ME LLAMO CLARK KENT
Hola,
amigos, soy periodista y, hasta ayer, estaba muy contento. Había entrado a
trabajar en una televisión perteneciente al holding para el cual trabajo, The
Daily Planet. Yo siempre había querido trabajar en una televisión porque,
desde pequeñito, desde que caí en este mundo, supe que allí se cocinaba la
realidad, que allí estaba el tomate. Así que cuando me ofrecieron un puesto en
la filial ibérica de TV Planet, no lo dudé un momento. Me marché a España.
En qué momento.
Dos aviones se estrellaron esa misma mañana contra las Torres Gemelas de la
capital sentimental de mi país, Nueva York. Imaginároslo. Fue tal el impacto
que me produjo, que hice lo que siempre hago cuando me siento embarullado. Me
metí en el cuarto de baño a fumar un poco de hierba. Como siempre, la
imaginación me desbordó para convertirme en un Superhombre que lograba
detener, desde el aire, el ataque de los malos. Por supuesto, el vuelo era
producto de la marihuana, así que, cuando salí, el accidente seguía allí,
como detenido el tiempo. Entonces, llegó mi jefe, Ernestín Sáinz de Buruchaga,
y me dijo que hiciera una noticia.
-¿Qué
noticia? -le dije.
-¿No lo estás viendo? ¿No ves lo que pasa? Te conectas con las agencias por
la red y me sacas los números de muertos y los posibles autores.
Y allí que
me puse. Hasta ese momento, siempre había creído que los periodistas hablaban
de aquello que habían visto y oído, que investigaban y se enteraban de primera
mano de aquello que pasaba. Pero no. Aunque no lo creáis, desde España, donde
estoy viviendo, conté lo que estaba sucediendo en Nueva York, mi ciudad. Para
ello, me fui a una cabina de edición conectada a una red interna, tomé unas imágenes
de nuestra central en USA, los datos que proporcionaba la Agencia Reuters, EFE y
Asociated Press, y me escribí la noticia. Por lo visto, en los aviones
siniestrados había varios árabes, que eran amigos de otro árabe muy malo,
llamado Bin Laden, que había acumulado en su vida un inexplicable odio hacia
nuestro país, hacia los Estados Unidos de América, y por eso los habían
estrellado. Curiosamente, las informaciones de las agencias coincidían, en los
primeros teletipos se decía que había 10.000 muertos, después todas empezaron
a hablar de 5.000, de los cuales 500 eran mexicanos y otros muchos polacos y
latinoamericanos, todos ellos sin papeles, por lo que difícilmente se logrará
conocer su identidad, si es que algún día se localizan sus cuerpos sin vida.
Estaba en el
ojo del huracán. La realidad transcurría delante de mi jeta y me sentía entre
eufórico y triste. Eufórico, porque lo sabíamos todo sobre el suceso más
importante para la humanidad, a pesar de que había transcurrido a 6.000 kilómetros
de distancia. Triste, porque yo dudaba, ¿realmente sabía algo? ¿quién estaba
contando lo que pasaba? Mis compañeros parecían tener superpoderes, pues
contaban convencidos al público todo lo que estaba sucediendo, a pesar de no
estar allí, de no haber hablado con nadie. ¿Serían ellos Supermán o sería
mi jefe, el bueno de Ernestín? Debía serlo, pues el gafitas terminaba todos
los días el telediario muy convincente con una frase que ya había oído en mi
país, “así son las cosas y así se las hemos contado”.
Entonces, me
puse a pensar en todo, en lo que había visto, en que eso había ocurrido, en la
realidad, en Bin Laden, resulta que tenía unas dependencias bajo tierra en un
país que nunca había oído, llamado Afganistán, y conocía una técnica
peligrosísima, llamada Kriptografía, aquello me dió miedo, no sé bien por qué.
Intenté imaginarme a Luther Bin Laden, un hombre malo, muy malo. Pero yo no lo
conocía, ni siquiera sabía cuántos muertos había en el cataclismo, si los
aviones estaban tripulados, si el Pentágono estaba lleno, si realmente tenía
la kriptografía, todo eran verdades, dogmas irrefutables que llegaban no sé
muy bien de dónde. Mi verdadera sensación era que estaba viendo una película
dirigida por Richard Lester, en la que los papeles estaban claramente definidos:
el Malo malísimo y los Buenos de la hostia. Yo no había visto la realidad, ni
mis compañeros, ni siquiera los presentadores de mi canal, en Nueva York, sino
una interpretación, una selección. Todos hablábamos de oídas, de lo que el
periódico contaba, que a su vez habían leído en las agencias, que a su vez,
le había contado el gobierno de mi país que, realmente, no sé quien es. Al
parecer, es un tipo muy tonto, al que colocan patrióticamente con los bomberos
y los policías a recitar las palabras que le escribe un guionista. La cuestión
es saber quién le cuenta al guionista lo que debe decir este actor.
Entonces,
confundido ante tanta información, deseé empezar a buscar la verdad por mí
mismo. Así fue cómo decidí hacer de mí, un Supermán.
Clark Kent.