las redes). Los honores con que más tarde comenzaron a rodear la
personalidad del rey aún no existían entonces, y mientras que el delito de
traición al clan se castigaba con la muerte, por el asesinato del rey se
imponía solamente una compensación monetaria, en cuyo caso solamente se valoraba
el rey tantas veces más que un hombre libre común. Y cuando el rey (o Kanut)
mató a uno de los miembros de su mesnada, la saga le representa convocándolos a
la asamblea (thing), durante la cual se puso de rodillas suplicando perdón. Su
culpa fue perdonada, pero sólo después de haber aceptado pagar una compensación
monetaria nueve veces mayor que la habitual, y de esta compensación recibió él
mismo una tercera parte, por la pérdida de su hombre, una tercera parte fue
entregada a los parientes del muerto y una tercera parte (en calidad de fred,
es decir multa) a la mesnada. En realidad, fue necesario que se efectuara
el cambio más completo en las concepciones corrientes, bajo la influencia de la
Iglesia y el estudio del derecho romano, antes de que la idea de la sagrada
inviolabilidad comenzara a aplicarse a la persona del rey.
Me saldría
yo, sin embargo, de los límites de los ensayos presentes si quisiera seguir
desde los elementos arriba citados el desarrollo paulatino de la autoridad.
Historiadores tales como Green y la señora de Green con respecto a Inglaterra;
Agustin Thierry, Michelet y Luchaire en Francia; Kaufmann, Janssen y hasta
Nitzsch en Alemania; Leo y Botta en Italia, y Bielaief, Kostomarof y sus
continuadores en Rusia, y muchos otros, nos han referido esto detalladamente.
Han mostrado cómo la población, plenamente libre y que había acordado solamente
"alimentar" a determinada cantidad de sus protectores militares,
paulatinamente se convirtió en sierva de estos protectores; cómo el entregarse
a la protección de la Iglesia, o del señor feudal (commendation), se convirtió
en una onerosa necesidad para los ciudadanos libres, siendo la única protección
contra los otros depredadores feudales; cómo el castillo del señor feudal y del
obispo se convirtió en un nido de asaltantes, en una palabra, cómo se introdujo
el yugo del feudalismo y cómo las cruzadas, librando a todos los que llevaban
la cruz, dieron el primer impulso para la liberación del pueblo. Pero no
tenemos necesidad de referir aquí todo esto, pues nuestra tarea principal es
seguir ahora la obra del genio constructor de las masas populares, en
sus instituciones, que servían a la obra de ayuda mutua.
En la misma
época en que parecía que las últimas huellas de la libertad habían desaparecido
entre los bárbaros, y que Europa, caída bajo el poder de mil pequeños
gobernantes, se encaminaba directamente al establecimiento de los Estados
teocráticos y despóticos que comúnmente seguían al período bárbaro en la época
precedente de civilización, o se encaminaba a la creación de las monarquías
bárbaras, como las que ahora vemos en Africa, en esta misma época, decíamos, la
vida en Europa tomaba una nueva dirección. Se encaminó en dirección semejante a
la que ya había sido tomada una vez por la civilización de las ciudades de la
antigua Grecia. Con unanimidad que nos parece ahora casi incomprensible, y que
durante mucho tiempo realmente no ha sido observada por los historiadores, las
poblaciones urbanas, hasta los burgos más pequeños, comenzaron a sacudir el yugo
de sus señores temporales y espirituales. La villa fortificada se rebeló contra
el castillo del señor feudal; primeramente sacudió su autoridad, luego atacó al
castillo, y finalmente lo destruyó. El movimiento se extendió de una ciudad a
otra, y en breve tiempo participaron de él todas las ciudades europeas. En
menos de cien años, las ciudades libres crecieron a orillas del Mediterráneo,
del mar del Norte, del Báltico, el océano Atlántico y de los fiordos de
Escandinavia; al pie de los Apeninos, Alpes Schwarzenwald, Grampianos,
Cárpatos; en las llanuras de Rusia, Hungría, Francia y España. Por doquier
ardían las mismas rebeliones, que tenían en todas partes los mismos caracteres,
pasando en todas partes aproximadamente a través de las mismas formas y conduciendo
a los mismos resultados.
En cada
ciudad pequeña, en cualquier parte donde los hombres encontraban o pensaban
encontrar cierta protección tras las murallas de la ciudad, ingresaban en las
"conjuraciones" (cojurations), "hermandades y
amistades" (amicia), unidas por un sentimiento común, e iban atrevidamente
al encuentro de la nueva vida de ayuda mutua y de libertad. Y lograron realizar
sus aspiraciones tanto que, en trescientos o cuatrocientos años cambió por
completo el aspecto de Europa. Cubrieron el país de ciudades, en las que se
elevaron edificios hermosos y suntuosos que eran expresión del genio de las
uniones libres de hombres libres, edificios cuya belleza y expresividad aún no
hemos superado. Dejaron en herencia a las generaciones siguientes, artes y
oficios completamente nuevos, y toda nuestra educación moderna, con todos los
éxitos que ha obtenido y todos los que se esperan en lo futuro, constituyen
solamente un desarrollo ulterior de esta herencia. Y cuando ahora tratamos de
determinar qué fuerzas produjeron estos grandes resultados, las encontramos no
en el genio de los héroes individuales ni en la poderosa organización de los
grandes Estados, ni en el talento político de sus gobernantes, sino en la misma
corriente de ayuda mutua y apoyo mutuo, cuya obra hemos visto en la comuna
aldeana, y que se animó y renovó en la Edad Media mediante un nuevo género de
uniones, las guildas, inspiradas por el mismo espíritu, pero que se había
encauzado ya en una nueva forma.
En la época
presente, es bien sabido que el feudalismo no implica la descomposición de la
comuna aldeana, a pesar de que los gobernantes feudales consiguieron imponer el
yugo de la servidumbre a los campesinos y apropiarse de los derechos que antes
pertenecían a la comuna aldeana (contribuciones, mano-muerta, impuestos a la
herencia y casamientos), los campesinos, a pesar de todo, conservaron dos
derechos comunales fundamentales: la posesión comunal de la tierra y la
jurisdicción propia. En tiempos pasados, cuando el rey enviaba a su vogt Guez)
a la aldea, los campesinos iban al encuentro del nuevo juez con flores en una
mano y un arma en la otra, y le preguntaban qué ley tenía intención de aplicar,
si la que él hallaba en la aldea o la que él traía. En el primer caso, le
entregaban las flores y lo aceptaban, y en el segundo, entablaban guerra contra
él. Ahora los campesinos habían de aceptar al juez enviado por el rey o el
señor feudal, puesto que no podían rechazarlo; pero a pesar de todo, retenían
el derecho de jurisdicción para la asamblea comunal, y ellos mismos designaban
seis, siete o doce jueces que actuaban conjuntamente con el juez del señor
feudal, en presencia de la asamblea comunal, en calidad de mediadores o
personas que "hallaban las sentencias". En la mayoría de los casos,
ni siquiera quedaba al juez real o feudal más que confirmar la resolución de
los jueces comunales y recibir la multa (fred) habitual.
El preciso
derecho al procedimiento judicial propio, que en aquel tiempo implicaba el
derecho a la administración propia y a la legislación propia, se conserva en
medio de todas las guerras y conflictos. Ni siquiera los jurisconsultos que
rodeaban a Carlomagno pudieron destruir este derecho; se vieron obligados a
confirmarlo. Al mismo tiempo, en todos los asuntos relativos a las posesiones
comunales, la asamblea comunal conservaba la soberanía y, como ha sido
demostrado por Maurer, a menudo exigía la sumisión de parte del mismo señor
feudal en los asuntos relativos a la tierra. El desarrollo más fuerte del
feudalismo no pudo quebrantar la resistencia de la comuna aldeana: se aferraba
firmemente a sus derechos; y cuanto, en el siglo noveno y en el décimo, las
invasiones de los normandos, árabes y húngaros, mostraron claramente que las
mesnadas guerreras en realidad eran impotentes para proteger el país de las
incursiones, por toda Europa los campesinos mismos comenzaron a fortificar sus
poblaciones con muros de piedras y fortines. Miles de centros fortificados
fueron erigidos entonces, gracias a la energía de las comunas aldeanas; y una
vez que alrededor de las comunas se erigieron baluartes y murallas, y en este
nuevo santuario se crearon nuevos intereses comunales, los habitantes
comprendieron en seguida que ahora, detrás de sus muros, podían resistir no
sólo los ataques de los enemigos exteriores, sino también los ataques de. los
enemigos interiores, es decir, los señores feudales. Entonces una nueva vida
libre comenzó a desarrollarse dentro de estas fortalezas. Había nacido la
ciudad medieval.
Ningún
período de la historia sirve de mejor confirmación de las fuerzas creadoras del
pueblo que los siglos décimo y undécimo, en que las aldeas fortificadas y las
villas comerciales que constituían un género de "oasis en la selva
feudal" comenzaron a liberarse del yugo de los señores feudales y a
elaborar lentamente la organización futura de la ciudad. Por desgracia, los
testimonios históricos de este período se distinguen por su extrema escasez:
conocemos sus resultados, pero muy poco ha llegado hasta nosotros sobre los
medios con que estos resultados fueron obtenidos. Bajo la protección de sus
muros, las asambleas urbanas -algunas completamente independientes, otras bajo
la dirección de las principales familias de nobles o de comerciantes-
conquistaron y consolidaron el derecho a elegir el protector militar de la
ciudad (defensor municipit) y el del juez supremo, o por lo menos el
derecho de elegir entre aquellos que expresaran sus deseos de ocupar este
puesto. En Italia, las comunas jóvenes expulsaban continuamente a sus
protectores (defensores o domina) y hasta sucedió que las comunas
debieron luchar con los que no consentían en irse de buen grado. Lo mismo
sucedía en el Este. En Bohemia, tanto los pobres como los ricos (Bohemicae
gentis magni et parvi, nobiles et ignobiles), tomaban igualmente
parte en las elecciones; y las asambleas populares (viéche) de las
ciudades rusas regularmente elegían, ellas mismas, a sus knyaz -siempre
de una misma familia, los Rurik-; contraían pactos (convenciones) y expulsaban
al knyaz si provocaba descontento. Al mismo tiempo, en la mayoría de las
ciudades del Oeste y Sur de Europa existía la tendencia a designar en calidad
de protector de la ciudad (defensor) al obispo, que la ciudad misma
elegía; y los obispos a menudo sobresalieron tanto en la defensa de los
privilegios (inmunidades) y de las libertades urbanas, que muchos de ellos,
después de muertos, fueron reconocidos como santos o patronos especiales de sus
diferentes ciudades. San Uthelred de Winchester, San Ulrico de Augsburg, San
Wolfgang de Ratisbona, San Heriberto de Colonia, San Adalberto de Praga, etc.,
y numerosos abates y monjes se convirtieron en santos de sus ciudades por haber
defendido sus derechos populares. Y con la ayuda de estos nuevos defensores,
laicos y clérigos, los ciudadanos conquistaron para su asamblea popular plenos
derechos a la independencia en la jurisdicción y administración.
Todo el
proceso de liberación fue avanzando poco a poco, gracias a una serie
ininterrumpida de actos en que se manifestaba su fidelidad a la obra común y
que eran realizados por hombres salidos de las masas populares, por héroes
desconocidos, cuyos mismos nombres no han sido conservados por la historia. El
asombroso movimiento, conocido bajo el nombre de "paz de Dios (treuga
Dei)", con cuya ayuda las masas populares trataban de poner límite a
las interminables guerras tribales por venganza de sangre que se prolongaba
entre las familias de los notables, nació en las jóvenes ciudades libres, y los
obispos y los ciudadanos se esforzaban por extender a la nobleza la paz que
establecieron entre ellos, dentro de sus murallas urbanas.
Ya en este
período, las ciudades comerciales de Italia, y en especial Amalfi (que tenía
cónsules electos desde el año 844) y a menudo cambiaban a su dux en el siglo
décimo, elaboraron el derecho común marítimo y comercial, que más tarde sirvió
de ejemplo para toda Europa. Ravenna elaboró, en la misma época, su
organización artesanal, y Milán, que hizo su primera revolución en el año 980,
se convirtió en centro comercial importante y su comercio gozaba de una
completa independencia ya en el siglo undécimo. Lo mismo puede decirse con
respecto a Brujas y Gante, y también a varias ciudades francesas en las que el
Mahl o forum (asamblea popular) se había hecho ya una institución
completamente independiente. Ya durante este período comenzó la obra de
embellecimiento artístico de las ciudades con las producciones de la
arquitectura que admiramos aún, y que atestiguan elocuentemente el movimiento
intelectual que se producía entonces. "Casi por todo el mundo se renovaban
los templos" -escribía en su crónica Raúl Cylaber, y algunos de los
monumentos más maravillosos de la arquitectura medieval datan de este período:
la asombrosa iglesia antigua de Bremen fue construida en el siglo noveno; la
catedral de San Marcos, en Venecia, fue terminada en el año 1071, y la hermosa
catedral de Pisa, en el año 1063. En realidad, el movimiento intelectual que se
ha descrito con el nombre de Renacimiento del siglo duodécimo y de racionalismo
del siglo duodécimo, que fue precursor de la Reforma, tiene su principio en
este período en que la mayoría de las ciudades constituían aún simples
aglomeraciones de pequeñas comunas aldeanas, rodeadas por una muralla común, y
algunas se convirtieron ya en comunas independientes.
Pero se
requería todavía otro elemento, a más de la comuna aldeana, para dar a estos
centros nacientes de libertad e ilustración la unidad de pensamiento y acción y
la poderosa fuerza de iniciativa que crearon su poderío en el siglo duodécimo y
decimotercero. Bajo la creciente diversidad de ocupaciones, oficios y artes, y
el aumento del comercio con países lejanos, se requería una forma de unión que
no había dado aún la comuna aldeana, y este nuevo elemento necesario fue
encontrado en las guildas. Muchos volúmenes se han escrito sobre estas
uniones que, bajo el nombre de guildas, hermandades, drúzhestva, minne,
artiél, en Rusia; esnaf en Servía y Turquía, amkari en
Georgia, etc., adquirieron gran desarrollo en la Edad Media. Pero los
historiadores hubieron de trabajar más de sesenta años sobre esta cuestión
antes de que fuera comprendida la universalidad de esta institución y explicado
su verdadero carácter. Sólo ahora, que ya están impresos y estudiados
centenares de estatutos de guildas y se ha determinado su relación con los collegia
romana, y también con las uniones aún más antiguas de Grecia e India,
podemos afirmar con plena seguridad que estas hermandades son solamente el
desarrollo mayor de aquellos mismos principios cuya aparición hemos visto ya en
la organización tribal y en la comuna aldeana.
Nada puede
ilustrar mejor estas hermandades medievales que las guildas temporales que se
formaban en las naves comerciales. Cuando la nave hanseática se había hecho a
la mar, solía ocurrir que, pasado el primer medio día desde la salida del
puerto, el capitán o skiper (Schiffer) generalmente reunía en cubierta a
toda la tripulación y a los pasajeros y les dirigía, según el testimonio de un
contemporáneo, el discurso siguiente:
"Como
nos hallamos ahora a merced de la voluntad de Dios y de las olas -decía-
debemos ser iguales entre nosotros. Y puesto que estamos rodeados de
tempestades, altas olas, piratas marítimos y otros peligros, debemos mantener
un orden estricto, a fin de llevar nuestro viaje a un feliz término. Por esto
debemos rogar que haya viento favorable y buen éxito y, según la ley marítima,
elegir a aquellos que ocuparán el asiento de los jueces (Schöffenstellen)".
Y luego la tripulación elegía a un Vogt y cuatro scabini que
se convertían en jueces. Al final de la navegación, el Vogt y los scabini
se despojaban de su obligación y dirigían a la tripulación el siguiente
discurso: "Debemos perdonarnos todo lo que sucedió en la nave y
considerarlo muerto (todt und ab sein lassen). Hemos juzgado con
rectitud y en interés de la justicia. Por esto, rogamos a todos vosotros, en
nombre de la justicia honesta, olvidar toda animosidad que podáis albergar el
uno contra el otro y jurar sobre el pan y la sal que no recordaréis lo pasado
con rencor. Pero si alguno se considera ofendido, que se dirija al Landvogt (juez
de tierra) y, antes de la caída del sol, solicite justicia ante él".
"Al desembarcar a tierra todas las multas (fred) cobradas en el camino se
entregaban al Vogt portuario para ser distribuidas entre los pobres".
Este simple
relato quizá caracterice mejor que nada el espíritu de las guildas medievales.
Organizaciones semejantes brotaban doquiera apareciese un grupo de hombres
unidos por alguna actividad común: pescadores, cazadores, comerciantes,
viajeros, constructores, o artesanos asentados, etc. Como hemos visto, en la
nave ya existía una autoridad, en manos del capitán, pero, para el éxito de la
empresa común, todos los reunidos en la nave, ricos y pobres, los amos y la
tripulación, el capitán y los marineros, acordaban ser iguales en sus
relaciones personales -acordaban ser simplemente hombres obligados a ayudarse
mutuamente- y se obligaban a resolver todos los desacuerdos que pudieran surgir
entre ellos con la ayuda de los jueces elegidos por todos. Exactamente lo mismo
cuando cierto número de artesanos, albañiles, carpinteros, picapedreros, etc.,
se unían para la construcción, por ejemplo, de una catedral, a pesar de que
todos ellos pertenecían a la ciudad, que tenía su organización política, y a
pesar de que cada uno de ellos, además, pertenecía a su corporación, sin
embargo, al juntarse para una empresa común -para una actividad que conocían
mejor que las otras- se unían además en una organización fortalecida por lazos
más estrechos, aunque fuesen temporarios: fundaban una guilda, un artiél, para
la construcción de la catedral. Vemos lo mismo, también actualmente, en el
kabileño. Los kabilas tienen su comuna aldeana, pero resulta insuficiente para
la satisfacción de todas sus necesidades políticas, comerciales y personales de
unión, debido a lo cual se constituye una hermandad más estrecha en forma de cof.
En cuanto al
carácter fraternal de las guildas medievales, para su explicación, puede
aprovecharse cualquier estatuto de guilda. Si tomamos, por ejemplo, la skraa de
cualquier guilda danesa antigua, leemos en ella, primeramente, que en las
guildas deben reinar sentimientos fraternales generales; siguen luego las
reglas relativas a la jurisdicción propia en las guildas, en caso de riña entre
dos hermanos de las guildas o entre un hermano y un extraño, y por último, se
enumeran los deberes de los hermanos. Si la casa de un hermano se incendia, si
pierde su barca, si sufre durante una peregrinación, todos los demás hermanos
deben acudir en su ayuda. Si el hermano se enferma de gravedad, dos hermanos
deben permanecer junto a su lecho hasta que pase el peligro; si muere, los
hermanos deben enterrarlo -un deber de no poca importancia en aquellos tiempos
de epidemias frecuentes- y acompañarlo hasta la iglesia y la sepultura. Después
de la muerte de un hermano, si era necesario, debían cuidarse de sus hijos; muy
a menudo, la viuda se convertía en hermana de la guilda.
Los dos
importantes rasgos arriba citados se encuentran en todas las hermandades,
cualquiera que fuera la finalidad para la cual han sido fundadas. En todos los
casos, los miembros precisamente se trataban así y se llamaban mutuamente
hermano y hermana. En las guildas, todos eran iguales. Las guildas tenían en
común alguna propiedad (ganado, ,tierra, edificios, iglesias o "ahorros
comunales"). Todos los hermanos juraban olvidar todos los conflictos
tribales anteriores por venganza de sangre; y, sin imponerse entre sí el deber
incumplible de no reñir nunca, llegaban a un acuerdo para que la riña no pasara
a ser enemistad familiar con todas las consecuencias de la venganza
tribal, y para que, en la solución de la riña, los hermanos no se dirigieran a
ningún otro tribunal fuera del tribunal de la guilda de los mismos
hermanos. En el caso de que un hermano fuera arrastrado a una riña con una
persona ajena a la guilda, los hermanos estaban obligados a apoyarlo a
cualquier precio; y si fuera él acusado, justa o injustamente, de inferir la
ofensa, los hermanos debían ofrecerle apoyo y tratar de llevar el asunto a una
solución pacífica. Siempre que la violencia ejercida por un hermano no fuera
secreta -en este último caso estaría fuera de la ley- la hermandad salía en su
defensa. Si los parientes del hombre ofendido quisieran vengarse inmediatamente
del ofensor con una agresión, la hermandad lo proveería de caballo para la
huida, o de un bote, o de un par de remos, de un cuchillo y un acero para
producir fuego; si permanecía en la ciudad, lo acompañaba por todas partes una
guardia de doce hermanos; y durante este tiempo la hermandad trataba por todos
los medios de arreglar la reconciliación (composition). Cuando el asunto
llegaba a los tribunales, los hermanos se presentaban al tribunal para
confirmar, bajo juramento, la veracidad de las declaraciones del acusado; si
el tribunal lo hallaba culpable, no le dejaban caer en la ruina completa, o
ser reducido a la esclavitud debido a la imposibilidad de pagar la
indemnización monetaria reclamada: todos participaban en el pago de ella,
exactamente lo mismo que lo hacía en la antigüedad todo el clan. Sólo en el
caso de que el hermano defraudara la confianza de sus hermanos de guilda, o
hasta de otras personas, era expulsado de la hermandad con el nombre de
"inservible" (tha scal han maeles af brödrescap met nidings
nafn). La guilda era, de tal modo, prolongación del "clan"
anterior.
Tales eran
las ideas dominantes de estas hermandades que gradualmente se extendieron a
toda la vida medieval. En realidad, conocemos guildas surgidas entre personas
de todas las profesiones posibles: guildas de esclavos, guildas de ciudadanos
libres y guildas mixtas, compuestas de esclavos y ciudadanos libres; guildas
organizadas con fines especiales: la caza, la pesca o determinada expedición
comercial y que se disolvían cuando se había logrado el fin propuesto, y
guildas que existieron durante siglos en determinados oficios o ramos de
comercio. Y a medida que la vida desarrollaba una variedad de fines cada vez
mayor, crecía, en proporción, la variedad de las guildas. Debido a esto, no
sólo los comerciantes, artesanos, cazadores y campesinos se unían en guildas,
sino que encontramos guildas de sacerdotes, pintores, maestros de escuelas
primarias y universidades; guildas para la representación escénica de "La
Pasión del Señor", para la construcción de iglesias, para el desarrollo de
los "misterios" de determinada escuela de arte u oficio; guildas para
distracciones especiales, hasta guildas de mendigos, verdugos y prostitutas, y
todas estas guildas estaban organizadas según el mismo doble principio de
jurisdicción propia y de apoyo mutuo. En cuanto a Rusia, poseemos testimonios
positivos que indican que el hecho mismo de la formación de Rusia fue tanto
obra de los artieli de pescadores, cazadores e industriales como del resultado
del brote de las comunas aldeanas. Hasta en los días presentes, Rusia está
cubierta por artieli.
Se ve ya por
las observaciones precedentes cuán errónea era la opinión de los primeros
investigadores de las guildas cuando consideraban como esencia de esta
institución la festividad anual que era organizada comúnmente por los hermanos.
En realidad, el convite común tenía lugar el mismo día, o el día siguiente,
después de realizada la elección de los jefes, la deliberación de las
modificaciones necesarias en los reglamentos y, muy a menudo, el juicio de las
riñas surgidas entre hermanos; por último, en este día, a veces, se renovaba el
juramento de fidelidad a la guilda. El convite común, como el antiguo festín de
la asamblea comunal de la tribu -mahl o mahlum- o la aba de los
buriatos, o la fiesta parroquias y el festín al finalizar la recolección,
servían simplemente para consolidar la hermandad. Simbolizaba los tiempos en
que todo era del dominio común del clan. En ese día, por lo menos, todo
pertenecía a todos; se sentaban todos a una misma mesa. Hasta en un período
considerablemente más avanzado, los habitantes de los asilos de una de las
guildas de Londres, ese día, se sentaban a una mesa común junto con los ricos alderpnen.
En cuanto a
la diferencia que algunos investigadores trataron de establecer entre las
viejas -guildas de paz" sajonas (frith guild) y las llamadas
guildas "sociales" o "religiosas", con respecto a esto
puede decirse que todas eran guildas de paz en el sentido ya dicho y todas
ellas eran religiosas en el sentido en que la comuna aldeana o la ciudad puesta
bajo la protección de un santo especial son sociales y religiosas. Si la
institución de la guilda tuvo tan vasta difusión en Asia, Africa y Europa, si
sobrevivió un milenio, surgiendo nuevamente cada vez que condiciones similares
la llamaban a la vida, se explica porque la guilda representaba algo
considerablemente mayor que una simple asociación para la comida conjunta, o
para concurrir a la iglesia en determinado día, o para efectuar el entierro por
cuenta común. Respondía a una necesidad hondamente arraigada en la naturaleza
humana; reunía en sí todos aquellos atributos de que posteriormente se apropió
el Estado por medio de su burocracias su policía, y aun mucho más. La guilda
era una asociación para el apoyo mutuo "de hecho y de consejo", en
todas las circunstancias y en todas las contingencias de la vida; y era una
organización para el afianzamiento de la justicia, diferenciándose del
gobierno, sin embargo, en que en lugar del elemento formal, que era el rasgo
esencial característico de la intromisión del Estado. Hasta cuando el hermano
de la guildas aparecía ante el tribunal de la misma, era juzgado por personas
que le conocían bien, estaban a su lado en el trabajo conjunto, se habían
sentado con él más de una vez en el convite común, y juntos cumplían toda clase
de deberes fraternales; respondía ante hombres que eran sus iguales y sus
hermanos verdaderos, y no ante teóricos de la ley o defensores de ciertos
intereses ajenos.
Es evidente
que una institución tal como la guilda, bien dotada para la satisfacción de la
necesidad de unión, sin privar por eso al individuo de su independencia e
iniciativa, debió extenderse, crecer y fortalecerse. La dificultad residía
solamente en hallar una forma que permitiera a las federaciones de guildas
unirse entre sí, sin entrar en conflicto con las federaciones de comunas
aldeanas, y uniera unas y otras en un todo armonioso. Y cuando se halló la
forma conveniente -en la ciudad libre- y una serie de circunstancias favorables
dio a las ciudades la posibilidad de declarar y afirmar su independencia, la
realizaron con tal unidad de pensamiento, que habría de provocar admiración aun
en nuestro siglo de los ferrocarriles, las comunicaciones telegráficas y la
imprenta. Centenares de Cartas con las que las ciudades afirmaron su unión
llegaron hasta nosotros; y en todas estas Cartas aparecen las mismas ideas
dominantes, a pesar de la infinita diversidad de detalles que dependían de la
mayor o menor plenitud de libertad. Por doquier la ciudad se organizaba como
una federación doble, de pequeñas comunas aldeanas y de guildas.
"Todos
los pertenecientes a la amistad de la ciudad -como dice, por ejemplo, la Carta
acordada en 1188 a los ciudadanos de la ciudad de Aire, por Felipe, conde de
Flandes- han prometido y confirmado, bajo juramento, que se ayudarán mutuamente
como hermanos en todo lo útil y honesto; que si el uno ofende al otro, de
palabra o de hecho, el ofendido no se vengará por sí mismo ni lo harán sus
allegados... presentará una queja y el ofensor pagará la debida indemnización
por la ofensa, de acuerdo con la resolución dictada por doce jueces electos que
actuarán en calidad de árbitros. Y si el ofensor o el ofendido, después de la
tercera advertencia, no se somete a la resolución de los árbitros, será
excluido de la amistad como hombre depravado y perjuro.
"Todo
miembro de la comuna será fiel a sus conjurados, y les prestará ayuda y consejo
de acuerdo con lo que dicte la justicia" -así dicen las Cartas de Amiens y
Abbeville-. "Todos se ayudarán mutuamente, cada uno según sus fuerzas, en
los límites de la comuna, y no permitirán que uno tome algo a otro comunero, o
que obligue a otro a pagar cualquier clase de contribución", leemos en las
cartas de Soissons, Compiégne, Senlis, y de muchas otras ciudades del mismo
tiempo.
"La
comuna -escribió el defensor del antiguo orden, Guilbert de Nogent- es un
juramento de ayuda mutua (mutui adjutori conjuratio)"...
"Una palabra nueva y detestable. Gracias a ella, los siervos (capite
sensi) se liberan de toda servidumbre; gracias a ella, se liberan del
pago de las contribuciones que generalmente pagaban los siervos".
Esta misma
ola liberadora rodó en los siglos décimo, undécimo y duodécimo por toda Europa,
arrollando tanto las ciudades ricas como las más pobres. Y si podemos decir
que, hablando en general, primero se liberaron las ciudades italianas (muchas
aún en el siglo undécimo y algunas también en el siglo décimo), sin embargo no
podemos dejar de señalar el centro menudo, un pequeño burgo de un punto
cualquiera de Europa central se ponía a la cabeza del movimiento de su región,
y las grandes ciudades tomaban su Carta como modelo. Así, por ejemplo, la Carta
de la pequeña ciudad de Lorris fue aceptada por ciudades del sureste de
Francia, y la Carta de Beaumont sirvió de modelo a más de quinientas ciudades y
villas de Bélgica y Francia. Las ciudades enviaban continuamente diputados
especiales a la ciudad vecina, para obtener copia de su Carta, y sobre esa base
elaboraban su propia constitución. Sin embargo, las ciudades no se conformaban
con la simple transcripción de las Cartas: componían sus cartas en conformidad
con las concesiones que conseguían arrancar a sus señores feudales; resultando,
como observó un historiador, que las cartas de las comunas medievales se
distinguen por la misma diversidad que la arquitectura gótica de sus iglesias y
catedrales. La misma idea dominante en todas, puesto que la catedral de la
ciudad representaba simbólicamente la unión de las parroquias o de las comunas
pequeñas y de las guildas en la ciudad libre, y en cada catedral había una
infinita riqueza de variedad en los detalles de su ornamento.
El punto más
esencial para las ciudades que se liberaban era su jurisdicción propia, que
implicaba también la administración propia. Pero la ciudad no era simplemente
una parte "autónoma" del Estado -tales palabras ambiguas no habían
sido inventadas-, constituía un Estado por sí mismo. Tenía derecho a declarar
la guerra y negociar la paz, el derecho de establecer alianzas con sus vecinos
y de federarse con ellos. Era soberana en sus propios asuntos y no se inmiscuía
en los ajenos.
El poder
político supremo de la ciudad se encontraba, en la mayoría de los casos,
íntegramente en manos de la asamblea popular (forum) democrática, como sucedía,
por ejemplo, en Pskof, donde la viéche enviaba y recibía los
embajadores, concluía tratados, invitaba y expulsaba a los knyaziá, o
prescindía por completo de ellos durante décadas enteras. 0 bien, el alto poder
político era transferido a manos de algunas familias notables, comerciantes o
hasta de nobles; o era usurpado por ellos, como sucedía en centenares de
ciudades de Italia y Europa central. Pero los principios fundamentales
continuaban siendo los mismos: la ciudad era un Estado y, lo que es quizá aún
más notable, si el poder de la ciudad había sido usurpado, o se habían
apropiado paulatinamente de él la aristocracia comercial o hasta la nobleza, la
vida interior de la ciudad y el carácter democrático de sus relaciones
cotidianas sufrían por ello poca mengua: dependía poco de lo que se puede
llamar forma política del Estado.
El secreto
de esta contradicción aparente reside en que la ciudad medieval no era un
Estado centralizado. Durante los primeros siglos de su existencia, la ciudad
apenas se podía llamar Estado, en cuanto se refería a su organización interna,
puesto que la edad media, en general, era ajena a nuestra centralización
moderna de las funciones, como también a nuestra centralización de las
provincias y distritos en manos de un gobierno central. Cada grupo tenía,
entonces, su parte de soberanía.
Comúnmente
la ciudad estaba dividida en cuatro barrios, o en cinco, seis o siete kontsi
(sectores) que irradiaban de un centro donde estaba situada la catedral y a
menudo la fortaleza (krieml). Y cada barrio o koniets en general
representaba un determinado género de comercio o profesión que predominaban en
él, a pesar de que en aquellos tiempos en cada barrio o koniets podían
vivir personas que ocupaban diferentes posiciones sociales y que se entregaban
a diversas ocupaciones: la nobleza, los comerciantes, los artesanos y aún los
semisiervos. Cada koniets o sector, sin embargo, constituía una unidad
enteramente independiente. En Venecia, cada isla constituía una comuna política
independiente, que tenía su organización propia de oficios y comercios, su
comercio de sal y pan, su administración y su propia asamblea popular o forum.
Por esto, la elección por toda Venecia de uno u otro dux, es decir, el jefe
militar y gobernador supremo, no alteraba la independencia interior de cada una
de estas comunas individuales.
En Colonia,
los habitantes se dividían en Geburschaften y Heimschaften (viciniae), es
decir, guildas vecinales cuya formación data del periodo de los francos, y cada
una de estas guildas tenía en juez (Burgrichter) y los doce jurados
electos corrientes (Schóffen), -su Vogt (especie de jefe
policial) y su greve o jefe de la milicia de la guilda.
La historia
del Londres antiguo, antes de la conquista normanda del siglo XII, dice Green,
es la historia de algunos pequeños grupos, dispersos en una superficie rodeada
por los muros de la ciudad, y donde cada grupo se desarrollaba por sí solo, con
sus instituciones, guildas, tribunales, iglesias, etc.; sólo poco a poco estos
grupos se unieron en una confederación municipal. Y cuando consultamos los
anales de las ciudades rusas, de Novgorod y de Pskof, que se distinguen tanto
los unos como los otros por la abundancia de detalles puramente locales, nos
enteramos de que también los kontsi, a su vez, consistían en calles (ulitsy)
independientes, cada una de las cuales, a pesar de que estaba habitada
preferentemente por trabajadores de un oficio determinado, contaba, sin
embargo, entre sus habitantes también comerciantes y agricultores, y constituía
una comuna separada. La ulitsa asumía la responsabilidad comuna¡ por todos sus
miembros, en caso de delito. Poseía tribunal y administración propios en la
persona de los magistrados de la calle (ulitchánske stárosty) tenía
sello propio (el símbolo del poder estatal) y en caso de necesidad, se
reunía su viéche (asamblea) de la calle. Tenía, por último, su propia milicia,
los sacerdotes que ella elegía, y tenía su vida colectiva propia y sus empresas
colectivas. De tal modo, la ciudad medieval era una federación doble: de
todos los jefes de familia reunidos en pequeñas confederaciones territoriales
-calle, parroquia, koniets- y de individuos unidos por un juramento
común en guildas, de acuerdo con sus profesiones. La primera federación era
fruto del crecimiento subsiguiente, provocado por las nuevas condiciones.
En esto
residía toda la esencia de la organización de las ciudades medievales libres, a
las que debe Europa el desarrollo esplendoroso tomado por su civilización.
El objeto
principal de la ciudad medieval era asegurar la libertad, la administración
propia y la paz; y la base principal de la vida de la ciudad, como veremos
en seguida, al hablar de las guildas artesanos, era el trabajo. Pero la
"producción- no absorbía toda la atención del economista medieval. Con su
espíritu práctico comprendía que era necesario garantizar el
"consumo" para que la producción fuera posible; y por esto el proveer
a "la necesidad común de alimento y habitación para pobres y ricos- (gemeine
notdurft und gemach armer und richer), era el principio fundamental de toda
ciudad. Estaba terminantemente prohibido comprar productos alimenticios y otros
artículos de primera necesidad (carbón, leña, etc.) antes de ser entregados al
mercado, o comprarlos en condiciones especialmente favorables -no accesibles a
otros-, en una palabra, el preempcio, la especulación. Todo debía ir
primeramente al mercado, y allí ser ofrecido para que todos pudieran comprar
hasta que el sonido de la campana anunciara la clausura del mercado. Sólo
entonces podía el comerciante minorista comprar los productos restantes: pero
aun en este caso, su beneficio debía ser "un beneficio honesto".
Además, si un panadero, después de la clausura del mercado, compraba grano al
por mayor, entonces cualquier ciudadano tenía derecho a exigir determinada
cantidad de este grano (alrededor de medio quarter) al precio por mayor si
hacía tal demanda antes de la conclusión definitiva de la operación; pero, del
mismo modo, cualquier panadero podía hacer la demanda si un ciudadano compraba
centeno para la reventa. Para moler el grano bastaba con llevarlo al molino de
la ciudad, donde era molido por turno, a un precio determinado; se podía cocer
el pan en el four banal, es decir, el horno comunal. En una palabra, si
la ciudad sufría necesidad, la sufrían entonces más o menos todos; pero, aparte
de tales desgracias, mientras existieron las ciudades Ubres, dentro de sus
muros nadie podía morir de hambre. como sucede demasiado a menudo en nuestra
época.
Además,
todas estas reglas datan ya del período más avanzado de la vida de las
ciudades, pues al principio de su vida las ciudades libres generalmente
compraban por sí mismas todos los productos alimenticios para el consumo de los
ciudadanos. Los documentos publicados recientemente por Charles Gross contienen
datos plenamente precisos sobre este punto, y confirman su conclusión de que
las cargas de productos alimenticios llegadas a la ciudad "eran compradas
por funcionarios civiles especiales, en nombre de la ciudad, y luego
distribuidas entre los comerciantes burgueses, y a nadie se permitía comprar
mercancía descargada en el puerto a menos que las autoridades municipales
hubieran rehusado comprarla. Tal era -agrega Gross- según parece, la práctica
generalizada en Inglaterra, Irlanda, Gales y Escocia. Hasta en el siglo XVI
vemos que en Londres se efectuaba la compra común de grano -para comodidad y
beneficio en todos los aspectos, de la ciudad y del Palacio de Londres y de
todos los ciudadanos y habitantes de ella en todo lo que de nosotros depende",
como escribía el alcalde en l565.
En Venecia,
todo el comercio de granos, como se sabe bien ahora, se hallaba en manos de la
ciudad, y de los "barrios", al recibir el grano de la oficina que
administraba la importación, debían distribuir por las casas de todos los
ciudadanos del barrio la cantidad que corresponda a cada uno. En Francia, la
ciudad de Amiens compraba sal y la distribuía entre todos los ciudadanos al
precio de compra; y aún en la época presente encontramos en muchas ciudades
francesas las halles que antes eran el depósito municipal para el
almacenamiento del grano y de la sal. En Rusia, era esto un hecho corriente en
Novgorod y Pskof.
Necesario es
decir que toda esta cuestión de las compras comunales para consumo de los
ciudadanos y de los medios con que eran realizadas no ha recibido aún la debida
atención de parte de los historiadores; pero aquí y allá se encuentran hechos
muy instructivos que arrojan nueva luz sobre ella. Así, entre los documentos de
Gross existe un reglamento de la ciudad de Kilkenny, que data del año 1367, y
por este documento nos enteramos de qué modo se establecían los precios de las
mercaderías. "Los comerciantes y los marinos -dice Gross- debían mostrar,
bajo juramento, el precio de compra de su mercadería y los gastos originados
por el transporte. Entonces el alcalde de la ciudad y dos personas honestas
fijaban el precio (named the price) a que debía venderse la
mercadería." La misma regla se observaba en Thurso para las mercaderías
que llegaban "por mar y por tierra". Este método "de fijar
precio" armoniza tan justamente con el concepto que sobre el comercio
predominaba en la Edad Media que debe haber sido corriente. El que una tercera
persona fijara el precio era costumbre muy antigua; y para todo género de intercambio
dentro de la ciudad indudablemente se recurría muy a menudo a la determinación
del precio, no por el vendedor o el comprador, sino por una tercera persona
-una persona "honesta"-. Pero este orden de cosas nos remonta a un
período aún más antiguo de la historia del comercio, precisamente al período en
que todo el comercio de productos importantes era efectuado por la ciudad
entera, y los compradores eran sólo comisionistas apoderados de la ciudad
para las ventas de la mercadería que ella exportaba. Así el reglamento de
Waterford, publicado también por Gross, dice que "todas las mercaderías, de
cualquier género que fueran... debían ser compradas por el alcalde (el jefe
de la ciudad) y los ujieres (balives), designados compradores comunales (para
la ciudad) para el caso, y debían ser distribuidas entre todos los ciudadanos
libres de la ciudad (exceptuando solamente las mercancías propias de los
ciudadanos y habitantes libres"). Este estatuto apenas se puede
interpretar de otro modo que no sea admitiendo que todo el comercio exterior de
la ciudad era efectuado por sus agentes apoderados. Además, tenemos el
testimonio directo de que precisamente así estaba establecido en Novgorod y
Pskof. El soberano señor Novgorod y el soberano señor Pskof enviaban ellos
mismos sus caravanas de comerciantes a los países lejanos.
Sabemos
también que en casi todas las ciudades medievales de Europa central y
occidental, cada guilda de artesanos habitualmente compraba en común todas las
materias primas para sus hermanos y vendía los productos de su trabajo por
medio de sus delegados; y apenas es admisible que el comercio exterior no se
realizara siguiendo este orden, tanto más cuanto que, como bien saben los
historiadores, hasta el siglo XIII todos los compradores de una determinada ciudad
en el extranjero no sólo se consideraban responsables, como corporación, de las
deudas contraídas por cualquiera de ellos, sino que también la ciudad entera
era responsable de las deudas contraídas por cada uno de sus ciudadanos
comerciantes. Solamente en los siglos XII y XIII las ciudades del Rhin
concertaron pactos especiales que anulaban esta caución solidaria. Y por
último, tenemos el notable documento de Ipswich, publicado por Gross, en el
cual vemos que la guilda comercial de esta ciudad se componía de todos aquellos
que se contaban entre los hombres libres de la ciudad, y expresaban conformidad
en pagar su cuota (su "hanse") a la guildas, y toda la comuna juzgaba
en común cuál era el mejor modo de apoyar a la guilda comercial y qué privilegios
debía darle. La guilda comercial (the Merchant guild) de Ipswich
resultaba de tal modo más bien una corporación de apoderados de la ciudad que
una guilda común privada.
En una
palabra. cuanto más conocemos la ciudad medieval, tanto más nos convencemos de
que no era una simple organización política para la protección de ciertas
libertades políticas. Constituía una tentativa -en mayor escala de lo que se
había hecho en la comuna aldeana- de unión estrecha con fines de ayuda y apoyo
mutuos, para el consumo y la producción y para la vida social en general, sin
imponer a los hombres, por ello, los grillos del Estado, sino, por el
contrario, dejando plena libertad a la manifestación del genio creador de cada
grupo individual de hombres en el campo de las artes, de los oficios, de la
ciencia, del comercio y de la organización política.
Hasta dónde
tuvo éxito esta tentativa lo veremos, mejor que nada, examinando en el capítulo
siguiente la organización del trabajo en la ciudad medieval y las relaciones de
las ciudades con la población campesina que las rodeaba.
Las ciudades medievales no estaban organizadas según un plano
trazado de antemano por voluntad de algún legislador extraño a la población:
Cada una de estas ciudades era fruto del crecimiento natural, en el sentido
pleno de la palabra- era el resultado, en constante variación de la lucha entre
diferentes fuerzas, que se ajustaban mutuamente una y otra vez, de conformidad
con la fuerza viva de cada una de ellas, y también según las alternativas de la
lucha y según el apoyo que hallaban en el medio que las circundaba. Debido a
esto, no se hallarán dos ciudades cuya organización interna y cuyos destinos
históricos fueran idénticos; y cada una de ellas, -tomada en particular-,
cambia su fisonomía de siglo en siglo. Sin embargo, si echamos un vistazo
amplio sobre todas las ciudades de Europa, las diferencias locales y nacionales
desaparecen y nos sorprendemos por la similitud. asombrosa que existe entre
todas ellas, a pesar de que cada una de ellas se desarrolló por sí misma,
independientemente de las otras, y en condiciones diferentes. Cualquiera
pequeña ciudad del Norte de Escocia, poblada por trabajadores y pescadores
pobres, o las ricas ciudades de Flandes, con su comercio mundial, con su lujo,
amor a los placeres y con su vida animada; una ciudad italiana enriquecida por
sus relaciones con Oriente y que elaboró dentro de sus muros un gusto artístico
refinado y una civilización refinada, y, por último, una ciudad pobre, de la
región pantanosolacustre de Rusia, dedicada principalmente a la agricultura,
parecería que poco tienen de común entre sí. Y, sin embargo, las líneas
dominantes de su organización y el espíritu de que están impregnadas asombran
por su semejanza familiar.
Por doquier
hallamos las mismas federaciones de pequeñas comunas o parroquias o guildas;
los mismos "suburbios" alrededor de la "ciudad" madre; la
misma asamblea popular; los mismos signos exteriores de independencia; el
sello, el estandarte,, etc. El protector (defensor) de la ciudad bajo
distintas denominaciones, y distintos ropajes, representa a una misma autoridad
defendiendo los mismos intereses; el abastecimiento de víveres, el trabajo, el
comercio, están organizados en las mismas líneas generales; los conflictos
interiores y exteriores nacen de los mismos motivos; más aún, las mismas
consignas desplegadas durante estos conflictos y hasta las fórmulas utilizadas
en los anales de la ciudad, ordenanzas, documentos, son las mismas; y los
monumentos arquitectónicos, ya sean de estilo gótico, romano o bizantino,
expresan las mismas aspiraciones y los mismos ideales; estaban concebidos para
expresar el mismo pensamiento y se construían del mismo modo. Muchas
disimilitudes son simplemente el resultado de las diferencias de edad de dos
ciudades, y esas disimilitudes entre ciudades de la misma región, por ejemplo,
Pskof y Novgorod, Florencia y Roma, que tenían un carácter real, se repiten en
distintas partes de Europa. La unidad de la idea dominante y las razones
idénticas del nacimiento allanan las diferencias aparecidas como resultado del
clima, de la posición geográfica, de la riqueza, del lenguaje y de la religión.
He aquí por qué podemos hablar de la ciudad medieval en general, como de
una fase plenamente definida de la civilización; y a pesar de que son de desear
en grado superlativo las investigaciones que señalen las particularidades
locales. e individuales de las ciudades, podemos, no obstante, señalar. los
rasgos. principales del desarrollo que eran comunes a todas ellas.
No cabe duda
alguna de que la protección que habitual y universalmente se acordaba al
mercado, ya desde las primeras épocas bárbaras, desempeñó un papel importante,
a pesar de no ser exclusivo, en la obra de la liberación de las ciudades
medievales. Los bárbaros del período antiguo no conocían el comercio dentro de,
sus comunas aldeanas; comerciaban solamente con los extranjeros en ciertos
lugares determinados y ciertos días fijados de antemano. Y para que el
extranjero, pudiera presentarse en el lugar de trueque, sin riesgo de ser
muerto en cualquier altercado sostenido por dos clanes, a causa de una venganza
de sangre, el mercado se ponía siempre bajo la protección especial de todos los
clanes. También era inviolable, como el lugar de veneración religiosa bajo cuya
sombra se organizaba generalmente. Entre los kabilas, el mercado hasta ahora es
anaya, lo mismo que el sendero por el cual las mujeres acarrean el agua
de los pozos; no era posible aparecer armado en el mercado ni en el sendero, ni
siquiera durante las guerras intertribales. En la época medieval, el mercado
gozaba por lo común exactamente de la misma protección. La venganza tribal
nunca debía proseguirse hasta la plaza donde se reunía el pueblo con propósitos
de comerciar, y, del mismo modo, en determinado radio alrededor de esta plaza;
y si en la abigarrada multitud de vendedores y compradores se producía alguna
riña, era menester someterla al examen de aquéllos bajo cuya protección se
encontraba el mercado; es decir, al tribunal de la comuna, o al juez del
obispado, del señor feudal o del rey. El extranjero que se presentara con fines
comerciales era huésped, y hasta usaba este hombre; en el mercado era
inviolable. Hasta el barón feudal, que sin escrúpulos despojaba a los comerciantes
en el camino real, trataba con respeto al Weichbild, la señal de la
asamblea popular, es decir, la pértiga que se elevaba en la plaza del mercado,
en cuyo tope se hallaban las armas reales! o un guante de caballero, o la
imagen del santo local, o simplemente la cruz, según estuviera el mercado bajo
la protección del rey, de la asamblea popular, viéche, o de la iglesia
local.
Es fácil
comprender de qué modo el poder judicial propio de la ciudad, pudo originarse
en el poder judicial especial del mercado, cuando este poder fue cedido, de
buen grado o no, a la ciudad misma. Es comprensible, también, que tal origen de
las libertades urbanas, cuyas huellas se pueden seguir en muchos casos,
imprimió tu seno inevitablemente. a su desarrollo ulterior. Dio el predominio a
la parte comercial de la comuna. Los burgueses que poseían en aquellos tiempos
una casa en la ciudad y que eran copropietarios de las tierras de ella, muy a
menudo organizaban entonces una guilda comercial, la cual tenía en sus manos
también el comercio de la ciudad, y a pesar de que al principio cada ciudadano,
pobre o rico, podía ingresar en la guilda comercial, y hasta el comercio mismo
era efectuado en interés de toda la ciudad, por medio de sus apoderados, no
obstante la guilda comercial paulatinamente se convertía en un género de
corporación privilegiada. Llena de celo, no admitió en sus filas a la población
advenediza, que pronto comenzó a afluir a las ciudades libres y todas las
ventajas derivadas del comercio las conservaban en beneficio de unas pocas
"familias" (les familles, los staroyíby, viejos habitantes)
que eran ciudadanos cuando la ciudad proclamó su independencia. De tal modo,
evidentemente, amenazaba el peligro del surgimiento de una oligarquía
comercial. Pero, ya en el siglo X, y aún más, en los siglos XI y XII, los
oficios principales también se organizaban en guildas, que en la mayoría de los
casos podían limitar las tendencias oligárquicas de los comerciantes.
La guilda de
artesanos de aquellos tiempos, generalmente vendía por sí misma los productos
que sus miembros elaboraban, y compraban en común las materias primas para
ellos, y de este modo sus miembros eran, al mismo tiempo, tanto comerciantes
corno artesanos. Debido a esto, el predominio alcanzado por las viejas guildas
de artesanos desde el principio mismo de la vida libre de las ciudades dio al
trabajo de artesano aquella elevada posición que ocupó posteriormente en la
ciudad. En realidad, en la ciudad medieval, el trabajo del artesano no era
signo de posición social inferior, por lo contrario, no sólo conservaba huellas
del profundo respeto con que se le trataba antes, en la comuna aldeana, sino
que el rápido desarrollo de la habilidad artística en la producción de todos
los oficios: de la joyería, del tejido, de la cantería, de la arquitectura,
etcétera, hacía que todos los que estaban en el poder en las repúblicas libres
de aquella época, trataran con profundo respeto personal al artesano-artista.
En general,
el trabajo manual se consideraba en: los "misterios" (artiéti,
guildas) medieval es como un deber piadoso hacia los conciudadanos, corno
una función (Amt) social, tan honorable corno cualquier otra. La idea de
"justicia" con respecto a la comuna y de "verdad" con
respecto al productos y al consumidor, que nos parecería tan extraña en nuestra
época, entonces impregnaba todo el proceso de producción y trueque. El trabajo
del curtidor, calderero, zapatero, debía ser "justo", Concienzudo
escribían entonces. La madera, el cuero o los hilos utilizados por los
artesanos, debían ser "honestos"; el pan debía ser amasado "a
conciencia", etcétera. Transportado este lenguaje a nuestra vida moderna,
aparecerá artificioso y afectado; pero entonces era completamente natural y
estaba desprovisto de toda afectación, pues que el artesano medieval no
producía para un comprador que no conocía, no arrojaba sus mercancías en un
mercado desconocido; antes que nada producía para su propia guilda, que al
principio vendía ella misma, en su cámara de tejedores, de cerrajeros,
etcétera, la mercancía elaborada por los hermanos de la guilda; para una
hermandad de hombres en la que todos se conocían, en la que todos conocían la
técnica del oficio y, al estabais el precio al producto, cada uno podía
apreciar la habilidad puesta en la producción de un objeto determinado y el
trabajo empleado en él. Además, no era un, productor aislado que ofrecía a la
comuna la mercancía pala la compra, la ofrecía la guilda; la comuna misma, a su
vez, ofrecía a la hermandad de las comunas confederadas aquellas mercancías que
eran exportadas por ella y por cuya calidad respondía ante ellas.
Con tal
organización para cada oficio, era cuestión de amor propio no ofrecer mercancía
de calidad inferior; los defectos técnicos de la mercancía o adulteraciones
afectaban a toda la comuna, pues, según las palabras de una ordenanza,
"destruyen la confianza pública" De tal modo la producción era un deber
social y estaba puesta bajo el control de toda las amitas -de toda
la hermandad-; debido a lo cual, el trabajo manual, mientras existieron las
ciudades libres, no podía descender a la posición inferior a la cual, a menudo,
llega ahora.
LA
diferencia entre el maestro y el aprendiz, o entre el maestro y el. medio
oficial (compayne, Geselle) ha existido ya desde la época misma del establecimiento
de las ciudades medievales libres; pero al principio esta diferencia era sólo
diferencia de edad y de grado de habilidad, y no de autoridad y riqueza.
Después de haber estado siete años como aprendiz y de haber demostrado
conocimiento y capacidad en un determinado oficio, por medio de una obra hecha
especialmente, el aprendiz se convertía, en maestro a su vez. Y solamente
bastante más tarde, en e! siglo XVI, cuando la autoridad real ya había
destruido la organización de la ciudad y de los artesanos, se podía llegar a
maestro simplemente por herencia o en virtud de la riqueza. Pero ésta ya era la
época de la decadencia general de la industria y del arte de la Edad Media.
En el primer
período, floreciente, de las ciudades medievales, no había en ellas mucho lugar
para el trabajo alquilado y para los alquiladores individuales. El trabajo de
los tejedores, armeros, herreros, panaderos, etcétera, efectuábase para la
guilda y la ciudad; y cuando en los oficios de la construcción se alquilaban
artesanos extraños, éstos trabajaban como corporación temporal (como se observa
también en la época presente en los artiéli rusos) cuyo trabajo se pagaba a
todo el artiél, en bloque. El trabajo para un patrón individual empezó a
extenderse más tarde; pero también en estas circunstancias se pagaba al
trabajador mejor de lo que se paga ahora, aun en Inglaterra, y
considerablemente mejor de lo que se pagaba comúnmente en toda Europa en la
primera mitad del siglo XIX. Thorold Rogers hizo conocer este hecho en grado
suficiente a los lectores ingleses; pero es menester decir lo mismo de la
Europa continental, como lo demuestran las investigaciones de Falke y
Schónberg, y también muchas indicaciones ocasionales. Aún en el siglo XV, el
albañil, carpintero o herrero, recibía en Amiens un salario diario a razón de
cuatro sols, que correspondían a 48 libras de pan o a una octava parte
de un buey pequeño (bouverd). En Sajonia, el salario de un Geselle
(medio oficial) en el oficio de la construcción era tal que, expresándonos con
las palabras de Falke, el obrero podía comprar con su sueldo de seis días tres
ovejas y un par de botas. Las ofrendas de los obreros (Geselle) en los
distintos templos son también testimonios de su relativo bienestar, sin hablar
ya de las ofrendas suntuosas de algunas guildas de artesanos y de sus gastos
para las festividades y sus procesiones pomposas. Realmente, cuanto más
estudiamos las ciudades medievales, tanto más nos convencemos que nunca el
trabajo ha sido tan bien pagado y ha gozado de respeto general como en la época
en que la vida de las ciudades libres se hallaba en su punto máximo de
desarrollo. Más aún. No sólo, muchas aspiraciones de nuestros radicales
modernos habían sido realizadas ya en la Edad media, sino que hasta mucho de lo
que ahora se considera utópico se aceptaba entonces como algo completamente
natural. Se burlan de nosotros cuando decimos que el trabajo debe ser
agradable, pero, según las palabras de la ordenanza de la Edad Media de
Kuttenberg, "cada uno debe hallar placer en su trabajo y nadie debe,
pasando el tiempo en holganza (mit nichts thun), apropiarse de lo que ha
sido producido con la aplicación y el trabajo ajeno, pues las leyes deben ser
un escudo para la defensa de la aplicación y del trabajo". Y entre todas
las charlas modernas sobre la jornada de ocho horas de trabajo, no sería
inoportuno recordar la ordenanza de Fernando I, relativa a las minas imperiales
de carbón; según esta ordenanza se establece la jornada de trabajo del minero
en ocho horas "como se ha hecho desde antiguo" (wie vor Alters
herkommen), y que estaba completamente prohibido trabajar después del medio
día del sábado . Una jornada de trabajo más larga era muy rara, dice Janssen,
mientras que se daban con bastante frecuencia las más cortas. Según las palabras
de Rogers, en Inglaterra, en el siglo XV, los trabajadores trabajaban solamente
cuarenta y ocho "horas por semana". El semiferiado del sábado, que
consideramos una conquista moderna, en realidad era una antigua institución
medieval; era ese el día de baño de una parte considerable de los miembros de
la comuna, y los jueves, después del mediodía, lo era para todos los medios
oficiales (Geselle). Y a pesar de que en aquella época no existían aun
los comedores escolares -probablemente porque no enviaban hambrientos los niños
a la escuela- se había establecido, en diversas ciudades, el distribuir dinero
a los niños para el baño, si este gasto constituía una carga para sus padres.
En cuanto a
los congresos de trabajadores, eran un fenómeno corriente en la Edad Media. En
algunas partes de Alemania, los artesanos de un mismo oficio, pero que
pertenecían a diferentes comunas, generalmente se reunían para determinar el
plazo del aprendizaje, el salario, la condición del viaje por su país, que se
consideraba entonces obligatorio para todo trabajador que había terminado su
aprendizaje, etcétera. En el año 1572, las ciudades que pertenecían a la liga
hanseática formalmente reconocían a los artesanos el derecho de reunirse
periódicamente en asamblea y adoptar cualquier género de resoluciones, siempre
que estas últimas no se opusieran a las ordenanzas de las ciudades, que
determinaban la calidad de las mercancías. Es sabido que tales congresos de
trabajadores, en parte internacionales (como la misma Hansa), eran convocados
por los panaderos, fundadores, curtidores, herreros, espaderos, toneleros.
La
organización de las guildas requería, naturalmente, una supervisión cuidadosa
de ellas sobre los artesanos, y para este fin se designaban jurados especiales.
Es notable, sin embargo, el hecho de que mientras las ciudades llevaban una
vida libre, no se oían quejas sobre supervisión; mientras que cuando el Estado
intervino y confiscó la propiedad de las guildas y violó su independencia en
beneficio de su propia burocracia, las quejas se hicieron simplemente
innumerables. Por otra parte, el enorme progreso en el campo de todas las
artes, alcanzado bajo el sistema de la guilda medieval, es la mejor
demostración de que este sistema no era un obstáculo para el desarrollo de la
iniciativa personal. El hecho es que la guilda medieval, como la parroquia
medieval, la ulitsa o el koniets, no era una Corporación de
ciudadanos puestos bajo en control de los funcionarios del Estado; era una
confederación de todos los hombres unidos para una determinada producción, y en
su composición entraban compradores jurados de materias primas, vendedores de
mercancías manufacturadas y maestros artesanos, medio oficiales, compaynes y
aprendices. Para la organización interna de una determinada producción, la asamblea
de todas estas personas era soberana, mientras no afectara a las otras guildas,
en cuyo caso el asunto se sometía a la consideración de la guilda de las
guildas, es decir, de la ciudad. Aparte de las funciones recién indicadas, la
guilda representaba aún algo más. Tenía su jurisdicción propia, es decir, el
derecho propio de justicia en sus asuntos, y su propia fuerza armada; tenía sus
asambleas generales o viéche, propias tradiciones de lucha, gloria e
independencia, y sus relaciones propias con las otras guildas del mismo oficio
u ocupación de otras ciudades. En una palabra, llevaba una vida orgánica plena,
que provenía de que abrazaba en un conjunto la vida toda de esta unión. Cuando
la ciudad era convocada a las urnas, la guilda marchaba como una compañía
separada (Schaar), equipada con las armas que le pertenecían (y en una
época más avanzada, con sus cañones propios, adornados amorosamente por la
guilda), bajo el mando de los jefes elegidos por ella misma. En una palabra, la
guilda era la misma unidad independiente, era la federación, como lo era la
república de Uri, o Ginebra, cincuenta años atrás, en la confederación suiza.
Por esta razón, comparar las guildas con los sindicatos modernos o las uniones
profesionales, despojados de todos los atributos de la soberanía del Estado y
reducidos al cumplimiento de dos o tres funciones secundarias, es tan
irrazonable corno comparar Florencia y Brujas con cualquier comuna aldeana
francesa que arrastra una vida desgraciada, bajo la opresión del prefecto y del
código napoleónico, o con una ciudad rusa administrada según las ordenanzas
municipales de Catalina II. La aldehuela francesa y la ciudad rusa tienen
también su alcalde electo, como lo tenían Florencia y Brujas, y la ciudad rusa
hasta tenía las corporaciones de aduanas; pero la diferencia entre ellos es
toda la diferencia que existe entre Florencia, por una parte, y cualquier
aldehuela de Fontenay-les Oises, en Francia, o Tsarevokokshaisk, por otra; o
bien, entre el dux veneciano y el alcalde de aldea moderno, que se inclina ante
el escribiente del señor subprefecto.
Las guildas
de la Edad Media estaban en condición de sostener su independencia, y cuando
más tarde especialmente en el siglo XIV, debido a varias razones que
indicaremos en seguida, la antigua vida de la ciudad empezó a sufrir profundos
cambios, entonces los oficios más jóvenes demostraron ser lo bastante fuertes
para conquistarse, a su vez, la parte que les correspondía en la dirección de
los asuntos de la ciudad. Las masas organizadas en guildas "menores"
se rebelaron para arrancar el poder de manos de la oligarquía creciente, y en
la mayoría de los casos obtuvieron éxito, y entonces abrieron una nueva era de
florecimiento de las ciudades libres. Verdad es que, en algunas ciudades, la
rebelión de las guildas menores fue ahogada en sangre, y entonces se decapitó
sin piedad a los trabajadores, como sucedió en el año 1306 m París y en 1374 en
Colonia. En esos casos, las libertades urbanas, después de tales derrotas, se
encaminaron hacia la decadencia, y la ciudad cayó bajo el yugo del poder
central. Pero en la mayoría de las ciudades existían fuerzas vitales
suficientes como para salir de la lucha renovadas y con energías nuevas. Un
nuevo período de renovación juvenil fue entonces su recompensa. Se infundió a
las ciudades una ola de vida nueva, que halló también su expresión en
magníficos monumentos arquitectónicos nuevos y en un- nuevo período de
prosperidad, en el progreso repentino de la técnica y de los inventos, y en el
nuevo movimiento intelectual que condujo pronto a la época del Renacimiento y
de la Reforma. La vida de la ciudad medieval era una serie completa de luchas
que tenían que librar los burgueses para obtener la libertad y conservarla.
Verdad es que durante esta dura lucha se desarrolló la raza de los ciudadanos
fuerte y tenaz; verdad es que esta lucha creó el amor y la adoración por la
ciudad natal y que los grandes hechos realizados por las comunas, medievales
estaban inspirados precisamente por este amor. Pero los sacrificios que
tuvieron que hacer las comunas en las luchas por la libertad eran, sin embargo,
muy duros, y la lucha sostenida por las comunas introdujo fuentes profundas de
disensiones en su vida interior misma. Muy pocas ciudades consiguieron, gracias
al concurso de circunstancias favorables, alcanzar la libertad inmediatamente,
y en la mayoría de los casos la perdieron con la misma facilidad. La enorme
mayoría de las ciudades hubo de luchar durante cincuenta y cien años, y a veces
más, para alcanzar el primer reconocimiento de sus derechos a una vida libre, y
otro siglo más antes de que consiguieran afirmar su libertad sobre una base
sólida; las Cartas del siglo XII fueron solamente los primeros pasos hacia la
libertad. En realidad, la ciudad medieval era un oasis fortificado en un país
hundido en la sumisión feudal, y tuvo que afirmar con la fuerza de las armas su
derecho a la vida.
Debido a las
razones expuestas brevemente en el capítulo que precede, toda comuna aldeana
cayó gradualmente bajo el yugo de algún señor laico o clérigo. La casa de tal
señor poco a poco se transformó en castillo, y sus hermanos de armas se
convirtieron entonces en la peor clase de vagabundos mercenarios, siempre
dispuestos a despojar a los campesinos. A más de la barchina, es decir,
de los tres días semanales que los campesinos debían trabajar para el señor,
imponíanles ahora iodo género de contribuciones por todo: por el derecho de
sembrar y cosechar por el derecho de estar triste o de alegrarse, por el
derecho de vivir, casarse y morir. Pero lo peor de todo era que constantemente
los despojaban los hombres armados que pertenecían a las mesnadas de los
terratenientes feudales vecinos, quienes miraban a los campesinos cómo si
fueran familiares. del señor, y por ello, si estallaba entre sus señores una
guerra tribal por venganza de sangre, ejercían su venganza sobre sus
campesinos, sus ganados y sus sembrados. Además, todos los prados, todos los
campos, todos los ríos y caminos, todo alrededor de la ciudad y todo hombre
asentado sobre la tierra estaban bajo la autoridad de algún señor feudal.
El odio de
los burgueses contra los terratenientes feudales halló una expresión muy
precisa en algunas Cartas que obligaron a firmar a sus ex-señores. Enrique V,
por ejemplo, debió firmar, en la Carta acordada a la ciudad de Speier, en el
año 1111, que libraba a los burgueses de "la ley horrible e indigna de la
posesión de manomuerta, por la cual la ciudad fue llevada a la miseria más
profunda (von dem Scheusslichen und nichtswurdigen Gesetze, welches
gemein Budel genannt wird. Kallsen, T. I. 397 .). En la coutume, es decir,
ordenanza de la ciudad de Bayona, existen tales líneas: "El pueblo es
anterior al señor. El. pueblo, que sobrepasa por su número a las otras clases,
deseando la paz, creó a los señores para frenar y reprimir a los
poderosos", etc. (Giry, Etablissements de Rouen, T. I., 117, citado
por Luchairel pág. 24). Una carta sometida a la firma del rey Roberto no es
menos característica. Le obligaron a decir en ella: "No robaré bueyes ni
otros animales. No me apoderaré de los comerciantes ni les quitaré su dinero,
ni les impondré rescate. Desde la Anunciación hasta el día de Todos los Santos,
no me apoderaré, en los prados, de caballos, yeguas ni potros. No incendiaré
los molinos y no robaré la harina... No prestaré protección a los
ladrones", etc. (Pfister publicó este documento, reproducido también por
Luchaire). La Carta "otorgada" por el obispo de Besangon, Hugues, a
la ciudad que se había rebelado contra él, en la cual debió enumerar todas las
calamidades causadas por sus derechos a la posesión feudal, no es menos
característica. Se podrían citar muchos otros ejemplos.
Conservar la
libertad entre la arbitrariedad de los barones feudales que las rodeaban
hubiera sido imposible, y por esto las ciudades libres se vieron obligadas a
iniciar una guerra fuera de sus muros. Los burgueses comenzaron a enviar sus
hombres para levantar a las aldeas contra los terratenientes y dirigir la
insurrección; aceptaron a las aldeas en la organizaci6n de sus corporaciones; y
por último iniciaron la guerra directa contra la nobleza. En Italia, donde la
tierra estaba densamente poblada de castillos feudales, la guerra asumió
proporciones heroicas y era librada por ambas partes con extrema dureza.
Florencia tuvo que sostener, durante setenta y siete años enteros guerras
sangrientas para liberar su contado (es decir, su provincia) de los
nobles, pero, cuando la lucha se terminó victoriosamente (en el año 1181), hubo
que empezar de nuevo. La nobleza reunió sus fuerzas y formó sus propias ligas
en contraposición a las ligas de las ciudades, y recibió el apoyo creciente ya
sea de parte del emperador o del papa, y prolongó la guerra aún ciento treinta
años más. Lo mismo sucedió en la región de Roma, en Lombardía, en la región de
Génova, por toda Italia.
Prodigios de
valor, audacia y tenacidad fueron real izados por los burgueses durante estas
guerras. Pero el arco y las segures de guerra de los artesanos de las ciudades
no siempre se impusieron a lo! caballeros vestidos de armaduras, y muchos
castillos resistieron el asedio con éxito, a pesar de las ingeniosas máquinas
agresivas y la tenacidad de los burgueses que lo sitiaban. Algunas ciudades,
como por ejemplo Florencia, Bolonia y muchas otras en Francia, Alemania y
Bohemia, consiguieron liberar a las aldeas que las rodeaban, y la recompensa de
sus esfuerzos fue una notable prosperidad y tranquilidad. Pero aun en estas
ciudades, y más aún en las ciudades menos poderosas o menos emprendedoras, los
comerciantes y los artesanos, agotados por la guerra y comprendiendo falsamente
sus propios intereses, concertaron la paz con lo barones, vendiéndoles, por así
decirlo, los campesinos. Obligaron al barón a prestar juramento de lealtad a la
ciudad; su castillo fue derruido hasta los cimientos y él dio su
conformidad para construir una casa y vivir en la ciudad, donde se convirtió
entonces en conciudadano (combourgeois, concittadino), pero en cambio,
conservó la mayoría de sus derechos sobre los campesinos, quienes de tal modo
recibieron sólo un alivio parcial de la carga servil que pesaba sobre ellos.
Los burgueses no comprendieron que les era menester dar iguales derechos de
ciudadanía al campesino, en quien tenían que confiar en materia de
aprovisionamiento de productos alimenticios para la ciudad; y debido a esta
incomprensión entre la ciudad y la aldea se abrió entre ellos, desde entonces,
un profundo abismo. En algunas ocasiones, los campesinos solamente cambiaron de
señores, puesto que la ciudad compraba los derechos al barón y los
vendía en parte a sus propios ciudadanos. La servidumbre se mantuvo de tal
modo, y sólo considerablemente más tarde, al final del siglo XIII, revolución
de los oficios menores le puso fin; pero, habiendo destruido la servidumbre
personal, esta revolución, al mismo tiempo, quitaba no pocas veces al campesino
sus tierras. Apenas es necesario agregar que las ciudades sintieron pronto en
carne propia las consecuencias fatales de tal política miope: la aldea se
convirtió en enemiga de la ciudad.
La guerra
contra los castillos tuvo todavía una consecuencia perniciosa más: arrojó a las
ciudades a guerras prolongadas, lo que permitió que se formara entre los
historiadores la teoría que estuvo en boga hasta tiempos recientes, y según la
cual las ciudades perdieron su libertad debido a la envidia recíproca y a la
lucha entre sí. Sostenían esta teoría especialmente los historiadores
imperialistas, pero fue sacudida fuertemente por las recientes investigaciones.
Es indudable que en Italia las ciudades lucharon entre sí con animosidad
obstinada; pero en ninguna parte, fuera de Italia, las guerras urbanas,
especialmente en el período antiguo, tuvieron sus causas especiales. Fueron
(como lo han demostrado ya Sismondi y Ferrari) la prolongación de la lucha
contra los castillos, la prolongación inevitable de la lucha del principio del
municipio libre y federativo en contra del feudalismo, del imperialismo y del
papado; es decir, en contra de los partidarios de la servidumbre, apoyados unos
por el emperador germano y otros por el papa. Muchas ciudades que se habían
liberado sólo en parte del poder del obispo, del señor feudal o del emperador,
fueron arrastradas por la fuerza a la lucha contra las ciudades libres, por los
nobles, el emperador y la Iglesia, cuya política tendía a no permitir que las
ciudades se unieran, y a armarlas una contra la otra. Estas condiciones
especiales (que parcialmente se habían reflejado también sobre Alemania)
explican por qué las ciudades italianas, de las cuales algunas buscaron el
apoyo del emperador para luchar contra el papa, otras el de la Iglesia para
luchar contra el emperador, Pronto se dividieron en dos campos, gibelinos y
güelfos, y por qué la misma división apareció también dentro de cada ciudad. El
enorme progreso económico alcanzado por la mayoría de las ciudades italianas
justamente en la época en que estas guerras estaban en su apogeo, y la ligereza
con que se concertaban las alianzas entre las ciudades, dan una idea aún más
fiel de la lucha de las ciudades y socava más aún la teoría arriba citada. Y en
los años 1130-1150 empezaron a formarse poderosas alianzas o ligas de
ciudades; y transcurridos algunos años, cuando Federico Barbarroja atacó a
Italia, y, apoyado por la nobleza y algunas ciudades retardadas marchó contra
Milán, el entusiasmo del pueblo se despertó con fuerza en muchas ciudades, bajo
la influencia de los predicadores populares. Cremona, Piacenza, Brescia,
Tortona y otras se lanzaron al rescate; los estandartes de las guildas de
Verona, Padua, Vicenzia y Trevisso, llameaban juntos en el campamento de las
ciudades contra los estandartes del emperador y de la nobleza. El año siguiente
se formó la alianza lombarda, y sesenta años después vemos ya que esta
liga se fortificó con las alianzas de muchas otras ciudades, y constituyó una
organización durable que guardaba la mitad de sus fondos de guerra en Génova y
la mitad en Venecia. En Toscana, Florencia encabezaba otra liga poderosa, la de
Toscana, a la que pertenecían Lucea, Bologna, Pistoia y otras ciudades,
y la cual desempeñó un papel importante en la derrota de la nobleza de Italia
central. Ligas más reducidas eran, en aquella misma época, el fenómeno más
corriente. De tal modo, es indudable que a pesar de que existía rivalidad entre
las ciudades, y no era difícil sembrar la discordia entre ellas, esta rivalidad
no impedía a las ciudades unirse para la defensa común de su libertad.
Solamente más tarde, cuando cada una de las ciudades se convirtió en un pequeño
Estado, empezaron entre ellas guerras, como sucede siempre que los Estados comienzan
a luchar entre sí por el predominio o por las colonias.
Ligas
semejantes se formaron, con el mismo fin, en Alemania. Cuando, bajo los
herederos de Conrado, el país se convirtió en un campo de interminables guerras
de venganza entre los barones, las ciudades de Westfalia formaron una
liga contra los caballeros, y uno de los puntos del pacto era la obligación de
no dar nunca préstamo de dinero al caballero que continuara ocultando
mercancías robadas. En los tiempos en que "los caballeros y la nobleza
vivían de la rapiña y mataban a quienes querían", como dice la queja de
Worms (Wormser Zorn), las ciudades del Rhin (Mainz, Colonia, Speier,
Strassbourg y Basel) tomaron la iniciativa de formar una liga para perseguir a
los saqueadores y mantener la paz; pronto contó con sesenta ciudades que habían
ingresado en la alianza. Más tarde, la liga de las ciudades de Suabia, divididas
en tres círculos de paz- (Augsburg, Constanza y Ulm) perseguía el mismo objeto.
Y a pesar de que estas alianzas fueron rotas se prolongaron el tiempo
suficiente como para demostrar que mientras los pretendidos pacificadores -los
reyes, emperadores y la Iglesia- fomentaban la discordia, y ellos mismos eran
impotentes contra los rapaces caballeros, el impulso para el establecimiento de
la paz y la unión provino de las ciudades. Las ciudades -y no los emperadores-
fueron los verdaderos creadores de la unión nacional.
Alianzas
similares, mejor dicho, federaciones, con fines semejantes, se organizaron
también entre las aldeas, y ahora que Luchaire ha llamado la atención sobre
este fenómeno es de esperar que pronto conoceremos más detalles de estas
federaciones. Sabemos que las aldeas se unieron en pequeñas ligas en el
distrito (contado) de Florencia; también en los distritos sometidos a Novgorod
y Pskof. En cuanto a Francia, existe el testimonio positivo de la federación de
diecisiete aldeas campesinas que ha existido en el Laonnais durante casi cien
años (hasta el año 1256) y que han luchado obstinadamente por su independencia.
Además, en las vecindades de la ciudad de Laon existían tres repúblicas
campesinas que tenían tartas juradas, según el modelo de la Carta de Laon y
Soissons, y como sus tierras lindaban, se apoyaban mutuamente en sus guerras de
liberación. En general, Luchaire opina que muchas de tales uniones se formaron
en Francia en los siglos XII y XIII, pero en la mayoría de los casos se han
perdido las noticias documentales sobre ellas. Naturalmente, no estando
protegidas por muros, como las ciudades, las uniones aldeanas fueron fácilmente
destruidas por los reyes y barones, pero bajo algunas condiciones favorables,
cuando hallaron apoyo en las uniones de las ciudades, o protección en sus
montañas, semejantes repúblicas campesinas se hicieron independientes, como
ocurrió en la Confederación Suiza.
En cuanto a
las uniones concertadas por las ciudades con fines especiales, eran un fenómeno
muy corriente. Las relaciones establecidas en el período de liberación, cuando
las ciudades se copiaban mutuamente las cartas, no se interrumpieron
posteriormente. A veces cuándo los seabini de cualquier ciudad alemana
debían pronunciar una sentencia, en un caso para ellos nuevo y complejo, y
declaraban que no podían hallar la resolución (des Urtheiles nieht weise zu
sean), enviaban delegados a otra ciudad con el fin de buscar una solución
oportuna. Lo mismo sucedía también en Francia. Sabemos también que Forli y
Ravenna naturalizaban recíprocamente a sus ciudadanos y les daban plenos
derechos en ambas ciudades.
Someter una
disputa surgida entre dos ciudades, o dentro de la ciudad, a la resolución de
otra comuna, a la que incitaban a actuar en calidad de árbitro, estaba también
en el espíritu de la época. En cuanto a los pactos comerciales entre las
ciudades eran cosa muy corriente. Las uniones para la regulación de la
producción y la determinación del volumen de los toneles utilizados en el
comercio de vinos, las "uniones de los arenqueros", etc., fueron
precursores de la gran federación comercial de la Hansa flamenca, y más tarde,
de la gran Hansa germánica del Norte, en la cual ingresaron la soberana
Novgorod y algunas ciudades polacas. La historia de estas dos vastas uniones es
interesante en grado sumo, e instructiva, pero se requerirían muchas páginas
para relatar su vida compleja y multiforme. Observaré, solamente, que gracias a
las Uniones de la Edad Media hicieron más por el desarrollo de las relaciones
internacionales, de la navegación marítima y de los descubrimientos marítimos
que todos los Estados de los primeros diecisiete siglos de nuestra era.
Resumiendo
lo dicho, las ligas y las uniones entre pequeñas unidades territoriales, lo
mismo que entre los hombres que se unían con fines comunes en sus guildas
correspondientes, y también las federaciones entre las ciudades y grupos de
ciudades, constituyó la esencia misma de la vida y del pensamiento de
todo este período. Los primeros cinco siglos del segundo milenio de nuestra
era (hasta el XVI) pueden ser considerados, de tal modo, una colosal tentativa
de asegurar la ayuda mutua y el apoyo mutuo en gran escala, sobre los
principios de la unión y de la colaboración, llevados a través de todas las
manifestaciones de la vida humana y en todos los grados posibles. Este intento
fue coronado por el éxito en grado considerable. Unió a los hombres, antes
divididos, les aseguró una libertad considerable, decuplicó sus fuerzas. En
aquella época en que multitud de toda clase de influencias creaban en los
hombres la tendencia a aislarse de los otros en su célula, y existía tal
abundancia de causas de discordia, es consolador ver y observar que las
ciudades diseminadas por toda Europa tuvieran tanto en común y que con tal
presteza se unieran para la persecución de tan numerosos objetivos comunes.
Verdad es que, al final de cuentas, no resistieron ante, enemigos poderosos.
Practicaban ampliamente los principios de ayuda mutua, pero, sin embargo,
separándose de los campesinos labradores, aplicaron estos principios a la vida
de una manera que no fue suficientemente amplia, y privadas del apoyo de los
campesinos, las ciudades no pudieron resistir la violencia de los reinos e
imperios nacientes. Pero no perecieron debido a la enemistad recíproca, y sus
errores no fueron la consecuencia del desarrollo insuficiente del espíritu
federativo entre ellos.
La nueva
dirección tomada por la vida humana en la ciudad de la Edad Media tuvo enormes
consecuencias en el desarrollo de toda la civilización. A comienzos del siglo
XI, las ciudades de Europa constituían solamente pequeños grupos de miserables
chozas, que se refugiaban alrededor de iglesias bajas y deformes, cuyos
constructores apenas si sabían trazar un arco. Los oficios, que se reducían
principalmente a la tejeduría y a la forja, se hallaban en estado embrionario;
la ciencia encontraba refugio sólo en algunos monasterios. Pero trescientos
cincuenta años más tarde el aspecto mismo de Europa cambió por completo. La
tierra estaba ya sembrada de ricas ciudades, y estas ciudades hallábanse
rodeadas por muros dilatados y espesos que se hallaban adornados por torres y
puertas ostentosas cada una de, las cuales constituía una obra de arte.
Catedrales concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos
decorativos, elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura
se manifestaba tal audacia de imaginación y tal pureza de forma, que vanamente
nos esforzamos en alcanzar en la época presente. Los oficios y las artes se
elevaron a tal perfección que aun, ahora apenas podemos decir que las hemos
superado en mucho, si no colocamos la velocidad de la fabricación por encima
del talento inventiva del trabajador y de la terminación de su trabajo. Las
naves de las ciudades libres surcaban en todas direcciones el mar Mediterráneo
norte y sur; un esfuerzo más y cruzarían el océano. En vastas extensiones, el
bienestar ocupó el lugar de la miseria anterior; se desarrolló y se extendió la
educación.
Junto con
esto se elaboró el método científico de investigación -positivo y natural en
lugar de la escolástica anterior- y fueron establecidas las bases de la
mecánica y de las ciencias físicas. Más aún: estaban preparados todos aquellos
inventos mecánicos de que tanto se enorgullece el siglo XIX. Tales fueron los
cambios mágicos que se habían producido en Europa en menos de cuatrocientos
años. Y las pérdidas sufridas por Europa cuando cayeron sus ciudades libres
pueden ser plenamente apreciadas si se compara el siglo diecisiete con el
catorce o hasta con el trece. En el siglo dieciocho desapareció el bienestar
que distinguía a Escocia, Alemania, las llanuras de Italia. Los caminos
decayeron, las ciudades se despoblaron, el trabajo libre se convirtió en
esclavitud, las artes se marchitaron, y hasta el comercio decayó. . Si tras las
ciudades medievales no hubiera quedado monumento escrito alguno, por los cuales
se pudiera juzgar el esplendor de su vida, si hubieran quedado tras ellas
solamente los monumentos de su arte arquitectónico, que hallamos dispersos por
toda Europa, de Escocia a Italia, y de Gerona, en España, hasta Breslau, en el
territorio eslavo, aun entonces podríamos decir que la época de las ciudades
independientes fue la del máximo florecimiento del intelecto humano durante
todos los siglos del cristianismo, hasta el fin del siglo XVIII. Mirando, por
ejemplo, el cuadro medieval que representa Nuremberg, con sus decenas de torres
y elevados campanarios que llevaban en si cada una el sello del arte creador
libre, apenas podemos imaginar que sólo trescientos años antes Nuremberg era
únicamente un montón de chozas miserables.
Lo mismo con
respecto a todas las ciudades libres de la Edad Media, sin excepción. Y nuestro
asombro aumenta a medida que observamos en detalle la arquitectura y los
ornatos de cada una de las innumerables iglesias, campanarios, puertas de las
ciudades y casas consistoriales, diseminados por toda Europa, empezando por
Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y llegando, en el Este, hasta
Bohemia y hasta las ciudades de la Galitzia polaca, ahora muertas. No solamente
Italia -madre del arte-, sino toda Europa, estaba repleta de semejantes monumentos.
Es extraordinariamente significativo, además, el hecho de que de todas las
artes, la arquitectura arte social por excelencia alcanzara en esta época el
más elevado desarrollo. Y realmente, tal desarrollo de la arquitectura fue
posible sólo como resultado de la sociabilidad altamente desarrollada en la
vida de entonces.
La
arquitectura medieval alcanzó tal grandeza no sólo porque era el desarrollo
natural de un oficio artístico, como insistió sobre esto justamente Ruskin; no
solamente porque cada edificio y cada ornato arquitectónico fueron concebidos
por hombres que conocían por la experiencia de sus propias manos cuáles efectos
artísticos pueden producir la piedra, el hierro, el bronce o simplemente las
vigas y el cemento mezclado con guijarros; no sólo porque cada monumento era el
resultado de la experiencia colectiva reunida, acumulada en cada arte u oficio,
la arquitectura medieval era grande porque era la expresión de una gran idea.
Como el arte griego, surgió de la concepción de la fraternidad y unidad
alentadas por la ciudad. Poseía una audacia que pudo ser lograda sólo merced a
la lucha atrevida de las ciudades contra sus opresores y vencedores; respiraba
energía porque toda la vida de la ciudad estaba impregnada de energía. La
catedral o la casa consistorial de la ciudad encarnaba, simbolizaba, el
organismo en el cual cada albañil y picapedrero eran constructores. El edificio
medieval nunca constituía el designio de un individuo, para cuya realización
trabajan miles de esclavos, desempeñando un trabajo determinado por una idea
ajena: toda la ciudad tomaba parte en su construcción. El alto campanario era
parte de un gran edificio; en el que palpitaba la vida de la ciudad; no estaba
colocado sobre una plataforma que no tenla sentido como la torre Eiffel de
París; no era una construcción falsa, de piedra: erigida con objeto de ocultar
la fealdad del armazón de hierro que le servía de base, como fue hecho
recientemente en el Towér Bridge, Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la
catedral de la ciudad medieval tenía por objeto glorificar las grandezas de la
ciudad victoriosa; encarnaba y espiritualizaba la unión de los oficios, era la
expresión del sentimiento de cada ciudadano, que se enorgullecía de su ciudad,
puesto que era su propia creación. No raramente ocurría también que la ciudad,
habiendo realizado con éxito la segunda: resolución de los oficios menores,
comenzaba a construir una nueva catedral con objeto de expresar la unión nueva,
más profunda y amplia, que había aparecido en su vida.
Las catedrales
y casas consistoriales de la Edad Media tienen un rasgo asombroso más. Los
recursos efectivos con que las ciudades empezaron sus grandes construcciones
solían secar en la mayoría de los casos, desproporcionadamente reducidos. La
catedral de Colonia, por ejemplo, fue iniciada con un desembolso anual de 500
marcos en total; una donación de 100 marcos se inscribió como dádiva
importante. Hasta cuando la obra se aproximaba a su fin, el gasto anual apenas
avanzaba a 5.000 marcos, y nunca sobrepasó los 14.000. La catedral de Basilea
fue construida con los mismos insignificantes medios. Pero cada corporación
ofrendaba para su monumento común tu parte de piedra de trabajo y
de genio decorativo. Cada guilda expresaba en ese momento sus opiniones
políticas, refiriendo, en la piedra o el bronce, la historia de la ciudad,
glorificando los principios de libertad, igualdad y fraternidad; ensalzando a
los aliados de la ciudad y condenando al fuego eterno a sus enemigos. Y cada
guilda expresaba su amor al monumento común ornándolo ricamente con
ventanas y vitrales, pinturas, "con puertas de iglesia dignas de ser las
puertas del cielo" -según la expresión de Miguel Angel- o con ornatos de
piedra en todos los más pequeños rincones de la construcción. Las pequeñas
ciudades, y hasta las más pequeñas parroquias, rivalizaban en este género de
trabajos con las grandes ciudades, y las catedrales de Lyon o de Saint Ouen
apenas ceden a la catedral de Reims, a la Casa Consistorial de Bremen o al
campanario del Consejo Popular de Breslau. "Ninguna obra debe ser
comenzada por la comuna si no ha sido concebida en consonancia con el gran
corazón del la comuna, formada por los corazones de todos sus ciudadanos,
unidos en una sola voluntad común" -tales eran las palabras del Consejo de
la Ciudad, en Florencia-; y este espíritu se manifiesta en todas las obras
comunales que están destinadas a la utilidad pública, como por, ejemplo, en los
canales, las terrazas, los plantíos de viñedos y frutales alrededor de
Florencia, o en los canales de regadío que atravesaban las llanuras de
Lombardía, en el puerto y en el acueducto de Génova, y, en suma, en todas las
construcciones comunales que se emprendían en casi todas las ciudades
Todas las
artes tenían el mismo éxito en las ciudades medievales, y nuestras
adquisiciones actuales en este campo, en la mayoría de los casos, no. son nada
más que la prolongación de lo que había crecido entonces. El bienestar de las
ciudades flamencas se fundaba en la fabricación de los finos tejidos de lana.,
Florencia, a comienzos del siglo XIV hasta la epidemia de la "muerte
negra", fabricaba de 70.000 a 100.000 piezas de lana, que se evaluaban en
1.200.000 florines de oro. El cincelado de metales preciosos, el arte de la.
fundición, la forja artística del hierro, fueron creación de las guildas
medievales (misterios), que alcanzaron en sus respectivos dominios todo cuanto
se podia lograr mediante el trabajo manual, sin, recurrir a la ayuda de un
motor mecánico poderoso; por medio del traba o manual y la inventiva, pues, sirviéndose
de las palabras de Whewell, "recibimos el pergamino y el papel, la
imprenta y el grabado, el vidrio perfeccionado y el acero, la pólvora, el
reloj, el telescopio, la brújula marítima, el calendario reformado, el sistema
decimal, el álgebra, la trigonometría, la química, el contrapunto
(descubrimiento que equivale a una nueva creación de la música): hemos heredado
todo esto de aquella época que tan despreciativamente llamamos "período de
estancamiento"".
Verdad es
que, como observó Whewell, ninguno, de estos descubrimientos introdujo un
principio nuevo; pero la ciencia medieval alcanzó algo más que el
descubrimiento real de nuevos principios. Preparó al descubrimiento de todos
aquellos nuevos principios que conocemos actualmente en el dominio de las
ciencias mecánicas: enseñó al investigador a observar los hechos y extraer
conclusiones. Entonces se creó la ciencia inductiva, y a pesar de que no había
captado aún plenamente el sentido y la fuerza de la inducción, echó las bases
tanto de la mecánica como de la física. Francis Bacon, Galileo y Copérnico,
fueron descendientes directos de Roger Bacon y Miguel Scott, como la máquina de
vapor fue el producto directo de las investigaciones sobre la presión
atmosférica- realizadas en las universidades italianas y de la educación
matemática y técnica que distinguía a Nurember.
Pero, ¿es
necesario, en verdad, extenderse y demostrar el progreso de las ciencias y de
las artes en las ciudades de la Edad Media? ¿No basta mencionar simplemente las
catedrales, en el campo de las artes, y la lengua italiana y el poema de Dante,
en el dominio del pensamiento, para dar en seguida la medida de lo que creó la
ciudad medieval durante los cuatro siglos de su existencia?
No cabe duda
alguna de que las ciudades medievales prestaron un servicio inmenso a la
civilización europea. Impidieron que Europa cayera en los estados teocráticos y
despóticos que se crearon en la antigüedad en Asia; diéronle variedad de
manifestaciones vivientes, seguridad en sí misma, fuerza de iniciativa y aquella
enorme energía intelectual y moral que posee ahora y que es la mejor garantía
de que la civilización europea podrá rechazar toda nueva invasión de Oriente.
Pero, ¿por
qué estos centros de civilización que trataron de hallar respuestas a las
exigencias de la naturaleza humana y que se distinguieron por tal plenitud de
vida no pudieron prolongar su existencia? ¿Por qué en el siglo XVI fueron
atacadas de debilidad senil y por qué, después de haber rechazado tantas
invasiones exteriores y de haber sabido extraer una nueva energía aun de sus
discordias interiores, estas ciudades, al final de cuentas, cayeron víctimas de
los ataques exteriores y de las disensiones intestinas?
Diferentes
causas provocaron esta caída, algunas de las cuales tuvieron su raíz en el
pasado lejano, mientras que las otras fueron el resultado de errores cometidos
por las ciudades mismas. El impulso en este sentido fue dado primeramente por
las tres invasiones de Europa: la mogol a Rusia en el siglo XIII, la turca a la
península balcánica y a los eslavos del Este, en el siglo XV, y la invasión de
los moros a España y Sur de Francia, desde el siglo IX hasta el XII. Detener
estás invasiones fue muy difícil; y se consiguió arrojar a los mogoles, turcos
y moros, que se habían afirmado en diferentes lugares de Europa, solamente
cuando en España y Francia, Austria y Polonia, en Ucrania y en Rusia, los
pequeños y débiles knyaziá, condes, príncipes, etc., sometidos por los más
fuertes de ellos, comenzaron a formar, estados capaces de mover ejércitos
numerosos contra los conquistadores orientales.
De tal modo,
a fines del siglo XV, en Europa, comenzó a surgir una serie de pequeños
estados, formados según el modelo romano antiguo. En cada país y en cada
dominio, cualquiera de los señores feudales que fuera más astuto que los otros,
más inclinado a la codicia y, a menudo, menos escrupuloso que su vecino,
lograba adquirir en propiedad personal patrimonios más ricos, con mayor
cantidad de campesinos, y también reunir en tomo a sí mayor cantidad de caballeros
y mesnaderos y acumular más dinero en sus arcas. Un barón, rey o knyaz,
generalmente escogía como residencia no una ciudad administrativa con el
consejo popular, sino un grupo de aldeas, de posición geográfica ventajosa, que
no se habían familiarizado aún con la vida libre de la ciudad; París, Madrid,
Moscú, que sé, convirtieron en centros de grandes Estados, se hallaban
justamente en tales condiciones; y con ayuda del trabajo servil se creó aquí la
ciudad real fortificada, a la cual atraía, mediante una distribución generosa
de aldeas "para alimentarse", a los compañeros de hazañas, y también
a los comerciantes, que gozaban de la protección que él ofrecía al comercio.
Así se
citaron, mientras se hallaban aún en condición embrionaria, los futuros estados,
qué comenzaron gradualmente a absorber a otros centros iguales. Los
jurisconsultos, educados en el estudio del derecho romano, afluían de buen
grado a tales ciudades; una raza de hombres, tenaz y ambiciosa, surgida de
entre los burgueses y que odiaba por igual la altivez de los feudales Ala
manifestación de lo que llamaban iniquidad de los campesinos. Ya las formas
mismas de la comuna aldeana, desconocidas en sus códigos, los mismos principios
del federalismo, les eran odiosos, como herencia de los bárbaros. Su
ideal era el cesarismo, apoyado por la ficción del consenso popular y
-especialmente- por la fuerza de las armas; y trabajaban celosamente para
aquellos en quienes confiaban para la realización de este ideal.
La Iglesia
cristiana, que antes se había rebelado contra el derecho romano y que ahora se
había convertido en su aliada, trabajaba en el mismo sentido. Puesto que la
tentativa de formar un imperio teocrático en Europa, bajo la supremacía del
Papa, no fue coronada por el éxito, los obispos más inteligentes y ambiciosos
comenzaron a ofrecer entonces apoyo a los que consideraban capaces de
reconstituir el poder de los reyes de Israel y el de los emperadores de
Constantinopla. La Iglesia investía a los gobernantes que surgían con su
santidad; los coronaba como representantes de Dios sobre la tierra, ponía a su
servicio la erudición y el talento estadista de sus servidores; les traía sus
bendiciones y, sus maldiciones, sus riquezas y la simpatía que ella conservaba
entre los pobres. Los campesinos, a los cuales las ciudades no pudieron o no
quisieron liberar, viendo a los burgueses impotentes para poner fin a las
guerras interminables entre los caballeros -por las cuales los campesinos
hubieron de pagar tan caro- depositaron entonces sus esperanzas en el rey, el
emperador, el gran knyaz; y ayudándoles a destruir el poder de los
señores feudales, al mismo tiempo les ayudaron a establecer el Estado
Centralizado. Por último, las guerras que tuvieron que sostener durante dos
siglos contra los mogoles y los turcos, y la guerra santa contra los moros en
España, y del mismo modo también aquellas guerras terribles que pronto
comenzaron dentro de cada pueblo entre los centros crecientes de soberanía: Ile
de France y Borgogne, Escocia e Inglaterra, Inglaterra y Francia, Lituania y
Polonia, Moscú y Tver, etc., condujeron finalmente, a lo mismo. Surgieron
estados poderosos y las ciudades tuvieron que entablar lucha no sólo con las
federaciones, débilmente unidas entre sí, de los barones feudales o knyaziá,
sino con centrosfuertemente organizados que tenían a su disposición
ejércitos enteros de siervos.
Lo peor de
todo era, sin embargo, que los centros crecientes de la monarquía hallaron
apoyo en las disensiones que surgían dentro de las ciudades mismas. Una gran idea,
sin duda, constituía la base de la ciudad medieval, pero fue comprendida con
insuficiente amplitud. La ayuda y el apoyo mutuo no pueden ser limitados por
las fronteras de una asociación pequeña; deben extenderse a todo lo
circundante, de lo contrario, lo circundante absorbe a la asociación; y en este
respecto, el ciudadano medieval, desde el principio mismo, cometió un error
enorme. En lugar de considerar a los campesinos y artesanos que se reunían bajo
la protección de sus muros, como colaboradores que podían aportar su parte en
la obra de creación de la ciudad -lo que han hecho en realidad-, "las
familias" de los viejos burgueses se apresuraron a separarse netamente de
los nuevos inmigrantes. A los primeros, es decir, a los fundadores de la
ciudad, se les dejaba todos los beneficios del comercio comunal de ella, y el
usufructo de sus tierras, y a los segundos no se les dejaba más, que el derecho
de manifestar libremente la habilidad de sus manos. La ciudad, de tal modo, se
dividió en "burgueses". o "comuneros" y en
"residentes" o "habitantes". El comercio, que tenía antes
carácter comunal, se convirtió ahora en privilegio de las familias de los.
comerciantes y artesanos: de la guilda mercantil y de algunas guildas de los
llamados "viejos oficios"; y el paso siguiente: la transición al
comercio personal o a los privilegios de las compañías capitalistas opresoras
-de los trusts- se hizo inevitable.
La misma
división surgió también entre la ciudad, en el sentido propio de la palabra, y
las aldeas que la rodeaban. Las comunas medievales trataron, pues, de liberar a
los campesinos; pero, sus guerras contra los feudales, poco a poco, se
convirtieron, como se ha dicho antes, más bien en guerras por liberar la ciudad
misma del poder, de los feudales que por liberar a los campesinos. Entonces las
ciudades dejaron a los feudales sus derechos sobre los campesinos, con la
condición de que no causarían más daño a la ciudad y se hicieron
"conciudadanos". Pero la nobleza "adoptada" por la ciudad
introdujo sus viejas guerras familiares, en los límites de ella. No se
conformaba con la idea de qué los nobles debían someterse al tribunal de
simples artesanos y comerciantes, y continuó librando en las calles de las
ciudades sus viejas guerras tribales por venganza de sangre. En cada ciudad
existían sus Colonnas y Orsinis, sus Montescos y Capuletos, sus Overtolzes y
Wises. Extrayendo mayores rentas de las posesiones que consiguieron conservar,
los señores feudales se rodearon de numerosos clientes e introdujeron hábitos y
costumbres feudales en la vida de la ciudad misma. Cuando en las ciudades
comenzó a surgir el descontento entre las clases artesanas contra las viejas
guildas y familias, los feudales comenzaron a ofrecer a ambas partes sus
espadas y sus numerosos servidores para resolver, por medio de la guerra, los
conflictos que surgían, en lugar de dar al descontento una salida pacífica
valiéndose de los medios que hasta entonces había hallado siempre, sin recurrir
a las armas.
El error más
grande y más fatal cometido por la mayoría de las ciudades fue también el basar
sus riquezas en el comercio y la industria, junto con un trato despectivo hacia
la agricultura. De tal modo, repitieron el error cometido ya una vez por las
ciudades de la antigua Grecia y debido al cual cayeron en los mismos crímenes.
Pero el distanciamiento entre las ciudades y la tierra las arrastró,
necesariamente, a una política hostil hacia. las clases agrícolas, que se hizo
especialmente visible en Inglaterra. durante Eduardo III, en Francia durante
las jacqueries (las grandes rebeliones campesinas), en Bohemia en las
guerras hussitas, y en Alemania durante la guerra de los campesinos del siglo
XVI.
Por otra
parte, la política comercial arrastró también a las autoridades populares
urbanas a empresas lejanas, y desarrolló la pasión' por enriquecerse con las
colonias. Surgieron las colonias fundadas por las repúblicas italianas, en, el
sureste, en Asia Menor y a orillas del mar Negro; por los alemanes en el Este,
en tierras eslavas, y por los eslavos, es decir, por Novgorod y Pskof, en el
lejano noroeste. Entonces fue necesario mantener ejércitos de mercenarios para
las guerras coloniales, y luego esos mercenarios fueron utilizados también para
oprimir a los mismos burgueses. Merced a esto, ciudades enteras comenzaron a
concertar empréstitos en tales proporciones que pronto tuvieron una influencia
profundamente desmoralizadora sobre los ciudadanos; las ciudades se
convirtieron en tributarías y no raramente en instrumentos obedientes en manos
de algunos de sus capitalistas. Asumir el poder fue cosa muy ventajosa, y las
disensiones internas se desarrollaron en mayores proporciones en cada elección,
durante las cuales la política colonial desempeñaba un papel importante en
interés de unas pocas familias. La división entre ricos y pobres, entre los
hombres "mejores" y "peores", se extendió más y más, y en
el siglo XVI el poder real halló en cada ciudad aliados y colaboradores
dispuestos, a veces entre "las familias" que luchaban por el poder, y
muy a menudo también entre los pobres, a quienes prometían apaciguar a los
ricos.
Sin embargo,
existía todavía una razón de la decadencia de las instituciones comunales, que
era más profunda que las restantes. La historia de las ciudades medievales
constituye uno de los ejemplos más asombrosos de la poderosa influencia de las ideas
y de los principios ,fundamentales reconocidos por los hombres, sobre
el destino de la humanidad. Del mismo modo nos enseña también que ante un
cambio radical en las ideas dominantes de la sociedad, se producen resultados
completamente nuevos que encauzan la vida en una nueva dirección. La fe en sus
fuerzas y en el federalismo, el reconocimiento de la libertad y de la
administración propia a cada grupo separado y en general, la estructura del
cuerpo político de lo simple a lo complejo, tales fueron los pensamientos
dominantes del siglo XI., Pero desde aquélla época, las concepciones sufrieron
un cambio completo., Los eruditos jurisconsultos (legistas) que habían
estudiado, derecho romano y los prelados de la Iglesia, estrechamente unidos
desde la época de Inocencio III, lograron paralizar la idea la antigua idea
griega de la libertad y de la federación que predominaba en la época de la
liberación de las ciudades y existía primeramente en la fundación de estas
repúblicas.
Durante dos
o tres siglos, los jurisconsultos y el clero comenzaron a enseñar, desde el
púlpito, desde la cátedra universitaria y en los tribunales, que la salvación
de los hombres se encuentra en un estado fuertemente centralizado, sometido al
poder semidivino de uno o de unos pocos; que un hombre puede y debe ser
el salvador de la sociedad, y en nombre de la salvación pública puede realizar
cualquier acto de violencia: quemar a los hombres en las hogueras, matarlos con
muerte lenta en medio de torturas indescriptibles, sumir provincias enteras en
la miseria más abyecta. Y no escatimaron el dar lecciones visuales en gran
escala, y con una crueldad inaudita se daban estas lecciones donde quiera que
pudiese llegar la espada del rey o la hoguera de la Iglesia Debido a estas
lecciones y a los ejemplos correspondientes, constantemente repetidos e
inculcados por la fuerza en la conciencia pública bajo el signo de la fe, del
poder y de lo que consideraba ciencia, la mente misma de los hombres comenzó a
adquirir una nueva forma. Los ciudadanos comenzaron a encontrar que ningún
poder puede ser desmedido, ningún asesinato lento demasiado cruel cuando se
trata de la "seguridad pública". Y en esta nueva dirección de las
mentes, y en esta nueva fe en la fuerza de un gobernante único, el antiguo
principio federal perdió su fuerza, y junto con él murió también el genio
creador de las masas. La idea romana venció, y en tales circunstancias los
estados militares centralizados hallaron en las ciudades una presa fácil.
La Florencia
del siglo XV constituye el modelo típico de semejante cambio. Anteriormente, la
revolución popular solía ser el comienzo de un progreso nuevo y más grande.
Pero entonces, cuando el pueblo, reducido a la desesperación, se rebeló, ya no
poseía el espíritu constructivo v creador, y el movimiento popular no produjo
idea nueva alguna. En lugar de los anteriores cuatrocientos representantes ante
el consejo popular, se introdujeron en ella cien. Pero esta revolución en los
números no condujo a nada. El descontento popular crecía, y siguió una serie de
nuevas revueltas. Entonces se buscó la salvación en el "tirano", que
recurrió a la masacre de los rebeldes, pero la desintegración del organismo
comunal prosiguió. Y cuando, después de una nueva revuelta, el pueblo
florentino solicitó consejo a su favorito, Jerónimo Savonarola, el monje
respondió: "Oh, pueblo mío, tú sabes que no puedo intervenir en los
asuntos del estado... Purifica tu alma, y si en tal disposición de mente
reformas la ciudad, entonces tú, pueblo de Florencia, debes comenzar la reforma
de toda Italia". Se quemaron las máscaras que se ponían durante los paseos
en carnaval y los libros tentadores; se promulgó una ley de ayuda a los pobres
y otra dirigida contra los usureros, pero la democracia de Florencia quedó
donde estaba. El antiguo espíritu creador había desaparecido. Debido a la
excesiva confianza en el gobierno, los florentinos cesaron de confiar en sí
mismos; y demostraron ser impotentes para renovar su vida. El estado no tuvo más
que avanzar y destruir sus últimas libertades. Y así lo hizo.
Y sin
embargo, la corriente de ayuda y apoyo mutuo no se apagó en las masas, y
continuó fluyendo aún después de esta derrota de las ciudades libres. Pronto
surgió de nuevo, con fuerza poderosa, en respuesta al llamado comunista de los
primeros propagandistas de la reforma, y siguió viviendo aún después de que las
masas, que hablan sufrido de nuevo el fracaso en su tentativa de construir una
nueva vida, inspirada por una religión reformada, cayeron bajo el poder de la
monarquía. Fluye hoy todavía y busca los caminos para una nueva expresión que
no será ya el estado, ni la ciudad medieval, ni la comuna aldeana de los
bárbaros, ni la organización tribal de los salvajes, sino que, procediendo de todas
estas formas, será más perfecta que ellas, por su profundidad y por la amplitud
de sus principios humanos.
La inclinación de los hombres a la ayuda mutua tiene un origen tan
remoto y está tan profundamente entrelazada con todo el desarrollo pasado de la
humanidad, que los hombres la han conservado hasta la época presente, a pesar
de todas las vicisitudes de la historia. Esta inclinación se desarrolló,
principalmente, en los períodos de paz y bienestar; pero aun cuando las mayores
calamidades azotaban a los hombres, cuando países enteros eran devastados por
las guerras, y poblaciones enteras morían de miseria, o gemían bajo el yugo del
poder que los oprimía, la misma inclinación, la misma necesidad continuó
existiendo en las aldeas y entre las clases más pobres de la población de las
ciudades. A pesar de todo, las fortificó, y, al final de cuentas, actuó aun
sobre la minoría gobernante, belicosa y destructiva que trataba a esta
necesidad como si fuera una tontería sentimental. Y cada vez que la humanidad
tenía que elaborar una hueva organización social, adaptada a una nueva fase de
su desarrollo, el genio creador del hombre siempre extraía la inspiración y los
elementos para un nuevo adelanto en el camino del progreso, de la misma
inclinación, eternamente viva, a la ayuda mutua. Todas las nuevas doctrinas
morales y las nuevas religiones provienen de la misma fuente. De modo que el
progreso moral del género humano, si lo consideramos desde un punto de vista
amplio, constituye una extensión gradual de los principios de la ayuda mutua,
desde el clan primitivo, a la nación y a la unión de pueblos, es decir, a las
agrupaciones de tribus v hombres, más y más amplia, hasta que por último estos
principios abarquen a toda la humanidad sin distinciones de creencias, lenguas
y razas.
Atravesando
el período del régimen tribal y el período siguiente de la comuna aldeana, los
europeos, como hemos visto, elaboraron en la Edad Media una nueva forma de
organización que tenía una gran ventaja. Dejaba un amplio margen a la
iniciativa personal y, al mismo tiempo, respondía en grado considerable a la
necesidad de apoyo mutuo del hombre. En las ciudades medievales, fue llamada a
la vida la federación de las comunas aldeanas, cubierta por una red de guildas
y hermandades, v con ayuda de esta nueva forma de doble unión se alcanzaron
resultados inmensos en el bienestar común, en la industria, en el arte. la
ciencia y el comercio. Hemos considerado estos resultados con bastante detalle
en los dos capítulos precedentes, y hemos tratado de explicar por qué, al
final, del siglo XV las repúblicas medievales, rodeadas por los feudos
hostiles, incapaces de liberar a los campesinos del yugo servil y gradualmente
corrompidas por las ideas del cesarismo romano, inevitablemente debían ser
presa de los estados guerreros que nacían y habían sido creados para ofrecer
resistencia a las invasiones de los mogoles, turcos y árabes.
Sin embargo,
antes que someterse, en los trescientos años siguientes, al poder del estado
que lo absorbía todo, las masas populares hicieron una tentativa grandiosa de
reconstruir la sociedad, conservando la base anterior de la ayuda y el apoyo
mutuos. Ahora es ya bien sabido que el gran movimiento de los hussitas y de la
reforma no fue, de ningún modo, sólo una revuelta en contra de los abusos de la
Iglesia católica. Este movimiento expuso también su ideal constructivo, y ese
ideal era la vida en las comunas fraternales libres. Los escritos y discursos
de los predicadores del período primitivo de la reforma, que habían hallado el
mayor eco en el pueblo, estaban impregnados de las ideas de una hermandad
económica y social de los hombres. Son conocidos los "doce puntos" de
los campesinos alemanes, expuestos por ellos en su guerra contra los
terratenientes y duques, y los artículos de fe, parecidos a ellos, difundidos
entre los campesinos y artesanos alemanes y suizos, que exigían no sólo el
establecimiento del derecho de cada uno a interpretar la Biblia según su propia
razón, sino que incluían también la exigencia de la devolución de las tierras
comunales a las comunas aldeanas y la supresión de la prestación feudal, y en
estas exigencias se aludía siempre a la fe cristiana "verdadera", es
decir a la fe en la fraternidad humana. Al mismo tiempo, decenas de miles de
hombres ingresaron en Moravia en las hermandades comunistas, sacrificando en
beneficio de las hermandades todos sus bienes y creando numerosas y
florecientes poblaciones, fundadas en los principios del comunismo. Solamente
las masacres en masa, durante las cuales perecieron decenas de miles de
personas, pudieron detener éste movimiento popular que se extendía ampliamente
y solamente con ayudas de la espada, del fuego y de la rueda, los estados
jóvenes se aseguraron la primera y decisiva, victoria sobre las masas
populares.
Durante los
tres siglos siguientes, los Estados que se formaron en toda Europa destruían
sistemáticamente las instituciones en las que hallaba expresión la tendencia de
los hombres al apoyo mutuo. Las comunas aldeanas fueron privadas del derecho de
sus asambleas comunales, de la jurisdicción propia y de la administración
independiente, y las tierras que les pertenecían fueron sometidas al control de
los funcionarios del estado y entregadas a merced de los caprichos y de la
venalidad. Las ciudades fueron desposeídas de su soberanía, y las fuentes
mismas de su vida interior, la véche (la asamblea, el tribunal electo,
la administración electa y la soberana de la parroquia y de las guildas, todo
esto fue destruido. Los funcionarios del estado, tornaron en sus manos todos
los eslabones de lo que antes constituía un todo orgánico.
Debido a
esta política fatal y a las guerras engendradas por ella, países enteros, antes
poblados y ricos, fueron asolados. Ciudades ricas populosas se transformaron en
aldehuelas insignificantes; hasta los caminos que unían a las ciudades entre sí
se hicieron intransitables. La industria, el arte, la ilustración, decayeron.
La educación política, la ciencia y el derecho fueron sometidos a la idea de la
centralización estatal. En las universidades, y desde las cátedras
eclesiásticas se empezó a enseñar que las instituciones en que los hombres
acostumbraban a encarnar hasta entonces su necesidad de ayuda mutua no pueden
ser toleradas en un estado debidamente organizado; que sólo el estado y la
iglesia pueden constituir los lazos de unión entre sus súbditos; que el
federalismo y el "particularismo" es decir, el cuidado de los
intereses locales de una región o de una ciudad eran enemigos del progreso. El
estado es el único impulsor apropiado de todo desarrollo ulterior.
Al final del
siglo XVIII., los reyes del continente europeo, el Parlamento, en Inglaterra, y
hasta la convención revolucionaria en Francia, aunque se hallaban en guerra,
entre sí, coincidían, en la afirmación de que dentro del Estado no debía haber
ninguna clase de uniones separadas entre los ciudadanos, aparte de las
establecidas por, el estado y sometidas a él; que para los trabajadores que se
atrevían a ingresar a una "coalición", es decir, en uniones para la
defensa de sus derechos, el único castigo conveniente era el trabajo forzado y
la muerte. "No toleraremos un estado en el estado". Unicamente el
estado y la Iglesia del, estado debían ocuparse de los intereses generales de
los súbditos, los mismos súbditos debían ser grupos de hombres poco vinculados
entre sí, no unidos por clase alguna de lazos especiales y obligados a recurrir
al estado cada vez que tenían una necesidad común. Hasta la mitad del siglo XIX
esta teoría. y su práctica correspondiente dominaban en, Europa.
Hasta las
sociedades comerciales e industriales eran miradas con desconfianza por todos
los estados. En cuanto a los trabajadores, recordamos aún que sus uniones eran
consideradas ilegales hasta en Inglaterra. El mismo punto de vista sosteníase
no hace mucho más de veinte arios, al final del siglo XIX, en todo el
continente, incluso en Francia; a pesar de las revoluciones que vivió, los
mismos revolucionarios eran tan feroces partidarios del estado como los funcionarios
del rey y del emperador. Todo el sistema de nuestra educación estatal, hasta la
época presente, aun en Inglaterra, era tal que una parte importante de la
sociedad consideraba como una medida revolucionaria que el pueblo recibiese los
derechos de que gozaban todos -libres y siervos- en la Edad Media, quinientos
años Antes, en la asamblea aldeana, en su guilda, en su parroquia y en la
ciudad.
La absorción
por el estado de todas las funciones sociales, fatalmente favoreció el
desarrollo del individualismo estrecho, desenfrenado. A medida que los deberes
del ciudadano hacia el estado se multiplicaban, los ciudadanos evidentemente se
liberaban de los deberes hacia los otros. En la guilda -en la Edad Media todos
pertenecían a alguna guilda o cofradía-, dos "hermanos" debían cuidar
por turno al hermano enfermo; ahora basta con dar al compañero de trabajo la
del hospital, para pobres, más próximo. En la sociedad "bárbara"
presenciar una pelea entre dos personas por cuestiones personales y no
preocuparse de que no tuviera consecuencias fatales significaría atraer sobre
sí la acusación de homicidio, pero, de acuerdo con las teorías más recientes
del estado que todo lo. vigila, el que presencia una pelea no tiene necesidad
de intervenir, pues para eso está la policía. Cuando entre los salvajes -por
ejemplo, entre los hotentotes-, se considerarla inconveniente ponerse a comer
sin haber hecho a gritos tres veces una invitación Al que deseara unirse al
festín, entre nosotros el ciudadano respetable se limita a pagar un impuesto
para los pobres, dejando a los hambrientos arreglárselas como puedan.
El resultado
obtenido fue que por doquier -en la vida, la ley, la ciencia, la religión-
triunfa ahora la afirmación de que cada uno puede y debe procurarse su propia
felicidad, sin prestar atención alguna a las necesidades ajenas. Esto se
transformó en la religión de nuestros tiempos, y los hombres que dudan de ella
son considerados utopistas peligrosos. La ciencia proclama en alta voz que la
lucha de cada uno contra todos constituye el principio dominante de la
naturaleza en general, y de las sociedades humanas en particular. Justamente a
esta guerra la biología actual atribuye el desarrollo progresivo del mundo
animal. La historia juzga del mismo modo; y los economistas, en su ignorancia
ingenua, consideran que el éxito de la industria y de la mecánica contemporánea
son los resultados "asombrosos" de la influencia del mismo principio.
La religión misma de la Iglesia es la religión del individualismo, ligeramente
suavizada por las relaciones más o menos caritativas hacia el prójimo, con
preferencia los domingos. Los hombres "prácticos" y los teóricos,
hombres de ciencia y predicadores religiosos, legistas y políticos, están todos
de acuerdo en que el individualismo, es decir, la afirmación de la propia
personalidad en sus manifestaciones groseras, naturalmente, pueden ser suavizadas
con la beneficencia, y que ese individualismo es la única base segura para el
mantenimiento de la sociedad y su progreso ulterior.
Parecería,
por esto, algo desesperado buscar instituciones de ayuda mutua en la sociedad
moderna, y en general las manifestaciones prácticas de este principio. ¿Qué
podía restar de ellas? Y además, en cuanto empezamos a examinar cómo viven
millones de seres humanos y estudiamos sus relaciones cotidianas, nos asombra,
ante todo, el papel enorme que desempeñan en la vida humana, aún en la época
actual, los principios de ayuda y apoyo mutuo. A pesar de que hace ya
trescientos o cuatrocientos años que, tanto en la teoría, como en la vida misma
se produce una destrucción de las instituciones y de los hábitos de ayuda
mutua, sin embargo, centenares de millones de hombres continúan viviendo con
ayuda de estas instituciones y hábitos; y religiosamente las apoyan allí donde
pudieron ser conservadas y tratan de reconstruirlas donde han sido destruidas.
Cada uno de nosotros, en nuestras relaciones mutuas, pasamos minutos en los que
nos indignamos contra el credo estrechamente individualista, de moda en
nuestros días; sin embargo los actos en cuya realización los hombres son
guiados por su inclinación a la ayuda mutua constituyen una parte tan enorme de
nuestra vida cotidiana que, si fuera posible ponerles término repentinamente,
se interrumpiría de inmediato todo el progreso moral ulterior de la humanidad.
La sociedad humana, sin la ayuda mutua, no podría ser mantenida más allá de la
vida de una generación.
Los hechos
de tal género, a los que no se presta atención, que son muy numerosos y que
describen la vida de las sociedades, tienen un sentido de primer orden para la
vida y la elevación ulterior de la humanidad. También los examinaremos ahora,
comenzando por las instituciones existentes de apoyo mutuo y pasando luego a
los actos de ayuda mutua que tienen origen en las simpatías personales o
sociales.
Echando una
mirada amplia a la constitución contemporánea de la sociedad europea nos
asombra, en primer lugar, el hecho de que, a pesar de todos los esfuerzos para
terminar con la comuna aldeana, está forma de unión de los hombres continúa
existiendo en grandes proporciones, como se verá a continuación, y que en el
presente se hacen tentativas ya sea para reconstituirla en una u otra forma, ya
sea para hallar algo en su reemplazo. Las teorías corrientes de los economistas
burgueses y de algunos socialistas afirman que la comuna ha muerto en la Europa
occidental de muerte natural, puesto que se encontró que la posesión comunal de
la tierra era incompatible con las exigencias contemporáneas del cultivo de la
tierra. Pero la verdad es que en ninguna parte desapareció la comuna aldeana
por propia voluntad, al contrario, en todas partes las clases dirigentes
necesitaron varios siglos de medidas estatales persistentes para desarraigar la
comuna y confiscar las tierras comunales. Un ejemplo de tales medidas y de los
métodos para ponerla en práctica nos lo ha dado recientemente el gobierno
zarista en el celo del ministro Stolypin.
En Francia,
la destrucción de la independencia de las comunas aldeanas y el despojo de las
tierras que les pertenecían empezó ya en el siglo XVI. Además, sólo en el siglo
siguiente, cuando la masa campesina fue reducida a la completa
esclavitud y a la miseria por las requisiciones y las guerras tan
brillantemente descritas por todos los historiadores, el despojo de las tierras
comunales pudo realizarse impunemente y entonces alcanzó proporciones
escandalosas "Cada uno les tomaba cuanto podía... las dividían... para
despojar a las comunas, se servían de deudas simuladas". Así sé
expresaba el edicto promulgado por Luis XIV, en el año 1667. Y como era de
esperar, el estado no halló otro medio de curar éstos males que una mayor
sumisión de las comunas a su autoridad y un despojo mayor, esta vez
hecho por el Estado mismo. En realidad, dos años después todos los ingresos
monetarios de las comunas fueron confiscados por el rey. En cuanto a la usurpación
de las tierras comunales, se extendió más y más, y en el siglo siguiente la
nobleza y el clero eran ya dueños de enormes extensiones de tierra: Según
algunas apreciaciones, poseían la mitad de la superficie apta para el cultivo,
y la mayoría de esas tierras permanecía inculta. Pero los campesinos
todavía conservaban sus instituciones comunales y hasta el año 1787 la asamblea
comunal campesina, compuesta por todos los jefes de familia, se reunía,
generalmente a la sombra de un campanario o de un árbol, para distribuir las
porciones de tierra o partir los campos que quedaban en su posesión, para fijar
los impuestos y elegir la administración comunal, exactamente lo mismo que el mir
ruso hoy. Esto ha sido demostrado ahora plenamente por Babeau.
El gobierno
francés encontró, sin embargo, que las asambleas populares comunales eran
"demasiado ruidosas", es decir, demasiado desobedientes, y en- el año
1787 fueron sustituidas por consejos electivos, compuestos por un alcalde y de
tres o seis síndicos que eran elegidos entre los campesinos más acomodados. Dos
años más tarde, la Asamblea Constituyente "revolucionaria", que en
este sentido concordaba plenamente con la vieja organización, ratificó (el 14
de diciembre de 1789) la ley citada, y la burguesía aldeana se dedicó
ahora, a su vez, al despojo de las tierras campesinas, que se prolongó durante
todo el período revolucionario. El 16 de agosto del año 1792, la Asamblea
Legislativa, bajo la presión de las insurrecciones campesinas y del ánimo
alterado del pueblo de París, después de haber éste ocupado el palacio real,
decidió devolver a las comunas las tierras que les habían quitado; pero, al
mismo tiempo, dispuso que de estas tierras, las de laboreo fueran distribuidas
solamente entre los "ciudadanos", es decir, entre los campesinos más
acomodados. Esta medida, naturalmente, provocó nuevas insurrecciones, y fue
derogada al año siguiente cuando, después de la expulsión de los girondinos de
la Convención, los jacobinos dispusieron, el 11 de junio de 1793, que todas las
tierras comunales quitadas a los campesinos por los terratenientes y otros, a
partir del año 1669, fueran devueltas a las comunas que podían -si lo decidía
una mayoría de dos tercios de votos- repartir las tierras comunales, pero, en
tal caso, en partes iguales entre todos los habitantes, tanto ricos como
pobres, tanto "activos" como "inactivos".
Sin embargo,
las leyes sobre la repartición de las tierras comunales eran contrarias de tal
modo a las concepciones de los campesinos, que estos últimos no las cumplían, y
en todas partes donde los campesinos volvían a poseer, aunque no fuera más que
una parte de las tierras, comunales que les habían usurpado, las poseían en
común, dejándolas sin dividir. Pero pronto sobrevinieron los largos años de
guerras y la reacción, y las tierras comunales fueron llanamente confiscadas
por el estado (en el año 1794) para asegurar los préstamos estatales; una parte
fue destinada a la venta, y al final de cuentas, usurpada; luego fueron
devueltas las tierras nuevamente a las comunas, y otra vez confiscadas (en el
año 1813), y recientemente en el año 1816, los restos de estas tierras,
constituidos por alrededor de 6.000.000 de deciatinas de la tierra menos productiva,
fueron devueltas a las comunas aldeanas. Todo, régimen nuevo veía en las
tierras comunales una fuente accesible para recompensar a sus partidarios, y
tres leyes (la primera en 1837, y la última bajo Napoleón III) fueron
promulgadas con el fin de incitar a las comunas aldeanas a realizar la
repartición de las tierras comunales. Pero tampoco éste fue, todavía, el fin de
las penurias comunales. Hubo que derogar tres veces estas leyes, debido a la
resistencia que encontraron en las aldeas, pero cada vez, el gobierno consiguió
usurpar algo de las posesiones comunales; así Napoleón III, con el pretexto de
proteger, con un método perfeccionado, la agricultura, entregó grandes
posesiones comunales a algunos de sus favoritos.
He aquí la
serie de violencias con que los adoradores del centralismo luchaban contra la
comuna. Y a esto llaman los economistas "muerte natural de la agricultura
comunal, en virtud de las leyes económicas"
En cuanto a
la administración propia de las comunas aldeanas, ¿qué podía quedar de ella
después de tantos golpes? El gobierno consideraba al alcalde y a los síndicos
Como funcionarios gratuitos, que cumplían determinadas funciones de la máquina
estatal. Aun ahora, bajo la tercera república, la aldea está privada de toda
independencia, y dentro de la comuna no puede ser realizado el más mínimo acto
sin la intervención y aprobación de casi todo el complejo mecanismo estatal,
incluyendo los prefectos y los ministros. Resulta difícil creerlo, y sin
embargo tal es la realidad. Si, por ejemplo, un campesino tiene intención de
pagar con un depósito en dinero su parte de trabajo en la reparación de un
camino comunal (en lugar de poner él mismo la cantidad necesaria de
pedregullo), no menos de doce funcionarios del Estado, de diferentes rangos, deben
dar su conformidad y para ello se necesitan 52 documentos, que deben
intercambiar los funcionarios, antes de que se permita al campesino hacer su
pago en dinero al consejo comunal. Lo mismo si una tormenta arroja un árbol en
el camino; y todo el resto tiene igual carácter.
Lo que
ocurrió en Francia sucedió en toda Europa occidental y central. Aun los
años principales del colosal saqueo de las tierras comunales coinciden en todas
partes. En Inglaterra, la única diferencia reside en que el pillaje se efectuó
por medio de actos aislados y no por medio de una ley general, en una palabra,
se produjo con menor precipitación que en Francia pero, sin embargo, con mayor
solidez. La usurpación de las tierras comunales por los terratenientes (landlords)
empezó en el siglo XV, después de la sofocación de la insurrección
campesina en el año 1380, como se desprende de la Historia de Rossus y
del estatuto de Enrique VII, en los cuales se habla de estas usurpaciones bajo
el título de "Abominaciones y fecharías que perjudican al bien
público". Más tarde, bajo Enrique VIII, se inició, como es sabido, una
investigación especial (Great Inquest), cuyo objeto era hacer cesar la
usurpación de las tierras comunales: pero esta investigación terminó con la
ratificación de las dilapidaciones, en las proporciones en que ya se habían
llevado a cabo.
La
dilapidación de las tierras comunales se prolongó y se continuó expulsando a
los campesinos de las tierras. Pero solamente desde mediados del siglo XVIII,
en Inglaterra como por doquier en los, otros países, se instituyó una política
sistemática, con miras a destruir la posesión comunal; de modo que no es
menester asombrarse de que la posesión comunal haya desaparecido, sino de que
haya podido conservarse hasta en Inglaterra y "predominar aún en el
recuerdo de los abuelos de nuestra generación". El verdadero objeto de las
actas de cercamiento (Enclosure Acts), como fue demostrado por Seebohm,
era la eliminación de la posesión, comunal' y fue eliminada tan por completo
cuando el Parlamento promulgó, entre 1760 y 1844, casi 4.000 actas de
cercamiento, que de ella quedan ahora sólo débiles huellas. Los lores se
apoderaron de las tierras de las comunas aldeanas y cada caso de despojo fue
ratificado por el Parlamento.
En Alemania,
Austria y Bélgica, la comuna aldeana fue destruida por el estado de modo
exactamente igual. Fueron raros los casos en que los comuneros mismos
dividieran entre sí las tierras comunales, a pesar de que en todas partes el
estado obligaba a tal repartición o, simplemente, favorecía el despojo de sus
tierras por particulares, El último golpe a la posesión comunal en el norte de
Europa fue asestado también a mediados del siglo XVIII. En Austria, el gobierno
tuvo qué poner en acción la fuerza bruta, en el año 1768, para obligar a las
comunas a realizar la división de las tierras, y dos años después se designó,
para este objeto, una comisión especial. En Prusia, Federico II, en varias de
sus ordenanzas (en 1752, 1763, 1765 y 1769) recomendó a las Cámaras judiciales (Justizcollegien)
efectuar la división por medio de la violencia. En un distrito de Polonia,
Silesia, con el mismo objeto, fue publicada, en 1771, una resolución especial.
Lo mismo sucedió también en Bélgica, pero, como las comunas demostraron
desobediencia, entonces, en el año 1847, fue emitida una ley que daba al
gobierno el derecho de comprar los prados comunales y venderlos en parcelas y
realizar una venta obligatoria de las tierras comunales si hubiese compradores.
Para
abreviar, lo que se dice acerca de la muerte natural de las comunas aldeanas,
en virtud de las leyes económicas, constituye una broma tan pesada como si
habláramos de la muerte natural de los soldados caídos en el campo de batalla.
El lado positivo de la cuestión es este: las comunas aldeanas vivieron más de
mil años, y en los casos en que los campesinos no fueron arruinados por las
guerras y las requisiciones, gradualmente mejoraron los métodos de cultivo;
pero, como el valor de la tierra aumentaba debido al crecimiento de la
industria, y la nobleza, bajo la organización estatal, alcanzó una autoridad
como nunca tuvo en el sistema feudal, se apoderó de la mejor parte de las
tierras comunales y aplicó todos sus esfuerzos en destruir las instituciones
comunales.
Sin embargo,
las instituciones de la comuna aldeana responden tan bien a las necesidades y
concepciones de los que cultivan la tierra, que a pesar de todo, Europa hasta
en la época presente está aún cubierta de supervivencias vivas de las comunas
aldeanas, y en la vida aldeana abundan aún hoy hábitos y costumbres cuyo origen
se remonta al período comunal. En Inglaterra misma, a pesar de todas las
medidas ,draconianas adoptadas para destruir el viejo orden de cosas, existió
hasta principios del siglo XIX. Gomme, uno de los pocos sabios ingleses que ha
llamado la atención sobre esta materia, señala en su obra que en Escocia se han
conservado muchas huellas de la posesión comunal de las tierras, y la "runrigtenancy";
es decir, la posesión por los granjeros de parcelas en muchos campos
(derechos del comunero traspasados al granjero), se mantuvo en Forfarshire
hasta el año 1813; y en algunas aldeas de Invernes, hasta el año 1801, era
costumbre arar la tierra para toda la comuna, sin trazar límites,
distribuyéndola después de la labor. En Kilmoriel la participación y
repartición de los campos estuvo en pleno vigor "hasta los últimos
veinticinco años", decía Gomme, y la Comisión Crofter del año ochenta
halló que esta costumbre se conservaba todavía en algunas islas". En
Irlanda, este mismo sistema predominó hasta la época del hambre terrible del
año 1848. En cuanto a Inglaterra, las obras de Marshall, que pasaron
inadvertidas mientras Nasse y Mine no llamaron la atención sobre ellas, no
dejan la menor duda de que el sistema de la comuna aldeana gozaba de amplia
difusión en casi todas las regiones de Inglaterra, aún en los comienzos del
siglo XIX.
En el año
1870, sir Henry Maine fue "sorprendido extraordinariamente por la cantidad
de casos de títulos de propiedad anormales, los que de modo necesario suponen
una existencia primitiva de la posesión colectiva y del cultivo conjunto de la
tierra", y estos casos llamaron su atención después de un estudio
comparativamente breve. Y como la posesión comunal se conservó en Inglaterra
hasta una época tan reciente, es indudable que en las aldeas inglesas se
hubiera podido hallar gran número de hábitos y costumbres de ayuda mutua, con
sólo que los escritores ingleses hubieran prestado mayor atención a la vida
aldeana real.
Por último,
tales rastros fueron señalados, no hace mucho, en un artículo del Journal of
the Statistical Society, vol. IX, junio 1897, y en un excelente artículo de
la nueva edición, undécima, de la Enciclopedia Británica. Por
este artículo nos enteramos de que, valiéndose del "cercamiento" de
los campos comunales y dehesas, los supuestos dueños y los herederos de los
derechos feudales quitaron a las comunas 1.016.700 deciatinas desde el año 1709
hasta 1797, con preferencia campos cultivables; 484.490 deciatinas desde 1801
hasta 1842, y 228.910 deciatinas desde 1845 hasta 1869; además, 37.040
deciatinas de bosques; en total 1.767.140 deciatinas, es decir, más de la
octava parte de toda la superficie de Inglaterra, incluido Gales (13.789.000
deciatinas), fue quitada al pueblo.
Y a pesar de
esto, la posesión comunal de la tierra se ha conservado hasta ahora en algunos
lugares de Inglaterra y Escocia, como lo demostró en el año 1907 el doctor
Gilbert Slater en su obra detallada The English Peasantry and the Enclosure
of Common Fields, donde están los planos de algunas de dichas comunas -que
recuerdan plenamente los planos del libro de P. P. Semionof- y se describe su
vida así: sistema de tres o cuatro amelgas, y los comuneros deciden todos los
años en la asamblea con qué sembrar la tierra en barbecho y se conservan las
"franjas" lo mismo que en la comuna rusa. El autor del artículo de la
Enciclopedia Británica considera que hasta ahora quedan bajo posesión
comunal, en Inglaterra, de 500.000 a 700.000 deciatinas de campos, y
principalmente dehesas.
En la parte
continental de Europa, numerosas instituciones comunales, que han conservado
hasta ahora su fuerza vital, se encuentran en Francia, Suiza, Alemania. Italia,
Países Escandinavos y en España, sin hablar de toda la Europa occidental
eslava. Aquí la vida aldeana, hasta ahora, está impregnada de hábitos y
costumbres comunales, y la literatura europea casi anualmente se enriquece con
trabajos serios consagrados a esta materia, y lo que tiene relación con ella.
Por esto, en la elección de los ejemplos, tengo que limitarme a algunos, los
más típicos.
Suiza nos
ofrece uno de estos ejemplos. Existen allí como repúblicas: Uri, Schwytz,
Appenzell, Glarus y Unterwalden, que poseen una parte importante de sus tierras
sin dividir y son administradas todas por la asamblea popular de toda la
república (cantón), pero, en todas las otras repúblicas, las comunas aldeanas
también gozan de amplia autonomía y vastas partes del territorio federal
permanecen hasta ahora en posesión comunal. Dos tercios de todos los prados
alpinos y dos tercios de todos los bosques de Suiza y un número importante de
campos, huertos, viñedos, turberas, canteras, hasta ahora siguen siendo de
propiedad comunal. En el cantón de Vaud, donde todos los jefes de familia
tienen derecho a participar con voto consultivo en las deliberaciones de los
asuntos comunales, el espíritu comunal se manifiesta con vivacidad especial en
los consejos elegidos por ellos. Al final del invierno, en algunas aldeas, toda
la juventud masculina se encamina al bosque por algunos días, para cortar
árboles y lanzarlos por las pendientes abruptas de las montañas (en forma
semejante al deslizamiento en trineo desde las montañas); la madera para
construcción y la leña se reparte entre todos los jefes de familia o se vende
en su beneficio. Estas excursiones son verdaderas fiestas del trabajo viril.
Sobre las orillas del lago de Ginebra, una parte del trabajo necesario para
conservar en orden las terrazas de los viñedos aun ahora se realiza en común; y
en primavera, cuando el termómetro amenaza descender a bajo cero antes de la
salida del sol y cuando la helada podría dañar los sarmientos, el sereno
nocturno despierta a todos los jefes de familias, los cuales encienden hogueras
de paja y estiércol y preservan de tal modo a las vides de la helada, envolviéndolas
en nubes de humo.
En el
Tessino, los bosques son de dominio comunal; se realiza la tala con mucha
regularidad, por secciones, y los ciudadanos de cada comuna reciben, por
familia, su porción de rendimiento. Luego, casi en todos los cantones las
comunas aldeanas poseen las llamadas Bürgernútzen, es decir, mantienen
en común una determinada cantidad de vacas para proveer de manteca a todas las
familias; o bien cuidan en común los campos o viñedos, cuyos productos
se reparten entre los comuneros, o bien, por último, arriendan su tierra, en
cuyo caso el ingreso se destina al beneficio de toda la comuna.
En general,
puede tomarse como regla que allí donde las comunas han retenido una esfera de
derechos lo suficientemente amplia como para ser partes vivas del organismo
nacional, y donde no han sido reducidas a la miseria completa, los comuneros no
dejan de cuidar sus tierras con atención. Debido a esto, las propiedades
comunales de Suiza presentan un contraste asombroso, en comparación con la
situación lamentable de las tierras "comunales" de Inglaterra. Los
bosques comunales del cantón de Vaud y de Valais se conservan en excelente
orden, según las reglas de la moderna silvicultura. En otros lugares, "las
pequeñas franjas" de los campos comunales, que cambian de dueños bajo el
sistema de reparticiones, están muy bien abonados, puesto que no hay escasez de
ganado ni de prados. Los elevados prados alpinos, en general, se conservan
bien, y los caminos de las aldeas son excelentes. Y cuando admiramos el chalet
suizo, es decir, la cabaña, los caminos montañeses, el ganado campesino, las
terrazas de los viñedos y las casas de escuela en Suiza, debemos recordar que
la madera para la construcción del chalet, en su mayor parte, proviene de los
bosques comunales, y los caminos y las casas escolares son resultado del
trabajo comunal. Naturalmente, en Suiza, como en todas partes, la comuna perdió
muchos de sus derechos y funciones, y la "corporación", compuesta por
un pequeño número de viejas familias, ocupó el lugar de la comuna aldeana
anterior, a la que pertenecían todos. Pero lo que se conservó, mantuvo, según
la opinión de investigadores serios, su plena vitalidad.
Apenas es
necesario decir que en las aldeas suizas se conservan, hasta ahora, muchos
hábitos y costumbres de ayuda mutua. Las veladas para descascarar nueces, que
se realizan por turno en cada hogar; las reuniones al atardecer para coser el
ajuar en casa de la doncella que se va a casar; las invitaciones a la
"ayuda" cuando se construyen casas y para la recolección de la
cosecha, y de igual manera para todos los trabajos posibles que pudieran ser
necesarios a cada uno de los comuneros; la costumbre de intercambiar los niños
de un cantón a otro con el fin de enseñarles dos idiomas distintos, francés y alemán,
etc., todo esto es un fenómeno completamente corriente.
Es curioso
observar que también diferentes necesidades modernas se satisfacen de este
mismo modo. Así, por ejemplo, en Glarus, la mayoría de los prados alpinos
fueron vendidos en época de calamidades, pero las comunas continúan aún
comprando campos llanos, y así, después que las parcelas recompradas han
permanecido en poder de diferentes comuneros durante diez, veinte o treinta
años, vuelven al cuerpo de las tierras comunales, que se distribuyen según
las necesidades de todos los miembros. Existen también grandes cantidades de
pequeñas uniones que se dedican a la producción de artículos alimenticios
necesarios -pan, queso, vino- por medio del trabajo común, a pesar de
que esta producción no ha alcanzado grandes proporciones; y finalmente, gozan
de gran difusión en Suiza las cooperativas rurales. Las asociaciones de diez a
treinta campesinos que compran y siembran en común prados y campos constituyen
un fenómeno corriente; y las asociaciones para la venta de leche y queso están
organizadas en todo el país. En suma, Suiza fue la cuna de esta forma de
cooperación. Además, allí se presenta un amplio campo para el estudio de toda
clase de sociedades pequeñas y grandes, fundadas para la satisfacción de todas
las posibles necesidades modernas. Así, por ejemplo, casi en todas las aldeas
de algunas partes de Suiza se puede hallar toda una serie de sociedades: de
protección contra incendios, de aprovisionamiento del agua, de paseos en botes,
de conservación de los muelles del lago, etc.; además, todo el país está
sembrado de sociedades de arqueros, tiradores, topógrafos, exploradores y de
otras sociedades semejantes, nacidas de los peligros que significa el
militarismo moderno y el imperialismo.
Sin embargo,
Suiza no es, de ningún modo, una excepción en Europa, puesto que instituciones
y hábitos semejantes se pueden observar en las aldeas de Francia, Italia,
Alemania, Dinamarca, etcétera. Así, en las páginas precedentes hemos hablado de
lo que hicieron los gobernantes de Francia con el fin de destruir la comuna
aldeana y usurparle sus tierras, pero, a pesar de todos los esfuerzos del
gobierno, una décima parte de todo el territorio apto para el cultivo, es
decir, alrededor de 13.500.000 acres que comprenden la mitad de los prados
naturales y casi la quinta parte de los bosques del país continúan bajo
posesión comunal. Estos bosques proveen a los comuneros de combustible, y la
madera de construcción, en la mayoría de los casos, es cortada por medio del
trabajo comunal, con toda la regularidad deseable; el ganado de los comuneros
pace libremente en las dehesas comunales, y el remanente de los campos
comunales se divide y reparte en algunos lugares. de Francia -como en las
Ardenas- de modo corriente.
Estas
fuentes suplementarias que ayudan a los campesinos más pobres a sobrellevar los
años de malas cosechas sin vender las parcelas pequeñas de tierra de su
pertenencia y sin enredarse en deudas impagables, sin duda tienen importancia
tanto para los trabajadores agrícolas como para casi 3.000.000 de modestos
campesinos-propietarios. Hasta es dudoso que la pequeña propiedad campesina
pudiera conservarse sin ayuda de estas fuentes suplementarias. Pero la
importancia ética de la propiedad comunal, por pequeñas que fueran sus proporciones,
sobrepasa en mucho a su importancia económica. Ayuda a la conservación, en la
vida aldeana, de un núcleo de hábitos y costumbres de ayuda mutua que
indudablemente actúa como contrapeso del individualismo estrecho y de la
codicia, que tan fácilmente se desarrolla entre los pequeños propietarios de la
tierra, y facilita el desenvolvimiento de las formas modernas de cooperación y
sociabilidad. La ayuda mutua, en todas las circunstancias de la vida aldeana,
entra en la rutina habitual de la aldea. Por todas partes encontramos, bajo
nombres distintos, el "charroi", es decir, ayuda libre prestada por
los vecinos para levantar la cosecha, para la recolección de uva, para la
construcción de una casa, etcétera; por todas partes encontramos las mismas reuniones
vespertinas que en Suiza. En todas partes los comuneros se asocian para
efectuar todos los trabajos posibles que ellos por sí solos no podrían
realizar. Casi todos los que han escrito sobre la vida aldeana francesa han
mencionado esta costumbre. Pero quizá lo mejor de todo sería citar aquí algunos
fragmentos de cartas que recibí de un amigo, al que rogué comunicarme sus
observaciones sobre esta materia. Estas informaciones se deben a un hombre de
edad, que ha sido durante mucho tiempo alcalde de su comuna natal en el Sur de
Francia (en el departamento de Ariége); los hechos qué ha comunicado le eran
conocidos merced a una observación personal de muchos años y tienen la ventaja
de que provienen de una localidad y no están tomados por partes, de observaciones
hechas en lugares alejados entre sí. Algunos de ellos pueden parecer baladíes,
pero en general, pintan el mundillo entero de la vida aldeana.
"En
algunas comunas, próximas a las nuestras -escribe mi amigo- se mantiene
en pleno vigor la vieja costumbre de l'emprount. Cuando en la granja se
necesitan muchas manos para el cumplimiento rápido de cierto trabajo -recoger
papas o segar un prado- se convoca a los jóvenes de la vecindad; reúnense mozos
y muchachas y realizan el trabajo animada y gratuitamente, y por la tarde,
después de una cena alegre, los jóvenes organizan bailes.
"En las
mismas aldeas, cuando una moza se va a casar, las vecinas de la aldehuela se
reúnen en su casa para coser su ajuar. En algunas aldeas las mujeres, aún
ahora, hilan con bastante celo. Cuando le llega la época a determinada familia
de devanar el hilo, se realiza este trabajo en una tarde, con la ayuda de los
vecinos invitados. En muchas comunas de Ariége, y en otros lugares del Suroeste
de Francia, el desgranamiento del maíz también se efectúa con la ayuda de todos
los vecinos. Se les agasaja con castañas y vino, y los jóvenes danzan después
de terminado el trabajo. La misma costumbre se practica al elaborarse el aceite
de nueces y al recoger el cáñamo. En la comuna L., la misma costumbre se
observa cuando se transporta el trigo. Estos días de trabajo pesado se
convierten en fiestas, puesto que el dueño considera un honor agasajar a los
voluntarios con una buena comida. No se fija pago alguno: todos se ayudan
mutuamente.
"En la comuna
C., la superficie de las dehesas comunales se aumenta cada año, de modo que
actualmente casi toda la tierra de la comuna ha pasado a ser de uso común. Los
pastores son elegidos por los dueños del ganado, incluyendo también las
mujeres. Los toros son comunales.
"En la
comuna M., los pequeños rebaños de 40 a 50 cabezas que pertenecen a los
comuneros, se reúnen en uno y luego se dividen en tires o cuatro rebaños antes
de enviarlos a los prados de la montaña. Cada dueño permanece durante una
semana junto al rebaño, en calidad de pastor.
"En la
aldea C., algunos jefes de familia compraron en común una trilladora, todas las
familias, en común, proveen los hombres que son necesarios, quince o veinte,
para atender la máquina. Otras tres trilladoras compradas por los jefes de
familia de la misma aldea son ofrecidas en alquiler por ellos, pero el trabajo
en este caso es realizado por ayudantes forasteros, invitados del modo
habitual.
"En
nuestra comuna R., era necesario levantar un muro alrededor del cementerio. La
mitad de la suma requerida para la compra de la cal y para el pago de los
obreros hábiles fue dada por él consejo del distrito, y la otra mitad fue
reunida por suscripción. En cuanto al trabajo de suministrar arena y agua,
mezclar la argamasa y ayudar a los albañiles, todo fue realizado por
voluntarios (lo mismo que sé hace en la djemâa kabileña). Los caminos de
la aldea son limpiados también por medio del trabajo voluntario de los
comuneros. Otras comunas construyeron de tal modo sus fuentes. La prensa para
extraer el jugo de la uva y otras pequeñas instalaciones a menudo son de
propiedad comunal."
Dos
habitantes de la misma localidad, interrogados por mi amigo, agregaron lo
siguiente:
"En O.,
hace algunos años no existía molino. La comuna construyó un molino imponiendo
una contribución a los comuneros. En cuanto al molinero, para evitar que
incurriera en cualquier clase de engaños y de parcialidad, se decidió pagarle
dos francos por consumidor y que el trigo fuera molido gratis.
"En
Saint G., muy pocos campesinos se aseguran contra incendio. Cuando se produce
un incendio -como sucedió recientemente- todos entregan algo a la familia
damnificada: una caldera, una sábana, una silla, etc., y de tal modo el modesto
hogar es reconstituido. Todos los vecinos ayudan al perjudicado por el incendio
a reconstruir su casa, y la familia, mientras tanto, se aloja gratuitamente en
casa de los vecinos."
Semejantes
hábitos de ayuda mutua, y se podrían citar un sinnúmero, indudablemente nos
explican por qué los campesinos franceses se asocian con tal facilidad para el
uso por turno del arado y sus yuntas de caballos, o bien de la prensa de uva o
de la trilladora, cuando los últimos pertenecen a una cierta persona de la
aldea, y de igual modo también para la realización en común de todo género de
trabajos de aldea. La conservación de los canales de riego, el desmonte de los
bosques, la desecación de pantanos, la plantación de árboles, etc., desde
tiempo inmemorial, eran realizados por el municipio. Lo mismo continúa haciéndose
ahora. Así, por ejemplo, muy recientemente en La Bome, en el
departamento de Lozére, las colinas áridas y bravías fueron convertidas en
ricos huertos mediante el trabajo común. "La gente llevaba la tierra sobre
sus hombros; construyeron terrazas y las sembraron de castaños y durazneros;
diseñaron huertos y trajeron. el agua, por medio de un canal, desde dos o tres
millas de distancia". Ahora, según parece, se ha construido allí un nuevo
acueducto de once millas de longitud.
El mismo
espíritu comunal explica el notable éxito obtenido en los últimos tiempos por
los sindicatos agrícolas; es decir, las asociaciones de campesinos y granjeros.
En el año 1884, se autorizaron, en Francia, las asociaciones compuestas por más
de 19 personas, y apenas es necesario agregar que cuando se decidió hacer esta
"experiencia peligrosa" -como se dijo en la Cámara de los Diputados-
los funcionarios tomaron todas aquellas "precauciones" posibles que
sólo la burocracia puede inventar. Pero, a pesar de todo, Francia se llena de asociaciones
agrícolas (sindicatos). Al principio se formaban solamente para la compra de
abono y semillas, puesto que las adulteraciones en estos dos ramos y las
mezclas de toda clase de desperdicios alcanzaron proporciones inverosímiles.
Pero gradualmente extendieron su actividad en diversas direcciones; incluso a
la venta de productos agrícolas y a la mejora constante de las parcelas de
tierras. En el sur de Francia, los estragos producidos por la filoxera
originaron la formación de gran número de asociaciones entre los propietarios
de viñedos. Diez, veinte, a veces treinta de esos propietarios organizaban un
sindicato, compraban una máquina a vapor para bombear agua y hacían los
preparativos necesarios para inundar sus viñedos por turno. Constantemente se
forman nuevas asociaciones para la defensa contra las inundaciones, para el
riego, para la conservación de los canales de riego ya existentes, etc. Y no
constituye obstáculo alguno el deseo unánime de todos los campesinos de la
vecindad en cuestión que la ley exige. En otros lugares encontramos las fruitiéres
o asociaciones de queseros o lecheros, y algunos de ellos reparten el queso
y la manteca en partes iguales, independientemente del rendimiento de leche de
cada vaca. En Ariége existe una asociación de ocho comunas diferentes para el
cultivo conjunto de sus tierras, que se unieron en una; en el mismo
departamento, comunas en 172 sindicatos han organizado la ayuda médica
gratuita; en conexión con los sindicatos surgen también sociedades de
consumidores, etcétera. "Una verdadera revolución se realiza en nuestras
aldeas -dice Alfred Baudrillart- por medio de estas asociaciones que adquieren
en cada región de Francia su carácter propio".
Casi Tomismo
puede decirse también de Alemania. En todas partes donde los campesinos han
podido detener el despojo de sus tierras comunales, las conservan en propiedad
comunal, la que predomina ampliamente en Württemberg, Baden, Hohenzollern, y en
la provincia de Hessen, en Starkenberg. Los bosques comunales, en general, se conservan
en estado excelente, y en miles de comunas tanto la madera de construcción como
la leña se reparte anualmente entre todos los habitantes; hasta la antigua
costumbre denominada Lesholztag goza aún ahora de amplia difusión: al
tañido de la campana del campanario de la aldea, todos los habitantes se
dirigen al bosque para traer cada uno cuanta leña pueda. En Westfalia existen
comunas en las cuales se cultiva toda la tierra como si fuera una propiedad
común, según las exigencias de la agronomía moderna. En cuanto a los viejos
hábitos y costumbres comunales, se hallan hasta ahora en vigor en la mayor
parte de Alemania. Las invitaciones a la "ayuda", verdaderas fiestas
del trabajo, son un fenómeno arteramente corriente en Westfalia, Hessen y Nassau.
En las regiones en que abundan maderas de construcción, para la construcción de
una casa nueva, se toma habitualmente del bosque comunal y todos los vecinos
ayudan en la edificación. Hasta en los arrabales de la gran ciudad de
Francfort, entre los hortelanos, en casa de enfermedad de alguno de ellos,
existe la costumbre de ir los domingos a cultivar el huerto del camarada
enfermos.
En Alemania,
lo mismo que en Francia, cuando los gobernantes del pueblo derogaron las leyes
dirigidas contra las asociaciones de campesinos -lo que fue hecho en 1884-1888-
este género de uniones comenzó a desarrollarse con rapidez asombrosa, a pesar
de toda clase de obstáculos ofrecidos por la nueva ley, que estaba lejos de
favorecerlas. El hecho es que -dice Buchenberger- debido a estas uniones, en
millares de comunas aldeanas, en las que antes nada sabían de abonos químicos
ni de alimentación racional del ganado, ahora tanto el uno como la otra se
aplican en proporciones sin precedentes" (t. II, pág. 507). Con ayuda de
estas uniones se compra todo género de instrumentos y de máquinas agrícolas que
economizan trabajo, y de modo parecido se introducen diferentes métodos para el
mejoramiento de la calidad de los productos. Se forman también uniones para la
venta de los productos agrícolas y para la mejora constante de las parcelas de
tierra.
Desde el
punto de vista de la economía social, todos estos esfuerzos de los campesinos
naturalmente no tienen gran importancia. No pueden aliviar de modo sustancial
-y menos todavía durable- la miseria a que están condenadas las clases
agrícolas de toda Europa. Pero desde el punto de vista moral, que es el que nos
ocupa en este momento, su importancia es enorme. Demuestra que, aun bajo el
sistema del individualismo desenfrenado que domina ahora, las masas agrícolas
conservan piadosamente la ayuda mutua heredada por ellos; y en cuanto los
Estados debilitan las leyes férreas mediante las cuales destruyeron todos los
lazos existentes entre los hombres para tenerlos mejor en sus manos, estos
lazos se reanudan inmediatamente, a pesar de las innumerables dificultades
políticas, económicas y sociales; y se reconstituyen en las formas que mejor
responden a las exigencias modernas de la producción. Y señalan también
las direcciones en que es menester buscar el máximo progreso, y las formas en
que tienden a fundirse.
Fácilmente
podría aumentarse la cantidad de ejemplos, tomándolos de Italia, España y,
especialmente, Dinamarca, y podrían señalarse algunos rasgos muy interesantes,
propios de cada uno de estos países. Sería menester, también, mencionar la
población eslava de Austria y de la península balcánica, en la que aún existe
la "familia compuesta" y el "hogar indiviso" y gran número
de instituciones de apoyo mutuo. Pero me apresuro a pasar a Rusia, donde la
misma tendencia al apoyo mutuo asume algunas formas nuevas e inesperadas.
Además, examinando la comuna aldeana en Rusia, tenemos la ventaja de poseer una
enorme cantidad de material, emprendido por algunos ziemstva (concejos
campesinos) y que comprendía una población de casi 20.000.000 de campesinos de
diferentes partes de Rusia.
De la enorme
cantidad de datos reunidos por los censos rusos se pueden extraer dos
importantes conclusiones. En la Rusia Media, donde una tercera parte de la
población campesina, si no más, fue arrastrada a la ruina completa (por los
impuestos gravosos, los nadiely muy pequeños, de tierra mala, el elevado
arriendo y la recaudación muy severa de' impuestos después de pérdidas
completas de cosechas) se hizo evidente, durante los primeros veinticinco años
de la emancipación de los campesinos de la servidumbre, la tendencia decidida a
establecer la propiedad, personal de la tierra dentro de las comunas aldeanas.
Muchos campesinos empobrecidos, "sin caballos", abandonaron sus nadiely,
y sus tierras a menudo pasaban a ser propiedad de los campesinos más ricos, los
cuales, dedicados al comercio, poseían fuentes suplementarias de ingresos; o
bien los nadiely cayeron en manos de comerciantes extraños que compraban
tierras, principalmente con objeto de arrendarlas luego a los mismos campesinos
a precios desproporcionadamente elevados. Se debe observar también que, debido
a una omisión en la Ley de Emancipación de 1861, ofrecíase una gran posibilidad
de acaparar las tierras de los campesinos a precio muy bajo y los funcionarios
del Estado, a su vez, utilizaban su influencia poderosa en favor de la
propiedad privada y se comportaban en forma negativa hacia la propiedad
comunal.
Sin embargo,
desde el año 1880 comenzó también una fuerte oposición en Rusia Media contra la
propiedad personal, y los campesinos que ocupaban una posición intermedia entre
los ricos y los pobres hicieron esfuerzos enérgicos para mantener las comunas.
En cuanto a las fértiles estepas del sur, que son las partes de la Rusia europea
actualmente más pobladas y ricas, fueron principalmente colonizadas durante el
siglo XIX, bajo el sistema de la propiedad personal o la usurpación reconocida
en esta forma por el estado. Pero desde que en la Rusia del sur fueron
introducidos, con ayuda de la máquina, métodos mejorados de agricultura, los
campesinos propietarios de algunos lugares comenzaron, por sí mismos, a pasar
de la propiedad personal a la comunal, de modo que ahora en este granero de
Rusia se puede hallar, según parece, una cantidad bastante importante de
comunas aldeanas, creadas libremente y de origen muy reciente.
La Crimea y
la parte del continente situada al norte de ella (la provincia de Tauride), de
las cuales tenemos datos detallados, pueden servir mejor que nada para ilustrar
este movimiento. Después de su anexión a Rusia, en el año 1783, esta localidad
comenzó a ser colonizada por emigrantes de la gran Rusia, la pequeña Rusia y la
Rusia blanca -por cosacos, hombres libres y siervos fugitivos- que afluían
aisladamente o en pequeños grupos de todos los rincones de Rusia. Al principio
se dedicaron a la ganadería, y más tarde, cuando comenzaron a arar la tierra,
cada uno araba cuanto podía. Pero, cuando debido al aflujo de colonos que se
prolongaba, y a la introducción de los arados perfeccionados, aumentó la
demanda de tierra, surgieron entre los colonos disputas exasperadas. Las
disputas se prolongaron años enteros hasta que estos hombres, no ligados antes
por ningún vínculo mutuo, llegaron gradualmente al pensamiento de que era necesario
poner fin a las discordias introduciendo la propiedad comunal de la tierra.
Entonces comenzaron a concertar acuerdos según los cuales la tierra que hablan
poseído hasta entonces personalmente pasaba a ser de propiedad comunal; e
inmediatamente después comenzaron a dividir y a repartir esta tierra, según las
costumbres establecidas en las comunas aldeanas. Este movimiento fue
adquiriendo, gradualmente, vastas proporciones, y en un territorio
relativamente pequeño, las estadísticas de Tauride hallaron 161 aldeas en las
que la posesión comunal había sido introducida por los mismos campesinos
propietarios, en reemplazo de la propiedad privada, principalmente durante los
años 1855-1885. De tal modo, los colonos elaboraron libremente los tipos más
variados de comuna aldeana. Lo que, añade todavía un especial interés a este
paso de la posesión personal de la tierra a la comunas que se realizó no
sólo entre los grandes rusos, acostumbrados a la vida comunal, sino
también entre los pequeños rusos, que hacía mucho que bajo el dominio polaco
habían olvidado la comuna, y también entre los griegos y búlgaros y hasta entre
los alemanes, quienes ya hacía tiempo habían conseguido elaborar, en sus
florecientes colonias semiindustriales, en el Volga, un tipo especial de comuna
aldeana. Los tártaros musulmanes de la provincia de Tauride, evidentemente,
continuaron poseyendo la tierra según el derecho común musulmán, que
permitía sólo una limitada posesión personal de la tierra; pero, aun entre
ellos, en algunos contados casos implantaron la comuna aldeana europea. En
cuanto a las otras nacionalidades que pueblan la provincia de Tauride, la
posesión privada fue suprimida en seis aldeas estonas, dos griegas, dos
búlgaras, una checa y una alemana.
El retorno a
la posesión comunal de la tierra es característico de las fértiles estepas del
sur. Pero, ejemplos aislados del mismo retorno se pueden encontrar también en
la pequeña Rusia. Así, en algunas aldeas de la provincia de Chernigof, los
campesinos eran antes propietarios privados de la tierra; tenían documentos
legales individuales de sus parcelas, y disponían libremente de la tierra,
dándola en arriendo o dividiéndola. Pero en 1850 se inició entre ellos un
movimiento en favor de la posesión comunal, y sirvió de argumento principal el
aumento del número de familias empobrecidas. Inicióse tal movimiento en una
aldea, y después le siguieron otras, y el último caso citado por V. V. se
remontaba al año 1882. Naturalmente, se originaron choques entre los campesinos
pobres que exigían el paso a la posesión comunal y los ricos, que
ordinariamente prefieren la propiedad privada, y a veces la lucha se prolongaba
años enteros. En algunas localidades, la resolución unánime de toda la comuna,
exigida por la ley para el paso a la nueva forma de posesión de la tierra, no
pudo ser alcanzada, y la aldea se dividió entonces en dos partes: una
continuaba con la posesión privada de la tierra y la otra pasaba a la comunal;
a veces, se fundían, más tarde, en una comuna, y a veces quedaban así, cada cual
con su forma de posesión de la tierra.
En cuanto a
Rusia central, en muchas aldeas cuya población se inclinaba a la posesión
privada surgió, desde el año 1880, un movimiento de masas en favor del
restablecimiento de la comuna aldeana. Hasta los campesinos propietarios, que
habían vivido durante años bajo el sistema de posesión personal de la tierra,
volvían al orden comunal. Así, por ejemplo, existe una cantidad importante de
ex-siervos que han recibido sólo una cuarta parte de nadie¡, pero Ubres
de redención y con títulos de propiedad privada. En el año 1890, inicióse entre
ellos un movimiento (en las provincias de Kursk, Riazan, Tanibof y otras) cuya
finalidad era establecer en común sus parcelas, sobre la base de la posesión
comunal. Exactamente lo mismo "los agricultores libres" (vólnye
klebopáshtsy) que fueron emancipados de la servidumbre por la ley de 1803 y
que compraron sus nadiely cada familia por separado casi todos pasaron
ahora al sistema comunal, libremente introducido por ellos. Todos estos
movimientos se remontan a una época muy reciente, y en ellos participan también
los campesinos de otras nacionalidades, además de la rusa. Así, por ejemplo,
los búlgaros del distrito de Tiraspol, que poseyeron la tierra durante sesenta
años bajo régimen de propiedad privada, introdujeron la posesión comunal en los
años 1876-1882. Los, menonitas alemanes del distrito de Berdiansk lucharon, en
el año 1890. por la introducción de la posesión comunal, y los pequeños
campesinos-propietarios (Kleinwirthschafiliche), entre los bautistas
alemanes, hicieron propaganda en sus aldeas para la adopción de la misma
medida. Para concluir citaré un ejemplo más: en la provincia de Samara, el
gobierno ruso organizó, a modo de ensayo, en el año 1840, 103 aldeas bajo el
régimen de la posesión privada de la tierra. Cada jefe de familia recibió un
excelente nadiel, de 40 deciatinas. En el año 1890, en 72 aldeas de
estas 103, los campesinos expresaron su deseo de pasar a la posesión comunal.
Tomo todos estos hechos del excelente trabajo de V. V., quien, a su vez, se
limitó a clasificar los que las estadísticas territoriales señalaron durante
los censos por hogar arriba citados.
Tal
movimiento en favor de la posesión comunal va rotundamente en contra de las
teorías económicas modernas, según las cuales el cultivo intensivo de la tierra
es incompatible con la comuna aldeana. Pero de estás teorías se puede decir
solamente que nunca pasaron por el luego de la experiencia práctica: pertenecen
enteramente al dominio de las teorías abstractas. Los hechos mismos que tenemos
ante nuestros ojos demuestran, por el contrario, que en todas partes donde los
campesinos rusos, gracias al concurso de circunstancias favorables, fueron
menos presa de la miseria, y en todas partes donde hallaron entre sus vecinos
hombres experimentados y que tenían iniciativa la comuna aldeana contribuían la
introducción de diferentes perfeccionamientos en el dominio de la agricultura
y, en general, de, la vida campesina. Aquí, como en todas partes, la ayuda
mutua conduce al progreso más rápidamente y mejor que la guerra de cada uno
contra todos, como puede verse por los hechos siguientes. Hemos visto ya
(apéndice XVI) que los campesinos ingleses de nuestro tiempo, allí donde la
comuna se conservó intacta, convirtieron el campo en barbecho, en campos de
leguminosas y tuberosas. Lo mismo empieza a hacerse también en Rusia.
Bajo Nicolás
1, muchos funcionarios del Estado y terratenientes obligaban a los campesinos a
introducir el cultivo comunal en las pequeñas parcelas que pertenecían a la
aldea, con el fin de llenar los depósitos comunales de grano. Tales cultivos,
que en el espíritu de los campesinos van unidos a los peores recuerdos de la
servidumbre, fueron abandonados inmediatamente después de la caída del régimen
servil; pero ahora los campesinos comienzan, en algunas partes, a establecerlos
por iniciativa propia. En un distrito (Ostrogozh, de la provincia de Kursk) fue
suficiente el espíritu de empresa de una persona para introducir tales cultivos
en las cuatro quintas partes de las aldeas del distrito. Lo mismo se observa
también en algunas otras localidades. En. el día fijado, los comuneros se
reúnen para el trabajo: los ricos con arados o carros, y los más pobres aportan
al trabajo común sólo sus propias manos, y no se hace tentativa alguna de
calcular cuánto trabaja cada uno. Luego, lo recaudado por el cultivo comunal es
destinado a préstamo para los comuneros más pobres -la mayoría de las veces sin
devolución-, o bien se utiliza para mantener a los huérfanos y viudas, o para
reparar la iglesia de la aldea o la escuela, o, por último, para el pago de
cualquier deuda de la comuna.
Como debe
esperarse de hombres que viven bajo el sistema de la comuna aldeana, todos los
trabajos que entran, por así decirlo, en la rutina de la vida aldeana (la
reparación de caminos y puentes, la construcción de diques y caminos de fajina,
la desecación de pantanos, los canales de riego y pozos, la tala de bosques, la
plantación de árboles, etc.), son realizados por las comunas enteras; exactamente
lo mismo que la tierra, muy a menudo, se arrienda en común, y los prados son
segados por todo el mir, y al trabajo van los ancianos y los jóvenes,
los hombres y las mujeres, como lo ha descrito magníficamente L.N. Tolstoy. Tal
género de trabajo es cosa de todos los días en todas partes de Rusia; pero la
comuna aldeana no elude de modo alguno las mejoras de la agricultura moderna,
cuando puede hacer los gastos correspondientes y cuando el conocimiento, que
habla sido hasta entonces privilegio de los ricos, penetra, por fin, en la
choza de la aldea.
Hemos
indicado ya que los arados perfeccionados se extienden rápidamente en el sur de
Rusia, y está probado que en muchos casos precisamente las comunas aldeanas,
cooperaron en esta difusión. Sucedía también, cuando el arado era comprado por
la comuna, que, después de probarlo en la parcela de la tierra comunal, los
campesinos indicaban los cambios necesarios a aquellos a quienes habían
comprado el. arado; o bien, ellos mismos prestaban ayuda para organizar la
producción artesana de atados baratos. En el distrito de Moscú, donde la compra
de arados por los campesinos se extendió rápidamente, el impulso fue dado por
aquellas comunas que arrendaban la tierra en común y fue hecho esto con el fin
especial de mejorar sus cultivos.
En el
nordeste de Rusia, en la provincia de Viatka, pequeñas asociaciones de
campesinos que viajaban con sus aventadoras (fabricadas por los artesanos de
uno de los distritos en que abundaba el hierro) extendieron el uso de estas
máquinas entre ellos, y aun en las provincias vecinas. La amplia difusión de
las trilladoras en las provincias. de Samara, Sartof y Jerson, es el resultado
de la actividad de las asociaciones de campesinos, que pueden llegar a comprar
hasta una máquina cara, mientras que el campesino aislado no está en
condiciones de hacerlo. Y mientras que en casi todos los, tratados económicos
dícese que la comuna aldeana está condenada a desaparecer en cuanto el sistema
de tres amelgas sea reemplazado por el cultivo rotativo, vemos que en Rusia
muchas comunas aldeanas tomaron la iniciativa de la introducción justamente de
este sistema de cultivo rotativo, lo mismo que hicieron en Inglaterra. Pero
antes de pasar a él, los campesinos habitualmente reservan, una parte de los
campos comunales para efectuar ensayos de siembra artificial de pastos, y las
semillas son compradas por el mir .
Si el ensayo
tiene éxito, los campesinos no se sienten embarazados en hacer una nueva
repartición de los campos para pasar a la economía de cuatro, cinco y aun seis
amelgas.
Este sistema
se practica ahora en centenares de aldeas de la provincia de Moscú,
Tver, Smolensk, Viatka y Pskof. Y allí donde el posible separar cierta cantidad
de tierra para este fin, las comunas reservan parcelas para el cultivo de
plantíos de frutales.
Además, las
comunas emprenden, con bastante frecuencia, mejoras constantes, como el drenaje
y el riego. Así, por ejemplo, en tres distritos de la provincia de Moscú, de
carácter industrial marcado, durante una década (1880-1890), se ejecutaron
trabajos de drenaje en gran escala en 180 a 200 aldeas diferentes, y los
comuneros mismos trabajaron con el pico. En el otro extremo de Rusia, en las
estepas áridas del distrito de Novouzen, fueron erigidos por la comuna más de
1.000 diques para estanques y fosos, y fueron excavados algunos centenares de
pozos profundos. Al mismo tiempo, en una rica colonia alemana del sureste de
Rusia, los comuneros -hombres y mujeres- trabajaron cinco semanas consecutivas
en la erección de un dique de tres verstas de largo destinado al riego. Pues,
¿cómo podrían luchar contra el clima seco hombres aislados? ¿Y a dónde podrían
llegar con el esfuerzo personal, en aquella época en que el sur de Rusia sufría
por la multiplicación de marmotas, y todos los agricultores, ricos y pobres.
comuneros e individualistas hubieron de aplicar el trabajo de sus propias manos
para conjurar esa calamidad? La policía, en tales circunstancias, no sirve de
ayuda, y el único medio es la asociación.
Como es
sabido, bajo el reinado de Nicolás II, el ministro Stolypin hizo una tentativa
en gran escala para destruir la posesión comunal de la tierra y transportar los
campesinos a parcelas de granjas separadas. Muchos esfuerzos y mucho dinero del
estado se gastó en esto, con éxito en algunas provincias, según parece,
especialmente en Ucrania. Pero la guerra y la revolución que siguió sacudieron
tan profundamente toda la vida de la aldea que en el momento presente es
imposible dar respuesta que tenga cierta precisión sobre, los resultados de
esta campaña del estado contra la comuna.
Después de
haber hablado tanto de la ayuda y del apoyo mutuos practicados por los
agricultores de los países "civilizados", veo que podría aún llenarse
un tomo bastante voluminoso de ejemplos tomados de la vida de los centenares de
millones de hombres que viven más o me nos bajo la autoridad o la protección de
estados más o menos civilizados, pero que, sin embargo, están aún fuera de la
civilización moderna y de las ideas modernas. Podría describir, por ejemplo, la
vida interior de la aldea turca, con su red de asombrosos hábitos y costumbres
ayuda mutua. Consultando mis cuadernos de apuntes con respecto a la ayuda
campesina del Cáucaso, hallo hechos muy conmovedores de apoyo mutuo. Los mismos
hábitos hallo en mis notas sobre la djemáa árabe, la purra afgana,
sobre las aldeas de Persia, India y Java, sobre la familia indivisa de los
chinos, sobre los seminómadas del Asia Central y los nómadas del lejano Norte.
Consultando las notas, tomadas en parte al azar, de la riquísima literatura
sobre Africa, encuentro que están llenas de los mismos hechos; aquí también se
convoca a la "ayuda" para recoger la cosecha; las casas también se
construyen con ayuda de todos los habitantes de la aldea. a veces para reparar
el estrago ocasionado por las incursiones de bandidos "civilizados";
en algunos casos, pueblos enteros se prestan ayuda en la desgracia o bien
protegen a los viajeros, etcétera. Cuando recurro a trabajos como el compendio
del derecho común africano hecho por Post, empiezo a comprender por qué, a
pesar de toda la tiranía, de todas las opresiones, de los despojos y de las
incursiones, a pesar de las guerras internacionales, de los reyes antropófagos,
de los hechiceros charlatanes y de los sacerdotes, a pesar de los cazadores de
esclavos, etc., la población de estos países no se ha dispersado por los
bosques; por qué conservó un determinado grado de civilización; empiezo a
comprender por qué estos "salvajes" siguieron siendo, sin embargo,
hombres, y no descendieron al nivel de familias errantes, como los orangutanes
que se están extinguiendo. El caso es que los cazadores de esclavos, europeos y
americanos, los saqueadores de los depósitos de marfil, lo reyes belicosos, los
"héroes" matabeles y malgaches desaparecen dejando tras sí sólo
huellas marcadas con sangre y fuego; pero el núcleo de instituciones, hábitos y
costumbres de ayuda mutua creadas primero por la tribu y luego por la comuna
aldeana permanece y mantiene a los hombres unidos en sociedades, abiertas al
progreso de la civilización y prestas a aceptarla cuando llegue el día en que,
en lugar de balas y aguardiente, comiencen a recibir de nosotros la verdadera
civilización.
Lo mismo se
puede decir también de nuestro mundo civilizado. Las calamidades naturales y
las provocadas por el hombre pasan. Poblaciones enteras son periódicamente
reducidas a la miseria y al hambre; las mismas tendencias vitales son
despiadadamente aplastadas en millones de hombres reducidos al pauperismo de
las ciudades; el pensamiento y los sentimientos de millones de seres humanos
están emponzoñados por doctrinas urdidas en interés de unos pocos.
Indudablemente, todos estos fenómenos constituyen parte de nuestra existencia.
Pero el núcleo de instituciones, hábitos y costumbres de ayuda mutua continúa
existiendo en millones de hombres; ese núcleo los une, y los hombres prefieren
aferrarse a esos hábitos, creencias y tradiciones suyas antes que aceptar la
doctrina de una guerra de cada uno contra todos, ofrecida en nombre de una
pretendida ciencia, pero que en realidad nada tiene de común con la ciencia.
Observando la vida cotidiana de la población rural de Europa he
visto que, a pesar de todos los esfuerzos de los estados modernos para destruir
la -comuna- aldeana, la vida de los campesinos está llena dé hábitos y
costumbres de ayuda mutua y apoyo mutuo; hemos encontrado que se han conservado
hasta: ahora restos de la posesión comunal de la tierra que están ampliamente
difundidos y tienen todavía importancia; y que apenas fueron suprimidos, en
época reciente, los obstáculos legales que embarazaban el resurgimiento de las
asociaciones y uniones rurales; en todas partes surgió rápidamente entre los
campesinos una red entera de asociaciones libres con todos los fines posibles;
y este movimiento juvenil evidencia indudablemente la tendencia a restablecer
un género determinado de unión, semejante a la que existía en la comuna aldeana
anterior. Tales fueron las conclusiones a que llegamos en el capítulo
precedente; y por eso nos ocuparemos ahora de examinar las instituciones de
apoyo mutuo que se forman en la época presente entre la población industrial.
Durante los
tres últimos siglos, las condiciones para la elaboración de dichas asociaciones
fueron tan desfavorables en las ciudades como en las aldeas. Sabido es que,
prácticamente, cuando las ciudades medievales fueron sometidas, en el siglo
XVI, al dominio de los estados militares que nacían entonces, todas las
instituciones que asociaban a los artesanos, los maestros y los mercaderes en
guildas y en comunas ciudadanas fueron aniquiladas por la violencia. La
autonomía y la jurisdicción propia, tanto en las guildas como en la
ciudad, fueron destruidas; el juramento de fidelidad entre hermanos de las
guildas comenzó a ser considerado como una manifestación de traición hacia el
estado; los bienes de las guildas fueron confiscados del mismo modo que las
tierras de las comunas aldeanas; la organización interior y técnica de cada
ramo del trabajo cayó en manos del estado. Las leyes, haciéndose gradualmente
más y más severas, trataban de impedir de todos modos que los artesanos se
asociaran de cualquier manera que fuese. Durante algún tiempo se permitió, por
ejemplo, la existencia de las guildas comerciales, bajo condición de que
otorgarían subsidios generosos a los reyes; se toleró también la existencia de
algunas guildas de artesanos, a las qué utilizaba el estado como órganos de
administración. Algunas de las guildas del último género todavía arrastran su
existencia inútil. Pero lo que antes era una fuerza vital de la existencia y de
la industria medievales, hace va mucho que ha desaparecido bajo el peso
abrumador del estado centralizado.
En Gran
Bretaña, que puede ser tomada como el mejor ejemplo de la política industrial
de los estados modernos, vemos que ya en el siglo XV el Parlamento inició la
obra de destrucción de las guildas; pero las medidas decisivas contra ellas
fueron tomadas sólo en el siglo siguiente, Enrique VIII no sólo destruyó la
organización de las guildas, sino que en el momento oportuno confiscó sus
bienes "con mayor desconsideración -dijo Toulmin Smith- que la demostrada
en la confiscación de los bienes de los monasterios" Eduardo VI terminó su
obra. Y ya en la segunda mitad del siglo XVI hallamos que el Parlamento se
ocupó de resolver todas las divergencias entre los artesanos y los comerciantes
que antes eran resueltas en cada ciudad por separado. El Parlamento y el rey no
sólo se apropiaron del derecho de legislación en todas las disputas semejantes,
sino que teniendo en cuenta los intereses de la corona, ligados a la
exportación al extranjero, enseguida comenzaron a determinar el número
necesario, según su opinión, de aprendices para cada oficio, y a regularizar
del modo más detallado la técnica misma de cada producción: el peso del
material, el número de hilos por pulgada de tela, etc. Se debe decir, sin
embargo, que estas tentativas no fueron coronadas por el éxito, puesto que las
discusiones y dificultades técnicas de todo género, que durante una serie de
siglos fueron resueltas por el acuerdo entre las guildas estrechamente
dependientes una de otra y entre las ciudades que ingresaban en la unión, están
completamente fuera del alcance de los funcionarios del estado. La intromisión
constante de los funcionarios no permitía a los oficios vivir y desarrollarse,
y llevó a la mayoría de ellos a una decadencia completa; y por ello, los
economistas, ya en el siglo XVIII, rebelándose contra la regulación de la
producción por el estado, expresaron un descontento plenamente justificado y
extendido entonces. La destrucción hecha por la revolución francesa de este
género de intromisión de la burocracia en la industria fue saludada corno un
acto de liberación; y pronto otros países siguieron el ejemplo de Francia.
El estado no
pudo, tampoco, alabarse de haber obtenido mejor éxito en la determinación del
salario. En las ciudades medievales, cuando en el siglo XV comenzó a marcarse
cada vez más agudamente la distinción entre los maestros y sus medio oficiales
o jornaleros, los medio oficiales opusieron sus uniones (Geseilverbande), que
a veces tenían carácter internacional, contra las uniones de maestros y
comerciantes. Ahora, el estado se encargó de resolver sus discusiones, y según
el estatuto de Isabel, de 1 año 1563, se confirió a los jueces de paz la
obligación de establecer la proporción del salario, de modo que asegurara una
existencia "decorosa" a los jornaleros y aprendices. Los jueces de
paz, sin embargo, resultaron completamente impotentes en la obra de conciliar
los intereses opuestos de amos y obreros, y de ningún modo pudieron obligar a
los maestros a someterse a la resolución judicial. La ley sobre el salario, de
tal modo, se convirtió gradualmente en letra muerta, y fue derogada al final
del siglo XVIII.
Pero, a la
vez que el estado se vio obligado a renunciar al deber de establecer el
salario, continuó, sin embargo, prohibiendo severamente todo género de acuerdo
entre los jornaleros y los maestros, concertados con el fin de aumentar los
salarios o de mantenerlos en un determinado nivel. Durante todo el siglo XVIII,
el estado emitió leyes dirigidas contra las uniones obreras, y en el año 1799,
finalmente, prohibió todo género de acuerdo de los obreros, bajo amenaza de los
castigos más severos. En suma, el Parlamento británico sólo siguió, en este
caso, el ejemplo de la Convención revolucionaria francesa, que dictó en 1793
una ley draconiana contra las coaliciones obreras; los acuerdos entre un
determinado número de ciudadanos eran considerados por esta asamblea
revolucionaria como un atentado contra la soberanía del estado, del que se
suponía que protegía en igual medida a todos sus súbditos.
De tal modo
fue terminada la obra de la destrucción de las uniones
medievales. Ahora, tanto en la ciudad como en la aldea, el estado
reinaba sobre los grupos, débilmente unidos entre sí, de personas
aisladas, y estaba dispuesto a prevenir, con las medidas más severas,
todas sus tentativas de restablecer cualquier unión especial.
Tales fueron
las condiciones en que tuvo que abrirse paso la tendencia a la ayuda
mutua en el siglo XIX. Es comprensible, sin embargo, que todas estas medidas no
tuvieran fuerza como para destruir esa tendencia perdurable. En el transcurso
del siglo XVIII. las uniones obreras se reconstituían constantemente. No
pudieron detener su nacimiento y desarrollo ni siquiera las crueles
persecuciones que comenzaron en virtud de las leyes de 1797 y 1799. Los
obreros aprovechaban cada advertencia de la ley y de la vigilancia establecida,
cada demora de parte de los maestros, obligados a informar de la constitución
de las uniones, para ligarse entre sí. Bajo la apariencia de sociedades
amistosas (friendly societies), de clubs de entierros, o de
hermandades secretas, las uniones se extendieron por todas partes: en la
industria textil, entre los trabajadores de las cuchillerías de Sheffield,
entre los mineros: y se formaron también poderosas organizaciones federales
para apoyar a las uniones locales durante las huelgas y persecuciones. Una
serie de agitaciones obreras se produjeron a principios del siglo XIX,
especialmente después de la conclusión de la paz de 1815, de modo que
finalmente hubo que derogar las leyes de 1797 y 1799.
La
derogación de la ley contra las coaliciones (Combinations Laws), en
1825, dio un nuevo impulso al movimiento. En todas las ramas de producción se
organizaron inmediatamente uniones y federaciones nacionales y cuando Robert
Owen comenzó la organización de su "Gran Unión Consolidada Nacional"
de las uniones profesionales, en algunos meses alcanzó a reunir hasta medio
millón de miembros. Verdad es que este período de libertad relativo duró poco.
Las persecuciones comenzaron de nuevo en 1830, y en el intervalo entre 1832 y
1844 siguieron condenas judiciales feroces contra las organizaciones obreras,
con destierro a trabajos forzados a Australia. La "Gran Unión
Nacional" de Owen fue disuelta, y éste hubo de renunciar a su ensayo de
Unión Internacional, es decir, a la Internacional. Por todo el país, tanto las
empresas particulares como igualmente el estado en sus talleres, empezaron a
obligar a sus obreros a romper todos los lazos con las uniones y a firmar un
"document", es decir, una renuncia redactada en este sentido. Los
unionistas fueron perseguidos en masa y detenidos bajo la acción de la ley
"Sobre los amos y sus servidores", en virtud de la cual era
suficiente la simple declaración del patrono de la fábrica sobre la supuesta
mala conducta de sus obreros para arrestarlos en masa y juzgarlos
Las huelgas
fueron sofocadas del modo más despótico, y condenas asombrosas por su severidad
fueron pronunciadas por la simple declaración de huelga, o por la participación
en calidad de delegado de los huelguistas, sin hablar ya de las sofocaciones,
por vía militar, de los más mínimos desórdenes durante las huelgas, o de los
juicios seguidos por las frecuentes manifestaciones de violencias de diferentes
géneros por parte de los obreros. La práctica de la ayuda mutua, bajo tales
circunstancias, estaba bien lejos de ser cosa fácil. Y, sin embargo, a pesar de
todos los obstáculos, de cuyas proporciones nuestra generación ni siquiera
tiene la debida idea, ya. desde el año 1841 comenzó el renacimiento de las
uniones obreras, y la obra de la asociación de los obreros se prolongó incansablemente
desde entonces hasta el presente; hasta que, por fin, después de una larga
lucha que duraba ya más de cien años, fue conquistado el derecho de pertenecer
a las uniones. En el año 1900 casi una cuarta parte de todos los trabajadores
que tenían ocupación fija, es decir, alrededor de 1.500.000 hombres,
pertenecían a las uniones obreras (trace unions), y ahora su número casi
se ha triplicado.
En cuanto a
los otros estados europeos, es suficiente decir que hasta épocas muy recientes
todo género de uniones era perseguido como conjuración; en Francia, la
formación de las uniones (sindicatos) con más de 19 miembros sólo fue permitida
por la ley en 1884. Pero a pesar de esto, las uniones obreras existen por
doquier, si bien a menudo han de tomar la forma de sociedades secretas; al
mismo tiempo, la difusión y la fuerza de las organizaciones, en especial de los
"caballeros del trabajo" en los Estados Unidos y de las uniones
obreras de Bélgica, se manifestó claramente en las huelgas del 90.
Sin embargo,
es necesario recordar que el hecho mismo de pertenecer a una unión obrera,
aparte de las persecuciones posibles, exige del obrero sacrificios bastante
importantes en dinero, tiempo y trabajo impago, o implica riesgo constante de
perder el trabajo por el mero hecho de pertenecer a la unión obrera. Además, el
unionista tiene que recordar continuamente la posibilidad de huelga, y la
huelga cuando se ha agotado el limitado crédito que da el panadero y el
prestamista, la entrega del fondo de huelga no alcanza para alimentar a la
familia trae consigo el hambre de los niños. Para los hombres que viven en
estrecho contacto con los obreros, una huelga prolongada constituye uno de los
espectáculos que más oprimen el corazón; por esto, fácilmente puede imaginarse
qué significa, aún ahora, en las partes no muy ricas de la Europa continental.
Continuamente, aun en la época presente, la huelga termina con la ruina
completa y la emigración forzosa de casi toda la población de la localidad y el
fusilamiento de los huelguistas por a menor causa, y hasta sin causa alguna,
aun ahora constituye el fenómeno más corriente en la mayoría de los estados
europeos.
Y sin
embargo, cada año, en Europa y América, se producen miles de huelgas y despidos
en masa, y las así llamadas huelgas, "por solidaridad", provocadas
por el deseo de los trabajadores de apoyar a los compañeros despedidos del
trabajo o bien para defender los derechos de sus uniones, son las que se
destacan por su esencial duración y severidad. Y mientras la parte reaccionaria
de la prensa suele estar siempre inclinada a declarar las huelgas como una
"intimidación", los hombres que viven entre huelguistas hablan con
admiración de la ayuda del apoyó mutuo practicado entre ellos. Probablemente,
muchos han oído hablar del trabajo colosal realizado por los trabajadores
Voluntarios para organizar la ayuda y la distribución de comida durante la gran
huelga de los obreros de los docks de Londres en el 80, o de los mineros que
habiendo estado ellos mismos sin trabajo durante semanas enteras, en cuánto
volvieron al trabajo de nuevo empezaron inmediatamente a pagar cuatro chelines
por semana al fondo de huelga; o de la viuda del minero que durante los
disturbios obreros de Yorkshire, en 1894, aportó todos los ahorros de su
difunto esposo al fondo de huelga; de cómo durante la huelga los vecinos se
repartían siempre entre sí el último trozo de pan; de los mineros de Redstoc,
que poseían vastos huertos e invitaron a 400 camaradas de Bristol a llevarse
gratuitamente coles, patatas, etc. Todos los corresponsales de los diarios,
durante la gran huelga de los mineros de Yorkshire, en 1894, conocían un cúmulo
de hechos semejantes, a pesar de que bien lejos estaban todos ellos de
atreverse a escribir sobre semejantes "bagatelas" inconvenientes en
las páginas de sus respetables diarios.
La unión de
los obreros profesionales no constituye, sin embargo, la única forma en que se
encauza la necesidad del obrero de ayuda mutua. Además de las uniones obreras
existen las asociaciones políticas, cuya acción, según consideran muchos
obreros, conduce mejor al bienestar público que las uniones profesionales, que
ahora se limitan, en su mayor parte, a sus solos estrechos fines. Naturalmente,
no es posible considerar el simple hecho de pertenecer a una corporación política
como una manifestación de la tendencia a la ayuda mutua. La política, como es
sabido, constituye precisamente el campo donde los hombres egoístas entran en
las más complicadas combinaciones con los hombres inspirados por tendencias
sociales. Pero todo político experimentado sabe que los grandes movimientos
políticos, todos, surgieron teniendo justamente objetivos amplios y, a menudo,
lejanos, y los más poderosos de estos movimientos fueron aquellos que
provocaron el entusiasmo más desinteresado.
Todos los
grandes movimientos históricos tenían este carácter, y el socialismo brinda a
nuestra generación un ejemplo de este género de movimientos. "Es obra de
agitadores pegados" tal es el estribillo corriente de aquellos que nada
saben de estos movimientos. Pero, en realidad -hablando sólo de los hechos que
conozco personalmente- si durante los últimos treinta y cinco años hubiera
llevado un diario y anotado en él todos los ejemplos por mí conocidos de
abnegación y sacrificio con que he tropezado en el movimiento social, la
palabra "heroísmo" no abandonaría los labios de los lectores de ese
diario. Pero los hombres de que tendría que hablar en él estaban lejos de ser
héroes; eran gente mediocre, inspirada solamente por una gran idea. Todo diario
socialista -y en Europa solamente existen muchos centenares- representa la
misma historia de largos años de sacrificio, sin la más mínima esperanza de
venta a material alguna, y en la inmensa mayoría de los casos, casi sin la
satisfacción de la ambición personal, si es que ésta existe. He visto cómo
familias que vivían sin saber si tendrían un trozo de pan al día siguiente
-boicoteado el esposo en todas partes, en su pequeña ciudad, por su
participación en un diario, y la esposa manteniendo a la familia con su trabajo
de aguja- prolongaban semejante situación meses y años, hasta que, por, último,
la familia, agotada, se retiraba, sin una palabra de reproche, diciendo a los
nuevos compañeros: "Continuad, nosotros ya no tenemos fuerzas para
resistir". He visto hombres que morían de tisis y que lo sabían, y, sin
embargo, corrían bajo la llovizna helada y la nieve para organizar mítines, y
ellos mismos hablaban en los mítines hasta pocas semanas antes de su muerte, y
por último, al ir al hospital, nos decían: "Bueno, amigos, mi canción ha
terminado: los médicos han decidido que me quedan sólo pocas semanas de vida.
Decid a los camaradas que me harán feliz si alguno viene a visitarme".
Conozco hechos que serían considerados "una idealización" de parte
mía si los refiriera a mis lectores, y hasta los nombres mismos de estos
hombres apenas son conocidos más allá del círculo estrecho de sus amigos, y
serán pronto olvidados cuando éstos también dejen de existir.
En suma, no
sé qué admirar más: si la ilimitada abnegación de estos pocos o la suma total
de las pequeñas manifestaciones de abnegación de las masas conmovidas por el
movimiento. La venta de cada decena de números de un diario obrero, cada mitin,
cada centenar de votos ganados en favor de los socialistas en las elecciones,
son el resultado de una masa tal de energía y de sacrificios de que los que
están fuera del movimiento no tienen siquiera la menor idea. Y así como obran
los socialistas, obraba en el pasado todo partido popular y progresista,
político y religioso. Todo el progreso realizado por nosotros en el pasado es
el resultado del trabajo de unos hombres de una abnegación semejante.
A menudo se
presenta, especialmente en Gran Bretaña, a la cooperación como un
"individualismo por acciones", y es indudable que en su aspecto presente
puede contribuir fácilmente a desarrollar el egoísmo cooperativista, no
solamente, con respecto a la sociedad general, sino entre los mismos
cooperadores. Sin embargo, es sabido de manera cierta que al principio tenía
este movimiento un carácter profundo de ayuda mutua. Aun en la época presente,
los más ardientes partidarios de dicho movimiento están firmemente convencidos
de que la cooperación conducirá a la humanidad a una forma armoniosa superior,
de relaciones económicas; y después de haber estado en algunas localidades del
norte de Inglaterra, donde la cooperación se halla muy desarrollada, es
imposible no llegar a la conclusión de que un número importante de los
participantes de este movimiento sostienen justamente tal opinión. La mayoría
de ellos perdería todo interés en el movimiento cooperativo si perdiera la fe
mencionada. Es necesario decir también que en los últimos años comenzaron a
evidenciarse, entre los cooperadores, ideales más amplios de bienestar público
y de solidaridad entre los productores. Imposible es negar también la
inclinación manifestada en ellos, que tiende a mejorar las relaciones entre los
propietarios de las cooperativas productoras y sus obreros.
La
importancia del cooperativismo en Inglaterra, Holanda y Dinamarca es bien
conocido, y en Alemania, especialmente en el, Rhin, las sociedades
cooperativas, en la época presente, son ya una fuerza poderosa de la vida
industrial, Pero quizá Rusia constituya el mejor campo para el estudio del
cooperativismo en su infinita variedad de formas. En Rusia, la cooperativa, es
decir, el artiel, ha crecido de manera natural; fue una herencia de la Edad
Media, y mientras que la sociedad cooperativa constituida oficialmente habría
tenido que luchar contra un cúmulo de dificultades legales y contra la
suspicacia de la burocracia, la forma de cooperativa no oficial -el artiel-
constituye la esencia misma de la vida campesina rusa. Toda la historia de la
"creación de Rusia" y de la organización de Siberia se presenta en
realidad corno la historia de los artiéli de cazadores y de industriales,
inmediatamente después de los cuales se extendieron las comunas aldeanas. Ahora
hallamos el artiél por todas partes: en cada grupo de campesinos que de una
misma aldea va a ganarse la vida a la fábrica, en todos los oficios de la
construcción, entre los pescadores y cazadores, entre los presos que van en
viaje a Siberia y los fugitivos de Siberia, entre los mozos de cuerda de los
ferrocarriles, entre los miembros de los artiéli de la bolsa, de los obreros de
la aduana, en muchas de las industrias artesanos (que dan trabajo a siete
millones de hombres), etcétera. En una palabra, de arriba a abajo, en todo el
mundo trabajador, hallamos artiéli: permanentes y temporales, para la
producción y para el consumo, y en todas las formas posibles. Hasta la época
presente las secciones de las pesquerías, en los ríos que afluyen al mar
Caspio, son arrendadas por artiéli colosales; el río Ural pertenece a todo el
Ejército de cosacos del Ural, que divide y reparte sus secciones de pesquerías
-quizá las más ricas del mundo- entre las aldeas cosacas, sin intromisión
alguna por parte de las autoridades. En el Ural, el Volga y en todos los lagos
del norte de Rusia, la pesca es realizada por los artiéli (véase el apéndice
XIX).
Junto con
estas organizaciones permanentes existe también una multitud innumerable de
artiéli temporales, constituidos con todos los fines posibles. Cuando de diez a
veinte campesinos de una localidad se dirigen a una ciudad grande a ganarse la
vida; sea en calidad de tejedores, carpinteros, albañiles, navegantes, etc.,
siempre constituyen un artiél, alquilan un alojamiento común y toman una
cocinera (muy a menudo la esposa de uno de ellos se ocupa de la cocina), elijen
a un stárosta, comen en común y cada uno paga al artiél el alojamiento y
la comida. La partida de presos en viaje a Siberia obra siempre del mismo modo,
y el stárosta elegido por ellos es el intermediario, reconocido oficialmente,
entre los presos y el jefe militar del convoy que acompaña a la partida. En los
presidios, los presos tienen la misma organización. Los mozos de cuerda de los
ferrocarriles, los mandaderos de la bolsa, los miembros de los artiéli de la
aduana, y los mandaderos de la ciudad, unidos por canción solidaria, gozan de
tal reputación que los comerciantes confían a un miembro del artiél de los
mandaderos cualquier suma de dinero. En la construcción se forman artiéli que
cuentan, a veces decenas de miembros, a veces también unos pocos, y los grandes
contratistas de la construcción de casas y ferrocarriles prefieren siempre
tratar con el artiél antes que con los obreros contratados separadamente.
Las
tentativas hechas por el Ministro de la Guerra, en 1890, para negociar
directamente con los artiéli de productores, formados para producciones
especiales entre artesanos, y encargarles zapatos y todo género de artículos de
cobre y hierro para los uniformes de los soldados, a juzgar por los informes,
dieron resultados enteramente satisfactorios; y la entrega de una fábrica
fiscal (Votkinsk) en arriendo a los artiéli de obreros viose coronada, un
tiempo, por un éxito positivo. De tal modo, podemos ver en Rusia cómo las
antiguas instituciones medievales, que habían evitado la intromisión del estado
(en sus manifestaciones no oficiales) sobrevivieron íntegras hasta la época
presente, y tomaron las formas más diferentes, de acuerdo, con las exigencias
de la industria y el comercio modernos. En cuanto a la península balcánica, en
el imperio turco y el Cáucaso, las viejas guildas se conservaron allí con plena
fuerza. Los esnafy servios conservaron plenamente el carácter medieval:
en su constitución entran tanto los maestros tomo los jornaleros; regulan la
industria y son los órganos de apoyo mutuo, tanto en el campo del trabajo cómo
en un caso de enfermedad, mientras que los amkari georgianos del
Cáucaso, y en especial en Tiflis, no sólo cumplen los deberes de las uniones
profesionales, sino que ejercen una influencia importante sobre la vida de la
ciudad.
Relacionado
con la cooperación, debería, quizá, mencionar la existencia en Inglaterra de
las sociedades amistosas de apoyo mutuo (friendly societies), las
uniones de los "chistosos" (oddfellows), los clubs de las
aldeas de las ciudades para pagar la asistencia médica, los clubs para
entierros o para la adquisición de ropas, los pequeños clubs organizados a
menudo entre las muchachas de las fábricas, que abonan algunos peniques
semanales y luego sortean entre sí la suma de una libra, que les da la
posibilidad de realizar alguna compra más o menos importante, y muchas otras
sociedades de género semejante. Toda la vida del pueblo trabajador de
Inglaterra está impregnada de tales instituciones En todas estas sociedades y
clubs se puede observar no poca reserva de alegre sociabilidad y camaradería, a
pesar de que se lleva cuidadosamente el "crédito" y el
"débito" de cada miembro. Pero aparte de estas instituciones, existen
tantas uniones basadas en la disposición a sacrificar, si necesario
fuera, el tiempo, la salud y la vida, que podemos extraer dé su actividad
ejemplos de las mejores formas de apoyo mutuo.
En primer
lugar es menester citar aquí la sociedad de salvamento marítimo en Inglaterra,
e instituciones semejantes en el resto de Europa, La sociedad inglesa tiene más
de 300 botes de salvamento a lo largo las orillas de Inglaterra, y tendría dos
veces más si no fuera por la pobreza de los pescadores, quienes no siempre
pueden comprar por mismos los caros botes de salvamento. La tripulación de
estos botes se compone siempre de voluntarios, cuya disposición a sacrificar la
vida para salvar a hombres que les. son completamente desconocidos es sometida
todos los años a una prueba dura, cada invierno, y en realidad algunos de los
más valientes perecen en las aguas. Y si preguntáis a estos hombres qué fue lo
que los incitó a arriesgar la vida, a veces en condiciones tales que, según
parecía, no había posibilidad alguna de éxito, os contestarán probablemente con
un relato, del género del siguiente, que yo, escuché en la costa meridional.
Una furiosa tormenta, de nieve soplaba sobre el canal de la Mancha; rugía sobre
las llanas orillas arenosas donde se hallaba una pequeña aldehuela, y el mar
arrojó sobre las arenas próximas a ella, una embarcación de un solo mástil,
cargada de naranjas. En aguas tan poco profundas sólo se mantiene el bote
salvavidas de fondo chato, de tipo simplificado, y salir con él de tal tormenta
significaba, ir a un verdadero desastre, y sin embargo, los hombres se
decidieron y fueron. Horas enteras lucharon contra la tormenta de nieve; dos
veces el bote se volcó. Uno de los remeros se ahogó, y los restantes fueron
arrojados a la playa. A la mañana siguiente, hallaron, a uno de los últimos -un
guarda aduanero inteligente- seriamente herido y medio helado en la nieve. Yo
le pregunté cómo habían decidido a hacer aquella tentativa desesperada.
"Yo mismo no lo sé -respondió-. Allí, en el mar, la gente perecía; toda la
aldea estaba en la orilla, y decían todos que hacerse a la mar hubiera sido una
locura y que nunca venceríamos la rompiente. Veíamos que había en el barco
cinco o seis hombres que se aferraban al mástil y hacían señales desesperadas.
Todos sentíamos que era necesario emprender algo, pero, ¿qué podíamos hacer?
Pasó una hora, otra, y permanecíamos aún en la playa, teníamos todos e1 alma
oprimida. Luego, de repente, nos pareció oír que a través de los aullidos de la
tempestad nos llegaban sus lamentos... Había un niño con ellos. No pudimos
resistir más la tensión: todos juntos dijimos: ¡Es necesario salir! Las mujeres
decían lo mismo; nos hubieran considerado cobardes si nos hubiéramos quedado, a
pesar de que ellas mismas nos llamaban locos el día siguiente, por nuestra
tentativa. Como un solo hombre, nos arrojamos al bote salvavidas partimos. El
bote volcó, pero conseguimos volver a enderezarlo. Lo peor de todo fue cuando
el desdichado N. se ahogó, aferrado a una cuerda del bote, y nada pudimos hacer
por salvarlo. Luego nos azotó una ola enorme, el bote voló de nuevo y nos
arrojó a todos a la playa. Los hombres del buque náufrago fueron salvados por
un bote de Dungenes, y nuestro bote fue recogido muchas millas al oeste. A mí
me hallaron a la mañana siguiente sobre la nieve."
El mismo
sentimiento movía también a los mineros del valle de Ronda cuando salvaron a
sus camaradas de un pozo de la mina que había sufrido una inundación. Tuvieron
que atravesar una capa de carbón de 96 pies de espesor para llegar hasta los
compañeros enterrados vivos. Pero cuando sólo les faltaba perforar en total
nueve pies, los sorprendió el gas grisú. Las lámparas se extinguieron y los
mineros hubieron de retirarse. Trabajar en tales condiciones significaba correr
el riesgo de ser volado en cualquier momento y, finalmente, perecer todos. Pero
se oían todavía los golpes de los enterrados; estos hombres estaban vivos y
clamaban ayuda, y algunos mineros voluntariamente se propusieron salvar a sus
camaradas, arriesgando sus vidas. Cuando descendieron al pozo, las mujeres los
acompañaban con lágrimas silenciosas, pero ninguna pronunció una palabra para
detenerlos.
Tal es la
esencia de la psicología humana. Mientras los hombres no se han embriagado con
la lucha hasta la locura, no "pueden oír" pedidos de ayuda sin
responderles. Al principio se habla de cierto heroísmo personal, y tras del
héroe sienten todos que deben seguir su ejemplo. Los Artificios de la mente no
pueden oponerse al sentimiento de ayuda mutua, pues este
sentimiento ha sido educado durante muchos miles de años por la vida social
humana y por centenares de miles de años de vida prehumana en las sociedades
animales.
Sin embargo,
quizá todos preguntarán: Pero, "¿cómo es que pudieron ahogarse
recientemente los hombres en el Serpentine, el lago que se halla en medio del
Hyde Park, en presencia de una multitud de espectadores y nadie se arrojó en su
ayuda?" 0 bien; "¿cómo pudo ser dejado sin ayuda el niño que cayó al
agua en el Regent's Park, también en presencia de una multitud numerosa de
público dominguero, y sólo fue salvado gracias a la presencia de ánimo de una
niña jovencita, criada de una casa vecina, que azuzó al perro Terranova de un
buzo? La respuesta a estas preguntas es simple. El hombre constituye una mezcla
no sólo de instintos heredados, sino también de educación. Entre los mineros y
marinos, gracias a sus ocupaciones comunes y al contacto cotidiano entré si, se
crea un sentimiento de reciprocidad, y los peligros que los rodean educan en
ellos el coraje y el ingenio audaz. En las ciudades, por lo contrario, la
ausencia de intereses comunes educa la indiferencia; y el coraje y el ingenio,
que raramente hallan aplicación, desaparecen o toman otra dirección.
Además, la
tradición de las hazañas heroicas en los pozos de las minas y en el mar vive en
las aldehuelas de los mineros y de los pescadores, rodeada de una aureola
poética. Pero, ¿qué tradición puede existir en la abigarrada multitud de
Londres? Toda tradición, que es en ellos patrimonio común, hubo de ser creada
por la literatura o la palabra; pero apenas si existe en la gran ciudad una
literatura equivalente a las leyes de las aldeas. El clero, en sus sermones,
tanto se empeña en demostrar lo pecaminoso de la naturaleza humana y el origen
sobrehumano de todo lo bueno en el hombre, que, en la mayoría de los casos,
pasa en silencio aquellos hechos que no se pueden exhibir en calidad de ejemplo
de una gracia divina enviada del cielo. En cuanto a los escritores
"laicos", su atención se dirige principalmente a un aspecto del
heroísmo, a saber, el heroísmo del pescador casi sin prestarle atención alguna.
El poeta y el pintor suelen ser impresionados por la belleza del corazón
humano, es verdad, pero sólo en raras ocasiones conocen la vida de las clases
más pobres; y si pueden aún cantar o representar, en un ambiente convencional,
al héroe romano o militar, demuestran ser incapaces cuando tratan de representar
al héroe que actúa en ese modesto ambiente de la vida popular que les es
extraño. No es de asombrar, por esto, si la mayoría de tales tentativas se
destacan invariablemente por la ampulosidad y la retórica.
La cantidad
innumerable de sociedades, clubs y asociaciones de distracción, de trabajos
científicos e investigaciones, y con diferentes fines educacionales, etc., que
se constituyeron y se extendieron en los últimos tiempos, es tal que se
necesitarían muchos volúmenes para su simple inventario. Todos ellos
constituyen la manifestación de la misma fuerza, enteramente activa que incita
a los hombres a la asociación y al apoyo mutuo. Algunas de estas sociedades,
como las asociaciones de las crías jóvenes de aves de diferentes especies, que
se reúnen en el otoño, persiguen un objetivo único, el goce de la vida en
común. Casi todas las aldeas de Inglaterra, Suiza, Alemania, etc., tienen sus
sociedades de juego de cricket, football, tennis, bolos o clubs de
palomas, musicales y de canto. Existen luego grandes sociedades nacionales que
se destacan por el número especial de sus miembros, como, por ejemplo, las
sociedades de ciclistas, que en los últimos tiempos se desarrollaron en
proporciones inusitadas. A pesar de que los miembros de estas asociaciones no tienen
nada en común, excepto su afición de andar en velocípedo, han conseguido formar
entre ellos un género de francmasonería con fines de ayuda mutua, especialmente
en los lugares apartados, libres todavía del aflujo de velocípedos. Los
miembros consideran al club de ciclistas asociados de cualquier aldehuela,
hasta cierto punto, como si fuera su propia casa, y en el campamento de
ciclistas, que se reúne todos los años en Inglaterra, a menudo se entablan
sólidas relaciones amistosas. Los Kegelbruder, es decir, las sociedades de
bolos, de Alemania, constituyen la misma asociación; exactamente lo mismo las
sociedades gimnásticas (que cuentan hasta 300.000 miembros en Alemania), las
hermandades no oficializadas de remeros de los ríos franceses, los clubs de yates,
etc. Semejantes asociaciones, naturalmente, no cambian la estructura económica
de la sociedad, pero especialmente en las ciudades pequeñas ayudan a nivelar
las diferencias sociales, y puesto que ellas tienden a unirse en grandes
federaciones nacionales e internacionales, ya por esto contribuyen al
desenvolvimiento de las relaciones amistosas personales entre toda clase de
hombres diseminados en las diferentes partes del globo.
Los clubs
alpinos, la unión para la protección de la caza (Jagdpschutzverlein) de
Alemania, que tiene más de 100.000 miembros -cazadores, guardabosques y
zoólogos profesionales, y simples amantes de la naturaleza- y, del mismo modo,
la Sociedad Ornitológica Internacional, cuyos miembros son zoólogos, criadores
de aves y simples campesinos de Alemania, tienen el mismo carácter.
Consiguieron, en el curso de unos pocos años, no sólo realizar una enorme obra
de utilidad pública que está al alcance únicamente de las sociedades
importantes (el trazado de cartas geográficas, la construcción de refugios y
apertura de caminos en las montañas; el estudio de los animales, de los
insectos nocivos, de la migración de aves, etc.), sino que han creado también
nuevos lazos entre los hombres. Dos alpinistas de diferentes nacionalidades que
se encuentran, en una cabaña de refugio, construida por el club en la cima de
las montañas del Cáucaso, o bien el profesor y el campesino ornitólogo, que han
vivido bajo un mismo techo, no han de sentirse ya dos hombres completamente
extraños. Y la "Sociedad del Tío Toby", de New Castle, que ha
persuadido a más de 300.000 niños y niñas que no destruyan los nidos de pájaros
y a ser buenos con todos los animales, es indudable que ha hecho bastante más
en pro del desarrollo de los sentimientos humanos y de la afición al estudio de
las ciencias naturales que el conjunto de predicadores de todo género y que la
mayoría de nuestras escuelas.
Ni siquiera
en nuestro breve ensayo podemos pasar en silencio los millares de sociedades
científicas, literarias, artísticas y educativas. Naturalmente, necesario es
decir que, hasta la época presente, las corporaciones científicas, que se
encuentran bajo el control del estado y que con frecuencia reciben de él
subsidios, generalmente se han convertido en un círculo muy estrecho, ya que los
hombres. de carrera a menudo consideran a las sociedades científicas como
medios para ingresar en las filas de sabios pagados por el estado, mientras
que, indudablemente, la dificultad de ser miembro de algunas sociedades
privilegiadas sólo conduce a suscitar envidias mezquinas. Pero, con todo, es
indudable que tales sociedades nivelan hasta cierto punto las diferencias de
clases, creadas por el nacimiento o por pertenecer a tal o cual capa, a tal o
cual partido político o creencia. En las pequeñas ciudades apartadas, las
sociedades científicas, geográficas, musicales, etc., especialmente aquellas
que incitan a la actividad de un círculo de aficionados más o menos amplios, se
convierten en pequeños centros y en un género de eslabón que une a la pequeña ciudad
con un mundo vasto, y también en el lugar en que se encuentran en un pie de
igualdad hombres que ocupan las posiciones más diferentes en la vida social.
Para apreciar la importancia de tales centros es necesario conocerlos, por
ejemplo, en Siberia.
Por último,
una de las manifestaciones más importantes del mismo espíritu lo constituyen
las innumerables sociedades que tienen por fin la difusión de la educación, y
que sólo ahora comienzan a destruir el monopolio de la iglesia y del estado en
esta rama de la vida, importante en grado sumo. Puede osar decirse que, dentro
de un tiempo extremadamente breve, estas sociedades adquirirán una importancia
dominante en el campo de la educación popular. Debemos ya a la "Asociación
Froebel" el sistema de jardines infantiles, y a una serie entera de
sociedades oficializadas y no oficializadas debemos el nivel elevado que ha
alcanzado la educación femenina en Rusia. En cuanto a las
diferentes sociedades pedagógicas de Alemania, como es sabido, les corresponde
una enorme parte de influencia en la elaboración de los métodos modernos
de enseñanza en las escuelas populares. Tales asociaciones son también el mejor
sostén de los maestros. ¡Cuán infeliz se sentiría sin su ayuda el maestro de
aldea, abrumado por el peso de un trabajo mal retribuido!.
¿Todas estas
asociaciones, sociedades, hermandades, uniones, institutos etcétera, que se
pueden contar por decenas de miles en Europa solamente, y cada una de las
cuales representa una masa enorme de trabajo voluntario, desinteresado,
impagado o retribuido muy pobremente no son todas ellas manifestaciones, en
formas infinitamente variadas, de aquella necesidad, eternamente viva en la
humanidad, de ayuda y apoyo mutuos? Durante casi tres siglos se ha impedido que
el hombre se tendiera mutuamente las manos, ni aun con fines literarios,
artísticos y educativos. Las sociedades podían formarse solamente con el
conocimiento y bajo la protección del estado o de la Iglesia, o
debían existir en calidad de sociedades secretas semejantes a las francmasonas;
pero ahora que esta oposición del estado ha sido, quebrantada, surgen por todas
partes, abarcando las ramas más distintas de la actividad humana.
Empiezan a adquirir un carácter internacional, e indudablemente contribuyen -en
grado tal que aún no hemos apreciado plenamente- al quebrantamiento de las
barreras internacionales erigidas por los estados. A pesar de la envidia, a
pesar del odio, provocados por los fantasmas de un pasado en descomposición, la
conciencia de la solidaridad internacional crece, tanto entre los hombres
avanzados como entre las masas obreras, desde que ellas se conquistaron
el derecho a las relaciones internacionales; y no hay duda alguna de que
este espíritu de solidaridad creciente ejerció ya cierta influencia al conjurar
una guerra entre estados europeos en los últimos treinta años. Y después de esa
cruel lección recibida por Europa, y en parte por América, en la última guerra
de cinco años, no hay duda alguna que la voz del sano juicio, poniendo freno a
la explotación de unos pueblos por otros, hará imposible por mucho tiempo otra
guerra semejante.
Por último,
es menester mencionar aquí también las sociedades de beneficencia que, a su
vez, constituyen todo un mundo original, ya que no hay la menor duda de que
mueven a la inmensa mayoría de los miembros de estas sociedades los mismos
sentimientos de ayuda mutua que son inherentes a toda la humanidad. Por
desgracia, nuestros maestros religiosos prefieren atribuir origen sobrenatural
a tales sentimientos. Muchos de ellos tratan de afirmar que el hombre no puede
inspirarse conscientemente en las ideas de ayuda mutua, mientras no esté
iluminado por las doctrinas de aquella religión especial de la cual son los
representantes, y junto con San Agustín, la mayoría de ellos no reconocen la
existencia de esos sentimientos en los "salvajes paganos". Además,
mientras el cristianismo primitivo, como todas las otras religiones nacientes,
era un llamado a un sentimiento de ayuda mutua y de solidaridad, ampliamente
humano, que le es propio, como hemos visto, de todas las instituciones de ayuda
y apoyo mutuo que existían antes, o se habían desarrollado fuera de ella. En
lugar de la ayuda mutua que todo salvaje consideraba como el
cumplimiento de un deber hacia sus congéneres, la Iglesia cristiana
comenzó a predicar la caridad, que constituía, según su doctrina, una virtud
inspirada por el cielo, una virtud que por obra de tal interpretación
atribuye un determinando género de superioridad a aquél que da sobre el que
recibe, en lugar de reconocer la igualdad común al género humano,
en virtud de la cual la ayuda mutua es un deber. Con estas
limitaciones, y sin intención alguna de ofender a aquellos que se consideran
entre los elegidos, mientras cumplen una exigencia de simple humanitarismo,
nosotros podemos considerar, naturalmente, al enorme número de sociedades
diseminadas por todas partes como una manifestación de aquella inclinación a la
ayuda mutua.
Todos estos
hechos demuestran que la búsqueda irrazonada de la satisfacción de intereses
personales, con olvido completo de las necesidades de los otros hombres, de
ningún modo constituye el rasgo principal, característico, de la vida moderna.
Junto a estas corrientes egoístas, que orgullosamente exigen que se les
reconozca importancia dominante en los negocios humanos, observamos la lucha
porfiada que sostiene la población rural y obrera con el fin de reintroducir
las firmes instituciones de ayuda y apoyo mutuos. No sólo eso:
descubrimos en todas las clases de la sociedad un movimiento ampliamente extendido
que tiende a establecer instituciones infinitamente variadas, más o menos
firmes, con el mismo fin. Pero, cuando de la vida pública pasamos a la vida
privada del hombre moderno, descubrimos todavía otro amplio mundo de ayuda y
apoyos mutuos, a cuyo lado pasan la mayoría de los sociólogos sin observarlo,
probablemente porque está limitado al círculo estrecho de la familia y de la
amistad personal.
Bajo el
sistema moderno de vida social, todos los lazos de unión entre los habitantes
de una misma calle o "vecindad" han desaparecido. En los barrios
ricos de las grandes ciudades, los hombres viven juntos sin saber siquiera
quién es su vecino. Pero en las calles y callejones densamente poblados de esas
mismas ciudades, todos se conocen bien y se encuentran en continuo contacto.
Naturalmente, en los callejones, lo mismo que en todas partes, las pequeñas
rencillas son inevitables, pero se desarrollan también relaciones según las
inclinaciones personales, y dentro de estas relaciones se practica la ayuda mutua
en tales proporciones que las clases más ricas no tienen idea. Si, por ejemplo,
nos detenemos a mirar a los niños de un barrio pobre, que juegan en la
plazuela, en la calle, o en el viejo cementerio (en Londres se ve esto a
menudo) observaremos en seguida que entre estos niños existe una estrecha
unión, a pesar de las peleas que se producen, y esta unión preserva a los niños
de numerosas desgracias de todo género. Basta que algún chico se incline
curiosamente sobre el orificio abierto de un sumidero para que su compañero de
juego le grite: "¡Sal de ahí, que en ese agujero está la fiebre!"
"¡No trepes por esta pared; si caes del otro lado el tren te
destrozará!" "¡No te acerques a la zanja!" "¡No comas de
estas bayas: es veneno, te morirás!" Tales son las primeras lecciones que
el chico recibe cuando se une con sus compañeros de, calle. ¡Cuántos niños a
quienes sirven de lugar de juego, las calles de las proximidades de las
viviendas modelo para obreros" recientemente construidas, o las riberas y
puentes de los canales, perecerían bajo las ruedas de los carros o en el agua
turbia de la corriente si entre ellos no existiera este género de ayuda mutua!
Si a pesar de todo algún chiquillo cae en un foso sin parapeto, o una niña
resbala y cae en el canal, la horda callejera arma tal griterío que todo el
vecindario torre a ayudarlos. De todo esto hablo por experiencia personal.
Viene luego
la unión de las madres: "No puede usted imaginarse -me escribe una doctora
inglesa que vivía en un barrio pobre de Londres, y a la cual rogué que me
comunicara sus impresionase, no puede usted imaginarse cuánto se ayudan entre
sí. Si una mujer no ha preparado, o no puede preparar, lo necesario para el
niño que espera -¡y cuán a menudo sucede esto!- todas las vecinas traen algo
para el recién nacido. Al mismo tiempo, una de las vecinas se hace cargo en
seguida del cuidado de los niños, y otra del hogar, mientras la parturienta
permanece en cama". Es éste un fenómeno corriente que mencionan todos los
que tuvieron, que vivir entre los pobres de Inglaterra, y en general entre la
población pobre de una ciudad. Las madres se apoyan mutuamente haciendo miles
de pequeños servicios y cuidan de los niños ajenos. Es. menester que la dama
perteneciente a las clases ricas tenga una cierta disciplina -para mejor o para
peor, que lo juzgue ella misma- para pasar por la calle al lado de niños que
tiritan de frío y están hambrientos, sin notario. Pero las madres de las clases
pobres no poseen tal disciplina. No pueden soportar el cuadro de un chico hambriento:
deben alimentarlo; y así lo hacen. Cuando los niños que van a la escuela piden
pan, raramente, o más bien nunca, reciben una negativa" -me escribe otra
amiga, que trabajó durante algunos años en White-Chapel, en relación con un
club obrero. Pero mejor será transcribir algunos fragmentos de su carta:
"Es
regla general entre los obreros cuidar a un vecino o una vecina enfermos, sin
buscar ninguna clase de retribución. Del mismo modo, cuando una mujer que tiene
niños pequeños se va al trabajo, siempre se los cuida una de las vecinas.
"Si los
obreros no se ayudaran mutuamente, no podría n vivir en absoluto. Conozco
familias obreras que se ayudan constantemente entre sí, con dinero, alimento,
combustible, vigilancia de los niños, en caso de enfermedad y en casos de
muerte.
"Entre
los pobres, lo "mío",y lo "tuyo" se distingue bastante
menos que entre los ricos. Botines, vestidos, sombreros, etc. -en una palabra,
lo que se necesita en un momento dado-, se prestan constantemente entre sí, y
del mismo modo todo género de efectos del hogar.
"Durante
el invierno pasado (1894), los miembros del United Radical Club reunieron en su
medio una pequeña suma de dinero y empezaron después de Navidad a suministrar
gratuitamente sopa y pan a los niños que concurrían a la escuela. Gradualmente,
el número de niños que alimentaban alcanzó hasta 1.800. Las donaciones llegaban
de fuera, pero todo el trabajo recaía sobre los hombros de los miembros del
club. Algunos de ellos -aquellos que entonces estaban sin trabajo- venían a las
cuatro de la mañana para lavar y limpiar legumbres: cinco mujeres venían a las
nueve o diez de la mañana (después de haber terminado el trabajo de su hogar) a
vigilar el cocimiento de la comida, y se quedaban hasta las seis o siete de la
tarde para lavar la vajilla. Durante la hora del almuerzo, entre las doce y
doce y media, venían de 20 a 30 obreros a ayudar a repartir la sopa; para lo
cual habían de robar tiempo a su propia comida. Tal trabajo se prolongó dos
meses, y siempre fue hecho completamente gratis.
Mi amiga
cita también diferentes casos particulares, de los cuales menciono los más
típicos:
"La
niña Anita W. fue entregada, en pensión, por su madre a una anciana de la calle
Wilmot. Cuando murió la madre de Anita, la anciana, que vivía ella misma en la
mayor indigencia, crió a la niña a pesar de qué nadie le pagaba un centavo.
Cuando murió también la anciana, la niña, que tenía entonces cinco años quedó,
durante la enfermedad de su madre adoptiva, sin cuidado alguno, e iba en
andrajos; pero le ofreció asilo entonces la esposa de un zapatero, que tenía ya
seis varones. Más tarde, cuando el zapatero cayó enfermo, todos ellos tuvieron
que sufrir hambre."
"Hace
unos días, M., madre de seis niños, atendía a la vecina Mg. durante su
enfermedad, y llevó a su casa al niño más grande... Pero, ¿son necesarios a
usted estos hechos? Constituyen el fenómeno más corriente... Conozca a la
señora D. (en dirección tal) que tiene una máquina de coser. Continuamente cose
para los otros, no aceptando retribución alguna por el trabajo, a pesar de que
debe cuidar a cinco niños y al esposo..., etc. "
Para todo
aquél que tiene siquiera una pequeñísima idea de la vida de las clases obreras,
resulta evidente que si en su medio no se practicara en grandes proporciones la
ayuda mutua, no podrían, de modo alguno, vencer las dificultades de que está
llena su vida. Solamente gracias a la combinación de felices circunstancias la
familia obrera puede pasar la vida sin atravesar por momentos duros como los
que fueron descritos por el tejedor de cintas Josept Guttridge en su
autobiografía. Y si no todos los obreros caen, en tales circunstancias, hasta
los últimos grados de miseria, se lo deben precisamente a la ayuda mutua
practicada entre ellos. Una vieja nodriza que vivía en la pobreza más extrema
ayudó a Guttridge en el instante mismo en que su familia se avecinaba a un
desenlace fatal: les consiguió a crédito pan, carbón y otros artículos de
primera necesidad. En otros casos era otro el que ayudaba, o bien los
vecinos se unían para arrebatar a la familia de las garras de la miseria. Pero,
si los pobres no acudieran en ayuda de los pobres, ¡en qué proporciones enormes
aumentaría el número de aquellos que llegan a la miseria espantosa ya
irreparable!
Samuel
Plimsoll, conocido en Inglaterra por su campaña en contra el seguro de las
naves podridas e inútiles que eran enviadas al mar con la esperanza de que se
hundieran para cobrar la prima de seguro, después de haber vivido algún tiempo
entre pobres gastando solamente siete chelines seis peniques (tres rublos
cincuenta copecas) por semana vióse obligado a reconocer que los buenos
sentimientos hacia los pobres que tenía cuando comenzó este género de vida
"se cambiaron en sentimientos de sincero respeto y admiración, cuando vio
hasta dónde las relaciones entre los pobres están imbuidas de ayuda y apoyo
mutuos, y cuando conoció los medios simples con que se prestan este género de
apoyo. Después de muchos años de experiencia llegó a la conclusión de que si
bien se piensa, resulta que semejantes hombres constituyen la inmensa mayoría
de las clases obreras". En cuanto a la crianza de huérfanos practicada
hasta por las familias más pobres de los vecinos, es un fenómeno tan
ampliamente difundido que se puede considerar regla general; así, después de la
explosión de gases de las minas de Warren Vale y Lund Hill, revelóse que
"casi un tercio de los mineros muertos, según las investigaciones de la
comisión,- mantenía, aparte de sus esposas e hijos, también a otros parientes
pobres". "¿Habéis pensado -agrega a esto Plimsoll- qué significa este
hecho? No dudo de que semejante fenómeno no es raro entre los ricos o hasta
entre personas pudientes. Pero, pensad bien en la diferencia." Y,
realmente, vale la pena pensar qué significa, para el obrero que gana 16 chelines
(menos de ocho rublos) por semana y que alimenta con estos módicos recursos a
la esposa y a veces cinco o seis hijos, gastar un chelín en ayudar a la viuda
de un camarada o sacrificar medio chelín para el entierro de uno tan pobre como
él mismo. Pero semejantes sacrificios son un fenómeno corriente entre los
obreros de cualquier país, aun en ocasiones considerablemente más de orden
común que la muerte, y ayudar por medio del trabajo es la cosa más natural en
su vida.
La misma
práctica de ayuda y apoyo mutuos se observa, naturalmente, también entre las
clases más ricas, con la misma sedimentación en capas que señala Plimsoll.
Naturalmente, cuando se piensa en la crueldad que los empleadores más ricos
muestran hacia los obreros, siéntese uno inclinado a tratar la naturaleza
humana con suma desconfianza. Muchos probablemente recuerdan todavía la
indignación provocada en Inglaterra por los dueños de las minas durante la gran
huelga de Yorkshire, en 1894, cuando empezaron a procesar a los viejos mineros
por recoger carbón en un pozo abandonado. Y aun dejando de lado los períodos
agudos de lucha y de guerra civil cuando, por ejemplo, decenas de miles de
obreros prisioneros fueron fusilados después de la caída de laComuna de París,
¿quién puede leer sin estremecerse las revelaciones de las comisiones reales
sobre la situación de los obreros en 1840 en Inglaterra, o las palabras de Lord
Shaftesbury sobre -el espantoso despilfarro de vida humana en las fábricas
donde trabajan niños toma-, dos de los hospicios, si no simplemente comprados
en toda Inglaterra para venderlos después, a las fábricas". ¿Quién puede
leer todo esto sin sorprenderse por la bajeza de que es capaz el hombre en su
afán de lucro? Pero necesario es decir que sería erróneo atribuir tal género de
fenómeno exclusivamente a la criminalidad de la naturaleza humana. ¿Acaso hasta
una época reciente los hombres de ciencia, y hasta una parte importante del
clero no difundían doctrinas que inculcaban desconfianza y desprecio, y casi
odio a las clases más pobres? ¿Acaso los hombres de ciencia no decían que desde
que la servidumbre quedó abolida sólo pueden caber en la pobreza los hombres
viciosos? ¡y qué pocos representantes de la Iglesia se ha hallado que se
atrevieran a vituperar estos infanticidios, mientras que la mayoría del clero
enseñaba que los sufrimientos de los pobres y hasta la esclavitud de los negros
eran cumplimiento de la voluntad de la Providencia Divina! ¿Acaso el cisma (non
conformism) mismo en Inglaterra no era en esencia una protesta popular contra
el cruel trato que la iglesia del estado daba a los pobres?
Con tales
guías espirituales no es de extrañar que los sentimientos de las clases
pudientes, como observó M. Plimsoll, debían no tanto embotarse cuanto tomar
tinte de clase. Los ricos raramente se rebajan hasta los pobres, de quienes
están separados por el mismo modo de vida y de quienes ignoran por completo el
lado mejor de su existencia cotidiana. Pero también los ricos, dejando de lado
por una parte la mezquindad y los gastos irrazonables por otro, en el círculo
de la familia y de los amigos se observa la misma práctica de ayuda y apoyo
mutuos que entre los pobres. Ihering y Dargun tenían plena razón al decir que
si se hiciera un resumen estadístico del dinero que pasa de mano en mano en
forma de préstamo amistoso y de ayuda, la suma general resultaría colosal, aun
en comparación con las transacciones del comercio mundial. Y si se agrega a
esto -y necesario es agregarlo- los gastos de hospitalidad, los pequeños
servicios mutuos prestados entre sí, la ayuda para arreglar asuntos ajenos,
regalo y beneficencia, indudablemente nos asombraremos de la importancia
que tales gastos tienen en la economía nacional. Aun en el mundo dirigido por
el egoísmo comercial existe una frase corriente: "Esta firma nos ha
tratado duramente", y está frase demuestra que hasta en el ambiente
comercial existen relaciones amistosas, opuestas a las duras, es decir a las
relaciones basadas exclusivamente en la ley. Todo comerciante, naturalmente,
sabe cuántas firmas se salvan por año de la ruina gracias al apoyo amistoso
prestado por otras firmas.
En cuanto a
la beneficencia y a la masa de trabajos de utilidad pública realizados
voluntariamente, tanto por los representantes de la clase acomodada como de las
obreras y, en especial, por los representantes de las diferentes profesiones,
todos saben qué papel desempeñan estas dos categorías de benevolencia en la
vida moderna. Si el carácter verdadero de esta benevolencia a menudo suele ser
echada a perder por la tendencia a adquirir fama, poder político o distinción
social, a pesar de todo es indudable que en la mayoría de los casos el impulso
proviene del mismo sentimiento de ayuda mutua. Muy a menudo, los hombres,
adquiriendo riquezas, no hallan en ellas las satisfacciones que esperaban.
Otros empiezan a sentir que a pesar de cuanto han difundido los economistas de
que la riqueza es la recompensa de sus capacidades, su recompensa es demasiado
grande. La conciencia de la solidaridad humana se despierta en ellos; a pesar de
que la vida social está constituida como para sofocar este sentimiento con
miles de métodos astutos, a pesar de todo, a menudo se sobrepone, y entonces
los hombres del tipo arriba indicado tratan de hallar una salida para esta
necesidad alojada en la profundidad del corazón humano, entregando su fortuna o
sus fuerzas a algo que según su opinión contribuirá al desarrollo del bienestar
general.
Dicho más
brevemente, ni las fuerzas abrumadoras del estado centralizado, ni las
doctrinas de mutuo odio y de lucha despiadada que provienen, ordenadas con los
atributos de la ciencia, de los filósofos y sociólogos obsequiosos, pudieron
desarraigar los sentimientos de solidaridad humana, de reciprocidad,
profundamente enraizados en la conciencia Y el corazón humanos, puesto que este
sentimiento fue criado por todo nuestro desarrollo precedente. Aquello que
ha sido resultado de la evolución, comenzando desde sus más primitivos
estadios, no puede ser destruido por una de las fases transitorias de
esa misma evolución. Y la necesidad de ayuda y apoyo mutuos que se ha
ocultado quizá en el círculo estrecho de la familia, entre los vecinos de las
calles y callejuelas pobres, en la aldea o en las uniones secretas de obreros,
renace de nuevo, hasta en nuestra sociedad moderna y proclama su derecho, el
derecho de ser, como siempre lo ha sido, el principal impulsor en el
camino del progreso máximo.
Tales son
las conclusiones a las cuales llegamos inevitablemente después de un examen
cuidadoso de cada grupo de hechos enumerados brevemente en los dos últimos
capítulos.
Si tomamos ahora lo que nos enseña el examen de la sociedad
moderna en relación con los hechos que señalan la importancia de la ayuda mutua
en el desarrollo gradual del mundo animal y de la humanidad, podemos extraer de
nuestras investigaciones las siguientes conclusiones:
En el mundo
animal nos hemos persuadido de que la enorme mayoría de las especies viven en
sociedades y que encuentran en la sociabilidad la mejor arma para la lucha por
la existencia, entendiendo, naturalmente, este término en el amplio sentido
darwiniano, no como una lucha por los medios directos de existencia, sino como
lucha contra todas las condiciones naturales, desfavorables para la especie.
Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido llevada
a los límites más restringidos, y en las que la práctica de la ayuda mutua ha
alcanzado el máximo desarrollo, invariablemente son las especies más numerosas,
las más florecientes y más aptas para el máximo progreso. La protección mutua,
lograda en tales casos y debido a esto la posibilidad de alcanzar la vejez y
acumular experiencia, el alto desarrollo intelectual y el máximo crecimiento de
los hábitos sociales, aseguran la conservación de la especie y también su difusión
sobre una superficie más amplia, y la máxima evolución progresiva. Por lo
contrario, las especies insaciables, en la enorme mayoría de los casos, están
condenadas a la degeneración.
Pasando
luego al hombre, lo hemos visto viviendo en clanes y tribus, ya en la aurora de
la Edad Paleolítica; hemos visto también una serie de instituciones y
costumbres sociales formadas dentro del clan ya en el grado más bajo de
desarrollo de los salvajes. Y hemos hallado que los más antiguos hábitos y
costumbres tribales dieron a la humanidad, en embrión, todas aquellas
instituciones que más tarde actuaron como los elementos impulsores más
importantes del máximo progreso. Del régimen tribal de los salvajes nació la
comuna aldeana de los "bárbaros", y un nuevo círculo aún más amplio
de hábitos, costumbres e instituciones sociales, una parte de los cuales
subsistieron hasta nuestra época, se desarrolló a la sombra de la posesión
común de una tierra dada y bajo la protección de la jurisdicción de la asamblea
comunal aldeana en federaciones de aldeas pertenecientes, o que se suponían
pertenecer a una tribu y que se defendían de los enemigos con las fuerzas
comunes. Cuando las nuevas necesidades incitaron a los hombres a dar un nuevo
paso en su desarrollo, formaron el derecho popular de las ciudades libres, que
constituían una doble red: de unidades territoriales (comunas aldeanas) y de
guildas surgidas de las ocupaciones comunes en un arte u oficio dado, o para la
protección y el apoyo mutuos. Ya hemos considerado en dos capítulos, el quinto
y el sexto, cuán enormes fueron los éxitos del saber, del arte y de la
educación en general en las ciudades medievales que tenían derechos populares.
Finalmente,
en los dos últimos capítulos se han reunido hechos que señalan cómo la
formación de los estados según el modelo de la Roma imperial destruyó
violentamente todas las instituciones medievales de apoyo mutuo y creó una
nueva forma de asociación, sometiendo toda la vida de la población a la
autoridad del estado. Pero el estado, apoyado en agregados poco vinculados
entre sí de individuos y asumiendo la tarea de ser único principio de unión, no
respondió a su objetivo. La tendencia de los hombres al apoyo mutuo y su
necesidad de unión directa para él, nuevamente se manifestaron en una infinita
diversidad de todas las sociedades posibles que también tienden ahora a abrazar
todas las manifestaciones de vida, a dominar todo lo necesario para la
existencia humana y para reparar los gastos condicionados por la vida: crear un
cuerpo viviente, en lugar del mecanismo muerto, sometido a la voluntad de los
funcionarios.
Probablemente
se nos observará que la, ayuda mutua, a pesar de constituir una de las grandes
fuerzas activas de la evolución, es decir, del desarrollo progresivo de la
humanidad, es sólo una de las diferentes formas de las relaciones de los
hombres entre sí; junto con esta corriente, por poderosa que fuera, existe y
siempre existió, otra corriente la de auto-afirmación del individuo, no sólo en
sus esfuerzos por alcanzar la superioridad personal o de casta en la relación
económica, política y espiritual, sino también en una actividad que es más
importante a pesar de ser menos potable; romper los lazos que siempre tienden a
la cristalización y petrificación, que imponen sobre el individuo el clan, la
comuna aldeana, la ciudad o el estado. En otras palabras, en la sociedad
humana, la autoafirmación de la personalidad también constituye un elemento de
progreso.
Es evidente
que ningún esquema del desarrollo de la humanidad puede pretender ser completo
si no se considera estas dos corrientes dominantes. Pero el caso es que la
autoafirmación de la personalidad o grupos de personalidades, su lucha por la
superioridad y los conflictos y la lucha que se derivan de ella fueron, ya en
épocas inmemoriales, analizados, descritos y glorificados. En realidad, hasta
la época actual sólo esta corriente ha gozado de la atención de los poetas
épicos, cronistas, historiadores y sociólogos. La historia, como ha sido
escrita hasta ahora, es casi íntegramente la descripción de los métodos y
medios con cuya ayuda la teocracia, el poder militar, la monarquía política y
más tarde las clases pudientes establecieron y conservaron su gobierno. La.
lucha entre estas fuerzas constituye, en realidad, la esencia de la historia. Podemos
considerar, por esto, que la importancia de la personalidad y de la fuerza
individual en la historia de la humanidad es enteramente conocida, a pesar de
que en este dominio ha quedado no poco que hacer en el sentido recientemente
indicado.
Al mismo tiempo,
otra fuerza activa -la ayuda mutua- ha sido relegada hasta ahora al olvido
completo; los escritores de la generación actual y de las pasadas, simplemente
la negaron o se burlaron de ella. Darwin, hace ya medio siglo, señaló
brevemente la importancia de la ayuda mutua para la conservación y el
desarrollo progresivo de los animales. Pero, ¿quién trató ese pensamiento desde
entonces? Sencillamente se empeñaron en olvidarla. Debido a esto, fue
necesario, antes que nada, establecer el papel enorme que desempeña la ayuda
mutua tanto en el desarrollo del mundo animal como de las sociedades humanas.
Sólo después que esta importancia sea plenamente reconocida será posible
comparar la influencia de una y otra fuerza: la social y la individual.
Evidentemente,
es imposible efectuar, con un método más o menos estadístico, siquiera una
apreciación grosera de su importancia relativa. Cualquier guerra, como todos
sabemos, puede producir, ya sea directamente o bien por sus consecuencias, más
daños que beneficios, puede producir centenares de años de acción, libres de
obstáculos, del principio de ayuda mutua. Pero cuando vemos que en el mundo
animal el desarrollo progresivo y la ayuda mutua van de la mano, y la guerra
interna en el seno de una especie, por lo contrario, va acompañada "por el
desarrollo progresivo", es decir, la decadencia de la especie; cuando
observamos que para el hombre hasta el éxito en la lucha y la guerra es
proporcional al desarrollo de la ayuda mutua en cada una de las dos partes en lucha,
sean estas naciones, ciudades, tribus o solamente partidos, y que en el proceso
de desarrollo de la guerra misma (en cuanto puede cooperar en este sentido) se
somete a los objetivos finales del progreso de la ayuda mutua dentro de la
nación, ciudad o tribu, por todas estas observaciones ya tenemos una idea de la
influencia predominante de la ayuda mutua como factor de progreso.
Pero vemos
también que la práctica de la ayuda mutua y su desarrollo subsiguiente crearon
condiciones mismas de la vida social, sin las cuales el hombre nunca hubiera
podido desarrollar sus oficios y artes, su ciencia, su inteligencia, su
espíritu creador; y vemos que los periodos en que los hábitos y costumbres que
tienen por objeto la ayuda mutua alcanzaron su elevado desarrollo, siempre fueron
periodos del más grande progreso en el campo de las artes, la industria y la
ciencia. Realmente, el estudio de la vida interior de las ciudades de la
antigua Grecia, y luego de las ciudades medievales, revela el hecho de que
precisamente la combinación de la ayuda mutua, como se practicaba dentro de la
guilda, de la comuna o el clan griego -con la amplia iniciativa permitida al
individuo y al grupo en virtud del principio federativo-, precisamente esta
combinación, decíamos, dio a la humanidad los dos grandes periodos de su
historia: el periodo de las ciudades de la antigua Grecia y el periodo de las
ciudades de la Edad Media; mientras que la destrucción de las instituciones y
costumbres de ayuda mutua, realizadas durante los periodos estatales de la historia
que siguieron, corresponde en ambos casos a las épocas de rápida decadencia.
Probablemente
se nos replicará, sin embargo, haciendo mención del súbito progreso industrial
que se realizó en el siglo XIX y que corrientemente se atribuye al triunfo del
individualismo y de la competencia. No obstante este progreso, fuera de toda
duda, tiene un origen incomparablemente más profundo. Después que fueron hechos
los grandes descubrimientos del siglo XV, en especial el de la presión
atmosférica, apoyada por una serie completa de otros en el campo de la física -y
estos descubrimientos fueron hechos en las ciudades medievales- después de
estos descubrimientos, la invención de la máquina a vapor, y toda la revolución
industrial provocada por la aplicación de la nueva fuerza, el vapor, fue una
consecuencia necesaria. Si las ciudades medievales hubieran subsistido hasta el
desarrollo de los descubrimientos empezados por ellas, es decir, hasta la
aplicación práctica del nuevo motor, entonces las consecuencias morales,
sociales, de la revolución provocada por la aplicación del vapor podrían tomar,
y probablemente hubieran tomado, otro carácter; pero la misma revolución en el
campo de la técnica de la producción y de la ciencia también hubiera sido
inevitable. Solamente hubiera encontrado menos obstáculos. Queda sin respuesta
el interrogante: ¿No fue acaso retardada la aparición de la máquina de vapor y
también la revolución que le siguió luego en el campo de las artes, por la
decadencia general de los oficios que siguió a la destrucción de las ciudades
libres y que se notó especialmente en la primera mitad del siglo XVIII?
Considerando
la rapidez asombrosa del progreso industrial en el período que se extiende
desde el siglo XII hasta el siglo XV, en el tejido, en el trabajo de metales,
en la arquitectura, en la navegación, y reflexionando sobre los descubrimientos
científicos a los cuales condujo este progreso industrial a fines del siglo
XIX, tenemos derecho a formularnos esta pregunta: ¿No se retrasó la humanidad
en la utilización de todas estas conquistas científicas cuando empezó en Europa
la decadencia general en el campo de las artes y de la industria, después de la
caída de la civilización medieval? Naturalmente, la desaparición de los
artistas artesanos, como los que produjeron Florencia, Nüremberg y muchas otras
ciudades, la decadencia de las grandes ciudades y la interrupción de las
relaciones entre ellas no podían favorecer la revolución industrial. Realmente
sabemos, por ejemplo, que James Watt, el inventor de la máquina a vapor
moderna, empleó alrededor de doce años de su vida para hacer su invento
prácticamente utilizable, puesto que no pudo hallar, en el siglo XVIII aquellos
ayudantes que hubiera hallado fácilmente en la Florencia, Nüremberg o Brujas de
la Edad Media; es decir, artesanos capacitados para realizar su invento en el
metal y darle la terminación y finura artística que son necesarias para la
máquina de vapor que trabaja con exactitud.
De tal modo,
atribuir el progreso industrial del siglo XV a la guerra de todos contra uno
significa juzgar como aquél que sin saber las verdaderas causas de la lluvia la
atribuye a la ofrenda hecha por el hombre al ídolo de arcilla. Para el progreso
industrial, lo mismo que para cualquier otra conquista en el campo de la
naturaleza, la ayuda mutua y las relaciones estrechas sin duda fueron siempre
más ventajosas que la lucha mutua.
Sin embargo,
la gran importancia del principio de ayuda mutua aparece principalmente en el
campo de la ética, o estudio de la moral. Que la ayuda mutua es la base de
todas nuestras concepciones éticas, es cosa bastante evidente. Pero
cualesquiera que sean las opiniones que sostuviéramos con respecto al origen
primitivo del sentimiento o instinto de ayuda mutua -sea que lo atribuyamos a
causas biológicas o bien sobrenaturales- debemos reconocer que se puede ya
observar su existencia en los grados inferiores del mundo animal. Desde estos
grados elementales podemos seguir su desarrollo ininterrumpido y gradual a
través de todas las clases del mundo animal y, no obstante, la cantidad
importante de influencias que se le opusieron, a través de todos los grados de
la evolución humana hasta la época presente. Aun las nuevas religiones que
nacen de tiempo en tiempo -siempre en épocas en que el principio de ayuda mutua
había decaído en los estados teocráticos y despóticos de Oriente, o bajo la
caída del imperio Romano-, aun las nuevas religiones nunca fueron más que la
afirmación de ese mismo principio. Hallaron sus primeros continuadores en las
capas humildes, inferiores, oprimidas de la sociedad, donde el principio de la
ayuda mutua era la base necesaria de la vida cotidiana; y las nuevas formas de
unión que fueron introducidas en las antiguas comunas budistas Y cristianas, en
las comunas de los hermanos moravos, etc., adquirieron el carácter de retorno
a las mejores formas de ayuda mutua que de practicaban
en el primitivo período tribal.
Sin embargo,
cada vez que se hacia una tentativa para volver a este venerado principio
antiguo, su idea fundamental se extendía. Desde el clan se prolongó a la
tribu, de la federación de tribus abarcó la nación, y, por último -por
lo menos en el ideal-, toda la humanidad. Al mismo tiempo, tomaba gradualmente
un carácter más elevado. En el cristianismo primitivo, en las obras de algunos
predicadores musulmanes, en los primitivos movimientos del período de la Reforma
y, en especial, en los movimientos éticos y filosóficos del siglo XVIII y de
nuestra época se elimina más y más la idea de venganza o de la
"retribución merecida": "bien por bien y mal por
mal". La elevada concepción: -No vengarse de las ofensas-, y el principio:
"Da al prójimo sin contar, da más de lo que piensas recibir".
Estos principios se proclaman como verdaderos principios de moral, como
principios que ocupan más elevado lugar que la simple
"equivalencia", la imparcialidad, la fría justicia, como
principios que conducen más rápidamente mejor a la felicidad. Incitan al
hombre, por esto, a tomar por guía, en sus actos, no sólo el amor, que
siempre tiene carácter personal o, en el mejor de los casos, carácter tribal,
sino la concepción de su unidad con todo ser humano, por
consiguiente, de una igualdad de derecho general y, además, en sus
relaciones hacia los otros, a entregar a los hombres, sin calcular la actividad
de su razón y de su sentimiento y hallar en esto su felicidad superior.
En la
práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta los más antiguos
rudimentos de la evolución, hallamos, de tal modo, el origen positivo e
indudable de nuestras concepciones morales, éticas, y podemos afirmar que el
principal papel en la evolución ética de la humanidad fue desempeñado por la
ayuda mutua y no por la lucha mutua. En la amplia difusión de los principios de
ayuda mutua, aun en la época presente, vemos también la mejor garantía de una
evolución aún más elevada del género humano.