La humanidad ha caminado
gran trecho desde aquellas remotas edades durante las cuales el hombre vivía de
los azares de la caza y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo
las penas, pobres instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la que tenían
que luchar para seguir su mezquina existencia.
Sin embargo, en ese
confuso período de miles y miles de años, el género humano acumuló inauditos
tesoros. Roturó el suelo, desecó los pantanos, hizo trochas en los bosques,
abrió caminos; edificó, inventó, observó, pensó; creó instrumentos complicados,
arrancó sus secretos a la naturaleza, domó el vapor, tanto que, al nacer, el
hijo del hombre civilizado encuentra hoy a su servicio un capital inmenso,
acumulado por sus predecesores. Y ese capital le permite obtener riquezas que
superan a los ensueños de los orientales en sus cuentos de Las mil y una
noches.
En el suelo virgen de
las praderas de América, cien hombres, ayudados por poderosas máquinas, producen
en pocos meses el trigo necesario para que puedan vivir un año diez mil
personas. Donde el hombre quiere duplicar, triplicar, centuplicar sus
productos, forma el suelo, da a cada planta los cuidados que requiere, y
obtiene prodigiosas cosechas. Y en tanto el cazador tenía que apoderarse en
otro tiempo de cien kilómetros cuadrados para encontrar allí el alimento de su
familia, el hombre civilizado hace crecer con menos fatiga y más seguridad, en
una diezmilésima parte de ese espacio, todo lo que necesita para que vivan los
suyos. Cuando falta sol, el hombre lo reemplaza por el calor artificial, hasta
que logre producir también luz que active la vegetación. Con vidrios y tubos
conductores de agua caliente, cosecha en un espacio dado diez veces más productos
que antes conseguía.
Aún son más pasmosos los
prodigios realizados en la industria. Con esos seres inteligentes que se llaman
máquinas modernas, cien hombres fabrican con qué vestir a diez mil hombres
durante dos años. En las minas de carbón bien organizadas, cien hombres extraen
cada año combustible para que se calienten diez mil familias en un clima
riguroso. Y si en la industria, en la agricultura y en el conjunto de nuestra
organización social sólo aprovecha a un pequeñísimo número la labor de nuestros
antepasados, no es menos cierto que la humanidad entera podría gozar una
existencia de riqueza y de lujo sin más que con los siervos de hierro y de
acero que posee. Somos ricos, muchísimo más de lo que creemos. Ricos por lo que
poseemos ya; aún más ricos por lo que podemos conseguir con los instrumentos
actuales; infinitamente más ricos por lo que pudiéramos obtener de nuestro
suelo, de nuestra ciencia y de nuestra habilidad técnica, si se aplicasen a
procurar el bienestar de todos.
2
Somos ricos en las
sociedades civilizadas. ¿Por qué hay, pues, esa miseria en torno nuestro? ¿Por
qué ese trabajo penoso y embrutecedor de las masas, ¿Por qué esa inseguridad
del mañana (hasta para el trabajador mejor retribuido) en medio de las riquezas
heredadas del ayer y a pesar de los poderosos medios de producción que darían a
todos el bienestar a cambio de algunas horas de trabajo cotidiano?
Los socialistas lo han
dicho y repetido hasta la saciedad. Porque todo lo necesario para la producción
ha sido acaparado por algunos en el transcurso de esta larga historia de
saqueos, guerras, ignorancia y opresión en que ha vivido la humanidad antes de
aprender a domar las fuerzas de la naturaleza.
Porque, amparándose en
pretendidos derechos adquiridos en el pasado, hoy se apropian dos tercios del
producto del trabajo humano, dilapidándolos del modo más insensato y
escandaloso. Porque reduciendo a las masas al punto de no tener con qué vivir
un mes o una semana, no permiten al hombre trabajar sino consintiendo en
dejarse quitar la parte del león. Porque le impiden producir lo que necesita y
le fuerzan a producir, no lo necesario para los demás, sino lo que más grandes
beneficios promete al acaparador.
Contémplese un país,
civilizado. Taláronse los bosques que antaño lo cubrían, se desecaron los
pantanos, se saneó el clima: ya es habitable. El suelo, que en otros tiempos
sólo producía groseras hierbas, suministra hoy ricas mieses. Las rocas,
suspensas sobre los valles del Mediodía, forman terrazas por donde trepan las
viñas de dorado fruto. Plantas silvestres que antes no daban sino un fruto
áspero o unas raíces no comestibles, han sido transformadas por reiterados
cultivos en sabrosas hortalizas, en árboles cargados de frutas exquisitas.
Millares, de caminos con base de piedra y férreos carriles surcan la tierra,
horadan las montañas; en los abruptos desfiladeros silba la locomotora. Los
ríos se han hecho navegables; las costas sondeadas y esmeradamente reproducidas
en mapas, son de fácil acceso; puertos artificiales, trabajosamente construidos
y resguardados contra los furores del océano, dan refugio a los buques.
Horádanse las rocas con pozos profundos; laberintos de galerías subterráneas se
extienden allí donde hay carbón que sacar o minerales que recoger. En todos los
puntos donde se entrecruzan caminos han brotado y crecido ciudades, conteniendo
todos los tesoros de la industria, de las artes y de las ciencias.
Cada hectárea de suelo
que labramos en Europa, ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada
camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de
sufrimientos del pueblo. Cada legua de vía férrea, cada metro de túnel, han
recibido su porción de sangre humana.
Los pozos de las minas
conservan aún frescas las huellas hechas en la roca por el brazo del
barrenador. De uno a otro pilar pudieron señalarse las galerías subterráneas
por la tumba de un minero, arrebatado en la flor de la edad por la explosión de
grisú, el hundimiento o la inundación, y fácil es adivinar cuantas lágrimas,
privaciones y miserias sin nombre ha costado cada una de esas tumbas a la
familia que vivía con el exiguo salario del hombre enterrado bajo los
escombros.
Las ciudades; enlazadas
entre sí con carriles de hierro y líneas de navegación, son organismos que han
vivido siglos. Cavad su suelo, y encontraréis hiladas superpuestas de calles,
casas, teatros, circos y edificios públicos. Profundizad en su historia, y
veréis cómo la civilización de la ciudad, su industria, su genio, han crecido
lentamente y madurado por el concurso de todos sus habitantes antes de llegar a
ser lo que son hoy.
Y aun ahora, el valor de
cada casa, de cada taller, de cada fábrica, de cada almacén, sólo es producto
de la labor acumulada de millones de trabajadores sepultados bajo tierra, y no
se mantiene sino por el esfuerzo de legiones de hombres que habitan en ese
punto del globo. ¿Qué sería de los docks de Londres, o de los grandes bazares
de París, si no estuvieran situados en esos grandes centros del comercio
internacional? ¿Qué sería de nuestras minas, de nuestras fábricas, de nuestros
astilleros y de nuestras vías férreas, sin el cúmulo de mercaderías
transportadas diariamente por mar y por tierra?
Millones de seres
humanos han trabajado para crear esta civilización de la que hoy nos gloriamos.
Otros millones, diseminados por todos los ámbitos del globo, trabajan para
sostenerla. Sin ellos, no quedarían más que escombros de ella dentro de
cincuenta años.
Hasta el pensamiento,
hasta la invención, son hechos colectivos, producto del pasado y del presente.
Millares de inventores han preparado el invento de cada una de esas máquinas,
en las cuales admira el hombre su genio. Miles de escritores, poetas y sabios
han trabajado para elaborar el saber, extinguir el error y crear esa atmósfera
de pensamiento científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de
las maravillas de nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas,
sabios e inventores, ¿no hablan sido también inspirados por la labor de los
siglos anteriores? ¿No fueron durante su vida alimentados y sostenidos, así en
lo físico como en lo moral por legiones de trabajadores y artesanos de todas
clases? ¿No adquirieron su fuerza impulsiva en lo que les rodeaba?
Ciertamente, el genio de
un Seguin, de un Mayer y de un Grove, han hecho más por lanzar la industria a
nuevas vías que todos los capitales del mundo. Estos mismos genios son hijos de
industria, igual que de la ciencia, porque ha sido necesario que millares de
máquinas de vapor transformasen, año tras año, a la vista de todos, el calor en
fuerza dinámica, y esta fuerza en sonido, en luz y en electricidad, antes de
que esas inteligencias geniales llegasen a proclamar el origen mecánico y la
unidad de las fuerzas físicas. Y si nosotros, los hijos del siglo XIX, al fin
hemos comprendido esta idea y hemos sabido aplicarla, es también porque para
ello estábamos preparados por la experiencia cotidiana.
También los pensadores
del siglo pasado la habían entrevisto y enunciado, pero quedó sin comprender,
porque el siglo XVIII no había crecido como nosotros, junto a la máquina de
vapor.
Piénsese en las décadas
que hubieran transcurrido aún en ignorancia de esa ley que nos ha permitido
revolucionar la industria moderna, si Watt no hubiese encontrado en Soho
trabajado hábiles para construir con metal sus planes teóricos, perfeccionar
todas sus partes, y aprisionándolo dentro de un mecanismo completo hacer por
fin el vapor más dócil que el caballo, más manejable que el agua.
Cada máquina tiene la
misma historia: larga historia de noches en blanco y de miseria; de
desilusiones y de alegrías, de mejoras parciales halladas por varias
generaciones de obreros desconocidos que venían a añadir al primitivo invento
esas pequeñas nonadas sin las cuales permanecería estéril la idea más fecunda.
Aún más: cada nueva invención es una síntesis resultante de mil inventos
anteriores en el inmenso campo de la mecánica y de la industria.
Ciencia e industria,
saber y aplicación, descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas
invenciones, trabajo o cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos,
todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza
de la humanidad, tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral,
pasado y presente. Entonces, ¿qué derecho asiste a nadie para apropiarse la
menor partícula de ese inmenso todo y decir: «Esto es mío y no vuestro»?
3
Pero sucedió que todo
cuanto permite al hombre producir y acrecentar sus fuerzas productivas fue
acaparado por algunos.
El suelo, que
precisamente saca su valor de las necesidades de una población que crece sin
cesar, pertenece hoy a minorías que pueden impedir e impiden al pueblo el
cultivarlo o le impiden el cultivarlo según las necesidades modernas.
Las minas, que
representan el trabajo de muchas generaciones y su valor no deriva sino de las
necesidades de la industria y la densidad de la población, pertenecen también a
unos pocos, y esos pocos limitan la extracción del carbón, o la prohiben en su
totalidad si encuentran una colocación más ventajosa para sus capitales.
También la maquinaria es
propiedad sólo de algunos, y aun cuando tal o cual máquina representa sin duda
alguna los perfeccionamientos aportados por tres generaciones de trabajadores,
no por eso deja de pertenecer a algunos patronos; y si los nietos del mismo
inventor que construyó, cien años ha, la primera máquina de hacer encajes se
presentasen hoy en una manufactura de Basilea o de Nottingham y reclamasen sus
derechos, les gritarían: «¡Marchaos de aquí; esta máquina no es vuestra!» Y si
quisiesen tomar posesión de ella, les fusilarían.
Los ferrocarriles, que
no serían más que inútil hierro viejo sin la densa población de Europa, sin su
industria, su comercio y sus cambios, pertenecen a algunos accionistas,
ignorantes quizá de dónde se encuentran los caminos que les dan rentas
superiores a las de un rey de la Edad Media. Y si los hijos de los que murieron
a millares cavando las trincheras y abriendo los túneles se reuniesen un día y
fueran, andrajosos y hambrientos, a pedir pan a los accionistas, encontrarían
las bayonetas y la metralla para dispersarlos y defender los «derechos
adquiridos».
En virtud de esta
organización monstruosa, cuando el hijo del trabajador entra en la vida, no
halla campo que cultivar, máquina que conducir ni mina que acometer con el
zapapico, si no cede a un amo la mayor parte de lo que él produzca. Tiene que
vender su fuerza para el trabajo por una ración mezquina e insegura. Su padre y
su abuelo trabajaron en desecar aquel campo, en edificar aquella fábrica, en
perfeccionarla. Si él obtiene permiso para dedicarse al cultivo de ese campo,
es a condición de ceder la cuarta parte del producto a su amo, y otra cuarta al
gobierno y a los intermediarios. Y ese impuesto que le sacan el Estado, el
capitalista, el señor y el negociante, irá creciendo sin cesar. Si se dedica a
la industria, se le permitirá que trabaje a condición de no recibir más que el
tercio o la mitad del producto, siendo el resto para aquel a quien la ley
reconoce como propietario de la máquina.
Clamamos contra el barón
feudal que no permitía al cultivador tocar la tierra, a menos de entregarle el
cuarto de la cosecha. Y el trabajador, con el nombre de libre contratación,
acepta obligaciones feudales, porque no encontraría condiciones más aceptables
en ninguna parte. Como todo es propiedad de algún amo, tiene que ceder o
morirse de hambre.
De tal estado de cosas
resulta que toda nuestra producción es un contrasentido. Al negocio no le
conmueven las necesidades de la saciedad; su único objetivo es aumentar los
beneficios del negociante. De aquí las continuas fluctuaciones de la industria,
las crisis en estado crónico.
No pudiendo los obreros
comprar con su salario las riquezas que producen, la industria busca mercados
fuera, entre los acaparadores de las demás naciones Pero en todas partes
encuentra competidores, puesto que la evolución de todas las naciones se
realiza en el mismo sentido. Y tienen que estallar guerras por el derecho de
ser dueños de los mercados. Guerras por las posesiones en Oriente, por el
imperio de los mares, para imponer derechos aduaneros y dictar condiciones a
sus vecinos, ¡guerras contra los que se sublevan! No cesa en Europa el ruido
del cañón; generaciones enteras son asesinadas; los Estados europeos gastan en
armamentos el tercio de sus presupuestos.
La educación también es
privilegio de ínfimas minorías. ¿Puede hablarse de educación cuando el hijo del
obrero se ve obligado a la edad de trece años a bajar a la mina o ayudar a su
padre en las labores del campo?
Mientras que los
radicales piden mayor extensión de las libertades políticas, muy pronto
advierten que el hálito de la libertad produce con rapidez el levantamiento de
los proletarios y entonces cambian de camisa, mudan de opinión y retornan a las
leyes excepcionales y al gobierno del sable. Un vasto conjunto de tribunales,
jueces, verdugos, polizontes y carceleros, es necesario para mantener los
privilegios. Este sistema suspende el desarrollo de los sentimientos sociales.
Cualquiera comprende que sin rectitud, sin respeto a sí mismo, sin simpatía y
apoyos mutuos, la especie tiene que degenerar. Pero eso no les importa a las
clases directoras, e inventan toda una ciencia absolutamente falsa para probar
lo contrario.
Se han dicho cosas muy
bonitas acerca de la necesidad de compartir lo que se posee con aquellos que no
tienen nada. Pero cuando se le ocurre a cualquiera poner en práctica este
principio, en seguida se le advierte que todos esos grandes sentimientos son
buenos en los libros poéticos, pero no en la vida. «Mentir es envilecerse, rebajarse»,
decimos nosotros, y toda la existencia civilizada Se trueca en una inmensa
mentira. ¡Y nos habituamos, acostumbrando a nuestros hijos a practicar como
hipócritas una moralidad de dos caras!
El simple hecho del
acaparamiento extiende así sus consecuencias a la vida social. A menos de
perecer, las sociedades humanas vense obligadas a volver a los principios
fundamentales: siendo los medios de producción obra colectiva de la humanidad,
vuelven al poder de la colectividad humana. La apropiación personal de ellos no
es justa ni útil. Todo es de todos, puesto que todos lo necesitan, puesto que
todos han trabajado en la medida de sus fuerzas, y es imposible determinar la
parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de las
riquezas.
¡Todo es de todos! He
aquí la inmensa maquinaria que el XIX ha creado; he aquí millones de esclavos
de hierro que llamamos máquinas que cepillan y sierran, tejen e hilan para
nosotros, que descomponen y recomponen la primera materia y forjan las
maravillas de nuestra época.
Nadie tiene derecho a
apoderarse de una sola de esas máquinas y decir: «Es mía; para usar de ella, me
pagaréis un tributo por cada uno de vuestros productos». Como tampoco el señor
de la Edad Media tenía derecho para decir al labrador: «Esta colina, ese prado,
son míos, y me pagaréis por cada gavilla de trigo que cojáis, por cada montón
de heno que forméis.»
Basta de esas fórmulas
ambiguas, tales como el «derecho al trabajo», o «a cada uno el producto íntegro
de su trabajo». Lo que nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el
bienestar para todos.
1
El bienestar para todos
no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros
antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.
Sabemos que los
productores, que apenas forman el tercio de los habitantes en los países
civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el
hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los
frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar sus ocios en trabajos
útiles, nuestra riqueza crecería en proporción múltiple del número de brazos
productores. Y en fin, sabemos que, en contra de la teoría del pontífice de la
ciencia burguesa (Malthus), el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha
más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres
hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de sus fuerzas
productoras.
Mientras que la
población de Inglaterra sólo ha aumentado en un 62 por 100 desde 1844, su
fuerza de producción ha crecido el doble, o sea en un 130 por 100. En Francia,
donde la población ha aumentado menos, el crecimiento es rapidísimo, sin
embargo. A pesar de la crisis agrícola, de la injerencia del Estado, del
impuesto de sangre, de la banca, de las contribuciones y de la industria, la
producción de trigo se ha cuadruplicado y la producción industrial se ha
decuplicado en el transcurso de los últimos ochenta años. En los Estados Unidos
el progreso es aún más pasmoso: a pesar de la inmigración, o más bien,
precisamente a causa de ese aumento de trabajadores europeos, los Estados
Unidos han duplicado su producción.
Hoy, a medida que se
desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el
número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos
entre socialistas, de que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en
tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos
millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes, cada vez es más
considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno.
En Francia no hay diez
productores directos por cada treinta habitantes. Toda la riqueza agrícola del
país es obra de menos de siete millones de hombres, y en las dos grandes
industrias de las minas y de los tejidos cuéntanse menos de dos millones
quinientos mil obreros. ¿Cuál es la cifra de los explotadores del trabajo? En
Inglaterra (sin Escocia e Irlanda), un millón treinta mil obreros, hombres,
mujeres y niños, fabrican todos los tejidos; un poco más de medio millón
explotan las minas, menos de medio millón labran la tierra, y los estadísticos
tienen que exagerar las cifras para obtener un máximum de ocho millones de
productores para veintiséis millones de habitantes. En realidad, son de seis a
siete millones de trabajadores quienes crean las riquezas enviadas a las cuatro
partes del mundo. ¿Y cuantos son los rentistas o los intermediarios que añaden
a sus rentas las que se adjudican haciendo pagar al consumidor de cinco a
veinte veces más de lo que han pagado al productor? Los que detentan el capital
reducen constantemente la producción, impidiendo producir. No hablemos de esos
toneles de ostras arrojados al mar para impedir que la ostra llegue a ser un
alimento de la plebe y deje de ser una golosina propia de la gente acomodada;
no hablemos de los mil y mil objetos de lujo tratados de igual manera que las
ostras. Recordemos tan sólo cómo se limita la producción de las cosas necesarias
a todo el mundo. Ejércitos de mineros no desean más que extraer todos los días
carbón y enviarlo a quienes tiritan de frío. Pero con frecuencia la tercera
parte o dos tercios de eso ejércitos vense impedidos de trabajar más de tres
días por semana, para que se mantengan altos los precios. Millares de tejedores
no pueden manejar los telares, al paso que sus mujeres y sus hijos no tienen
sino harapos para cubrirse y las tres cuartas partes de los europeos no cuentan
con vestido que merezca tal nombre.
Centenares de altos
hornos, miles de manufacturas permanecen regularmente inactivos; otros no
trabajan más que la mitad del tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre
una población de unos dos millones de individuos que piden trabajo y no lo
encuentran.
Millones de hombres
serían felices con transformar los espacios incultos o mal cultivados en campos
cubiertos de ricas mieses. Pero esos valientes obreros tienen que seguir
parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica,
prefieren dedicar los capitales a préstamos a los turcos o egipcios, o en
acciones de oro de la Patagonia, que trabajen para ellos los fellahs egipcios,
los italianos emigrados del país de su nacimiento o los coolies chinos.
Ésta es la limitación
consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación
indirecta e inconsciente, que consiste en gastar el trabajo humano en objetos
inútiles en absoluto, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de
los ricos.
Baste citar los miles de
millones gastados por Europa en armamento, sin más fin que conquistar mercados
para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar la explotación en el
interior; los millones pagados cada año a los funcionarios de todo fuste, cuya
misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de
la nación; los millones gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese
embrollo que llaman justicia; en fin, los millones empleados en propagar por
medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de los
partidos, de los personajes políticos y de las compañías de explotadores.
Aún se gasta más trabajo
inútilmente aquí para mantener la cuadra, la perrera y la servidumbre doméstica
del rico; allí para responder a los caprichos de las rameras de alto copete y
al depravado lujo de los viciosos elegantes; en otra parte, para forzar al
consumidor a que compre lo que no le hace falta o imponerle con reclamos un
articulo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias
nocivas en absoluto para el consumidor, pero provechosas para el fabricante y
el expendedor. Lo que se malgasta de esta manera bastaría para duplicar la
producción útil, o para crear manufacturas y fábricas que bien pronto inundaría
los almacenes con todas las provisiones de que carecen dos tercios de la
nación.
De aquí resulta que de
los mismos que en cada nación se dedican a los trabajos productivos, la cuarta
parte por lo menos se ven obligados con regularidad a un paro de tres o cuatro
meses por año, y otra cuarta parte, si no la mitad, no puede producir con su
labor otros resultados que divertir a los ricos o explotar al público.
Así, pues, por un lado
si se considera la rapidez con que las naciones civilizadas aumentan su fuerza
de producción, y por otro los límites puestos a ésta, debe deducirse que una
organización económica medianamente razonable permitiría a las naciones
civilizabas amontonar en pocos años tantos productos útiles, que se verían en
el caso de exclamar: «¡Basta de carbón, basta de trigo, basta de telas! ¡Descansemos,
recojámonos para utilizar mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros
ocios!»
No; el bienestar para
todos no es un sueño. Podía serlo cuan a duras penas lograba el hombre recoger
ocho o diez hectolitros trigo por hectárea, o construir por su propia mano los
instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es
un ensueño desde que el hombre inventara el motor que, con un poco de hierro y
algunos kilos de carbón, le da la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de
poner en movimiento la máquina más complicada.
Mas para que el
bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que el inmenso capital deje de
ser considerado como una propiedad privada, del que el acaparador disponga a su
antojo. Es menester que el rico instrumento de la producción sea propiedad
común, a fin de que el espíritu colectivo saque de él los mayores beneficios
para todos. Se impone la expropiación.
El bienestar de todos
como fin; la expropiación como medio.
2
La expropiación: tal es
el problema planteado pos la historia ante nosotros los hombres de fines del
siglo XIX. Devolución a la comunidad de todo lo que sirva para conseguir el
bienestar.
Pero este problema no
puede resolverse por la vía legislativa. El pobre y el rico comprenden que ni
los gobiernos actuales ni los que pudieran surgir de una revolución política
serían capaces de resolverlo. Siéntese la necesidad de una revolución social, y
ni a ricos ni a pobres se les oculta que esa revolución está próxima.
Durante el curso de este
último medio siglo se ha comprobado la evolución en los espíritus; pero
comprimida por la minoría, es decir, por las clases poseedoras, y no habiendo
podido tomar cuerpo, es necesario que aparte por medio de la fuerza los
obstáculos y que se realice con violencia por medio de la revolución.
¿De dónde vendrá la
revolución? ¿Cómo se anunciará? Es una incógnita. Pero los que observan y
meditan no se equivocan: trabajadores y explotadores, revolucionarios y
conservadores, pensadores y hombres prácticos, todos confiesan que está
llamando a nuestras puertas.
Todos hemos estudiado
mucho el lado dramático de las revoluciones, y poco su obra verdaderamente
revolucionaria, o muchos de entre nosotros no ven en esos grandes movimientos
mas que el aparato escénico, la lucha de los primeros días, las barricadas.
Pero esa lucha, esa escaramuza primera, terminan muy pronto; sólo después de la
derrota de los antiguos gobiernos comienza la obra real de la revolución.
Incapaces e impotentes,
atacados por todas partes, pronto se los lleva el soplo de la insurrección. En
pocos días dejó de existir la monarquía burguesa de 1848, y cuando un coche de
alquiler llevaba a Luis Felipe de Francia, a París ya no le importaba un pito
el ex rey.
El gobierno de Thiers
desapareció en pocas horas, el 18 de marzo de 1871, dejando a París dueño de
sus destinos. Y sin embargo, 1848 y 1871 no fueron más que insurrecciones. Ante
una revolución popular, los gobernantes se eclipsan con sorprendente rapidez.
Recordemos la Comuna.
Desaparecido el
gobierno, el ejército ya no obedece a sus jefes, vacilante por la oleada del
levantamiento popular. Cruzándose de brazos, la tropa deja hacer, o con la
culata en alto se une a los insurrectos. La policía, con los brazos caídos, no
sabe si debe pegar o si gritar «Vive la Commune!» Y los agentes de orden
público se meten en sus casas «a esperar el nuevo gobierno». Los orondos
burgueses lían la maleta y se ponen a buen recaudo. Sólo queda el pueblo. He
aquí cómo se anuncia una revolución:
Proclámese la Comuna en
varias grandes ciudades. Miles de hombres están en las calles, y acuden por la
noche a los clubs improvisados, preguntándose: «¿Qué vamos a hacer?», y
discutiendo con ardor los negocios públicos. Todo el mundo se interesa en
ellos; los indiferentes de la víspera son quizá los más celosos. Por todas
partes mucha buena voluntad, un vivo deseo de asegurar la victoria. Prodúcense
las grandes abnegaciones. El pueblo desea sólo marchar adelante.
De seguro que habrá
venganzas satisfechas. Pero eso será un accidente de la lucha y no la
revolución. Los socialistas gubernamentales, los radicales, los genios
desconocidos del periodismo, los oradores efectistas, corren al ayuntamiento, a
los ministerios, para tomar posesión de las poltronas abandonadas. Admíranse
ante los espejos ministeriales y estudian el dar órdenes con una gravedad a la
altura de su nueva posición. ¡Les hace falta un fajín rojo, un kepis galoneado
y un ademán magistral para imponerse al ex compañero de redacción o de taller!
Los otros se meten entre papelotes con la mejor voluntad de comprender alguna
cosa. Redactan leyes, lanzan decretos de frases sonoras, que nadie se cuidará
de ejecutar.
Para darse aires de una
autoridad que no tienen, buscan la canción de las antiguas formas de gobierno.
Elegidos o aclamados, se reúnen en parlamentos o en consejos de la Comuna. Allí
se encuentran hombres pertenecientes a diez, a veinte escuelas diferentes que
no son capillas particulares, como suele decirse, sino que corresponden a
maneras diversas de concebir la extensión, el alcance y los deberes de la
revolución. Posibilistas, colectivistas, radicales, jacobinos, blanquistas,
forzosamente reunidos, pierden el tiempo en discutir. Las personas honradas se
confunden con los ambiciosos, que sólo piensan en dominar y en despreciar a la
multitud de la cual han surgido. Llegando todos con ideas diametralmente
opuestas, se ven obligados a formar alianzas ficticias para constituir mayorías
que no duran ni un día; disputan, se tratan unos a otros de reaccionarios, de
autoritarios, de bribones; son incapaces de entenderse acerca de ninguna medida
seria, y propenden a perder el tiempo en discutir necedades; no consiguen hacer
más que dar a luz proclamas altisonantes, todo se toma por lo serio, mientras
que la verdadera fuerza del movimiento está en la calle.
Durante ese tiempo, el
pueblo sufre. Páranse las fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se
estanca. El trabajador ya no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El
precio de los alimentos sube.
Con esa abnegación heroica
que siempre ha caracterizado al pueblo, y que llega a lo sublime en las grandes
épocas, tiene paciencia. Él es quien exclamaba en 1848: «Ponemos tres meses de
miseria al servicio de la República», mientras que los diputados y los miembros
del nuevo gobierno, hasta el último policía, cobraban con regularidad sus
pagas. El pueblo sufre. Con su ingenua confianza, con la candidez de la masa
que cree en los que la conducen, espera que se ocupen de él allá arriba, en la
Cámara, en el Ayuntamiento, en el comité de Salud pública.
Pero allá arriba se
piensa en toda clase de cosas, excepto en los sufrimientos de la muchedumbre.
Cuando el hambre roe a Francia en 1793 y compromete la revolución; cuando el
pueblo se ve reducido a la última miseria, al paso que los Campos Elíseos se
ven llenos de magníficos carruajes, donde exhiben las mujeres sus lujosas
galas, ¡Robespierre insiste en los Jacobinos en hacer discutir su memoria
acerca de la constitución inglesa! Cuando el trabajador sufre en 1848 con la
paralización general de la industria, el gobierno provisional y la Cámara
discuten acerca de las pensiones militares y el trabajo durante esta época de
crisis. Y si algún cargo debe hacerse a la Comuna de París, nacida bajo los
cánones de los prusianos, y que sólo duró setenta días, es el no haber
comprendido que la revolución comunera no podía triunfar sin combatientes bien
alimentados y que con seis reales diarios no se podía a la vez batirse en las
murallas y mantener a su familia.
3
El pueblo sufre y
pregunta: «¿Qué hacer para salir del atolladero?»
Reconocer y proclamar
que cada cual tiene ante todo el derecho de vivir, y que la sociedad
debe repartir entre todo el mundo, sin excepción, los medios de existencia de
que dispone. Obrar de suerte que, desde el primer día de la revolución, sepa el
trabajador que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá
obligado a dormir debajo de los puentes, junto a los palacios, a permanecer
ayuno mientras haya alimentos, a tiritar de frío cerca de los comercios de pieles.
Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y prodúzcase al fin en
la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo
antes de leerle la cartilla de sus deberes.
Esto no podrá realizarse
por decretos, sino tan sólo por la toma de posesión inmediata, efectiva, de
todo lo necesario para la vida de todos; tal es la única manera en verdad
científica de proceder, la única que comprende y desea la masa del pueblo.
Tomar posesión, en
nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenen
atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse en
seguida para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades,
satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere, sino
para hacer que viva y se desarrolle la sociedad.
Basta de esas fórmulas
ambiguas, como el «derecho al trabajo», tengamos el valor de reconocer que el
bienestar debe realizarse a toda costa. Cuando los trabajadores reclamaban en
1848 el «derecho al trabajo», organizábanse talleres nacionales o municipales y
se enviaba a los hombres a fatigarse en esos talleres por dos pesetas diarias.
Cuando pedían la organización del trabajo, respondíanles: «Paciencia, amigos;
el gobierno va a ocuparse de eso, y ahí tenéis hoy dos pesetas. ¡Descansad,
rudos trabajadores, que harto os habéis afanado toda la vida!» Y entretanto,
apuntábanse los cánones, convocábanse hasta las últimas reservas del ejército,
desorganizábase a los propios trabajadores por mil medios que se conocen al
dedillo los burgueses. Y cuando menos lo pensaban, dijéronles: «¡O vais a
colonizar el África, u os ametrallamos!»
¡Muy diferente será el
resultado si los trabajadores reivindican el derecho del bienestar! Por
eso mismo proclaman su derecho a apoderarse de toda la riqueza social; a tomar
las casas e instalarse en ellas con arreglo a las necesidades de cada familia;
a tomar los víveres acumulados y consumirlos de suerte que conozcan la hartura
tanto como conocen el hambre. Proclaman su derecho a todas las riquezas, y es
menester que conozcan lo que son los grandes goces del arte y de la ciencia,
harto tiempo acaparados por los burgueses.
Y cuando afirman su
derecho al bienestar, declaran su derecho a decidir ellos mismos lo que ha de
ser su bienestar, lo que es preciso para asegurarlo y lo que en lo sucesivo
debe abandonarse como desprovisto de valor.
El derecho al
bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los
hijos para hacerles miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, al
paso que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siempre siendo
un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los
burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el
derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.
1
Toda sociedad que rompa
con la propiedad privada se verá en el caso de organizarse en comunismo
anarquista.
Hubo un tiempo en que
una familia de aldeanos podía considerar el trigo que cultivaba y las
vestiduras de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun
entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes
hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes
cercados por setos que todos costeaban, Una mejora en las artes de tejer o en
el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a todos; en aquella época, una
familia campesina no podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la
ciudad, en el municipio.
Pero hoy, con el actual
estado de la industria, en que todo se entrelaza y se sostiene, en que cada
rama de la producción se vale de todas las demás, es absolutamente insostenible
la pretensión de dar un origen individualista a los productos. Si las
industrias textiles o la metalurgia han alcanzado pasmosa perfección en los
países civilizados, lo deben al simultáneo desarrollo de otras mil industrias:
lo deben a la extensión de la red de ferrocarriles, a la navegación
trasatlántica, a la destreza de millones de trabajadores, a cierto grado de
cultura general de toda la clase obrera; en fin, a trabajos realizados de un
extremo a otro del mundo.
Los italianos que morían
de cólera cavando el canal de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y
los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la
industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se
vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero
autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.
Situándonos en este
punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los
colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo
aportadas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni
siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el
valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad
de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo,
cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos
parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de
producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada
a abandonar en el acto cualquier forma de salario.
Estamos convencidos de
que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto
con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los
instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma
de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua
forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de
organización política.
El salario ha nacido de
la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por
parte de algunos.
Era la condición
necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella,
aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de «bonos de trabajo». La posesión
común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en
común de los frutos de la labor común.
Sostenemos, no sólo que
es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en
el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el
comunismo.
El desarrollo del
individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por
los esfuerzos del hombre, que quiso prevenirse contra los poderes del capital y
del Estado. Creyó por un momento -y así lo han predicado los que formulaban su
pensamiento por él- que podía libertarse por completo del Estado y de la
sociedad. «Mediante el dinero -decía- puedo comprar todo lo que necesite.» Pero
el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar
que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus
arcas.
Junto a esa corriente
individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a
conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra
a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la
vida.
En cuanto los municipios
de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso,
dieron inmediatamente gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.
La ciudad era la que
fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios
eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para
sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el
siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus
leyendas.
Todo eso ha
desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos
vestigios de, ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no vierte su
abrumadora espada en la balanza.
Al mismo tiempo surgen,
bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio
de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de
comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.
El puente, por cuyo paso
pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que
antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los
museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes
para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles
empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio
y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí
otras tantas instituciones fundadas en el principio de «Tomad lo que
necesitéis».
Los tranvías y
ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en
cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha
introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite
recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta
mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas
estas innovaciones, y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay
quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son
necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que
a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.
Hay también la tendencia
a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los
servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. L1égase a
considerar la sociedad como un todo cada una de cuyas partes está tan
íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado a tal o cual individuo
es un servicio prestado a todos.
Cuando acudís a una
biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no
os pregunta qué servicio habéis dado a la sociedad para daros el libro o los
cien libros que le pidáis, y si es necesario, os ayuda a buscarlos en el
catálogo. Mediante un derecho de entrada único, la sociedad científica abre sus
museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de
sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.
En San Petersburgo, si
perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os ofrecen sitio, un
banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias,
todos los instrumentos de precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os
deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a
amigos por vuestra idea, asociaos a otros amigos de diversos oficios si no
preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa
vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.
Los marinos de una falúa
de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago;
lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas
veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para
qué necesitan conocerlos? «Les hacen falta nuestros servicios, son seres
humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!» Que mañana una de
nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por
una calamidad cualquiera -por ejemplo, un sitio- y esa misma ciudad decidirá
que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y
los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la
sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes
independientemente de la valentía o de la inteligencia demostradas por cada uno
de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a
los heridos.
Existe la tendencia. Se
acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada
uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún
más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones
de nuestra vida cotidiana.
El día en que
devolviesen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas fuesen
comunes y el trabajo -ocupando el sitio de honor en la sociedad- produjese
mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia
ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida
social?
Por esos indicios somos
del parecer de que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que
mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar
inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los
falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo
anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la
síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades:
la libertad económica y la libertad política.
2
Tomando la anarquía
como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también
otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso
del desarrollo de las sociedades europeas, éstas sacudían el yugo de la
autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad
individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron
derribados los gobiernos a consecuencia de revoluciones parciales o generales,
han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual.
Ya es la independencia
de los municipios, cuyos monumentos -fruto del trabajo libre de asociaciones
libres- no han sido superados desde entonces; ya es el levantamiento de los
campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro el Papado; ya la sociedad
-libre en los primeros tiempos- fundada al otro lado del Atlántico por los
descontentos que huyeron de la vieja Europa.
Y si observamos el
desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez
más acentuado en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada
vez mayor libertad al individuo. Esta es la evolución actual, aunque
dificultada por el fárrago de instituciones y preocupaciones heredadas de lo
pasado. Lo mismo que todas las evoluciones, no espera más que la revolución
para barrer las viejas ruinas que le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo
en la sociedad regenerada.
Después de haber
intentado largo tiempo resolver el insoluble problema de inventar un gobierno
que «obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquél también
a la sociedad», la humanidad, intenta libertarse de toda especie de gobierno y
satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre
individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada
mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo
reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses
particulares con la mira puesta en un fin general.
Todo lo que en otro
tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más
fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este
sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero
la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de
la injusticia, de la opresión y del monopolio.
Ciertamente que la idea
de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la
economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido
amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado.
Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el
código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las
diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en
el gobierno y en las virtudes del Estado providencia.
Para mantener este
prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se
han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio, y cada político,
cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: «¡Dame el poder; quiero y
puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!»
Abrid cualquier libro de
sociología, de jurisprudencia, y encontraréis en él siempre al gobierno, con su
organización y sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a
creer que fuera del gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.
La prensa repite en
todos los tonos la misma cantinela. Columnas enteras se consagran a las
discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se
advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas lineas que tratan
de un asunto económico, a propósito de una ley, o en la sección de noticias o
en la de sucesos del día. Y cuando leéis esos periódicos, lo que menos pensáis
es en el inmenso número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y
consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes de
estorbo, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas
por nuestra ignorancia, cubran y oculten a la humanidad.
Y sin embargo, en cuanto
se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la
sociedad, salta a la vista la parte infinitesimal que en ella representa el
gobierno. Balzac había hecho notar ya cuántos millones de campesinos permanecen
durante toda su vida sin conocer nada del Estado, excepto los impuestos que
están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de tratos sin que
intervenga el gobierno, y los más grandes de ellos -los del comercio y la
bolsa- se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de
las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos.
Hablad con un hombre que conozca el comercio, y os dirá que los cambios
operados todos los días entre comerciantes serian de absoluta imposibilidad si
no tuvieran por base la confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el
deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez
comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos
con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor
el cumplir sus compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido
desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enronquecimiento es
el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente,
en cuanto ya no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los
frutos de la labor ajena?
Hay otro rasgo
característico de nuestra generación, que aún habla mejor en pro de nuestras
ideas, y es el continuo crecimiento del campo de las empresas debidas a la
iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones
libres. Estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia
de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de
política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del
gobierno. Estas organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un
producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta
facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las
necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la
injerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más
importante en la vida de las comunidades.
Si no se extienden aún
al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque hallan un obstáculo
insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual,
en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos
obstáculos, Y las veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los
hombres civilizados.
La historia de los
cincuenta años últimos es una prueba de la impotencia del gobierno
representativo para desempeñar las funciones con que se le ha querido revestir.
Algún día se citará el
siglo XIX como la fecha del aborto del parlamentarismo.
Esta impotencia es tan
evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los
vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que
han hecho su crítica (J. Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir
el descontento popular. Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles:
«Hacednos leyes acerca de todas las manifestaciones de nuestra vida, aunque
cada uno de vosotros las ignore». Se empieza a comprender que el gobierno de
las mayorías parlamentarias significa el abandono de todos los asuntos del país
a los que forman las mayorías en la Cámara y en los comicios a los que no
tienen opinión.
La unión postal
internacional, las uniones de ferrocarriles, las sociedades sabias, dan el
ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley.
Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un
fin cualquiera, no nombran un parlamento internacional de diputados para
todo y a quienes se les diga: «Votadnos leyes; las obedeceremos». Cuando
no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que
conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: «Procurad poneros
de acuerdo acerca de tal asunto, y volved luego no con una ley en el bolsillo,
sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos». Así es
como obran las grandes sociedades industriales y científicas, las asociaciones
de todas clases, que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y
así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será
absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación
parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la
monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de
las masas por los detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo.
Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común,
tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los
grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la
historia.
1
Cuéntase, que en 1848,
al verse amenazado Rothschild en su fortuna por la revolución, inventó la
siguiente farsa: «Admitamos que mi fortuna se haya adquirido a costa de los
demás. Dividida entre tantos millones de europeos, tocarían dos pesetas a cada
persona. Pues bien; me comprometo a devolver a cada cual sus dos pesetas si me
las pide».
Dicho esto, y
debidamente publicado, nuestro millonario se paseaba tranquilo por las calles
de Francfort. Tres o cuatro transeúntes le pidieron sus dos pesetas, se las
entregó con sardónica sonrisa, y quedó hecha la jugarreta. La familia del
millonario aún está en posesión de sus tesoros.
Poco más o menos así
razonan las cabezas sólidas de la burguesía cuando nos dicen: «¡Ah, la
expropiación! Comprendido. Quitan ustedes a todos los gabanes, los ponen en un
montón, y cada cual se acerca a coger uno, salvo el zurrarse la badana por
quién coge el mejor».
Es un chiste de mal
gusto.
Lo que necesitamos no es
poner en un montón los gabanes para distribuirlos después, y eso que los que
tiritan de frío aún encontrarían en ello alguna ventaja. Tampoco tenemos que
repartirnos las dos pesetas de Rothschild. Lo que necesitamos es organizarnos
de tal forma, que cada ser humano, al venir al mundo, pudiera estar seguro de
aprender un trabajo productivo, en primer término acostumbrarse a él, y después
poder ocuparse de ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrono y
sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león
sobre todo lo que produzca.
En cuanto a las riquezas
de todas clases, detentadas por los Rothschilds o los Vanderbilt, nos servirían
para organizar mejor nuestra producción en común
El día en que el
trabajador del campo pueda arar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce;
el día en que las máquinas necesarias para preparar el suelo para las grandes
cosechas estén a la libre disposición de los cultivadores; el día en que el
obrero del taller produzca para la comunidad y no para el monopolio, los
trabajadores no irán ya harapientos, y no habrá más Rothschilds ni otros
explotadores.
Nadie tendrá ya
necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una
parte del total de lo que produce.
«Sea -nos dirán-. Pero
de fuera os vendrán los Rothschilds. ¿Podréis impedir que un individuo que haya
acumulado millones en China, vaya a establecerse entre vosotros, que se rodee
de servidores y trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a
costa de ellos? No podéis hacer la revolución en toda la tierra a la vez. ¿Vais
a establecer aduanas en vuestras fronteras, para registrar ti quienes lleguen y
apoderarse del oro que traigan?»
¡Habría que ver:
policías anarquistas disparando contra los pasajeros!
Pues bien; en el fondo
de este razonamiento hay un burdo error, y es que nadie se ha preguntado nunca
de dónde provienen las fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría
para demostrar que el origen de esas fortunas está en la miseria de los pobres.
Donde no haya miserables, no habrá ya ricos para explotarlos.
Fijaos un poco en la
Edad Media, en la que comienzan a surgir grandes fortunas. Un barón feudal se
ha apoderado de un fértil valle. Pero mientras esa campiña no se pueble,
nuestro barón no puede llamarse rico. ¿Qué va a hacer nuestro barón para
enriquecerse? ¡Buscar colonos!
Sin embargo, si cada
agricultor tuviese un pedazo de tierra libre de cargas y ademas las
herramientas y el ganado suficientes para la labor, ¿quién iría a roturar las
tierras del barón? Cada cual se quedaría en las suyas. Pero hay poblaciones
enteras de miserables. Unos han sido arruinados por las guerras, otros por las
sequías, por la peste; no tienen bestias ni aperos. (El hierro era costoso en
la Edad Media; más costosa todavía una bestia de labor.)
Todos los miserables
buscan mejores condiciones. Un día ven en el camino, en la linde de las tierras
de nuestro barón, un poste indicando con ciertos signos comprensibles que el
labrador que se instale en esas tierras recibirá con el suelo instrumentos y
materiales para edificar una choza y sembrar su campo, sin que en cierto número
de años tenga que pagar ningún canon. Ese número de años se indica con otras
tantas cruces en el poste frontero, y el campesino entiende lo que significan
esas cruces.
Entonces acuden a las
tierras del barón los miserables; trazan caminos, desecan los pantanos,
levantan aldeas. A los nueve años, el barón les impondrá un arrendamiento,
cinco años más tarde les cobrará tributos, que duplicará después, y el labrador
aceptará esas nuevas condiciones porque en otra parte no las hallará mejores, Y
poco a poco, con ayuda de la ley hecha por los letrados, la miseria del
campesino se convierte en manantial de riqueza para el señor; y no sólo para el
señor, sino para toda una nube de usureros que descarga sobre las aldeas, y que
se multiplican tanto más cuanto mayor es el empobrecimiento del labriego.
Así pasaba en la Edad
Media. ¿Y no sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino
pudiese cultivar a su antojo, ¿iría a pagar mil pesetas por hectárea al señor
vizconde que se digna cederle una parcela? ¿Iría a pagar un arrendamiento
oneroso, que le quita el tercio de lo que produce? ¿Iría a hacerse colono para
entregar la mitad de la cosecha al propietario?
Pero como nada tiene,
acepta todas las condiciones con tal d poder vivir cultivando el suelo, y
enriquece al Señor. En pleno siglo XIX, como en la Edad Media, la pobreza del
campesino es riqueza para los propietarios de bienes raíces.
2
l amo del suelo se
enriquece con la miseria de los labradores. Lo mismo sucede con el industrial.
Contemplad un burgués,
que de una manera u otra se encuentra poseedor de un tesoro de quinientas mil
pesetas. Ciertamente, puede gastarse ese dinero a razón de cincuenta mil
pesetas al año, poquísima cosa en el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato
que vemos en estos días. Pero entonces al cabo de diez años no le quedará nada.
Así, pues, como hombre «práctico», prefiere guardar intacta su fortuna y
crearse además una bonita renta anual.
Eso es muy sencillo en
nuestra sociedad, precisamente porque en nuestras ciudades y pueblos hormiguean
trabajadores que no tienen para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro
burgués funda una fábrica, los banqueros se apresuran a prestarle otras
quinientas mil pesetas, sobre todo si tiene fama de ser hábil, y con su millón
podrá hacer trabajar a quinientos obreros.
Si en los contornos no
hubiese más que hombres y mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién
iría a trabajar para nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un
salario de dos o tres pesetas al día, objetos comerciales por valor de cinco a
diez pesetas.
Por desgracia, los
barrios pobres de la ciudad y de los pueblos próximos están llenos de gente
cuyos hijos lloran delante de la despensa vacía. Por eso, en cuanto se abre la
fábrica acuden corriendo los trabajadores embaucados. No hacen falta más que
cien y se presentan mil. Y en cuanto funciona la fábrica, el patrono se
embolsa, limpio de polvo y paja, un millar de pesetas anuales por cada par de
brazos que trabajan para él.
Nuestro patrono obtiene
así una bonita renta. Si ha elegido una rama industrial lucrativa, y si es
listo, agrandará poco a poco su fabrica y aumentará sus rentas, duplicando el
número de los hombres, a quienes explota.
Entonces llegará a ser
un personaje en la comarca. Podrá pagar almuerzos a otros notables, a los
concejales, al señor diputado. Podrá casar su fortuna con otra fortuna, y
colocar más tarde ventajosamente a sus hijos y obtener luego alguna concesión
del Estado. Se le pedirán suministros para el ejército o para la provincia, y
continuará redondeando su tesoro hasta que una guerra, o el simple rumor de
ella, o una jugada de bolsa le permitan dar un gran golpe de mano.
Las nueve décimas partes
de las colosales fortunas de los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry
George en sus Problemas sociales) se deben a una gran bribonada
hecha con la complicidad del Estado. En Europa, los nueve décimos de las
fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo
origen.
Toda la ciencia de
adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles
tres pesetas y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla
en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado.
No vale la pena hablar
de las modernas fortunas atribuidas por los economistas al ahorro, pues
el ahorro, por sí solo, no produce nada, en tanto que el dinero ahorrado
no se emplea en explotar a los hambrientos.
Supongamos un zapatero a
quien se le retribuya bien su trabajo, que tenga buena parroquia y que, a
fuerza de privaciones, llegue a ahorrar cerca de dos pesetas diarias,
¡cincuenta pesetas al mes!
Supongamos que nuestro
zapatero no esté nunca enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el
ahorro; que no se case o que no tenga hijos; que no se muera de tisis;
admitamos cuanto queráis.
Pues bien; a la edad de
cincuenta años no habrá ahorrado ni quince mil pesetas, y no tendrá de qué
vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como
se hacen las fortunas.
Supongamos otro
zapatero. En cuanto tenga ahorradas unas pesetas, las llevará con cuidado a la
caja de ahorros, y ésta se las prestará al burgués que trata de montar una
explotación de hombres descalzos. Luego tomará un aprendiz, el hijo de un
miserable, que se tendrá por feliz si al cabo de cinco años aprende el oficio y
consigue ganarse la vida.
El aprendiz le «producirá»
a nuestro zapatero y si éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más
adelante un tercer aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si
cobran tres pesetas diarias por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero
«tiene suerte», es decir, si es bastante pillo, sus oficiales y aprendices le
producirán una veintena de pesetas además de su propio trabajo. Podrá ensanchar
su negocio, se enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo
estrictamente necesario. Dejará a su hijo una fortunita.
He aquí lo que llaman
«hacer ahorros, tener hábitos de sobriedad». En el fondo, es lisa y llanamente
explotar a los necesitados.
El comercio parece una
excepción de la regla. «Fulano -se nos dirá- compra té en la China, lo importa
a Francia y realiza un beneficio del 30 por 100 de su dinero. No ha explotado a
nadie.»
Y, sin embargo, el caso
es análogo. ¡Si nuestro hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, santo y
muy bueno! Antaño, en los orígenes de la Edad Media, de esa manera precisamente
se hacía el comercio. Por eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de
nuestros días; apenas si el mercader de entonces podía guardar algunas monedas
después de un viaje llenos de penalidades y peligros. Impulsábale a dedicarse
al comercio menos el afán de lucro que la afición a los viajes y aventuras.
Hoy el sistema es más
sencillo. El comerciante que tiene capital no necesita moverse del escritorio
para enriquecerse. Telegrafía a un comisionista la orden de comprar cien
toneladas de té; fleta un buque, y a las pocas semanas tiene en su poder el
cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de la travesía, porque están asegurados
su té y el buque. Y si ha gastado cien mil pesetas, recogerá ciento treinta
mil, a menos que haya querido especular con alguna mercancía nueva, en cuyo
caso se arriesga a duplicar su fortuna o a perderla por entero.
Pero, ¿cómo ha podido
encontrar hombres que se hayan resuelto a hacer la travesía, ir a China y
volver, trabajar de firme, soportar fatigas y arriesgar su vida por un salario
ruin? ¿Cómo ha podido encontrar en los docks cargadores y descargadores, a
quienes pagaba lo preciso nada más que para no dejarlos morir de hambre
mientras trabajaban? ¿Cómo? ¡Porque están en la miseria! Id a un puerto de mar,
visitad los cafetuchos de los muelles, observad a esos hombres que van a
dejarse embaucar, pegándose a las puertas de los docks, que asaltan desde el
alba, para ser admitidos a trabajar en los buques. Ved esos marineros,
contentos de enrolarse para un viaje lejano, después de semanas y meses de
espera; toda su vida la han pasado de buque en buque y subirá aún a otros,
hasta que algún día desaparezcan entre las olas.
Multiplicad los
ejemplos, elegidlos donde os parezca, meditad sobre el origen de todas las
fortunas grandes o pequeñas, procedan del comercio, de la banca; de la
industria o del suelo. En todas partes comprobaréis que la riqueza de unos está
formada por miseria de otros.
Una sociedad anarquista
no tendría que temer al Rothschild desconocido que fuera a establecerse de
pronto en su seno. Si cada miembro de la comunidad sabe que después de algunas
horas de trabajo productivo tendrá derecho a todos los placeres que proporciona
la civilización, a los profundos goces que la ciencia y el arte dan a quienes la
cultivan, no irá a vender su fuerza de trabajo por una mezquina pitanza; nadie
se ofrecerá para enriquecer al susodicho Rothschild. Sus monedas de dos pesetas
serán rodajas metálicas, útiles para diversos usos, pero incapaces de producir
crías.
La expropiación debe
comprender todo cuanto permita apropiarse el trabajo ajeno. La fórmula es
sencilla y fácil de comprender.
No queremos despojar a
nadie de su gabán, si no que deseamos devolver a los trabajadores todo
lo que permite explotarlos, no importa a quién. Y haremos todos los esfuerzos
para que, no faltándole a nadie nada, no haya ni un solo hombre que. se
vea obligado a vender sus brazos para existir él y sus hijos.
He aquí cómo entendemos
la expropiación y nuestro deber durante la revolución, cuya llegada esperamos,
no para de aquí a doscientos años, sino en un futuro próximo.
3
La idea anarquista en
general y la de la expropiación en particular, encuentran muchas más simpatías
de lo que se cree entre los hombres independientes de carácter y aquellos para
quienes la ociosidad no es el supremo ideal. «Sin embargo -nos dicen con
frecuencia nuestros amigos-, ¡guardaos de ir demasiado lejos! ¡Puesto que la
humanidad no cambia en un día, no vayáis demasiado de prisa en vuestros
proyectos de expropiación y de anarquía! Arriesgaríais no hacer nada duradero.»
Pues bien; lo que
tememos en materia de expropiación es no ir demasiado lejos. Por el contrario,
tememos que la expropiación se haga en una escala demasiado pequeña para ser
duradera; que el arranque revolucionario se detenga a la mitad de su camino;
que se gaste en medidas a medias que no podrían contentar a nadie, y que
produciendo un derrumbamiento formidable en la sociedad y una suspensión de sus
funciones, no fuesen, sin embargo, viables, sembrando el descontento general y
trayendo fatalmente el triunfo de la reacción.
En efecto, hay
establecidas en nuestras sociedades relaciones que es materialmente imposible
modificar si sólo en parte se toca a ellas. Los diversos rodajes de nuestra
organización económica están engranados tan íntimamente entre si, que no puede
modificarse uno solo sin modificarlos en su conjunto; esto se advertirá en
cuanto se quiera expropiar, sea lo que fuere.
Supongamos que en una
región cualquiera se haga una expropiación, limitada, por ejemplo, a los
grandes señores territoriales sin tocar a las fábricas (como no ha mucho pidió
Henry George) que en tal o cual ciudad se expropien las casas, sin poner en
común los víveres, o que en una región industrial se expropien fábricas sin
tocar a las grandes propiedades territoriales.
El resultado será
siempre el mismo: trastorno inmenso de vida económica, sin medios de
reorganizarla sobre bases nuevas. Paralización de la industria y del tráfico,
sin volver a los principios de la justicia: imposibilidad de que la sociedad
reconstituya un todo armónico.
Si el agricultor se
libra del gran propietario territorial sin que la industria se libre del
capitalista, el industrial del comerciante del banquero, no habrá hecho nada.
El cultivador sufre hoy, no sólo por tener que pagar la renta al propietario
del suelo, sino por el conjunto de las condiciones actuales; sufre el impuesto
que le cobra el industrial, quien le hace pagar tres pesetas por una azada que
sólo vale la cuarta parte en comparación con el trabajo agricultor;
contribuciones impuestas por el Estado, que no puede existir sin una formidable
jerarquía de funcionarios; gastos de sostenimiento del ejército que mantiene el
Estado, porque industriales de todas las naciones están en perpetua lucha por
los mercados, y cualquier día puede estallar la guerra a consecuencia de
disputarse la explotación de tal o cual parte del Asia o África. El agricultor
sufre por la despoblación de los campos cuya juventud se ve arrastrada hacia
las fábricas de las gran ciudades, ya con el cebo de salarios más altos pagados
temporalmente por los productores de objetos de lujo, ya por los alicientes de
una vida de más movimiento; sufre también por la protección artificial de la
industria, la explotación comercial de los países limítrofes, la usura, la
dificultad de mejorar el suelo y perfeccionar los aperos, etcétera.
Lo mismo sucede con la
industria. Entregad mañana las fábricas a los trabajadores, haced lo que se ha
hecho con cierto número de campesinos, a quienes se les ha convertido en
propietarios, del suelo. Suprimid el patrono, pero dejadle la tierra al señor,
el dinero al banquero, la bolsa al comerciante; conservad en la sociedad esa
masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, mantenedlos mil
intermediarios, el Estado con su caterva de funcionarios, y la industria no
marchará. No hallando compradores en la masa de los labriegos, que continúan
pobres; no poseyendo las primeras materias y no pudiendo exportar sus
productos, a causa en parte de la suspensión del comercio, y sobre todo por
efecto de la, centralización de las industrias, no podrá hacer más que vegetar,
quedando abandonados los obreros en el arroyo.
Expropiad a los señores
de la tierra y devolved las fábricas a los trabajadores, pero sin tocar a esas
nubes de intermediarios que especulan hoy con las harinas y los trigos, con la
carne y con todos los comestibles en los grandes centros, al mismo tiempo que
esparcen los productos de nuestras manufacturas. Pues bien; cuando se dificulte
el tráfico y ya no circulen los productos, cuando falte pan en París, y Lyon no
encuentre compradores para sus sedas, la reacción será terrible, caminando
sobre cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos, celebrando
orgías de ejecuciones y deportaciones, como se hizo en 1815, en 1848 y en 1871.
Todo se enlaza en
nuestras sociedades, y es imposible reformar algo sin que el conjunto se
quebrante. El día en que se hiera a la propiedad privada en cualquiera de sus
formas, habrá que herirla en todas las demás. Lo impondrá el mismo triunfo de
la revolución.
Si una gran ciudad pone
solamente mano en las casas o en las fábricas, la misma fuerza de las cosas la
llevará a no reconocer a banqueros derecho a cobrar del municipio cincuenta
millones de impuesto, bajo la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se
verá obligada a ponerse en relación con los cultivadores, y forzosamente los
impulsará a libertarse de los poseedores del suelo. Para poder comer y
producir, tendrá que expropiar los caminos de hierro. Por último, para evitar
el derroche de los víveres y no quedar a merced de los acaparadores de trigo,
como el ayuntamiento de 1793, confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de
llenar sus almacenes de víveres y repartir los productos.
Sin embargo, algunos
socialistas han tratado de establecer una distinción, diciendo: «Querernos que
se expropíen el suelo, el subsuelo, la fábrica, la manufactura; son
instrumentos de producción, y justo es ver en ellos una propiedad pública»,
pero además de eso hay objetos de consumo, el alimento, el vestido, la
habitación, que deben ser propiedad privada.
El lecho, la habitación,
la casa, son lugares de vagancia para el que nada produce. Pero para el
trabajador, una pieza caldeada y clara es tan instrumento de producción como la
máquina o la herramienta. Es el sitio donde restaura sus músculos y nervios,
que se desgastarán mañana en el trabajo. El descanso del productor es necesario
para que funcione la máquina.
Esto es aún más evidente
para el alimento. Los pretendidos economistas de que hablamos, nunca han dejado
de decir que el carbón quemado por una máquina figura entre los objetos tan
necesarios para la producción como las primeras materias. ¿Cómo puede excluirse
de los objetos indispensables para el productor el alimento, sin el cual no
podría hacer ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resto de
metafísica religiosa?
La comida abundante y
regalona del rico es un consumo lujo. Pero la comida del productor es uno de
los objetos imprescindibles para la producción, con el mismo título que el
carbón quemado por la máquina de vapor.
Otro tanto sucede con el
vestido, porque si los economistas que distinguen entre los objetos de
producción y los de consumo vistiesen a estilo de los salvajes de Nueva Guinea,
comprenderíamos tales reservas. Pero gentes que no podrían escribir una línea
sin llevar camisa puesta, no están en su lugar al hacer una distinción tan
grande entre su camisa y su pluma. La blusa y los zapatos, sin los cuales no
podría ir un obrero a su trabajo, la chaqueta que se pone al concluir la
jornada y la gorra con que se resguarda la cabeza, le son tan necesarios como
el martillo y el yunque.
Quiérase o no, así
entiende el pueblo la revolución. En cuanto haya barrido los gobiernos,
tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación
suficiente y el vestido necesario, sin pagar gabelas.
Y el pueblo tendrá
razón. Su manera de actuar estará infinitamente más conforme con la ciencia
que la de los economistas que hacen tantos distingos entre el instrumento de
producción y los artículos de consumo. Comprenderá que precisamente por ahí
debe comenzar la revolución, y echará los cimientos de la única ciencia
económica que puede reclamar el título de ciencia, y que pudiera llamarse estudio
de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.
1
Si la próxima revolución
ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores
levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos.
Fines nuevos requieren procedimientos nuevos.
El pueblo se bate para
derribar el antiguo régimen, y derrama su sangre preciosa. Después de romper la
argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos
honrados se constituye y se encarga de organizar la república en 1793 el
trabajo en 1848, el municipio libre en 1871.
Imbuido ese gobierno en
las ideas jacobinas, preocúpase de las cuestiones políticas ante todo:
reorganización de la máquina del poder, purificación del personal
administrativo, separación de la Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así
sucesivamente.
Es verdad que los clubs
obreros vigilan a los nuevos gobernantes. A menudo imponen sus ideas. Pero aun
en esos clubs, sean burgueses o trabajadores los que peroran, siempre domina la
idea burguesa. Se habla mucho de cuestiones políticas, pero s olvida la
cuestión del pan.
En cuanto estalla la
revolución, inevitablemente para el trabajo, detiénese la circulación de los
productos, se esconden los capitales. El patrono no tiene nada que temer en
esas épocas; vive de sus rentas, si es que no especula con la miseria; pero
asalariado se ve reducido a vivir al día. Se anuncia la escasez Aparece la
miseria, una miseria como no se había visto con antiguo régimen.
«Son los girondinos
quienes nos matan de hambre», se decía por los arrabales en 1793. Y se
guillotinaba a los girondinos, dando plenos poderes a la Montaña, al
Ayuntamiento de París. El Ayuntamiento preocupábase, en efecto, del pan;
desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar a París. Fouché y Collot d'Herbois
creaban pósitos en Lyon, pero se disponía de ínfima cantidad de grano para
llenarlos. Las municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los
tahoneros acaparadores del grano, pero seguía faltando el pan.
Entonces la emprendían
con los realistas, guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas,
sobre todo criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque
guillotinasen a cien duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría
cambiado.
La miseria iba en
aumento, Puesto que era preciso siempre cobrar, un salario para. vivir, y el
salario no aparecía, ¿qué hubieran podido hacer mil cadáveres más o menos?
Entonces el pueblo
comenzaba a cansarse. « ¡Bien va vuestra revolución! -cuchicheaba el reaccionario
al oído del trabajador; ¡nunca habéis tenido tanta miseria! » Y poco a poco se
tranquilizaba el rico, salía de su escondite, se mofaba de los descalzos con su
pomposo lujo, vestíase de currutaco y decía a los trabajadores: «¡Vamos, basta
de necedades! ¿Qué habéis ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con
ella!»
Y con el corazón
oprimido, exhausto ya de paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: «¡Otra
vez perdida la revolución!,» Se volvía a su tugurio y dejaba hacer.
Entonces la reacción se
mostraba altiva, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le
quedaba sino pisotear su cadáver.
¡Y pisoteábalo de firme!
Se derramaban olas de sangre el terror blanco segaba cabezas, poblaba las
cárceles, y entretanto seguían su curso las orgías de la granujería elevada.
He aquí la imagen de
todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisiense ponía «tres
meses de miseria» al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no
pudiendo ya más, hacía su postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo ahogado por la
matanza.
Y en 1871 concluía la
Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación de
la Iglesia y del Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el
pan. Y viose en París a los gomosos burlase de los federados, diciéndoles:
«¡Imbéciles, id a haceros matar por seis reales, mientras nosotros nos vamos de
francachela al restaurante de moda!» Comprendióse la falta en los últimos días.
Se hizo la sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya
dentro de las murallas!
«¡Pan; la revolución
necesita pan! ¡Ocupense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes!
¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima!
¡Peroren otros acerca de las libertades políticas!» Nuestra tarea consistirá en
hace de manera que en los primeros días de la revolución, y mientras dure ésta,
no haya un solo hombre en el territorio insurrecto quien le falte el pan, ni
una sola mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola
de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte
lo necesario para su débil constitución.
2
Somos utopistas,
es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta
creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el
vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester
que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés
del pueblo, la revolución irá por buen camino.
Es seguro que la próxima
revolución estallara en medio de una formidable crisis industrial. Desde hace
una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene
que agravarse. Todo contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes
que entran en el palenque para conquistar los antiguos mercados, las guerras,
los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del
mañana, las grandes empresas lejanas.
En este momento falta el
trabajo a millones de trabajadores en Europa. Peor será cuando haya estallado
la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El
número de obreros sin trabajo duplicará en cuanto se levanten
barricadas en Europa y
en los Estados Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas
muchedumbres?
Ya que se abrieron
talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que
Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado
parisiense dándole trabajos que valen hoy a París su deuda de dos millones de
pesetas y su impuesto municipal de noventa pesetas por cabeza; ya que este
excelente medio se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya
que déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al
pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas
preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡A qué romperse la cabeza,
cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto!
Pero si la revolución
tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaba perdida.
Cuando el 27 de febrero
de 1848 se abrían los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran más
que ocho mil en París; quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien
pronto iban a ser cien mil, sin contar los que acudían de provincias.
Pero en aquella época,
la industria y el comercio no ocupaban en Francia la mitad de los brazos que
hoy. Y sabido es que en tiempo de revolución lo que más padece es el tráfico,
es la industria. Basta pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa
e indirectamente para la exportación, en el número de brazos empleados en las
industrias de lujo que tienen por clientela la minoría burguesa.
La revolución en Europa
es la suspensión inmediata de la mitad de las fábricas y manufacturas;
representa millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus
familias.
Es evidente, como ya lo
dijo Proudhon, que el ataque a propiedad traerá la completa desorganización de
todo el régimen basado en la empresa particular y en el salario. La sociedad
misma se vera obligada a poner mano en el conjunto de la producción y y
reorganizarla según las necesidades del conjunto de la población. Pero
como esta reorganización no es posible en un día ni en más, como exige cierto
período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verían privados
de medios de existencia, ¿qué ha de hacerse?
No hay más que una
solución verdaderamente práctica, y es reconocer lo inmenso de la tarea
que se impone, y en vez de echar un remiendo a una situación que se ha hecho
imposible, proceder a reorganizar la producción según los nuevos principios.
Será preciso que el
pueblo tome inmediatamente posesión todos los víveres que haya en los
municipios insurrectos, inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada,
aprovechen todos los recursos acumulados para atravesar el periodo de crisis, y
durante ese tiempo entenderse con los obreros de las fábrica ofreciéndoles las
primeras materias que les falten y garantizándoles la existencia durante
algunos meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No
olvidemos que si Francia teje sederías para los banqueros alemanes, las
emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillas
de juguetería para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos
franceses carecen de lámparas para alumbrarse y de las herramientas mecánicas
necesarias hoy en la agricultura.
Y por último, hacer
valer las tierras improductivas y mejorar las que no producen ni siquiera la cuarta
ni aun la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo
intensivo de huerta y jardinería.
3
Un hombre o un grupo de
hombres que poseen el capital necesario montan una empresa industrial; se
encargan de abastecer la manufactura o la fábrica de primeras materias, de
organizar la producción, de vender los productos, de pagar a los obreros un
salario fijo, y por último, se embolsan el exceso de valor o los beneficios,
con el pretexto de indemnizarse del riesgo que han corrido, de las oscilaciones
de precios que tiene la mercancía en el mercado.
Por salvar este sistema,
los actuales detentadores del capita estarían dispuestos a hacer ciertas
concesiones, por ejemplo, repartir una parte de los beneficios con los
trabajadores o establecer una escala de salarios que les obligue a elevarlos en
cuanto suben las ganancias; en una palabra, consentirían ciertos sacrificios
con tal que se les dejase el derecho de dirigir y administrar la industria y de
recaudar los beneficios de ella.
El colectivismo, según
sabernos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar
de mantener el salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir,
con el gobierno representativo, nacional o comunal. Los representantes de la
nación o del municipio, sus delegados o sus funcionarios son quienes se
encargan de la gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el
derecho de emplear en provecho de todos el exceso de valor de la producción.
Además, se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de
consecuencias, entre el trabajo del peón del hombre que ha hecho un aprendizaje
previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un
trabajo simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etcétera,
practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario
más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son asalariados del
Estado; «todos funcionarios», decían últimamente para dorar la píldora.
Pues bien; el mayor servicio
que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una
situación en la cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y
donde se imponga, como única solución aceptable, el comunismo, negación del
sistema del salario.
Aun admitiendo que sea
posible la modificación colectivista si se hace por grados durante un período
próspero y tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, Porque al
día siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones
de seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la
industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la
propiedad producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de
la producción. Los millones del Estado no bastarían para asalariar a los
millones de hombres faltos de trabajo.
No nos cansaremos de
insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases no
se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al
servicio de los teóricos del salario. Para atravesar el periodo de las
dificultades, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la
Comunidad de los víveres, el racionamiento.
Si el empuje del pueblo
no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda
establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como
los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que
se llaman revolucionarios es el mejor medio de disgustarlo con la revolución,
prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aún a los
colectivistas. Ya verán mas tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. No
olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo pasado. Primero se guillotinó a
los hebertistas, a quienes llamaba Mignet «los anarquistas». No tardaron en
seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a
estos revolucionarios, les tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo
cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los
reaccionarios.
Si «el orden queda
restablecido», los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los
posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán
guillotinados por los reaccionarios. La revolución tendría que volver a
empezar.
Pero todo induce a creer
que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la
revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. Y si el
empuje es bastante fuerte, los asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear
algunas tahonas, para ayunar mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas
ocupará los graneros de trigo, los mataderos, los almacenes de comestibles, en
una palabra, todos los víveres.
Ciudadanos de buena
voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada
almacén y en cada granero. En veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá
lo que París aún no sabe, a pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca
supo durante el sitio: cuántas provisiones encierra. En dos veces veinticuatro
horas se habrán impreso millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los
víveres, de los sitios donde están almacenados y de las formas de
distribuirlos.
En cada manzana de
casas, en cada calle y en cada barrio, se organizarán voluntarios que sabrán
entenderse y ponerse al corriente de sus trabajos. Que no vengan a interponerse
las bayonetas jacobinas: que los teóricos sedicentes científicos no vengan a
embrollarlo todo o más bien que embrollen cuanto quieran con tal de que no
tengan derecho a mangonear, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo
que tiene el pueblo en tan alto grado, en todas esas capas sociales, y que tan
raras veces le permiten ejercitar, surgirá aun en plena efervescencia
revolucionaria un inmenso servicio libremente constituido para suministrar a
cada uno los víveres indispensables.
Que el pueblo tenga
libres las manos, y en ocho días el servicio de los víveres se hará con una
regularidad admirable. Se necesita no haber visto jamás al pueblo laborioso
manos a la obra; se necesita haber tenido toda la vida las narices entre los
papelotes para dudar de ello. ¡Hablad del espíritu organizador de ese gran
desconocido, el pueblo, a los que lo han visto en París en las jornadas de las
barricadas, o en Londres cuando la última gran huelga, que tenía que alimentar
a medio millón de hambrientos, y os dirán cuán superior es a los oficinistas!
Aunque hubiera que
sufrir durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco
importa. Siempre será para las masas mejor que lo que hoy existe. Además, en
tiempos de revolución se come chorizo y pan sin murmurar, riéndose, o más bien
discutiendo.
4
Por la misma fuerza de
las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de
todos los víveres, procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las
necesidades de todos los habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el
disfrute de los víveres en común? No hay dos maneras diferentes de hacerlo con
equidad, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es
realmente práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en
Europa.
Fijaos en no importa qué
municipio rural. Si posee un monte, mientras no falte leña menuda, cada cual
tiene derecho a coger cuanta quiera, sin más reparo que la opinión
pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como toda es poca, se
recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con las dehesas boyales. Mientras hay
de sobra para todo el municipio, nadie mira lo que han pastado las vacas de
cada vecino, ni el número de vacas que van a los pastos. Sólo se recurre al
reparto o al racionamiento cuando los prados son insuficientes. Toda la Suiza y
muchos municipios de Francia y de Alemania donde hay prados municipales practican
ese sistema.
Y si vais a los países
de la Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa o no
falta suelo, veréis a los aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo
a sus necesidades, cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en
racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se
racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada
vecino en cuanto falten una y otro, como ya sucede en Rusia.
En una palabra, sin tasa
lo que abunde; a ración lo que haga falta medir y repartir. De trescientos
cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen
aún estas prácticas enteramente naturales. El mismo sistema prevalece también
en las grandes ciudades, por lo menos para un objeto de consumo que se
encuentra allí en abundancia: el agua a domicilio.
Mientras bastan las
bombas para abastecer las casas sin temor a que falte el agua, a ninguna
compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en
cada casa. ¡que tomen la que quieran! Y si se teme que falte el agua en París
durante los grandes calores, las compañías saben muy bien que basta una simple
advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos, para que los parisienses
reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado.
Pero si decididamente
llegase a faltar el agua, ¿qué sería? Se recurriría al racionamiento. Y esta
medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos a París en 1871
reclamar en dos ocasiones el racionamiento de los víveres durante los dos
sitios que sostuvo.
¿Hay que entrar en
detalles y establecer cuadros acerca del modo cómo podría funcionar el
racionamiento, probar que sería infinitamente más justo que lo que hoy existe?
Con esos cuadros, esos detalles, no llegaríamos a convencer a los burgueses,
que consideran al pueblo como una aglomeración de salvajes que se romperían las
narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto
nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de
hacer el racionamiento no lo haría con arreglo a los más puros principios de
justicia y de equidad. Id a decir en una reunión popular que las perdices deben
reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para
los enfermos de los hospitales, y os silbarán.
Pero decid en esa misma
reunión, predicad por todas las esquinas que el alimento más delicado debe
reservarse pan los débiles, y en primer lugar para los enfermos. Decid que si
hubiese en París nada más que diez perdices y una sola caja de botellas de
Málaga, debían enviarse a los dormitorios de los convalecientes; decid eso...
Decid que el niño viene
en seguida del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no
hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y
para el hombre robusto el pan a secas, caso de verse reducidos a tal extremo.
Decid que si de una
sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y hay que racionarla, se
reservarán las últimas raciones para quien más las necesite; decid esto, y
veréis si no lográis el asentimiento unánime.
Los teóricos pedirán que
se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas. Invocaran
las ventajas de economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas
cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar su ración de caldo, de pan y de
verdura.
No negamos esas
ventajas. Sabemos muy bien las economías de trabajo y combustible realizadas
por la humanidad renunciando al molino a brazo y luego al horno en que antaño
cocía cada uno su pan. Comprendemos que sería más económico hacer caldo para
cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornillos distintos. También
sabemos que hay mil maneras de preparar las patatas, pero que éstas no serían
peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez.
Comprendemos que consistiendo la variedad de la cocina sobre todo en el
carácter individual del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en
común de un quintal de patatas no impediría que cada una las sazonase a su
modo. Y sabemos que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes,
para satisfacer cien gustos personales.
Sabemos todo esto, y sin
embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a la mujer de su casa a
tomar cocidas ya las patatas en el depósito municipal, si prefiere cocerlas
ella en su marmita, en su hogar. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda
consumir su alimento como le plazca, en el seno de la amistad, o en el
restaurante si lo prefiere.
Ciertamente que surgirán
grandes cocinas en vez de los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La
parisiense está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una
sopa a su gusto; y el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne
y hasta el ave con patatas en la tahona por pocos cuartos, economizando así
tiempo y carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude,
falsificación y envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno
para tener preparadas las partes fundamentales de la comida, salvo darles el
último toque cada cual a su gusto.
Pero hacer de ello una
ley, imponerse el deber de adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo
para el hombre del siglo XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas
malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el mando militar o deformados por
una educación religiosa.
¿Quién tendrá derecho a
los víveres comunes? Ésta será de seguro la primera cuestión que se plantee.
Mientras los trabajos no estén organizados, mientras dure el período de
efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el
desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin
excepción alguna. Los que se hayan resistido arma al brazo a la victoria
popular o conspirado contra ella se apresuran por sí mismos a librar de su
presencia al territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre
enemigo de represalias y magnánimo, partirá el pan con todos los que se hayan
quedado en su seno, sean expropiadores o expropiados. Inspirándose en esta
idea, la revolución no perderá nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a
los combatientes de la víspera encontrarse juntos en el mismo taller.
-Pero al cabo de un mes
faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos.
-¡Mejor que mejor!
-contestamos-. Eso probará que por primera vez en su vida el proletario habrá
comido para satisfacer el hambre. En cuanto a los medios de reemplazar lo que
se haya consumido, esa es precisamente la cuestión que vamos a desarrollar.
5
¿Por qué medios podría
proveer a su alimentación una ciudad en plena revolución social? Es evidente
que los procedimientos a que se recurra dependerán del carácter de la
revolución en las provincias, así como en las naciones vecinas.
Si toda la nación, y
mejor aún, Europa entera, pudiese hacer una sola vez la revolución social y
lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos
municipios en Europa ensayan el comunismo, habrá que elegir otros
procedimientos.
Es muy de desear que
toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie e inspiren en
los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la
tarea de nuestro siglo. Pero todo induce a suponer que no sucederá así.
No dudamos de que la
revolución abarque toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del
continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su
gobierno, es casi seguro que las otras tres harán otro tanto con pocas semanas
de diferencia. También es probable que en las penínsulas ibérica e itálica, y
hasta en Londres y Petersburgo, no se hará esperar la revolución. Pero ¿será en
todas partes igual el carácter que adquiera? Séanos permitido el dudarlo.
Más que probable será
que en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor escala,
y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán
su influjo en todas las demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán
grandes diferencias locales y su desarrollo no será siempre idéntico en los
diversos países. En 1789-1793, los labriegos franceses emplearon cuatro años en
abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la
monarquía. No lo olvidemos, y esperemos ver a la revolución emplear cierto
tiempo en desenvolverse, y no caminar al mismo paso en todas partes.
También es dudoso, sobre
todo al principio, que tome un carácter francamente socialista en todas las
naciones europeas. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio
autoritario y que sus partidos más avanzados sueñan con la república jacobina
de 1848 y la «organización del trabajo» de Luis Blanc, al paso que el pueblo
francés quiere por lo menos el municipio libre, si no es el municipio
comunista.
Todo induce a creer que
Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia
su revolución burguesa del siglo XVII, fue más lejos que la Inglaterra del
siglo XVII; al mismo tiempo que el poder real, abolió el poder de la
aristocracia señorial, que aún es una fuerza poderosa entre los ingleses. Pero
si Alemania va más lejos y lo hace mejor que la Francia en 1848, ciertamente la
idea que inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea
que inspirará la revolución en Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto
punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo.
La revolución tomará un
carácter diferente en las diversas naciones de Europa; no será igual el nivel
alcanzado con respecto a la socialización de los productos.
¿Se deduce de aquí que las
naciones más avanzadas hayan de medir su paso por el de las naciones retrasadas
y esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones
civilizadas? ¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba a ser
imposible: la historia no espera a los retrasados.
Por otra parte, no
creemos que en un mismo país se haga la revolución con el conjunto que suenan
algunos socialistas. Es probable que si una de las cinco o seis grandes
ciudades de Francia, París, Lyon, Marsella, Lille, Saint Etienne, Burdeos,
proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias ciudades populosas
harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos
centros industriales no tardarán en licenciar a sus patronos y constituirse en
agrupaciones libres.
Pero muchos pueblos
rurales no han llegado aún a esto; junto a los municipios insurrectos
permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen
individualista. No viendo al alguacil ni al cobrador ir a reclamar los
impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; aprovechándose
de la situación, aguardarán para ajustarles las cuentas a los explotadores
locales. Pero con ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los
levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor de 1782), se afanarán
por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que quedará libre de
impuestos y de hipotecas.
En cuanto al exterior,
por todas partes habrá revolución, pero con variados aspectos: acá unitaria,
allá federalista, en todas partes más o menos socialista, pero sin uniformidad.
6
Pero volvamos a nuestra
ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su
abastecimiento. ¿Dónde encontrar los víveres necesarios, si la nación entera no
ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea.
Elijamos una gran ciudad
francesa, por ejemplo, la capital. París consume cada año millones de quintales
de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de
2.000.000 de carneros, sin contar otros animales. Además, París necesita unos
8.000.000 kilos de manteca, 172.000.000 de huevos y todo lo demás en las mismas
proporciones.
Las harinas y los
cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las
Indias. El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En
cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que no contribuya.
Veamos, ante todo, cómo
se podría abastecer de víveres a París, o a cualquiera otra gran ciudad, con
los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores
sólo desean entregar al consumo.
Para los autoritarios,
la cuestión no presenta ninguna dificultad. Primero crearían un gobierno
fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército,
guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta
en Francia, dividiría el país en cierto número de. distritos de alimentación y ordenaría
que tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se entregase tal
día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal
almacén, y así sucesivamente.
Semejante estado de
cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es
materialmente imposible; sería preciso no contar con el espíritu de
independencia de la humanidad. Eso sería la insurrección general: tres o cuatro
Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las ciudades. Francia
entera insurreccionada contra la ciudad que osase implantar este régimen.
En 1793 el campo sitió
por hambre a las grandes ciudades y mató la revolución. Sin embargo, está
probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en
1792-1793; hasta todo induce a creer que había aumentado. Pero después de tomar
posesión de gran parte de las tierras señoriales y de haber cosechado en esas
tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados.
Lo guardaron, esperando el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y
ni las medidas más rigurosas de los convencionales para obligar a los
acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones de pena capital, pudieron
nada contra esa huelga. Sin embargo, sabido es que a los comisarios de la
Convención se les daba una higa guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo
ahorcarlos de un farol, y sin embargo, el trigo permanecía en los almacenes y
el pueblo de las ciudades pasaba hambre.
Pero, ¿qué les ofrecían
a los cultivadores de los campos en cambio de sus rudas labores? ¡Asignados!
Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban
quinientas libras en caracteres impresos, pero sin ningún valor real. Con un
billete de mil libras no había para comprar un par de botas; y se comprende que
el labriego no se conformara de ninguna manera con trocar un año de trabajo por
un pedazo de papel que no le permitía comprarse una blusa.
Lo que debe ofrecerse al
campesino no es papel, sino la mercancía que necesita inmediatamente: la
máquina de que ahora se priva con pena; el vestido que le resguarda de la
intemperie; la lámpara y el petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala,
la azada, el arado, en fin, todo de lo que hoy carece el labriego, no porque no
comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor
extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio.
Dediquese la ciudad a
producir esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de hacer futilidades
para adornos de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan
vestidos de trabajo y domingueros para los labriegos, en vez de equipos de
novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, palas y arados, en vez de
esperar a que los ingleses nos los muden a cambio de nuestro vino.
Envíe la ciudad a las
aldeas, no comisarios con fajas rojas o multicolores para hacer saber al
labrador el decreto de que entregue sus provisiones a tal sitio, sino que los
haga visitar por amigos, por hermanos, para decirles: «Traednos vuestros
productos, y coged en nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que os plazcan.»
Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que
necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades,
en las cuales -por vez primera en el curso de la historia- verá hermanos
y no explotadores.
Quizá se nos diga que
esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, en
ciertas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo
que suministren a los aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas,
que la ciudad le hace pagar tan caras en estos momentos. Tejedores, sastres,
zapateros, quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad
ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es
preciso penetrarse bien de la necesidad de esta transformación; que ésta se
considere como un acto de justicia y de progreso, que no se deje llevar por ese
engaño, tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar
posesión del exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden
permanecer siendo lo que son en nuestros días.
A nuestro parecer, ahí
está todo: en ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no papeles
mojados (sea lo que quiera lo que lleven inserto), sino los mismos objetos de
consumo necesarios para el cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a
las ciudades. Si no se hace así, tendremos en las ciudades el hambre con todas
sus consecuencias.
7
Todas las grandes
ciudades compran el trigo, la harina y carne, no sólo en las provincias, sino
también en el extranjero. De ahí envían a París las especias, el pescado y los
comestibles de lujo amén de considerables cantidades de trigo y de carne.
Pero en tiempo de
revolución no habrá que contar para nada (o lo menos posible) con el
extranjero. Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los vinos de España y
de Hungría afluyen hoy a los mercados de la Europa occidental, no es porque los
países expedidores posean con exceso o porque broten por sí mismos esos
productos. En Rusia el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias y ayuna
de tres a seis meses al año, con el fin de exportar el trigo conque paga al
señor y al Estado. Hoy se presenta la policía en las aldeas rusas en cuanto
está entrojada la mies, y vende la última vaca, la última caballería del
agricultor, por atrasos de contribuciones y de rentas a los señores, cuando el
labrador no se presta a malvender el trigo a los exportadores. Tanto, que sólo
guarda el trigo para nueve meses y enajena el resto con el fin de que no le
vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir hasta la nueva cosecha próxima,
tres meses si el año es bueno o seis cuando ha sido malo, mezcla corteza de
álamo blanco a su harina, mientras en Londres saborean los bizcochos hechos con
su trigo.
Pero en cuanto venga la
revolución, el labrador se guardara el pan para él y para sus hijos. Lo mismo
harán los aldeanos italianos y húngaros, también esperamos que el indostánico
aprovechará estos buenos ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms
en América, a menos de que estos dominios no estén ya desorganizados por la
crisis. Así, pues, no habrá que contar con las importaciones de trigo y maíz
procedentes del exterior.
Estando cimentada toda
nuestra civilización burguesa en la explotación de las razas inferiores y de
los países atrasados en la industria, el primer beneficio de la revolución será
amenazar esta civilización, permitiendo emanciparse a las llamadas razas
inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará por una disminución cierta
y considerable de las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes
ciudades de Occidente.
Respecto al interior, es
más difícil prever la marcha de los negocios. Por una parte, el cultivador se
aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda encorvada
sobre el suelo. En vez de las catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá
razón para no trabajar sino la mitad, lo que supondrá un descenso en la
producción de los principales víveres: el trigo y la carne.
Pero, por otra parte, habrá
aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar
para mantener gandules. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha
máquinas más perfectas. «Jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando
el campesino hubo recobrado de los señores la tierra que desde tanto tiempo
apetecía», dice Michelet hablando de la gran revolución.
Dentro de poco será
accesible a cada agricultor el cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de
la comunidad la maquinaria perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo
induce a creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola en
Francia y fuera de ella.
Es preciso que las
grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que
venir a parar a lo que la biología llamaría la «integración de las funciones».
Después de haber dividido el trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha
seguida por toda la naturaleza.
Tierra no falta.
Alrededor de las grandes ciudades existen los parques y jardines de los señores,
millones de hectáreas que sólo esperan el trabajo inteligente del cultivador
para rodear, por ejemplo, a París de llanuras mucho más fértiles y productivas
que las estepas cubiertas de mantillo, pero desecadas por el sol del sur de
Rusia.
¡Brazos! ¿A qué queréis
que se dediquen los dos millones de parisienses del uno y del otro sexo cuando
ya no tengan que revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos
romanos y a las señoras de la banca de Berlín?
Disponiendo de toda la
maquinaria del siglo, de la inteligencia y del conocimiento técnico del
trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada: teniendo a su
servicio los inventores, los químicos y los botánicos, los profesores del
Jardín de Plantas, los hortelanos de Gennevillers, así como los instrumentos
necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por
último, el espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su
arranque, la agricultura del municipio anarquista de París será muy diferente
que la de los cavadores de Ardennes.
Pronto se echaría mano
del vapor, de la electricidad, del calor solar y de la fuerza del viento. La
cavadora y la despedregadora de vapor harían con rapidez lo más duro del
trabajo de preparación, y la tierra, ablandada y enriquecida, no esperaría más
que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de la mujer, para
cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarían tres o cuatro veces al
año.
Aprendiendo la
horticultura con los hombres del oficio; ensayando en parcelas reservadas los
diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las
mejores cosechas; hallando en el ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos
excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes ciudades,
hombres, mujeres y niños estarían satisfechos de aplicarse a las labores del
campo, que cesarán de ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un
placer, en una fiesta, en una primavera del ser humano.
«¡No hay tierras
estériles! ¡La tierra vale lo que valga el hombre!» He aquí la última palabra
de la agricultura moderna. La tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir
con inteligencia.
Un territorio -aunque
sea tan pequeño como los dos departamentos del Sería y del Sería y Oise, y
tenga que alimentar a una gran ciudad como París- bastaría prácticamente para
llenar los vacíos que en torno suyo pudiera hacer la revolución. La combinación
de la agricultura con la industria, el hombre agricultor e industrial al mismo
tiempo: a esto nos conducirá necesariamente el municipio comunista, si se lanza
con valentía por el camino de la expropiación.
1
Quienes siguen atentos
el estado de ánimo de los trabajadores han debido advertir que,
insensiblemente, se va formando un acuerdo acerca de una importante cuestión:
la del alojamiento. Hay un hecho cierto: en las grandes ciudades de Francia, y
en muchas pequeñas, los trabajadores llegan poco a poco a la conclusión de que
las casas habitadas no son, en manera alguna, propiedad de aquellos a quienes
el Estado reconoce por propietarios.
La casa no la ha
edificado el propietario; la ha construido, adornado, empapelado centenares de
obreros, a quienes el hambre ha conducido a las canteras y la necesidad de
vivir al extremo de aceptar un salario escatimado.
El dinero gastado por el
pretendido propietario no era producto de su propio trabajo. Lo había
acumulado, como todas las riquezas, pagando a los trabajadores los dos tercios
o la mitad de lo que les correspondía.
La casa debe su valor
actual al provecho que de ella pueda sacar el propietario. Este provecho se
debe a las circunstancias de estar la casa edificada en una ciudad con
empedrado, gas, comunicaciones con otras ciudades, con establecimientos de
industria, comercio, ciencias y artes; de que esa ciudad tiene puentes,
malecones, monumentos arquitectónicos; y ofrece al habitante mil y mil
atractivos y comodidades que no se conocen en las aldeas; de que veinte o
treinta generaciones de habitantes han trabajado para hacerla habitable,
sanearla y embellecerla.
El valor de una casa en
ciertos barrios de París es de un millón de pesetas, no porque contenga en sus
muros un millón de trabajo, sino porque, desde hace siglos, los obreros, los
artistas, los pensadores, los sabios y los literatos han contribuido a hacer de
París lo que es hoy: un centro industrial, comercial, político, artístico y,
científico; porque tiene un pasado; porque gracias a la literatura, son
conocidas sus calles lo mismo en provincias que en el extranjero; porque es
producto del trabajo de dieciocho siglos, de medio centenar de generaciones, de
toda la nación francesa.
¿Quién tiene derecho a
apropiarse de la más pequeña parte de ese terreno, o el último de los
edificios, sin cometer una manifiesta. injusticia? ¿Quién tiene derecho a
vender la menor parcela del patrimonio común?
La idea del alojamiento
gratuito se manifestó claramente durante el sitio de París, cuando se pedía la
anulación pura y simple de los inquilinatos reclamados por los propietarios.
También se manifestó durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba
del Consejo de la Comuna una resolución enérgica aboliendo, los alquileres.
Con revolución y sin
ella, el trabajador necesita un refugio: el alojamiento. Pero por malo y por
antihigiénico que sea, hay siempre un propietario que le puede expulsar de él.
Verdad es que con la revolución, el casero ya no encontrará curiales ni
alguaciles para poner los trastos en la calle. Pero ¡quién sabe si mañana el
nuevo gobierno, por revolucionario que pretenda ser, no reconstituirá la fuerza
y lanzará contra los pobres la jauría policíaca!
Sin embargo, es preciso
que el trabajador sepa que el no pagar al casero sólo es aprovecharse de la
desorganización del poder. Es preciso que sepa que la habitación gratuita está
reconocida en principio y sancionada, digámoslo así, por el asentimiento
popular; que el alojamiento gratuito es un derecho legalmente proclamado por el
pueblo.
¿Vamos a esperar que
esta medida, que tan perfectamente responde al sentimiento de justicia de todo
hombre honrado, la tomen los socialistas que se mezclan con los burgueses en un
gobierno provisional? ¡Podriamos esperar sentados, hasta la vuelta de la
reacción!
Los revolucionarios
sinceros trabajarán con el pueblo para que sea un hecho la expropiación de las
casas. Trabajarán para crear una corriente de ideas en esta dirección;
trabajarán para ponerlas en práctica; y cuando estén maduras, el pueblo
procederá a la expropiación de las casas, sin prestar oídos a las teorías, que
no dejarán de predicarle acerca de indemnización a los propietarios y otros
despropósitos.
2
Si se hace popular la
idea de la expropiación, al llevarla a cabo no se estrellará contra los
insuperables obstáculos con que nos amenazan.
Cierto es que los
señores galoneados que vayan a ocupar las poltronas abandonadas de los
ministerios y del ayuntamiento no dejarán de acumular dificultades. Hablarán de
conceder indemnizaciones a los propietarios, de formar estadísticas, de
redactar largos dictámenes, tan largos, que podrían durar hasta el momento en
que el pueblo, aplastado por la miseria de la huelga forzosa, no viendo venir
nada y perdiendo la fe en la revolución, dejaría libre el campo a los
reaccionarios y concluiría por hacer odiosa a todo el mundo la expropiación
oficinesca.
Pero si el pueblo no
pasa por los sofismas con que tratarán de deslumbrarlo; si comprende que a vida
nueva procedimientos nuevos, y realiza la obra por sus propias manos, entonces
podrá hacerse la expropiación sin grandes dificultades.
«Pero, ¿cómo podría
hacerse?», nos preguntarán. Nos repugna trazar con sus menores detalles planes
de expropiación. Sabemos de antemano que todo cuanto un hombre o un grupo
puedan proyectar hoy, será superado por la vida humana. Ya hemos dicho que ésta
lo hará todo mejor y con más sencillez que cuanto pudiera dictársele de
antemano.
Por eso, al bosquejar el
método según el cual pudieran hacerse sin intervención del gobierno la
expropiación y el reparto de las riquezas expropiadas, sólo queremos responder
a los que declaran imposible la cosa. Pero volvemos a recordar que de ninguna
manera nos proponemos preconizar tal o cual sistema de organizarse. Lo único
que nos importa es demostrar que la expropiación puede hacerse por la
iniciativa popular, y que no puede hacerse de ninguna otra manera.
Es de suponer que desde
los primeros actos de expropiación surgirán en el barrio, en la calle, en la
manzana de casas, grupos de ciudadanos de buena voluntad que ofrezcan sus
servicios para informarse del número de cuartos desalquilados, de aquellos en
que se amontonan familias numerosas, de las habitaciones malsanas y de las
casas que, siendo harto espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por
aquellos a quienes les falta aire en sus cuchitriles. En pocos días, esos
voluntarios formarán en cada calle y en cada barrio listas completas de todas
los cuartos saludables y malsanos, estrechos y espaciosos, de las habitaciones
infectas y de las moradas suntuosas.
Se comunicarán
libremente sus listas, y en pocos días se dispondrá de estadísticas completas.
La estadística embustera puede fabricarse en las oficinas; la estadística
verdadera y exacta no puede provenir más que del individuo, remontándose de lo
simple a lo compuesto.
Después de esto, sin
esperar nada de nadie, esos ciudadanos irán en busca de sus camaradas que
habitan en tugurios, y les dirán sencillamente: «Esta vez, compañeros, la
revolución va de veras. Venid esta tarde a tal sitio; todo el barrio estará
allí para el reparto de las habitaciones. Si no os convienen vuestros
cuchitriles, elegiréis una de las habitaciones de cinco piezas que hay
disponibles. Y en cuanto coloquéis allí los muebles, negocio concluido. ¡El
pueblo armado se las entenderá con quien quiera ir a echaros de casa! »
«Pero todo el mundo
querrá tener un cuarto de veinte piezas», nos dirán.
No; eso no es cierto. El
pueblo nunca ha pedido tener la luna dentro de un cubo de agua. Por el
contrario, cada vez que vemos a igualitarios tener que reparar una injusticia,
nos llama la atención el buen sentido y el instinto justiciero de que están animadas
las masas. ¿Se ha visto nunca reclamar lo imposible? ¿Se ha visto nunca al
pueblo de París pelearse cuando iba en busca de su ración de pan o de leña
durante los dos sitios? Formábase cola con una resignación que no se cansaban
de admirar los corresponsales de los periódicos extranjeros, y sin embargo, se
sabía que los llegados últimamente pasarían el día sin pan y sin fuego.
Cierto es que hay
instintos egoístas en los individuos aislados de nuestras sociedades; lo
sabemos muy bien. Pero también sabemos que el mejor modo de despertar y
alimentar esos instintos sería el confiar la cuestión de los alojamientos a una
oficina cualquiera. Entonces sí que se abrirían paso las malas pasiones,
dándose todo por influencia. La menor desigualdad haría poner el grito en las
nubes; la menor ventaja concedida a alguien haría hablar de soborno, ¡y con
razón!
Pero cuando el pueblo
mismo, reunido por calles, por barrios, por distritos, se encargue de hacer
mudarse a los habitantes de los tugurios a las habitaciones harto espaciosas de
los burgueses, tomaríanse con bondad los pequeños inconvenientes y las pequeñas
desigualdades.
Rara vez se apela en
vano a los buenos instintos de las masas. Algunas veces se ha hecho así durante
las revoluciones, cuando se trataba de salvar el barco en peligro, y nunca ha
habido error en ello. El trabajador ha respondido siempre al llamamiento con
grandes abnegaciones.
A pesar de todo, habrá
probablemente injusticias. Hay en nuestra sociedad individuos a quienes ningún
gran acontecimiento hará salir de los carriles egoístas. Pero la cuestión no es
saber si habrá o no injusticias. Se trata de saber cómo se podrá limitar su
número. Pues bien; lo mismo la historia que la experiencia de la humanidad y la
psicología de las sociedades, afirman que el medio más equitativo es confiar
las cosas a los mismos interesados. Sólo ellos podrán tener en cuenta y
regularizar los mil detalles que inevitablemente se le escaparían a todo
reparto oficinesco.
3
Cuando los albañiles,
los canteros (en una palabra, los constructores), sepan que tienen
segura la subsistencia, con mucho gusto reanudarán por pocas horas diarias el
trabajo a que están acostumbrados. Dispondrán de otra manera las grandes
habitaciones, que exigen un estado mayor de servidumbre doméstica. Y en pocos
meses habrán surgido casas mucho más higiénicas que las de nuestros días y a
los que no estén suficientemente bien instalados, podrá decirles el municipio
anarquista:
«¡Paciencia, compañeros!
Palacios saludables, cómodos y hermosos, superiores a cuanto edificaban los
capitalistas, van a levantarse en el suelo de la ciudad libre. Serán para los
que más lo necesiten. El municipio anarquista no edifica con la mira de las
rentas. Los monumentos que erija para sus ciudadanos, producto del espíritu colectivo,
servirán de modelo a la humanidad entera y serán vuestros.»
Si el pueblo sublevado
expropia las casas y proclama el alojamiento gratuito, la comunidad de las
habitaciones y el derecho de cada familia a un alojamiento higiénico la
revolución habrá tomado desde el principio un carácter comunista y se habrá
lanzado por una senda de la que no será fácil hacerla salir tan pronto. Habrá
dado un golpe de muerte a la propiedad individual.
La expropiación de las
casas lleva así en germen toda la revolución social. Del modo como se haga
dependerá el carácter de los acontecimientos. O abrimos un camino amplio y
grande al comunismo anarquista, o nos quedamos pataleando entre el cieno del
individualismo autoritario.
Puesto que a toda costa
se tratará de sostener la iniquidad, es seguro que en nombre de la justicia nos
hablarán, exclamando: «¿No es una infamia que los parisienses se apoderen para
ellos de las hermosas casas y dejen las chozas para los labriegos?» No nos
dejemos engañar. Esos rabiosos partidarios de la justicia, por un rasgo de su
carácter, olvidan la gran desigualdad de que se hacen defensores. Olvidan que
en París mismo el trabajador se asfixia en su tugurio -él, su mujer y sus
hijos-, al paso que desde su ventana ve el palacio del rico. Olvidan que
generaciones enteras perecen en los barrios populosos por falta de aire y de
sol, y que el primer deber de la revolución tendrá que ser el reparar esa
injusticia.
No nos detengamos en
estas reclamaciones interesadas. Sabemos que la desigualdad, que realmente
existirá entre París y las aldeas, es de las que han de disminuir cada día que
pase. En la aldea no dejarán de consumirse alojamientos más sanos que los de
hoy, cuando el labrador deje de ser la bestia de carga del propietario, del
fabricante, del usurero y del Estado. Para evitar una injusticia temporal y
reparable; ¿hay que sostener la injusticia que existe desde hace siglos?
También se nos dirá:
«Ahí tenéis un pobre diablo, que a fuerza de privaciones ha logrado comprar una
casa lo suficiente grande para que en ella quepa su familia. ¡Es tan feliz!
¿Iréis a echarle a la calle?»
¡Ciertamente que no! Si
su casa apenas basta para alojar a su familia, que la habite. ¡que cultive el
huertecillo al pie de sus ventanas! En caso de necesidad, nuestros jóvenes
hasta irán a echarle una mano. Pero si en su casa hay un cuarto alquilado a
otra persona, el pueblo irá en busca de ésta y le dirá: «Compañero, ¿sabes que
ya no debes nada al casero? Quédate en el cuarto y no des un céntimo. Ya no hay
que temer a los alguaciles en lo sucesivo. ¡Triunfó la social!
Y si el propietario
ocupa él solo veinte piezas y hay en el barrio una madre con cinco hijos
embutidos en un solo cuartucho, el pueblo irá a ver si entre las veinte piezas
hay alguna que después de arreglada pueda dar un buen alojamiento a la madre de
los cinco hijos. ¿No será eso más justo que dejar a la madre y los cinco niños
en el tabuco y al señor a sus anchas en el palacio? Además, el señor se
acostumbrará muy pronto; cuando ya no disponga de criadas para arreglarle las
veinte piezas, su burguesa se pondrá contenta al verse libre de la mitad de sus
habitaciones.
«Esto será un trastorno
completo», exclamarán los defensores del orden. «¡Una de mudanzas sin fin!
¡Igual sería echar a todo el mundo a la calle Y sortear las habitaciones!»
Estamos convencidos de
que si no lo mangonea ningún gobierno y se confía toda la transformación a los
grupos formados espontáneamente para esa tarea, las mudanzas serán menos
numerosas que las ocurridas en un solo año por efecto de la rapacidad de los
propietarios.
En primer término, en
todas las ciudades importantes hay tan gran número de habitaciones desocupadas,
que casi bastarían para alojar a la mayoría de los habitantes de los
cuchitriles. En cuanto a los palacios y a los pisos suntuosos, muchas familias
obreras no los querrían, pues no valen nada si no pueden arreglarlos un gran
número de criados. Por eso los ocupantes veríanse obligados bien pronto a
buscar habitaciones menos lujosas, donde las señoras banqueras guisaran por sí
mismas. Y poco a poco, sin que hubiese que acompañar al banquero con un piquete
a una buhardilla y al inquilino de la buhardilla al palacio del banquero, la
población se repartirá amistosamente las habitaciones que existan con el menor
zafarrancho posible. ¿No se ve en los municipios rurales distribuirse los
campos, molestando tan poco a los poseedores de parcelas, que sólo elogios
merecen el buen sentido y la sagacidad de procedimientos a que recurre el
municipio? El mir ruso hace menos mudanzas de un campo a otro que la propiedad
individual con sus pleitos ante la curia. ¡Y se nos quiere hacer creer que los
habitantes de una gran ciudad europea habían de ser más brutos o menos
organizadores que los aldeanos rusos o los indios!
Además, toda revolución
trae consigo cierto trastorno de la vida cotidiana, y los que esperan atravesar
una gran crisis sin que a las burguesas se las aparte de su olla, corren
peligro de quedarse con un palmo de narices.
El pueblo comete
disparate sobre disparate cuando tiene que elegir en las urnas entre los
majaderos que aspiran al honor de representarlo y se encargan de hacerlo todo,
de saberlo todo, de organizarlo todo. Pero cuando necesita organizar lo que
conoce, lo que le atañe directamente, lo hace mejor que todas las oficinas
posibles. ¿No se ha visto durante la Comuna y en la última huelga de Londres?
¿No se ve todos los días en cada municipio rural?
Si se consideran las
casas como patrimonio común de la ciudad y se procede al racionamiento de los
víveres, es preciso dar un paso más. Hay que ocuparse necesariamente del
vestido, y la única solución posible será la de apoderarse de todos los bazares
de ropas, en nombre del pueblo, y abrir las puertas a todos con el fin de que
cada uno pueda tomar las que necesita. La comunidad de los vestidos y el
derecho para tomar cada uno lo que le haga falta en los almacenes municipales o
pedirlo a los talleres de confección, se impondrán en cuanto el principio
comunista se haya aplicado a las casas y a los víveres.
Es indudable que para
eso no necesitaremos despojar de sus gabanes a todos los ciudadanos, amontonar
todos los trajes y sortearlos, como pretenden nuestros ingeniosos críticos.
Cada cual no tendrá más que conservar su gabán, si tiene alguno, y hasta es muy
probable que si tiene diez nadie pretenda quitárselos. Se preferirá el vestido
nuevo al que el burgués haya llevado ya puesto, y habrá suficientes vestidos
nuevos para no requisar los viejos.
Si hiciésemos la
estadística de las ropas acumuladas en los almacenes de las grandes ciudades,
veríamos que en París, Lyon, Burdeos y Marsella hay de sobra para que el
municipio pueda regalar un vestido nuevo a cada ciudadano y a cada ciudadana.
Además, si no todo el mundo encontrara ropa de su gusto, los talleres
municipales llenarían bien pronto ese vacío. Sabida es la rapidez con que
trabajan nuestros talleres de confección, provistos de máquinas perfeccionadas
y organizados para producir en gran escala.
«Pero todo el mundo
querrá un abrigo de, marta cibelina, y todas las mujeres pedirán un vestido de
terciopelo», exclaman nuestros adversarios.
No lo creemos. No todo
el mundo prefiere el terciopelo ni sueña con un abrigo de marta cibelina. Si
hoy mismo se propusiera a las parisienses que eligiesen cada cual un vestido,
habría muchas que preferirían un vestido liso a todos los adornos caprichosos
de nuestras cortesanas.
Los gustos varían con
las épocas, y el que predomine durante la revolución será de seguro muy
sencillo. La sociedad, como el individuo, tiene sus horas de cobardía, pero
también tiene sus minutos de heroísmo. Por miserable que sea, cuando se
encanalla como ahora en la persecución de los intereses mezquinos y neciamente
personales, cambia de aspecto en las grandes épocas.
No queremos exagerar el
probable papel de esas buenas pasiones, ni basamos en ellas nuestro ideal de
sociedad. Pero no exageramos si admitimos que nos ayudarán a atravesar los
primeros momentos, o sea los más difíciles. No Podemos contar con la
continuidad de esos sacrificios en la vida diaria, pero podemos esperarlos en
los principios, y no se necesita más.
Si la revolución se hace
con el espíritu de que hablamos, la libre iniciativa de los individuos
encontrará vasto campo de acción para evitar las intromisiones de los egoístas.
En cada calle y cada barrio podrán surgir grupos que se encarguen de lo
concerniente al vestido. Harán el inventario de lo que posea la ciudad
sublevada, y conocerán, poco más o menos, de qué recursos dispone. Y es muy
probable que acerca del vestir los ciudadanos adopten el mismo principio que
respecto al comer: «Tomar del montón lo que abunde; repartir lo que esté en
cantidad limitada».
No pudiendo ofrecer a
cada ciudadano un abrigo de marta cibelina y a cada ciudadana un traje de
terciopelo, la sociedad distinguirá probablemente entre lo superfluo y lo
necesario, colocando entre lo primero el terciopelo y la marta, sin perjuicio
de ver si lo que hoy es superfluo puede vulgarizarse mañana. Garantizando lo
necesario a cada habitante de la ciudad anarquista, se podrá dejar a la
actividad privada el cuidado de proporcionar a los débiles y enfermos lo que
provisionalmente se considere como objeto de lujo, de proveer a los menos
robustos de lo que no entre en el consumo cotidiano de todos.
«¡Pero eso es la
nivelación, el hábito gris del fraile, la desaparición de todos los objetos de
arte, de todo lo que embellece la vida!», nos dirán.
¡Ciertamente que no! Y
basándonos siempre en lo que ya existe, vamos a demostrar cómo una sociedad
anarquista podría satisfacer los gustos mas artísticos de sus ciudadanos, sin
entregar por eso fortunas de millonario como hoy.
Vías
y medios
1
Si una sociedad asegura
a todos sus miembros lo necesario, se vera obligada a apoderarse de todo lo
indispensable para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte,
etcétera. No dejará de expropiar a los actuales detentadores del capital, para
devolvérselo a la comunidad.
A la organización
burguesa, no sólo se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de
los beneficios de cada empresa industrial y comercial, lo que le permite vivir
sin trabajar. El cargo principal contra ella es que la producción entera ha
tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin
de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena.
Es imposible que la
producción mercantil se haga para todos. Quererlo, sería pedir al capitalista
que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede
llenar sin dejar de ser lo que es: un particular emprendedor, que persigue su
enronquecimiento. La organización capitalista, fundada en el interés particular
de cada negociante, ha dado a la sociedad todo lo que ponía esperarse de ella;
ha aumentado la fuerza productiva del trabajador. Aprovechándose de la
revolución operada en la industria por el vapor, del repentino desarrollo de la
química y de la mecánica y de los inventos del siglo, el capitalista se ha
aplicado, por su propio interés, a aumentar el rendimiento del trabajo humano,
y lo ha conseguido en grandes proporciones. Darle otra misión sería por
completo irracional. Querer que utilice ese superior rendimiento del trabajo en
provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía, caridad, y una empresa
capitalista no puede cimentarse en la caridad.
A la sociedad le incumbe
ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas
industrias, y aplicarlas en interés de todos.
Pero es indiscutible que
para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe tomar posesión de todos
los medios para producir.
Los economistas nos
recordarán el bienestar relativo de cierta categoría de obreros, jóvenes,
robustos, hábiles en ciertas ramas especiales de la industria. Siempre nos
señalan con orgullo esa minoría. Pero ese bienestar (patrimonio de unos pocos),
¿lo tienen seguro? Mañana, el descuido, la imprevisión o la avidez de sus amos
arrojarán quizás a esos privilegiados a la calle y pagarán entonces con meses y
años de dificultades o miseria el período de bienestar que habían disfrutado.
¡Cuántas industrias mayores (tejidos, hierros, azúcares, etcétera), sin hablar
de industrias efímeras, hemos visto parar y languidecer una tras otra, ya por
el efecto de especulaciones, ya a consecuencia de cambios naturales de lugar
del trabajo, ya a causa de competencias promovidas por los mismos capitalistas!
Todas las industrias principales de tejidos y de mecánica han pasado
recientemente por esas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya
característica es la periodicidad de los paros?
¿Qué diremos también del
precio a que se compra el bienestar relativo de algunas categorías de obreros?
¿Qué se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, por la desvergonzada
explotación del campesino y por la miseria de las, masas? Enfrente de esa débil
minoría de trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de
seres humanos viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse donde
los llamen! ¡Cuántos labriegos trabajarán catorce horas diarias por una mísera
comida! El capital despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos
cuya industria está poco desarrollada y condena a la inmensa mayoría de los
obreros a permanecer sin educación técnica, como trabajadores medianos hasta en
su mismo oficio. El estado floreciente de una industria se consigue
inexorablemente por la ruina de otras diez.
Y esto no es un
accidente, es una necesidad del régimen capitalista. Para llegar a retribuir
medianamente a algunas categorías de obreros, hoy es preciso que el labrador
sea la bestia de carga de la sociedad; es preciso que las ciudades dejen
desiertos los campos; es preciso que los pequeños oficios se aglomeren en los
barrios inmundos de las grandes ciudades y fabriquen casi por nada los mil
objetos de escaso valor que ponen los productos de las grandes manufacturas al
alcance de los compradores de corto salario. Para que el mal paño pueda
despacharse vistiendo a los trabajadores pobremente pagados, es menester que el
sastre se contente con un salario de pordiosero. Es menester que los países
atrasados del Oriente sean explotados por los del Occidente, para que en
algunas industrias privilegiadas el trabajador tenga una especie de bienestar,
limitado por el régimen capitalista.
El mal de la
organización actual no reside, pues, en que el «exceso de valor» de la
producción pase al capitalista, como habían dicho Rodbertus y Marx, estrechando
así el concepto socialista y las miras de conjunto acerca del régimen
capitalista. El mismo exceso de valor es consecuencia de causas mas hondas. El
mal está en que pueda haber un «exceso de valor» cualquiera, en vez de un
simple exceso de producto no consumido por cada generación, porque para que
haya «exceso de valor» se necesita que hombres, mujeres y niños se vean
obligados por el hambre a vender su fuerza de trabajo por una parte mínima de
lo que esa fuerza produce, y sobre todo, de lo que es capaz de producir.
Pero este mal durará en
tanto que lo necesario para la producción sea propiedad de algunos solamente.
Mientras el hombre se vea obligado a pagar un tributo al amo para tener derecho
a cultivar el suelo o poner en movimiento una máquina, y mientras el
propietario sea dueño absoluto de producir lo que le prometa mayores beneficios
más bien que la mayor suma de objetos necesarios para la existencia, sólo
temporalmente podrá tener bienestar un cortísimo número, y será adquirido
siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No basta distribuir por
partes iguales los beneficios que una industria logra realizar, si al mismo
tiempo hay que explotar a otros millares de obreros. Lo que debemos buscar es producir,
con la menor pérdida posible de fuerza humana la mayor suma posible de los
productos necesarios para el bienestar de todos.
2
¿Cuántas horas diarias
de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una
alimentación nutritiva, una casa conveniente y los vestidos necesarios' Esto ha
preocupado mucho a los socialistas, los cuales admiten generalmente que
bastarán cuatro o cinco horas diarias -por supuesto, a condición de que todo el
mundo trabaje-. A fines del siglo pasado, Benjamín Flanklin ponía como límite
cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces,
también ha aumentado con mucha más rapidez la fuerza de producción.
En las grandes granjas
del Oeste americano, que tienen docenas de millas, pero cuyo terreno es mucho
más pobre que el suelo mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de
doce a dieciocho hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento
de las granjas de Europa y de los estados del Este americano. Y, sin embargo,
gracias a las máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos
hectáreas y media, cien hombres producen en un año todo lo necesario para
entregar a domicilio el pan de diez mil personas durante un año entero.
Le bastaría a un hombre
trabajar en las mismas condiciones durante treinta horas, o sea seis medias
jornadas de cinco horas cada una, para tener pan todo el año, y treinta
medias jornadas para asegurárselo a una familia de cinco personas. Si se
recurriese al cultivo intensivo, menos de sesenta medias jornadas de trabajo
podrían asegurar a toda la familia el pan, la carne, las hortalizas hasta las
frutas de lujo.
Estudiando los precios a
que resulten hoy las casas de obreros edificadas en las grandes ciudades, puede
asegurarse que para tener en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como
las que se hacen para los trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil
ochocientas jornadas de trabajo de cinco horas. Y como una casa de esta clase
dura por lo menos cincuenta años, resulta que de veintiocho a treinta y seis
medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento
higiénico, bastante elegante y provisto de todas las comodidades necesarias,
mientras que alquilando el mismo alojamiento, el obrero lo paga al patrono con
de setenta y cinco a cien jornadas de trabajo al año. Advirtamos que estas
cifras representan el máximum de lo que cuesta hoy el alojamiento en
Inglaterra, dada la viciosa organización de nuestras sociedades. En Bélgica se
han edificado ciudades obreras mucho más baratas.
Queda el vestir, en lo
cual es casi imposible el cálculo, por no ser apreciables los beneficios
realizados sobre los precios por una nube de intermediarios. Imaginad el paño,
por ejemplo, y sumad todo lo que han ido cobrándose el propietario del prado,
el dueño de carneros, el comerciante en lanas y demás intermediarios, hasta las
compañías de ferrocarriles, los hiladores y tejedores, comerciantes de ropas
hechas, detallistas para la venta y comisionistas, y os formareis idea de lo
que se paga por un vestido a una caterva de burgueses. Por eso es absolutamente
imposible decir cuántas jornadas de trabajo representa un gabán por el que
pagáis cien pesetas en un gran bazar de París.
Lo cierto es que con las
máquinas actuales se llegan a fabricar cantidades verdaderamente increíbles.
Algunos ejemplos
bastarán.
En los Estados Unidos,
751 manufacturas de algodón (hilado y tejido), con 175.000 obreros y obreras,
producen 1.939.400.000 metros de telas de algodón, y además una grandísima
cantidad de hilados. Las telas solamente dan un promedio superior a 11,000
metros en trescientas jornadas de trabajo de nueve horas y media cada una, o
sea, 40 metros en diez horas. Admitiendo que una familia use 200 metros por
año, lo que seria mucho, equivale esto a cincuenta horas de trabajo, o sean diez
medias jornadas de cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados,
es decir, hilo para coser e hilo para tramar el paño y fabricar telas de
urdimbre de lana y trama de algodón.
En cuanto a los
resultados del tejido sólo la estadística oficial de los Estados Unidos indica
que si en 1870 un obrero trabajando de trece a catorce horas diarias, hacia
9.500 metros de tela blanca de algodón por año, trece años después tejía 27.000
metros trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por semana. Hasta en las
telas estampadas (incluso el tejido y la estampación) se obtenían 29.150 metros
en dos mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por
hora. Así, para tener los 200 metros de telas de algodón, blancas y estampadas,
bastaría trabajar menos de veinte horas por año.
Conviene advertir que la
primera materia llega a esas manufacturas casi tal como sale de los campos, y
que la serie de las transformaciones para convertirla en tela termina en ese período
de veinte horas por pieza. Mas para comprar esos 200 metros en el
comercio, un obrero bien retribuido tiene que suministrar, romo mínimum, de
diez a quince jornadas de diez horas de trabajo cada una, o sea, de cien a
ciento cincuenta horas. El campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo
más para permitirse ese lujo.
Este ejemplo manifiesta
que con cincuenta medias jornadas de trabajo anuales, en una sociedad bien
organizada, se podría vestir mejor de lo que hoy se visten los burgueses de poca
importancia.
Con todo eso, nos han
bastado sesenta medias jornadas de cinco horas de trabajo para proporcionarnos
los productos de la tierra, cuarenta para la habitación y cincuenta para el
vestido, lo cual no suma más que medio año, puesto que, deduciendo las fiestas,
el año representa trescientas jornadas de trabajo. Quedan otras ciento
cincuenta medias jornadas laborables, que podrían emplearse en las otras
necesidades de la vida: vino, azúcar, café o té, muebles, transportes,
etcétera.
Cuando en las naciones
civilizadas contamos el número de los que nada producen, de los que trabajan en
industrias nocivas llamadas a desaparecer y de los que sirven de intermediarios
inútiles, vemos que en cada nación podía duplicarse el número de los
productores propiamente dichos. Y si en lugar de diez personas, fuesen veinte
las dedicadas a producir lo necesario, y si la sociedad cuidase más de
economizar las fuerzas humanas, esas veinte personas no tendrían que trabajar
más de cinco horas diarias, sin que disminuyese en nada la producción. Bastaría
reducir el despilfarro de la fuerza humana al servicio de las familias ricas, o
de esa administración que tiene un funcionario por cada diez habitantes, y
utilizar tales fuerzas en el aumento de productividad de la nación, para
limitar las horas de trabajo a cuatro y aun a tres, a condición de contentarse
con la producción actual.
Suponed una sociedad de
varios millones de habitantes dedicados a la agricultura y a una gran variedad
de industrias, y que todos los niños aprendan a trabajar lo mismo con las manos
que con el cerebro. Supongamos que todos los adultos, excepto las mujeres
ocupadas en educar a los niños, se comprometen a trabajar cinco horas diarias
desde la edad de veinte o veintidós años hasta la de cuarenta y cinco a
cincuenta, y que se empleen en ocupaciones elegidas entre cualquiera de los
trabajos humanos considerados como necesarios. Esa sociedad podría, en cambio,
garantizar el bienestar a todos sus miembros, es decir, unas comodidades mucho
más reales de las que tiene hoy la clase media. Y cada trabajador de esta
sociedad dispondría de otras cinco horas diarias para consagrarlas a las
ciencias, a las artes y a las necesidades individuales que no entren en la
categoría de las imprescindibles, salvo incluir más adelante en esta categoría,
cuando aumentase la productividad del hombre, todo lo que aún se considera hoy
como lujoso o inaccesible.
1
El hombre no es un ser
que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y dormir. Satisfechas las
exigencias materiales, se presentarán con más ardor las necesidades a las
cuales puede atribuirseles un carácter artístico. Tantos individuos equivalen a
otros tantos deseos, los cuales son más variados cuanto más civilizada está la
sociedad y más desarrollado el individuo.
Hoy mismo se ven hombres
y mujeres que se privan de lo necesario por adquirir cualquier fruslería o
proporcionarse un placer, un goce intelectual o material. Un cristiano, un
asceta, pueden reprobar esos deseos de lujo, pero, en realidad tales fruslerías
son precisamente lo que rompe la monotonía de la existencia y la hace
agradable.
Vemos que el trabajador,
obligado a luchar penosamente para vivir, se ve reducido a no conocer nunca
esos altos goces de la ciencia, sobre todo del descubrimiento científico y de
la creación artística. Para asegurar a todo el mundo esos goces, reservados hoy
al menor número, para dejarle tiempo y posibilidad de desarrollar sus
capacidades intelectuales, la revolución tiene que garantizar a cada uno el pan
cotidiano. Tiempo libre después del pan: he aquí el supremo propósito que
constituye nuestro objetivo.
En el presente, cuando a
centenares de miles de seres humanos les falta pan, carbón, ropa y casa, el
lujo constituye un crimen: para satisfacerlo, es necesario que el hijo del
trabajador carezca de pan. Pero en una sociedad donde nadie padezca hambre,
serán más vivas las necesidades de lo que hoy llamamos lujo. Y como no pueden
ni deben asemejarse todos los hombres, habrá siempre, y es de desear que los haya,
hombres y mujeres cuyas necesidades sean superiores.
No todo el mundo puede
tener necesidad de un telescopio, pues aun cuando la instrucción fuese general,
hay personas que prefieren los estudios microscópicos al del cielo estrellado.
Hay quienes gustan de las estatuas, como otros de los lienzos de los maestros;
tal individuo no tiene más ambición que la de poseer un excelente piano, al
paso que tal otro se contenta con una guitarra. Hoy, quien tiene necesidades
artísticas, no puede satisfacerlas a menos de ser heredero de una gran fortuna;
pero «trabajando de firme» y apropiándose de un capital intelectual que le
permita seguir una profesión liberal, siempre tiene la esperanza de
satisfacer algún día más o menos sus gustos. Por eso, a nuestras ideales sociedades
comunistas suele acusárselas de tener por único objetivo la vida material de
cada individuo, diciéndonos: «Tal vez tengáis pan para todos, pero en vuestros
almacenes municipales no tendréis hermosas pinturas, instrumentos de óptica,
muebles de lujo, galas; en una palabra, esas mil cosas que sirven para
satisfacer la infinita variedad de los gustos humanos. Y por eso mismo suprimís
toda posibilidad de proporcionaros sea lo que fuere, excepto el pan y la carne
que el municipio comunista pueda ofrecer a todos, y la tela gris con que
vistáis a todas vuestras ciudadanas».
He aquí la objeción que
se dirige contra todos los sistemas comunistas, objeción que jamás supieron
comprender los fundadores de todas las nuevas sociedades que iban a
establecerse en los desiertos americanos. Creían que todo está dicho si la
comunidad ha podido adquirir bastante paño para vestir a todos sus asociados y
una sala de conciertos donde los «hermanos puedan ejecutar trozos de música o
representar de vez en cuando una piececilla teatral». Olvidaban que el sentido
artístico existe lo mismo en el cultivador que en el burgués, y que si varían
las formas del sentimiento según la diferencia de cultura, su fondo siempre es
el mismo.
¿Seguirá idéntica senda
el municipio anarquista? Evidentemente que no, con tal de que comprenda y trate
de satisfacer todas las necesidades del espíritu humano al mismo tiempo que
asegure la producción de todo lo necesario para la vida material.
2
Confesamos con franqueza
que al pensar en los abismos de miseria y sufrimiento que nos rodean, al oír
las frases desgarradoras de los obreros que recorren las calles pidiendo
trabajo, nos repugna discutir esta cuestión: en una sociedad donde nadie tenga
hambre, ¿cómo haremos para satisfacer a tal o cual persona deseosa de poseer
una porcelana de Sèvres o un vestido de terciopelo?
Tentaciones nos dan de
decir por única respuesta: «Aseguremos lo primero el pan, y después ya
hablaremos de la porcelana y del terciopelo».
Pero puesto que es
preciso reconocer que además de los alimentos el hombre tiene otras
necesidades, y puesto que la fuerza del anarquismo está precisamente en que
comprende todas las facultades humanas y todas las pasiones, sin
ignorar ninguna, vamos a decir en pocas palabras cómo podría conseguirse
satisfacer todas las necesidades intelectuales y artísticas del hombre.
Ya hemos dicho que
trabajando cuatro o cinco horas diarias hasta la edad de cuarenta y cinco a
cincuenta años, el hombre podría cómodamente producir todo lo necesario para
garantizar el bienestar a la sociedad.
Pero la jornada del
hombre habituado al trabajo y valiéndose de máquinas, no es de cinco horas,
sino de diez, trescientos días al año toda su vida. Así destruye su salud y
embota su inteligencia. Sin embargo, cuando puede variar las ocupaciones, y
sobre todo alternar la labor manual con el trabajo intelectual, está ocupado
con gusto y sin fatigarse diez y doce horas. Asociándose con otros, esas cinco
o seis horas le darían plena posibilidad de proporcionarse cuanto quisiera, además
de lo necesario asegurado a todos.
Entonces se formarán
grupos compuestos de escritores, cajistas, impresores, grabadores y dibujantes,
animados todos ellos de un propósito común: la propagación de sus ideas
predilectas.
Hoy el escritor sabe que
hay una bestia de carga, el obrero, a quien por tres o cuatro pesetas diarias
puede confiar la impresión de sus libros; pero no se cuida de saber qué es una
imprenta. Si el cajista se envenena con el polvillo de plomo, si el muchacho
que da al volante de la máquina muere de anemia, ¿no hay otros miserables para
reemplazarlos?
Pero cuando ya no haya
hambrientos prontos a vender sus brazos por una ruin pitanza, cuando el
explotado de ayer haya recibido instrucción y pueda dar a luz sus ideas
en el papel y comunicárselas a los demás, forzoso será que los literatos y los
sabios se asocien entre sí para imprimir sus versos y su prosa.
Mientras el escritor
considere la blusa y el trabajo manual como un indicio de inferioridad, le
parecerá asombroso eso de que un autor componga él mismo su libro con
caracteres de plomo, ¿No tiene el gimnasio y el juego de dominó para descansar
de sus fatigas? Pero cuando haya desaparecido el oprobio en que se tiene el
trabajo manual; cuando todos se vean obligados a hacer uso de sus brazos, no
teniendo sobre quién descargarse de ese deber, ¡oh! entonces los escritores y
sus admiradores de uno y otro sexo aprenderán muy pronto a manejar el
componedor o aparato de caracteres; conocerán los apreciadores de la obra que
se imprima, el gozo de acudir todos juntos a componerla y verla salir hermosa,
con su virginal pureza, tirándola en una máquina rotativa. Esas magnificas
máquinas -instrumento de suplicio para el niño que las mueve hoy desde la
mañana a la noche- llegarán a ser un manantial de goces para los que las
empleen con el fin de dar voz al pensamiento de sus autores favoritos.
¿Perderá con ello algo
la literatura? ¿Será menos poeta el poeta después de haber trabajado en los
campos o colaborado con sus manos para multiplicar su obra? ¿Perderá el
novelista algo de su conocimiento del corazón humano después de haberse codeado
con el hombre en la fábrica, en el bosque, en el trazado de un camino y en el
taller? Hacer estas preguntas es contestarlas.
Ciertos libros serán
quizá menos voluminosos, pero se imprimirán menos páginas para decir más. Tal
vez se publique menos papel manchado, pero lo que se imprima será mejor leído y
más apreciado. El libro se dirigirá a un circulo más vasto de lectores más
instruidos, más aptos para juzgarlo.
Además, el arte de la
imprenta, que ha progresado tan poco desde Gutenberg, está aún en la infancia.
Aún se invierten dos horas en componer con letras móviles lo que se escribe en
diez minutos, y se buscan procedimientos más expeditos para multiplicar el
pensamiento. Se encontrarán.
¡Ah! Si cada escritor
tuviese que intervenir en la impresión de sus libros, ¡cuántos progresos
hubiera hecho ya la imprenta! No estaríamos aún con los tipos movibles del
siglo XVII
3
¿Es un sueño el concebir
una sociedad en que, llegando todos a ser productores, recibiendo todos una
instrucción que les permita cultivar las ciencias o las artes y teniendo todos
tiempo para hacerlo, se asocien entre sí para publicar sus obras, aportando su
parte de trabajo manual?
En estos momentos se cuentan
ya por miles y miles las sociedades científicas, literarias y otras. Estas
sociedades son agrupaciones voluntarias entre personas que se interesan por tal
o cual rama del saber, asociadas para publicar sus trabajos. Los autores que
colaboran en las colecciones científicas no son pagados. Dichas colecciones no
se venden: se envían gratuitamente a todos los ámbitos del mundo, a otras
sociedades que cultivan las mismas ramas del saber. Ciertos miembros de la
sociedad insertan una nota de una página resumiendo tal o cual observación,
otros publican trabajos extensos, fruto de largos años de estudio, al paso que
otros se limitan a consultarlos como punto de partida para nuevas
investigaciones. Son asociaciones entre autores y lectores para la producción
de trabajos en que todos tienen interés.
Verdad es que la
sociedad científica (lo mismo que el periódico de un banquero) se dirige al
editor, que embauca obreros para realizar el trabajo de la impresión. Las
gentes que ejercen profesiones liberales menosprecian el trabajo manual
que, en efecto, está hoy en condiciones embrutecedoras en absoluto. Pero una
sociedad que conceda a cada uno de sus miembros la instrucción amplia,
filosófica y científica sabrá organizar el trabajo corporal de manera
que sea orgullo de la humanidad, y la sociedad sabia llegará a ser una
asociación de investigadores, de aficionados y de obreros, los cuales conozcan
un oficio manual y se interesen por la ciencia.
Por ejemplo, si se
ocupan en la geología, todos contribuirán a explorar las capas terrestres,
Todos aportarán su parte a las investigaciones. Diez mil observadores en lugar
de ciento harán más en un año que se hace hoy en veinte. Y cuando se trate de
publicar los diversos trabajos, diez mil hombres y mujeres, versados en los diferentes
oficios, estarán dispuestos a trazar los mapas, grabar los dibujos, componer el
texto e imprimirlo. Alegremente dedicarán todos juntos sus ocios, en verano a
la exploración y en invierno al trabajo de taller. Y cuando aparezcan sus
trabajos no encontrará ya solamente cien lectores, sino que habrá diez mil,
todos ellos interesados en la obra común.
Hoy mismo, cuando
Inglaterra ha querido hacer un gran diccionario de su lengua, no ha esperado a
que naciese un Littré para consagrar su vida a esa labor. Ha llamado en su
ayuda a los voluntarios, y mil personas se han ofrecido espontánea y
gratuitamente para registrar las bibliotecas y terminar en pocos años un
trabajo para el cual no habría bastado la vida entera de un hombre. En todas
las ramas de la actividad inteligente aparece la misma tendencia, y sería
preciso conocer muy poco la humanidad para no adivinar que el porvenir se
anuncia en esas tentativas de trabajo colectivo en vez del trabajo individual.
Para que esa obra fuese
verdaderamente colectiva, hubiera sido menester organizarla de modo que cinco
mil voluntarios, autores, impresores y correctores hubiesen trabajado en común;
pero ya se ha dado ese paso hacia delante, gracias a la iniciativa de la prensa
socialista, que nos ofrece ejemplos de trabajo manual e intelectual combinados.
Ocurre a menudo ver el autor de un articulo componerlo él mismo para los
periódicos de combate.
En el futuro, cuando un
hombre tenga que decir algo útil, alguna palabra superior a las ideas de su
siglo, no buscará un editor que se digne adelantarle el capital necesario.
Buscará colaboradores entre los que conozcan el oficio y hayan comprendido el
alcance de la nueva obra, y juntos publicarán el libro o el periódico.
La literatura y el
periodismo dejarán de ser entonces un medio de hacer fortuna y de vivir a
expensas de la mayoría. ¿Hay alguien que conozca la literatura y el periodismo
y no anhele una época en que la literatura pueda por fin libertarse de los que
la protegían en otro tiempo, de los que la explotan hoy y de la multitud que,
con raras excepciones, la paga en razón directa de su vulgarismo y de la
facilidad con que se acomoda al mal gusto de la mayoría?
4
La literatura, la
ciencia y el arte deben se servidos por voluntarios. Sólo con esa condición
conseguirán libertarse del yugo del Estado, del capital y de la medianía
burguesa que los ahogan.
¿Qué medios tiene hoy el
sabio para hacer las investigaciones que le interesan? ¡Solicitar el auxilio
del Estado, que no puede concederse sino al uno por ciento de los aspirantes, y
que ninguno obtiene más que comprometiéndose ostensiblemente a ir por caminos
trillados y a marchar por los carriles antiguos! Acordémonos del Instituto de
Francia condenando a Darwin, de la Academia de San Petersburgo rechazando a
Mendéléef, y de la Sociedad Real de Londres negándose a publicar, como «poco
científica», la memoria de Joule que contenía la determinación del equivalente
mecánico del calor.
Por eso, todas las
grandes investigaciones, todos los movimientos revolucionarios de la ciencia
han sido hechos fuera de las academias y de las universidades, ya por gentes lo
bastante rica para ser independientes, como Darwin y Liell, ya por hombres que
minaban su salud trabajando con escasez y muy a menudo en la miseria, faltos de
laboratorio, perdiendo infinito tiempo y no pudiendo proporcionarse los
instrumentos o los libros necesarios para continuar sus investigaciones, pero
perseverantes contra todas las esperanzas y muchas veces muriendo de pena. Su
nombre es legión.
Por otra parte, es tan
malo el sistema de auxilios concedidos por el Estado, que en todo tiempo la
ciencia ha intentado librarse de ellos. Precisamente por eso están Europa y
América llenas de miles de sociedades sabias, organizadas y sostenidas por
voluntarios. Algunas han adquirido un desarrollo tan extraordinario, que todos
los recursos de las sociedades subvencionadas y todas las riquezas de los
banqueros no bastarían para comprar sus tesoros. Ninguna institución
gubernamental es tan rica como la Sociedad Zoológica de Londres, a la que sólo
sostienen cuotas voluntarias.
No compra los animales
que a millares pueblan sus jardines, sino que se los envían otras sociedades y
coleccionistas del mundo entero: un día un elefante, regalo de la Sociedad
Zoológica de Bombay; otro día un rinoceronte y un hipopótamo, ofrecidos por
naturalistas egipcios, y esos magníficos presentes se renuevan. de continuo,
llegando sin cesar de los cuatro puntos del globo aves, reptiles, colecciones
de insectos, etcétera. Tales envíes comprenden a menudo animales que no se
comprarían por todo el oro del mundo; algunos de ellos fueron capturados con
riesgo de la vida por un viajero, y se los da a la Sociedad porque está seguro
de que allí los cuidarán bien. El precio de entrada pagado por los visitantes
(y son innumerables) basta para sostener aquella inmensa colección zoológica.
Puede decirse de los
inventores en general lo que hemos dicho de los sabios. ¿quién ignora a costa
de qué sufrimientos han podido llevarse a cabo todas las grandes invenciones?
Noches en blanco, privación de pan para la familia, falta de instrumentos y
primeras materias para las experiencias, tal es la historia de todos los que
han dotado a la industria de lo que constituye el único justo orgullo de
nuestra civilización.
¿Pero qué se necesita
para salir de esas condiciones que todo el mundo está conforme en considerar
malas? Se ha ensayado la patente y se conocen los resultados. El inventor
hambriento la vende por un puñado de pesetas, y el que no ha hecho más que
prestar el capital se embolsa los beneficios del invento, con frecuencia
enormes. Además, el privilegio aísla al inventor; le obliga a tener en secreto
sus investigaciones, que muchas veces sólo conducen a un tardío fracaso, al
paso que la sugestión más sencilla, hecha por otro cerebro menos absorto por la
idea fundamental, basta algunas veces para fecundar la invención y hacerla
práctica. Como todo lo autoritario, el privilegio de invención no hace más que
entorpecer los progresos de la industria.
Lo que se necesita para
favorecer el genio de los descubrimientos es, en primer término, despertar las
ideas; la audacia para concebir, que con nuestra educación no hace más que
languidecer; el saber derramado a manos llenas, que centuplica el número de los
investigadores, y por último, la conciencia de que la humanidad va a dar un
paso hacia delante, porque casi siempre ha inspirado el entusiasmo o algunas
veces la ilusión del bien a todos los grandes bienhechores.
Allí irán a trabajar en
sus ensueños, después de haber cumplido sus deberes para con la sociedad; allí
pasarán sus cinco o seis horas libres; allí harán sus experiencias; allí se
encontrarán con otros camaradas, expertos en otras ramas de la industria y que
vayan también a estudiar algún problema difícil; podrán ayudarse unos a otros,
ilustrarse mutuamente, hacer brotar al choque de las ideas y de su experiencia
la solución deseada. ¡Y esto no es un sueño! Solanoy y Garadok, de Petersburgo,
lo ha realizado ya, por lo menos en parte, desde el punto de vista técnico. Es
un taller admirablemente provisto de herramientas y abierto a todo el mundo; en
él se puede disponer gratuitamente de los instrumentos y de la fuerza motriz;
sólo la madera y los metales hay que pagarlos por el precio a que cuestan. Pero
los obreros no van allí hasta por la noche, desfallecidos por diez horas de
trabajo en los talleres. Y ocultan cuidadosamente sus invenciones a todas las
miradas, cohibidos por la patente y por el capitalismo, maldición de la
sociedad actual, obstáculo con que se tropieza en el camino del progreso
intelectual y moral.
5
¿Y el arte? Por todos
lados llegan quejas acerca de la decadencia del arte. En efecto, distamos mucho
de los grandes maestros del Renacimiento. La técnica del arte ha hecho
recientemente inmensos progresos; millares de personas dotadas de cierto
talento cultivan todas sus ramas; pero el arte parece huir del mundo
civilizado. La técnica progresa, pero la inspiración frecuenta menos que antes
los estudios de los artistas.
¿De dónde había de
venir, en efecto? Sólo una gran idea puede inspirar el arte. En nuestro ideal,
arte es sinónimo de creación, debe mirar adelante; pero salvo rarísimas
excepciones, el artista de profesión permanece siendo harto ignorante,
demasiado burgués para entrever los nuevos horizontes. Esa inspiración no puede
salir de los libros; tiene que tomarse de la vida, y no puede darla la sociedad
actual.
Los Rafael y los Murillo
pintaban en una época en que la búsqueda de un ideal nuevo aún se acomodaba con
viejas tradiciones religiosas. Pintaban para decorar grandes iglesias, que
también representaban la obra piadosa de muchas generaciones. La basílica, con
su aspecto misterioso y su grandeza; que la ligaba con vida misma de la ciudad,
podía inspirar al pintor. Trabajaba para un monumento popular; dirigiase a una
muchedumbre, y a cambio recibía de ella la inspiración. Y le hablaba en el
mismo sentido que la nave, los pilares, las vidrieras pintadas, las estatuas y
las puertas esculpidas. Hoy, el honor más grande a que aspira pintor es a ver
su lienzo con un marco de madera dorada colgado en un museo -una especie de
prendería-, donde se verá, como se ve en el Museo del Prado, la Ascensión,
de Murillo, junto Mendigo, de Velázquez, y los perros, de Felipe II.
¡Pobre Velázquez y pobre Murillo! ¡Pobres estatuas griegas que vivían en
las acrópolis de sus ciudades, y que se ahogan hoy bajo los paños rojos Louvre!
Cuando un escultor
griego cincelaba el mármol, trataba expresar el espíritu y el corazón de la
ciudad. Todas las pasiones de ésta, todas sus tradiciones de gloria debían
revivir en la obra. Pero hoy, la ciudad una ha cesado de existir; no más
comunión de ideas. La ciudad no es más que un revoltijo casual de gentes que no
se conocen, que no tienen ningún interés común, salvo el enriquecerse unos a
expensas de otros; no existe la patria... ¿Qué patria común pueden tener el
banquero internacional y el trapero?
Sólo cuando una ciudad,
un territorio, una nación o un grupo de naciones hayan recuperado su unidad en
la vida social, es cuando el arte podrá beber su inspiración con la idea
común de ciudad o de la federación. Entonces el arquitecto concebirá el
monumento de la ciudad, que ya no será un temple, una cárcel ni una fortaleza;
entonces el pintor, el escultor, el cincelador, el decorador, etcétera, sabrán
dónde poner sus lienzos, sus estatuas sus decoraciones, tomando toda su fuerza
de ejecución en los mismos manantiales de vida y caminando todos juntos
gloriosamente hacia el porvenir. Pero hasta entonces, el arte no podrá más que
vegetar.
Los mejores lienzos de
los pintores modernos son aún los que reproducen la naturaleza, la aldea, el
valle, el mar con sus peligros, la montaña con sus esplendores. Pero, ¿cómo
podrá el pintor expresar la poesía del trabajo de los campos, si sólo la ha
contemplado o imaginado, y nunca la ha probado él mismo; si no lo conoce más
que como un ave de paso conoce los países sobre los cuales se cierne en sus
emigraciones; si en todo el vigor de su hermosa juventud no ha ido desde el
alba detrás del arado; si no probó el goce de segar las hierbas con un amplio
corte de hoz junto a robustos recolectores del heno, rivalizando en bríos con
risueñas muchachas que llenan los aires con sus cantares? El amor a la tierra
y a lo que crece sobre la tierra no se adquiere haciendo estudios a pincel;
sólo se adquiere poniéndose al servicio de ella. Y sin amarla, ¿cómo pintarla?
Por eso, todo lo que en este sentido han podido reproducir los mejores
pintores, es aún tan imperfecto y con frecuencia falso. Casi siempre
sentimentalismo: allí no hay fuerza.
Es preciso haber visto a
la vuelta del trabajo la puesta del sol. Es preciso haber sido labriego con el
labriego para guardar en los ojos sus esplendores. Es preciso haber estado en
el mar con el pescador a todas horas del día y de la noche, haber pescado uno
mismo, luchando contra las olas, arrostrado la tempestad, y después de ruda
labor, haber sentido la alegría de levantar una pesada red o el pesar de volver
de vacío para comprender la poesía de la pesca. Es preciso haber pasado por la
fábrica, conociendo las fatigas, los sufrimientos y también las satisfacciones
del trabajo creador; haber forjado el metal a los fulgurantes resplandores de
los altos hornos; es preciso haber sentido vivir la máquina, para saber lo que
es la fuerza del hombre y traducirla en una obra de arte. En fin, es preciso
sumirse en la existencia popular para atreverse a retratarla.
Para que el arte se
desarrolle, debe relacionarse con la industria por mil transiciones
intermediarias, de suerte que, por decirlo así, queden confundidos, como tan
bien lo han demostrado Ruskin y el gran poeta socialista Morris. Todo lo que
rodea al hombre en su domicilio, en la calle, en el interior y el exterior de
los monumentos públicos, debe ser de pura forma artística.
Pero ésta no podrá realizarse
más que en una ciudad donde todos disfruten de bienestar y tiempo libre.
Entonces se verán surgir asociaciones de arte, en las cuales pueda cada uno dar
prueba de sus capacidades; porque el arte no puede pasarse sin una infinidad de
trabajos suplementarios puramente manuales y técnicos. Estas asociaciones
artísticas se encargarán de embellecer los hogares de sus miembros, como lo han
hecho esos amables voluntarios, los pintores jóvenes de Edimburgo, decorando
las paredes y los techos del gran hospital de los pobres de la ciudad.
El pintor o escultor que
haya producido una obra de sentimiento personal e íntimo, la ofrecerá a la
mujer a quien ama o a un amigo. Hecha con amor, ¿será inferior su obra a las
que satisfacen hoy la vanidad de los burgueses y de los banqueros porque han
costado mucho dinero?
Lo mismo sucederá con
todas las satisfacciones que se buscan por fuera de lo necesario. Quien
apetezca un piano de cola, entrará en la asociación de los fabricantes de
instrumento de música. Y dedicándole parte de sus medias jornadas libres, muy
pronto tendrá el piano de sus sueños. Si se interesa por los estudios
astronómicos, ingresará en la asociación de los astrónomos, con sus filósofos,
sus observadores, sus calculadores, sus artistas en instrumentos astronómicos,
sus sabios y sus aficionados, y tendrá el telescopio que desea suministrando
una parte de trabajo en la obra común, pues un observatorio astronómico
requiere grandes labores, trabajos de albañil, de carpintero, de fundidor, de
mecánico, siendo el artista quien da sus últimas perfecciones al instrumento de
precisión.
En una palabra, las
cinco o siete horas diarias de que cada cual dispondrá después de haber
consagrado algunas a la producción de lo necesario, bastarían ampliamente para
satisfacer todas las necesidades de lujo, infinitamente variadas. Millares de
asociados se encargarían de ocuparse de ello. Lo que ahora es privilegio de una
ínfima minoría, sería así accesible para todos.
Cesando de ser el lujo
un aparato necio y chillón de los burgueses, se convertiría en una satisfacción
artística.
1
Cuando los socialistas
afirman que una sociedad emancipada del capital sabría hacer agradable el
trabajo y suprimiría todo servicio repugnante y malsano, se les ríen en sus
narices. Y sin embargo, hoy mismo pueden verse pasmosos progresos en este
sentido, y en todas partes donde se han producido tales progresos, los patronos
se han congratulado de la economía de fuerza obtenida de esa manera.
Es evidente que podría
hacerse la fábrica tan sana y tan agradable como un laboratorio científico. No
es menos evidente que habría gran ventaja en hacerlo. En una fábrica espaciosa
y bien aireada es mejor el trabajo, se aplican allí con más facilidad las
pequeñas mejoras, cada una de las cuales representa una economía de tiempo y de
mano de obra. Y si la mayor parte de las fábricas continúan siendo los lugares
infectos y malsanos que conocemos, es porque al trabajador no se le tiene en
cuenta en la organización de las fábricas, y porque el rasgo característico de
ellas es el más absurdo derroche de las fuerzas humanas.
Sin embargo, como raras
excepciones, encuéntranse ya algunos talleres fabriles tan bien arreglados, que
daría verdadero gusto trabajar en ellos si el trabajo no durase más de cuatro o
cinco horas diarias y si cada cual tuviese facilidad de variarlo a su antojo.
Hay una fábrica
-dedicada, por desgracia, a ingenios de guerra- que nada deja que desear desde
el punto de vista de la organización sanitaria e inteligente. Ocupa veinte hectáreas
de terreno, quince de las cuales están con cubierta de vidrio. El suelo, de
ladrillo refractario, se ve tan limpio como el de una casita de minero; y una
escuadra de operarios, que no hacen otra cosa, limpian esmeradamente la
techumbre acristalada. Allí se forjan barras de acero hasta de veinte
toneladas: de peso, y estando a treinta pasos de un inmenso horno, cuyas llamas
tienen una temperatura de más de 1.000 grados, no se adivina su presencia sino
cuando la inmensa boca del horno deja paso a un monstruo de acero. Y ese
monstruo lo manejan sólo tres o cuatro trabajadores sin más que abrir acá o
acullá un grifo, haciendo mover inmensas grúas por la presión del agua dentro
de tubas.
Se entra predispuesto a
oír el ruido ensordecedor de los mazos colosales, y se descubre que no hay mazo
alguno. Los inmensos cañones de cien toneladas y los ejes de los vapores
trasatlánticos se forjan por la presión hidráulica, y el obrero se limita a
hacer girar la llave de un grifo para comprimir el acero, prensándolo en vez de
forjarlo, lo cual da un metal mucho más homogéneo, sin quebrajas, cualquiera
que sea el espesor de las piezas.
Espérase un
rechinamiento general, y se ven máquinas que cortan masas de acero de diez
metros de longitud sin hacer más ruido que el necesario para cortar un queso. Y
cuando expresábamos nuestra admiración al ingeniero que nos acompañaba,
respondía:
«¡Es una simple cuestión
de ahorro! Esta máquina que cepilla el acero lleva en servicio cuarenta y dos
años. No hubiera servido ni diez si sus partes, más ajustadas o débiles, se
entrechocasen, rechinasen a cada golpe del cepillo.
«¿Los altos hornos?
Sería un gasto inútil dejar irradiar afuera el calor, en vez de utilizarlo.
¿Por qué tostar a los fundidores, cuando el calor perdido por irradiación
representa toneladas de carbón?
»Los mazos de pilón, que
hacían retemblar los edificios en cinco leguas a la redonda, ¡otro despilfarro!
Se forja mejor por presión que por choque, y cuesta menos; hay menos pérdida.
»El espacio concedido a
cada taller, la claridad de la fábrica, su limpieza, todo ello es una sencilla
cuestión de ahorro. Se trabaja mejor cuando se ve claro y no hay apreturas.
»Verdad es que estábamos
muy estrechos antes de venir aquí. Y es que el suelo resulta terriblemente caro
en los alrededores de las grandes ciudades. ¡Si son rapaces los propietarios!
» Lo mismo sucede con
las minas. Aunque sólo sea por Zola o por los periódicos, ya se sabe lo que la
mina es hoy. Pues bien; la mina del porvenir estará bien ventilada, con una
temperatura tan perfectamente regular como la de un gabinete de trabajo, sin
caballos condenados a morir debajo de tierra, haciéndose la tracción
subterránea por medio de un cable automotor puesto en movimiento desde la boca
del pozo; los ventiladores estarán siempre en marcha, y nunca habrá
explosiones. Esta mina no es un sueño; se ven ya en Inglaterra, y nosotros
hemos visitado una. También aquí es una simple cuestión de economía ese buen
orden. La mina de que hablamos, a pesar de su inmensa profundidad de 430 metros,
suministra mil toneladas diarias de hulla con doscientos trabajadores
solamente, o sea cinco toneladas por día y por trabajador, mientras que el
promedio en los dos mil pozos de Inglaterra viene a ser de trescientas
toneladas por año y por trabajador.
Este asunto ha sido
tratado ya con mucha frecuencia por los periódicos socialistas, y se ha formado
opinión. La fábrica, el taller, la mina, pueden ser tan sanos, tan
magníficos como los mejores laboratorios de las universidades modernas, y
cuanto mejor organizados estén desde ese punto de vista, más productivo
resultará el trabajo humano.
¿Puede dudarse de que en
una sociedad de iguales, en que los brazos no estén obligados a
venderse, el trabajo será realmente un placer, una distracción? La tarea
repugnante o malsana deberá desaparecer porque es evidente que en estas
condiciones es nociva para la sociedad entera. Podían entregarse a ella los
esclavos; el hombre libre aspira a nuevas condiciones de un trabajo agradable e
infinitamente más productivo. Las excepciones de hoy serán la regla del mañana.
2
Una sociedad regenerada
por la revolución sabrá hacer que desaparezca la esclavitud doméstica, esa
postrera forma de la esclavitud, la más tenaz quizá, porque también es la más
antigua. Sólo que no lo hará del modo soñado por los falansterianos, ni de la
manera como frecuentemente se lo imaginan los comunistas.
El falansterio repele a
millones de seres humanos. El hombre menos expansivo experimenta ciertamente la
necesidad de reunirse con sus semejantes para un trabajo común, tanto más
atractivo cuanto que se tiene conciencia de formar parte del inmenso todo. Pero
no sucede así en las horas dedicadas al descanso y a la intimidad. El
falansterio, y aun el familisterio, no lo tienen en cuenta, o bien tratan de
responder a esta necesidad con agrupaciones artificiosas.
El falansterio, que no
es en realidad sino un inmenso hotel, puede agradar a algunos y aun a todos en
ciertos momentos de su vida, pero la gran mayoría prefiere la vida de familia,
por supuesto de la familia del porvenir; prefiere la habitación aislada, y los
normandos anglosajones llegan hasta a preferir la casita de cuatro, seis u ocho
piezas, en la cual pueden vivir separadamente la familia o la aglomeración de
amigos.
Otros socialistas
repudian el falansterio. Pero cuando se les pregunta cómo podría organizarse el
trabajo doméstico, responden: «Cada cual hará su propio trabajo; mi mujer
desempeña bien el de la casa; las burguesas harán otro tanto». Y si es un
burgués aficionado al socialismo quien habla, dirá a su mujer con una sonrisa
graciosa: «¿No es verdad, querida, que te pasarías con gusto sin criada en una
sociedad socialista? ¿No es cierto que harías lo mismo que la mujer de nuestro
excelente amigo Pablo o la de Juan el carpintero, a quien conoces?» A lo que la
mujer contesta con una sonrisa agridulce y un «Vaya que sí, querido», diciendo
aparte que, por fortuna, eso no sucederá tan pronto.
Pero la mujer también
reclama su puesto en la emancipación de la humanidad. Ya no quiere ser la
bestia de carga de la casa. Bastante es que tenga que dedicar tantos años de su
vida a la crianza de sus hijos. ¡Ya no quiere ser más la cocinera, la
trajinadora, la barrendera de la casa! Y como las americanas han tomado la
delantera en esta obra de reivindicación, son generales las quejas en los
Estados Unidos por la falta de mujeres que se dediquen a los trabajos
domésticos. La señora prefiere el arte, la política, la literatura o el salón
de juego; la obrera hace otro tanto, y ya no se encuentran criadas de servir.
En los Estados Unidos, son raras las solteras y casadas que consientan en
aceptar la esclavitud del delantal.
Si os lustráis los
zapatos, ya sabéis cuán ridículo es ese trabajo. ¿Puede haber nada más estúpido
que frotar veinte o treinta veces un zapato con el cepillo? Es preciso que una
décima parte de la población europea se venda por un jergón y alimento
insuficiente, para hacer ese servicio embrutecedor; es preciso que la misma
mujer se conceptúe como una esclava, para que se siga practicando cada mañana
semejante operación por docenas de millones de brazos.
Sin embargo, los
peluqueros tienen máquinas para cepillar los cráneos lisos y las cabelleras
crespas. ¿No era muy sencillo aplicar el mismo principio a la otra extremidad?
Eso es lo que se ha hecho. Hoy, la máquina de lustrar el calzado es de uso
general en las grandes fondas americanas y europeas. También se difunde fuera
de ellas. En las grandes escuelas de Inglaterra, divididas en secciones con
cincuenta a doscientos colegiales internos cada una, se ha encontrado más
sencillo tener un solo establecimiento que todas las mañanas embetuna los mil
pares de zapatos; esto evita el sostener un centenar de criadas dedicadas
especialmente a esa operación estúpida. El establecimiento recoge por la noche
los zapatos y los devuelve por la mañana a domicilio, lustrados a máquina.
¡Fregar la vajilla!
¿Dónde habrá una mujer que no tenga horror a esa tarea, larga y sucia a la vez,
y que siempre se hace a mano, únicamente porque el trabajo de la esclava
doméstica no se tiene en cuenta para nada?
En América se ha
encontrado algo mejor. Ya hay cierto número de ciudades en las cuales el agua
caliente se envía a domicilio, como el agua fría entre nosotros. En estas
condiciones, el problema era de una gran sencillez, y lo ha resuelto una mujer,
la señora Cockrane. Su máquina lava veinte docenas de platos, los enjuaga y los
seca en menos de tres minutos. Una fábrica de Illinois construye esas máquinas,
que se venden a un precio accesible para las casas regulares. Y en cuanto a las
casas modestas, enviarán su vajilla al establecimiento lo mismo que los
zapatos. Hasta es probable que una misma empresa se dedique a estos dos
servicios: el de embetunar y el de fregar.
Limpiar los cuchillos;
desollarse la piel y retorcerse las manos lavando la ropa para exprimir el agua
de ella; barrer los suelos o cepillar las alfombras levantando nubes de polvo,
que es preciso quitar en seguida con sumo trabajo de los sitios donde va a
posarse: todo esto se hace aún, porque la mujer sigue siendo esclava. Pero
comienza a desaparecer, por hacerse todas esas funciones infinitamente mejor a
máquina, y las máquinas de todas clases se introducirán en el domicilio privado
cuando la distribución de la electricidad a domicilio permita ponerlas todas en
movimiento, sin gastar el menor esfuerzo muscular.
Las máquinas cuestan muy
poco, y si aún las pagamos tan caras, es porque no son de uso general, y sobre
todo, porque un 75 por 100 se lo han llevado ya esos señores que especulan con
el suelo, las primeras materias, la fabricación, la venta, la patente, el
impuesto y otras cosas por el estilo, y todos ellos tienen prisa por poner
coche.
El porvenir no es tener
en cada casa una máquina de limpiar el calzado, otra para fregar los platos,
otra para lavar la ropa blanca, y así sucesivamente. El porvenir es del
calorífero común, que envíe el calor a cada cuarto de todo un barrio y evite
encender lumbre. Esto se hace ya en algunas ciudades americanas. Una gran casa
Central envía agua caliente a todas las casas, a todos los pisos. El agua
circula por los tubos, y para regular la temperatura, sólo hay que dar vueltas
a una llave. Y si se quiere tener además fuego en una estancia determinada,
puede encenderse el gas especial de calefacción enviado desde un depósito central.
Todo ese inmenso servicio de limpiar chimeneas y hacer lumbre, ya sabe la mujer
cuánto tiempo absorbe, y está en vías de desaparecer.
La vela de parafina, la
lámpara de petróleo y hasta el mechero de gas han pasado ya. Hay ciudades
enteras donde basta apretar un botón para que surja la luz, y en último
término, es cuestión de economía y de saber vivir el lujo de la lámpara
eléctrica.
Por último (siempre en
América), trátase ya de formar sociedades para suprimir la casi totalidad del
trabajo doméstico. Bastaría crear servicios caseros para cada manzana de casas.
Un carro iría a recoger a domicilio los cestos de calzado para embetunar, de
vajilla para fregar, de ropa blanca para lavar, de menudencias para remendar
(si merecen la pena), de alfombras para cepillar, y al día siguiente, por la
mañana temprano, devolvería bien hecha la labor que se le hubiese confiado.
Algunas horas más tarde, aparecerían en vuestra mesa el café caliente y los
huevos cocidos en su punto.
En efecto, entre
mediodía y las dos de la tarde hay de seguro más de veinte millones de
americanos y otros tantos ingleses comiendo todos ellos buey o cordero asado,
cerdo cocido, patatas cocidas y verduras de la estación. Y por lo bajo hay ocho
millones de fuegos encendidos durante dos o tres horas para asar esa carne y
cocer esas hortalizas; ocho millones de mujeres dedicadas a preparar esa
comida, que quizá no consista en más de diez platos diferentes.
«¡Cincuenta hogares
encendidos, donde bastaría uno solo!», exclamaba tiempo atrás una americana.
Comed en vuestra mesa; en familia con vuestros hijos, si queréis. Pero por
favor, ¿para qué esas cincuenta mujeres perdiendo la mañana en hacer algunas
tazas de café y en preparar aquel almuerzo tan sencillo? ¿Por qué esos
cincuenta fuegos, cuando con uno solo y dos personas bastaría para cocer todos
esos trozos de carne y todas las hortalizas? Elegid vosotros mismos vuestro
asado de buey o de carnero, si sois de paladar delicado; sazonad las verduras a
vuestro gusto, si preferís tal o cual salsa. Pero no tengáis más que una cocina
tan espaciosa y un solo hornillo tan bien dispuesto como os haga falta.
Emancipar a la mujer no
es abrir para ella las puertas de la universidad, del foro y del parlamento.
La mujer manumitida
descarga siempre en otra mujer el peso de los trabajos domésticos. Emancipar a
la mujer es libertarla del trabajo embrutecedor de la cocina y del lavadero: es
organizarse de modo que le permita criar y educar a sus hijos, si le parece,
conservando tiempo de sobra para tomar parte en la vida social.
1
Habituados como estamos
por hereditarios prejuicios, por una educación y una instrucción absolutamente
falsas, a no ver en todas partes más que gobierno, legislación y magistratura,
llegamos a creer que los hombres iban a destrozarse unos a otros como fieras el
día en que el polizonte no estuviese con los ojos puestos en nosotros, y que
sobrevendría el caos si la autoridad desapareciera. Y sin advertirlo, pasamos
junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen libremente, sin ninguna
intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a
las que se realizan bajo la tutela gubernamental.
Trescientos cincuenta
millones de europeos se aman o se odian, trabajan o viven de sus rentas, sufren
o gozan. Pero su vida y sus hechos (aparte de la literatura, del teatro y del
deporte), permanecen ignorados para los periódicos si no han intervenido de una
manera u otra los gobiernos.
Lo mismo sucede con la
historia. Conocemos los menores detalles de la vida de un rey o de un
parlamento; nos han conservado todos los discursos, buenos y malos,
pronunciados en esos mentideros, «discursos que jamás han influido en el voto
de un solo miembro», como decía un parlamentario veterano. Las visitas de los
reyes, el buen o mal humor de los politicastros, sus juegos de palabras y sus
intrigas, todo eso se ha guardado con sumo cuidado para la posteridad. Pero nos
cuesta las mayores fatigas del mundo reconstituir la vida de una ciudad de la
Edad Media, conocer el mecanismo de ese inmenso comercio de cambio que se
realizaba entre las ciudades anseáticas o saber cómo edificó su catedral la
ciudad de Rouen. Si algún sabio ha dedicado su vida a estudiarlo, sus obras
quedan desconocidas, y las historias «parlamentarias», es decir, falsas, puesto
que no hablan sino de un solo aspecto de la vida de las sociedades, se
multiplican, se compran y venden, se enseñan en las escuelas.
Y nosotros, ¡ni siquiera
advertimos la prodigiosa tarea que lleva a cabo diariamente la agrupación
espontánea de los hombres, y que constituye la obra capital de nuestro siglo!
Es de plena evidencia que en la actual sociedad, basada en la propiedad
individual, es decir, en la expoliación y en el individualismo, corto de
alcances y por tanto estúpido, los hechos de este género son por necesidad
limitados; en ella, el común acuerdo no es perfectamente libre, y a menudo
funciona para un fin mezquino, cuando no execrable.
Pero lo que nos importa
no es hallar ejemplos que seguir a ciegas, y que tampoco podría suministrarnos
la sociedad actual. Lo que nos hace falta es destacar que, a pesar del
individualismo autoritario que nos asfixia, hay siempre en el conjunto de
nuestra vida una parte muy vasta donde no se obra más que por libre acuerdo
común, y que es mucho más fácil de lo que se cree pasarse sin gobierno.
Sabido es que Europa
posee una red de vías férreas de 280.900 kilómetros, y que por esa red se puede
circular hoy sin detenciones y hasta sin cambiar de vagón (cuando se viaja en
tren expreso) de Norte a Sur, de Poniente a Levante, de Madrid a Petersburgo y
de Calais a Constantinopla. Y aún hay más: un bulto depositado en una estación
ferroviaria irá a poder del destinatario, así esté en Turquía o en el Asia
Central, sin más formalidad por parte del remitente que la de escribir el punto
de destine en un pedazo de papel.
Este resultado podía
obtenerse de dos maneras. Un Napoleón, un Bismarck, un potentado cualquiera,
conquistar Europa, y desde París, Berlín o Roma trazar en el mapa la dirección
de las vías férreas y regular la marcha de los trenes. El idiota coronado de
Nicolás I soñó hacerlo así. Cuando le presentaron proyectos de caminos de
hierro entre Moscú y Petersburgo, cogió una regla y tiró en el mapa de Rusia
una línea recta entre sus dos capitales, diciendo: «He aquí el trazado». Y el
camino se hizo en línea recta, apilando profundas torrenteras y elevando
puentes vertiginosos, que fue preciso abandonar al cabo de algunos años,
costando el kilómetro, por término medio, dos o tres millones de pesetas.
Este es uno de los
medios; pero en otras partes se ha hecho de otra forma. Los ferrocarriles se
han construido a ramales, enlazándose luego éstos entre si, y después, las cien
diversas compañías propietarias de esos ramales han tratado de concertarse para
hacer concordar sus trenes a la llegada y a la salida y para hacer circular por
sus carriles coches de todas procedencias, sin descargar las mercancías al
pasar de una red a otra.
Todo esto se ha hecho de
común acuerdo libre, cruzándose cartas y propuestas, por medio de congresos
adonde iban los delegados a discutir tal o cual cuestión especial o a legislar;
y después de los congresos, los delegados regresaban sus compañías, no con una
ley, sino con un proyecto de contrato para ratificarlo o desecharlo.
Esta inmensa red de
ferrocarriles enlazados entre sí, y ese prodigioso tráfico a que dan lugar,
constituyen de cierto el rasgo más asombroso de nuestro siglo y se deben al
convenio libre. Si hace cincuenta años alguien lo hubiera previsto y predicho,
nuestros abuelos le hubiesen creído loco o imbécil, y habrían exclamado:
«¡Nunca lograréis que se entiendan cien compañías de accionistas! Eso es una
utopía, eso es un cuento de hadas que nos contáis. Sólo podía imponerlo un
gobierno central, con un director de bríos.»
Pues bien; lo más
interesante de esa organización es ¡que no hay ningún gobierno centra europeo
de los ferrocarriles!
¡Nada! ¡No hay ministro
de los caminos de hierro, no hay dictador, ni siquiera un parlamento
continental, ni aun una junta directiva! Todo se hace por contrato.
Pero, ¿cómo pueden
pasarse sin todo eso los ferrocarriles de Europa? ¿Cómo logran hacer viajar a
millones de viajeros y montañas de mercancías a través de todo un continente?
Si las compañías propietarias de los caminos de hierro han podido entenderse,
¿por qué no se habían de concertar de igual modo los trabajadores al incautarse
de las lineas férreas? Y si la compañía de Petersburgo a Varsovia y la de París
a Belfort pueden obrar de concierto sin permitirse el lujo de crear un gerente
de ambas a un tiempo, ¿por qué en el seno de nuestras sociedades, constituida
cada una de ellas por un grupo de trabajadores libres, habría necesidad de un
gobierno?
2
Estos ejemplos tienen su
lado defectuoso, porque es imposible citar una sola organización exenta de la
explotación del débil por el fuerte, del pobre por el rico. Por eso los estadistas
no dejarán de decirnos, de seguro, con la lógica que los distingue: «¡Ya veis
que la intervención del Estado es necesaria para poner fin a esa explotación!»
Sólo que, olvidando las
lecciones de la historia, no nos dirán hasta qué punto ha contribuido el Estado
mismo a agravar tal situación, creando el proletariado y entregándolo a los
explotadores. Y olvidarán también decirnos si es posible acabar con la explotación
en tanto que sus causas primeras -el capital individual y la miseria, creada
artificialmente en sus dos tercios por el Estado- continúen existiendo.
A propósito del completo
acuerdo entre las compañías ferroviarias, es de prever que nos digan: «¿No veis
cómo las compañías de ferrocarriles estrujan y maltratan a sus empleados y a
los viajeros? ¡Preciso es que intervenga el Estado para proteger al público!»
Pero hemos dicho y repetido hartas veces que mientras haya capitalistas se
perpetuarán esos abusos de poder. Precisamente el Estado, el pretendido
bienhechor, es quien ha dado a las compañías ese terrible poderío de que hoy
gozan. ¿No ha creado las concesiones, las garantías? ¿No ha enviado sus tropas
contra los empleados de los caminos de hierro huelguistas? Y al principio (eso
aún se ve en Rusia), ¿no ha extendido el privilegio hasta el punto de prohibir
a la prensa el mencionar los desastres ferroviarios para no depreciar las
acciones de que salía garante? ¿No ha favorecido, en efecto, el monopolio que
ha consagrado «reyes de la época» a los Vanderbilt como a los Polyakoff, a los
directores del París-lyon-Mediterráneo y a los del San Gotardo?
Así, pues, si ponemos
como ejemplo el tácito acuerdo establecido entre las compañías de
ferrocarriles, no es como un ideal de gobierno económico, ni aun como un ideal
de organización técnica. Es para demostrar que si capitalistas sin más
propósito que el de aumentar sus rentas a costa de todo el mundo, pueden
conseguir explotar las vías férreas sin fundar para eso una oficina
internacional, ¿no podrán hacer lo mismo, y aun mejor, sociedades de
trabajadores, sin nombrar un ministerio de los caminos de hierro europeos?
Pudiera también
decírsenos que el común acuerdo de que hablamos no es enteramente libre:
que las grandes compañías imponen su ley a las pequeñas. Pudieran citarse, por
ejemplo, tal rica compañía que obliga a los viajeros de Berlín a Basilea a
pasar por Colonia y Francfort, en vez de seguir el camino de Leipzig; tal otra
que impone a las mercancías rodeos de cien y doscientos kilómetros (en largos
trayectos) para favorecer a poderosos accionistas; en fin, tal otra que arruina
líneas secundarias. En los Estados Unidos, viajeros y mercancías se ven algunas
veces obligados a seguir inverosímiles trazados, para que afluyan los dólares
al bolsillo de un Vanderbilt.
Nuestra respuesta será
la misma. Mientras exista el capital, siempre podrá oprimir el grande al
pequeño. Pero la opresión no sólo resulta del capital. Merced, sobre todo, al
sostén del Estado, al monopolio que el Estado crea en su favor, es como ciertas
grandes compañías oprimen a las pequeñas.
Marx ha demostrado muy
bien cómo la legislación inglesa ha hecho todo lo posible para arruinar la
pequeña industria, reducir al campesino a la miseria y proporcionar a los
grandes industriales batallones de famélicos, forzados a trabajar por cualquier
salario. Exactamente lo mismo sucede con la legislación relativa a los caminos
de hierro. Líneas estratégicas, líneas subvencionadas, líneas monopolizadoras
del correo internacional: todo se ha puesto en juego a beneficio de los peces
gordos del agiotismo. Cuando Rosthchild -acreedor de todos los Estados
europeos- compromete su capital en determinado camino de hierro, sus fieles
vasallos, los ministros, se las arreglarán para hacerle ganar aún más.
En los Estados Unidos
-esa democracia que los autoritarios nos proponen algunas veces por ideal-
mézclase el fraude más escandaloso en todo lo concerniente a ferrocarriles. Si
tal o cual compañía mata a sus competidores con una tarifa muy baja, es porque
se compensa por otra parte con los terrenos que, mediante propinas, le ha
concedido el Estado.
También aquí el Estado
duplica, centuplica la fuerza del gran capital. Y cuando vemos a los sindicatos
de ferrocarriles (otro producto del común acuerdo libre) conseguir algunas
veces proteger a las pequeñas compañías contra las grandes, no nos queda más
que asombrarnos de la fuerza intrínseca del convenio libre, a pesar de la
omnipotencia del gran capital con el auxilio del Estado.
En efecto, las pequeñas
compañías viven a pesar de la parcialidad del Estado; y si en Francia -país de
centralización- no vemos más que cinco o seis grandes compañías, en la Gran
Bretaña se cuentan más de ciento diez, que se entienden a las mil maravillas, y
con seguridad están mejor organizadas, para el rápido transporte de mercancías
y viajeros que los ferrocarriles franceses y alemanes.
Además, no es ésa la
cuestión. El gran capital, favorecido por el Estado, puede siempre aplastar al
pequeño, si le tiene cuenta. Lo que nos ocupa es esto: el común acuerdo
entre los centenares de compañías ferroviarias a las que pertenecen los caminos
de hierro de Europa se ha establecido directamente, sin la intervención de
un gobierno central que imponga la ley a las diversas sociedades, sino que
se ha mantenido por medio de congresos compuestos de delegados que discuten
entre si y someten a sus comitentes proyectos y no leyes. Este es
un principio nuevo, que difiere por completo del principio gubernamental, monárquico
o republicano, absoluto o parlamentario. Es una innovación que se introduce,
aún con timidez, en las costumbres de Europa; pero el porvenir es suyo.
3
Muchas veces hemos leído
en los escritos de los socialistas de Estado exclamaciones por este estilo: «¿Y
quién se encargará en la sociedad futura de regularizar el tráfico en los
canales? Si a uno de vuestros compañeros anarquistas se le pasase por la cabeza
atravesar su barca en un canal e impedir el tránsito a millares de barcas,
quién le haría entrar en razón?»
Confesamos que la
suposición es un poco caprichosa. Pero se podría añadir: «Y si, por ejemplo,
tal o cual municipio o grupo voluntario quisieran hacer pasar sus barcas antes
que las otras, dificultarían el paso del canal para acarrear tal vez piedras,
mientras que el trigo destinado a otro municipio se quedaría en la estacada.
¿Quién regularizaría, pues, la marcha de las barcas, a no ser el gobierno?»
Sabido es lo que son los
canales en Holanda: constituyen sus caminos. También se cabe el tráfico que se
hace por esos canales. Lo que se transporta entre nosotros por una carretera o
un ferrocarril, se transporta en Holanda por los canales. Allá es donde habría
que andar a golpes para hacer pasar sus barcas antes que las otras. ¡Allá
tendría que intervenir el gobierno para poner orden en el tráfico!
Pues bien, no. Más
prácticos, los holandeses, desde hace largo tiempo han sabido arreglárselas de
otro modo, creando ghildas, sindicatos de barqueros, asociaciones
libres, hijas de las necesidades mismas de la navegación. El paso de las barcas
se hacía según cierto orden de inscripción, siguiéndose unas a otras por turno,
sin adelantarse, so pena de verse excluidas del sindicato. Ninguna se
estacionaba más de cierto número de días en los puertos de embarque, y si en
ese tiempo no hallaba mercancías que transportar, tanto peor para ella: salía
de vacío y dejaba el puesto a las recién venidas. Evitábase así la
aglomeración, aun cuando quedase intacta la competencia entre los empresarios,
consecuencia de la propiedad individual. Suprimid ésta, y el común acuerdo
sería mas cordial aún, más equitativo para todos.
Por supuesto, el
propietario de cada barca podía adherise o no al sindicato: eso era asunto
suyo, pero la mayoría preferían afiliarse. Los sindicatos presentan además tan
grandes ventajas, que se han difundido por el Rin, el Weser y el Oder, hasta
Berlín. Los barqueros no han esperado a que el gran Bismarck haga la anexión de
la Holanda a la Alemania y nombre un Ober Haupt General-Stats
Canal-Navigations-Rath con un número de galones correspondiente a la
longitud de su título. Han preferido concertarse internacionalmente. Y aún más.
Gran número de barcos de vela que prestan servicio entre los puertos alemanes y
los de Escandinavia, así como los de Rusia, se han adherido también a esos
sindicatos, con el fin de establecer cierta armonía en el cruce de los barcos.
Habiendo surgido libremente tales asociaciones y siendo voluntaria la adhesión
a ellas, no tienen que ver nada con los gobiernos.
Es posible, es muy
probable en todo caso, que también aquí el gran capital oprima al pequeño.
Puede ser también que el sindicato tenga tendencias a erigirse en monopolio,
sobre todo con el precioso patronato del Estado, que no dejará de mezclarse en
ello. Sólo que no olvidemos que esos sindicatos representan una asociación
cuyos miembros no tienen más que intereses personales; pero si cada armador se
viese obligado, por la socialización de la producción, del consumo y del
cambio, a formar parte de otra, cien asociaciones precisas para cubrir sus
necesidades, cambiarían de aspecto las cosas. Poderoso en el agua el grupo de
los bateleros, sentiríase débil en tierra firme y moderaría sus pretensiones,
para concertarse con los ferrocarriles, las manufacturas y otros grupos.
Puesto que hablamos de
buques y barcas, citemos una de las más hermosas organizaciones que han surgido
en nuestro siglo, una de aquellas que con más justos títulos pueden
enorgullecernos: es la asociación inglesa de Salvamento de náufragos (Lifebotat
Associations).
Sabido es que todos los
años van a estrellarse más de mil buques en las costas de Inglaterra. En alta
mar, un buen barco rara vez teme la tempestad. Junto a las costas le aguardan
los peligros: mar agitado que le rompe el codastre, rachas de viento que le
arrebatan mástiles y velas, corrientes que le hacen ingobernable, arrecifes y
bajíos sobre los cuales va a encallar.
Incluso cuando en otros
tiempos los habitantes de las costas encendían fogatas para atraer a los buques
hacia los escollos y apoderarse de su cargamento, según costumbre, siempre han
hecho todo lo posible para salvar a las tripulaciones. Al ver a un buque en mal
trance, lanzaban sus cáscaras de nuez y dirigíanse en socorro de los náufragos,
para encontrar muy a menudo ellos mismos la muerte entre las olas. Cada choza a
orilla del mar tiene sus leyendas del heroísmo, desplegado por la mujer igual
que por el hombre, para salvar a las tripulaciones en vías de perderse.
El Estado y los sabios
han hecho alguna cosa para disminuir el número de los siniestros. Los faros,
las señales, los mapas, las advertencias meteorológicas lo han reducido,
ciertamente, mucho. Pero siempre quedan cada año un millar de embarcaciones y
muchos miles de vidas humanas que salvar.
Por eso, algunos hombres
de buena voluntad pusieron manos a la obra. Buenos marinos, ellos mismos
imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin ponerse
por montera ni irse a pique, e iniciaron alguna campana para interesar al
público en la empresa, encontrar el dinero necesario, construir barcos y
situarlos en las costas, en todas partes donde puedan prestar servicios.
Como esas gentes no eran
jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido que para realizar
bien su empresa les era necesario el concurso, el entusiasmo de los marinos, su
conocimiento de los lugares, su abnegación sobre todo. Y para encontrar hombres
que a la primera señal se lancen de noche al caos de las olas, sin dejarse
detener por las tinieblas ni por los rompientes, y luchando cinco, seis, diez
horas, contra el oleaje antes de abordar al buque náufrago, hombres dispuestos
a jugarse la vida para salvar la de los demás, se necesita el sentimiento de
solidaridad, el espíritu de sacrificio que no se compra con galones.
Así, pues, hubo un
movimiento enteramente espontáneo, producto del convenio libre y de la
iniciativa individual. Centenares de grupos locales se organizaron a lo largo
de las costas. Los iniciadores tuvieron el buen sentido de no echárselas de
maestros, buscaron luces en las chozas de los pescadores. Un lord envió
veinticinco mil pesetas para construir un bote de salvamento a un determinado
pueblo de la costa; aceptóse el donativo, pero dejando a elección de los
pescadores y marinos de aquella localidad el sitio dónde había de situarse el
bote.
Los pianos de las nuevas
embarcaciones no se hicieron en el Almirantazgo. «Puesto que importa -leemos en
el informe de la Asociación- que los salvadores tengan plena confianza en la
embarcación que tripulan, la junta se impone ante todo el deber de dar a los
botes la forma y los pertrechos que puedan desear los propios salvadores.» Por
eso cada año introduce un perfeccionamiento nuevo.
¡Todo por los
voluntarios, que se organizan en juntas o grupos locales! ¡Todo por la ayuda
mutua y por el común acuerdo! ¡Qué anarquistas! Por eso no piden nada a los
contribuyentes, y el año pasado se les dieron 1.076.000 pesetas de cuotas
voluntarias y espontáneas.
En 1871 la Asociación
poseía doscientos noventa y tres botes de salvamento. Ese mismo año salvó
seiscientos un náufragos y treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado
treinta y dos mil seiscientos setenta y un seres humanos.
Habiendo perecido en
1886 entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres,
presentáronse centenares de nuevos voluntarios a inscríbirse, a constituirse en
grupos locales, y esa agitación dio por resultado el que se construyeran veinte
botes suplementarios.
Advirtamos de paso que
la Asociación envía cada año a los pescadores y marinos excelentes barómetros a
un precio tres veces menor que su valor real, propaga los conocimientos
meteorológicos y tiene a los interesados al corriente de las variaciones
bruscas previstas por los sabios.
Repetimos que las
pequeñas juntas o grupos locales no tienen organización jerárquica y se
componen únicamente de voluntarios para el salvamento y de personas que se
interesan por esa obra. La junta central, que es más bien un centro de
correspondencia, no interviene en absoluto. Verdad es que cuando en el
municipio se trata de votar acerca de un asunto de educación o de impuesto
local, esas juntas no toman parte como tales en las deliberaciones -modestia
que, por desgracia, no imitan los elegidos de un ayuntamiento-. Pero; por otra
parte, esas buenas gentes no admiten que quienes no han arrostrado nunca las
tormentas, les impongan leyes acerca del salvamento. A la primera señal de
apuro, acuden, se conciertan y echan adelante. Nada de galones, mucha buena
voluntad.
Imaginaos que alguien os
hubiese dicho hace veinticinco años: «Tan capaz como es el Estado para hacer
matar veinte mil hombres en un día y que salgan heridos otros cincuenta mil, es
incapaz para prestar socorro a sus propias víctimas. Por tanto, mientras exista
la guerra, hace falta que intervenga la iniciativa privada y que los hombres de
buena voluntad se organicen internacionalmente para esa obra humanitaria.»
¡Qué diluvio de burlas
hubiese llovido sobre quien hubiera osado emplear este lenguaje! En primer
término, le hubieran tratado de utópico, y si después se hubiese dignado abrir
la boca, le hubieran respondido: «Precisamente faltarán voluntarios allí donde
más se deje sentir su necesidad. Vuestros hospitales libres estarán todos
centralizados en sitio seguro, al paso que se carecerá de lo indispensable en
las ambulancias. Las rivalidades nacionales se las arreglarán de modo que los
pobres soldados morirán sin socorro». Tantos oradores, otras tantas reflexiones
de desaliento. ¡Quién de nosotros no ha oído perorar en ese tono!
Pues bien; ya sabemos lo
que pasa. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en todas
partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de
1870-71, los voluntarios pusiéronse a la obra. Hombres y mujeres acudieron a
ofrecer sus servicios. Organizáronse a millares los hospitales y las
ambulancias, corrieron trenes a llevar ambulancias, víveres, ropas,
medicamentos para los heridos. Las comisiones inglesas enviaron convoyes
enteros de alimentos, vestidos, herramientas, grano para sembrar, animales de
tiro, ¡hasta arados de vapor para ayudar a la labranza de los departamentos
asolados por la guerra! Consultad tan sólo La Cruz Roja, por Gustavo
Moynier, y os asombrará realmente lo inmenso de la tarea llevada a cabo.
La abnegación de los
voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo encomio. Sólo pedían ocupar
los puestos da mayor peligro. Y al paso que los médicos asalariados por el
Estado huían con su estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios
de la Cruz Roja continuaban sus faenas bajo las balas, soportando las
brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los
mismos cuidados a los heridos de todas las nacionalidades: holandeses e
italianos, suecos y belgas; hasta japoneses y chinos, entendíanse a las mil
maravillas. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades del
momento; sobre todo rivalizaban en la higiene de sus hospitales. ¡Cuántos
franceses hablan aún con profunda gratitud de los tiernos cuidados que
recibieron por parte de tal o cual voluntario, holandés o alemán, en las
ambulancias de la Cruz Roja!
¡Qué le importa al
autoritario! Su ideal es el médico del regimiento, el asalariado del Estado.
¡Al diablo, pues, la Cruz Roja con sus hospitales higiénicos, si los enfermeros
no son funcionarios!
He aquí una organización
nacida ayer y que cuenta en este momento sus miembros por centenas de millar;
que posee ambulancias, hospitales, trenes, elabora procedimientos nuevos para
tratar las heridas, y que se debe a la iniciativa de unos cuantos hombres de
corazón.
¿Se nos dirá tal vez que
los Estados también suponen algo en esa organización? Sí; los Estados han
puesto la mano para apoderarse de ella. Las juntas directivas están presididas
por esos a quienes los lacayos llaman príncipes de sangre real. Emperadores y
reinas prodigan su patronato a las juntas nacionales. Pero no es a ese
patronazgo a lo que se debe el triunfo de la organización, sino a las mil
juntas locales de cada nación, a la actividad de sus individuos, a la
abnegación de todos los que tratan de aliviar a las víctimas de la guerra. ¡Y
aún sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no interviniese absolutamente
en nada!
En todo caso, no fue por
órdenes de ninguna junta directiva internacional por lo que ingleses y
japoneses, suecos y chinos se apresuraron a enviar socorros a los heridos de
1871. Los hospitales se levantaban en el territorio invadido, y las ambulancias
iban a los campos de batalla, no por órdenes de ningún ministerio
internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país. Una vez en
el sitio, no se tiraron de las greñas, como preveían los jacobinos: todos se
pusieron a la obra, sin distinción de nacionalidades.
No acabaríamos si
quisiéramos multiplicar los ejemplos tomados del arte de exterminar a los
hombres. Bástenos solamente citar las sociedades innumerables a que sobre todo
debe el ejército alemán su fuerza, que no depende sólo de su disciplina, como
en general se cree. Esas sociedades pululan en Alemania y tienen por objetivo
propagar los conocimientos militares. En uno de los últimos congresos de la
Alianza militar alemana (Kriegerbund) se han visto delegados de dos mil
cuatrocientas cincuenta y dos sociedades federadas entre sí, con ciento
cincuenta y un mil setecientos doce miembros.
Sociedades de tiro, de
juegos militares, de juegos estratégicos, de estudios topográficos: he aquí los
talleres donde se elaboran los conocimientos técnicos del ejército alemán, y no
en las escuelas de regimiento. Es una red formidable de sociedades de todas
clases, que engloban militares y paisanos, geógrafos y gimnastas, cazadores y
técnicos; sociedades que espontáneamente se organizan, se federan; discuten y
van a hacer exploraciones al campo. Estas asociaciones voluntarias y libres son
las que constituyen la verdadera fuerza del ejército alemán.
Su objetivo es
detestable: el sostenimiento del imperio. Pero lo que nos importa registrar es
que el Estado -a pesar de su grandísima misión, que es la organización
militar- ha comprendido que su desarrollo seria tanto más cierto cuanto más se
abandone al libre acuerdo de los grupos y a la libre iniciativa de los
individuos.
Hasta en materia
guerrera se recurre al libre acuerdo común, y para confirmar nuestro aserto,
baste mencionar los trescientos mil voluntarios ingleses, la Asociación
nacional inglesa de Artillería y la sociedad que; está organizándose para la
defensa de las costas de Inglaterra, que si se constituye será mucho más activa
que el ministerio de Marina con sus acorazados que dan orzadas, y sus bayonetas
que se doblan como plomo.
En todas partes abdica
el Estado, abandona sus funciones sacrosantas a los particulares. En todas
partes se apodera de sus dominios la organización libre. Pero todos los hechos
que acabamos de citar apenas permiten entrever lo que el común acuerdo libre
nos reserva en lo venidero, cuando ya no haya Estado.
1
No tenemos por qué
ocuparnos en rechazar las objeciones que se hacen al comunismo autoritario:
nosotros mismos levantamos acta de ellas. Harto han sufrido las naciones
civilizadas en la lucha que había de concluir por la manumisión del individuo
para poder renegar de su pasado y tolerar un gobierno que viniera a imponerse
hasta en los menores detalles de la vida del ciudadano, aun cuando ese gobierno
no tuviese otro objetivo que el bien de la comunidad. Si alguna vez llegase a
constituirse una sociedad comunista autoritaria, no duraría, y bien pronto se
vería obligada, por el descontento general, a disolverse o a reorganizarse
sobre principios de libertad,
Vamos a ocuparnos de una
sociedad comunista anarquista, de una sociedad que reconozca la libertad plena
y completa del individuo, no admita ninguna autoridad y no emplee violencia
alguna para forzar al hombre al trabajo.
La objeción es conocida:
«Si cada cual tiene segura la existencia, y si la necesidad de ganar un salario
no obliga al hombre a trabajar, nadie trabajará, cada uno se descargará sobre
los otros de los trabajos que no se vea forzado a hacer » . Advirtamos ante
todo la increíble ligereza con que se hace esta objeción, sin comprender que en
realidad la cuestión se reduce a saber si por una parte se obtienen en efecto
con el trabajo asalariado los resultados que se pretende obtener De él, y si
por otra parte el trabajo o voluntario no es ya hoy más productivo que el trabajo
estimulado por el salario, cuestión que exigiría profundo estudio. Pero al paso
que en las ciencias exactas, nadie falla acerca de asuntos infinitamente menos
importantes y menos complicados sino después de serias investigaciones,
recogiendo con esmero los hechos y analizando sus relaciones -aquí se contentan
con un hecho cualquiera, por ejemplo, el fracaso de una asociación de
Comunistas de América- para fallar sin apelación. Por eso no adelanta el
estudio de esa base fundamental de toda la economía política: el estudio de las
condiciones más favorables para dar a la sociedad la mayor suma de productos
con la menor pérdida de fuerzas humanas.
Lo que hace esta
ligereza tanto más sorprendente es que hasta en la economía política
capitalista se encuentran ya algunos escritores conducidos por la fuerza de las
cosas a poner en duda este axioma de los fundadores de su ciencia, axioma según
el cual la amenaza del hambre sería el mejor estimulante del hombre para el
trabajo o productivo. Comienzan a advertir que entra en la producción cierto
elemento colectivo, harto descuidado hasta nuestros días, y que pudiera ser
mucho más importante que la perspectiva de la ganancia personal. La calidad
inferior de la labor asalariada, la espantosa pérdida de fuerza humana en los
trabajos de la agricultura y de la industria modernas, el número siempre
creciente de holgazanes que hoy procuran descargarse sobre los hombros de los
demás, la falta de cierto atractivo en la producción, que se hace cada vez mas
manifiesta, todo comienza a preocupar hasta a los economistas de la escuela clásica.
Algunos de ellos se preguntan si no han errado el camino al razonar acerca de
un ser imaginario, idealizado en feo, a quien se suponía guiado exclusivamente
por el cebo de la ganancia o del salario. Esta herejía penetra hasta en las
universidades, se aventura en los libros de ortodoxia economista. Lo cual no
impide que un grandísimo número de reformadores socialistas continúen siendo
partidarios de la remuneración individual y defender la vetusta ciudadela del
asalariamiento, cuando sus defensores de antaño la entregan ya piedra por
piedra al asaltante.
Así, pues, témese que,
sin forzarla a ello, la masa no quiera trabajar.
Pero, ¿no hemos oído ya
en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones por los esclavistas de los
Estados Unidos antes de la manumisión de los negros, y por los señores rusos
antes de la manumisión de los siervos? «Sin el látigo no trabajará el negro,
decían los esclavistas. «Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará
incultos los campos», decían los boyardos rusos. Cantinela de los señores
franceses de 1789, cantinela de la Edad Media, cantinela tan vieja como el
mundo, la oímos siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad.
Y la realidad viene a
darle todas las veces un solemne mentís. El campesino redimido en 1792 labraba
con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberto
trabaja más que sus padres, y el labriego ruso, después de haber honrado la
luna de miel de la manumisión festejando los viernes como los domingos, ha
vuelto con tanto más afán cuanto más completa ha sido su, libertad. Allí donde
no le falta tierra, labra con encarnizamiento, así como suena.
El estribillo esclavista
puede ser válido para los propietarios de esclavos. En cuanto a los esclavos
mismos, saben lo que vale y conocen sus motivos.
Por otra parte, ¿quién
sino los economistas nos enseñan que si el asalariado cumple de cualquier modo
su tarea, en cambio el trabajo intenso y productivo solo es obra del hombre que
acrece su bienestar en proporción de sus esfuerzos? Todos los cánticos
entonados en loor de la propiedad se reducen precisamente a este axioma.
Porque -cosa notable-
cuando queriendo celebrar los beneficios de la propiedad, los economistas nos
muestran cómo una tierra inculta, un pantano o un pedregal se cubren de ricas
mieses con el sudor del campesino propietario, no prueban de ningún modo su
tesis en favor de la propiedad. Al admitir que la única garantía para no ser
despojado de los frutos de su trabajo es el poseer el instrumento para trabajar
-lo cual es cierto-, sólo prueban que el hombre no produce realmente sino
cuando trabaja con cierta libertad, cuando sus ocupaciones son en' cierto modo
: electivas, cuando no tiene vigilante que le moleste, y por último, cuando ve
que su trabajo le aprovecha como a otros que hacen lo mismo que él, y no a un
holgazán cualquiera. Eso es todo lo que puede deducirse de su argumentación, y
es lo que también afirmamos nosotros.
En cuanto a la forma de
posesión del instrumento de trabajo, eso no interviene más que indirectamente
en su demostración para asegurar al cultivador que nadie le arrebatará el
beneficio de sus productos ni de sus mejoras. Y para apoyar su tesis en favor
de la propiedad contra cualquiera otra forma de posesión, ¿no
debieran mostrarnos los economistas que la tierra no produce nunca tan ricas
mieses bajo la forma de posesión comunista como cuando la posesión es personal?
Pues bien, no es así; adviértese lo contrario.
Tomad como ejemplo un
municipio del cantón de Vaud, en la época en que todos los hombres del pueblo
van en invierno a cortar leña en el bosque que pertenece a todos. Precisamente
durante esas fiestas del trabajo es cuando se muestra más ardor en la faena y
más considerable despliegue de fuerza humana. Ninguna labor asalariada, ningún
esfuerzo de propietario podrían soportar la comparación.
O tomad el de una aldea
rusa, todos los habitantes de la cual van a dallar un prado perteneciente al
municipio o arrendado por él, y allí comprenderéis lo que el hombre puede
producir cuando trabaja en común para una obra común. Los compañeros rivalizan
entre sí a ver quién traza con la guadaña el círculo más ancho; las mujeres se
apresuran en su seguimiento para no dejarse adelantar más cada vez por la
hierba dallada. Es otra fiesta del trabajo, durante el que cien personas juntas
hacen en pocas horas lo que por separado hubiera exigido algunos días de
trabajo. ¡Qué triste contraste forma a su lado el trabajo del propietario
individual!
Por último, se podrían
citar millares de ejemplos entre los roturadores de América, en las aldeas de
Suiza, Alemania, Rusia y cierta parre de Francia; los trabajo os hechos por las
cuadrillas (arteles) de albañiles, carpinteros, barqueros, pescadores,
etcétera, que emprenden una tarea para repartirse directamente los productos o
hasta la remuneración, sin pasar por el intermediario de los contratistas.
El bienestar, es decir,
la satisfacción de las necesidades físicas, artísticas y morales, así como la
seguridad de esa satisfacción, han sido siempre el más poderoso estímulo para
el trabajo. Y mientras el mercenario apenas logra producir lo estrictamente
necesario, el trabajador libre, que ve aumentar para él y para los demás el
bienestar y el lujo en proporción de sus esfuerzos, despliega infinitamente más
energía e inteligencia y obtiene productos de primer orden mucho más
abundantes. El uno se ve clavado a la miseria, y el otro puede esperar en lo
venidero la holgura y sus goces.
2
Todo el que hoy se pueda
descargar en otros la labor indispensable para la existencia se apresura a
hacerlo, y es cosa admitida que siempre sucederá así.
Pues bien; el trabajo
indispensable para la existencia es esencialmente manual. Por más artistas y
sabios que seamos, ninguno de nosotros puede pasarse sin los productos
obtenidos por el trabajo de los brazos: pan, vestidos, caminos, barcos, luz,
calor, etcétera. Aún más: por elevadamente artísticos o sutilmente metafísicos
que sean nuestros goces, no hay ni uno que no se funde en el trabajo manual. Y
precisamente de esa labor -fundamento de la vida- es de lo que cada cual trata
de descargarse.
Lo comprendemos
perfectamente; así debe ser hoy. Porque hacer un trabajo manual significa en la
actualidad encerrarse diez e doce horas dianas en un taller malsano y
permanecer diez, treinta años, toda la vida, amarrado a la misma faena. Eso
significa condenarse a un salario mezquino, estar entregado a la incertidumbre
del mañana, al paro forzoso, muy a menudo a la miseria, y con más frecuencia
aún a la muerte en un hospital, después de haber trabajado cuarenta años en
alimentar, vestir, recrear e instruir a otros que no son uno mismo ni sus
propios hijos.
Eso significa llevar
toda la vida a los ojos de los demás el sello de la inferioridad y tener uno
mismo conciencia de esa inferioridad. Porque digan lo que quieran los buenos
señores, el trabajador manual se ve considerado siempre como inferior al
trabajador del pensamiento, y el que ha trabajado diez horas en el taller no
tiene tiempo, ni menos medios, para proporcionarse los altos goces de la
ciencia y del arte, ni sobre todo para prepararse a apreciarlos; tiene que
contentarse con las migajas que caen de la mesa de los privilegiados.
En efecto, ¿qué interés
puede tener ese trabajo embrutecedor para el obrero que de antemano conoce su
suerte, que desde la cuna al sepulcro vivirá en la medianía, en la pobreza, en
la inseguridad del mañana? Por eso, cuando se ve a la inmensa mayoría de los
hombres reanudar cada mañana la triste tarea, nos sorprende su perseverancia,
su adhesión al trabajo, la costumbre que les permite, como a una máquina que
obedece a ciegas el impulso dado, llevar esa vida de miseria sin esperanza del
mañana, hasta sin entrever con vaga claridad que algún día ellos, o por lo
menos sus hijos, formarán parte de esa humanidad, rica por fin con todos los
tesoros de la libre naturaleza, Con todos los goces del saber y de la creación
científica y artística reservados hoy para algunos privilegiados.
Ya es tiempo de someter
a un serio análisis esa leyenda de trabajo superior que se pretende obtener con
el látigo del salario.
Basta visitar, no la
manufactura y la fábrica modelos que se encuentran acá y allá como excepciones,
sino los talleres como son casi todos, para concebir el inmenso despilfarro de
fuerza humana que caracteriza a la industria actual. Para una fábrica
organizada más o menos; racionalmente, hay cien o más que derrochan el trabaja
del hombre, esa fuerza preciosa, sin otro motivo más serio que el proporcionar
tal vez dos perras diarias más al patrono.
Aquí veis mozos de
veinte a veinticinco años todo el día en un banco, hundido el pecho, moviendo
febrilmente la cabeza y el cuerpo para anudar con una velocidad de
prestidigitadores los dos cabos de un mal hilacho de algodón.
¿Qué descendencia
dejarán en la tierra esos cuerpos temblorosos y raquíticos? Pero... «¡ocupan
tan poco espacio en la fábrica, y me producen cada uno media peseta diaria!»,
dirá el patrono.
Allí veis en una inmensa
fábrica de Londres muchachas calvas a los diecisiete años, a fuerza de llevar
en la cabeza de una sala a otra bandejas de cerillas, cuando la máquina más
sencilla podría acarrearlas hasta sus mesas. Pero... ¡cuesta tan poco el
trabajo de las mujeres que no tienen oficio especial! ¿Para qué una máquina? Cuando
éstas no puedan más, ¡se las reemplazará tan fácilmente! ¡Hay tantas en la
calle!
A la puerta de una casa
rica, en una noche helada;- encontraréis un niño dormido, descalzo, con su fajo
de periódicos entre los brazos. El trabajo infantil cuesta tan poco, que se le
puede emplear cada tarde en vender por valor de una peseta de periódicos, con
lo cual ganará el pobrecillo dos o tres perras chicas. Ved, en fin, un hombre
robusto que se pasea con los brazos colgando; está en paro forzoso durante
meses enteros, mientras que su hija se agosta entre los vapores recalentados
del taller de aprestar tejidos, y mientras que su hijo llena a mano tarros de
betún o aguarda horas enteras en la esquina de la cale a que un transeúnte le
haga ganar un real.
Si habláis con el
director de una fábrica bien organizada, os explicará candorosamente que es
difícil encontrar hoy un obrero hábil, vigoroso, enérgico, con arranque para el
trabajo. «Si se presenta alguno, entre los veinte o treinta que vienen cada
lunes a pedir trabajo, está seguro de ser recibido, aun cuando estuviésemos
resueltos a disminuir el número de brazos. Se le reconoce a primera vista y se
le acepta siempre, con el propósito de despedir el día siguiente un operario
viejo o menos activo.» Y ése a quien se acaba de despedir, todos los que lo
serán mañana, van a reforzar ese inmenso ejército de reserva del capital -los
obreros sin trabajo- que no se llama sino en los momentos de prisas o para
vencer la resistencia de los huelguistas. Ese desecho de las mejores fábricas,
ese trabajador mediano, va a unirse con el también formidable ejército de los
obreros viejos o poco hábiles que circula de continuo en las fábricas
secundarias, las que apenas cubren gastos y salen del paso con timos y añagazas
puestas al comprador, y sobre todo al consumidor de los países remotos.
Y si habláis con el
mismo trabajador, sabréis que la regla general de los talleres es que el obrero
no haga nunca todo lo que es capaz de hacer. ¡Desgraciado del que al entrar en
una fábrica inglesa no siguiese este consejo que le dan sus compañeros! Porque
los trabajadores saben que si en un momento de generosidad ceden a las
instancias de un patrono y consienten en hacer intensivo el trabajo para
concluir encargos apremiantes, ese trabajo nervioso se erigirá en lo sucesivo
como regla en la escala de los salarios. Por eso, en nueve fábricas de cada
diez, prefieren no producir nunca tanto como podrían. En ciertas industrias se
limita la producción, con el fin de mantener altos los precios, y a veces corre
la orden de Cocanny, que significa: «¡A mala paga, mal trabajo »
3
Los que han estudiado en
serio la cuestión, no niegan ninguna de las ventajas del comunismo -por
supuesto, a condición de que sea perfectamente libre, es decir, anarquista-.
Reconocen que el trabajador pagado en dinero, aunque se disfrace con el nombre
de bonos en las asociaciones obreras gobernadas por el Estado, guardaría
el sello del asalariamiento y conservaría todos sus inconvenientes. Comprenden
que no tardaría en sufrir por esa causa el sistema entero, aun cuando la
sociedad entrase en posesión de los instrumentos para producir. Admiten que,
gracias a la educación integral dada a todos los niños, a los hábitos
laboriosos de las sociedades civilizadas, con la libertad de elegir y variar
las ocupaciones y el atractivo del trabajo hecho por iguales para bienestar de
todos, en una sociedad comunista no iban a faltar productores que bien pronto
triplicarían y decuplicarían la fecundidad del suelo y darían nuevo impulso a
la industria. Pero el peligro -dicen nuestros contradictores- vendrá de esa
minoría de perezosos que no querrán trabajar, a pesar de las excelentes
condiciones que harán agradable el trabajo, o que no pondrán en ello
regularidad y constancia. Hoy, la perspectiva del hambre obliga a los más
refractarios a marchar al paso de los otros. Pues bien; la remuneración según
el trabajo hecho, ¿no es el único sistema que permite ejercer esa fuerza, sin
menoscabar los sentimientos del trabajador? Porque cualquier otro medio
implicaría la continua intervención de una autoridad, que bien pronto
repugnaría al hombre libre.»
Esta objeción entra en
la categoría de los razonamientos con los cuales se trata de justificar el
Estado, la ley penal, el juez y el carcelero. «Puesto que -dicen los autoritarios-
hay gentes -una escasa minoría- que no se someten a las costumbres sociales,
preciso es mantener el Estado, por costoso que sea, y la autoridad, el tribunal
y la cárcel, aun cuando estas mismas instituciones sean una fuente de nuevos
males de todas clases.»
También pudiéramos
limitarnos a responder lo que tantas veces hemos repetido a propósito de la
autoridad en general: «Para evitar un mal posible, recurrís a un medio que es
un mal más grande y que se convierte en origen de esos mismos abusos que
deseáis remediar. Porque no olvidéis que el asalariamiento -la imposibilidad de
vivir de otro modo que vendiendo su fuerza de trabajo- es el que ha creado el
sistema capitalista actual, cuyos vicios comenzáis a reconocer.»
También pudiéramos hacer
notar que este razonamiento es un simple alegato para defender lo que existe.
El asalariamiento actual no se ha instituido para remediar los inconvenientes
del comunismo. Es otro su origen, como el del Estado y el de la propiedad.
Nació de la esclavitud y de la servidumbre impuestas por la fuerza, y no es más
que una modificación modernizada de ellas. Por eso tal argumento no tiene más
valor que aquellos con los cuales se trata de justificar la propiedad y el
Estado.
¿No es evidente que si
una sociedad fundada en el principio del trabajo libre se viese realmente
amenazada por los holgazanes, podría ponerse en guardia contra ellos sin crear
una organización autoritaria o recurrir al asalariamiento?
Supongamos un grupo de
cierto número de voluntarios que se unan en una empresa cualquiera, para cuyo
buen resultado rivalicen todos en celo, salvo uno de los socios que falte con
frecuencia a su puesto. ¿Se deberá por causa de él disolver el grupo, nombrar
un presidente que imponga multas o distribuir, como en la academia, fichas de
asistencia? Es evidente que no se hará ni lo uno ni lo otro, sino que un día se
le dirá al camarada que amenaza echar a perder la empresa: «Amigo, nos gustaría
que trabajases con nosotros; pero como a menudo faltas de tu puesto o descuidas
tu tarea, debemos separarnos. ¡Vete en busca de otros compañeros que se
conformen con tu holgazanería!»
Preténdese, por lo
general, que el patrono omnisciente y sus vigilantes mantienen la regularidad y
la calidad del trabajo en la fábrica. En realidad, en una empresa, por poco
complicada que sea, cuya mercancía pase por muchas manos antes de terminarse,
la misma fábrica, el conjunto de los trabajadores, es quien vela por las buenas
condiciones del trabajo. Por eso las mejores fábricas inglesas de la industria
privada tienen tan pocos contramaestres, muchos menos, por término medio, que
las fábricas francesas, e incomparablemente menos que las fábricas inglesas del
Estado.
Cuando una compañía de
ferrocarriles, federada con otras compañías, falta a sus compromisos, retrasa
sus trenes y deja detenidas las mercancías en sus estaciones, las otras
compañías amenazan con rescindir los contratos, y eso suele bastar.
Se cree generalmente, o
por lo menos se enseña, que el comercio no es fiel a sus compromisos sino bajo
la amenaza de los tribunales; no hay nada de eso. De diez veces nueve, el
comerciante que haya faltado a su palabra no comparecerá ante un juez. Donde el
comercio es muy activo, como en Londres, el hecho de que un deudor haya
obligado a litigar, basta a la mayoría de los comerciantes para abstenerse en
lo sucesivo de tener negocios con quien les haya hecho recurrir al abogado.
Una asociación, por
ejemplo, que estipulase con cada uno de sus miembros el contrato siguiente, no
tendría holgazanes:
«Estamos dispuestos a
garantizarte el goce de nuestras casas, de nuestros almacenes, calles, medios
de transporte, escuelas, museos, etcétera, a condición de que de veinticinco a
cuarenta y cinco o cincuenta años de edad consagres cuatro o cinco horas
diarias a uno de los trabajos que se reconocen como necesarios para vivir.
Elige tú mismo cuando quieras los grupos de que has de formar parte o
constituye uno nuevo, con tal de que se encargues de producir lo necesario. Y
durante el resto de tu tiempo, reúnete con quien te plazca con la mira de
cualquier recreo de arte, de ciencia a tu gusto.
»Mil doscientas o mil
quinientas horas de trabajo al año en uno de los grupos que producen el
alimento, el vestido y el alojamiento, o se emplean en la salubridad pública,
los transportes, etcétera, es todo lo que te pedimos para garantizarte cuanto
produzcan o han producido esos grupos. Pero si ninguno de los millares de
grupos de nuestra federación quiere recibirte, cualquiera que sea el motivo, si
eres absolutamente incapaz de producir nada útil o te niegas a hacerlo, ¿vive
como un aislado o como los enfermos! Si somos bastante ricos para no negarte lo
necesario, con mucho gusto te lo daremos: eres hombre y tienes derecho a vivir.
Puesto que quieres colocarte en condiciones especiales y salir de las filas, es
más que probable que en tus relaciones cotidianas con los otros ciudadanos te
resientas de ello. Te mirarán como un superviviente de la sociedad burguesa, a
menos que tus amigos, considerándote como un genio, se apresuren a librarte de
toda obligación moral para con la sociedad, haciendo por ti el trabajo
necesario para la vida.
»Y en fin, si eso no te
agrada, vete por el mundo en busca de otras condiciones. O bien, encuentra
partidarios y constituye con ellos otros grupos que se organicen con nuevos
principios. Nosotros preferimos los nuestros.»
4
Dícese muy a menudo
entre los trabajadores, que los burgueses son unos holgazanes. En efecto, hay
bastantes, pero son la excepción. Por el contrario, en cada empresa industria.
hay la seguridad de encontrar uno o varios burgueses que trabajan mucho. Verdad
es que la mayoría de ellos aprovechan su situación privilegiada para
adjudicarse los trabajos menos penosos, y que trabajan en condiciones
higiénicas de alimento, aire, etcétera, que les permiten desempeñar su tarea
sin un exceso de fatiga. Precisamente, ésas son las condiciones que pedimos
para todos los trabajadores sin excepción. Preciso es decir también que, merced
a su posición privilegiada, los ricos hacen a menudo un trabajo absolutamente
inútil o hasta nocivo para la sociedad. Emperadores, ministros, jefes de
oficinas, directores de fábricas, comerciantes, banqueros, etcétera, se obligan
a ejecutar durante algunas horas diarias un trabajo que encuentran más o menos
aburrido, pues todos prefieren sus horas de holganza a esa tarea obligatoria. Y
si en el 90 por 100 de los cases esa tarea es funesta, no la encuentran por eso
menos fatigosa. Pero precisamente porque los burgueses emplean la mayor energía
en hacer el mal (a sabiendas o no) y en defender su posición privilegiada, por
eso han vencido a la nobleza señorial y continúan dominando a la masa del
pueblo. Si fuesen holgazanes hace mucho tiempo que ya no existirían, y hubieran
desaparecido como los aristócratas de sangre.
En una sociedad que sólo
les exigiese cuatro o cinco horas diarias: de trabajo útil, agradable e
higiénico, desempeñarían perfectamente su tarea y no aguantarían, sin
reformarlas, las horribles condiciones en las cuales mantienen hoy el trabajo.
Si un Pasteur pasara cinco horas nada más en las alcantarillas, bien pronto
encontraría el medio de hacerlas tan saludables como su laboratorio
bacteriológico.
En cuanto a la
holgazanería de la mayor parte de los trabajadores, los economistas y los
filántropos son los únicos que hablan de eso. Hablad de ello a un industrial
inteligente, y os dirá que si a los trabajadores se les pusiera en la cabeza
vaguear, no habría más remedio que cerrar todas las fábricas, pues ninguna
medida de severidad y ningún sistema de espionaje podría impedirlo. Había que
ver en el invierno último el terror provocado entre los industriales ingleses,
cuando algunos agitadores se pusieron a predicar la teoría del co-canny,
«a mala paga, mal trabajo; hacer que hacemos, no echar el bofe y malgastar todo
lo que se pueda». «¡Desmoralizan al trabajador, quieren matar la industria!»,
gritaban los mismos que antes tronaban contra la inmoralidad del obrero y la
mala calidad de sus productos. Pero si el trabajador fuese, como lo representan
los economistas, el perezoso a quien de continuo hay que amenazar con
despedirle del taller, ¿qué significaría la palabra desmoralización?
Así, cuando se habla de
holgazanería posible, hay que comprender que se trata de una ínfima minoría en
la sociedad. Y antes de legislar contra esa minoría, ¿no es urgente conocer su
origen?
Quien observe con
inteligencia; sabe muy bien que el niño reputado como perezoso en la escuela es
a menudo aquel que comprende mal lo que le enseñan mal. Mucho más
frecuentemente aún, su caso proviene de anemia cerebral, consecutiva a la
pobreza y a una educación antihigiénica.
Alguien ha dicho que el
polvo es la materia que no está en su sitio. La misma definición se aplica a
las nueve décimas de los llamados perezosos. Son personas extraviadas en una
senda que no responde a su temperamento ni a su capacidad. Leyendo las
biografías de los grandes hombres, choca el número de «perezosos que hay entre
ellos». Perezosos mientras no encontraron su verdadero camino, y laboriosos
tenaces más tarde. Darwin, Stephenson y tantos otros figuraban entre esos
perezosos.
Harto a menudo, el
perezoso no es más que un hombre a quien repugna hacer toda su vida la
dieciochava parte de un alfiler o la centésima parte de un reloj, cuando se
encuentra con una exuberancia de energía que quisiera gastar en otra cosa.
También con frecuencia es un rebelde que se subleva contra la idea de estar
toda su vida amarrado a ese banco, trabajando para proporcionar mil goces al
patrono, sabiendo que es mucho menos estúpido que él, y sin otra razón que
haber nacido en un cuchitril, en vez de haber venido al mundo en un palacio.
En fin, buen número de perezosos
no conocen el oficio en que se ven obligados a ganarse la vida. Viendo la obra
imperfecta que sale de sus manos, esforzándose vanamente en hacerla mejor y
comprendiendo que nunca lo conseguirán a causa de los males hábitos de trabajo
ya adquiridos, toman odio a su oficio y hasta al trabajo en general, por no
saber otro. Millares de obreros y de artistas abortados se hallan en este caso.
Bajo una sola
denominación, la pereza, se han agrupado toda una serie de resultados
debidos a causas distintas, cada una de las cuales pudiera convertirse en un
manantial de bienes en vez de ser un mal para la sociedad. Aquí, como en la
criminalidad, como en todas las cuestiones concernientes a las facultades
humanas, se han reunido hechos que nada tienen de común entre sí. Se dice
pereza o crimen, sin tomarse siquiera el trabajo de analizar sus causas.
Apresúrase a castigarlos, sin preguntarse siquiera si el castigo no contiene
una prima a la pereza o al crimen.
He aquí por qué una
sociedad libre, si viera aumentar en su seno el número de holgazanes, pensaría
sin duda en investigar las causas de su pereza para tratar de suprimirlas antes
de recurrir a los castigos. Cuando se trata, según ya hemos dicho, de un simple
caso de anemia, «antes de anemia de ciencia el cerebro del niño, dadle ante
todo sangre; fortalecedle para que no pierda el tiempo, llevadle al campo o a
orillas del mar. Allí, enseñadle al aire libre, y no en los libros, la
geometría, midiendo con él las distancias hasta los peñascos próximos;
aprenderá las ciencias naturales cogiendo flores y pescando en el mar; la
física, fabricando el bote en que irá de pesca. Pero, por favor, no llenéis su cerebro
de frases y de lenguas muertas. ¡No hagáis de él un perezoso!»
¿No veis que con
vuestros métodos de enseñanza, elaborados por un ministerio para ocho millones
de escolares, que representan ocho millones de capacidades diferentes, no
hacéis más que imponer un sistema bueno para medianías, imaginado por un
promedio de medianías? Vuestra escuela se convierte en una universidad de
pereza, como vuestra prisión es una universidad del crimen. Liberad la escuela,
abolid vuestros grados universitarios, llamad a los voluntarios de la
enseñanza, comenzad así en vez de dictar leyes contra la pereza que no harán
sino reglamentarla.
Dad al obrero que debe
ceñirse a fabricar una minúscula parte de un artículo cualquiera, que se ahoga
junto a una máquina de taladrar, que concluye por aborrecer dadle la
probabilidad de cultivar la tierra, derribar árboles en el bosque, correr en el
mar contra la tormenta, surcar el espacio en una locomotora. Pero no hagáis de
él un perezoso, obligándole toda la vida a vigilar una maquinilla de punzonar
la cabeza de un tornillo o agujerear el ojo de una aguja.
1
En sus planes de
reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen, a nuestro parecer,
dos errores. Hablan de abolir el régimen capitalista, pero sin embargo querrían
mantener dos instituciones que constituyen el fondo de ese régimen: el gobierno
representativo y el asalariamiento.
De lo concerniente al
gobierno que se dice representativo, bastante hemos hablado. Es para nosotros
en absoluto incomprensible que hombres inteligentes -y no faltan en el partido
colectivista- puedan continuar siendo partidarios de los parlamentos nacionales
o municipales, después de todas las lecciones que la historia nos ha dado sobre
ese particular en Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza y los Estados Unidos.
Mientras vemos hundirse
en todas partes el régimen parlamentario y surgir la critica de los
principios mismos del sistema: -no sólo de sus aplicaciones-, ¿cómo es que
socialistas revolucionarios defienden ese sistema, condenado a morir?
Elaborado por la
burguesía para hacer frente a la realeza y consagrar y acrecentar al mismo
tiempo su dominio sobre los trabajadores, el sistema parlamentario es la forma
por excelencia del régimen burgués. Los corifeos de ese sistema nunca han
sostenido en serio que un parlamento o un ayuntamiento represente a la nación o
a la ciudad: los más inteligentes de ellos saben que eso es imposible. Con el
régimen parlamentario, la burguesía ha tratado simplemente de oponer un dique a
la realeza, sin conceder la libertad al pueblo. Pero a medida que el pueblo se
hace más consciente de sus intereses y se multiplica la variedad de los
intereses, el sistema ya no puede funcionar. Por eso los demócratas todos los
países imaginan en vano diversos paliativos. Se ensaya el referéndum y
se encuentra que no vale nada; se habla de representación de las minorías,
otras utopías parlamentarias.
Se esfuerzan, en una
palabra, en buscar lo inhallable; pero habido que reconocer que se ha ido por
mal camino, y desaparece la confianza en un gobierno representativo.
Lo mismo sucede con el
asalariamiento; porque después haber proclamado la abolición de la propiedad
privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo puede
reclamarse bajo una u otra forma que se sostenga el asalariamiento? Y sin
embargo, eso es lo que hacen los colectivistas al preconizar los bonos de
trabajo.
Se comprende que los
socialistas ingleses de comienzos de este siglo hayan inventado los bonos de
trabajo. Trataban simplemente de poner de acuerdo el capital y el trabajo,
rechazando toda idea de tocar con violencia la propiedad de los capitalistas.
Si más tarde hizo suyo
ese invento Proudhon, también se comprende. En su sistema mutualista, trataba
de hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad
individual, que aborrecía en el fondo del alma, pero que conceptuaba necesaria
como garantía del individuo contra el Estado.
Tampoco extraña que
economistas más o menos burgueses asimismo admitan los bonos de trabajo. Poco
les importa que trabajador se le pague en bonos del trabajo o en monedas con
efigie de la república o del imperio. Lo que tienen empeño en salvar de la
próxima catástrofe es la propiedad individual de casas habitadas, del suelo y de
las fábricas; en todo caso, la de casas habitadas y el capital necesario para
la producción industrial. Y para conservar esa propiedad, los bonos de trabajo
desempeñarían muy bien su papel.
Con tal de que el bono
de trabajo pueda cambiarse por joyas y carruajes, el propietario de casas lo
aceptará con gusto en pago del alquiler. Y mientras la casa habitada, el campo
y la fábrica pertenezcan a propietarios individuales de cualquier modo habrá
que pagarles por trabajar en sus campos o en sus fábricas y habitar en sus
casas. También será preciso pagar al trabajador en oro, papel moneda o bonos
cambiables por toda clase de artículos de comercio.
Pero, ¿cómo puede
defenderse esta nueva forma del asalariamiento -el bono de trabajo- si se
admire que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, sino que
pertenecen al municipio o a la nación?
2
Examinemos mas despacio
este sistema de retribuir el trabajo, ensalzado por los colectivistas
franceses, alemanes, ingleses e italianos.
Se reduce poco más o
menos a esto: todo el mundo trabaja en los campos, fábricas, escuelas,
hospitales, etcétera; la jornada de trabajo la regula el Estado, a quien
pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación, etcétera. Cada
jornada de trabajo se cambia por un bono de trabajo que supongamos lleve
impresas estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este bono el
obrero puede adquirir en los almacenes del Estado o de las diversas
corporaciones toda clase de mercancías. El bono es divisible; de suerte
que se puede comprar una hora de carne, diez minutos de cerillas o media hora
de tabaco. En vez de decir veinte céntimos de jabón después de la revolución
colectivista se diría: cinco minutos de jabón.
La mayoría de los
colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses
(y por Marx) entre el trabajo calificado y el trabajo simple, nos
dicen además que el trabajo calificado o profesional deberá pagarse
cierto número de veces más que el trabajo simple. Así, una hora de
trabajo de médico deberá considerarse como equivalente a dos o tres horas del
cavador. «El trabajo profesional o calificado será un múltiple del trabajo
simple -nos dice el colectivista Groenlund-, porque ese trabajo requiere un
aprendizaje más o menos largo.»
Otros colectivistas,
tales como los marxistas franceses, no hacen tal distinción. «Proclaman la
igualdad de los salarios.» El doctor, el maestro de escuela y el profesor serán
pagados (en bonos de trabajo) por la misma tarifa que el cavador. Ocho horas de
visita de hospital valdrán lo mismo que ocho horas pasadas en trabajos de
cavar, en la mina, o la fábrica.
Algunos hacen una
concesión más: admiten que el trabajo desagradable o malsano -tal como el de
las alcantarillas- podrá pagarse con arreglo a una tasa más alta que el trabajo
agradable. «Una hora de servicio en la alcantarilla -dicen- se contará como dos
horas de trabajo del profesor» Añadamos que ciertos colectivistas admiten el
pago en conjunto, por corporaciones. Así, una corporación diría: «Aquí hay cien
toneladas de acero. Para producirlas hemos sido cien trabajadores, y hemos
empleado diez días. Habiendo sido nuestra jornada la de ocho horas, suman ocho
mil horas de trabajo para cien toneladas de acero, o sea ocho horas la
tonelada.» Después de lo cual el Estado les pagaría ocho mil bonos de trabajo
de una hora cada uno, y esos ocho mil bonos se repartirían entre los miembros
de la fábrica como les pareciese.
Por otra parle, habiendo
empleado cien mineros veinte días para extraer ocho mil toneladas de carbón, el
carbón valdría dos horas la tonelada, y los dieciséis mil bonos de una hora
cada uno, percibidos por la corporación de los mineros, se distribuirían entre
ellos según sus apreciaciones.
Si los mineros
protestasen y dijesen que la tonelada de acero no debe costar más que seis
horas de trabajo en lugar de ocho; si el profesor quisiera hacerse pagar su
jornada doble que la enfermera, entonces intervendría el Estado y arreglaría
sus diferencias.
Tal es, en pocas
palabras, la organización que los colectivistas quieren hacer surgir de la
revolución social. Como se ve, sus principios son: propiedad colectiva de los
instrumentos de trabajo y remuneración de cada uno según el tiempo empleado en
producir, teniendo en cuenta la productividad de su trabajo. En cuanto al régimen
político, sería el parlamentarismo, modificado por el mandato imperativo y el referéndum,
es decir, el plebiscito por sí o por no.
Digamos, en primer
término, que este sistema nos parece totalmente impracticable.
Los colectivistas
comienzan por proclamar un principio revolucionario -la abolición de la
propiedad privada- y lo niegan en seguida de proclamarlo, manteniendo una
organización de la producción y del consumo que ha nacido de la propiedad
privada.
Proclaman un principio
revolucionario e ignoran las consecuencias que inevitablemente debe traer
consigo. Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los
instrumentos de trabajo (suelo, fábricas, vías de comunicación, capitales)
tiene que lanzar a la sociedad por vías absolutamente nuevas; que debe
trastornar de arriba la producción, lo mismo en su objeto que en sus medios;
que todas las relaciones cotidianas entre: individuos deben modificarse desde
el momento que se consideren como posesión común la tierra) la máquina y todo lo
demás.
«No hay propiedad
privada», dicen; y en seguida se apresuran a mantener la propiedad privada en
sus manifestaciones cotidianas. «Sois una comunidad en cuanto a la producción;
los campos, las herramientas, las máquinas, todo lo que se ha hecho hasta hoy,
manufacturas, ferrocarriles, puertos, minas, etcétera; todo es vuestro. No se
hará la menor distinción acerca de la parte que toca a cada uno en esa
propiedad colectiva.
»Pero desde el día
siguiente, os disputaréis con toda minuciosidad la parte que vais a tomar en la
creación de nuevas máquinas, en la constitución de nuevas minas. Trataréis de
pesar con exactitud la parte que corresponda a cada uno en la nueva producción.
Contaréis vuestros minutos de trabajo y velaréis para que un minuto de vuestro
vecino no pueda comprar más productos que un minuto vuestro.
»Y puesto que la hora no
mide nada, ya que en tal manufactura un trabajador puede vigilar seis telares a
la vez; mientras que en tal otra fábrica no vigila más que dos, pesaréis la
fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa que hayáis gastado.
Calcularéis estrictamente los años de aprendizaje para valorar la parte de cada
uno en la producción futura. Todo eso después de declarar que no tenéis de
ningún modo en cuenta la participación que pueda haber tenido en la producción
pasada.»
Pues bien; para nosotros
es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios
opuestos en absoluto, que se contradicen de continuo. Y la nación o el
municipio que se diesen tal organización, veríanse obligados a volver a la
propiedad privada o transformarse inmediatamente en sociedad comunista.
3
Hemos
dicho que ciertos escritores colectivistas piden que se establezca una
distinción entre el trabajo calificado o profesional y el trabajo simple.
Pretenden que la hora de trabajo del ingeniero, del arquitecto o del médico,
debe contarse por dos o tres horas del trabajo del herrero, del albañil o de la
enfermera. Y la misma distinción dicen que debe hacerse entre toda especie de
oficios que exijan un aprendizaje más o menos largo y el de los simples peones.
Pues bien; establecer
tal distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual, es
trazar de antemano una línea divisoria entre los trabajadores y los que
pretenden gobernarlos, es dividir la sociedad en dos clases muy distintas: la
aristocracia del saber, por encima de la plebe de manos callosas; la una al
servicio de la otra; la una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a
los que se aprovechan del tiempo que les sobra para aprender a dominar a
quienes los alimentan.
Eso es además recoger
uno de los rasgos distintivos de la sociedad actual y darle la sanción de la
revolución social; es erigir en principio un abuso que se condena hoy en la
vieja sociedad que se derrumba.
Sabemos todo lo que se
nos va a responder. Nos hablarán del «socialismo científico». Nos citarán los
economistas burgueses -y también a Marx- para demostrar que la escala de los
salarios tiene su razón de ser, puesto que «la fuerza de trabajo» del ingeniero
ha costado más a la sociedad que «la fuerza de trabajo» del cavador. En efecto,
¿no han tratado los economistas de demostrarnos que si al ingeniero se le paga
veinte veces más que al cavador, es porque los gastos necesarios para
hacer un ingeniero son más cuantiosos que los necesarios para hacer un cavador'
¿Y no ha pretendido Marx que la misma distinción es igualmente lógica entre
diversas ramas del trabajo manual? Tenía que concluir así, puesto que había
aceptado la doctrina de Ricardo acerca del valor y sostenido que los productos
se cambian en proporción de la cantidad de trabajo socialmente necesario para
su producción. Pero también sabemos a qué atenernos acerca de este asunto.
Sabemos que si al ingeniero, al sabio y al doctor se les paga hoy diez o cien
veces más que al agricultor y diez veces más que a la obrera de una fábrica de
cerillas, no es por sus «gastos de producción», sino por. un monopolio de
educación o por el monopolio de la industria. El ingeniero, el sabio y el doctor
explotan sencillamente un capital -su diploma- como el burgués explota una
fábrica o como el noble explotaba sus pergaminos.
En cuanto al patrono que
paga al ingeniero veinte veces más que al trabajador, lo hace en virtud de este
sencillísimo cálculo: si el ingeniero puede economizarle cien mil pesetas al
año en la producción, le paga veinte mil pesetas. Y si ve un contramaestre
-hábil en hacer sudar a los obreros- que le economice diez mil pesetas en la
mano de obra, se apresura a darle dos o tres mil pesetas anuales. Afloja un
millar de pesetas más donde cuenta ganar diez; ésta es la esencia del régimen
capitalista. Lo mismo sucede con las diferencias entre los diversos oficios
manuales.
No se nos venga hablando
de los «gastos de producción que cuesta la fuerza de trabajo», y diciéndonos
que un estudiante que ha pasado alegre su juventud en la universidad tiene derecho
a un salario diez veces más alto que el hijo del minero que se ha agotado en la
mina desde la edad de once años, o que un tejedor tiene derecho a un
salarlo tres o cuatro veces más alto que el agricultor. Los gastos necesarios
para producir un tejedor no son cuatro veces más considerables que los gastos
necesarios para producir un labriego. El tejedor se beneficia sencillamente de
las ventajas en que se halla la industria en Europa con relación a los países
que aún no tienen industria.
Nadie ha calculado nunca
esos gastos de producción. Y si un holgazán cuesta mucho más a la
sociedad que un trabajador, falta saber si teniéndolo todo en cuenta -mortalidad
de los niños obreros, anemia que los destruye y muertes prematuras- un robusto
jornalero no cuesta más a la sociedad que un artesano.
¿Querrán hacernos creer,
por ejemplo, que el salario de peseta y media que se paga a la obrera
parisiense, los treinta céntimos de la campesina de Auvernia, que se queda
ciega haciendo encajes, o las dos pesetas diarias del campesino representan sus
gastos de producción. Sabemos que a menudo se trabaja por menos de eso;
pero también, que se hace exclusivamente porque gracias a nuestra magnifica
organización, hay que morirse de hambre sin esos salarios irrisorios.
Tampoco dejarán de
decirnos que la escala colectivista de los salarios sería, sin embargo, un
progreso. Más valdrá ver a ciertos obreros cobrar una suma dos o tres veces
mayor que la de la generalidad, que ver a los ministros embolsarse en un día lo
que el trabajador no logra ganar en un año. Siempre sería eso un paso hacia la
igualdad.
Para nosotros, ese paso
sería un progreso al revés. Introducir en una sociedad nueva la distinción
entre el trabajo simple y el trabajo profesional, ya hemos dicho que conduciría
a hacer sancionar por la revolución y erigir en principio un hecho brutal que
sufrimos hoy, pero encontrándolo, no obstante, injusto. Sería imitar a aquellos
que en 4 de agosto de 1789 proclamaban con frases efectistas la abolición de
los derechos feudales, pero el día 3 de agosto sancionaban esos mismos derechos
imponiendo a los labradores foros para abonárselos a los señores, a quienes
ponían bajo la salvaguardia de la revolución. Sería también imitar al gobierno
ruso, al reclamar, cuando la emancipación de los siervos, que la tierra
pertenecería en la sucesivo a los señores, al paso que antes era un abuso el
disponer de tierras pertenecientes a los siervos.
O bien, para tomar un
ejemplo más conocido, cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros de
su consejo quince pesetas diarias, mientras los federados en las murallas no
cobraban más que peseta y media, esta decisión fue aclamada como un acto de
alta democracia igualitaria. En realidad, la Comuna no hacía más que ratificar
la añeja desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobierno y el
gobernado. Por parte de una cámara oportunista, semejante decisión hubiera
podido parecer admirable; pero la Comuna faltaba así a su principio
revolucionario, y por eso mismo se condenaba.
En la sociedad actual,
cuando vemos pagarse a un ministro cien mil pesetas al año, mientras que el
trabajador tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos al contramaestre
pagado dos o tres veces más que el obrero, y que entre los mismos obreros hay
todas las gradaciones, desde diez pesetas diarias hasta los treinta céntimos de
la campesina, desaprobamos el alto salario del ministro, pero también la
diferencia entre las diez pesetas del obrero y los treinta céntimos de la pobre
mujer, y decimos: «¡Abajo los privilegios de la educación, igual que los del
nacimiento!» Somos anarquistas, precisamente porque tales privilegios nos
sublevan.
He aquí por qué, comprendiendo
ciertos colectivistas la imposibilidad de mantener la escala de los salarios en
una sociedad inspirada por el soplo de la revolución, se apresuran a proclamar
que los salarios serán iguales. Pero se estrellan contra nuevas dificultades, y
su igualdad de los salarios es una utopía tan irrealizable como la escala de
los otros colectivistas.
Una sociedad que se haya
apoderado de toda la riqueza social y proclamado que todos tienen
derecho a ella -cualquiera que fuese la participación que en crearla hubieran
tomado antes-, se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, sea en
moneda, sea en bonos de trabajo, bajo cualquier forma que se presente.
4
«A cada uno según sus
obras», dicen los colectivistas, o sea, según su parte de servicios prestados a
la sociedad. ¡Y tal principio se recomienda para ponerse en práctica cuando la
revolución haya puesto en común los instrumentos de trabajo y todo lo necesario
para la producción!
Pues bien; si la
revolución social tuviese la desgracia de proclamar este principio, sería
impedir el desarrollo de la humanidad; seria abandonar, sin resolverlo, el
inmenso problema social que nos han legado los siglos anteriores.
En efecto, en una
sociedad como la nuestra, donde vemos que cuanto más trabaja el hombre menos se
le retribuye, este principio puede parecer al pronto como una aspiración hacia
la justicia.
Pero en el fondo, no es
más que la consagración de las injusticias del pasado. Por ese principio
comenzó el asalariamiento, para venir a parar a las odiosas desigualdades y
abominaciones de la sociedad actual. Porque desde el día en que comenzaron a
valorar en moneda o en cualquier otra especie de salario los servicios
prestados; desde el día en que se dijo que cada uno sólo tendría aquello que
consiguiera hacerse pagar por sus obras, estaba escrita de antemano, encerrada
en germen en este principio, toda la historia de la sociedad capitalista con
ayuda del Estado.
Los servicios prestados
a la sociedad, sean trabajos en los campos o en las fábricas, sean servicios morales,
no pueden valorarse en unidades monetarias, no puede haber medida exacta
del valor de lo que impropiamente se ha llamado valor de cambio, ni del valor
de la utilidad, con respecto a la producción. Si vemos dos individuos que
trabajan uno y otro durante años cinco horas diarias, en beneficio de la
comunidad y en diferentes trabajos que les agraden lo mismo, podemos decir en
resumen que sus trabajos son casi equivalentes. Pero no puede fraccionarse su
trabajo y decir que el producto de cada jornada, hora o minuto de trabajo del
uno vale por el producto de cada minuto y hora del otro.
Se puede decir grosso
modo que el hombre que durante su vida se ha privado de descanso durante
diez horas diarias, ha dado a la sociedad mucho más que quien sólo se ha privado
de descanso cinco horas diarias o no se ha privado nunca.
Pero no se puede tomar
lo que ha hecho durante dos horas y decir que ese producto vale dos veces más
que el producto de una hora de trabajo de otro individuo y remunerarlo en
proporción.
Entrad en una mina de
carbón y ved aquel hombre apostado junto a la inmensa máquina que hace subir y
bajar la jaula. Tiene en la mano la palanca que detiene e invierte la marcha de
la máquina, la baja, y la jaula retrocede en su camino en un abrir y cerrar de
ojos, lanzándola arriba o abajo con una velocidad vertiginosa. Muy atento,
sigue con la vista en la pared un indicador que le muestra en una escalita en
qué lugar del pozo se encuentra la jaula a cada instante de su marcha; y en
cuanto el indicador llega a cierto nivel, detiene de pronto el impulso de la
jaula, ni un metro más arriba o más abajo de la línea requerida. Y apenas han
descargado los recipientes llenos de carbón y colocado los vacíos, invierte la
palanca y envía de nuevo la jaula al espacio.
Durante ocho o diez
horas seguidas mantiene esa prodigiosa atención. Que se distraiga un momento, y
la jaula irá a estrellarse y romper las ruedas, destrozar el cable, aplastar a
los hombres suspender todo el trabajo de la mina. Que pierda tres segundos por cada
golpe de palanca, y la extracción -en las minas perfeccionadas modernas- se
reducirá de veinte a cincuenta toneladas diarias.
¿Es él quien presta el
mayor servicio en la mina? ¿Es acaso el mozo que le da desde abajo la señal de
que suba el ascensor? ¿Es el minero que a cada instante arriesga la vida en el
fondo del pozo y que un día quedará muerto por el grisú? ¿O el ingeniero
que por un simple error de suma en sus cálculos puede perder la capa de carbón
o hacer arrancar piedra? ¿O el propietario que ha comprometido todo su
patrimonio y que tal vez ha dicho, contra todas las previsiones: «Cavad aquí;
encontraréis excelente carbón».
Todos los trabajadores
interesados en la mina contribuyen en la medida de sus fuerzas, de su energía,
de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a extraer el carbón. Y
podemos decir que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus
necesidades y hasta sus caprichos después de que esté seguro para todo lo
necesario Pero, ¿cómo valorar sus obras?
Y además, ¿el carbón que
extraen es obra suya? ¿No es también obra de esos hombres que han
construido el ferrocarril que conduce a la mina y los caminos que irradian de
todas sus estaciones? ¿No es también obra de los que han labrado y sembrado lo
campos, extraído el hierro, cortado la madera en el bosque, fabricado las
máquinas donde se quemara el carbón, y así sucesivamente?
No puede hacerse ninguna
distinción entre las obras de uno. Medirlas por el resultado nos lleva al
absurdo. Fraccionarlas y medirlas por las horas de trabajo nos conduce al
absurdo. Sólo queda una cosa: poder las necesidades por encima de las obras
y reconocer el derecho a la vida en primer término, al bienestar después, para
todos los que tomen cualquier parte en la producción.
Pero examinemos
cualquier otra rama de la actividad humana, tomad el conjunto de las
manifestaciones de la existencia. ¿Quién de nosotros puede reclamar una
retribución más cuantiosa por sus obras? ¿El médico que ha adivinado la
enfermedad, o la enfermera que asegura la curación con sus cuidados higiénicos?
¿Es el inventor de la
primera máquina de vapor, o el muchacho, que, cansado un día de tirar de la
cuerda que entonces se usaba para hacer entrar el vapor bajo el pistón, ató esa
cuerda a la palanca de la máquina y se fue a jugar con sus camaradas, sin
imaginarse que había inventado el mecanismo esencial de toda máquina moderna,
la válvula automática?
¿Es el inventor de la
locomotora, o aquel obrero de Newcastle que sugirió la idea de reemplazar por
traviesas de madera las piedras que antaño se ponían debajo de los carriles y
que hacían descarrilar a los trenes por falta de elasticidad? ¿Es el maquinista
de la locomotora? ¿El hombre que con sus señales detiene los trenes? ¿El
guardagujas que les da paso a las vías?
¿A quién debemos el cable
trasatlántico? ¿Será el ingeniero que se obstinaba en afirmar que el cable
transmitía los despachos, al paso que los sabios electricistas lo declaraban
imposible? ¿Al sabio Maury, que aconsejó abandonar los cables gruesos por otros
tan delgados como una caña? ¿O a esos voluntarios venidos no se sabe de dónde,
que pasaban noche y día sobre cubierta examinando minuciosamente cada metro de
cable para quitar los claves que los accionistas de las compañías marítimas
hacían clavar neciamente en la capa aisladora del cable, para dejarlo fuera de
servicio?
«¡Las obras de cada
uno!» Las sociedades humanas no vivirían dos generaciones seguidas,
desaparecerían dentro de cincuenta años, si cada cual no diese infinitamente
más de lo que se le retribuya en moneda, en bonos o en recompensas
cívicas. Se extinguiría la raza si la madre no gastase su vida por conservar la
de sus hijos, si el hombre no diese algo sin interés, sobre todo donde no
espera ninguna recompensa.
Y si la sociedad
burguesa decae, si estamos hoy en un callejón sin salida del cual no podemos
pasar sin acometer a fuego y hierro las instituciones del pasado, es
precisamente por un exceso de cálculos, por culpa de habernos dejado conducir a
no dar sino para recibir; es por haber querido hacer de la sociedad
una compañía comercial basada en el debe y haber.
Los colectivistas lo
saben. Comprenden vagamente que no podría existir sociedad ninguna si llevase
al extremo el principio de «a cada uno según sus obras». Comprenden que las
necesidades -no hablamos de los caprichos-, las necesidades del
individuo no siempre responden a sus obras. Por eso nos dice De Paepe:
«Este principio
-eminentemente individualista- se atemperaría por la intervención social
para la educación de los niños y jóvenes (incluyendo en ella la manutención) y
por la organización social de la existencia de los achacosos y enfermos, del
retiro para los trabajadores, ancianos, etcétera»
Comprenden que el hombre
de cuarenta años y con tres hijos tiene otras necesidades que el joven de
veinte años. Comprenden que la mujer que amamanta a su criatura y pasa noches
en blanco a su cabecera, no puede hacer tantas obras como el hombre que
ha dormido plácidamente. Parecen comprender que el hombre y la mujer,
consumidos acaso a fuerza de haber trabajado por la sociedad, pueden sentirse
incapaces de hacer tantas obras como los que han pasado sus horas a la
bartola y embolsado sus bonos en situaciones privilegiadas de
estadísticos del Estado.
Y se apresuran a atemperas
su principio, diciendo: «¡Sí; la sociedad criará y educará a sus hijos! ¡Sí;
asistirá a los viejos e inválidos! ¡Si; las necesidades serán la medida
de los gastos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio de las obras!»
De modo que, después de
haber negado el comunismo y haberse burlado a sus anchas de la fórmula: «A cada
uno según sus necesidades», salimos también con que a los grandes economistas
se les han olvidado -poca cosa- las necesidades de los productores. Y se
apresuran a reconocerlas. Sólo que al Estado le incumbirá apreciarlas,
comprobar si las necesidades son desproporcionadas con las obras.
El Estado dará limosna.
De ahí a la ley de pobres y al work-house inglés no hay más que un paso.
No hay más que un sólo paso, porque hasta esa sociedad madrastra contra la cual
nos sublevamos, se ha visto obligada atemperar su principio del
individualismo, ha tenido que hacer concesiones en sentido comunista y bajo la
misma forma de caridad.
También ella distribuye
comidas de a perra chica para evitar el saqueo de sus tiendas. También
construye hospitales, a menudo muy malos, pero a veces espléndidos, para evitar
los estragos de las enfermedades contagiosas. También, después de no haber
pagado las horas de trabajo, recoge los hijos de aquellos a quienes ha reducido
a la última de las miserias. También tiene en cuenta las necesidades por la
caridad.
Ya hemos dicho que la
miseria fue la causa primera de las riquezas, quien creó, al primer
capitalista; porque antes de acumular el «exceso de valor» de que tanto gusta
hablar, era preciso que hubiese miserables que se avinieran a vender su fuerza
de trabajo para no morirse de hambre. La miseria es quien ha hecho a los ricos.
Y si los progresos fueron rápidos en el curso de la Edad Media, es porque las
invasiones y las guerras que siguieron a la creación de los Estados y el
enronquecimiento por la explotación en Oriente, rompieron los lazos que en
otros tiempos unían a las comunidades agrícolas y urbanas y las condujeron a
proclamar, ea vez de la solidaridad que antes practicaban, ese principio del
asalariamiento, tan grato a los explotadores.
¿Y había de salir ese
principio de la revolución, y atreverse a llamarla con el nombre de «revolución
social», ese nombre tan grato a los hambrientos, a los que sufren, a los
oprimidos?
No sucederá así, porque
el día en que, las viejas instituciones se desplomen bajo el hacha de los
proletarios, se oirán voces que griten: «¡Pan, casa y bienestar para todos!»
Y esas voces serán
escuchadas, El pueblo dirá: «Comencemos por satisfacer la sed de vida, de alegría,
de libertad, que nunca hemos apagado. Y cuando todos hayamos probado esa dicha,
pondremos manos a la obra: demolición de los últimos vestigios del régimen
burgués, de su moral tomada en los libros de contabilidad, de su filosofía del
«debe y haber», de sus instituciones de lo tuyo y de lo mio. «Demoliendo,
edificaremos», como decía Proudhon; edificaremos en nombre del comunismo y de
la anarquía.
1
Considerando la sociedad
y su organización política desde un punto de vista muy distinto al de las
escuelas autoritarias, puesto que partimos del individuo libre para llegar a
una sociedad libre, en vez de comenzar por el Estado para descender hasta el
individuo, seguimos el mismo método respecto a las cuestiones económicas.
Estudiaremos las necesidades del individuo y los medios a que recurre para
satisfacerlas, antes de discutir la producción, el cambio, el impuesto, el
gobierno, etcétera.
Abrid no importa qué
obra de un economista. Comienza por la producción, el análisis de los
medios empleados hoy para crear la riqueza, la división del trabajo, la
manufactura, la obra de la máquina, la acumulación del capital. Desde Adam
Smith hasta Marx, todos han procedido de ese modo. En la segunda o tercera
parte de su obra solamente es cuando tratará del consumo es decir, de la
satisfacción de las necesidades del individuo, y aun entonces se limitará a
explicar cómo se repartirán las riquezas entre los que disputan su posesión.
Tal vez se diga que esto
es lógico: que antes de satisfacer necesidades es preciso crear lo que pueda
satisfacerlas, que es preciso producir para consumir. Pero antes
de producir, sea lo que fuere, ¿no precisa sentir su necesidad? ¿No es
la necesidad quien desde el principio impulsó al hombre a cazar, a criar
ganado, a cultivar el suelo, a hacer utensilios y más tarde aún a inventar y
hacer máquinas? ¿No es asimismo el estudio de las necesidades lo que debiera
regir a la producción? Por lo menos, tan lógico sería comenzar por ahí para ver
después cómo es preciso arreglárselas para atender a esas necesidades por medio
de la producción.
Pero en cuanto la
considerarnos desde este punto de vista, la economía política cambia totalmente
de aspecto. Deja de ser una simple descripción de hechos y se convierte en ciencia;
con el mismo título que la fisiología. Se la puede definir: el estudio de
las necesidades con la menor pérdida posible de fuerzas humanas. Su
verdadero nombre sería fisiología de la sociedad. Constituye una ciencia
paralela a la fisiología de las plantas o de los animales, la cual es también
el estudio de las necesidades de la planta o del animal y de los medios más
ventajosos de satisfacerlas. En la serie de las ciencias sociológicas, la
economía de las sociedades humanas viene a tomar el puesto ocupado en la serie
de las ciencias biológicas por la fisiología de los seres organizados.
Nosotros decimos «He
aquí seres humanos reunidos en sociedad. Todos sienten la necesidad de habitar
en casas higiénicas; ya no les satisface la choza de un salvaje, sino que
exigen un abrigo sólido y más o menos cómodo. Se trata de saber si, dada la
productividad del trabajo humano, podrá tener cada uno su casa, y qué es lo que
les impide tenerla».
Y en seguida vemos que
cada familia en Europa podría perfectamente tener una casa con comodidades,
como las que se edifican en Inglaterra o en Bélgica o en la ciudad de Pullman,
o bien un piso correspondiente.
Pero los nueve décimos
de los europeos no han poseído nunca una casa higiénica, porque en todo tiempo
el hombre del pueblo la tenido que trabajar al día, casi de continuo, para
satisfacer las necesidades de los gobernantes, y jamás ha tenido la necesaria
holgura de tiempo y de dinero para edificar o hacer edificar la casa de sus
ensueños. Y no tendrá casa, y vivirá en un tugurio, en tanto que no cambien las
actuales condiciones.
Ya se ve que procedemos
al contrario de los economistas que eternizan las pretendidas leyes de
la producción, y sacando la cuenta de las casas que se edifican cada
año, demuestran que no bastando las casas nuevamente edificadas para satisfacer
toda la demanda, los nueve décimos de los europeos deben habitar en
tabucos.
Pasemos al alimento.
Después de haber enumerado los beneficios de la división del trabajo, pretenden
los economistas que esta división exige que unos se dediquen a la agricultura y
otros a la industria manufacturera. Los agricultores producen tanto, las
manufacturas cuanto, el cambio se hace de tal modo; analizan la venta, el
beneficio, el producto liquido o sobrevalor, el salario, el impuesto, la banca,
y así sucesivamente.
Pero después de haberlos
seguido hasta allí, no -estamos más adelantados; y si les preguntamos: «¿Cómo
es que a tantos millones de seres humanos les falta el pan, cuando cada familia
podría producir trigo para alimentar a diez, veinte y hasta cien personas al
ano?», nos responden con el mismo estribillo: «División del trabajo, salario,
sobrevalor, capital», etcétera, llegando a sacar por consecuencia que la
producción es insuficiente para satisfacer todas las necesidades, consecuencia que,
aun cuando fuese cierta, no responde en modo alguno a la pregunta: «¿Puede o no
puede, trabajando, producir el pan que necesita? Y si no puede, ¿qué se lo
impide?»
A trescientos cincuenta
millones de europeos les hace falta cada año tanto de pan, tanto de carne,
vino, leche, huevos y manteca; necesitan tantas casas, tantas ropas; es el
mínimum de sus necesidades. ¿Pueden producir todo eso? Si lo pueden, ¿les
quedará holgura para proporcionarse lujo, objetos de arte, de ciencia y de
recreo; en una palabra, todo lo que no entra en la categoría de lo
estrictamente necesario? Si la respuesta es afirmativa, ¿que les impide ir
adelante? ¿Qué debe hacerse para allanar los obstáculos? ¿Se necesita tiempo?
¡que se lo tomen! Pero no perdamos de vista el objetivo de toda producción, que
es la satisfacción de las necesidades.
Si las necesidades más
imperiosas del hombre quedan sin satisfacer, ¿qué deberá hacerse para aumentar
la productividad del trabajo? ¿No hay otras causas? ¿No será alguna de ellas el
que habiendo perdido de vista la producción, las necesidades del hombre,
ha tomado una dirección absolutamente falsa y su organización es defectuosa? Y
puesto que así lo comprobamos, en efecto, busquemos el medio de reorganizar la
producción de modo que responda en realidad a todas las necesidades.
Es evidente que cuando
la ciencia de la fisiología social trate de la producción. actual en las
naciones civilizadas, en el municipio indostánico o entre los salvajes, se
podrán exponer los hechos de otro modo que los economistas de hoy, como un
simple capítulo descriptivo, análogo a los capítulos descriptivos de la
zoología o de la botánica. Pero advirtamos que si ese capítulo se hiciese desde
el punto de vista de la economía de las fuerzas en la satisfacción de las
necesidades, ganaría en claridad tanto como en valor científico. Probaría hasta
la evidencia el terrible derroche de las fuerzas humanas por el sistema actual,
y admitirla con nosotros que mientras dure no quedarán satisfechas nunca las
necesidades de la humanidad.
Se ve que el punto de
vista quedaría cambiado por completo. Detrás del telar que teje tantos metros
de lienzo, detrás de la máquina que horada tantas placas de acero y detrás del
arca de caudales donde se sepultan los dividendos, se vería al hombre, al autor
de la producción, excluido casi siempre del banquete que ha preparado para los
otros. Comprenderíase también que las pretendidas leyes del valor, del cambio,
etcétera, sólo son la expresión a menudo falsa -por ser falso su punto de
partida- de hechos tales como ocurren ahora, pero que podrían suceder y
sucederán de un modo muy diferente, cuando la producción se organice de manera
que cubra todas las necesidades de la sociedad.
2
La sobreproducción es
una palabra que estamos oyendo de continuo. No hay un solo economista,
académico o candidato, que no haya sostenido tesis probando que las crisis
económicas resultan del exceso de producción; que en un momento dado se
producen más telas de algodón, paños, relojes, de los que hacen falta. ¿No se
ha acusado de rapacidad a los capitalistas que se empeñan en producir
más del consumo posible?
Pues bien; tal
razonamiento manifiesta su falsedad en cuanto se ahonda en la cuestión. En
efecto, nombrad una mercancía, entre las de uso universal, de la cual se
produzca más de lo necesario. Examinad uno por uno todos los artículos
expedidos por los países de gran exportación, y veréis que casi todos se
producen en cantidades insuficientes hasta para los habitantes del país
que los exporta.
No es un sobrante de
trigo el que envía a Europa el campesino ruso. Las mayores cosechas de trigo y
de centeno en la Rusia europea dan lo preciso para la población. Y, por
lo general, el campesino se priva él mismo de lo necesario cuando vende su
trigo o su centeno para pagar el impuesto y la renta.
No es un sobrante de
carbón lo que en Inglaterra se envía a todos los ámbitos del globo, puesto que
no le quedan más que setecientos cincuenta kilos por año y habitante para el
consumo doméstico interior, teniendo en cuenta que millones de ingleses se
privan de fuego en invierno o no lo sostienen más que lo preciso para hervir un
poco de hortaliza. De hecho (no hablemos de los artículos de lujo) no hay en el
país de mayor exportación, Inglaterra, más que una sola mercancía de uso
general, los tejidos de algodón, cuya producción acaso sea bastante cuantiosa
para superar a las necesidades. Y cuando se piensa en los harapos que
reemplazan a la ropa blanca y de vestir en más de la tercera parte de los
habitantes del Reino Unido, está uno tentado a preguntarse si las telas de
algodón exportadas no representarán poco más o menos las necesidades reales
de la población.
Por lo general, no es un
sobrante lo que se exporta, aunque las primeras exportaciones hubiesen tenido
este origen. La fábula del zapatero que andaba descalzo es verdadera tanto para
las naciones como para aquel artesano. Lo que se exporta es lo necesario, y
sucede así porque los trabajadores no pueden comprar con sólo su salario lo que
han producido pagando rentas, beneficios, intereses al capitalista y al
banquero.
Todos los economistas
nos dicen que si hay una ley económica bien establecida es ésta: «El hombre
produce más que consume». Después de haber vivido de los productos del trabajo,
siempre le queda un remanente. Una familia de cultivadores produce con qué
alimentar a muchas familias, y así por el estilo.
Para nosotros, esa frase
tan repetida carece de sentido. Tal vez fuera exacta si debiese significar que
cada generación deja algo a las futuras. Un cultivador planta un árbol que vivirá
treinta, cuarenta años, un siglo, y cuyos nietos aún cogerán el fruto. Si ha
roturado una hectárea de suelo virgen, otro tanto ha crecido la herencia de las
generaciones por venir. El camino, el puente, el canal, la casa y sus muebles,
son otras tantas riquezas legadas a las generaciones siguientes.
Pero no se trata de eso.
Nos dicen que el labrador produce más trigo del que consume. Pudiera decirse
más bien que, habiéndole quitado una buena parte de sus productos el Estado
bajo la forma de impuesto, el sacerdote en forma de renta, se ha creado toda
una clase de hombres que en otros tiempos consumían lo que producían -salvo la
parte dejada para imprevistos o los gastos hechos en árboles, caminos,
etcétera-, pero que hoy se ven obligados a alimentarse de castañas o de maíz, a
beber aguapié, habiéndoles quitado el resto el Estado, el propietario, el
sacerdote y el usurero.
Preferimos decir: El
cultivador consume menos de lo que produce, porque se le obliga a acostarse
sobre paja y vender la pluma; a contentarse con aguapié y vender el vino; a
comer centeno y vender el trigo. Advirtamos también que tomando por punto de
partida las necesidades del individuo, se llega fatalmente al comunismo
como organización, que permite satisfacer todas esas necesidades de la manera
más completa y económica. Al paso que partiendo de la producción actual y
proponiéndose nada más que el beneficio o el sobrevalor, pero sin preguntarse
si la producción responde a la satisfacción de las necesidades, se llega
fatalmente al capitalismo, o a lo sumo al colectivismo (puesto que uno y otro
no son más que formas distintas del asalariamiento).
En efecto, cuando se
consideran las necesidades del individuo y de la sociedad y los medios a que el
hombre ha recurrido para satisfacerlas durante sus diversas fases de
desarrollo, se convence uno de lo necesario de solidarizar los esfuerzos, en
vez de abandonarlos a los azares de la producción actual. Se comprende que la
apropiación por algunos de todas las riquezas no consumidas, transmitiéndolas
de una generación a otra, va contra el interés general. Compruébase que de esta
manera las necesidades de las tres cuartas partes de la sociedad corren el
riesgo de no quedar satisfechas, y que el excesivo gasto de fuerza humana no es
sino más inútil y más criminal.
Por último, compréndese
que el empleo más ventajoso de todos los productos es el que satisface las
necesidades más apremiantes, y que el valor de utilidad no depende de un simple
capricho, como se ha afirmado a menudo, sino de la satisfacción que da a
necesidades reales.
La economía política se
ha limitado siempre a comprobar los hechos que veía producirse en la sociedad y
a justificarlos en interés de la clase dominante. Lo mismo hace con respecto a
la división del trabajo creada por la industria: habiéndola encontrado
ventajosa para los capitalistas, la ha convertido en principio.
«Ved ese herrero de
pueblo -decía Adam Smith, el padre de la economía política moderna-. Si nunca
se ha habituado a hacer claves, a duras penas fabricará doscientos o
trescientos diarios. Pero si ese mismo herrero no hace más que clavos,
producirá fácilmente hasta dos mil trescientos en el curso de una sola
jornada.»
Y Smith se apresuraba a
sacar esta consecuencia: «Dividamos el trabajo, especialicemos cada vez más;
tengamos herreros que sólo sepan hacer cabezas o puntas de claves, y de esa
manera produciremos más y nos enriqueceremos.» En cuanto a saber si el herrero
condenado por toda la vida a no hacer más que cabezas de clavo perderá el interés
por el trabajo; si no estará enteramente a merced del patrono con ese oficio
limitado; si no tendrá cuatro meses de paro forzoso al año; si no bajará su
salario cuando fácilmente se le pueda reemplazar con un aprendiz, Adam Smith no
pensaba en nada de eso al exclamar: «¡Viva la división del trabajo!
Y aun cuando un Sismondi
o un J. B. Say advertían más tarde que la división del trabajo, en lugar de
enriquecer a la nación, sólo enriquecía a los ricos, y que reducido el
trabajador a hacer toda su vidä la dieciochava parte de un alfiler, se
embrutecía y caía en la miseria, ¿qué propusieron los economistas oficiales?
¡Nada! No se dijeron que aplicándose así toda la vida a un solo trabajo
maquinal, el obrero perdería la inteligencia y el espíritu inventivo, y que,
por el contrario, la variedad en las ocupaciones produciría aumentar mucho la
productividad de la nación.
Si no hubiese más que
los economistas para predicar la división del trabajo permanente y a menudo
hereditaria, se les dejaría perorar a sus anchas. Pero las ideas profesadas por
los doctores de la ciencia se infiltran en los espíritus pervirtiéndolos, y a
fuerza de oír hablar de la división del trabajo, del interés, de la renta, del
crédito, etcétera, como de problemas ha mucho tiempo resueltos, todo el mundo
(y el trabajador mismo) concluye por razonar como los economistas, por venerar
idénticos fetiches.
Así vemos a gran número
de socialistas, hasta los que no temen atacar los errores de la ciencia,
respetar el principio de la división del trabajo. Habladles de la organización
de la sociedad durante la revolución, y responden que debe sostenerse la
división del trabajo; que si hacíais puntas de alfileres antes de la
revolución, las haréis también después de ella. Bueno; trabajaréis nada más que
cinco horas haciendo puntas de alfileres. Pero no haréis más que puntas de
alfileres toda la vida, mientras otros hacen máquinas y proyectos de máquinas
que permiten afilar durante toda vuestra vida miles de millones de alfileres, y
otros se especializarán en las altas funciones del trabajo literario,
científico, artístico, etcétera. Has nacido amolador de puntas de alfileres,
Pasteur ha nacido vacunador de la rabia, y la revolución os dejará a uno y a
otro con vuestros respectivos empleos.
Conocidas son las consecuencias
de la división del trabajo. Evidentemente, estamos divididos en dos clases: por
una parte, los productores que consumen muy poco y están dispensados de pensar,
porque necesitan trabajar, y trabajan mal porque su cerebro permanece inactivo;
y por otra parte, los consumidores que producen poco tienen el privilegio de
pensar por los otros, y piensan mal porque desconocen todo un mundo, el de los
trabajadores manuales. Los obreros de la tierra no saben nada de la máquina:
los que sirven las máquinas ignoran todo el trabajo de los campos. El ideal de
la industria moderna es el niño sirviendo una máquina que no puede ni debe
comprender, y vigilantes que le multen si distrae un momento su atención. Hasta
se trata de suprimir por completo el trabajador agrícola. El ideal de la
agricultura industrial es Un hombre alquilado por tres meses y que conduzca un
arado de vapor o una trilladora. La división del trabajo es el hombre con
rótulo y sello para toda su vida como anudador en una manufactura, vigilante en
una industria, impeledor de un carretón en tal sitio de una mina, pero sin idea
ninguna de conjunto de máquinas, ni de industria, ni de mina. Lo que se ha
hecho con los hombres, quiso hacerse también con las naciones. La humanidad se
dividirá en fábricas nacionales, cada una con su especialidad. Rusia está
destinada por la naturaleza a cultivar trigo, Inglaterra a hacer tejidos de
algodón, Bélgica a fabricar paños, al paso que Suiza forma niñeras e
institutrices. En cada nación se especializaría también: Lyon a fabricar
sederías, la Auvernia encajes y París artículos de capricho. Esto era, según
los economistas; ofrecer un campo ilimitado a la producción, al mismo tiempo
que al consumo una era de trabajo y de inmensa fortuna que se abría para el
mundo.
Pero esas vastas
esperanzas se desvanecen a medida que el saber técnico se difunde en el
universo. Todo iba bien mientras Inglaterra era la única que fabricaba telas de
algodón y trabajaba los metales, mientras sólo París hacía juguetes artísticos
podía predicarse lo que se llamaba la división del trabajo, sin temor alguno de
verse desmentido.
Pues bien; una nueva
corriente induce a las naciones civilizadas a ensayar en su interior todas las
industrias, hallando ventajas en fabricar lo que antes recibían de los demás
países, y las mismas colonias tienden a pasarse sin su metrópoli. Como los
descubrimientos de la ciencia universalizan los procedimientos técnicos, es
inútil en adelante pagar al exterior por un precio excesivo lo que es tan fácil
producir en casa. Pero esta revolución en la industria, ¿no da una estocada a
fondo ala teoría de la división del trabajo, que se creía tan sólidamente
establecida?
1
Al concluir las guerras
napoleónicas, Inglaterra casi había conseguido arruinar la gran industria que
nacía en Francia a fines del siglo pasado. Quedaba dueña de los mares y sin
serios competidores. Se aprovechó de eso para constituir un monopolio
industrial, e imponiendo a las naciones vecinas sus precios para las mercancías
que ella sola podía fabricar, amontonó riquezas sobre riquezas y supo sacar
partido de esa situación privilegiada y de todas sus ventajas.
Pero cuando la
revolución burguesa del siglo pasado hubo abolido la servidumbre del terruño y
creado en Francia un proletariado, la gran industria, detenida un momento en su
impulso, recobró nuevos vuelos, y desde la segunda mitad de nuestro siglo,
Francia dejó de ser tributaria de Inglaterra para los productos manufacturados.
Hoy se ha convertido en un país exportador. Vende al extranjero por valor de
más de mil quinientos millones de pesetas de productos manufacturados, y los
dos tercios de esas mercancías son tejidos. Se calcula que cerca de tres
millones de franceses trabajan para la exportación o viven del comercio
exterior.
Así, Francia ya no es
tributaria de Inglaterra. A su vez ha tratado de monopolizar ciertas ramas del
comercio exterior, tales como las sederías y la confección; de ello ha obtenido
inmensos beneficios, pero está a punto de perder para siempre ese monopolio,
como Inglaterra está a punto de perder para siempre el monopolio de los tejidos
y hasta de los hilados de algodón.
Marchando hacia Oriente,
la industria se ha detenido en Alemania. Hace treinta años, Alemania era
tributaria de Inglaterra y de Francia en la mayor parte de los productos de la
gran industria: Ya no sucede eso en nuestros días. En el curso de los últimos
veinticinco. años, y sobre todo después de la guerra, Alemania ha reformado
totalmente su industria. Las nuevas fábricas poseen las mejores máquinas; las
más recientes modas del arte industrial en Manchester para las telas de
algodón, o en Lyon para los tejidos de seda, etcétera, se han realizado en las
nuevas fábricas alemanas. Si ha sido precisas dos o tres generaciones de trabajadores
para encontrar la maquinaria moderna en Lyon o en Manchester, Alemania la toma
perfeccionada del todo. Las escuelas técnicas, adecuadas a las necesidades de
la industria, suministran a los manufactureros un ejército de operarios
inteligentes, de ingenieros prácticos, que saben trabajar con las manos y con
la cabeza. La industria alemana comienza en el punto preciso adonde han llegado
Manchester y Lyon, después de cincuenta años de esfuerzos, de ensayos y de
tanteos.
De ahí resulta que
Alemania, haciéndolo todo tan bien en su casa, disminuye de año en año sus
importaciones de Francia y de Inglaterra. Ya es su rival para la exportación en
Asia y en África, y aún más en los mismos mercados de Londres y de París. Las
gentes cortas de vista pueden vociferar contra el tratado de Francfort, pueden
explicar la competencia alemana por pequeñas diferencias de tarifas de
ferrocarriles. Pueden decir que el alemán trabaja por nada, deteniéndose
en las pequeñeces de cada cuestión y olvidando los grandes hechos históricos.
Pero no es menos cierto que la gran industria -antes privilegio de Inglaterra y
Francia- ha dado un paso hacia Oriente. Ha encontrado en Alemania un país
joven, llenos de fuerza, y una burguesía inteligente, ávida de enriquecerse a
su vez con el comercio exterior. Mientras Alemania se emancipaba de la tutela
inglesa y francesa y fabricaba ella misma sus tejidos de algodón, sus telas,
sus máquinas, en una palabra, todos los productos manufacturados; la gran
industria se implantaba a su vez en Rusia, donde el desarrollo de las
manufacturas es tanto más asombroso cuanto que han nacido ayer.
En la época de la
abolición de la servidumbre, en 1861, Rusia no tenía casi industria. Todas las
máquinas, los raíles, las locomotoras, las telas de lujo que necesitaba, le
venían de Occidente. Veinte años más tarde, poseía ya más de ochenta y cinco
mil manufacturas, y las mercancías producidas por ella habían cuadruplicado de
valor.
Las antiguas
herramientas han sido reemplazadas por completo. Casi todo el acero empleado
hoy, los tres cuartos del hierro, los dos tercios del carbón, todas las
locomotoras, todos los vagones, todos los carriles, casi todos los buques de
vapor se han hecho en Rusia.
De país condenado -según
decían los economistas- a continuar siendo agrícola, Rusia se ha convertido en
un país industrial. No pide casi nada a Inglaterra, muy poco a Alemania.
Los economistas hacen
responsables de estos hechos a las aduanas, pero los productos manufacturados
en Rusia se venden al mismo precio que los ingleses en Londres. Como el capital
no conoce patria, los capitalistas alemanes e ingleses, seguidos de ingenieros
y contramaestres de sus naciones, han implantado en Rusia y en Polonia
manufacturas que rivalizan con las mejores manufacturas inglesas, por la excelencia
de los productos. Abolidas mañana las aduanas, las manufacturas sólo ganarán
con ello. En este mismo momento los ingenieros británicos están en vías de dar
el golpe de gracia a las importaciones de paños y lanas de Occidente: montan en
el mediodía de Rusia inmensas manufacturas de lana, con las máquinas más
perfectas de Brahford, y dentro de diez años Rusia ya no importará más que
algunas piezas de paños ingleses y lanas francesas, como muestras.
La gran industria no
sólo marcha hacia Oriente; también se extiende por las penínsulas del Sur. La
exposición de Turín mostró ya en 1884 los progresos de la industria italiana, y
no nos dejemos engañar: el odio entre las dos burguesías, francesa e italiana,
no tiene más origen que su rivalidad industrial. Italia se emancipa de la
tutela francesa y compite con los comerciantes franceses en la cuenca
mediterránea y en Oriente. Por eso, y no por otra cosa, correrá un día la
sangre en la frontera italiana, a menos que la revolución no ahorre esa sangre
preciosa.
También pudiéramos
mencionar los rápidos progresos de España en la senda de la gran industria.
Pero fijémonos más bien en el Brasil. ¿No le habían condenado los economistas a
cultivar para siempre el algodón, exportarlo en bruto y recibir a cambio tejidos
de algodón importados? En efecto, hace veinte años el Brasil no tenía sino
nueve míseras manufacturas de algodón, con trescientos ochenta y cinco
husillos. Hoy tiene cuarenta y seis; cinco de ellas poseen cuarenta mil
husillos y echan al mercado treinta millones de metros de tela de algodón cada
año.
Hasta Méjico se pone a
fabricar esas telas, en vez de importarlas de Europa. Y en cuanto a los Estados
Unidos, se han libertado de la tutela europea. La gran industria se ha
desarrollado allí triunfalmente.
Pero la India es quien
tenía que dar el más brillante mentís a los partidarios de la especialización
de las industrias nacionales.
Conocida es la siguiente
teoría: hacen falta colonias a las grandes naciones europeas. Estas colonias
enviarán a la metrópoli productos en bruto, fibras de algodón, lana en bruto,
especias, etcétera. Y la metrópoli les enviará esos productos manufacturados,
telas pasadas, hierro viejo en forma de máquinas caídas en desuso, en una
palabra, toda aquello que no necesita, que le cuesta poco o nada y que no por
eso dejará de vender a un precio exorbitante.
Tal era la teoría: tal
fue durante largo tiempo la práctica. Se ganaban fortunas en Londres y en
Manchester, mientras se arruinaban las Indias. Id al Museo Indico en Londres y
veréis riquezas inauditas, insensatas, amontonadas en Calcuta y en Bombay por
los negociantes ingleses. Pero otros negociantes y otros capitalistas ingleses
igualmente, concibieron la idea muy natural de que sería más sencillo explotar
a los habitantes de la India directamente y hacer esas telas de algodón en las
mismas Indias, en lugar de importarlas de Inglaterra anualmente por quinientos
o seiscientos millones de pesetas.
Al principio no fue más
que una serié de fracasos. Los tejedores indios -artistas en su oficio- no
podían habituarse al régimen de la fábrica. Las maquinas remitidas de Liverpool
eran malas; también había que tener en cuenta el clima y adaptarse a nuevas
condiciones, hoy satisfechas todas, y la India inglesa truécase en una rival
cada vez más amenazadora de las manufacturas de la metrópoli.
Hoy posee ochenta
manufacturas de algodón, que emplean ya cerca de sesenta mil trabajadores, y
que en 1885 habían fabricado ya más de 1.450.000 toneladas métricas de tejidos.
Exporta anualmente a China, a las Indias holandesas y al África por valor de
cerca de cien millones de pesetas de esos mismos algodones blancos que se decía
ser la especialidad de Inglaterra. Y mientras los trabajadores ingleses tienen
paro forzoso y caen en la miseria, las mujeres indias, pagadas a razón de
sesenta céntimos al día, son quienes hacen a máquina las telas de algodón que
se venden en los puertos del extremo Oriente.
En resumen, no está
lejos el día -y los manufactureros inteligentes no lo disimulan- en que no se
sabrá qué hacer de los brazos que se ocupan en Inglaterra en fabricar
tejidos de algodón para exportarlos. Y eso no es todo; de informes muy series
resulta que dentro de diez años la India no comprará ni una sola tonelada de
hierro a Inglaterra. Se han vencido las primeras dificultades para emplear la
hulla y el hierro de las Indias, y fábricas rivales de las inglesas levántanse
ya en las costas del Océano índico.
La colonia haciendo
competencia a la metrópoli por sus productos manufacturados: he aquí el
fenómeno determinante de la economía del siglo XIX.
¿Y por qué no había de
hacerlo? ¿Qué le falta? ¿El capital? El capital va a todas partes donde se
encuentran miserables a quienes explotar. ¿El saber? El saber no conoce las
barreras nacionales. ¿Los conocimientos técnicos del obrero? Pero, ¿acaso es
inferior el obrero indio a esos noventa y dos mil niños y niñas menores de
quince años que trabajan en este momento en las manufacturas textiles de
Inglaterra?
2
Después de haber echado
una ojeada a las industrias nacionales, sería interesantísimo hacer lo mismo
con las industrias especializadas.
Tenemos, por ejemplo, la
seda, producto eminentemente francés en la primera mitad de este siglo. Sabido
es cómo Lyon se hizo el centro de la industria de la seda, recolectada al principio
en el Mediodía, pero que poco a poco se ha pedido a Italia, a España, al
Austria, al Cáucaso, al Japón, para hacer sederías. De cinco millones de kilos
de seda cruda transformada en tejidos en la región lionesa en 1875, sólo
cuatrocientos mil kilos eran de seda francesa.
Pero puesto que Lyon
trabajaba con sedas importadas, ¿por qué no habían de hacer lo mismo Suiza,
Alemania y Rusia? El arte de la seda se desarrolló poco a poco en los pueblos
del cantón de Zurich. Basliea se hizo un gran centro sedero. La administración
del Cáucaso invitó a mujeres de Marsella y obreros de Lyon a ir a enseñar a los
georgianos el cultivo perfeccionado del gusano de seda y a los campesinos del
Cáucaso el arte de transformar la seda en telas. Austria les imitó. Alemania,
con ayuda de obreros lioneses, montó inmensos talleres de sederías. Los Estados
Unidos hicieron otro tanto en Paterson...
Y hoy la industria de la
seda ya no es industria francesa. Se hacen sederías en Alemania, en Austria, en
los Estados Unidos, en Inglaterra. Los campesinos del Cáucaso tejen en invierno
pañuelos de seda a un precio que dejaría sin pan a los obreros de Lyon. Italia
envía sederías a Francia; y Lyon, que exportaba en 1870-74 por valor de
cuatrocientos sesenta millones de pesetas, ya no exporta más que doscientos
treinta y tres. Muy pronto no enviará al extranjero más que los tejidos
superiores o algunas novedades, para servir de modelos a los alemanes, rusos y
japoneses.
Lo mismo sucede con
todas las industrias. Bélgica ya no tiene el monopolio de los paños: se hacen
en Alemania, Rusia, Austria, los Estados Unidos. Suiza y el Jura francés ya no
tienen el monopolio de la relojería; se fabrican relojes en todas partes.
Escocia no refina ya los azúcares para Rusia; se importa azúcar ruso en Inglaterra.
Aunque Italia no tiene hierro ni hulla, forja ella misma sus acorazados y
construye las máquinas de buques de vapor. La industria química ya no es
monopolio de Inglaterra; se hace ácido sulfúrico y Sosa en todas partes. Las
máquinas de todas clases, fabricadas en los alrededores de Zurich, hacíanse
notar en la última Exposición universal. Suiza, que no tiene hulla ni hierro
-nada más que excelentes escuelas técnicas- hace máquinas mejores y más baratas
que Inglaterra. He aquí lo que queda de la teoría de los cambios.
Cada nación halla
ventaja en combinar dentro de su territorio la agricultura con la mayor
variedad posible de fábricas y manufacturas. La especialización de que los
economistas nos han hablado era buena para enriquecer a algunos capitalistas;
pero no tiene razón de ser, y por el contrario, es muy ventajoso que cada país
pueda cultivar su trigo y sus legumbres y fabricar todos los productos
manufacturados que consume. Esta diversidad es la mejor prueba del completo
desarrollo de la producción por el concurso mutuo y de cada uno de los
elementos del progreso, mientras que la especialización es la contención del
progreso.
3
En efecto, es insensato
exportar el trigo e importar las harinas, exportar la lana e importar paño,
exportar el hierro e importar las máquinas, no sólo porque esos transportes
ocasionan gastos inútiles, sino sobre todo porque un país que no tiene
desarrollada laa industria queda por fuerza atrasado en agricultura; porque un
país que no tiene grandes fábricas para trabajar el acero, va también atrasado
en todas las demás industrias; en fin, porque gran número de capacidades
industriales y técnicas quedan sin empleo.
Todo se enlaza hoy en el
mundo de la producción. Ya no es posible cultivar la tierra sin máquinas; sin
potentes riegos, sin ferrocarriles, sin fábricas de abonos. Y para tener esas
máquinas adecuadas a las condiciones locales, esos ferrocarriles, esos
artefactos de hierro, etcétera, es preciso que se desarrolle cierto espíritu de
invención, cierta habilidad técnica que no pueden manifestarse en tanto que la
azada y la reja del arado sean los únicos instrumentos de cultivo.
Para que el campo esté
bien cultivado, para que dé las prodigiosas cosechas que el hombre tiene
derecho a pedirle, es preciso que a su alcance humeen muchas fábricas y
manufacturas.
La variedad de las
ocupaciones y de las capacidades que de ella surgen, integradas con la mira de
un fin común: he ahí la verdadera fuerza del progreso.
Y ahora imaginemos una
ciudad, un territorio, vasto o exiguo, poco importa cuál; que dan los primeros
pasos en la senda de la revolución social.
«Nada cambiará -se nos
ha dicho algunas veces-, Se expropiarán los talleres y fábricas, se proclamarán
propiedad nacional o municipal, y cada uno volverá a su trabajo de costumbre.
La revolución quedará hecha.»
Pues bien, no; la
revolución social no se hará con esa sencillez. Ya lo hemos dicho. Que mañana
estalle la revolución en París, en Lyon o en cualquier otra ciudad; que mañana
se ponga mano, en París o no importa dónde, en las fábricas, las casas o la
banca, y toda la producción actual deberá cambiar de aspecto por ese solo
hecho.
Disminuida la entrada de
víveres y aumentado el consumo; sin trabajo tres millones de franceses que se
ocupaban en la exportación; no llegando mil cosas que, hoy se reciben de países
lejanos o próximos; suspensas temporalmente las industrias de lujo, ¿qué harán
los habitantes para tener que comer al cabo de seis meses?
Los ciudadanos deberán
hacerse agricultores. No a la manera del campesino que se derrenga con el arado
para recoger apenas su alimento anual, sino siguiendo los principios de la
agricultura intensiva, hortelana, aplicados en vastas proporciones por medio de
las mejores máquinas que el hombre ha inventado y pueda inventar. Se cultivará,
pero no como la bestia de carga del Canal; se reorganizará el cultivo, no
dentro de diez años, sino inmediatamente, en medio de las luchas
revolucionarias, so pena de sucumbir ante el enemigo. Se cultivará; pero
también habrá que producir mil cosas que tenemos costumbre de pedir al
extranjero. Y no olvidemos que para los habitantes del territorio insurrecto,
será extranjero todo aquel que no le haya seguido en su revolución. Habrá que
saber pasarse sin ese extranjero, y se pasará. Francia inventó el azúcar de
remolacha cuando llega a faltarle el azúcar de caña a consecuencia del bloqueo
continental. París encontró el salitre en sus cuevas, cuando no le llegaba de
ninguna parte. ¿Seríamos inferiores a nuestros abuelos, que apenas silabeaban
las primeras palabras de la ciencia?
1
Cada vez que se habla de
la agricultura imaginase siempre el campesino encorvado sobre la esteva,
echando al azar un trigo mal cernido y esperando con ansia lo que le traiga la
buena o mala estación.
El agricultor de hoy
tiene ideas mucho más amplias, conceptos mucho más grandiosos. No pide más que
una fracción de hectárea para hacer que crezca todo: el alimento vegetal de una
familia; para alimentar veinticinco cabezas de ganado vacuno ya no se necesita
más espacio que en otro tiempo para alimentar una sola. Quiere llegar a hacer
el suelo, a desafiar las estaciones y el clíma; a calentar el aire y la tierra
en torno de la tierna planta; en la palabra, a producir en una hectárea lo que
antes no conseguía recolectar en cincuenta hectáreas; y todo eso sin fatigarse
de un modo excesivo, reduciendo mucho la suma total de trabajo anterior.
Pretende que se podrá producir ampliamente con qué alimentar a todo el mundo no
dando al cultivo de los campos sino lo preciso que cada cual puede darle con
gusto, con alegria. Mientras los sabios guiados por Liébig, el creador de la
teoría química de la agricultura, se descarriaban a menudo en su entusiasmo de
teóricos, cultivadores sin letras han abierto una nueva vía de prosperidad a la
humanidad.
Al paso que una familia
antes necesitaba tener por lo menos siete u ocho hectáreas para vivir con los
productos del suelo -y ya se sabe cómo viven los campesinos-, ya no se puede
ahora ni aun decir cuál es la mínima extensión de terreno necesaria para dar a
una familia todo lo que se puede extraer de la tierra, lo necesario y lo de
lujo, cultivándola con arreglo a los procedimientos del cultivo intensivo. Si
se nos preguntase cuál es el número de personas que pueden vivir muy bien en
una legua cuadrada, sin importar ningún producto agrícola nos sería difícil
contestar.
Hace diez años podía ya
afirmarse que una población de cien millones lograría vivir muy bien de los
productos del suelo francés sin importar nada. Pero hoy, al ver los progresos
realizados recientemente lo mismo en Francia que en Inglaterra, y al contemplar
los nuevos horizontes que se abren ante nosotros, diremos que cultivando la
tierra como la cultivan ya en muchos sitios, aun en terrenos pobres cien
millones de habitantes en los cincuenta millones de hectáreas del suelo francés
serían aún una cortísima proporción de lo que ese suelo pudiera alimentar.
Puede considerarse como absolutamente
demostrado que si París y los dos departamentos del Sena y del Sena y Oise
se organizasen mañana en comunidad anarquista donde todos trabajasen con sus
brazos, y si el universo entero se negase a enviarles un solo celemín de trigo,
una sola cabeza de ganado, una sola banasta de fruta, y no les dejase más que
el territorio de ambos departamentos, podrían producir ellos mismos no sólo el
trigo, la carne y las hortalizas necesarias, sino también todas las frutas de
lujo, en cantidades suficientes para la población urbana y rural.
Y además afirmamos que
el gasto total de trabajo humano sería mucho menor que el empleado
actualmente para alimentar a esa población con trigo recolectado en Auvernia o
en Rusia, con las legumbres producidas por el cultivo en grande en todas partes
y con las frutas maduradas en el Mediodía. Nunca se ha tenido en cuenta el
trabajo invertido por los viticultores del Mediodía para cultivar la viña, ni
por los labradores rusos o húngaros para cultivar el trigo, por fértiles que
sean sus praderas y sus campos. Con sus actuales procedimientos de cultivo
extensivo, se toman infinitamente más trabajo del necesario para obtener los
mismos productos por el cultivo intensivo, aun en climas muchísimo menos
benignos y en un suelo naturalmente menos rico.
2
Nos sería imposible
citar aquí la masa de los dates en los cuales fundamos nuestras afirmaciones.
Para mayores informes, remitimos a los lectores a los artículos que hemos
publicado en inglés, pero sobre todo a quienes les interese el asunto les
recomendamos que lean algunas excelentes obras publicadas en Francia.
En cuanto a los habitantes
de las grandes ciudades, que aún no tienen ninguna idea real de lo que puede
ser la agricultura, les aconsejamos que recorran a pie las campiñas inmediatas
y estudien su cultivo. Que observen, que hablen con los hortelanos, y un mundo
nuevo se abrirá ante ellos. Así podrán entrever lo que será el cultivo europeo
en el siglo XX y qué fuerza tendrá la revolución social cuando se conozca el
secreto de obtener de la tierra todo cuando se le pide.
Sabido es en qué
miserables condiciones se encuentra la agricultura en Europa. Si el Cultivador
del suelo no es desvalijado por el propietario territorial, lo es por el
Estado. El propietario, el Estado y el usurero, roban al cultivador con la
renta, la contribución y el rédito. La suma robada varía en cada país: nunca es
menor que la cuarta parte, y muy a menudo es la mitad del producto bruto En
Francia, la agricultura paga al Estado 44 por 100 del producto bruto.
Hay más. La parte del
propietario y la del Estado van siempre en amento. Tan pronto como por prodigios
de trabajo, de invención o de iniciativa, ha obtenido mayores cosechas el
cultivador, aumenta en proporción el tributo que deberá al Estado, al
propietario o al usurero. Si dobla el número de hectolitros recogidos por
hectárea, duplicará la renta, y por consiguiente los impuestos, que el
Estado se apresurará a elevar aún más si suben los precios. En todas partes el
cultivador del suelo trabaja de doce a dieciséis horas diarias; en todas partes
le arrebatan esas tres aves de rapiña todo lo que pudiera ahorrar; en todas
partes le roban lo que podría servirle para mejorar el cultivo. Por eso
permanece estacionaria la agricultura.
Sólo conseguirá dar un
paso adelante en condiciones excepcionales por una disputa entre sus tres
vampiros, por un esfuerzo de inteligencia o por un aumento de trabajo. Y aún no
hemos dicho nada del tributo que cada cultivador paga al industrial, quien le
vende por triple o cuádruple de lo que cuestan cada máquina, cada azadón, cada
tonel de abono químico. No olvidemos tampoco los intermediarios, que se llevan
la parte del león en los productos del suelo.
En las praderas de
América (que sólo dan mezquinas cosechas de siete a doce hectolitros por
hectárea, cuando periódicas y frecuentes sequías no las perjudican), quinientos
hombres que trabajan ocho meses del año producen el alimento anual de cincuenta
mil personas. Los resultados se obtienen allí por una gran economía. En
aquellas vastas llanuras, que no puede abarcar la vista, están organizadas casi
militarmente la labranza, la siega y la trilla: nada de idas y venidas
inútiles, nada de perder el tiempo. Todo se hace con la exactitud de un
desfile. Este es el cultivo en grande, extensivo.
Pero hay también el
cultivo intensivo, en ayuda: del cual vienen y vendrán más cada vez las máquinas.
Se propone sobre todo cultivar bien un espacio limitado, abonarlo y
corregirlo, concentrar el trabajo y obtener el mayor rendimiento posible. Este
género de cultivo se extiende cada año, y al paso que se contentan con una
cosecha media de diez a doce hectolitros en el cultivo en grande en el Mediodía
de Francia y en las tierras fértiles del Oeste americano, se recolectan por lo
regular treinta y seis y hasta cincuenta, o a veces cincuenta y seis
hectolitros, en el Norte de Francia. El consumo anual de un hombre se obtiene
así de la superficie de una doceava parte de la hectárea.
Y cuanto mas intensidad
se da al cultivo, menos trabajo se gasta para obtener el hectolitro de
trigo. La máquina reemplaza al hombre en los trabajos preparatorios y hace de
una vez para siempre mejoras, tales como el desagüe y el despedregamiento, que
permiten duplicar las cosechas futuras. Algunas veces, nada más que una labor
profunda permite obtener de un suelo mediano excelentes cosechas de año en año,
sin estercolar nunca. Así se ha hecho durante veinte años en Rothamstead, cerca
de Londres.
No hagamos novelas
agrícolas. Detengámonos en aquella cosecha de cuarenta hectolitros, que no
requiere un suelo excepcional, sino sencillamente racional cultivo, y veamos lo
que esto significa.
Los tres millones
seiscientos mil individuos que habitan en los departamentos del Sena y del Sena
y Oise consumen al año para alimentarse un poco menos de ocho millones de
hectolitros de cereales, principalmente de trigo. En nuestra hipótesis, para obtener
esta cosecha, necesitarían cultivar doscientas mil hectáreas, de las
seiscientas diez mil que poseen.
Es evidente que no las
cultivarán con azadón. Eso exigiría demasiado tiempo: doscientas cuarenta
jornadas de cinco horas por hectárea. Mejorarían más bien de una vez para
siempre el suelo desaguando lo que debiera desaguarse, allanando lo que se
necesite allanar, despedregando el terreno, aunque en ese trabajo preparatorio
hubiera que emplear cinco millones de jornadas de cinco horas, o sea, término
medio, veinticinco jornadas por hectárea.
En seguida labrarían con
arado de vapor de vertedera profunda, y luego con arado doble, invirtiendo en
cada labor cuatro jornadas. No cogerán la semilla al azar, sino escogiéndola
con harnero de vapor. No sembrarán a voleo, sino a golpe, en línea. Y con todo
eso, no se habrán empleado ni veinticinco jornadas de cinco horas por hectárea,
si el trabajo se hace en buenas condiciones. Si durante tres o cuatro años se
dedican diez millones de jornadas a un buen cultivo, se podrían conseguir más
tarde cosechas de cuarenta y de cincuenta hectolitros no empleando más que la
mirad del tiempo.
Así, pues, no se habrán
invertido más que quince millones de jornadas para dar pan a esa población de
tres millones seiscientos mil habitantes. Y todos los trabajos serían tales,
que cada cual podría desempeñarlos, sin tener para eso músculos de acero ni
haber trabajado nunca en la tierra antes. La iniciativa y la distribución
general de los trabajos serían de los que saben lo que requiere la tierra.
Pues bien; cuando se
piensa que en el caos actual, sin contar los desocupados de la holgazanería
elevada, hay cerca de cien mil hombres parados en sus respectivos oficios, se
ve que la fuerza perdida en nuestra organización actual bastaría por sí sola
para dar, por un cultivo racional, el pan necesario para los tres o cuatro
millones de habitantes de ambos departamentos.
Repetimos que esto no es
novela, y ni siquiera hemos hablado del cultivo verdaderamente intensivo, que
da resultados mucho más pasmosos. No hemos calculado con arreglo al trigo
obtenido por Mr. Hallet en tres años, y en que un solo grano repuntado produjo
una mata con más de diez mil granos, lo que permitirla en caso necesario
recoger todo el trigo para una familia de cinco personas en el espacio de un
centenar de metros cuadrados. Por el contrario, sólo hemos citado lo que hacen
ya numerosos granjeros en Francia, Inglaterra, Bélgica, Flandes, etcétera, y lo
que podría hacerse desde mañana, con la experiencia y saber ya adquiridos por
la práctica en grande.
3
Los ingleses, que comen
mucha carne, consumen por término medio un poco menos de cien kilos por adulto
y año: suponiendo que todas las carnes consumidas fuesen de buey cebón, sumaría
un poco menos de un tercio de buey. Un buey por año para cinco personas
(incluyendo los niños) es ya una ración suficiente. Para tres millones y medio
de habitantes daría un consumo anual de setecientas mil cabezas de ganado. Hoy,
con el sistema de pastoreo, se necesitan por lo menos dos millones de hectáreas
para alimentar seiscientas sesenta mil cabezas de ganado.
Sin embargo, con
praderas modestísimamente regadas por medio de agua manantial (como se han
creado recientemente en miles de hectáreas en el suroeste de Francia), son
suficientes quinientas mil hectáreas. Pero si se practica el cultivo intensivo,
plantando remolacha como alimento, sólo se necesita la cuarta parte de ese
espacio, es decir, ciento veinticinco mil hectáreas. Y cuando se recurre al
maíz, ensilándolo como los árabes, se Obtiene todo el forraje necesario -n una
superficie de ochenta y ocho mil hectáreas.
En los alrededores de
Milán, donde utilizan las aguas de las alcantarillas para regar las praderas,
en nueve mil hectáreas de regadío se obtiene alimento para cuatro a seis cabezas
de ganado bovino, y en algunas parcelas favorecidas se han recolectado hasta
cuarenta y cinco toneladas de heno seco por hectárea, lo cual da alimento anual
para nueve vacas lecheras. Tres hectáreas por cabeza de ganado en pastoreo y
nueve bueyes o vacas por hectárea: he aquí los extremos de la agricultura
moderna.
En la isla de Guernesey,
en un total de cuatro mil hectáreas utilizadas, cerca de la mitad (mil
novecientas hectáreas) están cubiertas de cereales y de huertas, y sólo quedan
dos mil cien para prados; en esas dos mil cien hectáreas se alimentan mil
cuatrocientos ochenta caballos, siete mil doscientas sesenta cabezas de ganado
vacuno, novecientos carneros y cuatro mil doscientos cerdos, lo cual hace tres
cabezas de ganado bovino por hectárea, sin contar los caballos, los carneros y
los cerdos. Es inútil añadir que la fertilidad del suelo se hace
corrigiéndolo con algas y abonos químicos.
Volviendo a nuestros
tres millones y medio de habitantes de la ciudad de París, se ve que la
superficie necesaria para criar ese ganado desciende desde dos millones de
hectáreas hasta ochenta y ocho mil. Pues bien; no tomemos las cifras más bajas,
sino las del cultivo intensivo ordinario; añadamos el terreno necesario para el
ganado menor y pongamos ciento sesenta mil hectáreas o doscientas mil, de las
cuatrocientas diez mil hectáreas que nos quedan, después de haber provisto el
pan necesario para la población. Pongamos por largo cinco millones de jornadas
para poner ese espacio en condiciones de producción.
Así, pues, empleando
veinte millones de jornadas de trabajo por año, la mitad para mejoras
permanentes, tendremos seguros el pan y la carne, sin contar además con las
aves de corral, cerdos cebados, conejos, etcétera, y sin contar con que,
habiendo excelentes legumbres y frutos, la población consumirá menos carne que
los ingleses, que suplen con la alimentación animal su pobreza en alimentos
vegetales. Veinte millones de jornadas de cinco horas, ¿cuántas hacen por
habitante? Muy poca cosa. En una población de tres millones y medio debe haber
por lo menos un millón doscientos mil varones adultos y otras tantas hembras.
Pues bien; para asegurar pan y carne para todos bastarían diecisiete jornadas
de trabajo por año, para los hombres nada más. Añadid tres millones de jornadas
para obtener la leche. Añadid otro tanto, y todo ello no llega a veinticinco
jornadas de cinco horas -cuestión de divertirse un poco en el campo- para tener
estos tres productos principales: pan, carne y leche.
Salgamos de París y
visitemos uno de esos establecimientos de cultivo hortícola que a pocos
kilómetros de las academias hacen prodigios ignorados por los sabios
economistas; por ejemplo, el de M. Ponce, autor de una obra acerca del asunto,
quien no hace misterio de lo que le produce la tierra y lo ha revelado con
detalles.
M. Ponce, y sobre todo
sus obreros, trabajan como negros. Son ocho para cultivar poco más de una
hectárea. Trabajan de doce a quince horas diarias, es decir, triple de lo que
se debe. Aunque fuesen veinticuatro los obreros, no habría de más.
Probablemente responderá a eso M. Ponce que puesto que paga la tremenda
cantidad de dos mil quinientas pesetas anuales de renta y de impuesto por sus
once mil metros cuadrados, y dos mil quinientas pesetas por el abono comprado en
los cuarteles, está obligado a explotar. «Explotado yo, exploto a mi vez»,
sería probablemente su respuesta. La instalación le ha costado treinta mil
pesetas, de las cuales más de la mitad son seguramente: tributo a los varones
holgazanes de la industria. En resumen, su instalación no representa más de
tres mil jornadas de trabajo, probablemente mucho menos.
Veamos sus cosechas:
diez mil kilos de zanahorias, diez mil kilos de cebollas, rábanos, y otras
menudencias, seis mil coles, tres mil coliflores, cinco mil canastas de
tomates, cinco mil docenas de frutas escogidas, ciento cincuenta y cuatro mil
ensaladas; un total de ciento veinticinco mil kilos de hortalizas y frutas en
una superficie de ciento diez metros de longitud por cien metros de anchura, lo
cual da más de ciento diez toneladas de verdura por hectárea. Un hombre
no come más de trescientos kilos de legumbres y frutas por año, y la hectárea
de un hortelano da las suficientes para sentir bien la mesa de trescientos
cincuenta adultos. De modo que veinticuatro personas ocupadas todo el año en
cultivar una hectárea de tierra, trabajando cinco horas diarias, producirían
hortalizas y frutas suficientes para trescientos cincuenta adultos, lo cual
equivale a quinientos individuos de todas edades. Cultivando como M. Ponce -y
hay quien le ha excedido en resultados- trescientos cincuenta individuos que
dedicasen cada uno poco más de cien horas por año, tendrían verduras y frutas
para quinientas personas.
Esa producción no es
excepcional. Bajo los muros de París la consiguen cinco mil hortelanos en una
superficie de novecientas hectáreas; sólo que se ven reducidos al estado de
bestias de carga para pagar una renta media de dos mil pesetas por hectárea.
Pero estos datos, ¿no prueban que siete mil hectáreas (de las doscientas diez
que nos quedan disponibles) bastarían para dar todas las hortalizas necesarias
y una buena provisión de fruta a los tres millones y medio de habitantes de
ambos departamentos? La cantidad de trabajo para producirlas sería de cincuenta
millones de jornadas de cinco horas (o sea cincuenta días al año para los
adultos varones solos), tomando por tipo el trabajo de los hortelanos. Pronto
veremos reducirse esta cantidad, si se recurre a los procedimientos usuales en
Jersey y en Guernesey.
4
Los hortelanos se ven
obligados a reducirse al estado de máquinas y a renunciar a todos los goces de
la vida, para obtener sus Cosechas fabulosas. Pero han prestado un inmenso
servicio a la humanidad, enseñándonos que el suelo se hace.
Lo hacen ellos, con las
capas de estiércol que han servido ya para dar el calor necesario; a las
plantas jóvenes y a primicias o tempranas. Hacen el suelo en tan grandes
cantidades, que cada año se ven obligados a revenderlo en parte.
Sin eso subiría el nivel
de sus huertas dos a tres centímetros al año. Lo hacen tan bien, que en los
contratos recientes (Barra nos lo dice en el artículo Hortelanos, del Diccionario
de Agricultura) el hortelano estipula que se llevará consigo su
suelo cuando abandone la parcela que cultiva. El suelo llevado en carros,
con los muebles y los bastidores: he aquí la respuesta que los cultivadores
prácticos han dado a los desvaríos de un Ricardo, que representaba la renta
como un medio de compensar las ventajas naturales del suelo. «El suelo vale lo
que valga el hombre», tal es la divisa de los jardineros y hortelanos.
Y sin embargo, los
huertanos parisienses y ruaneses se fatigan triple que sus colegas de Guernesey
y de Inglaterra para obtener idénticos resultados. Aplicando la industria a la
agricultura, hacen el clima además del suelo. En efecto, todo el cultivo
hortícola se funda en estos dos principios:
Primero. Sembrar debajo
de bastidores, criar las plantas jóvenes en un suelo rico, en un espacio
limitado, donde se las pueda cuidar bien y replantarlas más tarde cuando hayan
desarrollado bien las barbillas de sus raíces. En una palabra, hacer como con
los animales: cuidarlas desde su más tierna edad.
Y segundo. Para madurar
temprano las cosechas, calentar el suelo y el aire, cubriendo las plantas con bastidores
o con campanas de vidrio, y produciendo en el suelo gran calor con la
fermentación del estiércol.
Replantamiento y
temperatura más alta que la del aire: he aquí la esencia del cultivo hortícola,
una vez que se haya hecho artificialmente el suelo.
Ya hemos visto que la
primera de estas dos condiciones se ha puesto en práctica y sólo requiere
algunos perfeccionamientos de detalle. Y para realizar la segunda se trata de
calentar el aire y la tierra, sustituyendo el estiércol por agua caliente que
circule en tuberías de fundición, ya en el suelo debajo de los bastidores, ya
en el interior de los invernaderos.
Y esto es lo que se ha
hecho. El hortelano parisiense pide al termosifón el calor que antes
pedía al estiércol. Y el jardinero inglés edifica estufas.
En otros tiempos, la
estufa era un lujo de rico. Se reservaba para las plantas exóticas y de adorno.
Pero hoy se vulgariza. Hectáreas enteras están cubiertas de vidrio en las islas
de Jersey y de Guernesey, sin contar los millares de estufas pequeñas que se
ven en Guernesey en cada granja, en cada jardín. En los alrededores de Londres
comienzan a acristalarse campos enteros, y en los suburbios se instalan cada
año millares de estufas pequeñas.
Se hacen de todas
clases, desde el invernáculo de paredes de granito hasta el modesto abrigo de
tablas de pino y techo de vidrio, que, a pesar de todas las sanguijuelas
capitalistas, sólo cuesta de cuatro a cinco pesetas el metro cuadrado. Se
calienta o no (basta el abrigo, si no se trata de producir tempraneces), y allí
se crían, no uvas ni flores tropicales, sino patatas, zanahorias, guisantes o
judías tiernas.
Así se emancipa del
clima, dispensándose del laborioso trabajo de hacer camas; ya no se compran
montones de estiércol, cuyo precio sube en proporción de la creciente demanda.
Y se suprime en parte el trabajo humano: siete u ocho hombres bastan para
cultivar la hectárea acristalada, y obtener los mismos resultados que en casa
de M. Ponce, en Jersey, siete hombres que trabajan menos de sesenta horas por semana,
obtienen, en espacios infinitesimales, cosechas que en otros tiempos exigían
hectáreas de terreno. Por ejemplo: treinta y cuatro peones y un jardinero,
cultivando cuatro hectáreas bajo vidrio (pongamos en su lugar setenta hombres
que trabajen cinco horas diarias), obtiene cada uno veinticinco mil kilos de
uvas vendimiadas desde 1º de mayo, ochenta mil kilos de tomates, treinta mil
kilos de patatas en abril, seis mil kilos de guisantes y dos mil kilos de
judías verdes en mayo, o sea ciento cuarenta y tres mil kilos de frutas y
hortalizas, sin contar una cosecha muy grande en ciertas estufas, ni un inmenso
invernadero de adorno, ni las cosechas de toda clase de pequeños cultivos al
aire libre entre las estufas.
¡Ciento cuarenta y tres
toneladas de frutas y hortalizas tempranas con que alimentar bien todo el año a
mil quinientas personas! Y eso no requiere más que veintiuna mil jornadas de
trabajo, o sea doscientas diez horas de trabajo por año para medio
millar de adultos.
Añádase la extracción de
unas mil toneladas de carbón que se queman anualmente en esas estufas para
calentar cuatro hectáreas, y siendo la extracción media en Inglaterra de tres
toneladas por jornada de diez horas y por obrero, lo que suma un trabajo
suplementario de siete a ocho horas anuales para cada uno de los antedichos
quinientos adultos.
Ya hemos dicho la
tendencia de hacer del invernadero estufa una simple huerta bajo vidrio. Y
cuando se aplica a este uso con abrigos de vidrio sencillísimos y calentados
ligeramente durante tres meses, se obtienen cosechas fabulosas de hortalizas;
por ejemplo, cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas por hectárea, como
primera cosecha a fin de abril. Tras lo cual, corregido el suelo, se obtienen
nuevas cosechas desde mayo a fin de octubre, con una temperatura casi tropical,
debida nada más que al abrigo del vidrio.
Hoy, para obtener
cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas, se requiere labrar cada año una
superficie de veinte hectáreas o más, plantar y más tarde recalzar las plantas,
arrancar la mala hierba con azadón, y así sucesivamente. Con el abrigo
vidriado, emplease, tal vez al principio, media jornada de trabajo por metro
cuadrado, y hecho esto, se economiza la mitad o tres cuartas partes del trabajo
en lo futuro.
5
Según lo había previsto
L. de Lavergne hace treinta años, la tendencia de la agricultura moderna es
reducir todo lo posible el espacio cultivado, crear el suelo y el clima,
concentrar el trabajo y reunir todas las condiciones necesarias para la vida de
las plantas, todo lo cual permite obtener mas productos con menos
trabajo y mayor seguridad.
Después de haber
estudiado los abrigos más sencillos de vidrio en Guernesey, afirmamos que se
gasta mucho menos trabajo para obtener bajo cristalerías patatas en
abril que el necesario para cosechar al aire libre, tres meses más tarde,
cavando, una superficie Cinco veces mayor, regándola y escardando la mala
hierba, etcétera. Es como con las herramientas o las máquinas, que economizan
mucho más el costo previo de ellas.
En el norte de
Inglaterra, en la frontera de Escocia, donde el carbón tan sólo cuesta cuatro
pesetas la tonelada en la misma boca de la mina, hace más de treinta años que
se dedican al cultivo de la vid en invernadero. Al principio esas uvas, maduras
en enero, se vendían por el cultivador a razón de veinticinco pesetas la libra,
y se revendían a cincuenta para la mesa de Napoleón III. Hoy, el mismo
productor no las vende más que a tres pesetas la libra; nos lo dice él mismo en
un artículo reciente de un periódico de horticultura. Y es que, competidores
suyos, envían toneladas y toneladas de uvas a Londres y a París. Gracias a la
baratura del carbón y a un cultivo inteligente, la uva crece en invierno en el
Norte y viaja hacia el Mediodía, en sentido opuesto a los productos ordinarios.
En mayo, las uvas inglesas y de Jersey se venden por los jardineros a dos
pesetas la libra, y aún este precio se sostiene, como el de cincuenta pesetas
hace treinta años, por lo escaso de la competencia. En octubre, las uvas
cultivadas en las cercanías de Londres -siempre bajo vidrio, pero con un poco
de caldeo artificial- se venden al mismo precio que las uvas compradas por
libras en los viñedos de Suiza o del Rin, es decir, por unas cuantas piezas de
cinco céntimos. Y aún hay en éstos dos tercios de carestía, a consecuencia de
lo excesivo de la renta del suelo, de los gastos de instalación y de
calefacción, sobre los cuales el jardinero paga un tributo formidable al
industrial y al intermediario. Explicado esto, puede afirmarse que no cuesta casi
nada el tener en otoño uvas deliciosas en la latitud y en el clima brumoso
de Londres. En uno de sus arrabales, por ejemplo, un mal abrigo de vidrio y de
yeso, apoyado contra nuestra casita, y de tres metros de longitud por dos de
anchura, nos da en octubre, desde hace tres años, cerca de cincuenta libras de
uvas de un sabor exquisito. La cosecha proviene de una cepa plantada hace seis
años. Y el abrigo es tan malo que lo cala la lluvia. Por la noche, la
temperatura es la misma dentro que fuera. Es evidente que no se calienta, pues
equivaldría a querer calentar la calle. Los cuidados que requiere son: podar la
vid media hora al año y echar un capazo de estiércol al pie de la cepa,
plantada en arcilla roja fuera del abrigo.
Por otra parte, si se
valoran los cuidados que se dan al viñedo en las orillas del Rin o del Leman,
las planicies construidas piedra por piedra en las pendientes de los ribazos,
el transporte del estiércol y a veces hasta de la tierra a alturas de:
doscientos a trescientos pies, se llega a la conclusión de que el trabajo
necesario para cultivar la vid es más considerable en Suiza o en las márgenes
del Rin que bajo vidrio en las afueras de Londres.
Esto parece paradójico
de momento, pues por lo general se cree que la visa crece por sí sola en el
mediodía de Europa y que el trabajo del viñador no cuesta nada. Pero los
jardineros y los horticultores, lejos de desmentirnos, confirman nuestros
asertos. «El cultivo más ventajoso en Inglaterra es el cultivo de las viñas»,
dice un periodista práctico, el redactor del Journal d'Horticulture,
inglés. Y ya se sabe que los precios tienen su elocuencia.
Traduciendo estos datos
al lenguaje comunista, podemos afirmar que el hombre o la mujer que dediquen de
su tiempo de sobra una veintena de horas por año para cuidar dos o tres
cepas bajo vidrio en cualquier clima de Europa, cosecharán tanta uva como
puedan comer su familia y amigos. Y esto se aplica no sólo a la vid, sino a
todas los frutales. Bastaría que un grupo de trabajadores suspendiese durante algunos
meses la producción de cierto número de objetos de lujo, para transformar cien
hectáreas de llanura de Gennevilliers en una serie de huertos, cada uno con su
dependencia de estufas de vidrio para los semilleros y plantas jóvenes, y que
cubriera otras cincuenta hectáreas de invernáculos económicos para obtener
frutas, dejando los detalles de organización la jardineros y hortelanos
expertos.
Esas ciento cincuenta
hectáreas reclamarían cada año unos tres millones seiscientas mil horas de
trabajo. Cien jardineros competentes podrían dedicar cinco horas diarias a este
trabajo, y el resto lo puede hacer cualquiera que sepa manejar una azada, el
rastrillo, la bomba de regar o vigilar un horno. Ese trabajo daría todo lo
necesario y lo de lujo en materia de frutas y hortalizas para setenta y cinco
mil o gen mil personas. Admitid que entre ellas hay treinta y seis mil adultos
deseosos de: trabajar en la huerta. Cada uno sólo tendría que dedicarse cien
horas al año, y no seguidas. Estas horas de trabajo serían más bien de recreo,
entre amigos con los hijos, en soberbios jardines, más hermosos probablemente
que los pensiles de la legendaria Semíramis.
6
Cada vez que hablamos de
la revolución, el trabajador grave, que ha visto niños faltos de alimento,
frunce las cejas y nos repite obstinado: «¿Y el pan? ¿No faltará si todo el
mundo come hasta hartarse? ¿Y qué haremos si los terratenientes, ignorantes y
empujados por la reacción, producen el hambre en la ciudad, como lo hicieron
las bandas negras en 1793?»
¡Que lo intenten los
propietarios rurales! Entonces, las grandes ciudades se pasarán sin los campos.
¿En qué se emplearán
esos centenares de miles de trabajadores que se asfixian hoy en los pequeños
talleres y en las manufacturas el día en que recobren la libertad? ¿Continuarán
después de la revolución encerrados en las fábricas igual que antes? ¿Seguirán
haciendo chucherías de lujo para la exportación, cuando quizá vean agotarse el
trigo, escasear la carne, desaparecer las hortalizas sin reemplazarse?
¡Claro que no! ¡Saldrán
de la ciudad e irán a los campos! Con ayuda de la máquina, que permitirá a los
mas débiles de nosotros tomar parte en el trabajo, llevarán la revolución al
cultivo de un pasado esclavo, como la llevarán a las instituciones y a las
ideas.
Aquí se cubrirán de
vidrio centenares de hectáreas, y la mujer y el hombre de manos delicadas
cuidarán de las plantas jóvenes. Allí se labrarán otros centenares de hectáreas
con el arado de vapor de vertedera honda, se mejorarán con abonos, o se
enriquecerán con un suelo artificial obtenido pulverizando rocas. Alegres
legiones de labradores de ocasión cubrirán de mieses esas hectáreas, guiados en
su trabajo por los que conocen la agricultura y por el ingenio grande y
práctico de un pueblo que se despierta de largo sueño y al que alumbra y guía
ese faro luminoso que se llama la felicidad de todos.
Y en dos o tres meses,
las cosechas tempranas vendrán a aliviar las necesidades más apremiantes y
proveer a la alimentación de un pueblo que, al cabo de tantos siglos de espera,
podrá por fin saciar el hambre. Mientras tanto, el genio popular, que se
subleva y conoce sus necesidades, trabajará en experimentar los nuevos medios
de cultivo que se presienten ya en el horizonte. Se experimentará con la luz
-ese agente desconocido del motivo que hace madurar la cebada en cuarenta y
cinco días bajo la latitud de Yakustk- concentrada o artificial, y la luz
rivalizará con el calor para acelerar el crecimiento de las plantas. Un Monchot
del porvenir inventará la máquina que ha de guiar a los rayos del sol y
hacerlos trabajar, sin que sea preciso descender a las profundidades de la
tierra en busca del calor solar almacenado en la hulla. Se experimentará regar
la tierra con cultivos de microorganismos -idea tan racional y nacida ayer-, y
que permitirá dar al suelo las pequeñas células vivas tan necesarias para las
plantas, ya para alimentar a las raicillas, ya para descomponer y hacer
asimilables las partes constitutivas del suelo.
Se experimentará... Pero
no; no vayamos más lejos, porque entraríamos en el dominio de la novela.
Quedémonos dentro de la realidad de los dates comprobados. Con los
procedimientos de cultivo ya en uso, aplicados en grande y victoriosos en la
lucha contra la competencia mercantil, podemos obtener la comodidad y el lujo a
cambio de un trabajo agradable. El próximo porvenir mostrará lo que hay de
práctico en las futuras conquistas que hacen entrever los recientes
descubrimientos científicos.
Limitémonos ahora a
inaugurar la nueva senda, que consiste en el estudio de las necesidades y de
los medios para satisfacerlas.
Lo único que a la
revolución puede faltarle es el atrevimiento de la iniciativa. Embrutecidos por
nuestras instituciones en nuestras escuelas; esclavizados al pasado en la edad
madura, y hasta la tumba, no nos atrevemos a pensar. ¿Se trata de una idea?
Antes de formar opinión, iremos a consultar libracos de hace cien años para
saber qué pensaban los antiguos maestros. Si a la revolución no le faltan
audacia en el pensar e iniciativa para actuar no serán los víveres los que le
falten.
De todas las grandes
jornadas de la gran revolución, la más hermosa y grande, que quedará grabada
para siempre en los espíritus, fue la de los federados que desde todas partes
acudieron y trabajaron en el terreno del Campo de Marte para preparar la
fiesta. Aquel día Francia fue una; animada por el nuevo espíritu, entrevió el
porvenir que se abría ante ella con el trabajo en común de la tierra. Y con el
trabajo en común de la tierra recobrarán su unidad las sociedades redimidas y
se borrarán los odios, las opresiones que las habían dividido.
Pudiendo en adelante
concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las
fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del
porvenir con todo el vigor de la juventud.
Cesando de producir para
compradores desconocidos, y buscando en su mismo seno necesidades y gustos que
satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el bienestar a cada uno
de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el trabajo
libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir en hacerlo a
expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el
sentimiento de la solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los
elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística.
Una sociedad así
inspirada, no tendrá que temer disensiones interiores ni enemigos exteriores. A
las coaliciones del pasado contrapondrá su amor al nuevo orden, iniciativa
audaz de cada uno y de todos, llegando a ser hercúlea su fuerza con el
despertar de su genio.
Ante esa fuerza
irresistible, los «reyes conjurados» nada podrán. Tendrán que inclinarse ante
ella, unirse al carro de la humanidad, rodando hacia los nuevos horizontes que
ha entreabierto la REVOLUCIÓN SOCIAL.