La historia del
pensamiento humano recuerda las oscilaciones del péndulo, las cuales hace ya
siglos que perduran. Después de un largo período de sueño, viene el despertar;
y entonces se liberta de las cadenas con las que todos los interesados
-gobernantes, magistrados, clérigos- le habían cuidadosamente arnarrado. Las
rompe. Somete a severa crítica todo cuanto se le había enseñado; y pone al
desnudo la vanidad de los prejuicios religiosos, políticos, legales y sociales
en cuyo seno había vegetado. En aras de su espíritu de investigación se lanza
por caminos desconocidos, enriquece nuestro saber con descubrimientos
imprevistos: crea nuevas ciencias.
Pero el enemigo
inveterado del pensamiento -el gobernante, el curial, el religioso- se rehace
en seguida de la derrota. Reúne poco a poco sus diseminadas fuerzas, modifica
su fe y sus códigos, adaptándolos a nuevas necesidades; y, valiéndose de ese
servilismo de carácter y de pensamiento que él ha tenido buen cuidado en
cultivar, aprovecha la desorganización momentánea de la sociedad, explotando la
necesidad de reposo de éstos, la sed de riquezas de aquéllos, los desengaños de
los otros -sobre todo los desengaños-, comienzan de nuevo y con calma su obra,
apoderándose desde luego de la infancia, por la educación.
El espíritu del niño es
débil, y fácil, por lo tanto, el someterle por terror: a esto apelan. Le
intimidan, y le pintan los tormentos del infierno, le hacen ver los
sufrimientos de las almas en pena, la venganza de un Dios implacable; más tarde
le hablarán de los horrores de la Revolución, explotarán cualquier exceso de
los revolucionarios para hacer del niño «un amigo del orden». El religiosos le
habituará a la idea de ley para mejor hacerle obedecer lo que él llama la ley
divina: el abogado le hablará también de la ley divina, para mejor someterle a
los textos del código. Y el pensamiento de la generación siguiente tomará ese
tinte religioso, ese tinte autoritario y servil a la par -autoridad y
servilismo van siempre cogidos de la mano-, ese hábito de sumisión que
demasiado se manifiesta entre nuestros contemporáneos.
Durante estos períodos
de adormecimiento, raramente se discurre sobre cuestiones de moral. Las
prácticas religiosas, la hipocresía judicial, les entretiene. No discuten; se
dejan llevar por la costumbre, por la indiferencia. No se apasionan en pro ni
encontra de la moral establecida; hacen lo que pueden para acomodar
exteriormente sus actos a lo que dicen profesar; y el nivel moral de la
sociedad desciende cada vez más. Se llega a la moral de los romanos de la
decadencia, del antiguo régimen, del fin del régimen burgués.
Todo lo que había de
bueno, de grande, de generoso, de independiente en el hombre, se enmohece poco
a poco, se oxida como un cuchillo sin uso. La mentira se convierte en virtud,
el aplanamiento, en deber.
Enriquecerse, gozar del
momento, agotar su inteligencia, su ardor, su energía, no importa cómo, llega a
ser el desiderátum de las clases acomodadas, así como también el de la
multitud miserable, cuyo ideal es el de parecer burgués. Entonces la
depravación de los gobernantes -del juez y de las clases más o menos
acomodadas- se hace tan repulsiva, que la otra oscilación del péndulo se
descompone.
La juventud se emancipa
poco a poco, arroja los prejuicios por la borda, la crítica vuelve. El
pensamiento despierta desde luego en algunos; pero insensiblemente el despertar
gana la mayoría; dado el impulso, la revolución surge.
Y a cada momento la
cuestión de la moral se pone sobre el tapete. ¿Por qué seguiré yo los
principios de esta moral hipócrita? -se pregunta el cerebro emancipado del
terror religioso-. ¿Por qué determinada moral ha de ser obligatoria?
Uno intenta entonces
darse cuenta de ese sentimiento que le asalta a cada paso sin habérselo todavía
explicado; y no lo entenderá en tanto lo crea un privilegio de la naturaleza
humana, en tanto no descienda hasta los animales, las plantas, las razas, para
comprenderle, Sin embargo, procura explicárselo según la ciencia del día.
Y -¿es preciso decirlo?-
cuanto más se minan las bases de la moral establecida, o mejor, de la
hipocresía que la sostiene, más el nivel moral se eleva en la sociedad. Sobre
todo en esta época, precisamente cuando se la critica y se la niega, el
sertimiento moral hace más rápidos progresos; crece, se eleva, se purifica.
Se ha visto en el sirlo
XVIII. Desde 1723. Mandeville, el autor anónimo que escandalizó a IngIaterra
con su Fábula de las abejas y los comentarios que añadiera, atacó de
frente la hipocresía de la sociedad disfrazada con el nombre de moral.
Manifestaba cómo las costumbre sedicentes morales no son más que una máscara
hipócrita; cómo las pasiones que se las cree dominar con el código de la moral
vigente toman, por el contrario, una dirección tanto más perniciosa cuanto mayores
son las restricciones de este mismo código. Cual Fourier lo hizo más tarde,
pedía libertad para las pasiones, sin que por ello degeneren en vicio; y
pagando en esto un tributo a la falta de conocimientos zoológicos de su tiempo,
es decir, olvidando la moral de los animales, explicaba el origen de las ideas
morales de la humanidad, por la adulación interesada de los curas y de las
clases directoras.
Conócese la crítica
vigorosa de las ideas morales hecha después por los filósofos escoceses y los
enciclopedistas; conócese a los anarquistas de 1793, y se sabe entre quiénes se
encuentra el más alto desarrollo del sentimiento moral, entre los legisladores,
los patriotas, los jacobinos, que cantaban el deber y la sanción moral por el
Ser supremo, o entre los atentos hebertistas, que negaban, como lo ha hecho
recientemente Guyau, el deber impuesto y la sanción moral.
-«¿Por qué seré moral?»
he aquí la pregunta que se hacían los racionalistas del siglo XII, los
filósofos del siglo XVI, los filósofos y los revolucionarios del siglo XVIII.
Más adelante esta pregunta se repitió de nuevo entre los preutilitarios
ingleses (Bentham y Mill), entre los materialistas alemanes. como Büchner,
entre los nihilistas rusos de los años 1860 a 1870, entre el joven fundador de
la ética anarquista (La ciencia de la moral de las sociedades) -Guyau,
muerto, por desgracia, demasiado pronto, y entre los jóvenes anarquistas
franceses, hoy.
En efecto, ¿por qué?
Hace treinta años esta
misma cuestión apasionó a la juventud rusa.
-«Yo seré inmoral»,
acababa de decir un joven nihilista a un su amigo, traduciendo a la ligera los
pensamientos que le atormentaban.
-«Será inmoral, ¿por qué
no lo seré?»
-¿Porque la Biblia no lo
quiere? Pero la Biblia no es más que una colección de tradiciones babilónicas y
judaicas, tradiciones coleccionadas, como lo fueron los cantos de Homero o las
leyendas mongolas. ¿Debo, pues, volver al estado de ánimo de los pueblos
semibárbaros del Oriente?
»¿Lo seré porque Kant me
habla de un imperativo categórico, de una orden misteriosa que sale del
fondo de mí mismo y me ordena ser moral? Pero ¿por qué ese «imperativo
categórico» ha de tener más derecho sobre mis actos que ese otro imperativo que
de vez en cuando me incita a la embriaguez? ¡Palabras, nada más que palabras, como
la de Providencia o Destino, inventada para cubrir nuestra ignorancia!
»¿O bien seré moral,
para agradar a Bentham, quien me quiere hacer creer que seré más feliz si me
ahogo por salvar a un transeúnte caído en el río, que si le miro ahogarse?
»¿O bien quizá, porque
tal es mi educación? ¿Porque mi madre me ha enseñado la moral? Pero entonces
deberé arrodillarme ante la pintura de un cristo, o de una madona, respetar
al rey o al emperador, inclinarme ante el juez que sé es un canalla, únicamente
porque mi madre, nuestras madres.-muy buenas, pero ignorantes- nos han enseñado
un montón de tonterías?
»Prejuicios, como todo
lo demás; trabajaré para desembarazarme de ellos. Si me repugna ser inmoral, me
esforzaré por serlo como de adolescente me esforzaba para no temer la
oscuridad, el cementerio, los fantasmas y los muertos, con los cuales me habían
amedrentado. Lo haré para romper un arma explotada por las religiones; lo haré,
en fin, para protestar contra la hipocresía que pretenden imponerme en nombre
de una palabra a la cual se ha denominado moralidad.»
Tal era el razonamiento
que la juventud rusa se hacía en el momento de romper con los prejuicios del
viejo mundo y enarbolar la bandera del nihilismo o,.mejor, de la filosofía
anarquista: «No inclinarse ante ninguna autoridad por respetada que sea; no
aceptar ningún principio en tanto no sea establecido por la razón».
¿Será preciso añadir que
la juventud nihilista, después de arrojar al cesto la enseñanza moral de sus
padres, quemando todos los sistemas que de ella tratan, ha desarrollado en su
seno un cúmulo de costumbres morales infinitamente superiores a todo lo
que sus padres habían nunca practicado, bajo la tutela del Evangelio, de la conciencia,
del imperativo categórico o del interés bien comprendido de los
utilitarios?
Pero antes de responder
a la pregunta: «¿Por qué, seré moral?», veamos primero si la tal cuestión está
bien planteada: analicemos las causas de los actos humanos.
II
Cuando nuestros abuelos
quisieron darse cuenta de lo que impulsa al hombre a obrar de un modo mejor que
otro lo consiguieron de manera muy sencilla. Pueden verse todavía las imágenes
católicas que representan su explicacion. Un hombre marcha a través de los
campos con decisión, sin asomo de duda; lleva un ángel en el hombro derecho y
otro en el izquierda. El diablo le empuja a hacer el mal, el ángel trata de
contenerle; y si el ángel ha vencido, el hombre es virtuoso; otros tres ángeles
se apoderan de él y lo transportan al cielo. Todo se explica así a maravilla.
Nuestras viejas ayas,
bien instruidas sobre este particular, nos dirán que es preciso no meter a un
niño en la cama sin, desabotonarle el cuello de la camisa. Hay que dejar
abierto en la base del cuello un lugar bien caliente donde el ángel guardián
pueda cobijarse. Sin esta precaución el diablo atormentaría al niño hasta en el
sueño.
Estas sencillas ideas
van desapareciendo; pero si las anacrónicas palabras se borran, la esencia es
siempre la misma. Las gentes instruidas no creen ya en el diablo, pero sus
ideas no son más racionales que las de nuestras ayas; disfrazan a aquél bajo
una palabrería escolástica honrada con el nombre de la filosofía. En lugar del diablo
dirán ahora la carne, las pasiones; el ángel será reemplazado con
las palabras conciencia o alma-reflejo del pensamiento de un Dios creador-, o
del gran arquitecto, como dicen los francmasones. Pero los actos del
hombre son siempre considerados como resultantes de la lucha librada entre dos
elementos hostiles; y el hombre es tenido por tanto más virtuoso cuanto que uno
de estos dos elementos -el alma o la conciencia- haya conseguido mayor
victoria sobre el otro -la carne o las pasiones.
Fácilmente se comprende
la admiración de nuestros abuelos cuando los filósofos ingleses, y más tarde
los enciciopedistas, vinieron a afirmar, en contra de sus primitivas
concepciones, que el diablo o el ángel no tienen nada que ver en los actos
humanos, sino que todos ellos, buenos o malos, útiles o nocivos, derivan de un
solo impulso: la consecución del placer.
Toda la turbamulta
religiosa, y sobre todo, la numerosa tribu de los fariseos, clamaron contra la
inmoralidad. Se llenó de invectivas a los pensadores, se les excomulgó. Y
cuando, en el transcurso de nuestro siglo, las mismas ideas fueron expresadas
por Bentham, John Stuart Mill, Tchernykeaky y tantos otros, y que estos
pensadores vinieron a afirmar y a probar que el egoísmo o la consecución del
placer es el verdadero impulso de todos nuestros actos, las maldiciones se
redoblaron: hízose contra sus libros la conspiración del silencio, tratando de
ignorantes a sus autores.
Y, sin embargo, ¿qué más
verdadero que esa afirmación?
Ved un hombre que
arrebata el último bocado de pan al niño. Todos están acordes en decir que es
un tremendo egoísta, que está exclusivamente guiado por el amor a sí mismo.
Pero mirad otro hombre
considerado como virtuoso: parte su último bocado de pan con el que tiene
hambre, se despoja de su ropa para darla al que tiene frío; y los moralistas,
hablando siempre la jerga religiosa, se apresuran a decir que ese hombre lleva
el amor del prójimo hasta la abnegación, que obedece a una pasión opuesta en
todo a la del egoísta.
Mas, si reflexionamos un
poco, presto descubriremos que, por diferentes que sean las dos acciones en sus
resultados para la humanidad, el móvil ha sido siempre el mismo: la consecución
del placer.
Si el hombre que da la
única camisa que posee no encontraba en ello un placer, no la daría. Si lo
hallara en quitar el pan al niño, quitaríalo. Pero esto le repugna; y
encontrando mayor satisfacción en dar su pan, lo da.
Si no hubiera
inconveniente en crear la confusión, empleando palabras que tienen una
significación establecida, para darles nuevo sentido, diríamos que uno y otro
obran a impulsos de su egoísmo. Algunos lo han dicho abiertamente a fin de
hacer resaltar mejor el pensamiento, precisar la idea, presentándola bajo una
forma que hiera la imaginación, destruyendo a la vez la leyenda de que dos
actos tienen dos impulsos diferentes. Tienen el mismo fin: buscar el placer o
esquivar el dolor, que viene a ser lo mismo.
Tomad al más depravado
de los malvados, Thiers, que asesina a más de treinta y cinco mil parisienses;
al criminal que degüella a toda una familia para enfangarse en el vicio. Lo
hacen porque en aquel momento el deseo de gloria, o el ansía del dinero, ahogan
en ellos todos los demás sentimientos: la piedad, la compasión misma, se hallan
extinguidas en aquel instante por ese otro deseo, esa otra ansiedad. Obran casi
automáticamente para satisfacer una necesidad de su naturaleza.
O bien, dejando a un
lado las grandes pasiones, tomad el hombre ruin que engaña a los amigos, que
miente a cada paso, ya por sustraer a alguno el importe de un bock, ya por
vanagloria, ora por astucia; al burgués que roba céntimo a céntimo a los
obreros para comprar un aderezo a su mujer o a su querida, a cualquier
picaruelo; aun ese mismo no hace más que obedecer a sus inclinaciones: busca la
satisfacción de una necesidad, trata de evitar lo que para él sería una
molestia.
Casi nos avergonzamos de
tener que comparar ese granujilla con cualquiera de los que sacrifican su
existencia por la liberación de los oprimidos y sube al cadalso, como un
nihilista ruso.
Tal diferencia hay en
los resultados de esas dos existencias para la humanidad, que nos sentimos
atraídos por la una y rechazados por la otra.
Y, no obstante, si
hablarais a ese mártir, a la mujer que va a ser ahorcada, en el momento mismo,
en que sube al cadalso, os diría que no trocara su vida de bestia acosada por
los perros del Zar, ni su trágica muerte, por la vida del pícaro que vive de
los céntimos robados a los trabajadores.
En su existencia, en la
lucha contra los monstruos poderosos, encuentra sus mayores goces. Todo lo
demás, a excepción de esta lucha, los pequeños goces del burgués y sus pequeñas
miserias, ¡le parecen tan mezquinas, tan fastidiosas, tan tristes! -¡Vosotros
no vivís, vegetáis! respondería ella-; pero yo he vivido!
Hablamos evidentemente
de los actos razonados, conscientes del hombre, reservándonos hablar más
adelante de esa inmensa serie de actos inconscientes, casi maquinales, que
llenan la mayor parte de nuestra vida. Ahora bien, en sus actos razonados o
conscientes el hombre busca aquello que le agrada.
Tal se embriaga y
embrutece porque busca en el vino la excitación nerviosa que no encuentra en su
organismo; tal otro no se emborracha porque halla una gran satisfacción dejando
el vino y gozando en conservar la frescura de su inteligencia y la plenitud de
sus fuerzas, a fin de poder saborear otros placeres que prefiere a los del vino.
Pero ¿qué hacer sino obrar como el gourmet que después de haber leído el
menú de una comida renuncia a un plato de su gusto para hartarse, sin
embargo, de otro más preferido?
Cualesquiera que sean
sus actos, el hombre busca siempre un placer o evita un dolor.
Cuando una mujer se
priva del último bocado de pan para dárselo al priniero que llega, cuando se
quita el último harapo para cubrir a otra que tiene frio, y ella misma tirita
sobre el puente del navío, lo hace porque sufriría infinitamente -rnás de ver a
un hombre hambriento o una mujer con frío que tiritar ella misma o sufrir el
hambre. Evita una pena cuya intensidad sólo conocen los que la han sufrido.
Cuando aquel australiano
citado por Guyau se desesperaba con la idea de no haber vengado aún la muerte
de su pariente; cuando se hallaba roído por la conciencia de su cobardía, no
recobrando la salud hasta después de haber realizado su venganza, hizo un acto
tal vez heroico para desembarazarse del sufrimiento que le asediaba, para
reconquistar la paz interior, que es el supremo placer.
Cuando una banda de
monos ha visto caer a uno de los suyos herido por la bala del cazador, sitian
su tienda para reclamar el cadáver, a pesar de las amenazas de ser fusilados;
cuando, por fin, el jefe de la banda entra con decisión, amenazando primero al
cazador, suplicando después y obligándole, por fin, con sus lamentos a
devolverle el cadáver, que la banda lleva gimiendo al bosque, los monos
obedecen al sentimiento de condolencia, más fuerte en ellos que todas las consideraciones
de seguridad personal, Este sentimiento ahoga todos los otros. La vida pierde
para ellos sus atractivos, en tanto no se aseguren de la imposibilidad de
volver de nuevo a su camarada la existencia. Tal sentimiento llega a ser tan
opresivo, que los pobres animales lo arriesgan todo por desembarazarse de él.
Cuando las hormigas se
arrojan por millares en las llamas de un hormiguero, que esta bestia feroz, el
hombre, ha incendiado, y perecen por centrarse por salvar sus larvas, obedecen
también a una necesidad, la de conservar su prole. Lo arriesgan todo por tener
el placer de llevarse sus larvas, que han cuidado con más cariño que muchos
burgueses cuidan de sus hijos.
En fin, cuando un
infusorio esquiva un rayo demasiado fuerte del sol y va a buscar otro menos
ardiente, o cuando una planta vuelve sus flores al sol o cierra sus hojas al
acercarse la noche, ambos obedecen también a la necesidad de evitar un dolor o
de buscar el placer; igual que la hormiga, el mono, el australiano, el mártir
cristiano o el mártir anarquista.
Buscar el placer, evitar
el dolor, es el hecho general (otros dirían la ley) del mundo orgánico: es la
esencia de la vida.
Sin este afán por lo
agradable, la existencia sería imposible. Se disgregaría el organismo, la vida
cesaría.
Así, pues, cualquiera
que sea la acción del hombre, cualquiera que sea su línea de conducta, obra
siempre obedeciendo a una necesidad de su naturaleza.
El acto más repugnante,
como el más indiferente, o el más atractivo, son todos igualmente dictados por
una necesidad del individuo. Obrando de una u de otra manera el individuo lo
hace porque en ello encuentra un placer, porque se evita de este modo o cree
evitarse una molestia.
He aquí un hecho
perfectamente determinado, la esencia de lo que se ha llamado la teoría del
egoísmo.
Ahora bien, ¿hemos
adelantado álgo más, después de haber llegado a esta conclusión general?
-Sí, ciertamente. Hernos
conquistado una verdad y destruido un prejuicio, que es la raíz de todos los
prejuicios. Toda la filosofía materialista en su relación con el hombre se
halla en esta conclusión. ¿Pero se sigue de esto que todos los actos del
individuo son indiferentes, como así han querido sostenerlo?
Veámoslo.
III
Hemos visto que las
acciones del hombre, razonadas o conscientes-más adelante hablaremos de los
hábitos inconscientes, tienen todas el mismo origen. Los llamados virtuosos y
los que se denominan viciosos, las grandes adhesiones como las pequeñas
socaliñas, los actos elevados como los repulsivos, derivan de la misma fuente.
Hechos son todos que responden a naturales necesidades del individuo.
Tienen por objeto buscar
el placer, el deseo de huir del dolor.
Lo hemos manifestado en
el capítulo precedente, que no es sino un resumen muy sucinto de multitud de
hechos que podrían ser citados en su apoyo.
Compréndese que esta
explicación repugne a quienes están todavía imbuidos por los principios
religiosos, porque no deja espacio para lo sobrenatural y desecha la idea de la
inmortalidad del alma. Si el hombre no obra más que obedeciendo a una necesidad
natural, si no es, por así decirlo, más que un «autómata consciente», ¿qué será
el alma inmortal, qué será la inmortalidad, último refugio de los que han
conocido poco el placer y demasiado el dolor, y que sueñan con hallar la
compensación en el otro mundo?
Se comprende que,
fuertes en los prejuicios, poco confiados en la ciencia que les ha engañado a
menudo, guiados por el sentimiento más que por la razón, rechacen una verdad
que les quita su única esperanza.
Pero ¿qué decir de esos
revolucionarios que desde el siglo XVIII hasta nuestros días, siempre que oyen
por primera vez la primera explicación natural de los actos humanos (la teoría
del egoísmo si se quiere) se apresuran a sacar la misma conclusión que la
juventud nihilista de quienes hablamos al principio, los cuales tienen prisa
por gritar: «¡Abajo la moral!»?
¿Qué decir de los que,
persuadidos de que el hombre no obra sino para responder a necesidades
orgánicas, se apresuran a afirmar que todos los actos son indiferentes; que no
hay bien ni mal; que salvar a un hombre que se ahoga, o ahogarle para
apoderarse de su reloj, son dos casos equivalentes; que el mártir muriendo
sobre el cadalso por haber trabajado en emancipar a la humanidad, y el pícaro
robando a sus compárenos se equivalen, puesto que los dos intentan
procurarse un placer?
Si añadieran siquiera
que no debe haber olor bueno ni malo, perfume en la rosa, hedor en la
asefétida, porque uno y otro no son más que vibraciones de las moléculas; que
no hay gusto bueno ni malo, porque la amargura de la quinína y la dulzura de la
guayaba no son tampoco sino vibraciones moleculares; que no hay hermosura ni
fealdad físicas, inteligencia ni imbecilidad, porque belleza y fealdad,
inteligencia o imbecilidad no son tampoco más que resultados de vibraciones
químicas y físicas que se operan en las células del organismo, si agregaran eso
podría aún decirse que chochean, pero que tienen por lo menos la lógica del
necio.
Mas como no lo dicen,
¿qué consecuencia podemos sacar de ello?
Nuestra respuesta es
sencilla. Mandeville, en 1723, en la Fábula de las abejas; el nihilista
ruso de los años 1860-70; tal cual anarquista parisiense de nuestros días,
razonan así porque, sin creerlo, se hallan aún imbuidos por los prejuicios de
su educación cristiana. Por ateos, por materialistas o por anarquistas que se
digan, razonan exactamente como razonaban los padres de la Iglesia o los
fundadores del budismo.
Los ancianos nos dicen,
en efecto: «El acto será bueno si representa una victoria del alma sobre
la carne; será malo si es la carne quien ha dominado al alma; será
indiferente si no ha habído vencedor ni vencido: no hay otra regla para
juzgar de la bondad del becbo.»
Los padres de la Iglesia
decían: «Ved las bestias, no tienen alma inmortal, sus actos están simplemente
condicionados para responder a una de las necesidades de la naturaleza: he ahí
por que no puede haber entre los animales actos buenos y malos, todos son
indiferentes; por lo tanto, no habrá para los animales ni paraíso ni infierno,
ni recompensa ni castigo». Y nuestros jóvenes amigos toman el dicho de San
Agustín y de San Shakyamuni y dicen: «El hombre no es más que una bestia; estos
actos están sencillamente condicionados para responder a una necesidad de su
organismo; por lo tanto, no puede haber para el hombre actos buenos ni malos;
todos son indiferentes.»
¡Siempre la maldita idea
de pena y de castigo sale al paso de la razón: siempre esa absurda herencia de
la enseñanza religiosa profiriendo que el acto es bueno si viene de una
inspiración sobrenatural e indiferente si el tal origen le falta; y siempre,
aun entre los que más se ríen de ello, la idea del ángel sobre el hombro
derecho y del diablo sobre el izquierdo!
«Suprimid el diablo y el
ángel y no sabré deciros ya si tal acto es bueno o malo, pues no conozco otra
razón para juzgarle.» Mientras exista el cura, existirán el demonio y el ángel,
todo el barniz materialista no bastará para ocultarlo.
Y, lo que es peor aún,
mientras exista el juez, existirán sus penas de azotes a unos, y sus recompensas
cívicas a otros, y los mismos principios de la anarquía no bastarán para
desarraigar la idea de castigo y recompensa.
Pues bien; nosotros, que
no queremos juez, decimos simplemente: «¿El asefétida hiede, la serpiente me
muerde, el embustero me engaña? La planta, el reptil y el hombre, los tres,
obedecen a una razón natural. Sea.
»Ahora bien; yo obedezco
también a una necesidad propia, odiando la planta que hiede, el animal que mata
con su veneno, y el hombre, que es aún más venenoso que la serpiente. Y obraré
en consecuencia sin dirigirme por eso ni al diablo, que además no conozco, ni
al juez, que detesto más aún que a la serpiente. Yo, y todos los que comparten
mis simpatías, obedecemos también a una condición de nuestro propio
temperamento. Veremos cuál de los dos tienen en ello la razón y, por ende, la
fuerza.»
Esto es lo que vamos a
estudiar; y, por lo mismo, observaremos que si los San Agustín no tenían otra
base para distinguir entre el bien y el mal, los animales tienen otra mucho más
eficaz. El mundo animal en general, desde el insecto hasta el hombre, sabe
perfectamente lo que es bueno y lo que es malo sin consultar para ello la
Biblia ni la filosofía. Y si esto es así, la causa está también en las
necesidades de su organismo, en la conservación de la raza, y, por lo tanto, en
la mayor suma posible de felicidad para cada individuo.
IV
Para distinguir el bien
del mal, los teólogos mosaicos, budistas, cristianos y musulmanes recurrían a
la inspiración divina. Veían que el hombre, salvaje o civilizado, iletrado o
docto, perverso o bueno y honrado, sabe siempre si obra bien o si obra mal,
sobre todo, esto último; pero no encontrando explicación de este hecho
general, han visto en ello la inspiración celeste. Los filósofos metafísicos
nos han hablado a su vez de conciencia, de imperativo místico, lo que, por otra
parte, no era más que un cambio de palabras.
Mas ni los unos ni los
otros han sabido demostrar el hecho tan sencillo y tan palpable de que los
animales que viven en sociedad saben distinguir entre el bien y el mal igual
que el hombre. Y, lo que es más, que sus concepciones sobre este particular son
en absoluto del mismo género que las del hombre. Entre los tipos mejor
desarrollados de cada clase separada -pescados, insectos, aves, mamíferos- son
hasta idénticos.
Los pensadores del siglo
XVIII lo habían notado claramente; pero se les ha olvidado después, siendo a
nosotros a quien toca ahora hacer comprender toda su importancia.
Forel, ese observador
inimitable de las hormigas, ha demostrado, con una multitud de observaciones y
de hechos, que cuando una hormiga se ha hartado de miel encuentra a otras
hormigas con el vientre vacío, éstas le piden inmediatamente de comer. y entre
estos pequeños insectos es un deber para la hormiga satisfecha devolver la
miel, a fin de que las hormigas hambrientas puedan satisfacerse a su vez.
Preguntad a las hormigas si harían bien rehusando el alimento a sus compañeras
habiendo satisfecho su hambre, y os responderán con sus propios actos, fáciles
de comprender, que se portarían muy mal si tal hicieran. Hormiga tan egoísta
sería tratada con más dureza que los enemigos de otra especie. Si esto
ocurriera durante un combate entre dos especies distintas, abandonarían la
lucha para encarnizarse con la egoísta. Esto demostrado se halla por
experiencias que no dejan el menor asomo de duda.
O, mejor, preguntad a
los pájaros que anidan en vuestro jardín si está bien no advertir a toda la
banda que habéis arrojado algunas miguitas de pan en él, con el fin de que
todos puedan participar de la comida; preguntadles si tal friquet (variedad
de gorrión) ha obrado bien robando del nido de su vecino los tallos de paja que
éste había recogido, y que el ladronzuelo no quiere tomarse el trabajo de
realizar por sí mismo. Y los gorriones os responderán que eso está muy mal
hecho, arrojándose todos sobre el ladrón y persiguiéndole a picotazos.
Preguntad también a las
marmotas si está bien cerrar la entrada de su almacén subterráneo a las demás
compañeras de colonia, y os responderán que no, haciendo toda clase de
aspavientos a la avariciosa.
Preguntad, en fin, al
hombre primitivo, al Tchouktche, por ejemplo, si está bien tomar comida de la
tienda de uno de los miembros de la tribu en su ausencia, y os responderá que,
si el hombre podía procurarse el alimento por sí mismo, eso hubiera sido muy
mal hecho, pero que si estaba fatigado o necesitado, debía tomar el alimento
allá donde quiera que lo encontrara. Mas en este caso habría hecho bien en
dejar su gorra o su cuchillo, o siquiera un cabo de cuerda con un nudo, a fin
de que el cazador ausente pudiera saber al entrar que ha tenido la visita de un
amigo, y no la de un merodeador. Esta precaución le hubiera evitado los
cuidados que le proporcionara la posible presencia de un merodeador en los alrededores
de su tienda.
Millares de hecho
semejantes podrían citarse, libros enteros podrían escribirse para mostrar cuán
idénticas son las concepciones del bien y del mal, en el hombre y en los
animales.
La hormiga, el pájaro,
la marmota y el Tchouktche salvaje no han leído a Kant ni a los santos padres
ni aun a Moisés; y, sin embargo, todos tienen la misma idea del bien y del mal.
Si reflexionáis un momento acerca de lo que hay en el fondo de esa idea, veréis
al instante que lo que se reputa bueno entre las hormigas, las marmotas
y los moralistas cristianos o ateos es lo que se considera útil para la
conservación de la especie, y lo que se reputa malo es lo que se
considera perjudicial; no para el individuo, como decían Bentham y Mill,
sino hermoso y bueno para la especie entera.
La idea del bien y del
malo no tiene así nada que ver con la religión o la misteriosa conciencia; es
una necesidad de las especies animales. Y cuando los fundadores de religiones,
los filósofos y los moralistas, nos hablan de entidades divinas y metafísicas,
no hacen más que recordarnos lo que las hormigas, los pájaros, practican en sus
pequeñas colectividades:
¿Es útil a la
colonia? Luego es bueno.
¿Es nocivo? Entonces es malo.
Esta idea puede hallarse
muy restringida entre los animales inferiores o muy desarrollada entre los más
avanzados; pero su esencia es siempre la misma.
Para las hormigas no
sale del hormiguero. Todas las costumbres sociales, todas las reglas de
bienestar, no son aplicables más que a los individuos del mismo hormiguero. Es
preciso devolver el alimento a los miembros de la colonia, nunca a los otros.
Una colectividad se confundirá con la otra, a menos que circunstancils
excepcionales, tal como la destreza común a las dos, lo exijan. Del mismo modo,
los gorriones del Luxemburgo, tolerándose de manera admirable, harán una guerra
encarnizada a cualquier otro gorrión del square Monge que se atreviera a
internarse en el Luxemburgo. El Tchouktche considerará al Tchouktche de otra
tribu como un personaje sin derecho a que le sean aplicados los usos de la
tribu. Les está permitido vender (vender es inás o menos robar al comprador:
entre los dos hay siempre engaño), mientras sería un crimen vender a los de su
propia tribu: a éstos no se vende; se les da, sin tenerlo en cuenta jamás. Y el
hombre civilizado, comprendiendo, en fin, las íntimas relaciones, aunque
imperceptibles al primer golpe de vista, entre sí y el último de los papuas,
extenderá sus principios de solidaridad a toda la especie humana y hasta a los
animales. La idea se ensancha, pero el fondo es siempre el mismo.
El hombre primitivo
podría encontrar muy bueno, es decir, muy útil a la raza, comerse a sus
padres ancianos cuando llegan a ser una carga (muy pesada en el fondo) para la
comunidad, Podría también encontrar bueno, es decir, para la comunidad matar a
los niños recién nacidos y no guardar más que dos o tres de ellos por familia,
a fin de que la madre pudiera amamantarlos hasta la edad de tres años y
prodigarles su ternura.
Hoy las ideas han
cambiado; pero los medios de subsistencia no son ya lo que eran en la edad de
piedra. El hombre civilizado no está en la situacíon de la familia salvaje, la
cual había de elegir entre dos males: o bien comerse a los ancianos o bien
alimentarse todos insuficientemente y pronto encontrarse reducidos a no poder
alimentar a los viejos ni a los pequeñuelos. Es preciso transportarse a esas
dos edades, que apenas podemos evocar en nuestra imaginación, para comprender,
que en aquellas circunstancias el hombre semisalvaje pudiera razonar con
bastante acierto.
Los razonamientos pueden
cambiar. La apreciación de lo que es útil o nocivo a la especie cambia, pero el
fondo es inmutable. Y si se quisiera resumir toda esta filosofía del reino
animal en una sola frase se vería que hormigas, pájaros, marmotas y hombres
están de acuerdo en un punto determinado.
Los cristianos decían: No
hagas a otro lo que contigo no quisieras sea becho. Y añadían: Si no,
serás arrojado al infierno.
La moralidad que se
desprende de la observación de todo el conjunto del reino animal, superior en
mucho a la precedente, puede resumiese así: Haz a los otros lo que quieras
que ellos te hagan en igualdad de circunstancias.
Y añade:
«Nota bien que esto no
es más que un consejo; pero ese consejo es el fruto de una larga
experiencia de la vida de los animales asociados y entre la inmensa multitud de
los que viven en sociedad, comprendiendo al hombre, obrar según ese principio
ha pasado al estado de hábito. Sin ello, además, ninguna sociedad podría vencer
los obstáculos naturales contra los cuales tiene que luchar.
¿Este principio tan
sencillo es el que se desprende de la observacion de los animales que viven en
colectividad y de las sociedades humanas? ¿Es aplicable? ¿Y cómo pasa ese
concepto al estado de costumbre, en constante desarrollo? Esto es lo que vamos
a examinar ahora.
V
La idea del bien y del
mal existe en la humanidad. El hombre, cualquiera que sea el grado de
desarrollo intelectual que haya alcanzado, por oscurecidas que estén sus ideas
en los prejuicios y el interés personal, considera generalmente como bueno
lo que es útil a la sociedad en que vive, y como malo lo que es nocivo.
Mas, ¿de dónde viene esa
concepción tan vaga con frecuencia que apenas podríasela distinguir de una
aspiración? He ahí millones de seres humanos que nunca han pensado en su
especie. La mayor parte no conocen más que el clan o la familia,
difícilmente la nación -y aún más raramente, la humanidad-. ¿Cómo se pretende
que puedan considerar como bueno lo que es útil a la especie humana, ni aun
llegar al sentimiento de solidaridad con su clan, a pesar de sus
instintos estrechamente egoístas?
Tal hecho ha preocupado
mucho a los pensadores de otros algunos libros sobre este asunto. A nuestra vez
vamos a dar tiempos. Continúa intrigándoles, y no pasa año que no escriban
nuestra opinión sobre las cosas; pero digamos de paso que si la explicación del
hecho puede variar, el hecho mismo no permanece por ello menos incontestable; y
aun cuando nuestra explicación no fuera todavía la verdadera, o que no fuera
completa, él, con sus lógicas consecuencias para el hombre, siempre
persistíría. Podemos no comprender enteramente el origen de los planetas que
giran alrededor del sol; los planetas girarán, sin embargo y uno de ellos nos
arrastra consigo en el espacio.
Ya hemos hablado de la
explicación religiosa. Si el hombre distingue entre el bien y el mal, dicen los
hombres religiosos, es que Dios le ha inspirado esta idea. Util o nociva, no
admite discusion; no hay más sino obedecer a la idea de su creador. No nos
detengamos en ella, fruto del terror y de la ignorancia del salvaje. Pasemos.
Otros, como Hobbes, han
intentado explicarla por la ley. Sería la ley la que había desarrollado
en el hombre el sentimiento de lo justo y de lo injusto, del bien y
del mal. Nuestros lectores apreciarán por sí mismos esta explicación.
Saben que la ley ha
utilizado sencillamente las aspiraciones sociales del hombre para deslizarle,
con preceptos de moral por él aceptados, órdenes útiles a la minoría de los
explotadores, a los cuales rechazaba. Ha pervertido el sentimiento de justicia
en lugar de desarrollarlo. Prosigamos aún.
No nos detengamos
tampoco en la de los utilitarios. Quieren que el hombre obre moralmente por
interés personal, y olvile sus sentimientos de solidaridad que existen,
cualquiera que sea su origen. Hay algo de verdad en ello, pero no es aún toda
la verdad. Sigamos adelante.
Será siempre a los
pensadores del siglo XVIII a quienes pertenece la gloria de haber
adivinado, en parte por lo menos, el origen del sentimiento moral.
En un libro soberbio,
alrededor del cual la clerigalla ha hecho el silencio, y es, en efecto, poco
conocido de la mayor parte de los pensadores, hasta de los antirreligiosos,
Adam Smith ha puesto el dedo sobre el verdadero origen del sentimiento moral.
No va a buscarlo en las ideas religiosas o místicas; lo encuentra en el simple
sentimiento de simpatía.
Veis que un hombre pega
a un niño; comprendéis que el niño apaleado sufre; vuestra imaginación hace
sentir en vosotros el mal que se le inflinge, o bien sus lloros, su compungida
carita os lo dice; y, si no sois un cobarde, os arrojáis sobre el hombre que
pega al niño, se lo arrancáis a la fuerza.
Este ejemplo por sí solo
explica casi todos los sentimientos morales. Cuando más poderosa es vuestra
imaginación, mejor podéis comprender lo que siente un ser afligido, y más
intenso, más delicado será vuestro sentimiento moral, más compelido os veréis a
susistituir a ese otro individuo; con mayor agudeza sentireis el mal que se le
haga, la injuria que le ha sido inferida, la injusticia de la cual ha sido
víctima; mayor será vuestra inclinación a impedir el mal, la injuria o la
injusticia; más habituado estaréis por las circunstancias, por los que os
rodean, o por la intensidad de vuestro propio pensamiento y de vuestra propia
imaginación a obrar en el sentido en que el pensamiento y la imaginación
os empujan. Cuanto mayor sea en vos ese sentimiento moral, mayor predisposición
tendrá para constituirse en hábito.
Eso es lo que Adam Smith
desarrolla con abundancia de ejemplos. Era joven cuando escribió ese libro,
infinitamente superior a su obra senil La economía política. Libre
de todo prejuicio religioso, buscó la explicación en un hecho de la naturaleza
humana: he ahí porqué durante un siglo la clerigalla con o sin sotana ha hecho
el silencio alrededor de este libro.
La única falta de Adam
Smith está en no haber comprendido que tal sentimiento de simpatía, convertido
en hábito, existe entre los animales al igual que en el hombre.
No desagrada esto a los
vulgarizadores de Darwin, ignorando en él todo lo que no había sacado de
Malthus; el sentimiento de solidaridad es el rasgo predominante de la
existencia de todos los animales que viven en sociedad. El águila devora al
gorrión; el lobo, a las marmotas; pero las águilas y los lobos se ayudan entre
si para cazar; y los gorriones y las marmotas se prestan solidaridad también
contra los animales de presa, pues sólo los poco diestros se dejan expoliar. En
toda agrupación animal la solidaridad es una ley (un hecho general) de la
naturaleza, infinitamente más importante que esa lucha por la existencia, cuya
virtud nos cantan los burgueses en todos los tonos, a fin de mejor
embrutecernos.
Cuando estudiamos el
mundo animal y querernos comprender la razón de la lucha por la existencia,
sostenida por todos los seres vivientes contra las circunstancias adversas y
contra sus enemigos. Cuanto mejor cada miembro de la sociedad comprende la
solidaridad para con los demás, mejor se desarrollan en todos esas dos
cualidades que son los factores principales de la victoria y del progreso: de
una parte, el valor, y la libre iniciativa del individuo, de la otra. Y cuando
más, por el contrario, tal colonia o tal grupillo de animales pierde ese
sentimiento de solidaridad (lo que sucede a consecuencia de una
excepcional miseria o bien de una gran abundancia de alimento) tanto más los
otros dos factores del progresos valor y la iniciativa individual disminuyen,
concluyendo por desaparecer, y la sociedad en decadencia sucumbe ante sus enemigos.
Sin confianza mutua no hay lucha posible, no hay valor, no hay iniciativa, no
hay solidaridad, no hay victoria; es la derrota segura.
Volveremos algún día
sobre este asunto, y podremos demostrar, con lujo de pruebas, cómo en el mundo
animal y humano la ley del apoyo mutuo es la ley del progreso; y cómo el apoyo
mutuo, cual el valor y la iniciativa individual, que de él proviene, aseguran
la victoria a la especie que mejor lo sabe practicar. Por el momento nos
bastaría hacer constar el hecho. El lector comprenderá por sí mismo toda su
importancia en la cuestión que nos ocupa.
Imagínese ahora ese
sentimiento de solidaridad obrando a través de los millones de edades que se
han sucedido desde que los primeros seres animados han aparecido sobre el globo;
imagínese cómo ese sentimiento llegaba a ser costumbre y se transmítía por
herencia desde el organismo microscópico más sencillo hasta sus descendientes
-los insectos, los reptiles, los mamíferos y el hombre-, y se comprenderá el
origen del sentimiento moral, que es una necesidad para el animal, como
el alimento o el órgano destinado a digerirlo.
He ahí, sin remontarnos
más lejos (pues aquí no sería preciso hablar de los animales complicados,
originarios de colonias de pequeños seres extremadamente sencillos) el
origen del sentimiento moral. Hemos debido ser en extremo concisos para
desarrollar esta gran cuestión en el espacio de algunas páginas; pero eso basta
ya para ver en ello que no hay nada de místico ni sentimental. Sin esa
solidaridad del individuo con la especie, nunca el mundo animal se hubiera
desarrollado ni perfeccionado. El ser rnás adelantado en la tierra sería aún
uno de esos pequenos grumos que flotan en las aguas y que apenas se perciben
con el microscopio. Ni aun existirían las primeras agregaciones de células: ¿no
son ya un acto de asociación para la lucha?
VI
Así vemos que observando
las sociedades animales -no como burgueses interesados, sino como simples
observadores inteligentes- se llega a hacer constar que este principio trata
a los otros como si quisiera ser tratado por ellos en análogas
circunstancias, se encuentra donde quiera que la asociación existe
Y cuando se estudia más
de cerca el desarrollo o la evolución del mundo animal, se descubre, con el
zoólogo Kessler y el economista Tchernychevsky, que este principio, traducido
en una sola palabra, solidaridad, ha tenido en el desenvolvimiento de
los animales una parte infinitamente mayor que todas las adaptaciones que
puedan resultar de las luchas individuales por la adquisición de personales
ventajas.
Es evidente que la
práctica de la solidaridad se encuentra todavía más desarrollada en las
sociedades humanas. Sin embargo, agrupaciones de monos, las más elevadas en la
escala animal, nos ofrecen una práctica de la solidaridad de las más
atractivas. El hombre avanza todavía un paso en este camino; eso sólo le
permite conservar su mezquina especie, en medio de los obstáculos que le opone
la naturaleza, y desenvolver su inteligencia
Cuando se estudian las
sociedades primitivas que se hallan hasta el presente en la edad de piedra, se
ve en sus pequeñas comunidades la solidaridad practicada en su más alto grado
para todos sus miembros.
He ahí por qué esa
práctica de la solidaridad no cesa nunca, ni aun en las épocas peores de la
historia; aun cuando las circunstancias temporales de dominación, de
servidumbre, de explotación, hacen desconocer este principio, permanece siempre
en el pensamiento de la mayoría de tal modo, que conduce a odiar las malas
instituciones, a la revolución. Así se aprende; sin ella la sociedad debería
perecer.
Para la inmensa mayoría
de los animales y de los hombres, ese sentimiento se halla, y debe hallarse,
convertido en hábito adquirido, de principio permanente en el espíritu, por más
que se desconozca con frecuencia en los hechos.
Es toda la evolución del
reino animal la que habla con nosotros; y es larga, muy larga; cuenta cientos
de millones de años.
Aun cuando quisiéramos
desembarazarnos de ella, no podríamos. Sería más fácil al hombre habituarse a
andar en cuatro pies que desembarazarse del sentimiento moral. Es anterior en
la evolución animal a la posición recta del hombre.
El sentido moral es en
nosotros una facultad natural, igual que el sentido del olfato y del tacto.
En cuanto a la Ley y a
la Religión, que también han predicado este principio, sabemos que lo han
sencillamente escamoteado para con él cubrir su mercancía; sus prescripciones
favorecen al conquistador, al explotador y al clérigo. Sin el principio de
solidaridad, cuya justicia está generalmente reconocida, ¿cómo habrían tenido
ascendiente sobre el espíritu?
Con él se cubrían uno a
otro a semejanza de la autoridad, la cual también consiguió imponerse,
declarándose protectora de los débiles contra los fuertes.
Arrojando por la borda
la Ley, la Religión y la Autoridad, volverá la humanidad a tomar posesión del
principio moral, que se había dejado arrebatar, a fin de someterlo a la crítica
y de purgarlo de las adulteraciones con las que el clérigo, el juez y el
gobernante lo habían emponzoñado y lo emponzoñan todavía.
Pero negar el tal
principio porque la Iglesia y la Ley lo han explotado sería tan poco razonable
como declarar que no se lavará nunca, que comerá cerdo infectado de triquinas y
que no querrá la posesión en común del suelo, porque el Corán prescribe lavarse
todos los días, porque el higienista Moisés prohibía a los hebreos comer
tocino, o porque el Chariat (el suplemento del Corán) quiere que toda la tierra
que permanezca inculta durante tres años vuelva a la comunidad.
Además, ese principio de
tratar a los demás como uno quiere ser tratado, ¿qué es sino el genuino
principio fundamental de la Anarquía? ¿Y cómo puede uno llegar a creerse
anarquista sin ponerlo en práctica?
No queremos ser
gobernados. Pero por eso mismo, ¿no declaramos que no queremos gobernar a
nadie? No queremos ser engañados, queremos que siempre se nos diga la verdad.
Pero con esto, ¿no declaramos que nosotros no queremos enganar a nadie, que nos
comprometemos a decir siempre la verdad, nada más que la verdad? No queremos que
se nos roben los frutos de nuestro trabajo. Pero, por lo mismo, ¿no declaramos
respetar los frutos del trabajo ajeno?
¿Con qué derecho, en
efecto, pediríamos que se nos tratase de cierta manera, reservándonos tratar a
los demás de un modo completamente opuesto? Seríamos acaso como el oso
blanco (Se refiere al zar) de los kirghises que puede tratar a los
demás como bien le parece?
Nuestro sencillo
concepto de igualdad se subleva a esta sola idea.
La igualdad en las
relaciones mutuas, y la solidaridad que de ella resulta necesariamente: he ahí
el arma más poderosa del mundo animal en su lucha por la existencia.
Y la igualdad es la
equidad.
Llamándonos anarquistas
declaramos por adelantado que renunciamos a tratar a los demás como nosotros no
quisiéramos ser tratados por ellos; que no tolerarnos más la desgualdad, lo
cual permitiría a alguno de entre nosotros ejercitar la violencia o la astucia
o la habilidad del modo que nos desagradaría a nosotros mismos. Pero la
igualdad en todo -sinónimo de equidad- es la anarquía misma. ¡Al diablo el oso
blanco, que se abroga el derecho de engañar la sencillez de los otros! No
le queremos, y lo suprimimos por necesidad. No es únicamente a esa trinidad
abstracta de Ley, Religión y Autoridad a quien declaramos la guerra.
En llegando a ser
anarquista , se la declaramos al cúmulo de embustería, de astucia, de
explotación, de depravación, de vicio, en una palabra de desigualdad, que han
vertido en los corazones de todos nosotros. Se la declaramos a su manera de
obrar, a su manera de pensar. El gobernado, el engañado, el explotado, la
prostituta, etc., hieren ante todo nuestros sentimientos de igualdad. En el
nombre de la Igualdad, no queremos ya ni prostitutas, ni explotados, ni
engañados, ni gobernados.
Se nos dirá acaso, se ha
dicho alguna vez: «Pero si pensáis que precisa tratar siempre a los demás como
vos mismo queréis ser tratados, ¿con qué derecho usaríais de la fuerza en
determinadas circunstancias? ¿Con qué derecho dirigir los cañones contra los
bárbaros o civilizados que invaden vuestro país?, ¿Con qué derecho matar no
sólo a un tirano, pero ni a una simple víbora?
¿Con qué derecho? ¿Qué
entendéis por esta palabra barroca arrancada a la Ley? ¿Queréís saber si
tendría conciencia de obrar bien haciendo eso? ¿Si los que yo aprecio
encontrarán que he hecho bien? ¿Es eso lo que preguntáis?
En ese caso, nuestra
contestación es sencilla.
Ciertamente que sí;
porque nosotros pedimos que se nos mate, sí, como animales venenosos, si vamos
a hacer una invasión al Tonkín, o a la Zululandia, cuyos habitantes no nos han
hecho nunca mal alguno. Decimos a nuestros hijos: «Mátame, si me paso al
partido de los invasores.»
Ciertamente que sí;
porque pedimos se nos desposea, si un día, mintiendo a nuestros principios, nos
apoderamos de una herencia -sería llovida del cielo- para emplearla en la
explotación de los demás.
Ciertamente que sí;
porque todo hombre de corazón pide que antes se le aniquile que llegar a ser
víbora; que se le hunda un puñal en el corazón, si alguna vez ocupara el lugar
de un tirano destronado.
Sobre cien hombres que
tengan mujer e hijos habrá noventa que, sintiendo la proximidad de la locura
(la pérdida del registro cerebral en sus acciones), intentarán suicidarse por
miedo de hacer rnal a los que aman. Cada vez que un hombre de corazón comprende
que se hace peligroso a los que son objeto de su cariño, prefiere rnorir antes
que llegar a tal extremo.
Cierto día, en Irkurtsk,
un doctor polaco y un fotógrafo son mordidos por un perrito rabioso. El
fotógrafo se quema la herida con hierro candente, el médico se ciñe a
cauterizarla. Es joven, hermoso, rebosando salud; acababa de salir de la
mazmorra a la cual el Gobierno le había condenado por su adhesión a la causa
del pueblo. Fuerte con su saber y, sobre todo, con su inteligencia, hacía curas
maravillosas; los enfermos le adoraban. Seis semanas más tarde se apercibe de
que el brazo mordido comienza a inflamarse. Aun siendo doctor, no puede
evitarlo: era la rabía, que se manifestaba. Corre a casa de un amigo, doctor
desterrado como él. «¡Pronto, venga la estricnina, te lo ruego! ¿Ves este
brazo? ¿Sabes lo que es? Dentro de una hora, o menos, seré presa de la rabia;
intentaré moderte a ti y a los amigos; no pierdas tiempo; venga la estricnina;
es preciso morir.» Se sentía víbora y quería que se le matara.
El amigo vaciló, quiso
ensayar un tratamiento antirrábico. Con una mujer animosa, ambos se pusieron a
cuidarle.... y dos horas después, el doctor, espumarajeando, se arrojaba sobre
ellos pretendiendo morderles. Después volvía en sí, reclamaba la estricnina, y
rabiaba de nuevo. Murió, por fin, en medío de horrorosas convulsiones.
¡Qué de hechos no
podríamos citar basados en nuestra propia expriencia! El hombre valeroso
prefiere morir a llegar a ser la causa del mal de otros. Y esto es porque
tendrá conciencia del bien obrar y la aprobación de Ios que estimo le seguirá
si mata la víbora o el tirano.
Perovskaya y sus amigos
han matado al Zar ruso. Y la humanidad entera, a pesar de su repugnancia por la
sangre vertida, a pesar de sus simpatías por quien había permitido liberar a
los siervos, les ha reconocido este derecho.
-¿Por qué? No es que
ella haya reconocido el acto útil, las tres cuartas partes dudan aún, sino
porque ha comprendido que por todo el oro del mundo Perovskaya y sus amigos no
habrían consentido en llegar a ser tiranos a su vez. Aun los mismos que ignoran
los detalles del drama están seguros, sin embargo, de que no ha sido una
bravata de gente joven, un crimen palaciego, ni la ambición del poder; era el
odio a la tiranía hasta el desprecio de sí mismo, hasta la muerte.
«Aquellos -se han dicho-
habían conqistado el derecho a matar» Como se ha dicho de Luisa Michel: «Tenía
el derecho de pillar», o, todavía: «Ellos tienen el derecho de robar», hablando
de esos terroristas que vivían de pan seco y que robaban un milllón o dos al
tesoro de Kichineff, tomando con riesgo de sus propas vidas todas las
precauciones posibles para evitar la responsabilidad de la guardia que
custodiaba la caja con bayoneta calada.
Este derecho de usar de
la fuerza Ia humanidad no lo rehusa jamás a los que lo han conquistado; aunque
ese derecho sea ejercitado sobre las barricadas o a la vuelta de una esquina.
Pero para que tal acto produzca profunda impresión en los espíritus es menester
conquistar ese derecho. De no ser así el acto -útil o no- se consideraría un
simple hecho brutal, sin importancia para el progreso de las ideas. No se vería
en él más que una suplantación de fuerza, una sencilla sustitución de un
explotador por otro.
VIII
Hasta ahora, hemos
hablado de acciones conscientes, reflexivas del hombre (de las que hacemos
dándonos cabal cuenta). Pero al lado de la vida consciente, encontramos la vida
inconsciente, infinitamente más vasta, y demasiado ignorada en otro tiempo. Sin
embargo, basta observar la manera como nos vestimos por la mañana,
esforzándonos por abrochar un botón que sabemos haber perdido la víspera, o
llevando la mano para coger un objeto que nosotros mismos hemos cambiado de
lugar, para tener idea de esa vida inconsciente y concebir el importante papel
que desempeña en nuestra existencia.
Las tres cuartas partes
de nuestras relaciones con los demás son actos de esa vida inconsciente.
Nuestra manera de hablar, de sonreir o de fruncir las cejas, de engolfarnos en
la discusión o de permanecer silenciosos; todo eso lo hacemos sin darnos cuenta
de ello, por simple hábito, ya heredado de nuestros antepasados humanos o
prehumanos (no hay más que ver la semejanza en la expresión del hombre y del
animal cuando uno y otro se incomodan) o bien adquirido consciente o
inconscientemente.
Nuestro modo de obrar
para con los demás pasa así al estado de hábito. El hombre que haya adquirido
el máximum de costumbres morales será ciertamente superior a ese buen cristiano
que pretende siempre ser empujado por el diablo a hacer el mal, y que no puede
impedirlo mas que evocando las penas del infierno o los goces del paraíso.
Tratar a los demás como
él mismo quisiera ser tratado pasa, en el hombre, y en los animales sociales,
al estado de simple costumbre; si bien, generalmente, el hombre no se pregunta
cómo debe obrar en tal circunstancia. Obra mal o bien sin reflexionar. Sólo en
circunstancias excepcionales, en presencia de un caso complejo, o bajo el
impulso de una pasión ardiente, vacila; entonces las diversas partes de su
cerebro (órgano muy complejo, cuyas partes distintas funcionen con cierta
independencia), entra en lucha.
Entonces sustituye con
la imaginación a la persona que está enfrente de él, pregunta si le agradaría
ser tratado de la misma manera; y su decisión será tanto más moral cuanto mejor
identificado esté con la persona a la cual estaba a punto de herir en su
dignidad o en sus intereses. O bien un amigo intervendrá y le dirá: «Imagínate
tú en su lugar. ¿Es que tú habrías sufrido ser tratado por él como tú le acabas
de tratar?» Y eso basta.
La apelación al
principio de igualdad no se hace más que en un momento de vacilación, mientras
que en noventa y nueve casos sobre ciento obramos moralmente por costumbre.
Se habrá notado
ciertamente que en todo lo que hemos dicho hasta ahora no hemos tratado de
imponer nada. Hemos expuesto sencillamente cómo las cosas pasan en el mundo
animal y entre los hombres.
La Iglesia amenazaba en
otro tiempo a los hombres con el infierno para moralizarles, y sabemos cómo lo
ha conseguido: desmoralizándolos; el juez, amenazando con la argolla, con el
látigo, con la horca, siempre en nombre de esos mismos principios de
sociabilidad que a la sociedad ha escamoteado, la desmoraliza. Y los
autoritaros de toda clase claman también contra el peligro social a la sola
idea de que el juez pueda desaparecer de la tierra al mismo tiempo que el cura.
Ahora bien, rosotros no
tememos renunciar al juez ni a la condenación. Renunciamos, como Guyau, a toda
sanción, a toda obligación moral. No tememos decir: «Haz lo que quieras y como
quieras»; porque estamos persuadidos de que la inmensa mayoría de los hombres,
a medida que sean más ilustrados y se desembaracen de las trabas actuales, hará
y obrará siempre en una dirección determinada, útil a la sociedad, como estamos
persuadidos de que el niño andará un día sobre sus pies, y no a cuatro patas,
sencillamente porque ha nacido de padres que pertenecen a la especie humana.
Todo lo más que podemos
hacer es dar un consejo, y aun dándolo añadimos: «Ese consejo no tendrá valor
más que si tú mismo conoces, por la experiencia y la observación, que es bueno
de seguir.»
Cuando vemos a un joven
doblar la espalda y oprimir así el pecho y los pulmones, le aconsejamos que
enderece, que mantenga la cabeza levantada y el pecho abierto, que aspire el
aire a plenos pulmones ensanchándolos, porque en esto encontrará la mejor
garantía contra la tisis. Pero al mismo tiempo le enseñamos la fisiología, a
fin de que conozca las funciones de los pulmones y escoja por sí mismo la
postura que más le conviene.
Es cuanto podemos hacer
como hecho moral. No tenemos más que el derecho de dar un consejo, al cual
añadiremos: «Síguelo, si te parece bueno.»
Pero dejando a cada uno
obrar como mejor le parezca. Negando a la sociedad el derecho de castigar,
fuere lo que fuere y de la manera que sea, por cualquier acto antisocial que
haya cometido, no renunciamos a nuestra facultad de amar lo que nos parezca
malo. Amar y odiar, pues sólo los que saben odiar saben amar. Podemos reservarnos
eso, y puesto que ello sólo basta a toda sociedad animal para mantener y
desenvolver los sentimientos morales, bastará tanto mejor a la especie humana.
Sólo pedimos una cosa;
eliminar todo lo que en la sociedad actual impide el libre desenvolvimiento de
estos dos sentimientos, todo lo que falsea nuestro juicio: el Estado, la
Iglesia, la Explotación, el juez, el clérigo, el Gobierno, el explotador.
Hoy, al ver un Jack
el destripador degollar de corrido diez mujeres de las más pobres, de las
más miserables -y moralmente superiores a las tres cuartas partes de los ricos
burgueses-, nuestra primera impresión es la del odio. Si le encontramos el día
en que ha degollado a esa mujer que quería hacerse pagar por él los treinta
céntimos de su tugurio, le habríamos alojado una bala en el cráneo, sin
reflexionar que la bala hubiera estado mejor colocada en el cráneo del
propietario.
Pero cuando nos
acordamos de todas las infamias que han conducido a cometer todos esos
asesinatos, cuando pensamos en las tinieblas en las cuales rueda perseguido por
las imágenes de libros inmundos, o por pensamientos enardecidos por libros
estúpidos, nuestro sentimiento se aminora; y el día en que supiéramos que Jack
estaba en poder de un juez que tranquilamente ha cortado diez veces más
vidas de hombres, de mujeres y de niños que todos los Jack; cuando
nosotros contáramos en las manos de esos fríos maníacos, o de esas gentes que
envían a un Borrás a la prisión para demostrar a los burgueses que ellos son su
salvaguardia, entonces todo nuestro odio contra Jack el destripador desaparecerá,
se dirigirá a otra parte, transformaráse en odio contra la sociedad cobarde e
hipócrita, contra sus representantes oficiales. Todas las infamias de un destripador
desaparecen ante las cometidas en nombre de la Ley. A ella odiamos.
Hoy nuestro sentimiento
se reduce continuamente. Comprendemos que todos somos, más o menos
voluntariamente, los autores de esta sociedad. No nos atrevemos ya a odiar.
¿Osamos acaso amar? En una sociedad basada en la explotación y la servidumbre,
la naturaleza humana se degrada.
Pero a medida que la
servidumbre vaya desapareciendo volveremos a posesionarnos de nuestros
derechos; sentiremos la necesidad de odiar y de amar aún en casos tan
complicados como el que acabamos de citar.
En cuanto a nuestra vida
ordinaria, demos ya libre curso a nuestras simpatías o antipatías; lo hacemos a
cada momento.
Todos apreciamos la
energa moral y despreciamos la debilidad, la cobardía. A cada instante nuestras
palabras, nuestras miradas y nuestras sonrisas expresan nuestro gozo a la vista
de actos útiles a la humanidad que consideramos buenos; a cada instante
manifestamos por nuestras miradas y nuestras palabras la repugnancia que nos
inspiran la cobardía, la mentira, la intriga, la falta de valor moral.
Traicionamos nuestro disgusto cuando bajo la influencia de una educación de savoir
vivre, es decir, de hipocresía, procuramos aún disimular ese disgusto bajo
apariencias falaces, que desaparecerán a medida que las relaciones de igualdad
se establezcan entre nosotros.
Pues bien; esto sólo
basta ya para mantener a cierto nivel la concepción del bien y del mal, eso
bastará tanto más cuanto no habrá entonces ni juez ni cura en la sociedad;
tanto mejor cuanto que los principios morales perderán todo carácter de
obligación, siendo considerados como simples relaciones entre iguales.
Y, sin embargo, a medida
que esas simples relaciones se establecen, una nueva concepción moral aún más
elevada surge en la sociedad, cuya es la que vamos a analizar.
VIII
Hasta ahora, en todo
nuestro anterior análisis no hemos hecho sino exponer simples principios de
igualdad. Nos hemos sublevado y hemos invitado a los demás a sublevarse
contra los que se abrogan el derecho de tratar a otro como ellos no
quisieran de ninguna manera ser tratados; contra los que no querrían ni ser
engañados, ní explotados, ni embrutecidos, ni prostituidos, sino que lo hacen
por culpa de los demás. La mentira, la brutalidad, etc., son repugnantes no
porque sean desaprobados por los códigos de moralidad -descontemos esos
códigos-, son repugnantes, porque la mentira, la brutalidad, etc., sublevan los
sentimientos de igualdad de aquel para quien la igualdad no es una vana
palabra: sublevan, sobre todo, a quien es realmente anarquista en su manera de pensar
y obrar.
Este solo principio tan
sencillo, tan natural y tan evidente -si fuera generalmente aplicado en la
vida-constituiría ya una moral muy elevada, comprendiendo todo cuanto los
moralistas han pretendido enseñar.
El principio igualitario
resume las enseñanzas de los moralistas. Contiene también algo más, y ese algo
es el respeto deI individuo. Proclamando nuestra moral igualitaria y
anarquista, rehusamos la abrogación del derecho que los moralistas han
pretendido ejercer: el de mutilar a un individuo en nombre de cierto ideal que
creían bueno. Nosotros no reconocemos ese derecho a nadie, no lo queremos para
nosotros.
Reconocemos la libertad
completa del individuo; queremos la plenitud de su existencia, el
desarrollo de sus facultades. No queremos imponerle nada, volviendo así al
principio que Fourier oponía a la moral de las religiones, al decir:
«Dejad a los hombres absolutamente libres, no les mutiléis; bastante lo han
hecho las religiones. No temas siquiera sus pasiones; en una sociedad libre no
ofrecerán ningún peligro.»
En atención a que
vosotros mismos no abdicáis de vuestra libertad, en atención a que no os dejáis
esclavizar por los demás, y en atención a que a las pasiones violentas de tal
individuo opondréis vuestras pasiones sociales, igualmente vigorosas, no tenéis
que temer nada en la libertad.
Renunciamos a mutilar al
individuo en nombre de ideal alguno; todo cuanto nos reservamos es el derecho
de expresar francamente nuestras simpatías y antipatías para lo que encontramos
bueno o malo. Tal engaña a sus amigos. ¿Es su voluntad, su carácter? -¡Sea!
Ahora bien, es propio de nuestro carácter, de nuestra voluntad, menospreciar al
embustero.
Y una vez que tal es
nuestro carácter, seamos francos. No nos precipitemos hacia él para oprimirle
contra nuestro pecho, y tomar afectuosamente Ia mano, como se hace hoy. A su
pasión activa oponemos la nuestra, también activa y enérgica.
Es cuanto tenemos el
derecho y el deber de hacer para mantener en la sociedad el principio
igualitario; más aún, el principio de igualdad puesto en práctica.
Todo esto, bien
entendido, no se hará enteramente sino cuando las grandes causas de
depravación, capitalismo, religión, justicia, Gobierno, hayan dejado de
existir; pero puede hacerse ya en gran parte hoy. Se hace.
Sin embargo, sí Ias
sociedades no conocieran más que ese principio de igualdad, si cada uno,
ateniéndose al concepto de equidad mercantilista, se guardara en todo momento
de dar a los otros algo más de lo que ellos reciben, sería la muerte inevitable
de la sociedad.
Hasta la noción de
igualdad desaparecería de nuestras relaciones, puesto que para mantenerla es
preciso que algo más grande, más bello, más vigoroso que la simple equidad, se
produzca sin cesar en la vida.
Y esto se produce.
Hasta ahora no le han
faltado nunca a la humanidad grandes razones que, desbordando de ternura, de
ingenio o de voluntad, empleaban su sentimiento, su inteligencia o su actividad
en servicio del género humano, sin exigirle nada a cambio.
Esa fecundidad del
genío, de la sensibilidad o de la voluntad toma todas las formas posibles. Ya
es el investigador enamorado de la verdad, que, renunciando a todos los demás
placeres de la vida, se entrega con pasión a la investigación de lo que él cree
ser verdadero y justo, en contra de las afirmaciones de los ignorantes que le
rodean; ya es el inventor que vive de la gloria póstuma, olvida hasta el
alimento y apenas toca el pan que una mujer, toda abnegación, le hace comer
como a un niño, mientras persigue su invención, destinada, según él, a cambiar
la faz del mundo; ya es el revolucionario ardiente, para quien todos los goces
del arte, de la ciencia, de la misma familia, parecen áridos en tanto no estén
compartidos por todos, trabajando en regenerar el mundo a pesar de la miseria y
de las persecuciones; ya es el mozalbete que al oír relatar las atrocidades de
los invasores, creyendo a ciegas en las leyendas del patriotismo que le han
contado, va a inscribirse en un cuerpo franco, anda por la nieve, sufre el
hambre, y concluve por caer bajo las balas.
Es el granujilla de
París, que, mejor inspirado y dotado de inteligencia más fecunda, escogiendo
mejor sus aversiones y sus simpatías, corre a las murallas con su hermanito,
resiste la lluvia de los obuses y muere murmurando: ¡Viva la Communa!; es el hombre
que se subleva a la vista de una iniquidad sin preguntar qué resultará de ello,
y, cuando todos doblan el espinazo, desenmascara la iniquidad, hiere al
explotador, al tiranuelo de la fábrica o al gran tirano de un imperio; son, en
fin, todos esos sacrificios sin número menos llamativos, y por eso desconocidos
casi siempre, que se pueden ver constantemente, sobre todo en la mujer, a quien
se quiere encargar el trabajo de abrir los ojos y notar lo que constituye el
fondo de la humanidad, lo cual le permite también instruirse bien o mal a pesar
de la explotación y la opresión que sufre.
Aquellos fraguan, unos
en la oscuridad, otros en campo más amplio, los verdaderos progresos de la
humanidad. Y la humanidad lo sabe. Por lo mismo, rodea sus vidas de respeto, de
leyendas. Hasta los embellece y los hace héroes de sus cuentos, de sus
canciones, de sus novelas. Ama en ellos el valor, la bondad, el amor y la
abnegación que falta a la mayoría. Transmite sus recuerdos a sus hijos, se
acuerda hasta de los que no han trabajado más que en el estrecho círculo de la
familia y de los amigos, venerando su memoria en las tradiciones familiares.
Aquellos constituyen la
verdadera felicidad -la única, por otra parte, digna de tal nombre-, no
siendo el resto sino sencillas relaciones de igualdad. Sin esos ánimos y esas
abnegaciones, la humanidad estaría embrutecida en la ciénaga de mezquinos
cálculos. Aquellos, en fin preparan la moralidad del porvenir, la que vendrá
cuando, cesando de contar, nuestros hijos crezcan con la idea de que el mejor
uso de toda cosa, de toda energía, de todo valor, de todo amor, está donde la
necesidad de esta fuerza se siente con mayor viveza.
Esos ánimos, esas
abnegaciones, han existido en todo tiempo, se las encuentra en los animales, se
las encuentra en el hombre hasta en las épocas de mayor embrutecimiento: y en
todo tiempo las religiones han procurado apropiárselas, acuñarlas en su propia
ventaja, y si las religiones viven todavía es porque, aparte la igtnorancia, en
todo tiempo han apelado precisamente a esas abnegaciones, a esos rasgos de
valor. A ellos apelan también los revolucionarios, sobre todo los
revolucionarios socialistas. y otros, han caído a su vez en los errores que ya
hemos señalado en cuanto a explicarlos, los moralistas religiosos, utilitarios
Pertenece a, ese joven
filósofo, Guyau -a ese pensador anarquista sin saberlo- haber iniciado el
verdadero origen de tal valor y de tal abnegación , independiente de toda
fuerza mística, independientes de todos esos cálculos mercantiles, bizarramente
imaginados por los utilitarios de la escuela inglesa.
Allá, donde las
filosofías kantiana, positivista y evolucionista se han estrellado, la
filosofía anarquista ha encontrado el verdadero camino.
Su origen, ha dicho
Guyau, es el sentimiento de su propia fuerza, es la vida que se desborda,
que busca esparcirse. «Sentir interiormente lo que uno es capaz de
hacer es tener conciencia de lo que se ha dicho el deber de bacer.»
El impulso moral del
deber que todo hombre ha sentido en su vida -y que se ha intentado explicar por
todos los misticismos-, el deber no es otra cosa que una superabundancia de
vida, que pide ejercitarse, darse es al mismo tiempo la conciencia de un poder.
Toda energía acumulada
ejerce presión sobre los obstáculos colocados ante ella. Poder obrar es deber
obrar. Y toda esa obligación moral, de la cual se ha hablado y
escrito tanto, despojada de toda suerte de mistícismos, se reduce a esta
verdadera concepción: La vida no puede mantenerse sino a condición de
esparcirse.
«La planta no puede
impedir su florecimiento. Algunas veces, florecer para ella es morir. ¡No
importa, la savia sube siempre!»; concluve el joven filósofo anarquista.
Lo mismo le sucede al
ser humano cuando está pletórico de fuerza v de energía. La fuerza se acumula en
él; esparce su vida-, da sin contar, sin lo cual no viviría; y si debe perecer,
como la flor, deshojándose, no importa; la savia sube, si la hay.
Sé fuerte: desborda de
energía pasional e intelectual, y verterás sobre los otros tu inteligencia, tu
amor, tu actividad.
He ahí a qué se reduce
toda la enseñanza moral, despojada de las hipocresías del ascetismo oriental.
IX
Lo que la humanidad mira
en el hombre verdaderamente moral es su energía, es la exuberancia de la vida
que le empuja a dar su inteligencia, sus sentimientos, sus actos, sin demandar
nada en cambio,
El hombre fuerte de
pensamiento, el hombre exuberante de vida intelectual, procura naturalmente
esparcirla. Pensar sin comunicar su pensamiento a los demás carecería de
atractivo. Sólo el hombre pobre en ideas, después de haber concebido una con
trabajo, la oculta cuidadosamente para ponerle más tarde la estampilla de su
nombre. El hombre de poderosa inteligencia, fecundo en ideas, las siembra a
manos llenas; sufre si no puede compartirlas, lanzarlas a los cuatro vientos;
en ello está su vida.
Lo mismo sucede con el
sentimiento -«no nos bastamos a nosotros mismos, tenemos más lágrimas que las
necesarias para nuestros propios dolores, más alegrías en reserva que las
justificadas para nuestra propia existencia»- ha dicho Guyau, resumiendo así
toda la cuestíón moral en líneas tan concisas, tomadas de la naturaleza. El ser
solitario sufre, es presa de cierta inquietud, porque no puede compartir sus
ideas, sus sentimientos, con los demás. Cuando sentimos un gran placer
querríamos hacer saber a los demás que existimos, que sentimos, que amamos, que
vivimos, que luchamos, que combatimos.
Al mismo tiempo sentimos
la necesidad de ejercitar nuestra voluntad, nuestra fuerza activa. Obrar,
trabajar, llega a ser una necesidad para la inmensa mayoría de los hombres,
tanto, que, si condiciones absurdas alejan al hombre, o a la mujer del trabajo
útil, inventan trabajos, obligaciones fútiles e insensatas para abrir un nuevo
camino a su actividad. Inventan cualquier cosa -una teoría, una religión, un
deber social- para persuadirse de que ellos hacen algo útil. Si bailan es por
caridad, si se arruinan con sus tocados es para mantener la aristocracia a su
debida altura, si no hacen absolutamente nada, es por principio.
«Hay necesidad de ayudar
a otro, empujar al pesado vehículo que arrastra trabajosamente la humanidad,
cuando no se murmura en su derredor», dice Guyau. Semejante necesidad de ayuda
es tan grande, que se encuentra en todos los animales, por inferiores que sean;
y la inmensa actividad que cada día se gasta con tan poco provecho en política,
¿qué es sino la necesidad de empujar al carromato o murmurar en torno suyo?
Ciertamente, la
fecundidad de la voluntad, la sed de acción, cuando no va acompañada más que de
una sensibilidad pobre y de una inteligencia incapaz de crear, dará un Napoleón
I o un Bismarck, locos que querían hacer marchar el mundo al revés. Por otra
parte, la fecundidad del espíritu, despojada, sin embargo, de sensibilidad,
dará frutos secos, los sabios, que no hacen sino detener el progreso de la
ciencia, y, en fin, la sensibilidad, no guiada por una inteligencia bastante
cultivada, producirá mujeres prontas a sacrificarlo todo por una pasión
cualquiera, a la cual se entregan por completo.
Para ser realmente
fecunda, la vida debe estar a la vez en la inteligencia, en el sentimiento y en
la voluntad. Esa fecundidad en todas sus modolidades es la vida; la única cosa
que merece tal nombre; por un momento de esta vida, quienes la han entrevisto
dan años de existencia vegetativa. Sin esa vida desbordante, uno parece viejo
antes de la edad, impotente, planta que se seca sin haber florecido nunca.
«Dejemos a los
corrompidos del siglo esta vida, que no es tal», exclama la juventud, la
verdadera juventud llena de savia, que anhela vivir y sembrar la vida en torno
suyo. Y cuando la sociedad se envícia, un empuje venido de dicha iuventud rompe
los viejos moldes económicos, políticos, morales, para hacer germinar nueva
vida. No importa que alguno caiga en la lucha, la savia sube siempre. Para él,
vivir es florecer; cualesquiera que sean las consecuencias, no las rehuye.
Pero sin hablar de
épocas heroicas en la humanidad, sino tomándolo de la vida ordinaria, ¿es vida
vivir en desacuerdo con su ideal?
En la actualidad oyese
decir con frecuencia que se burlan del ideal. Se comprende. ¡Hase confundido
tan a menudo el ideal con la mutilación budista o cristiana; hase empleado tan
a menudo esta palabra para engallar a los sencillos, que la reacción es
necesaria y saludable!
También a nosotros nos
gustaría reemplazar la palabra ideal, cubierta de tanta porquería, por una
nueva palabra más conforme con las ideas modernas.
No obstante, cualquiera
que sea la palabra, el hecho existe; todo ser humano tiene su ideal.
Bismarck tenía el suyo,
tan fantástico como se quiera: el gobierno por el hierro y el fuego. Todo
burgués tiene el suyo, aunque sea éste la posesión de la bañera de plata de
Gambetta, el cocinero Trompette y muchos esclavos para pagar a Trompette y
comprar la bañera sin rascarse la oreja demasiado.
Pero al lado de esos
está el hombre que ha concebido un ideal superior. La vida del bruto no puede
satisfacerle; el servilismo, la mentira, la falta de buena fe, la intriga, la
desigualdad en las relaciones humanas le sublevan. ¿Cómo puede convertirse en
servil, mentiroso, intrigante, dominador a su vez? Entrevé cuán hermosa sería
la vida si existiera más franqueza en nuestras relaciones; siente la fuerza que
le impulsa a establecer esas relaciones con los que encuentra en su camino;
concibe lo que se llama el ideal.
¿De dónde viene ese
ideal? ¿Se forma por la herencia, de una parte, y las impresiones de la vida,
de otra? Apenas lo sabemos; todo lo más, podríamos hacer de nuestra propia vida
una historia más o menos verdadera. Pero vedle vario, progresivo, abierto a las
influencias externas; más siempre vivo. Es una sensación, inconsciente en
parte, que nos da la mayor suma de vitalidad, el goce de existir.
Pues bien; la vida es
vigorosa, fecunda, rica en sensaciones, respondiendo a la concepción del ideal.
Obrad contra esa
concepción, y sentiréis aminorarse vuestra vitalidad; no es ya única: pierde su
vigor. Faltad con frecuencia a vuestro ideal y concluiréis por paralizar
vuestra actividad; pronto no volveréis ya a encontrar ese vigor, esa
espontaneidad en la decisión que teníais en otro tiempo.
Nada de misterioso hay
en ello, una vez que míráis al hombre como un compuesto de centros nerviosos y
cerebrales obrando con independencia. Fluctuad entre los diversos sentimientos
que luchan en vosotros y llegaréis a romper en seguida la armonía del
organismo; seréis un enfermo sin voluntad; la intensidad de la vida descenderá,
y haréis bien en no comprometemos; no seréis ya el ser comoleto, fuerte,
vigoroso que erais cuando vuestros actos se encontraban acordes con las
concepciones ideales de vuestro cerebro.
X
Y ahora digamos, antes
de concluir, algo de esos dos términos procedentes de la escuela inglesa,
altruismo y egoísmo, con los que nos atruenan continuamente los oídos.
Hasta el presente no
habíamos hablado de ellos en este sentido; es que no veíamos aún la distinción
que los moralístas ingleses han intentado introducir.
Cuando decimos:
«tratamos a los demás como nosotros quisiéramos ser tratados», ¿es el altruismo
o el egoísmo lo que recomendamos? Cuando, remontándonos más alto, decimos: «La
felicidad de cada uno está íntimamente ligada a la felicidad de todo los que le
rodean: se puede tener algunos años de dicha relativa en una sociedad basada en
la desgracia de los demás, pues esa dicha está edificada sobre arena: no puede
durar; la cosa más insignifícante basta para destruirla, y es infinitamente
pequeña en comparación de la posible dicha de una sociedad igualitaria: además,
siempre que tú veas el bien general, obrarás bien»; cuando decimos esto, ¿es el
altruismo o el egoísmo lo que predicamos-, Hacemos constar sencillamente un
hecho.
Y cuando añadimos,
parafraseando una palabra de Guyau: «Sé fuerte, sé grande en todos tus actos,
desarrolla tu vida en todas sus modalidades, sé tan rico como te sea posible en
energía, siendo para ello el ser más social y más sociable si quieres gozar de
una vida llena, entera y fecunda. Guiado siempre por una inteligencia
ampliamente despejada lucha, arriésgate -el riesgo tiene también sus goces-,
arroja tus fuerzas, sin contarlas, mientras las tengas, en todo lo que creas
ser hermoso y grande, y entonces habrás gozado la mayor suma posible de
felicidad. Unete con las masas; y, sucédate lo que quiera en la vida, sentirás
latir contigo precisamente los corazones que amas, y latir contra ti los que
menosprecíes». Cuando decimos eso, ¿es el altruismo o el egoísmo lo que
enseñamos?
Luchar, afrontar el
peligro, arrojarse al agua para salvar, no ya a un hombre, sino a un simnle
gato; alimentarse con pan seco para poner fin a las inquietudes que os
sublevan, acordarse de los que merecen ser amados, ser amado por ellos, para un
filósofo enfermo eso es quizá un sacrificio: pero para el hombre y la mujer
pletóricos de energía, de fuerza. de vigor, de juventud, es el placer de vivir.
¿Es egoísmo? ¿Es altruismo?
En general, los
moralistas uue han levantado sus sistemas basados en la pretendida oposición
del sentimiento egoísta y el altruista, han equivocado el camino. Si esa
oposición existiera en realidad, si el bien del individuo fuera verdaderamente
opuesto al de la sociedad, la especie humana no existiría; ningún animal habría
podido alcanzar su actual desarrollo. No encontrando las hormigas un intenso
placer en trabajar juntas por el bienestar de la colonia, ésta no existiría, y
la hormiga no sería lo que es hoy, el ser más desarrollado entre los insectos:
un insecto cuyo cerebro. apenas perceptible con el auxilio de una lente, es
casi tan poderoso como el cerebro medio del hombre. No encontrando un intenso
placer en sus emigraciones, en los cuidados que se toman para cuidar su prole,
en la acción común para la defensa de sus sociedades contra las aves de rapiña,
el pájaro no habría podido alcanzar el desarrollo a que ha llegado: el tipo
pájaro habría retrogradado, en lurar de progresar.
Y cuando Spencer prevé
un tiempo en que el bien del individuo se confundirá con el de la especie,
olvida una cosa: que si los dos no hubieran sido siempre idénticos, no hubiera
podido cumplirse la evolución misma del reino animal.
Lo que ha habido en todo
tiempo es que se ha encontrado, así en el mundo animal como en la especie
humana, un gran número de individuos que no comprendían que el bien del
individuo y el de la especie son en el fondo idénticos. No comprendían que siendo
el fin del individuo vivir intensamente, encuentra en gran manera esta
condición de la existencia en la mayor sociabilidad, en la más perfecta
identificación de sí propio con todos los que le rodean.
Pero esto no era
carencia de inteligencia, falta de comprensión. En todo tiempo ha habido
hombres ruines, en todo tiempo ha habido imbéiles; pero en ninguna época de la
historia, ni aun en las geológicas, el bien del individuo ha sido opuesto al de
la sociedad. En todo lugar han sido idénticos, y los que mejor lo han
comprendido han gozado siempre de la vida más completa.
La distinción entre el
egoísmo y el altruismo es, pues, absurda a nuestros ojos. Por eso no hemos
dicho nada más de los compromisos que el hombre, a creer a los utilitarios,
tendría constantemente entre sus sentimientos egoístas y sus sentimientos
altruistas. Tales compromisos no existen para el hombre convencido.
Lo que hay, realmente,
es que desde el momento en que pretendemos vivir conforme a nuestros principios
de igualdad, los vemos chocar a cada paso. Por modestas que sean nuestra comida
y nuestro lecho, somos aún Rotchschild en comparación del que duerme bajo los
puentes, y que a menudo se halla falto de pan seco; por poco que nos
entreguemos a los goces intelectuales y artísticos, somos todavía Rotschild en
comparación de los millones que toman a la tarde embrutecidos por el trabajo
manual, monótono y pesado, los cuales no pueden gozar del arte y de la ciencia,
y morirán sin haber conocido nunca tan nobles satisfacciones.
Conocemos que no hemos
apurado el principio igualitario; pero no queremos transigir con tales
exigencias. Nos sublevan contra ellas: nos aplastan; nos vuelven
revolucionarios; no nos acomodamos a lo que nos subleva; repudiamos toda
transacción con el armisticio, y prometemos luchar a todo trance contra estas
condiciones sociales. No es posible transigir, y el hombre convencido no quiere
que se le permita dormir tranquilo, esperando que esta sociedad cambie por sí
sola. Henos al fin de nuestro estudio.
Hay épocas, hemos dicho,
en que la concepción moral cambia por completo. Se observa que lo que se había
considerado como moral es la más profunda inmoralidad. Aquí, una costumbre, una
tradición venerando, pero inmoral en el fondo; allá, no se encuentra más que el
provecho de una sola clase. Se les arroja por la borda y se grita: «Abajo la
moral». Constituye un deber practicar estos actos inmorales. Saludemos estos
tiempos, son tiem pos de crítica, el siglo más seguro en que se hace un gran
trabajo intelectual en la sociedad: la elaboración de una moral superior.
Lo que esa moral será
hemos tratado de formularlo, basándonos en el estudio del hombre y en el de los
animales, y hemos visto la que se dibuja en las ideas de las masas y de los
pensadores.
Semejante moral no
ordenará nada; rehusará en absoluto ino. delar al individuo con arreglo a
ninguna idea abstracta, como rehusa mutilarlo por la religión, la ley y el
gobierno. Dejará la libertad plena y entera al individuo; llegará a ser una
simple demostración de hechos, una ciencia.
Y esta ciencia dirá a
los hombres: si no te sientes con ánimo, si tus fuerzas se limitan a ser las
necesarias para conservar una vida grisácea, monótona, sin fuertes
emociones, sin grandes goces y también sin grandes sufrimientos, no te separes
de los sencillos principios de la equidad igualitario. En las relaciones
igualitarias encontrarás lo que necesitas, la mayor suma de felicidad posible
dadas tus escasas fuerzas; pero si sientes en ti el vigor de la juventud, si
quieres vivir, si quieres gozar la vida entera, plena, desbordante -es decir,
conocer el mayor goce que un ser viviente puede desear-, sé fuerte, sé grande,
sé enérgico en todo lo que hagas.
Siembra la vida en tu
alrededor, advierte que engañar, mentir, ser astuto, es envilecerse, empequeñcerte,
reconocerte débil, desde luego; ser como la esclava del harén, que se cree
inferior a su señor. Hazlo si te place; pero entonces ten presente que la
humanidad te considerará pequeño, mezquino, débil, y te tratará en
consecuencia. No viendo tu energía, te considerará como a un ser que merece
lástima, sólo lástima. No te quejes de los humanos si tú mismo paralizas así tu
actividad.
Sé fuerte, por el
contrario, y cuando veas una iniquidad y la hayas comprendido -una iniquidad en
la vida, una mentira en la ciencia, un sufrimiento impuesto por otro- rebélate
contra la iniquidad, la mentira y la injusticia. ¡Lucha! La lucha es la vida,
tanto más intensa cuanto más viva sea aquélla. Y entonces habrás vívido; y por
algunas horas de esta vida no darás años de vegetación en el cieno del pantano.
Lucha para permitir a
todos vivir esta vida rica y exuberante, y ten por seguro que encontrarás en
esta lucha goces tan grandes, como no los encontrarías parecidos en ningún otro
orden de actividad.
Tal es cuanto puede decirte
la ciencia de la moral: a ti te toca escoger.